Nieve

Una tarde, a finales de octubre, el profesor March le pidió a Quentin que se quedase después de la clase de Aplicaciones Prácticas. —A. P., como las llamaba todo el mundo—, donde los alumnos experimentaban un poco con los hechizos. El nivel en el que se movían sólo les permitía intentar la magia básica, y aun eso bajo una supervisión asfixiante. Era una pequeña recompensa por todos los océanos de teoría en los que tenían que navegar.

Aquella clase, concretamente, no había sido precisamente un éxito para Quentin. Las A. P. se celebraban en un aula parecida a un laboratorio de química universitario: mesas indestructibles de piedra gris, encimeras moteadas con viejas e indescriptibles manchas, fregaderos profundos y de gran capacidad… El aire estaba cargado de conjuros y fetiches permanentes, instalados por generaciones de profesores de Brakebills para impedir que los alumnos dañaran a sus compañeros o a sí mismos. Olía ligeramente a ozono.

Quentin vio que Surendra, su compañero de laboratorio, se empolvaba las manos con una mezcla de polvo blanco (partes iguales de harina y ceniza de haya) y trazaba signos invisibles en el aire con una elegante varita de sauce; después tocó con ella su canica (apodada Rakshasa), partiéndola limpiamente por la mitad al primer intento, de un solo golpe. Pero cuando Quentin hizo lo propio con su canica (apodada Martin), ésta estalló con un sordo pop, como una bombilla moribunda, lanzando una rociada de polvo blanco y fragmentos de cristal. Soltó la varita y volvió la cabeza para protegerse los ojos; los demás volvieron las suyas para mirar. La atmósfera en la A. P. no era especialmente solidaria.

Por eso Quentin estaba de pésimo humor cuando le pidieron que se quedara después de clase. March charlaba con algunos rezagados y Quentin esperaba sentado en una de las indestructibles mesas de piedra, balanceando las piernas y pensando en su fallo. Estaba seguro de que a Alice también le habían pedido que se quedase, ya que estaba sentada junto a la ventana, contemplando soñadoramente el manso río Hudson. Su canica flotaba, describiendo lentos círculos alrededor de su cabeza como un perezoso satélite en miniatura, repiqueteando contra el cristal cuando la chica se inclinaba hacia él. «¿Por qué la magia le cuesta tan poco esfuerzo?», se preguntó. ¿Realmente era tan fácil para ella? No podía creer que le costara tanto como a él. Penny también estaba allí, pálido, tenso y con la misma cara de luna de siempre. Llevaba el uniforme de Brakebills, pero le habían permitido conservar su corte de pelo mohicano.

El profesor March volvió acompañado de la profesora Van der Weghe. No se anduvo con rodeos.

—Os hemos pedido a los tres que os quedéis porque en primavera hemos pensado pasaros a segundo curso —informó—. Tendréis que hacer algún trabajo extra para aprobar los exámenes de primero en diciembre y poneros a la altura de los de segundo, pero creo que lo conseguiréis, ¿me equivoco?

Los miró de forma alentadora. No era una consulta, sino el anuncio de una decisión ya tomada. Los tres chicos se miraron inquietos. Quentin tenía cierta experiencia en que valorasen sus habilidades intelectuales por encima de las de los demás, y ese trato de favor erradicó, con intereses, la pesadilla de su canica pulverizada. Pero le parecía demasiado trabajo para saltarse un año en Brakebills, lo que de todas formas no estaba seguro que querer hacer. Sus dos compañeros se lo tomaron de una forma muy seria y solemne.

—¿Por qué? —preguntó Penny—. ¿Por qué pasar a segundo? ¿Van a adelantar a tercero a otros alumnos para hacernos un hueco?

Buena pregunta. Un hecho inmutable de la vida en Brakebills era que las clases siempre contaban con veinte alumnos, ni uno más ni uno menos.

—No todos los estudiantes aprenden al mismo ritmo, Penny —fue lo único que aclaró Van der Weghe—. Queremos que todo el mundo se sienta lo más cómodo posible.

No hicieron más preguntas. Tras una pausa, la profesora Van der Weghe tomó su silencio como consentimiento.

—Muy bien, buena suerte a todos —sentenció.

