Brakebills

El chico no se burló, algo que Quentin apreciaría más tarde.

—¿En qué parte del estado? —preguntó Quentin—. ¿En Vassar?

—Te he visto cruzar —respondió el joven—. Vamos, tienes que ir a la Casa.

Arrojó la colilla lejos y se adentró en el extenso prado. No se dignó mirar atrás para ver si Quentin lo seguía. Al principio éste no lo hizo, pero un repentino temor a quedarse solo lo impulsó a moverse, y trotó para alcanzar al otro.

El prado era enorme, del tamaño de media docena de campos de fútbol, y tardaron en cruzarlo lo que le pareció una eternidad. El sol caía implacable sobre la nuca de Quentin.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el chico, con un tono que hizo que Quentin estuviera seguro de que no tenía el menor interés en la respuesta.

—Quentin.

—Encantador. ¿Y eres de…?

—Brooklyn.

—¿Edad?

—Diecisiete.

—Yo me llamo Eliot. No me digas nada más, no quiero saberlo. No quiero encariñarme contigo.

Quentin debía trotar para mantenerse a la altura del otro. Había algo raro en la cara de Eliot. Caminaba muy erguido pero tenía la boca torcida, en una especie de mueca permanente que revelaba un conjunto de dientes torcidos hacia dentro y hacia fuera en ángulos improbables. Parecía un niño que hubiera sufrido un mal parto, como si el médico hubiera manejado mal los fórceps.

A pesar de su extraño aspecto, Eliot desprendía un aire de tranquilo autocontrol que hacía que Quentin desease vehementemente ser su amigo, quizás incluso ser como él. Resultaba obvio que era una de esas personas que se sienten como en casa no importa dónde estén, optimista por naturaleza allí donde Quentin se veía obligado a bracear constante, agotadora, humillantemente para conseguir un sorbo de aire.

—¿Qué es este lugar? —preguntó Quentin—. ¿Vives aquí?

—¿En Brakebills? —respondió, despreocupadamente el otro—. Sí, supongo que sí… si puedes llamarlo vivir.

Llegaron por fin al extremo más alejado del prado, y Eliot guió a Quentin hasta un sombrío laberinto, atravesando una abertura en un seto alto. Los arbustos estaban podados con precisión, formando pasillos estrechos y ramificados que se abrían periódicamente a pequeños recintos sombreados. La vegetación era tan densa que la luz no penetraba a través de ella; pero, aquí y allí, un pesado rayo de sol caía desde lo alto sobre el sendero. En ocasiones pasaron por delante de fuentes de las que manaba agua o sombrías estatuas de piedra blanca castigadas por la lluvia y el tiempo.

Tardaron cinco minutos en salir del laberinto a través de una abertura flanqueada por las figuras, recortadas en los setos, de dos osos erguidos sobre sus patas traseras, y llegaron hasta una terraza con suelo de piedra situada a la sombra de la enorme casa que Quentin viera en la distancia.

—Seguro que el decano te recibirá enseguida —anunció Eliot—. Mi consejo es que te sientes… —Señaló un desgastado banco de piedra, como si se estuviera dirigiendo amigablemente a un perro—. Intenta dar la impresión de que eres de aquí. Y si le dices que me has visto fumar, te mandaré al círculo más horrible del Infierno. Nunca he estado allí, pero si la mitad de lo que dicen es cierto, es casi tan malo como Brooklyn.

Eliot desapareció, tragado de nuevo por el laberinto, y Quentin se sentó obedientemente en el banco, contemplando las losas de piedra gris de la terraza entre sus brillantes zapatos negros, con la mochila y el abrigo en el regazo. «Esto es imposible», pensó. Pero aquellas palabras no cuadraban con el mundo que lo rodeaba. Tenía la impresión de estar sufriendo una experiencia alucinógena poco agradable. Las losas del suelo estaban intrincadamente grabadas con una pauta doble de hojas de parra, o quizá fuera una elaborada caligrafía, pero tan desgastada que las palabras resultaban ininteligibles. Pequeñas motas de polvo y polen flotaban a su alrededor iluminadas por los rayos de sol. «Si esto es una alucinación —pensó—, es jodidamente minuciosa».

Lo más raro era el silencio. Por mucho que aguzara el oído no percibía el ruido de un solo coche. Le parecía estar en una película a la que le hubieran quitado la banda de sonora.

Un par de puertas francesas traquetearon varias veces antes de abrirse. Un hombre alto y gordo, vestido con un ligero traje de algodón a rayas, entró en la terraza. Se movía a gran velocidad, costaba creer que estuviera simplemente caminando y no corriendo.

—Buenas tardes —saludó—. Tú debes de ser Quentin Coldwater.

Hablaba con mucha corrección, como si deseara expresarse con un perfecto acento inglés pero no fuera lo bastante pretencioso para fingirlo. Su rostro era afable y franco; su cabello, fino y rubio.

—Sí, señor. —Quentin nunca había llamado «señor» a un adulto (ni a nadie, ya puestos), pero de repente lo encontró apropiado.

—Bienvenido al Brakebills College —prosiguió el hombre—. Supongo que has oído hablar de nosotros…

—La verdad es que no —reconoció Quentin.

