Eliot

Después, Quentin no pudo recordar mucho del resto de la velada, excepto que la pasó en la Casa. Estaba agotado y débil, como si lo hubieran drogado, y sentía un hueco en el pecho. Ni siquiera tenía hambre, sólo estaba desesperado por poder dormir, y resultaba embarazoso que a nadie pareciera importarle. La profesora Van der Weghe —así se llamaba la mujer de pelo oscuro— le dijo que su agotamiento era perfectamente normal porque había lanzado su primer Hechizo Menor, significara lo que significase aquello, y que eso agotaba a cualquiera. Le prometió que todo estaba arreglado con sus padres y que no se inquietarían por él. A esas alturas, a Quentin sus padres le preocupaban poco a nada. Sólo quería dormir.

Dejó que medio lo guiase, medio lo empujase por diez mil tramos de escaleras aproximadamente, hasta una pequeña y confortable habitación, donde había un muy, muy blando colchón de plumas con sábanas blancas y limpias. Se derrumbó sobre ellas sin quitarse los zapatos. La señorita Van der Weghe tuvo que hacerlo por él, lo que provocó que se sintiera como un niño inútil al que tienen que desatarle los cordones de los zapatos. La mujer lo tapó, y antes de que ella cerrase la puerta ya estaba dormido.

A la mañana siguiente tardó un largo minuto en recordar dónde se encontraba. Tumbado en la cama, fue reuniendo lentamente los recuerdos del día anterior. Era viernes y en esos momentos tendría que estar en su instituto, pero se había despertado en un dormitorio extraño y llevando la misma ropa del día anterior. Se sentía vagamente aturdido y arrepentido, como si tras beber demasiado en una fiesta con gente a la que apenas conocía, se hubiera dormido en la cama del anfitrión. Incluso tenía síntomas de lo que semejaba una resaca.

¿Qué había sucedido exactamente la noche anterior? ¿Qué había hecho? Sus recuerdos eran confusos. Los acontecimientos vividos le parecían un sueño —tenían que serlo—, pero no los sentía como un sueño. Un cuervo graznó en el exterior, aunque se detuvo de inmediato, como si se avergonzase de romper el silencio absoluto que reinaba en el lugar.

Miró alrededor sin levantarse de la cama. Las paredes se curvaban y conferían a la habitación la forma de un arco. Eran de piedra, pero estaban forradas con armarios y estanterías de una madera oscura. Podía ver un escritorio de aspecto Victoriano, un tocador y un espejo, y la cama encajada en un armazón de madera. La pared frente a él estaba atestada de pequeñas ventanas verticales. Tenía que admitir que era un dormitorio muy satisfactorio, sin signos aparentes de peligro. Era hora de levantarse y descubrir qué estaba pasando allí.

Se levantó y caminó hasta la ventana. El suelo de piedra resultaba frío para sus pies desnudos y descubrió que se encontraba muy alto, más alto que las copas de los árboles. Habría dormido unas diez horas. Desvió la vista hacia el prado desierto y silencioso, y vio al cuervo que había oído un poco antes: planeaba por debajo de él, sustentado por sus brillantes alas negro azuladas.

* * *

Una nota dejada en el escritorio le informó que podía desayunar con el decano Fogg cuando estuviera dispuesto. Quentin descubrió un cuarto de baño comunitario en el piso inferior, con varios compartimentos de duchas, una hilera de lavabos de porcelana blanca y montones de toallas blancas pulcramente dobladas. Se duchó con agua caliente, cuya presión parecía adecuada a pesar de la altura, dejando que corriera sobre él hasta que se sintió limpio y relajado. Orinó en la ducha, un largo chorro de color amarillo ácido, que vio cómo desaparecía por el desagüe girando en espiral. Le pareció extraño no estar en su instituto, sino embarcado en una aventura, en un lugar nuevo aunque dudoso. Se sentía bien. Intentó calcular mentalmente el daño que su ausencia provocaría en su hogar de Brooklyn, pero creyó que de momento seguía dentro de unos límites aceptables. Se vistió con su traje de Princeton, con el que había dormido, se arregló para estar lo más presentable posible y bajó la escalera.