Aquellas palabras sumieron a Quentin en una nueva y oscura fase de su vida en Brakebills, cuando por fin había conseguido que la anterior le resultase cómoda. Hasta entonces siempre trabajaba de firme, pero también tenía sus momentos de descanso, como todo el mundo. Paseaba por el campus y mataba el tiempo con sus compañeros en la sala de estar de primero, un cuarto acogedor, con una chimenea, un surtido de desvencijados sofás y sillones, y unos «educativos» juegos de tablero vergonzosamente simples, básicamente versiones mágicas del Trivial Pursuit, MUY gastados, llenos de manchas y a los que les faltaban piezas cruciales, ya fueran cartas, fichas o dados. Incluso habían colado de contrabando una consola de videojuegos que guardaban en un armario, una caja con tres años de antigüedad que se conectaba a un televisor todavía más viejo y se desconectaba cada vez que alguien lanzaba un hechizo en un radio de doscientos metros, algo muy frecuente.

Todo eso se había terminado. Ya no disponía de tiempo libre. A pesar de que Eliot le avisó en su momento de lo que le esperaba, y su experiencia posterior se lo había corroborado, de algún modo se imaginó que aprender magia sería un encantador paseo por un jardín secreto, donde podría arrancar alegremente los frutos del árbol del conocimiento de unas ramas convenientemente bajas. En vez de eso, cada tarde, tras la clase de A. P., Quentin se dirigía directamente a su habitación para hacer los deberes habituales y ganar tiempo porque, después de cenar, tenía que acudir a la biblioteca, donde le esperaba su tutora.

Ésta era la profesora Sunderland, la joven guapa que en su Examen de ingreso le pidiera que dibujara mapas de su país imaginario. No se parecía en nada a la idea preconcebida de cómo tiene que ser un mago: rubia, con hoyuelos y lo bastante curvilínea como para que costara Dios y ayuda apartar la mirada de ella y centrar tu atención en la materia a estudiar. La profesora Sunderland daba clases a los cursos superiores, sobre todo a cuarto y quinto, y no tenía mucha paciencia con los aficionados. Los presionaba implacablemente con los gestos y los encantamientos, con las tablas y los gráficos, y cuando todo parecía perfecto resultaba que para ella sólo estaban comenzando. Les hacía repetir los estudios de Popper números 7 y 13 otra vez, por favor, lentamente, hacia delante y hacia atrás, sólo para estar seguros. Sus manos hacían cosas que Quentin consideraba imposibles de imitar. La situación habría sido intolerable para Quentin si no hubiese estado ferozmente enamorado de ella.

Al principio le parecía estar traicionando a Julia. Pero ¿acaso le debía algo? Quentin nunca parecía haberle importado. En cambio, la profesora Sunderland estaba allí, formaba parte de su nuevo mundo. Julia tuvo su oportunidad y la desperdició.

Quentin pasaba la mayor parte del tiempo con Alice y Penny. La política de Brakebills en primer curso era que las luces se apagaran a las once de la noche, pero con tanto trabajo acumulado tenían que encontrar una forma de ganar tiempo. Por suerte encontraron un pequeño estudio en una de las alas de estudiantes que, según la tradición de Brakebills, quedaba exenta de todos los hechizos de control que el profesorado utilizaba para asegurar el toque de queda, probablemente una excepción para situaciones como aquélla. Era un espacio de forma trapezoidal, húmedo y sin ventanas, pero disponía de sofá y una mesa con sillas, y los profesores nunca lo vigilaban. Allí acudían Quentin, Alice y Penny cuando el resto de los alumnos de primero se iban a la cama.

Se convirtieron en una pequeña tribu de lo más extraña: Alice se sentaba y clavaba los codos en la mesa; Quentin se desparramaba en el sofá y Penny paseaba en círculos por la sala. Los odiosos libros de Popper estaban embrujados y te decían cuándo te equivocabas tintándose de verde (bien) o de rojo (mal), aunque lamentablemente nunca explicaban cómo la habías pifiado.

