La Bestia

Todo el tiempo pasado en Brakebills —el primer curso, los exámenes, le pelea con Penny y así sucesivamente, hasta la noche en que se unió a los Físicos—. Quentin no había sido consciente de estar conteniendo el aliento. Sólo ahora comprendía que había esperado ver cómo Brakebills se desvanecía a su alrededor como un sueño. Dejando aparte las muchas y variadas leyes de la termodinámica, todo aquello era demasiado bueno para ser verdad. Era como Fillory. Fillory nunca duraba eternamente. Al final de cada novela, Ember y Umber se apresuraban a devolver a los Chatwin al mundo normal. En el fondo, Quentin se sentía como un turista que, al terminar el día, sería conducido hasta un sucio y traqueteante autobús —con asientos de vinilo destrozados, minitelevisores y un apestoso lavabo— que lo devolvería a casa, firmemente agarrado a una postal de recuerdo y viendo las torres y los tejados, las cumbres y los gabletes de Brakebills desaparecer en el retrovisor.

Pero eso no había pasado. Y ahora comprendía, realmente, que no iba a pasar. Había malgastado mucho tiempo pensando que todo era un sueño, que aquello tenía que haberle pasado a otro o que nada dura eternamente. Había llegado la hora de empezar a actuar como lo que era: un alumno de diecinueve años inscrito en una escuela secreta donde estaba aprendiendo magia de verdad.

Desde que formaba parte de los Físicos tenía tiempo libre para observarlos de cerca. La primera vez que vio a Eliot, Quentin supuso que todos en Brakebills serían como él, pero se equivocaba. Por un lado, lo que marginaba a Eliot eran sus extrañas costumbres personales, y eso contando que aquel ambiente no era precisamente normal; por otro, en clase resultaba ser notablemente brillante. Quizá no tanto como Alice, pero ésta se esforzaba al máximo y Eliot ni siquiera lo intentaba; o, si lo hacía, lo disimulaba muy bien. Por lo que Quentin sabía, nunca estudiaba. De lo único que se preocupaba era de su aspecto, especialmente de sus carísimas camisas, que siempre adornaba con gemelos, aunque eso le costara constantes castigos por violar el código de la escuela.

Josh siempre llevaba el uniforme reglamentario, pero lograba que no lo pareciera: la chaqueta nunca le sentaba bien, nunca se le ajustaba al cuerpo; siempre parecía torcida, arrugada y demasiado estrecha para sus hombros. Toda su personalidad era una especie de elaborada broma que repitiera constantemente. Quentin tardó tiempo en darse cuenta de que Josh esperaba que la gente no lo tomara en serio y que disfrutaba —no siempre de forma amable— del momento en que comprendían, demasiado tarde, que lo habían subestimado. Como no era tan egoísta como Eliot o Janet, resultaba el observador más agudo del grupo y se perdía muy pocos detalles de cuanto lo rodeaba.

Un día le dijo a Quentin que hacía semanas que esperaba que Penny estallara.

—¿Estás de broma? Ese tío es un misterio envuelto en un enigma y, básicamente, una maldita bomba de relojería. O destroza a alguien o abre un blog para desahogarse. Para serte sincero, me alegra que fueras tú el que recibió la paliza.

A diferencia de los otros Físicos, Josh era un alumno mediocre. Aunque si lograba dominar una habilidad, se convertía en un lanzador de hechizos excepcionalmente poderoso. Durante su primer año de Brakebills tardó seis semanas en mover mágicamente su canica; cuando finalmente lo consiguió —según explicó Eliot— la lanzó como un obús a través de la ventana de la clase clavándola unos quince centímetros en el tronco de un arce, donde probablemente seguía.

Los padres de Janet eran unos abogados asquerosamente ricos y pertenecían a una prestigiosa firma de Hollywood especializada en artistas de todo tipo. La chica creció en Los Ángeles, entre gente famosa pero cuyos nombres no quería revelar como no fuera bajo coacción… aunque tampoco mucha. Quentin supuso que de ahí venía la vena teatral de su comportamiento. Era la más visible de los Físicos, enérgica y brusca, la que siempre proponía los brindis en las cenas. Tenía un gusto horrible para los hombres, y lo mejor que podía decirse de su infinita serie de novios era que ninguno le duraba demasiado. Más atractiva que guapa, su figura era plana, pero sabía sacarle el máximo partido —enviaba sus uniformes a casa para que se los ajustaran— y tenía algo vibrantemente sexy en su mirada hambrienta, incluso demasiado explícita. Querías perderte en ella, ser devorado por ella.