El lugar estaba completamente desierto. No es que hubiera esperado un recibimiento apoteósico, ni siquiera formal, pero tuvo que buscar durante veinte minutos por pasillos, salas, aulas, incluso terrazas, antes de encontrar al mayordomo de guantes blancos que el día anterior les sirviera el sándwich, para que lo guiase hasta el despacho del decano, una estancia sorprendentemente pequeña ocupada en su mayor parte por una mesa gigantesca del tamaño de un tanque Panzer. Las paredes estaban repletas de una cantidad incalculable de libros y viejos instrumentos de cobre.

El decano llegó un minuto después, vistiendo un traje de hilo verde y una corbata amarilla. Se mostró vital pero brusco, sin mostrar ningún signo de vergüenza o cualquier otra emoción por la escena de la noche anterior. Le dijo que ya había desayunado, pero que Quentin podía hacerlo mientras hablaban.

—Bien —se dio unas palmadas en los muslos y enarcó las cejas—. Lo primero es lo primero: la magia es real. Pero, probablemente, eso ya lo has deducido.

Quentin no respondió. Permaneció cuidadosamente inmóvil en la silla y se concentró en un punto situado sobre el hombro de Fogg. De acuerdo, era la explicación más sencilla para lo que había pasado. A una parte de él, la parte en la que menos confiaba, le apetecía abalanzarse sobre ese concepto como un cachorro sobre una pelotita. Pero, en vista de las experiencias vividas durante toda su vida, se contuvo. El mundo le había desilusionado demasiadas veces, y demasiados años había estado deseando que ocurriera algo como esto, una prueba de que el mundo real no era el único mundo posible, pero aceptando la abrumadora evidencia de que sí lo era. No estaba dispuesto a que lo engañaran tan fácilmente. Era como encontrar una pista de que alguien que habías enterrado y llorado no estaba realmente muerto.

Dejó que Fogg hablase.

—Para responder a tus preguntas sobre lo sucedido anoche: estás en la escuela Brakebills de Pedagogía Mágica. —El mayordomo llegó con una bandeja llena de platos cubiertos, que fue destapando uno a uno como el camarero de un hotel—. Basándonos en tu actuación de ayer en el Aula de Examen, hemos decidido ofrecerte una plaza aquí. Prueba el bacón, está muy bueno. La granja local cría a los cerdos con leche y bellotas.

—¿Quiere que asista a esta… facultad?

—Sí. Quiero que te matricules aquí en lugar de hacerlo en una universidad convencional. Si te gusta, puedes incluso quedarte con la habitación en la que has dormido esta noche.

—Pero, no puedo… —Quentin no sabía cómo expresar exactamente lo ridículo de aquella idea en una sola frase—. Lo siento, esto es un poco confuso. ¿Así que tendría que posponer mi entrada en la universidad?

—No, Quentin. No tendrías que posponer tu entrada en una universidad convencional, tendrías que abandonar la idea de ir a una universidad convencional. Brakebills sería tu única facultad. —Obviamente, el decano tenía mucha práctica en este tipo de entrevistas—. Para ti no existirá una universidad famosa. No podrás ir a ninguna, como tampoco lo hará el resto de tus compañeros de clase. Nunca serás un Pi Beta Kappa ni serás reclutado por una compañía de fondos de inversión o un consejo de administración. Esto no es una escuela de verano, Quentin. Esto es… —pronunció la frase cuidadosamente, con los ojos muy abiertos— el tinglado.

—Durante cuatro años…

—Cinco, en realidad.

—Y al final, ¿qué obtendré? ¿Una licenciatura en magia? Muy divertido. —«No puedo creer que esté teniendo esta conversación», pensó.

—Al final serás un mago, Quentin. No es una elección muy normal, lo sé, y supongo que tu tutor no la aprobaría. Nadie sabrá lo que has estado haciendo aquí. Deberás abandonarlo todo: familia, amigos, cualquier plan de futuro que tengas, todo. Perderás un mundo, pero ganarás otro. Brakebills se convertirá en tu mundo. No es una decisión que pueda tomarse a la ligera.

No, no lo era.

Quentin alejó el plato del que había estado comiendo y cruzó los brazos.

—¿Cómo me encontraron?

—Oh, tenemos un instrumento para eso, una bola mágica. —Fogg indicó un estante lleno de ellas: bolas modernas, bolas llenas de agua, bolas de un blanco pálido, de un brillante azul celeste, negras, humeantes, con contenidos decididamente imprecisos—. Encuentra a jóvenes con aptitudes para la magia como tú. Resumiendo, siente la magia cuando la ejercen, a menudo inadvertidamente, brujos no registrados… como tú, por ejemplo. Supongo que detectó ese truco tuyo, la Moneda Viajera.

