Los Físicos

Seis meses después, en septiembre, Quentin y Alice pasaron el primer día de su tercer curso en Brakebills sentados frente a una pequeña casita victoriana a un kilómetro de la Casa. Era una extraña pieza arquitectónica, una miniatura blanca de techo gris, con ventanas y tejado inclinado que en tiempos quizá sirvió de residencia para los criados, alojamiento de invitados o cabaña del jardinero.

Disponía de una veleta forjada en hierro con forma de cerdo, que siempre señalaba en cualquier lugar hacia donde no soplara el viento.

Quentin no pudo ver nada del interior a través de las ventanas, pero creyó oír retazos de conversación. La casita se erigía al borde de un henar.

Era media tarde. El sol otoñal aún estaba alto en el cielo brillante y azul. El aire estaba silencioso y calmado. Un herrumbroso cortacésped yacía semicubierto por la misma hierba que solía segar.

—Esto es una gilipollez. Vuelve a llamar.

—Llama tú —respondió Alice, antes de soltar un estornudo convulsivo—. He estado llamando veinte… veinte… —Volvió a estornudar. Era alérgica al polen.

—Salud.

—… Minutos. Gracias. —Se sonó la nariz—. Están dentro, pero no quieren abrir la puerta.

—¿Qué crees que deberíamos hacer?

Quentin reflexionó durante todo un minuto.

—No lo sé —respondió—. Quizá sea una prueba.

* * *

En junio, tras los exámenes finales, los alumnos de segundo tuvieron que pasar por la sala de Aplicaciones Prácticas, uno a uno, para que les asignaran sus disciplinas. Las sesiones estaban programadas con intervalos de dos horas, aunque a veces alguno tardó más; todo el proceso duró tres días en medio de una atmósfera circense. La mayoría de los estudiantes, y seguramente del profesorado, era ambivalente sobre la idea de las disciplinas. La teoría que la sostenía era débil, la práctica los dividía socialmente; y, de todas formas, todo el mundo terminaba estudiando un temario similar, así que, ¿de qué servían? Pero era tradición que todos los alumnos tuvieran una, así que… Alice la llamaba su bat mitzvah mágico.

Para la ocasión transformaron el laboratorio de Aplicaciones Prácticas. Abrieron todos los armarios, y tanto las encimeras como las mesas quedaron cubiertas hasta el último centímetro de viejos instrumentos de madera, plata, bronce y vidrio. Podían verse calibradores, redomas y vasos de precipitados, y relojes, y básculas, y lupas, y polvorientas redomas de vidrio llenas de mercurio y otras sustancias menos fácilmente identificables. Brakebills era muy dependiente de la tecnología victoriana. No era por pose, o no del todo. Decían que la electrónica se comportaba de forma impredecible en presencia de la magia.

La profesora Sunderland ejercía como maestra de ceremonias en aquel circo. Quentin la evitaba todo lo posible, desde aquel período horrible en que fuera su tutora durante el primer semestre. Su cuelgue por ella había desaparecido convirtiéndose en un débil eco de lo que fue, hasta el punto que podía mirarla sin desear acariciarle el pelo.

—Estaré contigo enseguida —le dijo animadamente, ocupada en guardar en un maletín una serie de finos y afilados instrumentos de plata.

»Bien. —Cerró el maletín—. Todo el mundo en Brakebills tiene aptitud para la magia, pero hay pequeñas diferencias individuales, la gente tiende a sentir afinidad por una rama específica. —Soltó aquel discurso de memoria, como una azafata haciendo una demostración de las medidas de seguridad en un avión—. Es algo muy personal. Tiene que ver con el lugar en el que naces, qué posición ocupa la Luna en ese momento, qué tiempo hace, qué tipo de persona eres y un montón de detalles técnicos que ahora no vienen al caso. Hay unos doscientos factores aproximadamente que el profesor March te puede enumerar gustosamente, es una de sus especialidades. De hecho, creo que su disciplina son las disciplinas.

—¿Cuál es la suya?

—Está relacionada con la metalurgia. ¿Alguna otra pregunta personal?

—Sí. ¿Por qué tenemos que pasar por tantas pruebas? ¿No pueden deducir nuestra disciplina de la fecha de nacimiento y todo eso que ha mencionado?

—Podríamos. En teoría. En la práctica es como un grano en el culo. —Sonrió, recogió su mata de pelo y la sujetó con un pasador. Una astilla de su pasado enamoramiento por ella atravesó el corazón de Quentin—. Es mucho más fácil deducirla, ir de fuera hacia dentro hasta encontrarla.