Janet podía enfadarse con alguien, y aun así seguir siendo su amiga, Quentin nunca se aburría con ella. Era apasionadamente leal, y si podía llegar a ser detestable, era por la excesiva ternura de su corazón. Eso la hacía muy vulnerable, y al sentirse herida, contraatacaba, torturando a cuantos estuvieran a su alrededor, pero únicamente porque era la que más se torturaba de todos.

* * *

Aunque ahora formase parte de los Físicos, Quentin pasaba la mayor parte del tiempo con otros alumnos de tercero: recibía clases con ellos y con ellos trabajaba las A. P., preparaba los exámenes y se sentaba a comer. Habían rehecho y rediseñado el Laberinto durante el verano —como cada verano, de hecho— y pasaron las tardes de toda una semana aprendiendo su nueva configuración, gritándose los unos a los otros por encima de los altos setos cuando se perdían o descubrían un atajo especialmente interesante.

Organizaron una fiesta para celebrar el equinoccio de otoño. En Brakebills existía una subyacente pero vigorosa corriente de sentimiento pagano, aunque nadie se la tomaba en serio excepto los Naturales. Prepararon un fuego de campamento y música, y un muñeco de paja, y un espectáculo de luces, cortesía de los Ilusionistas, y todo el mundo se quedó hasta muy tarde, con la nariz goteando a causa del frío aire otoñal y la cara ardiendo a causa de la hoguera. Alice y Quentin enseñaron a los demás el hechizo de las Formas Ígneas, que resultó todo un éxito, y Amanda Orloff reveló que estaba destilando aguamiel desde hacía un par de meses. Todos bebieron demasiado, y al día siguiente desearon estar muertos.

Los estudios de Quentin volvieron a cambiar ese otoño: menos aprendizaje memorístico de gestos e idiomas arcanos —aunque Dios sabía que seguían teniendo más que suficiente—, y más lanzamiento de hechizos. Pasaron todo un mes ensayando arquitectura mágica de bajo nivel, hechizos que reforzaban cimientos, impermeabilizaban techos o mantenían los desagües libres de hojas caídas, todos los cuales practicaron en un cobertizo penosamente pequeño, apenas mayor que una caseta de perro. Quentin tardó tres días en memorizar un solo hechizo, el que hacía los tejados resistentes a los rayos, puliendo los gestos en un espejo para replicarlos con exactitud, a la velocidad adecuada, y con los ángulos y el énfasis correctos. Además, el encantamiento tenía que ser lanzado en un árabe beduino tan corrompido como delicado. El profesor March conjuró una pequeña tormenta que emitió un solo rayo y que destrozó el techo en un instante cegador para la vista y demoledor para el ego, mientras Quentin permanecía de pie empapándose hasta la médula.

En martes alternativos Quentin trabajaba con Bigby, el consejero no oficial de los Físicos. Éste resultó ser un hombrecito de enormes ojos acuosos y cabello gris cortado casi al rape, que solía vestir un guardapolvo de aspecto Victoriano. Daba la impresión de ser un tanto atildado, por no decir extremadamente afectado. Caminaba encorvado, pero no parecía frágil o lisiado. Quentin sospechaba que Bigby era un refugiado político, siempre andaba murmurando sobre la conspiración que lo había enviado al exilio y lo que haría tras su inevitable retorno al poder. Tenía la dignidad rígida, herida, del gobernante depuesto.

Cierta tarde, durante uno de los seminarios. —Bigby estaba especializado en encantamientos ridículamente difíciles, que transmutaban elementos manipulando su estructura a nivel cuántico—, hizo una pausa y realizó unos gestos extraños: se tocó la espalda por debajo de un hombro, después del otro y se desabotonó algo. A Quentin el movimiento le recordó el que hacían las mujeres al desabotonarse el sujetador. Cuando Bigby terminó, cuatro magníficas alas semejantes a las de una libélula emergieron de su espalda, dos a cada lado. Las flexionó con un profundo y satisfecho suspiro.

Las alas eran iridiscentes y parecían de gasa. Desaparecieron por un segundo en medio de un zumbido, para después reaparecer y permanecer inmóviles.

—Lo siento —exclamó—. No podía resistirlo ni un segundo más.