—Bien, te ofrecemos la oportunidad de presentarte a un Examen Preliminar. ¿Aceptas?

Quentin no sabía qué responder. No era una de esas preguntas que se preparan por la mañana.

—No lo sé —respondió por fin, parpadeando desconcertado—. Quiero decir, que no estoy seguro.

—Una respuesta perfectamente comprensible, pero me temo que inaceptable. Necesito un sí o un no. Es sólo un examen —añadió amablemente.

Quentin fue presa de la irracional pero poderosa intuición de que si respondía que no, todo aquello terminaría antes de que la última sílaba surgiera de su boca, y que volvería a encontrarse bajo la fría lluvia y las mierdas de perro de First Street, preguntándose por qué le había parecido sentir el calor del sol en la nuca un segundo antes. No estaba preparado para eso. Todavía.

—Bueno, de acuerdo —aceptó, sin querer parecer demasiado ansioso—. Sí.

—Espléndido. —El hombre era una de esas personas en apariencia joviales, pero cuya jovialidad no se reflejaba en los ojos—. Te llevaré hasta el Aula de Examen. Soy Henry Fogg (sin bromas, por favor, ya me las han hecho todas), y puedes llamarme decano. Sígueme. Creo que eres el último en llegar —añadió.

La verdad era que a Quentin no se le había ocurrido ninguna broma o juego de palabras con el apellido de aquel hombre. El interior de la casa era silencioso y fresco, y en el ambiente flotaba un rico aroma especiado de libros y alfombras orientales, madera vieja y tabaco. Quentin tardó un minuto en ajustar su visión a la penumbra. El decano lo precedió impaciente, mientras recorrían apresuradamente una sala de estar repleta de viejos y oscuros cuadros al óleo, un estrecho pasillo forrado con paneles de madera y varios tramos de escalera, hasta llegar a una pesada puerta también de madera.

En cuanto se abrió, cientos de ojos se centraron en Quentin. La sala era larga, espaciosa y llena de pupitres individuales ordenados en hileras. En cada pupitre se sentaba un adolescente de apariencia seria. Obviamente era una clase, pero no del tipo al que Quentin estaba acostumbrado, con las paredes pintadas de color ceniza, cubiertas de tablones de anuncios y pósteres con garitos colgando de ramas, bajo la inscripción NO TE RINDAS, NENE escrita a mano. Las paredes de esta aula eran de piedra, la luz del sol entraba a raudales y daba la impresión de extenderla más, y más, y más. A primera vista parecía un truco hecho con espejos.

La mayoría de los presentes eran de la misma edad que Quentin, y parecían compartir un mismo tono general de sangre fría o falta de la misma. No, no todos. Pudo ver a unos cuantos con cortes de pelo al estilo mohicano o completamente rapados, y había un considerable contingente de góticos. Incluso uno de aquellos superjudíos, un hasid. Una chica demasiado alta, con gafas demasiado grandes de montura roja, contemplaba bobaliconamente a todos los demás. Algunas de las más jóvenes daban la impresión de haber llorado. Un chico no llevaba camisa ni camiseta, y su espalda estaba cubierta de tatuajes verdes y rojos. «Dios —pensó Quentin—, ¿qué padres le han dejado hacerse eso?». Otro iba en una silla de ruedas motorizada. A otro más le faltaba el brazo izquierdo y llevaba la manga de la camisa doblada sobre sí misma, sostenida por un imperdible plateado.

Todos los pupitres eran idénticos, y sobre cada uno habían dejado la típica libreta azul con las preguntas del Examen, pero sus páginas estaban en blanco; junto a ella, un delgado y afilado lápiz del n.º 3. Aquello era lo primero que le resultaba familiar a Quentin. Al fondo de la sala vio un pupitre vacío; se sentó y arrastró la silla hacia delante con un chirrido atronador. Creyó percibir el rostro de Julia entre la multitud, pero la chica desvió la mirada de inmediato y no pudo estar seguro. Además, ya no había tiempo. El decano Fogg se había situado frente a los pupitres y se aclaraba la garganta formalmente.

—Bien, primero unas cuantas observaciones —comenzó en un tono de voz lo bastante alto como para que se le pudiera escuchar en toda la sala—. Durante el examen guardaréis completo silencio. Sois libres de fisgar lo que escriben vuestros compañeros, pero descubriréis que las respuestas parecen estar en blanco. La punta de vuestros lápices no se romperá ni necesitará ser afilada de nuevo. Si queréis un poco de agua, levantad la mano así. —Hizo una demostración—. No os preocupéis por sentiros poco preparados para un Examen. No hay forma de hacerlo, aunque sería igualmente cierto decir que os habéis estado preparando durante toda vuestra vida. Sólo hay dos posibles notas: aprobado y suspenso. Si aprobáis, pasaréis al segundo nivel del Examen; si suspendéis, y la mayoría de vosotros lo hará, regresaréis a vuestras casas con una coartada aceptable y muy pocos recuerdos de esta experiencia.

»La duración del Examen es de dos horas y media. Podéis comenzar.

El decano se volvió hacia la pizarra que había detrás de él y dibujó el círculo de un reloj. Quentin bajó la vista hacia la libreta de su pupitre. Las páginas ya no estaban en blanco y, mientras miraba, más letras iban apareciendo literalmente de la nada.

