El chico perdido

Brakebills los dejó salir las dos últimas semanas de diciembre. Al principio, Quentin no estaba muy seguro de por qué le aterrorizaba tanto ir a su casa, hasta que comprendió que no era exactamente la casa lo que le preocupaba. Lo que en realidad le preocupaba era abandonar Brakebills. ¿Y si no lo dejaban volver? No podría encontrar el camino de vuelta —estaba seguro de que cerrarían la puerta secreta del jardín, echarían la llave y su silueta se perdería para siempre entre vides y mampostería— y se encontraría atrapado para siempre en el mundo exterior.

Al final, fue cinco días a casa de sus padres. Y, por un instante, mientras ascendía los escalones del porche y el viejo y familiar olor descendía sobre él, un letal hechizo compuesto de aromas de cocina, pintura, alfombras orientales y polvo, al ver la dentuda sonrisa de su madre y el sano buen humor de su padre, se convirtió en la persona que había sido cuando vivía con ellos; sintió el tirón gravitacional del niño que fue y que en algún recóndito rincón de su alma siempre quiso ser. Tuvo la vieja ilusión de que cometió una equivocación al marcharse, que aquélla era la vida que debería estar viviendo.

El hechizo no resistió mucho tiempo, sin embargo. Era imposible. Algo en casa de sus padres le resultaba ya insoportable. ¿Cómo podía volver a aquel lúgubre cuarto de Brooklyn con su desconchada pintura blanca, sus barrotes de hierro en las ventanas y su vista a una sucia pared, después de su dormitorio curvo en lo alto de la torre? No tenía nada que decirles a sus corteses, curiosos y bienintencionados padres. Tanto su atención como su desinterés le resultaban igualmente intolerables. Su mundo se había vuelto complicado, interesante y mágico; el de sus padres era mundano y doméstico. No entendían, y jamás lo harían, que el mundo que podían ver no era el que importaba.

Llegó a casa un jueves, el viernes le envió un mensaje a James, y el sábado por la mañana se encontró con James y Julia en una abandonada caseta para botes de Gowanus. Era difícil saber por qué les gustaba aquel lugar, descontando que estaba equidistante de sus respectivas casas y bastante aislado, al final de una calle sin salida que terminaba en el canal. Había que escalar una valla de metal ondulado para acceder a él y así disfrutar del silencio y la tranquilidad de todo recinto acuático cerrado, por muy estancada y contaminada que estuviese el agua. Podías sentarte en una especie de barricada de cemento, mientras perforabas la viscosa superficie del canal con puñados de grava. Un almacén quemado de ladrillos con ventanas arqueadas dominaba la escena desde la orilla opuesta. El futuro condominio de lujo de alguien.

Fue agradable volver a ver a James y a Julia, pero fue todavía mejor verse a sí mismo a través de sus ojos y darse cuenta de lo mucho que había cambiado. Brakebills lo había rescatado. Ya no era el mierda que bajaba la vista y se miraba los zapatos como el día que se marchó, el compañero de aventuras de James, el incómodo pretendiente de Julia. Mientras James y él intercambiaban bruscos saludos y rápidos apretones de manos, ya no sintió aquella instintiva deferencia hacia él, como si James fuera el héroe de la aventura y no Quentin. Y cuando vio a Julia, buscó en su interior el viejo amor que solía sentir por ella; no había desaparecido, pero sí convertido en un dolor distante, apagado. Seguía sin curarse, persistía la metralla que no podía extraer.

A Quentin nunca se le habría ocurrido que no se alegraran al verlo. Sabía que desapareció repentinamente y sin ninguna explicación, pero no tenía ni idea de lo dolidos y traicionados que se sintieron los dos. Se sentaron juntos, tres en raya, contemplando el agua, mientras Quentin improvisaba un rápido recuento cuento de la poco conocida pero muy selecta institución académica a la que acudía por alguna razón no explicitada. Mantuvo su currículo tan vago como le fue posible, concentrándose en los detalles arquitectónicos de la facultad. James y Julia se apretujaban el uno contra el otro para protegerse del frío de marzo (era marzo en Brooklyn), como un viejo matrimonio en un banco del parque. Cuando les llegó el turno, James parloteó sobre sus proyectos de fin de carrera, de la fiesta de fin de curso y de los profesores en los que Quentin no pensaba desde hacía seis meses. Le resultaba increíble que todo continuara más o menos igual, y que a James le siguieran importando tanto aquellas trivialidades que no fuera capaz de ver que todo había cambiado. Una vez que la magia era real, todo lo demás parecía simplemente irreal.

Y Julia… Algo le había pasado a la delicada y pecosa Julia. ¿Acaso ya no sentía amor por ella? ¿La estaba viendo claramente por primera vez? No. Ahora llevaba el pelo más largo y parecía más lacio —de alguna forma se había planchado las ondulaciones—, y tenía semicírculos oscuros debajo de los ojos que antes no estaban allí. Solía fumar únicamente en las fiestas, pero ahora encendía un cigarrillo tras otro y los apagaba contra una valla de acero. Incluso James parecía nervioso con ella, comportándose de una forma tensa y protectora. Julia los observaba fríamente; después no pudo asegurar que hubiera pronunciado una sola palabra.