En aquel lugar, lo extraño nunca cesaba. Seguía y seguía…

—Profesor Bigby, ¿es un…? —Quentin se detuvo, indeciso—. ¿Un qué? ¿Un elfo? ¿Un ángel? —Estaba siendo grosero, pero no podía evitarlo—. ¿Un duende?

Bigby esbozó una sonrisa dolorida. Sus alas emitieron una vibración quitinosa.

—Técnicamente, soy un pixie —aclaró.

Parecía un poco sensible al respecto.

* * *

Una mañana, muy temprano, el profesor March estaba dando clase de magia climática e invocando ciertas pautas de viento ciclónico. Para ser un hombre corpulento, resultaba sorprendentemente dinámico. Al verlo dar saltitos sobre la punta de los pies, con su rojiza cola de caballo y su rojizo rostro, a Quentin le entraban ganas de volver a la cama. Por las mañanas, Chambers les servía un café expreso que tenía la consistencia del alquitrán que aromatizaba en un delicado aparato turco de cristal dorado. Pero aquel día, cuando Quentin bajó a las clases, ya no quedaba ni una sola gota.

El profesor March parecía dirigirse directamente a él.

Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos…

—¿… Entre un ciclón subtropical y uno extratropical…? ¿Quentin? En francés si puedes, por favor.

Quentin parpadeó. Se había adormilado.

—¿Cuál es la diferencia? —preguntó al azar—. ¿Hay diferencia?

Se produjo una larga e incómoda pausa, durante la que Quentin balbuceó algunas palabras en un vano intento por descubrir qué había preguntado el profesor, y repitiendo «zonas baroclínicas» tantas veces como le fue posible por si fuera relevante. Los demás alumnos se removieron en sus sillas. March, captando el delicioso aroma de la humillación, se mostró dispuesto a esperar. Quentin también esperó. Había algo en la bibliografía referente a aquello. Y hasta lo había leído, ahí estaba la injusticia.

El momento se alargó, mientras su rostro ardía de vergüenza. Aquello ni siquiera era magia, sino meteorología.

—No lo entiendo… —dijo una voz desde el fondo de la clase.

—Se lo he preguntado a Quentin, Amanda.

—Pero quizá pueda aclararnos una cosa a los demás —insistió Amanda Orloff. Lo hizo con la falsa amabilidad de quien espera conseguir un título académico—. ¿Son ciclones barotrópicos o no? Lo encuentro algo confuso.

—Todos son barotrópicos, Amanda —respondió March, exasperado—. Es irrelevante. Todos los ciclones tropicales son barotrópicos.

—Pero creí que uno era barotrópico y el otro baroclínico —precisó Alice.

La discusión se fue extendiendo al resto de la clase, y la confusión resultó tan inane y generalizada que March se vio obligado a elegir: o soltaba la presa de Quentin y seguía adelante, o perdía al grueso de la clase. De poder hacerlo discretamente, Quentin habría corrido hasta Amanda y la habría besado en su amplia y seca frente. Pero se limitó a lanzarle un beso con la mano cuando el profesor no miraba.

March se concentró en un largo hechizo, que implicaba trazar en la pizarra un elaborado símbolo semejante a un mandala. Cada treinta segundos se detenía y retrocedía hasta el borde de la tarima con las manos en las caderas, murmurando para sí antes de regresar al dibujo. El objetivo del hechizo era bastante trivial: garantizar algo o impedirlo, una cosa o la otra. Quentin no prestaba mucha atención, de todas formas el principio era el mismo.

Sea como fuere, el profesor March estaba luchando con él. El hechizo tenía que lanzarse en un holandés medieval muy preciso, idioma que evidentemente no era su fuerte. A Quentin se le ocurrió que sería divertido fastidiarlo un poco. No le había sentado precisamente bien ser ridiculizado tan temprano esa mañana, así que decidió gastarle una pequeña broma.

Las clases de Brakebills eran a prueba de travesuras, la mayor parte por lo menos, pero también se sabía que el estrado era el talón de Aquiles de cualquier profesor. No se podía hacer mucho al respecto, pero las protecciones tampoco eran infranqueables; con mucho esfuerzo y algo de inglés básico se las podía sacudir un poco. Quizás eso bastara para desconcertar al profesor March (los alumnos lo llamaban Muerte March) y sacarlo del juego. Quentin hizo unos pequeños gestos bajo su pupitre, entre las rodillas. La tarima tembló ligeramente, como si la hubieran sacudido un poco y soltado de golpe. Éxito.