Un susurro de papeles llenó la sala, como si una bandada de pájaros se elevara del suelo, y las cabezas de los chicos se inclinaron al unísono. Quentin reconoció el movimiento, era el movimiento de un montón de alumnos de primera fila dispuestos a realizar su maldito trabajo.

Y él era uno de ellos.

* * *

Quentin no había planeado pasarse el resto de aquella tarde —o de aquella mañana, o de lo que fuera— realizando un examen sobre un tema desconocido, en una institución educativa desconocida, en alguna zona desconocida donde todavía era verano. Se suponía que debía estar en Brooklyn congelándose el culo y siendo entrevistado por un adulto actualmente fallecido. Pero la lógica interna de su situación inmediata sobrepasaba otras preocupaciones, por muy bien fundadas que estuvieran. Nunca había sido bueno con la lógica.

Gran parte del Examen consistía en problemas de cálculo muy fáciles para Quentin, tan misteriosamente bueno en matemáticas que su instituto se había visto obligado a externalizar esa parte de su educación y confiarla al cercano Brooklyn College. Un poco de elaborada geometría diferencial y unos cuantos problemas de álgebra no le suponían ningún problema, pero allí había cuestiones más exóticas. Algunas completamente absurdas. Una de las páginas mostraba el dorso de una carta de la baraja —no la figura o el valor de la carta, sino su dorso—; en este caso, un dibujo estándar de dos angelitos montados en bicicletas, y tenía que responder de qué carta se trataba. Aquello no tenía sentido.

En otra página aparecía un pasaje de La tempestad de Shakespeare. Le pedían que inventara un idioma falso y que tradujera el texto a ese idioma. Después hacían varias preguntas sobre la gramática y la ortografía de ese idioma. Y por último —sinceramente, ¿para qué?—, más preguntas sobre la geografía, la cultura y la sociedad del país donde se hablaba fluidamente el idioma inventado. Entonces, tenía que traducir el texto del idioma inventado al inglés, prestando una especial atención a cualquier distorsión resultante en la gramática, la elección de palabras y su significado. Por norma, Quentin se esforzaba todo lo posible en los exámenes, pero en este caso no estaba completamente seguro de qué se suponía que debía hacer.

El Examen iba cambiando a medida que lo realizaba. La prueba de interpretación de textos contenía un párrafo que desapareció en cuanto terminó de leerlo; entonces, aparecieron preguntas sobre su contenido. Debía de ser un nuevo tipo de papel especial informatizado… ¿No había leído en alguna parte que alguien estaba trabajando en ello? ¿Tinta digital quizás? Eso sí, con una resolución sorprendente. Más tarde le pidieron que dibujara un conejo, pero el conejo no se estaba quieto mientras lo dibujaba; en cuanto terminó las patas, empezó a rascarse furiosamente y a saltar por toda la página, mordisqueando otras preguntas, y tuvo que perseguirlo con el lápiz para poder dibujarle el pelaje. Logró terminarlo tranquilamente, abocetando apresuradamente unas cuantas zanahorias y dibujando una cerca a su alrededor para contenerlo.

Pronto se olvidó de todo lo que no fuera responder una pregunta tras otra con su clara caligrafía, aplazando cualquier perversa exigencia que le pidiera el cuaderno. Pasó una hora antes de que levantase siquiera la vista del pupitre. Le dolía el culo, así que cambió de posición en la silla. Las manchas de luz que se colaban por las ventanas se habían movido ostensiblemente.

Algo más había cambiado. Cuando comenzó, todos los pupitres estaban ocupados, y ahora muchos de ellos se veían vacíos. No se había percatado de que nadie se levantara y se fuera. Una helada semilla de duda tomó forma en el estómago de Quentin. «¡Dios, eso es que han acabado antes que yo!». No estaba acostumbrado a que otros alumnos fueran más rápidos que él. ¿Quién era aquella gente? Las palmas de las manos le picaban por el sudor, y se las frotó contra las perneras de los pantalones.

Cuando Quentin pasó a la siguiente página de la libreta del Examen, vio que estaba en blanco a excepción de una sola palabra en el centro de la página: FIN, escrita en una elegante letra cursiva, como la que solía aparecer al final de las películas antiguas.

Se echó hacia atrás en la silla y apretó las palmas de sus doloridas manos contra sus doloridos ojos. Bueno, eran dos horas de su vida que jamás recuperaría. Quentin seguía sin ver que nadie se levantara y se marchase, pero la sala estaba considerablemente despoblada. Ahora sólo quedaban unos cincuenta chicos, y podía ver más pupitres vacíos que ocupados. Era como si, cada vez que agachaba o movía la cabeza, se deslizaran suave y silenciosamente fuera de la sala. El que tenía pinta de punk, el de los tatuajes y el torso desnudo, seguía allí. O había terminado o se había rendido, porque no hacía más que pedir vasos y más vasos de agua. Su pupitre estaba cubierto de vasos. Quentin pasó los últimos veinte minutos mirando por la ventana y jugueteando con su lápiz.

El decano volvió y se dirigió a la clase.

—Me complace informaros de que todos vosotros pasáis a la siguiente fase del Examen —anunció—. Dicha fase será individual y la llevarán a cabo diversos miembros del profesorado de Brakebills. Entretanto, podéis refrescaros un poco y conversar entre vosotros.