»También tenemos cazatalentos —añadió—. Tu viejo amigo Ricky, el de la barba y las patillas, es uno de ellos. —Se tocó la mandíbula, allí donde Ricky tenía su barba tipo amish.

—¿Y la mujer de las trenzas que conocí ayer, la sanitaria? ¿También es una cazatalentos?

—¿La de las trenzas? —Fogg frunció el ceño—. ¿La has visto?

—Sí, poco antes de llegar aquí. ¿No la enviaron ustedes?

El rostro del decano se volvió extrañamente inexpresivo.

—En cierto modo. Es un caso especial, trabaja de forma independiente. Digamos que es una free lance.

A Quentin le daba vueltas la cabeza. Quizá debería pedirle un folleto para informarse mejor. Además, nadie había hablado todavía de la matrícula. Ni sobre la supuesta oportunidad que aquello representaba. ¿Qué sabía realmente de aquel lugar? Suponiendo que realmente fuera una escuela de magia. Y suponiendo que fuera buena. ¿Y si había caído en una escuela de tercera por accidente? Tenía que ser práctico. No quería comprometerse con una vulgar escuela de tres al cuarto si podía asistir a la Harvard de la magia o como se llamara.

—¿No quiere ver mis notas académicas?

—Ya las he visto —respondió Fogg, paciente—. Y muchas más cosas, pero el Examen de ayer es cuanto necesito. Fue muy completo. Las plazas aquí están muy solicitadas, ¿sabes? Dudo que haya una escuela de ningún tipo más exclusiva que ésta en todo el continente. Este verano hemos realizado seis Exámenes para cubrir veinte plazas. Ayer sólo pasasteis dos, el otro chico es el de los tatuajes y ese corte de pelo tan extraño. Penny, ha dicho que se llama, pero puede que no sea su verdadero nombre. —Se echó hacia atrás antes de proseguir. Casi parecía disfrutar de la incomodidad de Quentin—. Esta es la única facultad de magia en toda Norteamérica. Hay una en Inglaterra, dos en el continente europeo, cuatro en Asia… una de ellas en Nueva Zelanda, no sé por qué razón. La gente suele decir muchas tonterías sobre la magia norteamericana, pero te aseguro que estamos a un nivel internacional. En Zúrich todavía enseñan frenología, ¿puedes creértelo?

Algo pequeño pero pesado cayó desde la mesa de Fogg al suelo con un sonido sordo. El decano se agachó para recogerlo: era la figura de plata de un pájaro. Se movía ligeramente.

—Pobrecito —dijo, acariciándolo con sus largas manos—. Alguien intentó convertirlo en un pájaro de verdad, pero se quedó a medio camino. Cree que está vivo, pero es demasiado pesado para volar.

El pájaro pió débilmente, un ruido seco como el del percutor de una pistola descargada. Fogg suspiró y lo metió en un cajón.

—Siempre se lanza al vacío desde las ventanas, pero termina cayendo entre los setos. —El decano se inclinó hacia delante y entrecruzó los dedos—. Si decides matricularte aquí, tendremos que preparar algunas ilusiones menores para tus padres. No pueden saber nada de Brakebills, por supuesto, pero creerán que has sido aceptado en una institución privada muy exclusiva (lo que se acerca bastante a la verdad) y se sentirán muy orgullosos. Esas ilusiones son indoloras y muy efectivas, mientras no se te escape nada demasiado obvio.

»Oh, y empezarás enseguida. El semestre comienza dentro de dos semanas, así que perderás tu último año de instituto. Pero bueno, no debería contarte tantas cosas antes de haber cumplimentado el papeleo.

Fogg tomó una pluma y un grueso fajo de folios escritos a mano que más bien parecía un tratado entre dos ciudadesestado del siglo XVIII.

—Penny firmó ayer —dijo—. Ese chico acabó el Examen realmente rápido. ¿Y bien?

Ya estaba. El vendedor había terminado con su cháchara. Fogg soltó los papeles frente a él y le ofreció la pluma. Quentin la cogió, una pluma estilográfica tan gruesa como un puro habano, pero dejó la mano suspendida sobre la página. Aquello era ridículo. ¿Realmente iba a tirarlo todo por la borda? Todo: su familia, James y Julia, cualquier facultad a la que pudiera ir, cualquier carrera que pudiera escoger, todo por lo que hasta entonces había luchado. Todo por… ¿por esto? ¿Por una extraña charada, un sueño febril, un elaborado juego de rol?