Alice siempre lo sabía. Era el prodigio del trío, con unas manos y unas muñecas extraordinariamente flexibles y una memoria increíble. Con los idiomas era omnívora e insaciable. Mientras sus compañeros se peleaban con los escollos del inglés medieval, ella ya se sumergía en el árabe y el arameo, más el holandés medieval y el esloveno antiguo. Seguía siendo enfermizamente tímida, pero las noches pasadas con Quentin y Penny en el estudio habían logrado que perdiera parte de su reserva, hasta el punto de que a veces intercambiaba notas y sugerencias con los chicos. Una vez, una sola vez, demostró incluso cierto sentido del humor, aunque lo más común era que soltara sus bromas en esloveno antiguo.

De todas formas, lo más probable era que Penny no las entendiera, ya que no tenía el mínimo sentido del humor. Siempre practicaba en susurros y estudiando el movimiento de sus pálidas manos en un enorme espejo barroco de marco dorado apoyado contra una de las paredes. El espejo tenía un viejo y olvidado hechizo, y el reflejo de Penny era sustituido a veces por la imagen de una colina verde desprovista de árboles, que se curvaba suavemente bajo un cielo nublado. Era como una televisión que siempre emitiera la misma imagen de otro mundo.

En vez de tomarse un descanso, Penny esperaba frente al espejo silenciosa e impasiblemente a que la imagen cambiase. Aquello ponía nervioso a Quentin, como si de un momento a otro fuera a surgir algo horrible procedente del lado opuesto de la colina o que estuviera enterrado debajo de ésta.

—¿Dónde estará esa colina? —preguntó Alice—. En la vida real, quiero decir.

—No lo sé —confesó Quentin—. Quizás en Fillory.

—Podrías subir y mirar. En los libros siempre funciona.

—¿No sería genial? Piénsalo: podríamos entrar en el espejo y estudiar todo un mes antes de que aquí hubiera pasado un segundo.

—Por favor, no me digas que vas a ir a Fillory sólo para tener más tiempo de hacer los deberes —comentó Alice—. Es lo más patético que he oído en mi vida.

—Calma, chicos —intervino Penny.

Para ser punk, Penny podía resultar un rollo increíble.

Llegó diciembre, un diciembre intenso y glacial en el valle del Hudson. Las fuentes se congelaron y todo el Laberinto se cubrió de nieve, excepto en aquellos puntos donde los setos en forma de animales se estremecían y tiritaban. El trío se encontró segregado por sus compañeros de clase, que los trataban con una envidia y un resentimiento que Quentin no tenía ni tiempo ni energías para combatir. Habían formado un club propio y exclusivo, dentro del ya exclusivo club de Brakebills.

Quentin volvía a descubrir su amor por el trabajo. Lo que lo mantenía en marcha no era exactamente la sed de conocimientos, ni el deseo de demostrarle a la profesora Van der Wegue que realmente podía estar a la altura de los alumnos de segundo; era, sobre todo, la familiar y perversa satisfacción de un trabajo repetitivo y agotador, el mismo placer masoquista que le había permitido dominar la pauta del Mill’s Mess, y la mezcla Faro, y el Corte de Charlie, y estudiar cálculo cuando sólo estaba en octavo.

Algunos de los mayores sentían lástima por los tres pobres empollones y los adoptaron como mascotas, igual que una clase de párvulos adoptaría a una familia de hámsters. Los incitaban y les suministraban comida y bebida tras las horas lectivas. Incluso Eliot condescendió a visitarlos, llevando consigo toda una serie de talismanes y encantamientos ilegales que les permitirían seguir despiertos o leer más rápidamente, aunque era difícil decir si realmente funcionaban. Según él, los había conseguido de una especie de buhonero que visitaba Brakebills una o dos veces al año con una vieja camioneta atiborrada de mercancía.

Diciembre pasó entre silenciosas carreras de un lado a otro y noches sin dormir de trabajo constante, un trabajo que incluso había perdido toda conexión con el objetivo al que se suponía que debía servir. Hasta las sesiones de Quentin con la profesora Sunderland perdieron toda emoción. En una ocasión se descubrió contemplando las radiantes pendientes superiores de sus senos dolorosamente llenos y palpables, cuando se suponía que debería estar concentrado en el perfeccionamiento de técnicas como la correcta posición de los pulgares. Su enamoramiento pasó de la excitación a la depresión, como si aquélla hubiera desaparecido, transformándose en la nostalgia que se siente por un antiguo amor, pero sin el alivio temporal de una relación real aunque corta.