Esa noche, echando ya de menos el mundo mágico que acababa de dejar, Quentin rebuscó entre sus viejos libros una novela de Fillory y se quedó hasta las tres de la mañana releyendo El bosque volante, una de las menos importantes y menos satisfactorias de la serie, protagonizada sobre todo por Rupert, el bobalicón e irresponsable hermano Chatwin. La adorable Fiona y él encontraban la forma de llegar a Fillory a través de las ramas más altas del árbol favorito de Rupert, y se pasaban la novela buscando el origen de un extraño tictac que impedía dormir a su amigo Sir Manchas Peligrosas, un leopardo con un oído excepcionalmente agudo.

Los culpables resultaban ser una tribu de enanos que habían vaciado toda una montaña de mineral de cobre y diseñado un enorme ingenio para medir el tiempo (Quentin nunca se había dado cuenta de lo obsesionado que parecía estar Plover con los relojes). Al final, Rupert y Fiona recibían la ayuda de un amistoso gigante que simplemente enterraba el reloj con su gran azadón, amortiguando su monstruoso ruido y contentando de esa manera a Sir Manchas Peligrosas y a los enanos, que, como moradores del subsuelo, quedaron encantados de tener que vivir bajo tierra. Después restauraron la residencia real, el castillo Torresblancas, una elegante fortaleza astutamente construida como el mecanismo de un gigantesco reloj. Movido por la fuerza de unos molinos, un descomunal muelle de bronce oculto bajo el castillo hacía rotar las torres en una danza lenta y majestuosa.

Ahora que estaba en Brakebills y sabía lo que era la auténtica magia, podía leer a Plover con ojo crítico. Quería saber los detalles técnicos de los hechizos. Además, para empezar, ¿por qué iban los enanos a construir un reloj gigantesco? Y el desenlace no le impactó tanto como la primera vez, le recordaba demasiado al de El corazón delator. Nada quedaba enterrado para siempre. ¿Y por qué se llamaba El bosque volante si no aparecía ningún bosque que volara? ¿Dónde estaban Ember y Umber, los carneros gemelos que patrullaban por todo Fillory intentando mantener el orden? Normalmente aparecían una vez que los Chatwin se habían encargado de todos los problemas, y su verdadera función parecía consistir en asegurarse de que los hermanos no se quedasen más tiempo de la cuenta; eran Ember y Umber los que al final de cada novela terminaban echándolos de Fillory, de vuelta a la vieja Inglaterra. Esa parte era la que menos le gustaba a Quentin. ¿Por qué no los dejaban quedarse? ¿Qué tenía de malo?

Era obvio que Christopher Plover no conocía la auténtica magia. Es más, ni siquiera era inglés. Según la solapa de los libros, era un norteamericano que amasó una fortuna en el mercado de los alimentos no perecederos durante los años veinte, trasladándose a Cornualles poco antes del famoso crack bursátil. Soltero empedernido, seguía diciendo la solapa, se hizo anglófilo y pronunciaba su nombre al estilo inglés («Pluvver»), Se instaló en el campo, en una enorme casa atestada de empleados. (Sólo un anglófilo norteamericano podría haber creado un mundo tan definitivamente inglés como Fillory, más inglés que la propia Inglaterra). La leyenda decía que realmente existió una familia Chatwin, y que era vecina de Plover. Este siempre sostuvo que los hermanos Chatwin acudían a su casa y le contaban historias sobre Fillory, y que él se limitaba a transcribirlas.

Pero el verdadero misterio de El bosque volante, analizado hasta la saciedad por fans entusiastas y académicos de segunda, se hallaba en las páginas finales. Una vez solucionado el problema del reloj gigante de los enanos, Rupert y Fiona estaban celebrando un festín con Sir Manchas Peligrosas y su familia —que incluía una atractiva esposa leopardo y una carnada de adorables cachorros—, cuando entraba en liza Martin, el mayor de los Chatwin y el que primero había descubierto Fillory dos novelas atrás, en El mundo entre los muros.

En ese momento Martin tiene trece años, un adolescente casi demasiado mayor para aventurarse en Fillory. En las primeras novelas es un personaje tornadizo, cuyo humor pasa sin previo aviso de la alegría desmesurada al pesimismo exacerbado. Por desgracia, en El bosque volante está en su fase depresiva y no tarda mucho en enzarzarse en una pelea con el más joven y alegre Rupert. Siguen unos cuantos gritos y riñas muy inglesas. El clan Manchas Peligrosas lo observa todo con una distinción tan felina como divertida. Por fin, con su camisa desecha y habiendo perdido más de un botón, Martin les grita a sus hermanos que fue él quien descubrió Fillory, y que tendría que haber sido él y no ellos, quien viviera aquella aventura. Y que no es justo. ¿Por qué siempre tienen que volver a casa? En Fillory, él es un héroe, mientras que en casa no es nada. Fiona, fríamente, le pide que no se comporte como un crío, y Martin se interna en los densos Bosques Oscuros, llorando como un cobarde colegial inglés.

Y nunca más regresa. Fillory se lo traga. Martin no aparece en los siguientes dos tomos. —Un mar secreto y el último de la serie, La duna errante—, y aunque sus hermanos lo buscan diligentemente, no logran encontrarlo. (Aquello hizo que Quentin pensara en el pobre hermano de Alice). Como la mayoría de los fans, Quentin suponía que Plover pensaba recuperar a Martin en el último volumen de la serie, ya restablecido y arrepentido, pero el autor murió inesperadamente a los cincuenta años, cuando La duna errante ni siquiera se había publicado, y no encontraron nada entre sus papeles que diera —o sugiriese siquiera— una solución al enigma. Era un misterio literario irresoluble, como la inacabada El misterio de Edwin Drood de Dickens. Martin sería por siempre el chico que desapareció en Fillory y nunca volvió.