Quentin contó veintidós pupitres ocupados, una décima parte del grupo original. Un mayordomo silencioso y de aspecto cómico con impecables guantes blancos entró y empezó a circular por la sala, entregándoles a cada uno una bandeja con un sándwich —de pan ácimo, con pimientos asados y mozzarella muy fresca—, una pera, y una porción de chocolate oscuro y amargo, además de un vaso de una bebida gaseosa servida de una botella sin etiqueta. Resultó ser gaseosa con sabor a uva.

Quentin tomó su bocadillo y se acercó a la primera fila de mesas, donde se estaba reuniendo la mayoría de los supervivientes del primer Examen. Se sintió patéticamente aliviado al haber llegado tan lejos, aunque no tuviera ni idea de por qué unos habían pasado la prueba y tantos otros habían fallado, o qué ganaban superándola. El mayordomo fue recogiendo pacientemente la tintineante colección de vasos de agua de la mesa del punk. Quentin buscó a Julia, pero, o no había pasado el corte o nunca había estado allí.

—Tendrían que haber puesto un tope —explicaba el punk, que dijo llamarse Penny. Tenía un rostro suavemente redondeado que contrastaba con su terrorífico aspecto—. Por ejemplo, un máximo de cinco vasos. Me encantan las mierdas como ésta, cuando el sistema se jode a sí mismo por culpa de sus propias reglas. —Se encogió de hombros—. De todas formas, estaba aburrido —añadió—. Sólo habían pasado veinte minutos cuando el test me dijo que había terminado.

—¿Veinte minutos? —Quentin estaba dividido entre la admiración y la venenosa envidia—. ¡Cristo, yo tardé dos horas!

El punk se encogió de hombros e hizo una mueca que significaba: ¿qué quieres que te diga?

Entre los supervivientes, la camaradería se mezclaba con la desconfianza. Algunos de los chicos intercambiaron nombres, ciudades de origen y cautelosos comentarios sobre el Examen, aunque, cuanto más comparaban, más cuenta se daban de que ninguno había hecho el mismo. Todos pertenecían al mismo país excepto dos, que resultaron ser de la misma reserva inuit de Saskatchevan. Pasearon por la sala explicándose mutuamente cómo habían llegado hasta allí, y todos los relatos eran distintos aunque con un cierto parecido: o bien buscaban una pelota perdida en un callejón, o una cabra descarriada en una cloaca, o seguían un cable inexplicablemente largo en la sala de ordenadores del instituto, que llevaba hasta el armario de un servidor que nunca había estado allí. Y después, para todos: hierba verde, calor y alguien que los guiaba hasta el Aula de Examen.

En cuanto terminaron de comer, varios profesores empezaron a llamar a los candidatos por su nombre siguiendo un orden alfabético, así que sólo pasaron un par de minutos antes de que una mujer de aspecto severo, ya en la cuarentena, y cuyo pelo oscuro le llegaba hasta los hombros, nombrase a Quentin Coldwater. Él la siguió hasta un cuarto estrecho revestido con paneles de madera y cuyas altas ventanas daban al prado que había cruzado horas antes, pero desde una altura desconcertantemente alta. Cuando la mujer cerró la puerta, la cháchara del Aula de Examen se interrumpió abruptamente. Dos sillas enfrentadas estaban separadas por una tosca y gastada mesa de madera. La mesa estaba vacía a excepción de una baraja de cartas y un montoncito de monedas.

Quentin se sintió un poco aturdido, como si estuviera viéndolo todo por televisión. El conjunto le parecía un poco ridículo, pero se obligó a prestar atención. Aquello era una competición, él dominaba las competiciones y sentía que las apuestas habían subido mucho.

—Creo que te gustan los trucos de magia, Quentin —dijo la mujer. Tenía un acento ligeramente europeo, pero ilocalizable. ¿Islandés quizá?—. ¿Por qué no haces uno?

La verdad era que sí, que le gustaban los trucos de magia. Su interés por la magia había nacido hacía tres años, en parte inspirado por sus hábitos de lectura, pero sobre todo como una forma de engordar sus créditos extracurriculares con una actividad que no le obligase a interactuar con otras personas. Quentin había pasado cientos de horas emocionalmente áridas con su iPod, jugando con monedas, barajando cartas y sacando hasta el aburrimiento falsas flores de delgados tubos de plástico. Había mirado y vuelto a mirar vídeos instructivos de un granulado similar al de las películas pornográficas, en los que hombres de mediana edad hacían demostraciones de magia cercana frente a un telón de fondo hecho con una sábana. Ahí descubrió que la magia no era algo romántico, sino algo serio, repetitivo y engañoso. Practicó y practicó hasta la extenuación, hasta ser muy bueno.