Colocó sendos escarabajos de bronce en sus manos y le pidió que recitase el alfabeto, primero en griego y después en hebreo, idioma del que a esas alturas tenía ciertas nociones, mientras ella lo estudiaba a través de lo que parecía un telescopio plegable. Quentin podía sentir que los escarabajos crujían y zumbaban con antiguos hechizos, y lo asaltó un miedo terrible a que sus patitas empezaran a agitarse de repente. A veces ella le pedía que se detuviera y repitiera una letra mientras ajustaba el instrumento por medio de protuberantes tornillos.

—Mmm —susurraba—. Ajá.

Sacó un pequeño bonsái, un minúsculo abeto, y le pidió que lo contemplara desde distintos ángulos, mientras alborotaba sus diminutas agujas como respuesta a un viento que no existía. Poco después apartó el árbol a un lado y consultó con él en privado.

—Bueno, no eres un herbalista —sentenció por fin.

Durante la hora siguiente lo sometió a dos docenas de pruebas diferentes, de las cuales sólo comprendió el significado de unas pocas. Lanzó todos los hechizos básicos de primer curso, mientras ella estudiaba y comprobaba su efectividad con toda una batería de instrumentos. Le hizo leer un encantamiento situado frente a un enorme reloj de bronce con siete manecillas, una de las cuales giraba hacia atrás a una velocidad desconcertante. La mujer suspiró. Varias veces bajó inmensos volúmenes de altos y combados estantes, y los consultó durante largos e incómodos intervalos de tiempo.

—Eres un caso interesante —concluyó.

Quentin pensó que las pequeñas humillaciones de la vida eran interminables.

Clasificó botones de varios tamaños y colores en diferentes montones, mientras ella estudiaba su reflejo en un espejo plateado. Intentó que durmiera una siesta para poder penetrar en sus sueños, pero Quentin estaba demasiado nervioso, así que le ofreció un sorbo de una poción mentolada efervescente.

Aparentemente, sus sueños no le dijeron nada que ella no supiera ya. Se quedó mirando a Quentin todo un minuto con las manos apoyadas en las caderas.

—Probemos un experimento —exclamó al fin, con forzada vivacidad. Esbozó una sonrisa y se colocó un mechón de pelo tras la oreja. Recorrió la sala, cerrando los polvorientos postigos de las ventanas hasta quedarse prácticamente a oscuras. Entonces, despejó una mesa de color gris pizarra y dio un saltito para sentarse sobre ella. Tiró de su falda hasta dejarla por encima de las rodillas e invitó a Quentin a sentarse frente a ella, en la mesa opuesta—. Haz esto —ordenó, levantando las manos como si estuviera a punto de dirigir una orquesta invisible. Unas muy poco decorosas manchas de sudor florecieron bajo las mangas de su blusa.

Le hizo imitar una serie de gestos familiares basados en Popper, aunque nunca los había realizado en aquella combinación concreta. Susurró algunas palabras que él no llegó a captar.

—Ahora, haz esto. —Y movió las manos por encima de su cabeza.

Cuando ella lo hizo, no pasó nada. Pero cuando Quentin la imitó, chorros de chispas blancas surgieron de las puntas de sus dedos. Era asombroso, como si hubieran estado en su interior durante toda su vida, esperando el momento en que moviera las manos de la manera correcta. Se desparramaron alegremente por el oscuro techo y cayeron flotando a su alrededor, rebotando unas cuantas veces contra el suelo para luego parpadear y desaparecer. Sentía las manos calientes, hormigueantes.

El suspiro de alivio fue inaguantable. Repitió los gestos y brotaron unas cuantas chispas más, aunque más débiles. Las contempló absorto mientras caían en torno a él. Al tercer intento sólo brotó una.

—¿Qué significa? —preguntó.

—No tengo ni idea —confesó la profesora Sunderland—. Te calificaré como Indeterminado. Volveremos a probar el año que viene.

—¿El año que viene? —repitió Quentin, incrédulo y decepcionado, mientras ella bajaba de la mesa y abría de nuevo los postigos ventana a ventana. Parpadeó repetidamente ante los repentinos chorros de luz—. ¿Qué quiere decir? ¿Qué haré hasta entonces?

—Tranquilo, puede pasar —intentó calmarlo ella—. La gente le da demasiada importancia a esas cosas. Ahora, sé amable y envíame al siguiente, ¿quieres? Sólo es mediodía y ya vamos con retraso.

* * *

El verano se arrastraba a cámara lenta. En el mundo exterior a Brakebills era otoño, por supuesto, y el Brooklyn al que Quentin había viajado durante las vacaciones de verano era frío y gris, con las calles sembradas de hojas húmedas y marrones, y muchas oliendo a vómito.