Quentin pensó que la respuesta podría estar en Los magos, el libro que tan brevemente poseyera, pero había desaparecido. Revolvió el colegio de arriba abajo y preguntó a todo el mundo, hasta que no le quedó más remedio que rendirse. Alguien en Brakebills lo habría recogido, quedado o perdido. Pero ¿quién y por qué? Quizá ni siquiera había existido.

El domingo por la mañana, Quentin despertó temprano y dispuesto a emprender el vuelo. No tenía nada más que hacer allí y sí una nueva vida que retomar. Sintiendo apenas un mínimo de culpabilidad, improvisó una mentira para sus padres: compañero de estudios rico, chalet en New Hampshire, nieve, esquí, es muy repentino, lo sé, pero, por favor… Más mentiras, pero ¿qué podía hacer? Así son las cosas cuando eres un mago secreto adolescente. Hizo las maletas rápidamente —de todas formas, la mayoría de su ropa estaba en la escuela— y media hora después ya corría por las calles de Brooklyn en dirección al pequeño jardín comunitario. Una vez allí, se dirigió a la parte más espesa.

Terminó junto a la verja, mirando el parque al otro lado. ¿De verdad era tan pequeño? Recordaba el jardín casi como un bosque, pero ahora le parecía ralo y desaliñado. Durante varios minutos caminó entre escombros, hierbajos y helados cadáveres de calabazas, sintiéndose cada vez más nervioso y avergonzado. ¿Qué había hecho en la última ocasión? ¿Acaso necesitaba llevar consigo el libro? Estaba olvidándose de algo, pero no se le ocurría qué. La magia había desaparecido. Intentó seguir exactamente los mismos pasos. Quizá fuese la hora equivocada.

Quentin fue a una pizzería y pidió un trozo de pizza, rezando para que nadie lo viera allí cuando tendría que estar de camino a su coartada de New Hampshire. No sabía qué hacer, el truco no funcionaba. Todo se desmoronaba. Se sentó a una mesa con las maletas junto a él, contemplando su reflejo en los típicos espejos del suelo al techo —¿por qué todas las pizzerías tenían espejos como ésos?— y leyendo el semanario gratuito de la policía de Park Slope. Las paredes se reflejaban una en otra, espejos dentro de espejos en una galería infinita. Y mientras estaba allí sentado, en la larga, estrecha y atestada sala se fue haciendo el silencio casi sin que se diera cuenta, los espejos se oscurecieron, la luz cambió, las desnudas baldosas se convirtieron en parquet pulido y, cuando levantó la vista del papel, advirtió que se encontraba solo, comiendo su pizza en el comedor común de Brakebills.

* * *

Abruptamente, sin aplausos ni fanfarrias, Alice y Quentin se encontraron en segundo curso. Recibían clases en una sala semicircular, situada en la esquina trasera de la Casa. Era soleada pero terriblemente fría, y el interior de las altas ventanas estaba permanentemente cubierto de hielo. Por las mañanas tenían a la profesora Petitpoids, una anciana hawaiana ligeramente chiflada que llevaba un puntiagudo sombrero negro y los animaba a llamarla «bruja» en vez de «profesora». Cuando alguien le hacía una pregunta, la mitad de las veces solía responder: «Mientras nadie resulte herido, haz lo que quieras». Pero cuando llegaban a los ejercicios prácticos para invocar la magia, sus dedos llenos de bultos como nueces eran incluso más competentes técnicamente que los de la profesora Sunderland. Por las tardes, en las A. P., se las veían con el profesor Heckler, un alemán de pelo largo y mandíbula azulada que medía más de dos metros de estatura.

Nadie recibió con particular entusiasmo a los dos recién llegados. Prácticamente, el ascenso había convertido a Quentin y a Alice en una clase de dos personas: los alumnos de primero los miraban con resentimiento por haberlos abandonado, y los de segundo los ignoraban porque no pertenecían al grupo. Además, Alice ya no era la estrella del curso. Los de segundo tenían estrellas propias, sobre todo una chica enérgica, directa y de anchos hombros llamada Amanda Orloff, cuyo cabello siempre parecía lavado con agua de fregar los platos, y que solía salir al estrado durante las demostraciones técnicas. Hija de un general de cinco estrellas, su estilo era brusco, poco espectacular y devastadoramente competente gracias a sus manos grandes y macizas, que movía como si estuviera resolviendo un invisible cubo de Rubick. Sus gruesos dedos parecían extraer magia del aire por mera fuerza bruta.

Los otros estudiantes de segundo asumieron que Quentin y Alice eran amigos y probablemente pareja, lo cual tuvo el efecto de forjar un lazo entre ellos que en realidad aún no habían tenido tiempo de crear. Desde que ella le había contado el doloroso secreto de su llegada a Brakebills, se sentían más cómodos el uno con el otro. Su confesión parecía haberla liberado y ya no era tan frágil como antes, no hablaba con aquel tono de voz susurrante. Ya se atrevía a burlarse de ella y, si la animaba un poco, también ella se atrevía a reírse de él. Se sentía como un ladrón de cajas fuertes que, por pura suerte, hubiera descubierto el primer dígito de una larga y difícil combinación.