Cerca de su casa había una tienda que vendía artículos de magia, además de basura electrónica, polvorientos juegos de tablero, minerales y vómitos falsos. Ricky, el encargado de la tienda, que llevaba barba y patillas pero no bigote, como si fuera un granjero amish, aceptó a regañadientes darle algunas clases. El alumno no tardó en superar al maestro. A los diecisiete años ya conocía el truco llamado Dr. Jeckill y Mr. Hyde y el Corte de Charlie, que se realizaba con una sola mano, y también podía hacer malabarismos con tres pelotas, incluso con cuatro, aunque por un tiempo frustrantemente corto. Ganó cierta popularidad en el instituto mostrando su habilidad para lanzar una carta, con un movimiento de muñeca y una feroz puntería robótica, a una distancia de tres metros y clavarla de canto en una de las insípidas manzanas que solían servir en la cafetería.

Quentin cogió primero las cartas. Se vanagloriaba de su forma de barajar, así que comenzó con una mezcla Faro en lugar de la estándar, por si acaso —soñar es gratis— la mujer sentada frente a él conocía la diferencia y lo ridículamente difícil que era hacer una buena Faro.

Después siguió la rutina habitual, calculada para demostrar tantas habilidades distintas como fuera posible: falsos cortes, falsas barajadas, deslizamientos, trasposiciones, pases, adivinaciones, forzamientos… Entremedio, trucos de lanzamiento, cascadas y avalanchas pasando las cartas de una mano a la otra. Mantuvo la pauta regular, pero en aquella habitación tranquila, amplia y preciosa, frente a aquella digna y atractiva mujer, le pareció burda y vacía. Las palabras sobraban. Actuó en silencio.

Las cartas producían apagados y cortantes siseos en el silencio de la sala. La mujer lo contemplaba fijamente, obedeciendo cada vez que le pedía que escogiera una, sin mostrar ninguna sorpresa cuando él la recuperaba —¡milagrosamente!— de la mitad de un mazo barajado a conciencia, del bolsillo de su camisa o del mismísimo aire.

Cambió a las monedas. Eran monedas nuevas de cinco centavos, bien pulidas, con los bordes limpios. No tenía accesorios, ni copas, ni pañuelos que doblar, así que utilizó las palmas de las manos para hacer pases, transformaciones y multiplicaciones. La mujer lo observó en silencio durante un minuto, hasta que extendió la mano por encima de la mesa y le tocó el brazo.

—Haz ese truco otra vez —pidió.

Lo repitió obedientemente. Era un truco muy viejo llamado la Moneda Viajera, en el que la moneda (en realidad eran tres) viajaba misteriosamente de una mano a la otra. Se enseñaba la moneda al público y, descaradamente, se hacía desaparecer; entonces fingía haberla perdido, pero la recuperaba triunfalmente, tras lo cual volvía a desaparecer de su palma abierta a la vista de todos. En realidad no era más que una vulgar secuencia, aunque bien resuelta, de robos y caídas, con una retención de visión particularmente descarada.

—Vuelve a hacerlo.

Lo hizo de nuevo, pero ella lo detuvo a mitad del número.

—En esta parte cometes un error.

—¿Dónde? —Frunció el ceño—. Se hace así.

Ella torció la boca y sacudió la cabeza.

La mujer tomó tres monedas del montón y, sin un instante de vacilación ni movimientos ampulosos que evidenciaran que estaba haciendo algo extraordinario, realizó el truco de la Moneda Viajera a la perfección. Quentin no pudo dejar de contemplar sus pequeñas y ágiles manos. Sus movimientos eran más suaves y más precisos que los de cualquier profesional que él hubiera visto jamás.

Se detuvo a media actuación.

—Aquí, ¿ves? En el momento en el que la segunda moneda tiene que pasar de una mano a la otra. Necesitas un pase en reverso, manteniéndola así. Ponte a mi lado para que puedas verlo bien.

Obediente, rodeó la mesa y se situó tras ella, intentando no mirar el escote de su blusa. Las manos de la mujer eran más pequeñas que las suyas, pero la moneda desapareció entre sus dedos como un pájaro en un matorral. Hizo el movimiento lentamente, hacia atrás y hacia delante, desglosándolo paso a paso.

—Es lo mismo que he hecho yo —protestó Quentin.

—Muéstramelo. —La mujer sonreía abiertamente. Le sujetó la muñeca en mitad del truco para que se detuviera—. ¿Dónde está la segunda moneda ahora? —preguntó.

Quentin abrió las manos con las palmas hacia arriba. La moneda estaba en… No había moneda. Había desaparecido. Hizo girar las manos, movió los dedos, buscó en la mesa, en su regazo, en el suelo. Nada. Había desaparecido. ¿Se la había quitado mientras no miraba? Con aquellas manos tan rápidas y su sonrisa de Mona Lisa, no le extrañaría lo más mínimo.

—Sí, justo lo que pensaba —dijo ella, poniéndose en pie—. Gracias, Quentin, te enviaré al siguiente examinador.

Quentin la observó marcharse, palpándose todavía sus bolsillos en busca de la moneda perdida. Por primera vez en su vida no supo si había aprobado o suspendido un examen.