En su vieja casa se sintió como un fantasma. Se esforzaba por hacerse visible ante sus padres, que siempre parecían vagamente sorprendidos cuando su fantasmal hijo solicitaba su atención. James y Julia estaban en la universidad, así que Quentin solía dar largos paseos junto al canal Gowanus, con su agua contaminada semejante a un fluido verde, o jugaba solitarios partidos de baloncesto en canchas desiertas, sin redes en los aros y charcos de agua sucia en las esquinas. El frío otoñal le daba a la pelota un tacto inerte, muerto. Aquél ya no era su mundo, el suyo estaba en otro lugar. Intercambió desganados e-mails con amigos de Brakebills. —Alice, Eliot, Surendra, Gretchen…— y se sumergió con indiferencia en sus deberes vacacionales, la lectura de una Historia de la magia escrita en el siglo XVIII, cuyo aspecto exterior daba la impresión de tener pocas páginas pero que, debido a una sutil magia bibliográfica, resultó que contaba con 1832 páginas.

En noviembre encontró un sobre de color crema, dejado por manos invisibles entre las páginas de la Historia de la magia. Contenía una tarjeta cubierta por una letra apretada y elegantemente rubricada con el sello de Brakebills, invitándole a regresar a la facultad a las seis de la tarde, a través de un estrecho callejón apenas utilizado junto a la Primera Iglesia Luterana, que se encontraba a diez manzanas de su casa.

Se presentó a la hora señalada en la dirección indicada. Esa tarde, el sol se había puesto a las cuatro y media de la tarde, pero el tiempo era razonablemente suave, casi cálido. Se quedó de pie en la entrada del callejón mirando a su alrededor, buscando algún sacristán encargado de hacerle cruzar —o peor, de ofrecerle guía espiritual—; los coches circulaban por la calle tras él y nunca se había sentido tan absolutamente seguro de que se llevaría una desilusión, de que Brooklyn era la única realidad existente y de que todo lo que le había pasado el último año no era más que una alucinación, una prueba de que el aburrimiento del mundo real lo había vuelto total e irreversiblemente loco. El callejón era tan estrecho que prácticamente tuvo que entrar de lado, con sus dos sobrecargadas maletas de Brakebills —de un azul medianoche y un elegante marrón oscuro, los colores de la escuela— raspando contra las húmedas paredes de piedra de los edificios. Estaba absolutamente seguro de que, en medio minuto, se encontraría de pie contemplando absorto la pared del fondo del callejón.

En ese momento, una imposible ráfaga de cálido y dulce aire veraniego llegó hasta él desde el fondo del callejón, acompañada del chirrido de los grillos, y pudo ver la verde extensión del Mar. Sin importarle el peso de sus maletas, corrió hacia él.

* * *

El primer día del semestre, Quentin y Alice estaban en un cálido prado junto a una preciosa casita victoriana. Allí, los jueves por la tarde, se reunían aquellos alumnos que practicaban la Magia Física para su seminario semanal.

Al examinarla, Alice había mostrado aptitudes para una disciplina técnica que consistía en la manipulación de la luz —dijo que la llamaban fosforomancia—, lo que la situaba en el terreno de la Magia Física. Quentin estaba con ella porque ese grupo contaba con menor número de estudiantes, así que le pareció el mejor lugar para practicar mientras no tuviera una disciplina propia. La primera clase del seminario era a las doce y media. Quentin y Alice llegaron antes de la hora, pero ya eran casi las cinco y habían pasado allí prácticamente toda la tarde. Estaban acalorados, cansados, sedientos y enfadados, pero no iban a rendirse y volver a la Casa. Si querían ser alumnos físicos, aparentemente tenían que demostrarlo abriendo la puerta de la casita.

Se sentaron bajo una enorme haya, indiferente a sus problemas. Se recostaron contra el tronco, con una enorme y grisácea raíz entre ellos.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Quentin, aburrido. Pequeñas motas de polvo flotaban en los rayos de sol del atardecer.

—No lo sé. —Alice volvió a estornudar—. ¿Qué quieres hacer tú?

Quentin arrancó un puñado de hierba. Un estallido de risas le llegó desde el interior de la casita. Si existía una contraseña tenían que encontrarla. Alice y él habían pasado una hora buscando palabras ocultas en la puerta empleando todos los espectros que se les ocurrieron: visibles e invisibles, del infrarrojo al ultravioleta pasando por el gamma, incluso intentaron raspar la pintura para atisbar debajo de ella, pero nada funcionó. Alice probó algunos encantamientos grafológicos avanzados en el mismísimo grano de la madera, pero la puerta siguió sin desvelar ningún secreto. Lanzaron corrientes de fuerza a la cerradura, golpearon los tablones, sin éxito. Buscaron un sendero cuatridimensional alrededor de la puerta. Reunieron ánimos para conjurar una especie de hacha fantasmal —lo cual no iba explícitamente contra ninguna regla que recordasen—, pero ni siquiera arañó la entrada. Alice llegó a convencerse de que la puerta era una ilusión, que ni siquiera existía, pero parecía muy real a la vista y al tacto, y ninguno fue capaz de encontrar encantamientos o hechizos que disipar.