Un domingo por la tarde, harto de verse marginado, fue en busca de Surendra, su antiguo compañero de laboratorio, y le invitó a dar un paseo por los alrededores de la mansión. Se encaminaron al Laberinto embutidos en sus abrigos, sin un propósito concreto ni mucho entusiasmo. El sol todavía se dejaba ver en el cielo, pero el frío resultaba hasta doloroso. Los setos estaban cubiertos de hielo y la nieve seguía apilada en los rincones más oscuros. Surendra era el hijo de un ejecutivo de origen bengalí de San Diego, especializado en ordenadores e inmensamente rico. Su cara redonda, beatífica, ocultaba el hecho de que era la persona más brutalmente sarcástica que Quentin jamás hubiera conocido.

No sabían cómo, pero en su camino hasta el Mar se les había unido una chica de segundo llamada Gretchen. Rubia, delgada y de largas piernas, cualquiera la hubiera tomado por una prima ballerina, de no ser porque padecía una grave cojera —algo congénito que tenía que ver con los ligamentos de la rodilla— y caminaba apoyándose en un bastón.

—Hola, chicos.

—Es la coja —susurró Quentin.

Ella no se avergonzaba de su cojera. Le contaba a todo el que quisiera escucharla que su poder procedía de ella, y que si se operaba ya no sería capaz de hacer magia. Nadie sabía si era verdad o no.

Los tres caminaron juntos hasta el límite del prado y se detuvieron. «Esto ha sido un error», pensó Quentin. Ninguno parecía saber dónde ir o qué hacer. Gretchen y Surendra apenas se conocían. Durante unos cuantos minutos hablaron de banalidades —chismes, exámenes, profesores—, pero Surendra no captaba ninguna de las referencias de segundo curso y cada vez que se perdía una, se enfurruñaba. La tarde basculó sobre su eje. Quentin recogió una húmeda piedra del suelo y la lanzó todo lo lejos que pudo. Rebotó silenciosamente en la hierba. La humedad hizo que sintiera todavía más frío en su mano sin guantes.

—Vamos por allí —dijo Gretchen al fin, y se internó en el Mar con su extraño y ondulante modo de caminar. Quentin no estaba seguro de si podía reírse o no; de todas formas, a pesar de su torpeza, cubría un montón de terreno. Caminaron por un estrecho sendero de grava y cruzaron una estrecha alameda, hasta un pequeño claro situado en el límite de los terrenos de la escuela.

Quentin ya había estado allí. Buscaban un tablero a lo Alicia en el país de las maravillas, dividido en cuadrados y un amplio margen de césped rodeándolo. Los cuadrados tenían aproximadamente un metro de lado, como si fueran casillas de un ajedrez gigante, aunque el campo de juego más largo que ancho y las casillas eran de distintos materiales: agua, piedra, hierba y arena, con dos de ellas de un metal plateado.

La hierba de algunos cuadrados estaba perfectamente recortada, como en el green de un campo de golf; el agua de otros era oscura, charcos brillantes que reflejaban el cielo azul que pendía sobre sus cabezas.

—¿Qué es este lugar? —preguntó a los demás.

—¿Qué quieres decir con eso de qué es? —replicó Surendra.

—¿Quieres jugar? —Gretchen rodeó el tablero hasta llegar al lado opuesto. Una altísima silla de madera, pintada de blanco, se erguía en medio del tablero como la de un salvavidas o la de un juez en un partido de tenis.

—¿Esto es un juego?

Surendra lo fulminó con la mirada, entornando los ojos.

—Te juro que a veces no te entiendo —aseguró.

Estaba claro que sabía algo que Quentin desconocía. Gretchen dirigió a Surendra una mirada de lástima compartida, era una de esas personas que asumían una actitud de instantánea intimidad con gente a la que apenas conocía.

—¡Esto es un welters! —exclamó, grandilocuente.

—Un juego, vale —aceptó Quentin, resignado a morirse de desdén.

—Oh, es mucho más que un juego —rectificó Gretchen.

—Es una pasión —añadió Surendra.

—Un estilo de vida.

—Un estado mental.

—Si te sobran diez años, puedo explicártelo. —Gretchen dio una palmada—. Básicamente, un equipo se coloca a un lado, otro se sitúa enfrente y ambos intentan capturar las casillas.

—¿Y cómo capturas una casilla?

Gretchen agitó los dedos en el aire misteriosamente.

—¡Con maaagia!

—¿Dónde están las escobas? —Quentin sólo bromeaba a medias.

—No hay escobas. El welters se parece al ajedrez. Lo inventaron hace… ¡buf!, cincuenta millones de años por lo menos. Creo que, originalmente, era para ayudar a la enseñanza, y algunos dicen que suponía una alternativa al duelo. Los alumnos se mataban entre ellos, así que les ofrecieron una alternativa, el welters.

—Ah, qué tiempos aquéllos.

Surendra intentó saltar por encima de una de las casillas llenas de agua, pero resbaló, se quedó corto y metió un talón dentro del agua.

—¡Mierda! —Miró al helado cielo azul—. ¡Odio el welters!

Un cuervo alzó el vuelo desde la copa de un olmo. El sol ya empezaba a desaparecer tras los árboles en un remolino helado de cirros rosas.

—No puedo sentir los dedos. Vámonos —dijo Surendra, saliendo del tablero y agitando los brazos.

Volvieron hacia el Mar sin hablar, golpeándose los costados y frotándose las manos. A medida que el sol se ocultaba, el frío se acentuaba más y más. Tendrían que darse prisa para cambiarse antes de la cena. Un poderoso sentimiento de futilidad fue apoderándose de Quentin. Una bandada de gansos silvestres patrullaba el límite del bosque, erguidos y alertas como extraños y amenazantes saurios, como un escuadrón perdido de velocirraptores.