* * *

Toda la tarde fue parecida, con profesores que entraban por una puerta y salían por otra. Era como un sueño, un largo y laberíntico sueño sin un significado claro. Un anciano de cabeza temblorosa hurgó en los bolsillos de sus pantalones y extrajo un montón de deshilachadas cuerdas amarillas llenas de nudos que dejó sobre la mesa; entonces, se quedó allí plantado mientras Quentin deshacía los nudos. Una mujer guapa y tímida, que no parecía mucho mayor que él, le pidió que dibujara un mapa de la casa y de los terrenos circundantes que hubiera visto desde su llegada. Un tipo parlanchín de cabeza enorme, que no podía o no quería dejar de hablar, lo retó a una partida rápida de una extraña variante del ajedrez. Pasado cierto tiempo, ni siquiera podía tomarse en serio todo aquello, le daba la impresión de que intentaban poner a prueba su propia credulidad. Un hombre gordo, pelirrojo y con aire de engreído soltó un pequeño lagarto de enormes alas iridiscentes y ojos alerta; el hombre no dijo nada, sólo cruzó los brazos y se sentó en el borde de la mesa, que crujió como protesta por su peso.

A falta de una idea mejor, Quentin intentó pacientemente que el lagarto aterrizase en su dedo. El animal descendió y lo mordió en la mano, haciendo brotar una gota de sangre; entonces se alejó volando y zumbó contra la ventana igual que un abejorro. Sin pronunciar una sola palabra, el hombre le dio una tirita, recogió a su lagarto y se marchó.

Por fin, la puerta se cerró y no volvió a abrirse. Quentin soltó un profundo suspiro e hizo rotar sus hombros para liberar la tensión. Al parecer, aunque nadie se había molestado en comunicárselo, la procesión había terminado. Bueno, al menos tenía unos cuantos minutos para sí mismo. El sol ya estaba ocultándose. No podía verlo desde aquel cuarto, pero sí veía una fuente, y la luz que se reflejaba en el agua del estanque era de un ardiente color naranja. Un poco de niebla empezó a concentrarse entre los árboles. Todo el paisaje estaba desierto.

Se frotó la cara con las manos. Aunque mucho más tarde de lo debido, se le ocurrió preguntarse qué estarían pensando sus padres. Normalmente solían mostrarse indiferentes a sus idas y venidas, pero incluso ellos tenían sus límites. El instituto habría cerrado hacía horas. Quizá creyeran que la entrevista de Princeton se había alargado más de lo habitual, aunque las oportunidades de que recordasen que tenía una entrevista eran mínimas. O bien, dado que allí era verano, quizás el instituto ni siquiera había empezado las clases. La mareante bruma en la que se había perdido toda la tarde empezaba a disiparse. Se preguntó si realmente estaría a salvo en aquella casa. Si aquello era un sueño, lo mejor sería despertar de una vez por todas.

A través de la puerta cerrada oyó claramente el sonido de un llanto. Era de un chico, de uno demasiado mayor para llorar delante de otras personas. Un profesor le hablaba con tranquilidad y firmeza, pero él no podía o no quería dejar de llorar. Intentó no hacer caso de aquel sonido, le parecía inapropiado, peligroso, un sonido que se aferraba a las capas exteriores de su sangre fría adolescente tan trabajosamente conseguida, y bajo aquel sonido se percibía algo semejante al miedo. Las voces se desvanecieron a medida que el chico se alejaba, y entonces oyó la voz del decano; su tono era gélido, como si de ese modo intentara no mostrarse furioso.

—No estoy seguro de que me importe ya una cosa u otra.

La respuesta fue prácticamente inaudible.

—Si no tenemos quórum, simplemente los enviaremos a todos a casa y nos saltaremos un año. —El ánimo de Fogg decaía—. Nada me haría más feliz. Podríamos reconstruir el observatorio o convertir la escuela en una guardería para profesores seniles, Dios sabe que tenemos unos cuantos.

Inaudible de nuevo.

—Sólo nos falta uno o una para tener los veinte, Melanie, cada año sucede lo mismo. Vaciaremos todas las escuelas, institutos y centros juveniles de detención hasta que lo encontremos. Y si no lo conseguimos, dimitiré y será tu problema, lo lamento. En estos momentos, no se me ocurre nada que me hiciera más feliz.

La puerta se abrió unos centímetros y, por un instante, un rostro lo miró con miopes ojos de preocupación. Era la primera examinadora, la europea de cabello oscuro y dedos ágiles. Quentin abrió la boca para pedirle un teléfono —a la carga de su móvil sólo le quedaba una inútil y parpadeante barra—, pero la puerta se cerró antes de que pudiera hacerlo. Qué fastidio. ¿Se había terminado todo? ¿Debería marcharse? Hizo una mueca de desagrado para sí. Dios sabía que le gustaban las aventuras, pero estaba harto. Aquello ya no tenía gracia.

El cuarto estaba casi a oscuras. Buscó el interruptor de la luz, pero no dio con ninguno. De hecho, durante todo el tiempo que llevaba allí no había visto un solo aparato eléctrico. Ni teléfonos ni luces ni relojes. Hacía mucho que Quentin había comido un sándwich y un trozo de chocolate, y volvía a tener hambre. Se levantó y se acercó a la ventana, donde había un poco más de luz.