—Fíjate bien, es como la estúpida cabaña de Hansel y Gretel —dijo Quentin—. Suponía que los Físicos molaban.

—La cena se sirve dentro de una hora —le recordó Alice.

—Me la saltaré.

—Esta noche tenemos cordero con romero y patatas au dauphin. —La eidética memoria de Alice retenía extraños detalles.

—Quizá deberíamos organizar nuestro propio seminario aquí fuera.

—Sí, así aprenderían —convino ella.

La haya crecía en el límite de un campo segado hacía poco. Los gigantescos rollos de heno color canela puntuaban el campo y proyectaban largas sombras.

—¿Qué dijiste que eras? ¿Una fotomante?

—Fosforomante.

—¿Y qué puedes hacer?

—Aún no estoy muy segura, pero he practicado algo durante el verano. Puedo enfocar la luz, refractarla, curvarla. Si la curvas alrededor de un objeto, consigues que éste se vuelva invisible. Pero antes quiero comprender la teoría.

—Hazme una demostración.

Alicia se ruborizó. No era muy difícil.

—Apenas puedo hacer nada.

—Oye, yo ni siquiera tengo una disciplina. Soy un nadamante, un ceromante.

—Aún no saben lo que eres, pero provocas chispitas.

—No te burles de mis chispitas. Ahora, curva la luz.

Ella hizo una mueca, pero se arrodilló sobre la hierba y levantó una mano con los dedos extendidos. Estaban frente a frente, y Quentin fue repentinamente consciente de los generosos senos que se ocultaban bajo la delgada blusa de cuello alto de Alice.

—Mira la sombra —advirtió ella.

Hizo algo con los dedos y la sombra que proyectaba su mano desapareció, dejando unos cuantos fantasmales reflejos irisados.

—Precioso.

—Qué va. —Alice movió la mano—. Se supone que es toda mi mano la que debería volverse invisible, pero sólo puedo hacerlo con su sombra.

Allí había algo. Quentin sintió que su enfado empezaba a disiparse. Era una prueba. Magia Física. No estaban hablando de bailar con los espíritus; aquello era un problema de fuerza bruta.

—¿Y al revés? —preguntó lentamente—. ¿Eres capaz de focalizar la luz como una lupa?

Ella no respondió de inmediato, pero Quentin advirtió que comprendía el asunto y empezaba a darle vueltas.

—Quizá si… mmm, creo que hablan de eso en el Culhwch & Owen. Aunque necesitaré que tú estabilices el efecto. Y lo focalices.

Alice hizo un círculo con el pulgar y el índice, y recitó cinco palabras. Quentin comprobó que la luz se curvaba dentro del círculo, distorsionando las hojas y la hierba que veía a través de él. Entonces, la estabilizó y la enfocó hasta formar un punto blanco que ardió en su retina. Tuvo que apartar la vista. Ella se inclinó un poco más y la hierba que había bajo el círculo de sus dedos empezó a humear.

* * *

—Si me expulsan de Brakebills, te mataré, ¿me entiendes? No estoy bromeando. Sé cómo hacerlo. Te mataré. Literalmente.

—Muy divertido. Es lo mismo que le dije a Penny después de que me pegara —respondió Quentin.

—Excepto que yo lo haré de verdad.

Habían decidido abrirse camino quemando la puerta. Si era una prueba, razonó Quentin, no importaba mucho cómo la resolvieran sino que lo hicieran. No tenían ninguna regla que seguir, de modo que no podían quebrantar ninguna. Y si terminaban quemando toda la casa, con Eliot y sus petulantes amiguitos dentro, les estaría bien empleado.

Tenían que trabajar deprisa, pues la luz se iba por momentos. En pocos minutos más el sol tocaría las copas de los árboles del lado opuesto del henar. Luces amarillas se encendieron en el interior de la casa. En el aire podían percibirse ya los primeros fríos del otoño. Quentin oyó —¿o sólo lo imaginó?— el sonido de un corcho al ser extraído de la botella.