Ahora seguía las lecciones del profesor March desde la última fila, sintiendo un altivo desprecio por sus compañeros de clase, encallados en el estudio n.º 27 de Popper, mientras que él ya había escalado hasta las gloriosas alturas del n.º 51, y los veía como bebés dando sus primeros e inseguros pasos. Odiaba el olor amargo y recalentado del café que bebían, hasta el punto que se sintió tentado de probar el speed de segunda que Penny tomaba como alternativa. Empezó a reconocer la persona irritable, desagradable e infeliz en que se había convertido: se parecía extrañamente al Quentin que creía haber dejado atrás, en Brooklyn.

* * *

Quentin no estudiaba únicamente en la sala trapezoidal. Como en los fines de semana podía estudiar donde quisiera, al menos durante las horas lectivas, solía quedarse en su propia habitación. Pero, a veces, ascendía por una larga escalera en espiral que llevaba hasta el observatorio de Brakebills, una instalación antigua y respetable que remataba una de las torres. Contenía un enorme telescopio de finales del siglo XIX, del tamaño de un poste de teléfonos, que asomaba a través de la bruñida cúpula de cobre. Alguno de los profesores debía de estar profundamente enamorado de aquel obsoleto instrumento, porque parecía flotar en un conjunto exquisitamente complicado de engranajes de bronce bien aceitados y pulidos.

Le gustaba estudiar en el observatorio porque estaba muy alto, disfrutaba de una buena calefacción y era relativamente poco frecuentado; no sólo era difícil acceder a él, sino que el telescopio resultaba inútil durante el día. Eso bastaba para asegurarle tardes de sublime e invernal soledad.

Cierto sábado de finales de noviembre descubrió que no era el único al que le gustaba el observatorio. Cuando Quentin llegó a lo alto de la escalera, la trampilla de acceso ya estaba abierta. Metió la cabeza por ella para echarle un vistazo a la sala circular iluminada de ámbar. Fue como si hubiera metido la cabeza en otro mundo, en un planeta alienígena que se parecía extraordinariamente al suyo, pero diferente. El intruso era Eliot. Estaba arrodillado, como un suplicante, frente a un viejo sillón color naranja con el tapizado rasgado, colocado en medio de la sala, en el centro del círculo que trazaba el telescopio. Quentin siempre se preguntaba quién habría subido aquel sillón hasta allí y por qué se habría molestado en hacerlo. Obviamente, tenía que haber utilizado la magia, ya que no cabía por la trampilla de acceso ni por ninguna de las pequeñas ventanas.

Eliot no estaba solo, alguien se hallaba sentado en el sillón. El ángulo desde el que contemplaba la escena no era el mejor, pero le pareció un alumno de segundo, un chico nada excepcional, de mejillas tersas y un cabello liso del color del óxido. Quentin apenas lo conocía, pero creía que se llamaba Eric.

—No —estaba diciendo en aquel momento—. ¡No! ¡Definitivamente no! —Sonreía. Eliot empezó a levantarse, pero el chico lo detuvo juguetonamente apoyando las manos en sus hombros. No era especialmente grande ni fuerte, así que la autoridad que ejercía sobre Eliot no era sólo física—. Conoces las reglas —le recriminó, como si estuviera hablando con un niño.

—Por favor. Sólo una vez. —Quentin nunca había oído a Eliot hablar en ese tono de súplica, persuasivo, casi infantil—. Por favor —insistió. No era el tono que esperaba oír en labios de Eliot.

—Definitivamente, no. —Eric tocó la punta de la larga y pálida nariz de Eliot con su dedo—. Al menos hasta que termines tu tarea. Toda ella. Y quítate esa estúpida camisa; es patética.

Quentin tuvo la impresión de que no era la primera vez que jugaban a aquel juego. Estaba contemplando un ritual muy privado.

—Está bien —accedió Eliot a regañadientes—. Y mi camisa no tiene nada de malo —añadió en un susurro.