Los paneles de cristal estaban algo sueltos debido a su antigüedad. ¿Sería el último que quedaba allí? ¿Por qué tardaban tanto en hablar con él? El cielo era una cúpula luminosa de un azul eléctrico, sembrada de enormes racimos de estrellas, estrellas como las de Van Gogh, invisibles en Brooklyn a causa de la contaminación lumínica. Se preguntó lo lejos que estarían de un núcleo urbano y qué habría pasado con la nota que persiguiera por todo aquel jardín y que al final no había podido encontrar. Había dejado el libro —y su mochila— en la primera aula de exámenes, y deseó habérselo llevado consigo. Imaginó a sus padres preparando la cena: algo cocinándose en el horno, su padre cantando un tema decididamente pasado de moda, dos vasos de vino tinto en la encimera… Casi los echó de menos.

La puerta volvió a abrirse sin previo aviso y el decano entró en la sala, hablando por encima del hombro con alguien que venía tras él.

—¿Un candidato? Estupendo —exclamó con sarcasmo—. Veamos a ese candidato. ¡Y tráeme unas malditas velas! —Se sentó frente a la mesa con la camisa manchada de sudor. A Quentin no le pareció descabellado que hubiera echado un trago entre la última vez que le viera y este momento—. Hola, Quentin. Toma asiento, por favor —indicó, señalándole la otra silla.

Quentin se sentó, mientras Fogg se abrochaba el botón superior de la camisa y sacaba rápida, irritadamente, una corbata del bolsillo.

La mujer de cabello oscuro entró en el cuarto y, tras ella, el anciano de las cuerdas anudadas, el gordo del lagarto y, uno tras otro, la docena aproximada de hombres y mujeres que habían desfilado aquella tarde por la habitación. Se situaron a lo largo de las paredes, estirando el cuello para mirarlo y susurrando unos con otros. El punk de los tatuajes también iba con el grupo y se deslizó al interior mientras la puerta se cerraba, sin que ninguno de los profesores reparara en ello.

—Vamos, vamos. —El decano hizo un ademán impaciente para que acabasen de entrar—. El año que viene deberíamos hacer esto en el conservatorio. Pearl, ponte aquí —le ordenó a la joven rubia que le había pedido a Quentin que dibujase un mapa—. Bien —añadió satisfecho cuando estuvieron todos—. Quentin, siéntate, por favor.

Como ya estaba sentado, Quentin se removió un poco en la silla.

El decano Fogg sacó de uno de sus bolsillos una baraja nueva, todavía envuelta en plástico y, de otro, un puñado de monedas de cinco centavos, aproximadamente un dólar, que soltó con demasiado énfasis, desparramándolas por la mesa. Ambos intentaron agruparlas de nuevo.

—Bien, empecemos. —Fogg dio una palmada y se frotó las manos—. ¡Veamos un poco de magia! —Se retrepó en su silla y cruzó los brazos.

¿No había pasado ya por eso? Quentin logró mantener su rostro estudiadamente en calma y despreocupado, pero su mente galopaba desbocada. Desenvolvió el mazo de cartas lentamente; el plástico crujía ensordecedor en el insoportable silencio. Desde lo que le parecía un kilómetro vio sus manos mezclar las cartas, cortar, mezclar, cortar. Buscó mentalmente un truco que no hubiera hecho la primera vez. Algo impactante.

Apenas había empezado la rutina, cuando Fogg lo detuvo.

—No, no, no —se burló Fogg, y no precisamente de forma amable—. Así no. Quiero ver magia de verdad.

Golpeó un par de veces la dura mesa con los nudillos y volvió a recostarse en el respaldo de su silla. Quentin aspiró profundamente y buscó en el rostro del decano el buen humor que había creído percibir antes, pero Fogg sólo parecía expectante. Sus ojos eran de un azul pálido lechoso, más de lo habitual.

—No entiendo lo que quiere decir —protestó Quentin en medio del silencio, como si hubiera olvidado su papel en la función escolar y tuviera que pedir un pie—. ¿Qué quiere decir con eso de «magia de verdad»?

—Bueno, no lo sé. —Fogg dirigió una mirada burlona a los demás profesores—. No sé lo que significa. Dímelo tú.

Quentin barajó un par de veces más para ganar tiempo. No sabía qué hacer. Si le dijeran qué esperaban concretamente de él, haría lo imposible por complacerlos. «Se acabó —pensó—. Aquí termina mi actuación. Ésta es la sensación del fracaso». Miró alrededor, pero todas las caras parecían inexpresivas o evitaban su mirada. Nadie iba a ayudarlo y volvería a Brooklyn. Podía sentir que las lágrimas afloraban en sus ojos y se exasperó. Parpadeó repetidamente para contenerlas. Deseaba con desesperación que no le importase, pero estaba hundiéndose sin nada a lo que aferrarse. «Éste es el examen que suspenderé», pensó. No es que estuviera realmente sorprendido, sólo se preguntaba cuánto tardarían en darle la patada.

—¡Deja de jodernos, Quentin! —ladró Fogg, chasqueando los dedos—. ¡Vamos, despierta!

Se inclinó sobre la mesa y aferró las manos de Quentin. El contacto fue todo un shock para él. Sus dedos eran fuertes, extrañamente secos y calientes. Movió los dedos de Quentin, obligándole físicamente a adoptar posiciones que no querían adoptar.

—Así —dijo—. Así. Así.

—Vale, ya basta —protestó Quentin, intentando liberarse—. Basta.