Miró al exterior a través de la ventana. Fogg lo contempló impasible esperando su decisión. Si le preocupaba o no que firmase, no lo demostró. El tozudo pajarito metálico, tras escapar del cajón, se daba de cabezazos contra el revestimiento de la pared.

Y entonces, de repente, Quentin sintió que su pecho se liberaba de un enorme peso, como si durante toda su vida hubiera sido un albatros invisible al que un bloque de granito retuviera en el suelo. Ahora, ese bloque había desaparecido de golpe. Su pecho se expandió. Ascendería hasta el cielo como un globo. Sólo tenía que firmar aquellos papeles y se convertiría en un mago de verdad. ¡Dios, ¿por qué diablos se lo estaba pensando?! Claro que firmaría. Era todo lo que siempre había deseado, el sueño que anhelaba desde hacía años, y lo tenía frente a él. Por fin había cruzado al otro lado, descendido por la madriguera del conejo, atravesado el espejo. Firmaría y se convertiría en un puto mago. ¿Qué otra cosa podía hacer con su vida si no?

—Vale —dijo Quentin sin alterarse—. De acuerdo, pero con una condición: quiero empezar ya. Me quedaré con la habitación y no volveré a casa.

* * *

No lo hicieron volver a su casa. Sus cosas llegaron en una serie de bolsas y maletas hechas por sus padres, que, como le dijo Fogg, asimilaron sin problemas la idea de que su único hijo, en pleno semestre, se matriculase en una misteriosa facultad que nunca habían visto ni de la que habían oído hablar. Quentin sacó lentamente su ropa y sus libros, y lo guardó todo en los armarios y estantes de su cuarto curvo de la torre. De momento no quería tocar nada, formaba parte de su antiguo yo, de su antigua vida, la que había dejado atrás. Lo único que echaba de menos era el cuaderno de notas que le había dado la sanitaria. No pudo encontrarlo por ninguna parte. Lo dejó en la primera sala de exámenes, pero cuando fue a buscarlo había desaparecido. El decano Fogg y el mayordomo juraron que no lo habían visto.

Sentado a solas en su habitación, con la ropa bien plegada a su alrededor sobre la cama, pensó en James y en Julia. Sólo Dios sabía qué estarían pensando. ¿Lo echarían de menos? ¿Comprendería Julia, ahora que ya no estaba con ellos, que se había equivocado de hombre? Probablemente podría ponerse en contacto con ellos de alguna forma, pero ¿qué diablos iba a decirles? Se preguntó qué habría pasado si James también hubiera aceptado el sobre que le ofrecía la sanitaria. Quizá se hubiera examinado con él. O quizás eso formase parte del Examen.

Se relajó un poco. Sólo un poco. Por un segundo dejó de preocuparse por que cualquier cosa pudiera caerle encima desde el cielo y, por primera vez, pensó seriamente en que quizá jamás volvería a verlos.

Quentin se puso a deambular por la enorme casa sin nadie que lo vigilase o lo guiase. El decano y el resto de los profesores se comportaron de forma bastante amable cuando coincidió con ellos, pero tenían asuntos de los que ocuparse y problemas propios que solucionar. Era como estar en un club de vacaciones fuera de temporada, paseando por el hotel que alojaba a los turistas, pero sin turistas, sólo habitaciones y salas vacías lo bastante grandes como para tener eco. Comía solo en su cuarto, holgazaneaba en la biblioteca —naturalmente, tenían las obras completas de Christopher Plover— y repasaba por orden todos y cada uno de los problemas, proyectos y trabajos que nunca tendría o que podría terminar. Una vez descubrió el camino hasta la torre del reloj; pasó el resto de la tarde contemplando el enorme y herrumbroso péndulo de hierro bascular de un lado a otro, y siguiendo los masivos engranajes, palancas, ruedas dentadas y mecanismos que giraban o encajaban unos en otros, cumpliendo sus silogismos mecánicos, hasta el resplandor del sol poniente brillando a través de la cara interior del reloj.