Eric lo hizo callar con una sola mirada. Entonces lanzó un escupitajo a la camisa de Eliot. Quentin vio un relámpago de terror cruzar por los ojos de Eric, como si por un segundo creyera que había ido demasiado lejos. Desde el ángulo de Quentin, el sillón bloqueaba en parte la escena, pero no tanto como para no ver cómo Eliot desabrochaba torpemente la hebilla del cinturón de Eric, le bajaba la cremallera de la bragueta y después los pantalones, dejando al descubierto sus pálidos y delgados muslos.

—Con cuidado, putita —advirtió Eric. No parecía haber mucho afecto en aquella representación, si es que era una representación—. Ya conoces las reglas.

Quentin no supo exactamente por qué se quedó un minuto más, antes de descender de nuevo por las escaleras de vuelta a su aburrido y predecible universo, pero no podía dejar de mirar. Estaba viendo directamente el expuesto cableado de la maquinaria emocional de Eliot. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Se preguntó si era un ritual al que Eliot sometía a uno o dos chicos al año, ungiéndolos y después descartándolos cuando ya no le interesaban. ¿Realmente tenía que ocultarse así? ¿Incluso en Brakebills? Se sintió dolido hasta cierto punto. Si eso era lo que quería Eliot, ¿por qué no se lo había propuesto a él? Aunque por mucho que deseara recibir más atención por parte de Eliot, no sabía si hubiera accedido. Era mejor así. Eliot jamás le perdonaría un rechazo.

El ansia desesperada con la que Eliot miraba el objeto sobre el que iba a realizar su «tarea», era distinta de todo lo que Quentin hubiera visto antes. Estaba justo en la línea de visión de Eliot, pero no le había dirigido ni una sola mirada.

Quentin decidió estudiar en otra parte.

* * *

Un día antes del examen, el domingo a medianoche, terminó con el primer volumen de los Ejercicios prácticos para jóvenes magos, de Amelia Popper. Cerró cuidadosamente el libro y contempló la cubierta unos segundos. Le temblaban las manos y la cabeza le daba vueltas ingrávida, aunque su cuerpo le pareciera antinaturalmente pesado. No podía quedarse allí, pero estaba demasiado tenso para irse a dormir. Se puso de pie y anunció a sus dos compañeros que salía a dar un paseo.

Para su sorpresa, Alice quiso acompañarlo. Penny siguió mirando la verde colina del espejo, esperando que reapareciera su pálida y estoica cara para seguir practicando. Cuando se marcharon, ni siquiera les dedicó una mirada.

La idea de Quentin había sido cruzar el Laberinto y el Mar nevado hasta el límite exterior, hasta el lugar por el que llegara hasta Brakebills. Así podría contemplar la silenciosa masa de la Casa y meditar acerca de por qué todo aquello resultaba mucho menos divertido de lo que debiera e intentar calmarse lo suficiente y poder dormir sin problemas. Supuso que también podría hacerlo con Alice a su lado. Se dirigió a las altas puertas francesas que se abrían a la terraza posterior.

—Por ahí no —le advirtió Alice.

Fuera de las horas lectivas, aquellas puertas disparaban una alerta mágica en el dormitorio del profesor que estuviera de guardia, le explicó la infalible Alice, para descorazonar a los alumnos que rompieran el toque de queda. Lo guió hasta una puerta lateral que Quentin jamás había visto, una puerta sin alarmas oculta tras un tapiz, y que se abría a un seto cubierto de nieve. Se deslizaron a través de él hacia una oscuridad helada.

Quentin era veinte centímetros más alto que Alice, sobre todo debido a sus largas piernas, pero la chica mantuvo su ritmo obstinadamente. Se adentraron en el Laberinto, bañado por la luz de la luna, y atravesaron el Mar helado. La capa de nieve tenía unos quince centímetros de profundidad y levantaban pequeñas erupciones blancas a cada paso.

—Vengo aquí todas las noches —comentó Alice, rompiendo el silencio.

En su estado meditativo, Quentin casi se había olvidado que estaba allí.

—¿Todas las noches? —repitió estúpidamente—. ¿Por qué?

—Es que… ya sabes… —Suspiró, y el aliento surgió de su boca como una nube blanca—. Bueno, para despejarme. La torre de las chicas es bastante ruidosa, en ella no puedes pensar. Aquí fuera se está más tranquilo.