Manteniendo los brazos ligeramente curvados por encima de la cabeza, como si sostuviera una cesta invisible, Alice creó el equivalente mágico de una lupa de unos doce metros de circunferencia. La curva de sus brazos definía una pequeña sección de la circunferencia total de una lente, cuyo arco superior superaba incluso la copa de la haya y era más alta que la chimenea de la pequeña casita victoriana. Quentin sólo distinguía el borde de la lente como una distorsión curva en el aire. El punto focal era demasiado brillante para poder mirarlo.

Alice se acercó hasta quedar a unos quince metros de la puerta. Quentin se situó junto a ella alzando una mano para escudar sus ojos, y gritando instrucciones:

—¡Arriba! ¡Bien, despacio! ¡Un poco más! ¡Sigue avanzando! ¡Vale, ahora! ¡Ya está!

Quentin sentía el calor de la luz del sol contra su rostro y olía el dulce aroma de la madera humeante, junto a la penetrante acidez de la pintura abrasada. Estaba claro que la puerta era vulnerable al calor. Antes se habían preocupado por si no tenían suficiente luz solar, pero el hechizo de Alice estaba trazando un surco calcinado en la madera. Lo único que se les ocurrió fue cortar la puerta por la mitad, y si el surco no estaba perforándola de parte a parte, poco le faltaba. El problema era la puntería de Alice, bastante mala; incluso se pasó de la puerta y abrió un pequeño surco en la pared.

—¡Me siento estúpida! —gritó Alice—. ¿Cómo lo estamos haciendo?

—¡Bien!

—¡Me duele la espalda! ¿Falta mucho?

—¡Casi hemos acabado! —mintió él.

Alice expandió el radio del hechizo para compensar la falta de luz. Susurró algo, pero él no estaba seguro de si era un encantamiento o sólo una ristra de obscenidades. Quentin se dio cuenta de que estaban siendo observados: uno de los profesores más ancianos, un hombre de pelo blanco llamado Brzezinski, especializado en pociones y cuyos pantalones siempre estaban cubiertos de horrorosas manchas, había interrumpido su paseo vespertino para contemplarlos. En otra vida, durante su primer Examen, le había propuesto la prueba de los nudos. Llevaba un jersey, fumaba en pipa y parecía un ingeniero de IBM de los años cincuenta.

«Mierda», pensó Quentin. Los habían pillado.

Pero el profesor Brzezinski sólo dejó de chupar la pipa un segundo para exclamar ásperamente:

—Adelante. Seguid.

Dio media vuelta y se dirigió hacia la Casa.

Alice sólo tardó diez minutos en completar el surco lateral para después volver sobre sus pasos. El surco emitió un brillo rojo.

Cuando terminó, Quentin se acercó a ella.

—Tienes ceniza en la cara —le advirtió ella.

Él se frotó la frente con los dedos.

—Quizá deberíamos repetirlo… ya sabes, para asegurarnos. —Si aquello no funcionaba, se había quedado sin ideas y no estaba dispuesto a pasar la noche a la intemperie. Tampoco estaba dispuesto a regresar derrotado a la Casa.

—No hay suficiente luz. —Alice parecía agotada—. Al final, la lente tenía casi un cuarto de kilómetro. Más allá de eso pierde coherencia, se deshace.

«¿Un cuarto de kilómetro?», repitió Quentin para sí. ¿Cuán poderosa era?

Su estómago gruñó. El cielo era de un azul oscuro. Contemplaron la chamuscada y ennegrecida puerta; tenía peor aspecto de lo que él había esperado. La puntería de Alice había fallado durante el segundo barrido, así que en algunos puntos se veían dos surcos separados. Si no funcionaba, Eliot iba a matarlo.

—¿Le doy una patada?

Alice hizo una mueca.

—¿Y si hay alguien detrás?

—¿Qué sugieres entonces?

—No lo sé. —Alice tocó una de las partes quemadas y que ya se había enfriado—. Creo que casi la hemos atravesado…

La puerta tenía una vieja aldaba de hierro con forma de mano sosteniendo una bola de hierro. Estaba atornillada.

—Bien, apártate —dijo Quentin.

«Dios, por favor, que funcione», pensó. Aferró la mano de hierro, apoyando un pie en la puerta. Lanzó un largo grito a imitación de los practicantes de artes marciales y tiró hacia atrás. La mitad superior de la puerta cedió sin oponer ninguna resistencia, apenas debía colgar de un hilo. Él cayó de espaldas sobre el sendero.

Una chica, que Quentin reconoció como alumna de cuarto, apareció en el umbral llevando un vaso de vino tinto en la mano y lo contempló descaradamente. Alice tuvo que apoyarse contra la pared, riendo tan escandalosamente que no emitía ningún sonido.