March estaba en pleno recitado de su holandés medieval. Se desconcentró al sentir que se movía el estrado y vaciló, pero se recuperó rápidamente y siguió adelante. Era eso o volver a empezar el hechizo desde el principio.

Quentin se sintió defraudado, pero la Infalible Alice se inclinó hacia él.

—Es un idiota —susurró—. Se ha saltado la segunda sílaba. Tendría que haber dicho…

Entonces, por un instante, la diapositiva de la realidad pareció resbalar de su ranura en el carro del proyector. Todo se difuminó ligeramente para después volver a enfocarse, como si nada hubiera pasado. Excepto que, como si se tratase de un error de continuidad en una película, tras el profesor March había aparecido alguien.

Era un hombre pequeño, vestido de forma conservadora con un traje gris y una corbata marrón que mantenía sujeta con una aguja de plata en forma de media luna. March seguía hablando sin que aparentemente se percatara de su presencia, mientras el recién llegado miraba a los alumnos de tercero socarronamente, como si compartiera una broma con ellos a expensas del profesor. Quentin no podía verle bien la cara, pero había algo extraño en el aspecto de aquel hombre. Por un segundo no logró descubrir el qué, hasta que de repente comprendió que una rama llena de hojas ocultaba parcialmente sus rasgos. La rama parecía surgir de la nada. Sólo colgaba allí, frente a la cara del hombre.

Entonces, el profesor March dejó de hablar y pareció quedar congelado.

La sala quedó en silencio. Una silla crujió, pero Quentin tampoco podía moverse. Nada físico se lo impedía, simplemente algo había cortado la conexión entre su cerebro y su cuerpo. ¿Sería obra de aquel hombre? ¿Quién era? Alice seguía ligeramente inclinada hacia él, y un lacio mechón de su pelo colgaba dentro de su campo de visión. No podía verle los ojos, no tenía ángulo suficiente. Todos y todo permanecía inmóvil, lo único que seguía moviéndose era el hombre de la tarima.

El corazón de Quentin empezó a retumbar. El hombre ladeó la cabeza y frunció el ceño como si pudiera oírlo. Quentin no entendía lo que estaba pasando, pero sabía que algo iba mal. La adrenalina inundó su torrente sanguíneo, pero no tenía manera de liberarla. Su cerebro empezó a cocerse en sus propios jugos mientras el hombre se desplazaba por la tarima, explorando su nuevo entorno. Su conducta era la de un aeróstata que hubiera caído por accidente en una tierra exótica, inquisitiva y divertida. Con la rama tapándole constantemente la cara era imposible leer sus intenciones.

El recién llegado dio una vuelta en torno al profesor March. Se movía de una forma extraña, demasiado fluida. Cuando se acercó más a la luz, Quentin descubrió que no era del todo humano o que, si alguna vez lo había sido, ya no lo era. Bajo los puños de la camisa sus manos tenían tres o cuatro dedos más de lo normal.

Pasaron quince minutos. Media hora. Quentin seguía sin poder girar la cabeza, y el hombre entraba y salía constantemente de su campo de visión. Curioseó el equipo del profesor March, estudió el auditorio, incluso tomó un cuchillo y se limpio las uñas con él. Los objetos temblaban o cambiaban de lugar cuando se acercaba demasiado a ellos. Cogió una vara de hierro de la mesa de March y la dobló como si fuera un trozo de regaliz. En cierto momento lanzó un hechizo —habló demasiado rápido para que Quentin entendiera las palabras— que hizo que todo el polvo de la habitación se elevara y girase alocadamente en el aire, antes de volver a asentarse sin otro efecto aparente. Mientras lanzaba el hechizo, los dedos de más de sus manos se doblaron hacia los lados y hacia atrás.

Pasó una hora, y otra. El miedo que Quentin sentía se fue tal como llegó, para regresar poco después en enormes y angustiantes oleadas. Estaba seguro de que ocurría algo muy malo, aunque no supiera exactamente qué, y ese algo tenía que ver con la broma que le había gastado a March. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Se alegraba, no sin cierta cobardía, de no poder moverse, lo cual le impedía realizar cualquier intento por mostrarse valiente.

El hombre parecía apenas consciente de que la sala estaba repleta de gente. Había algo grotescamente cómico en él, su silencio era como el de un mimo. Se acercó al reloj que colgaba tras el podio y, lentamente, apretó el puño contra él. No lo golpeó, sólo presionó contra la esfera, rompió el cristal, partió las manecillas y aplastó el mecanismo interior hasta que se sintió satisfecho viéndolo destrozado. Fue como si pensara que lo había destruido más allá de lo aparente.