A veces, se echaba a reír sin motivo. Jugaba cautelosamente con la idea de ser feliz. No era algo con lo que tuviera mucha práctica, pero era tan jodidamente divertido… ¡Iba a aprender magia! O era el mayor genio de todos los tiempos o el mayor idiota. Pero, al menos, ahora sentía curiosidad por lo que le pudiera deparar el futuro. La realidad de Brooklyn era vacía y sin sentido. No importaba de qué materia estuviera hecha, no tenía ningún significado. Brakebills era diferente. Sí importaba. Allí, el significado —¿eso era la magia?— podía encontrarse por todas partes, aquel lugar estaba plagado de significado. En Brooklyn bordeó la depresión profunda y algo peor, corrió peligro de aprender a odiar la realidad. Estuvo a punto de provocar esa clase de daño interior del que no te curas nunca. Pero ahora se sentía como Pinocho, un niño de madera que se había convertido en otro de carne y hueso. Quizá podía expresarlo de otra manera: era un niño de carne y hueso que se había convertido en algo más. Fuera lo que fuese, el cambio había sido para mejor. No estaba en Fillory, pero era como si estuviese.

No pasaba todo el tiempo solo. De vez en cuando veía a Eliot a lo lejos, trotando por el prado o sentado en el alféizar de una ventana contemplando el paisaje u hojeando distraídamente algún libro. Siempre tenía un aire de melancólica sofisticación, como si su lugar estuviera en otra parte infinitamente más irresistible incluso que Brakebills, y se viera confinado allí por un grotesco descuido divino que toleraba con tan buen humor como podía esperarse de él.

Un día, Quentin caminaba por el límite del prado cuando descubrió a Eliot apoyado contra un roble, fumando un cigarrillo y leyendo un libro. Más o menos en el mismo lugar que la primera vez que se encontraron. A causa de la extraña forma de su mandíbula, el cigarrillo le colgaba en un ángulo extraño.

—¿Quieres uno? —preguntó cortésmente Eliot. Dejó de leer y le ofreció un paquete blanco y azul de Merit Ultra Lights. No habían hablado desde el día que Quentin llegara a Brakebills—. Son de contrabando, Chambers los compra para mí. Una vez lo pillé en la bodega bebiéndose una muy exclusiva botella de la colección privada del decano, un Stags’Leap del noventa y seis, así que llegamos a un acuerdo. Es un buen tipo, no debería chantajearlo, pero… También es un buen pintor aficionado, aunque de un estilo realista tristemente pasado de moda. Una vez dejé que me pintase… vestido, claro, y sosteniendo un frisby. Se suponía que hacía de Jacinto. En el fondo, Chambers tiene alma de pompier. Para él, el impresionismo es algo que nunca ha existido.

Quentin jamás había conocido a nadie tan asombrosa y descaradamente afectado. Era difícil saber cómo responderle. Reunió toda la sabiduría acumulada durante su vida en Brooklyn y dijo:

—Los Merit son para maricas.

Eliot se lo quedó mirando valorativamente.

—Tienes razón, pero es la única marca que soporto. Un hábito asqueroso. Vamos, fuma uno conmigo.

Quentin aceptó el cigarrillo. Aquél era un territorio desconocido para él. No es que no hubiera tenido un cigarrillo antes en las manos —era un accesorio bastante común en los juegos de magia—, pero la verdad era que nunca se había llevado ninguno a los labios. Hizo que el cigarrillo desapareciera —un básico pulgar-palma— y chasqueó los dedos para hacerlo reaparecer.

—He dicho que te lo fumes, no que juegues con él —protestó Eliot con aspereza. Susurró y chasqueó los dedos. Una llama como las de un encendedor brotó del extremo de su índice.

Quentin se agachó con el cigarrillo en la boca y aspiró. Sintió que sus pulmones se desmenuzaban y después se incineraban. Tosió durante unos buenos cinco minutos sin poder detenerse. Eliot se rio tanto que tuvo que sentarse. La cara de Quentin bañada en lágrimas. Se obligó a sí mismo a dar otra calada y después vomitó junto a un seto.

* * *

Pasaron el resto de la tarde juntos. Quizás Eliot se sentía culpable por haberle dado el cigarrillo, o quizás había decidido que el tedio en solitario era ligeramente peor que el tedio en compañía de Quentin. Quizá sólo necesitaba compañía heterosexual. Guio a Quentin por el campus y le puso al día de los secretos de Brakebills.