Mientras cruzaban el prado, empezaron a interrogar sutilmente a Quentin acerca de Eliot.

—Así que realmente eres amigo de ese tipo… —comentó Surendra.

—Sí. ¿Cómo es que lo conoces? —dijo Gretchen.

—En realidad no lo conozco, casi siempre va con su propia pandilla. —Estaba secretamente orgulloso de que lo conectaran con Eliot, aunque apenas hablaran ya entre ellos.

—Sí, ya lo sé —dijo Surendra—. ¡Los Físicos! ¡Menuda panda de perdedores!

—¿Qué quiere decir eso de los Físicos?

—Ya sabes, toda su camarilla: Janet Way, el gordo Josh Hoberman, todos esos. Todos han elegido la magia física como especialización.

En el Laberinto, su blanco aliento contrastaba con la negrura de los setos. Surendra le explicó que, a partir de tercero, los alumnos podían elegir un tipo concreto de magia para especializarse; o, más exactamente, la escogían los profesores por ellos. Entonces, los alumnos se dividían en grupos según sus especialidades.

—No es que importe demasiado —siguió Surendra—, excepto que las disciplinas nos dividen en grupos sociales, la gente tiende a codearse con los de su propia clase. Se supone que los Físicos son los más raros. No son muy esnobs, supongo. Y de todas formas, Eliot… bueno, ya lo conoces.

Gretchen enarcó las cejas y lo miró con malicia. Tenía la nariz roja a causa del frío. Llegaron a la terraza cuando el rosado atardecer se reflejaba en el ondulado cristal de las puertas francesas.

—No, creo que no lo conozco bien —apuntó Quentin con frialdad—. ¿Por qué no me lo contáis?

—¿No lo sabes?

—¡Oh, Dios mío! —Gretchen, extasiada, apoyó su mano en el brazo de Surendra—. Seguro que es como Eliot…

En ese momento las puertas francesas se abrieron, y Penny se dirigió hacia ellos caminando rígidamente, con la camisa desabrochada, sin chaqueta ni abrigo. Su rostro era pálido e inexpresivo, su andar parecía animado por una loca energía. Cuando ya estuvo lo bastante cerca, echó su brazo hacia atrás y le soltó un puñetazo a Quentin en pleno rostro.

* * *

Las peleas eran casi insólitas en Brakebills. Los alumnos chismorreaban y saboteaban los experimentos A. P. de los demás, pero la violencia física era sorprendentemente escasa. Quentin había visto muchas peleas en Brooklyn, pero nunca se inmiscuía en ellas. No era un matón, y su estatura disuadía a quienes sí lo eran de meterse con él. No tenía hermanos y no le habían dado una paliza desde la escuela elemental.

Por un momento vio el puño de Penny en primerísimo primer plano, enorme, congelado en medio del movimiento, como un cometa que pasara peligrosamente cerca de la Tierra; después, un fogonazo estalló en su ojo derecho. Fue un golpe directo que lo hizo girar, mientras se llevaba la mano al lugar del impacto. Intentaba tomar conciencia de lo que había sucedido, cuando Penny volvió a pegarle. Esta vez, Quentin tuvo tiempo de agacharse lo suficiente para recibir el puñetazo en la oreja.

—¡Ouch! —se quejó, trastabillando hacia atrás—. ¿Qué diablos?

Docenas de ventanas se abrieron en la Casa, y Quentin tuvo la borrosa impresión de una multitud de caras fascinadas que se asomaban por ellas.

Surendra y Gretchen lo contemplaron con el horror reflejado en sus pálidos rostros y sus mudas bocas abiertas de par en par, como si lo que estuviera pasando fuera culpa suya. Penny tenía una visión teatral de cómo debían ser las peleas, porque estaba dando saltitos a su alrededor, lanzando falsos jabs y moviendo la cabeza como los boxeadores en las películas.

—¿Qué cojones estás haciendo? —le gritó Quentin, más sorprendido que herido.

Penny apretaba la mandíbula y el aliento siseaba entre sus dientes. Un hilo de saliva se deslizaba por su barbilla y sus ojos tenían un aspecto extraño —la frase «fijos y dilatados» cruzó por la mente de Quentin—. Lanzó un golpe a la cabeza de Quentin, quien se estremeció violentamente, agachándose y protegiéndose con los brazos. Se recuperó lo suficiente como para aferrarse a la cintura de Penny, mientras éste aún estaba desequilibrado por la potencia de su ataque.

Daban saltitos como un par de bailarines borrachos, apoyándose el uno en el otro, hasta que chocaron contra un arbusto situado al borde de la terraza, que descargó sobre ellos la nieve que lo cubría. Quentin era unos cuantos centímetros más alto que Penny y tenía los brazos más largos, pero el otro era de constitución más sólida y empujaba con más fuerza. Se golpearon las rodillas con un banco de piedra y cayeron sobre él.

Quentin golpeó con la nuca contra el suelo de piedra de la terraza. Un relámpago estalló ante sus ojos. Le dolía, pero al mismo tiempo borró todo su miedo y la mayoría de sus pensamientos coherentes, como si alguien barriera los platos de una mesa con los brazos movido por una rabia cegadora.