—La cena está casi lista —anunció la chica—. Eliot ha hecho salsa amatriciana. No teníamos panceta, pero creo que el bacón servirá, ¿verdad?

* * *

A pesar del calor, un fuego ardía en la chimenea.

—Seis horas, veinte minutos —dijo un chico gordo de cabello ondulado, sentado en un sillón de cuero—. Entráis más o menos en la media.

—Dile cuánto tardaste tú, Josh —intervino la chica que los había saludado en la puerta. Quentin creía que se llamaba Janet.

—Veinticuatro horas, treinta y un minutos. La noche más larga de mi vida. No es un récord, pero casi.

—Creímos que intentaba matarnos de hambre. —Janet vertió el resto de la botella de vino tinto en dos vasos y se los pasó a Quentin y a Alice. En el suelo se veían dos botellas más vacías, aunque ninguno de los ocupantes de la casa parecía especialmente borracho.

Se encontraban en una cómoda biblioteca con chimenea, llena de alfombras e iluminada con velas. Quentin se dio cuenta de que la casita debía de ser mucho más grande por dentro de lo que parecía por fuera, y también mucho más fría… La atmósfera reinante era la de una fresca tarde de otoño. Los libros desbordaban los estantes y se acumulaban en temblorosos montones diseminados por todas partes, incluso sobre la repisa de la chimenea. El mobiliario poseía cierta distinción pero estaba mal combinado y, en algunos casos, bastante maltrecho. Entre las estanterías, las paredes aparecían repletas de esa clase de artefactos normalmente inexplicables que suelen acumular en los clubes privados: máscaras africanas, cuadros con aburridos paisajes, dagas ceremoniales, estuches llenos de mapas y medallas, y los deteriorados cadáveres de mariposas exóticas que presumiblemente habían sido capturadas tras muchos gastos y esfuerzo. Quentin se sentía acalorado y era muy consciente de que vestía de forma inapropiada, pero se sentía muy aliviado de estar dentro por fin.

Sólo eran cinco, incluidos Alice y Quentin. Eliot también estaba allí, revisando una de las estanterías y comportándose como si no fuera consciente de la presencia de los recién llegados. Parecía discutir seriamente con alguien sobre teoría de la magia, aunque nadie lo escuchaba.

—Eh, Campanilla, tenemos invitados —anunció Janet—. Por favor, vuélvete y hazles un poco de caso.

Era delgada y animosa, con un corte de pelo a lo paje, serio y un poco anacrónico. También parecía enérgica, Quentin la había visto regañando a los demás mientras paseaba por el Laberinto o soltando encendidos discursos en el comedor durante la cena. Eliot dejó su monólogo y dio media vuelta. Llevaba delantal.

—Hola —saludó sin perder comba—. Me alegro de que lo consiguierais. Creo que has quemado la mitad de nuestra puerta, Alice.

—Quentin me ayudó.

—Os vimos por la ventana —explicó Josh—. Tuvisteis mucha suerte de que Brzezinski no os pillara con esa hacha.

—¿Cuál era la solución correcta? —preguntó Alice—. Quiero decir, lo que hemos hecho ha funcionado, vale, pero seguro que hay una forma mejor de entrar. —Tomó un tímido sorbo de vino, seguido de otro menos tímido.

—No hay una solución correcta —aclaró Janet—. O no hay una solución que se pueda decir que es la correcta. Esto es Magia Física, y por tanto es sucia, es brusca. Mientras no tires abajo el edificio, vale todo. Y aunque lo tiraras, seguramente también valdría.

—¿Qué hiciste tú? —se interesó Alice—. Quiero decir, cuando fue tu turno.

—La congelé y la hice pedazos. Tengo una afinidad especial con la magia fría, es mi disciplina. Tardé sesenta y tres minutos. Y eso sí es todo un récord.

—Antes bastaba con decir «amigo» en élfico y la puerta te dejaba pasar —apuntó Josh—. Pero hoy demasiada gente ha leído a Tolkien.

—Eliot, cariño, creo que la cena ya debe de estar lista —señaló Janet. Su actitud hacia Eliot era una extraña combinación de desprecio y ternura. Dio una palmada—. Josh, quizá deberíamos hacer algo con ella… —Indicó la casi demolida puerta—. Están entrando mosquitos.

Todavía aturdido, Quentin siguió a Eliot hasta la cocina, que también parecía mucho más grande y acogedora de lo que podría suponerse desde el exterior, con sus armarios blancos hasta el techo, encimeras de esteatita y un frigorífico aerodinámico estilo años cincuenta. Eliot vertió un poco del contenido de su vaso en una sartén con salsa rojiza colocada sobre la cocina.