La clase había terminado hacía siglos, alguien del exterior tendría que haberse dado cuenta. ¿Dónde estaban? ¿Dónde estaba Fogg? ¿Dónde diablos estaba la enfermera cuando realmente se la necesitaba? Deseó saber qué pensaba Alice, haber vuelto la cabeza unos cuantos grados más antes de quedarse inmóvil; de haberlo hecho, ahora podría verle la cara.

La voz de Amanda Orloff rompió el silencio. Se había liberado de alguna forma y estaba lanzando un hechizo rítmica y rápidamente, pero con aparente calma. Aquel hechizo no se parecía a ninguno que Quentin hubiera oído jamás, era una magia poderosa, furiosa, llena de salvajes consonantes fricativas. Era magia ofensiva, magia de combate destinada a despedazar literalmente a un contrincante. Quentin se preguntó dónde la habría aprendido. Conocer un hechizo como aquél estaba más allá de los límites de Brakebills, y lanzarlo, ni hablar. Pero, antes de que Amanda pudiera terminarlo, su voz se apagó. El tono había ido subiendo y subiendo, acelerando y acelerando, como una cinta que pasara a más velocidad de la adecuada pero que se hubiera roto antes de llegar al final. El silencio volvió a reinar en la sala.

La mañana se convirtió en tarde, un sueño febril de pánico y aburrimiento. Quentin se sentía entumecido. Podía oír signos de actividad en el exterior, pero sólo veía una ventana y, aun así, sólo con el rabillo del ojo. Algo sucedía allí fuera, algo bloqueaba la luz. Oía que alguien martillaba y, muy débilmente, seis o siete voces canturreando al unísono. Tras la puerta que daba al pasillo se produjo un silencioso estallido de luz, tan potente que la gruesa madera se volvió translúcida por un instante. A continuación un golpeteo sordo, amortiguado, como si alguien intentara abrirse camino desde el sótano a través del suelo. Nada de esto pareció importarle al hombre del traje gris.

En la ventana, una única hoja de color rojo, que había resistido al otoño más que cualquiera de sus hermanas, se agitaba enloquecida a causa del viento en el extremo de una rama desnuda. Se combaba a derecha e izquierda, y a Quentin le pareció lo más hermoso que hubiera visto jamás. Todo cuanto deseaba era seguir contemplándola un segundo, un minuto más, daría lo que fuera por poder hacerlo, sólo quería pasar un minuto más con su pequeña hoja roja.

Debió de dormirse o caer en una especie de trance, no lo recordaba. Lo despertó el suave cántico del hombre de la tarima. Su voz era sorprendentemente tierna.

Adiós, pequeño mío,

papá se va a cazar.

Traerá la piel de un conejo,

para que no pases frío…

La voz se convirtió en un susurro. Entonces, sin previo aviso, se esfumó.

Sucedió tan repentinamente que, al principio, Quentin no se dio cuenta de que se había ido. En todo caso, su partida fue eclipsada por el profesor March, que había permanecido todas aquellas horas en la tarima con la boca abierta. En el mismo instante que el hombre se desvaneció, March se desplomó hacia delante desmadejado, estrellándose contra el suelo.

Quentin intentó levantarse, pero sólo consiguió resbalar de su silla y caer entre las filas de asientos. Sus brazos, piernas y espalda estaban espantosamente acalambrados, y le fallaban las fuerzas. Mientras yacía en el suelo, con una mezcla de sufrimiento y alivio, intentó estirar lentamente las piernas. Deliciosas burbujas de dolor se liberaron en sus rodillas, como si finalmente pudiera flexionarlas tras un vuelo transcontinental, y lágrimas de alegría brotaron de sus ojos. Por fin se había ido aquel hombre sin que sucediera nada terrible. Tenía un par de zapatos frente a sus ojos, probablemente los de Alice, a la que oía refunfuñar. Toda la sala se estremecía con múltiples quejidos y sollozos.

Más tarde, Quentin se enteró de que cuando el hombre hizo su aparición, Fogg movilizó casi instantáneamente a todo el personal de la facultad. Los hechizos defensivos del edificio lo habían detectado, aunque se mostraran incapaces de impedir su entrada. Según contaban, Fogg actuó como un comandante de campo sorprendentemente competente: tranquilo, organizado, rápido y eficaz a la hora de evaluar la situación, y habilidoso en el despliegue de los recursos a su disposición.