—Pero hace mucho frío. ¿Crees que saben que te saltas el toque de queda? —Resultaba extraño lo normal que le parecía estar a solas con la habitualmente antisocial Alice.

—Oh, por supuesto. Fogg por lo menos, seguro.

—Si lo sabe, ¿por qué molestarse en…?

—¿Por qué molestarse en salir por la puerta lateral? —El Mar era como una suave sábana blanca que los rodeaba. Excepto unos cuantos cuervos y algunos gansos silvestres nadie más la había pisado desde la última nevada—. No creo que le importe mucho el que nos escabullamos. Aprecia que hagas el esfuerzo.

Llegaron al límite del enorme prado y dieron media vuelta para quedar frente a la Casa. Se veía una luz encendida, la del dormitorio de un profesor de la planta baja. Un búho ululó. Una luna brumosa blanqueaba las nubes que flotaban sobre el contorno del techo. La escena era como la de una bola de nieve.

Quentin recordó un pasaje de las novelas de Fillory, concretamente de El mundo entre los muros, cuando Martin y Fiona vagaban a través de bosques helados buscando los árboles encantados por la Relojera, a los que había incrustado en el tronco un reloj analógico redondo. Los villanos de la serie creían que la Relojera era un espécimen extraño, dado que rara vez hacía nada específicamente malvado; por lo menos, no donde alguien pudiera certificarlo. Normalmente se la veía de lejos, siempre apresurada, con un libro en una mano y un elaborado reloj en la otra; a veces conducía un elaborado carruajereloj de bronce, que emitía un pesado tictac. Siempre llevaba un velo ocultando su rostro, y allí por donde pasaba dejaba su firma en forma de árboles-reloj.

Quentin se dio cuenta de que estaba aguzando el oído en busca de un tictac, pero no se oía nada excepto algún ocasional crujido de origen desconocido en la espesura del bosque.

—La primera vez que llegué aquí fue por ahí —confesó Quentin—. Fue en verano y ni siquiera sabía que era Brakebills. Creí que estaba en Fillory.

Alice rio. Un sonido hilarante, sorprendente. Quentin nunca había pensado que pudiera ser divertida.

—Perdona —se disculpó la chica—. Dios, cuando era pequeña me encantaban esos libros.

—¿Por dónde llegaste tú a Brakebills?

—Por allí. —Y señaló otro grupo idéntico de árboles—. Pero yo no tuve que cruzar como tú. Un portal, quiero decir.

«Seguro que deben de tener una forma de transporte especial y supermágica para la Infalible Alice», pensó. Era difícil no sentir envidia. Una cabina de peaje fantasma o un carro de fuego, probablemente tirado por thestrals, los caballos alados.

—¿Llegué aquí caminando? ¿Acaso no fui invitada? —Alice hacía esas preguntas con exagerada naturalidad, pero su voz se había vuelto repentinamente temblorosa—. Tenía un hermano que estudiaba aquí, en Brakebills. Siempre quise venir, pero nunca me invitaron. Pasó el tiempo y me iba haciendo demasiado mayor, así que me fugué de casa. Estuve esperando y esperando una invitación que nunca llegó, y ya me había perdido el primer curso. Soy un año mayor que tú, ¿sabes?

No lo sabía. Parecía más joven.

—Un autobús me llevó de Urbana a Poughkeepsie, y después cogí un taxi hasta donde pude. ¿Te has fijado que aquí no hay carreteras? Ni siquiera caminos. Lo más cercano es la autopista estatal. —Era la frase más larga que jamás le hubiera escuchado a Alice—. Me dejó en medio de la nada y tuve que caminar los últimos diez kilómetros. Me perdí y dormí en el bosque.

—¿Dormiste en el bosque? ¿En el suelo?

—Sé que tendría que haberme traído una tienda, o un saco, o algo. No sé en qué estaría pensando. Estaba histérica.

—¿Y tu hermano? ¿No pudo hacer que entraras?

—Murió.

Lo dijo con un tono de voz neutro, información pura, pero Quentin se quedó de piedra. Jamás imaginó que Alice pudiera tener un hermano, y menos que hubiera muerto. O que ella hubiera vivido una vida que no fuera encantadora.