Pero Fogg no se detuvo. Los presentes se removieron inquietos y alguien dijo algo. Fogg siguió manipulando las manos de Quentin, volvió a doblar los dedos de Quentin, a estirarlos, a separarlos hasta que los pulpejos le ardieron. Una luz pareció brillar entre sus manos.

—¡He dicho que basta! —Quentin apartó las manos de un tirón.

Se sorprendió de lo bien que le sentaba el estallido de rabia. Era algo a lo que aferrarse. En el sorprendido silencio que siguió, aspiró profundamente y expulsó el aire por la nariz. Y con el aire, sintió que había expulsado parte de su desesperación. Ya estaba harto de que lo juzgasen. Estaba acostumbrado a ser una víctima toda su vida, pero hasta él tenía sus límites.

Fogg hablaba de nuevo, pero Quentin no lo escuchaba. Estaba susurrando algo en voz baja, algo que le resultó familiar, y tardó un segundo en comprender que las palabras que murmuraba no eran inglesas, sino del idioma que se había inventado aquella tarde para una de las preguntas del Examen. Era un idioma oscuro, decidió, perteneciente a un archipiélago tropical, a una pintura de Gauguin, a un lánguido paraíso de aguas calientes bendecido con playas de arena negra, árboles frutales y fuentes de agua fresca, y maldito con un furioso e intenso volcán. Era una cultura oral rica en improperios y Fogg hablaba ese idioma de forma fluida, sin acento, como un nativo. Lo que estaba recitando ahora no era exactamente una plegaria, sino más bien un encantamiento.

Quentin dejó de barajar las cartas. Ya no había vuelta atrás. Todo iba a cámara lenta, muy lenta, como si la sala se hubiera llenado de un líquido viscoso pero completamente transparente en el que todo y todos flotaban suave y calmadamente. Todo y todos excepto Quentin, que podía moverse a una velocidad normal. Con las manos juntas, como si la baraja fuera una paloma que estuviera a punto de soltar, lanzó las cartas hacia el techo. El mazo se fragmentó, como un meteorito que perdiera su cohesión al contacto con la atmósfera, y las cartas aletearon de regreso a la mesa hasta apilarse sobre ella formando un castillo de naipes. Era un reconocible e impresionista modelo del edificio en el que se encontraban en aquellos momentos. Las cartas parecieron caer al azar, pero todas y cada una de ellas, una tras otra, encajaron precisa, casi magnéticamente, borde con borde. Las dos últimas, los ases de picas y de corazones, se inclinaron el uno hacia el otro hasta formar el tejado de la torre del reloj.

Nadie se movió en la estancia. El decano Fogg siguió sentado como si lo hubieran congelado. Quentin notaba que se le había erizado el vello de los brazos, pero sabía lo que hacía. Sus dedos, al moverse, dejaban un rastro fosforescente casi imperceptible en el aire. Definitivamente se sentía genial. Se inclinó hacia delante, sopló suavemente al castillo de naipes y éste se convirtió en un mazo perfectamente alineado. Le dio la vuelta y lo desplegó en forma de abanico sobre la mesa como un croupier de blackjack. Todas las cartas eran reinas… las reinas de los cuatro palos estándar, más otros que no existían, en diferentes colores, verde, amarillo y azul: la reina de cuernos, de abejas, de libros… Algunas iban vestidas, otras desvergonzadamente desnudas; unas tenían el rostro de Julia, otras la de la encantadora sanitaria.

Fogg miró a Quentin atentamente. Todo el mundo lo estaba mirando. Quentin rehízo la baraja de nuevo y sin esfuerzo apreciable la partió por la mitad, y después partió ambas mitades, y otra vez, y otra, hasta que lanzó los confetis resultantes contra todos los allí reunidos, que se estremecieron, a excepción de Fogg.

Se puso en pie, haciendo volcar su silla.

—Dígame dónde estoy —dijo Quentin suavemente—. Dígame qué estoy haciendo aquí. —Cogió las monedas con una mano y cerró el puño, pero ya no era un montón de monedas, sino la empuñadura de una brillante espada que fue surgiendo fácilmente de la mesa, como si hubiera estado todo el tiempo allí, clavada bajo la empuñadura—. Dígame qué está ocurriendo aquí —insistió, esta vez en voz más alta—. Si esto no es Fillory, ¿quiere alguien decirme dónde cojones estoy? —Hizo que la punta de la espada oscilara unos segundos bajo la nariz de Fogg. Entonces, le dio la vuelta y la clavó en la mesa. La punta se hundió en la madera como si fuera mantequilla, y allí se quedó.

Fogg no se movió, se limitó a contemplar cómo la espada oscilaba por la fuerza del impacto, mientras Quentin sorbía por la nariz involuntariamente. El último rastro de luz que entraba por la ventana se apagó. Ya era de noche.

—¡Vaya! —exclamó por fin el decano. Sacó un pañuelo impecablemente doblado de su bolsillo y se enjugó la frente con él—. Creo que todos estamos de acuerdo en que eso ha sido todo un pase.

Alguien —el anciano de las cuerdas anudadas— apoyó una tranquilizadora mano en la espalda de Quentin y de forma suave, pero con una fuerza sorprendente, extrajo la espada de la mesa y la dejó a un lado. De los examinadores surgió una lenta salva de aplausos, que se transformó rápidamente en una ovación.