—El novato con buen ojo ya habrá notado que el clima, para ser noviembre, es extrañamente benigno. Eso se debe a que aquí seguimos estando en verano. Sobre los terrenos de Brakebills se lanzaron unos cuantos hechizos muy antiguos para impedir que pueda vernos la gente que navega por el río o que llegue hasta aquí accidentalmente. Buenos viejos hechizos, sí señor. Unos clásicos. Pero con el tiempo se volvieron un poco excéntricos y, allá por los años cincuenta del siglo pasado, el tiempo en Brakebills empezó a girar sobre su eje dejándonos un poco atrasados respecto a la corriente temporal normal. Dos meses y veintiocho días para ser exactos, hora más hora menos.

Quentin no sabía si fingir asombro, mientras intentaba imitar el hastío de un hombre de mundo al que nada le afecta. Cambió de tema y le preguntó por las clases.

—El primer año no podrás elegir ni las clases ni el horario. Henry… —Eliot siempre llamaba al decano Fogg por su nombre de pila—. Henry quiere que todo el mundo estudie lo mismo. ¿Eres inteligente?

No había respuesta que no resultara embarazosa.

—Supongo.

—No te preocupes, aquí todo el mundo lo es. Si te han traído para que pases el Examen, es que eres la persona más inteligente de tu instituto, profesores incluidos. Todos aquí son los monitos más listos de su árbol particular. Lo que pasa es que ahora todos los monos están reunidos en el mismo árbol y no hay bastantes cocos para todos. Puede ser todo un shock. Por primera vez en tu vida estarás conviviendo con tus iguales, si no con tus mejores. No te gustará.

»Las clases también son distintas, pero no como te imaginas. No tendrás que agitar una varita y soltar unos cuantos latinajos. Existen razones para que la mayoría de la gente no pueda hacer magia.

—¿Por ejemplo? —se interesó Quentin.

—¿Las razones por las que la mayoría de la gente no puede hacer magia? Bueno… —Eliot extendió un dedo largo y delgado—. Primera, porque es muy difícil, y no son lo bastante inteligentes; segunda, porque es muy difícil, y no son lo bastante obsesivos y desgraciados para soportar todo el trabajo requerido para hacerla bien; tercera, porque es muy difícil, y les falta la guía y el tutelaje que proporciona el dedicado y carismático profesorado de la escuela Brakebills de Pedagogía Mágica, y cuarta, porque es muy difícil, y les falta la dureza, la fibra moral necesaria para dominar las increíbles energías mágicas de una forma tranquila y responsable.

»Ah, y quinta —levantó el pulgar—, hay gente que tiene todo lo necesario, pero sigue sin poder hacer magia. Nadie sabe por qué. Recitan las palabras, mueven los brazos… y no sucede nada. Pobres cabrones. Pero eso no nos pasa a nosotros, somos los afortunados. Nosotros, lo tenemos… sea lo que sea lo que tengamos.

—No sé si yo tengo la fibra moral necesaria.

—Yo tampoco. En realidad, creo que esa parte es opcional.

Caminaron un rato en silencio junto a una recta y exuberante hilera de árboles de vuelta al prado. Eliot encendió otro cigarrillo.

—Oye, no quisiera meterme en lo que no me importa —dijo por fin Quentin—, pero supongo que tienes alguna forma mágica secreta de contrarrestar los efectos negativos para tu salud de todos esos cigarrillos.

—Muy amable por preguntar. Sacrifico una virgen a la luz de la luna cada quince días, utilizando un bisturí de plata forjado por unos suizos albinos. También vírgenes, por cierto. Eso mantiene mis pulmones limpios.

Después de aquello, Quentin se reunía con Eliot casi a diario. Una vez, Eliot se pasó toda la tarde enseñándole cómo orientarse en el laberinto que separaba la Casa —«todo el mundo la llama así»— del prado, cuyo nombre oficial era el prado de Seagrave, en honor a un decano del siglo XVIII, aunque todos lo abreviaban como Sea, mar, y a veces Grave, tumba. Había seis fuentes diseminadas por todo el Laberinto y cada una de ellas tenía un nombre oficial, normalmente el de un decano ya fallecido, así como un apodo generado por el inconsciente colectivo de generaciones de alumnos brakebillianos. Los setos que formaban el Laberinto estaban recortados para dar forma a bestias de potentes muslos —osos, elefantes y otras criaturas mucho menos identificables—, sobre los que normalmente se sostenían o se erguían. A diferencia de los laberintos normales, dichas bestias se movían. Lenta, casi imperceptiblemente, emergían del oscuro follaje o se sumergían en él, como hipopótamos en algún río del África ecuatorial.