Rodaron por el suelo, intentando al mismo tiempo lanzar puñetazos e inmovilizar al rival. Penny se había abierto una brecha en la frente y la sangre le corría por la cara. Quentin intentó levantarse, quería tumbar a Penny, golpearlo hasta dejarlo inconsciente. Una enrabietada Gretchen intentaba pegar a Penny con su bastón, pero la mayoría de los golpes los recibía él.

Había conseguido sentarse sobre Penny y liberado un puño para lanzar un buen golpe, cuando sintió que unos fuertes brazos se cerraban en torno a su pecho, casi con ternura, y lo levantaban en el aire.

Libre del peso de Quentin, Penny recupero la vertical como un tentempié, respirando pesadamente, el rostro enrojecido, pero no sólo algunos alumnos ya se habían interpuesto entre los dos, sino que una multitud los rodeaba. Quentin estaba siendo arrastrado hacia atrás. El hechizo se había roto. La pelea había terminado.

* * *

La hora siguiente transcurrió entre habitaciones poco familiares y personas inclinándose sobre él, hablándole y aplicándole paños húmedos en el ojo. Una anciana de senos enormes y que no había visto hasta entonces lanzó un hechizo con cedro y timo que hizo que la cara le doliera menos. También le puso algo frío que no llegó a ver en la nuca, allí donde se había golpeado al dar contra el suelo, mientras susurraba en un idioma asiático desconocido. Los latidos de su cabeza fueron calmándose poco a poco.

Todavía se sentía un poco ido. No le dolía nada, pero le parecía ir equipado con un equipo de submarinismo mientras recorría los pasillos a cámara lenta, pesado e ingrávido al mismo tiempo, pasando por delante de peces extraños que lo observaban un instante para dar media vuelta y desaparecer rápidamente. Los chicos de su edad y los más jóvenes escrutaban con incredulidad su machacado rostro: tenía una oreja hinchada y un ojo monstruosamente ennegrecido. Los mayores, en cambio, encontraban la situación muy divertida. Quentin optó por la diversión. Hizo todo cuanto pudo por transmitir tranquilidad y buen humor. Por un segundo, el rostro de Eliot apareció frente a él con una mirada de simpatía que hizo que los ojos de Quentin se llenaran de lágrimas que logró contener apelando a su hombría. Resultó que habían sido Eliot y el grupo de los Físicos los que habían interrumpido la pelea. Los brazos poderosos y al mismo tiempo amables que lo separaron de Penny habían sido los del amigo de Eliot, Josh Hoberman… el gordo.

Se había perdido casi toda la cena, así que se sentó mientras repartían el postre, que parecía tan infame como siempre. No podía librarse de la sensación de estar mirando el mundo a través de unos prismáticos y de escuchar a través de un vaso apoyado en la pared. Todavía no comprendía a santo de qué se había producido la pelea. ¿Por qué lo había atacado Penny? ¿Por qué ir hasta Brakebills para estropearlo todo comportándose como un gilipollas?

Supuso que podría comer algo, pero el primer bocado que le dio al pastel de chocolate se convirtió dentro de su boca en un espeso pegamento, y tuvo que correr hasta el lavabo y escupirlo. En ese momento, se vio atrapado por un campo gravitacional monstruoso que lo atrajo irremediablemente hacia el suelo del cuarto de baño, como si un gigante lo aplastara con su poderosa mano. Y cuando hubo descendido lo suficiente, el gigante se inclinó sobre él con todo su peso, aplastándolo contra las frías y sucias baldosas.

* * *

Quentin despertó en la oscuridad. Estaba en la cama, pero no en su cama. Le dolía la cabeza.

Quizá su despertar fuera demasiado enérgico, porque se mareó. No podía enfocar la mirada y su cerebro no estaba del todo seguro de que su integridad no se viese comprometida. Quentin sabía que Brakebills tenía una enfermería, pero nunca había estado en ella, ni siquiera sabía dónde se encontraba. Había cruzado otro umbral, esta vez al mundo de los enfermos y los heridos.

Una mujer estaba de pie a su lado; era preciosa. No podía ver lo que estaba haciendo, pero sentía las frías y blandas puntas de sus dedos moviéndose por su cráneo.

Se aclaró la garganta y saboreó algo amargo.

—Tú eres la enfermera.

—Ajá —confirmó—. Pero habla en pasado, fue una actuación única… aunque no puedo decir que no la disfrutase.

—Estabas allí. El día que llegué a Brakebills.

—Estaba allí —dijo ella—. Quería asegurarme de que no te perdieras el Examen.

—¿Y qué haces aquí?

—Vengo a veces.

—No te había visto hasta ahora.

—Procuro que no me vean.

Una larga pausa, durante la cual puede que Quentin se durmiera. Cuando volvió a abrir los ojos, ella seguía allí.

—Me gusta tu pelo —dijo él.

Ella ya no llevaba su uniforme y se había hecho un moño en la coronilla, que mantenía gracias a unos palillos y que revelaba más de su pequeño rostro parecido a una joya. En Brooklyn le pareció muy joven y ahora también, pero tenía la gravedad de una mujer mucho mayor.

—Esas trenzas eran un poco excesivas —comentó ella.

—El hombre que murió… ¿qué le pasó? ¿De qué murió?

—De nada especial. —La mujer frunció el ceño—. No se suponía que muriera, pero murió. La gente suele hacerlo.

—Creo que podría tener algo que ver con que yo esté aquí.

—Bueno, no hay nada malo en ser engreído. Vuélvete sobre tu estómago.

Quentin lo hizo y ella le frotó suavemente la nuca con un líquido que tenía un olor ácido y picante.