—Nunca cocines con un vino que no puedas beber —dijo alegremente—. Suponiendo que exista un vino que yo no sea capaz de beberme.

No parecía avergonzado de haber ignorado a Quentin casi todo un año lectivo. Era como si nunca hubiera pasado.

—¿Y toda esta casa es para vosotros? —Quentin no quería que se notara lo mucho que le apetecía formar parte de aquel grupo, aunque extraoficialmente ya perteneciera a él.

—Sí. Y ahora también es vuestra.

—¿Todas las disciplinas tienen un club propio?

—No es un club —aclaró Eliot con aspereza. Dejó caer varios puñados de pasta fresca en una olla de agua hirviendo y los revolvió con una cuchara—. No tardará ni un minuto.

—Entonces, ¿qué es?

—Bueno, es una especie de club, vale, pero no lo llames así. Nosotros lo llamamos la Casita. Aquí impartimos los seminarios y la biblioteca no está nada mal. A veces, Janet pinta en el dormitorio de arriba. Sólo nosotros podemos entrar aquí, ¿sabes?

—¿Y Fogg?

—Oh, Fogg también, pero nunca nos molesta. Y Bigby. Conoces a Bigby, ¿no?

Quentin negó con la cabeza.

—No me puedo creer que no conozcas a Bigby —exclamó Eliot entre risitas—. Dios, Bigby te va a encantar.

Probó la salsa, añadió un par de cucharadas de nata espesa y lo removió todo en círculos amplios. La salsa palideció y se espesó. Eliot tenía una gran confianza con la cocina.

—Todos los grupos disponen de un lugar de reunión similar. Los Naturales tienen esa lamentable choza en un árbol del bosque. Los Ilusionistas se han agenciado una casa como ésta, pero sólo ellos saben dónde se encuentra; para entrar tienes que encontrarla. Los de Conocimiento, pobres idiotas, sólo disponen de la biblioteca. Y los Curativos utilizan la clínica…

—¡Eliot, nos estamos muriendo de hambre! —El grito de Janet les llegó desde el salón. Quentin se preguntó cómo se las estaría arreglando Alice con los otros dos.

—¡Vale, vale! ¡Ya casi está! Espero que no te importe comer pasta —añadió para Quentin—. Ahí fuera hay bruschettas… o las había. Bueno, por lo menos tenemos montones de vino. —Vertió la pasta en un colador situado en el fregadero, levantando una enorme nube de vapor, y después la mezcló en la sartén con la salsa—. Dios, me encanta cocinar. Creo que si no fuera mago, sería chef. Es un descanso después de tanta chorrada invisible e intangible, ¿no crees?

»El cocinero oficial del grupo era Richard, pero se graduó el año pasado. No sé si lo conocías, un tipo alto, muy serio y estudioso. Nos hacía quedar mal delante de Bigby, pero al menos sabía cocinar. Coge esas dos botellas de ahí, ¿quieres? Y el sacacorchos.

Janet improvisó un truco para acortar la larga mesa de los seminarios. —Quentin no estuvo seguro de si era de magia o sólo mecánico— hasta convertirla en una de comedor. Con un mantel blanco, dos pesados candelabros de plata y un ecléctico surtido de cubiertos de plata, algunos de los cuales semejaban armas de combate, la mesa terminó pareciendo algo sobre lo que podías comer con cierta comodidad. La comida era sencilla, pero no estaba mal. Quentin se había olvidado de lo famélico que se sentía.

Janet, Josh y Eliot charlotearon sobre las clases y los profesores, sobre quién dormía con quién y quién quería dormir con quién, y especularon infinitamente sobre el relativo potencial de los demás estudiantes como lanzadores de hechizos. Hablaban de todo el mundo con la confianza absoluta de los que han pasado mucho tiempo juntos, que se quieren y confían en ellos, de los que saben cómo no dar ventaja al otro y cómo frenar sus hábitos molestos. Quentin dejó que la cháchara lo empapara. Estar comiendo en su propio comedor privado hacía que se sintiera muy adulto. «Por fin», pensó. Siempre había sido un marginado, pero ahora realmente había conseguido entrar en la vida interna de la escuela. Aquél era el verdadero Brakebills. Se encontraba en el cálido corazón secreto de un mundo secreto.

Volvió a prestar atención cuando discutieron qué harían cuando se graduaran.

—Supongo que me retiraré a la cumbre de una montaña solitaria —confesó Eliot despreocupadamente—. Me convertiré en eremita durante una temporada, me dejaré crecer la barba y la gente acudirá a mí en busca de consejo, como en los dibujos animados.

—¿Pedirte consejo a ti? ¿Sobre qué? —se burló Josh—. ¿Sobre si una corbata negra combina con un traje oscuro?