—Alice, eso no tiene sentido —dijo, desconcertado—. ¿Sabes que eres la persona más lista de nuestra clase? —Ella se encogió de hombros ante el piropo sin dejar de mirar fijamente hacia la Casa—. ¿Así que te presentaste aquí por las buenas? ¿Cómo reaccionaron?

—No podían creérselo. Se suponía que nadie era capaz de encontrar la Casa por sí solo. Dijeron que fue un accidente, pero era obvio que había mucha magia implicada, toneladas de magia. Todo este lugar está empapado de ella. Si lanzas los hechizos adecuados, reluce como un bosque ardiendo.

»Debieron de pensar que era una vagabunda. Tenía paja en el pelo y había estado llorando toda la noche. La profesora Van der Wegue se apiadó de mí, me ofreció café y me dejó hacer el Examen. Fogg no quería admitirme, pero ella lo obligó.

—Y aprobaste.

La chica volvió a encogerse de hombros.

—Aún no lo entiendo —insistió Quentin—. ¿Por qué no te invitaron como a todos los demás?

Ella no respondió, sólo contempló con rabia la neblinosa luna. Las lágrimas surcaban sus mejillas. Quentin comprendió que, casualmente, había expresado con palabras la pregunta capital sobre la permanencia de Alice en Brakebills. Mucho más tarde de lo debido, se le ocurrió que él no era la única persona con problemas y se sintió como un intruso. Alice no estaba allí solamente por la competición, su único propósito en la vida no era tener éxito y hacer de éste el fundamento de su felicidad. Tenía sueños y esperanzas propios, y sentimientos, y pasado, y pesadillas. A su estilo, estaba tan perdida como él.

Se quedaron allí, a la sombra de un enorme árbol, un enmarañado monstruo gris azulado, quejoso por la nieve que tenía que soportar. Eso hizo que Quentin pensara en la Navidad, hasta que comprendió que se la había perdido, que estaba en el tiempo de Brakebills. La verdadera Navidad en el resto del mundo se había celebrado dos meses atrás y ni siquiera había pensado en ello. Algo sugirieron sus padres por teléfono pero no cayó en la cuenta, resultaba divertido la forma en que ciertas cosas dejan de tener importancia. Se preguntó qué habrían hecho James y Julia durante las vacaciones navideñas. Habían planeado ir juntos a Lake Placid, donde sus padres tenían una cabaña.

¿Qué importaba ahora? Empezaba a nevar de nuevo y finos copos se posaban en sus pestañas. ¿Qué diablos había ahí fuera que mereciera semejante trabajo? ¿Para qué se esforzaban tanto? Por poder o conocimiento, suponía. Pero todo resultaba ridículamente abstracto. La respuesta tenía que ser obvia, pero él no la sabía.

A su lado, Alice se estremeció de frío y se abrazó a sí misma intentando retener el calor.

—Bueno, me alegro de que estés aquí… como sea que lo hayas conseguido. Todos nos alegramos —dijo Quentin, incómodo. Pasó un brazo por los hombros de la chica. Ella no se apoyó contra él ni mostró ningún signo de sentirse confortada, pero tampoco lo rechazó, algo que había temido que hiciera—. Vamos, regresemos antes de que Fogg se enfade de verdad. Piensa que mañana tenemos un examen, no querrás estar demasiado cansada para disfrutarlo, ¿verdad?

* * *

Se examinaron a la mañana siguiente, el lunes de la tercera semana de diciembre: dos horas de ensayos y dos más de ejercicios prácticos que no incluyeron muchos hechizos. La mayor parte del tiempo la pasó Quentin sentado en un aula mientras tres examinadores, dos de Brakebills y uno externo (era una mujer de acento alemán, quizá suizo), le escucharon recitar encantamientos en inglés medieval e identificar hechizos, y vieron cómo intentaba trazar en el aire círculos perfectos de distintos tamaños, en diferentes direcciones o con diferentes dedos, mientras del blanquecino cielo caía silenciosamente más nieve en polvo. Fue casi anticlimático.

Los resultados los deslizaron por debajo de sus puertas al día siguiente, escritos en un pedazo de papel color crema y que, una vez desplegado, parecía una invitación de boda. Quentin había aprobado, Alice también, pero Penny había suspendido.