—¿Así que ambas cosas no están relacionadas?

—La muerte siempre está relacionada con algo. Pero no, nada aparte de lo normal. Bien, ya está. Tienes que cuidarte, Quentin. Te necesitamos en forma.

Quentin se volvió a tumbar de espaldas. La almohada se había enfriado mientras ella lo curaba, y cerró los ojos agradecido. Sabía que de haber estado más alerta habría insistido en averiguar quién era la enfermera y qué papel desempeñaba en su historia, o él en la de ella. Pero ahora no podía.

—El libro que me diste… creo que lo he perdido. No tuve oportunidad de leerlo.

En su estado de agotamiento y semiinconsciencia, la pérdida del libro de Fillory le parecía de repente algo muy triste, una tragedia más allá de toda posibilidad de redención. Una lágrima rodó por su mejilla hasta la oreja.

—Chist —dijo ella—. No era el momento. Si lo buscas lo suficiente, terminarás por encontrarlo. Te lo prometo.

Era el tipo de cosas que la gente decía siempre sobre Fillory. Ella colocó algo fresco sobre su abrasadora frente y él perdió la consciencia.

* * *

Cuando volvió a despertar, la mujer había desaparecido. Pero no estaba solo.

—Tienes una contusión —dijo alguien.

Pudo ser la voz lo que terminó de despertarlo, estaba seguro de que lo había llamado varias veces. La reconocía, pero no podía situarla. Era tranquila y familiar de una forma reconfortante.

—Oye, Q. ¿Q? ¿Estás despierto? El profesor Moretti dice que tienes una contusión.

Era la voz de Penny. Pudo ver el pálido óvalo de su rostro recostado contra las almohadas al otro lado del pasillo.

—Por eso vomitaste. Debió de ser cuando nos caímos sobre ese banco. Te golpeaste la cabeza contra el suelo.

Toda la rabia asesina de Penny había desaparecido. Ahora estaba charlatán.

—Sí, sé que me golpeé la cabeza —dijo Quentin lenta, trabajosamente—. Era mi cabeza.

—No afectará a tu funcionamiento mental, por si te lo estás preguntando. Al menos es lo que dijo Moretti. Se lo pregunté.

—Bueno, es un alivio.

Siguió un largo silencio, sólo se oía un reloj en alguna parte. La última novela de Fillory, La duna errante, contenía una adorable secuencia donde la pequeña Jane, la Chatwin más joven, pillaba un resfriado y se pasaba una semana en la cama hablando con el Maestro Velero a bordo de la nave Cazavientos, atendida por sus suaves y simpáticos conejitos. A Quentin siempre le había gustado Jane. Era distinta de los demás Chatwin: más atenta, con un sentido del humor impredecible y más agudo que el ligeramente edulcorado de sus hermanos.

Se preguntó qué hora sería.

—¿Y tú? —preguntó. No estaba seguro de estar dispuesto a hacer las paces todavía—. ¿Estás herido?

—Me hiciste un corte en la frente con los dientes y me rompiste la nariz de un cabezazo, pero me la arreglaron con un Remiendo de Pulaski. Nunca lo había visto antes, al menos en un ser humano. Usaron leche de cabra.

—Ni siquiera sabía que te hubiera dado un cabezazo.

Penny volvía a estar tranquilo. Quentin contó treinta tictacs de reloj.

—¿Tienes un ojo morado? —se interesó Penny—. No puedo verte.

—Un morado enorme.

—Eso pensaba.

Había un vaso de agua en la mesita, junto a su cama. Quentin se lo bebió agradecido de un trago y volvió a recostarse en su almohada. Ardientes vetas de dolor surcaron su cabeza. Fuera lo que fuese lo que le hizo la enfermera, o quienquiera que fuese, aún tenía cosas que curar.

—Penny, ¿por qué diablos me atacaste de esa forma?

—Bueno, tenía que hacerlo —contestó Penny. Parecía un poco sorprendido de que Quentin lo preguntara siquiera.

—Tenías que hacerlo. —Después de todo, quizá no estaba demasiado cansado—. Pero yo no te he hecho nada.

—No me has hecho nada, es verdad. No me has hecho nada. —Penny dejó escapar una risita ronca. Su voz sonaba extrañamente fría, como si hubiera ensayado muchas veces esas palabras, su argumento final—. Podías haber hablado conmigo, Quentin. Podías haberme mostrado un poco de respeto. Tu amiguita y tú.

Oh, Dios. ¿En serio iba a ser así?

—¿De quién estás hablando, Penny? ¿Te refieres a Alice?

—Oh, vamos, Quentin. Estabais sentados allí, echándoos miraditas, riéndoos de mí. Y en mi propia cara. ¿Creíais que lo encontraba divertido? ¿Que íbamos a trabajar todos juntos? ¿De verdad creíais que iba a tragármelo?

Quentin reconoció el tono ofendido de Penny. Cierta vez, sus padres alquilaron el salón de casa a un hombrecito aparentemente normal, un vendedor de seguros. Con el paso del tiempo, les fue dejando notas escritas a mano, cada vez más abundantes y frecuentes, pidiéndoles que dejaran de grabarlo cuando sacaba la basura.

—No seas imbécil —replicó Quentin. ¿Se levantaría Penny y lo atacaría de nuevo?—. ¿Sabes siquiera lo que le parecías al resto del mundo? ¿Te sientas ahí con tu actitud de punk imbécil, y esperas que la gente te suplique que colabores con ella?