—Me gustaría ver cómo intentas dejarte crecer la barba —apuntó Janet—. Dios, qué egocéntrico eres. ¿No intentarás ayudar a la gente?

Eliot parecía desconcertado.

—¿Gente? ¿Qué gente?

—Los pobres, los hambrientos, los enfermos… ¡la gente que no es capaz de hacer magia!

—¿Qué ha hecho esa gente por mí? Cuando estaba en quinto, esa «gente» tuya me llamaba maricón y me arrojaba los contenedores de basura por llevar pantalones ajustados.

—Bueno, espero por tu bien que esa montaña tenga una bodega —cortó Janet, enfadada—. O un bar bien surtido. No durarás ni ocho horas sin echar un trago.

—Yo mismo me fabricaré una bebida potente con jugo de moras y otras hierbas locales.

—O puedes dejar de beber.

—Bueno, eso sería un problema. Podría utilizar magia, pero no es lo mismo. Quizá viva en el Plaza, como Eloise.

—¡Me aburro! —gritó Josh—. Practiquemos las Formas Ígneas de Harper.

Se acercaron a un enorme armario provisto de docenas de cajoncitos, estrechos y profundos, que resultó ser una especie de biblioteca de ramitas en miniatura. Cada cajón tenía una pequeña etiqueta escrita a mano: la primera era Ailanthus, en la esquina superior izquierda, y la última, Zelkova japonesa, en la inferior derecha. Las Formas Ígneas de Harper era un ejercicio inútil pero muy entretenido para estirar y transformar una llama en elaboradas formas caligráficas que resplandecían un segundo en el aire para después desaparecer. Para ello había que empuñar una ramita de álamo a modo de varita mágica. Pasaron el resto de la velada intentando formar palabras obscenas y figuras progresivamente más elaboradas con las llamas de las velas, pero terminaron por prender fuego a las cortinas (aparentemente no era la primera vez) y tuvieron que esforzarse en sofocarlo.

Se imponía un descanso y Eliot sacó una estilizada botella de grappa, de aspecto peligroso. Sólo dos de las velas sobrevivían al hechizo, pero nadie se preocupó de sustituir las otras. Ya era tarde, pasaba de la una de la mañana, y permanecieron en completo silencio en la semioscuridad. Janet estaba tumbada de espaldas sobre la alfombra, mirando al techo, con los pies apoyados en el regazo de Eliot. Quentin pensó que la intimidad física que compartían resultaba bastante rara, sobre todo considerando que él conocía los intereses sexuales de Eliot.

—¿Ya está? ¿Ya somos miembros de pleno derecho de los Físicos? —La grappa era como una abrasadora semilla que se hubiera deslizado hasta el pecho de Quentin y enraizado allí. La semilla dio nacimiento a una planta cálida y brillante que creció, se extendió y se desplegó en forma de árbol lleno de hojas de buenas sensaciones—. ¿No tenemos que ser humillados, o marcados, o… no sé, rapados o algo así?

—No, a menos que te apetezca —respondió Josh.

—No sé, creí que seríais más… que seríamos más… —rectificó Quentin.

—Éramos más —confirmó Eliot—, pero Richard e Isabel se graduaron, y nadie los ha sustituido. Ahora no tenemos ninguno de quinto. Si no conseguimos más este año, Fogg dice que tendremos que fusionarnos con los Naturales.

Josh se estremeció teatralmente.

—¿Cómo eran? —preguntó Alice—. Me refiero a Richard e Isabel.

—Como el fuego y el hielo —contestó Josh—. Como el chocolate y el mazapán.

—Todo es diferente sin ellos —reconoció Eliot.

—Que les vaya bien —sentenció Janet.

—Oh, no eran tan malos —protestó Josh—. ¿Te acuerdas cuando Richard pensó que podía conseguir que la veleta cobrase vida? Quería que se moviera por sí sola. Se pasó por lo menos tres días frotándola con aceite de hígado de bacalao, no pensaba en otra cosa.

—No fue intencionadamente divertido —observó Janet—. No cuenta.

—Nunca comprendiste a Richard.

Janet resopló.

—Me harté de Richard —confesó con una sorprendente amargura.

Se produjo un incómodo silencio. Fue la primera nota falsa de la velada.

—Ahora volvemos a tener quórum, un quórum respetable —exclamó Eliot rápidamente—. La Magia Física siempre es la mejor.

—Por los mejores —propuso Josh, alzando su vaso.

Quentin lo imitó. Estaba encaramado en las ramas más altas de su árbol abrasador, meciéndose en una cálida brisa alcohólica.

—Por los mejores.

Todos bebieron.