Un día antes de que las clases comenzaran, Eliot lo llevó hasta la parte frontal de la Casa, la que daba al Hudson. Entre la terraza y el río se extendía una arboleda, y en ella nacía una escalera de amplios escalones de piedra que descendía hasta un precioso muelle victoriano. Una vez allí decidieron que tenían que navegar, aunque ninguno de los dos tenía la mínima idea del tema. Como señaló Eliot, si ambos eran unos geniosbrujos reconocidos, no les sería tan difícil manejar un maldito bote de remos.

Entre gruñidos y gritos, consiguieron descolgar de una viga un largo bote de madera de doble remo. Era un objeto fabuloso, extrañamente ligero, como el cascarón de un insecto colosal, cubierto de telarañas y exhalando el embriagador aroma de la madera barnizada. Consiguieron darle la vuelta —por pura suerte, sobre todo— y depositarlo en el agua sin destrozarlo ni enfadarse lo suficiente como para abandonar el proyecto. Tras unos cuantos gritos y discusiones más lo encararon en una dirección conveniente e imprimieron un ritmo de palada lento y vacilante, dificultado por su incompetencia y por el hecho de que Quentin estaba desesperadamente fuera de forma; Eliot no sólo estaba desesperadamente fuera de forma, sino que además era un fumador compulsivo.

Remaron río arriba todo un kilómetro, antes de que el ambiente veraniego desapareciera abruptamente y todo se volviera frío y gris. Quentin pensó que se debería a una tormenta veraniega, hasta que Eliot le explicó que habían cruzado los límites del hechizo de contención que afectaba a Brakebills y sus terrenos circundantes. Para ellos volvía a ser noviembre. Pasaron veinte minutos cruzando la frontera del hechizo y rehaciendo el camino, viendo cómo el cielo cambiaba una y otra vez de color, sintiendo cómo la temperatura caía bruscamente, volvía a elevarse y caía de nuevo.

Estaban demasiado cansados para remar de vuelta al embarcadero, así que se dejaron arrastrar por la corriente. Eliot se tumbó en el casco y fumó y habló. Debido a su aire de infalibilidad, Quentin supuso que se habría criado entre los mandarines más ricos de Manhattan, pero resultó que en realidad creció en una granja del este de Oregón.

—Mis padres no crían inútiles —explicó Eliot—. Tengo tres hermanos mayores, magníficos especímenes humanos, buenos tipos, musculosos, deportistas, que beben cerveza y sienten lástima de mí. Mi padre no sabe lo que pudo pasar, sospecha que comió demasiada salsa antes de concebirme y por eso no salí como debiera. —Apagó su Merit en un cenicero de cristal, colocado en precario equilibrio sobre el casco de la barca y encendió otro—. Creen que estoy en una escuela especial para locos por los ordenadores y homosexuales. Por eso no voy a casa durante las vacaciones. A Henry no le importa, y no he vuelto desde que empecé a estudiar aquí. Seguro que también te doy lástima a ti —comentó despreocupadamente. Llevaba un albornoz sobre su ropa normal, lo que le daba un aspecto principescamente raído—. Pues no deberías, ¿sabes? Aquí me siento muy feliz. Hay gente que necesita a su familia para convertirse en aquello que quiere ser. Y no tiene nada de malo, no me malinterpretes, pero existen otros caminos.

Quentin no había comprendido lo mucho que debía de luchar Eliot para mantener su aire de ridícula, exagerada despreocupación. Su fachada de altiva indiferencia escondía problemas reales. A él le gustaba creer que era un campeón regional de la infelicidad, pero se preguntó si Eliot también lo superaría en ese aspecto.

Mientras se acercaban a Brakebills, fueron sobrepasados por otros botes, barcos de vela y lanchas motoras, incluso por otra barca con ocho remeras procedente de West Point, que pasaba unos cuantos kilómetros río arriba. Las chicas parecían serias y combatían el frío con sus chándales grises, no podían disfrutar del calor veraniego como Quentin y Eliot. Ellos se sentían secos, y ni siquiera se daban cuenta. La frontera del hechizo los mantenía encerrados.