Penny se sentó en la cama.

—Aquella noche, cuando Alice y tú os marchasteis juntos —explicó— no os disculpasteis, no me preguntasteis nada, no os despedisteis, sólo os marchasteis juntitos sin abrir la boca. Y entonces… entonces… —terminó triunfalmente—, ¿resulta que vosotros habéis aprobado y yo no? ¿Es justo? ¿Por qué es justo? ¿Qué esperabais que hiciera?

De modo que era eso.

—Vale, Penny —respondió—. Tenías todo el derecho a darme un puñetazo en la cara porque suspendiste un examen. ¿Por qué no le atizas otro a la profesora Van der Weghe?

—No podía quedarme cruzado de brazos, Quentin. —La voz de Penny resonaba en la enfermería—. No quiero problemas, pero si me buscas, te juro que volveré a romperte la cara. Las cosas funcionan así. ¿Te crees que esto es tu mundo privado de fantasía? ¿Crees que puedes hacer lo que te dé la gana? Intenta pisotearme y te devolveré los pisotones multiplicados.

Hablaban en un tono tan alto que ni siquiera se dieron cuenta de que la puerta de la enfermería se había abierto y el decano Fogg los estaba observando, vestido con un exquisito quimono de seda y un gorro de dormir dickensiano. Por un segundo, Quentin creyó que llevaba una vela, antes de advertir que el dedo índice de Fogg brillaba suavemente.

—Ya basta —advirtió tranquilamente.

—Decano Fogg… —comenzó Penny como si allí, por fin, hubiera una voz de la razón a la que apelar.

—He dicho que basta —insistió el decano. Quentin nunca lo había visto levantar la voz, y tampoco lo hizo ahora. Fogg siempre presentaba una figura ligeramente ridícula durante el día; de noche, embutido en su quimono, en los extraños confines de la enfermería, parecía lleno de poder. Extraterrestre. Mágico—. No volváis a hablar excepto para contestar a mis preguntas. ¿Ha quedado claro?

¿Contaba eso como pregunta? Por si acaso, Quentin asintió con la cabeza. El dolor empeoró.

—Sí, señor —respondió Penny de inmediato.

—¿Quién provocó ese horrible incidente?

—Fui yo, señor —admitió Penny—. Quentin no hizo nada, no tuvo nada que ver.

Quentin permaneció en silencio. Era lo divertido de Penny. Estaba loco, pero tenía sus principios y los mantenía.

—Y a pesar de eso —dijo Fogg—, encontraste la manera de golpear a Quentin. ¿Volverá a pasar?

—No, señor.

—No.

—Muy bien. —El decano se sentó en una cama vacía—. Sólo hay una cosa del altercado de esta tarde que me complace, y es que ninguno de vosotros recurrió a la magia para atacar al otro. No estáis lo bastante avanzados en vuestros estudios para comprenderlo, pero con el tiempo comprenderéis que utilizar la magia significa manipular energías enormemente poderosas. Y controlar esas energías requiere calma y una mente desapasionada.

»Usa la magia estando furioso y te harás daño a ti mismo, mucho más rápidamente de lo que dañarás a tu adversario. Hay ciertos hechizos que… si pierdes su control, te cambiarán. Te consumirán. Te transformarán en algo no humano, en un niffin, un espíritu lleno de rabia, de energía mágica descontrolada.

Fogg los miró con severidad, con dramatismo. Quentin siguió contemplando testarudamente el techo. Su consciencia estaba desapareciendo, apagándose como una vela. ¿Dónde había quedado la parte en la que Fogg le decía a Penny que dejara de ser tan capullo?

—Escuchadme atentamente —prosiguió el decano—. La mayoría de las personas son ciegas a la magia y se mueven por un mundo vacío. Se aburren de sus vidas, pero no pueden hacer nada al respecto. Se devoran vivas de deseo y están muertas antes de morir. Pero vosotros vivís en un mundo mágico, y eso es un gran regalo. Y si aquí sentís deseos de morir, no os preocupéis, encontraréis muchas oportunidades sin tener que mataros mutuamente. —Se puso en pie dispuesto a irse.

—¿Seremos castigados, señor? —preguntó Penny.

¿Castigados? Debía de creerse que estaban en el instituto. El decano hizo una pausa en la puerta. La luz de su dedo casi se había extinguido.

—Sí, Penny, tú serás castigado. Seis semanas lavando todos los platos de la comida y de la cena. Si vuelve a pasar algo similar, serás expulsado. Quentin —se detuvo un segundo, pensativo—, aprende a comportarte mejor. No quiero más problemas.

La puerta se cerró a sus espaldas y Quentin soltó de golpe todo el aire retenido en sus pulmones. Cerró los ojos, y la enfermería se soltó silenciosamente de sus amarres internándose en alta mar. Se preguntó, sin un interés especial, si Penny estaría enamorado de Alice.

—¡Guau! —exclamó Penny, nada desconcertado ante la perspectiva de pasarse el próximo mes y medio con las yemas de los dedos permanentemente arrugadas. Parecía un niño pequeño—. ¿Has oído lo que ha dicho? Eso de que la magia te consume. No lo sabía. ¿Tú sabías algo de eso?

—Penny —dijo Quentin—. Uno, tu corte de pelo es una estupidez. Y dos, no sé de dónde provienes, pero si por tu culpa tengo que volver a Brooklyn, no sólo te romperé la nariz. Te mataré, grandísimo hijo de puta.