A lo largo de la mañana instalaron un andamio en torno a la torre. El profesor Heckler, que llevaba una máscara de soldador para protegerse los ojos, casi la había incendiado con sus ataques pirotécnicos; la profesora Sunderland intentó heroicamente penetrar los muros, pero fracasó —de todas formas, no estaba claro qué habría podido hacer de conseguirlo—; incluso Bigby intervino, desplegando una brujería no humana que. —Quentin tuvo la impresión— hizo que todos en la escuela se sintieran un tanto incómodos.

Esa noche, tras la cena —después de atender hosca y desganadamente a los habituales anuncios de clubes, eventos y actividades—, el decano Fogg se dirigió al conjunto de los estudiantes para intentar explicarles lo que había sucedido.

Permaneció de pie en la cabecera de la larga mesa, pareciendo más viejo de lo normal, mientras las velas se consumían y los alumnos de primero retiraban los platos. Se arregló los puños de la camisa y se pasó las manos por las sienes, allí donde estaba perdiendo su fino cabello rubio.

—Para muchos de vosotros no será ninguna sorpresa que existen otros mundos además del nuestro. No es una conjetura, es un hecho. Yo nunca he visto esos mundos y vosotros nunca viajaréis hasta ellos. El arte de viajar entre mundos es una parte de la magia sobre la que sabemos muy poco. Lo que sí sabemos es que esos mundos están habitados.

Probablemente, la Bestia que hemos visto hoy era físicamente bastante grande. —Fogg había llamado a aquella cosa vestida con traje gris «la Bestia», y después nadie la llamó de otra forma—. Lo que hemos visto sólo era una pequeña parte, una extremidad que eligió introducir en nuestro mundo, igual que un niño pequeño metería la mano en un estanque. Fenómenos similares han sido observados antes. En la literatura al respecto se consignan como Excrecencias.

Suspiró pesadamente antes de proseguir.

—Sus motivaciones son difíciles de deducir. Para tales seres somos como nadadores que chapotean tímidamente por la superficie de su mundo, silueteados contra la luz que nos baña desde lo alto, sumergiéndonos a veces pero nunca a mucha profundidad. Normalmente no nos prestan atención. Por desgracia, algo en el encantamiento de hoy del profesor March captó la atención de la Bestia. Quizá fue interrumpida o corrompida de alguna forma. Ese error le dio la oportunidad de entrar en nuestro mundo.

Quentin tembló ligeramente al oír aquello, pero consiguió mantener la compostura. Había sido él. Él había provocado aquello.

—La Bestia ascendió en espiral desde las profundidades —prosiguió Fogg—, como un tiburón que intentara atacar a un nadador desde abajo. Sus motivaciones son imposibles de imaginar para nosotros, pero parece que buscaba algo… o a alguien. No sé si lo encontró, y puede que nunca lo sepamos.

Normalmente, Fogg proyectaba un aura de seguridad y confianza, atemperada por su natural y su ridículo aspecto, pero ahora parecía desorientado. Perdió el hilo de su discurso y toqueteó su corbata mientras intentaba recuperarlo.

—El incidente ha terminado. Los alumnos que lo presenciaron serán examinados mágica y médicamente, y limpiados en caso de que la Bestia los haya marcado, etiquetado o contaminado. Las clases de mañana han sido anuladas.

Dejó de hablar y salió del comedor bruscamente. Todo el mundo había pensado que diría algo más. Las clases del día siguiente fueron anuladas.

Todo eso pasó mucho después. Mientras yacía en el suelo tras el ataque, mientras el dolor de sus brazos, piernas y espalda desaparecía, Quentin sólo tuvo buenas sensaciones. Se sintió aliviado por seguir vivo y haber evitado un desastre. Había cometido un terrible error, pero todo se arreglaría. Sintió una profunda gratitud hacia la vieja y astillada madera de la silla que podía ver desde su posición. Era fascinante y hermosa, podría pasarse una eternidad contemplándola. Incluso se emocionó por tener la oportunidad de vivir algo como aquello y haber sobrevivido para contarlo. En cierta forma, era un héroe. Aspiró profundamente, sintiendo el viejo y sólido suelo bajo su espalda. Comprendió que lo primero mero que quería hacer era tocar con su mano el tobillo blando y cálido de Alice junto a su cabeza.

¡Estaba tan agradecido de ser capaz de volver a mirarla! Aún no sabía que Amanda Orloff estaba muerta. La Bestia la había devorado viva.