Quentin hizo un truco de magia, pero nadie se dio cuenta.
Caminaban juntos a lo largo de la fría e irregular acera: James, Julia y Quentin, los dos primeros cogidos de la mano. Así estaban las cosas ahora. Como la acera no era lo bastante ancha para los tres, Quentin iba tras la pareja con aspecto de niño enfurruñado. Hubiera preferido estar a solas con Julia, incluso hubiera preferido estar solo, pero no se puede tenerlo todo. Las pruebas conducían inexorablemente a esa conclusión.
—Bien, Q —dijo James por encima del hombro—. Hablemos de la estrategia.
James parecía tener un sexto sentido para saber cuándo empezaba Quentin a sentirse autocompasivo. Faltaban siete minutos para su entrevista, y James tendría la suya a continuación.
—Dale un apretón de manos firme y mantén el contacto visual. Después, cuando ya esté confiado, le atizas con una silla. Yo me encargo de averiguar su contraseña y de enviar un e-mail a Princeton en su nombre.
—Sé tú mismo, Q —le recomendó Julia.
Echó hacia atrás su melena de ondulados mechones oscuros. Quentin no sabía por qué, pero que se mostrase amable con él hacía que todo resultase peor.
—Es lo mismo que he dicho yo, ¿no?
Quentin repitió su truco. Era un truco de prestidigitación muy simple, con una moneda y una sola mano. Volvió a hacerlo dentro del bolsillo de su abrigo, donde nadie podía verlo, y después lo repitió al revés.
—Creo que sé cuál es su contraseña —anunció James—. «Contraseña».
—El tío tiene más de cincuenta años —apuntó Quentin—. Ergo, su contraseña sólo puede ser «contraseña».
Quentin pensó en lo mucho que hacía que duraba todo aquello. Sólo tenían diecisiete años, pero le daba la impresión de que conocía a James y a Julia desde hacía décadas. El sistema escolar de Brooklyn tendía a apartar a los alumnos más inteligentes y agruparlos; después separabas los extraordinariamente inteligentes de los simplemente brillantes, y volvía a agruparlos. Como resultado, desde la escuela elemental habían estado compitiendo en los mismos concursos de gramática, los mismos exámenes regionales de latín y las mismas clases de matemáticas ultraavanzadas. Los más empollones entre los empollones. Ahora que estaban en su último año de secundaria, Quentin conocía a James y a Julia mejor que cualquier otra persona en el mundo, incluidos sus padres, al igual que ellos lo conocían a él. Sabían lo que uno de ellos iba a decir antes de que lo dijera, y quien podía acostarse con otro del grupo ya lo había hecho. Julia —pálida, pecosa, soñadora, que tocaba el oboe y sabía más de física que los dos— nunca se acostaría con él.
Quentin era alto y delgado, aunque habitualmente encorvaba los hombros en un vano intento de protegerse contra cualquier cosa que pudiera caer del cielo y que, lógicamente, golpearía primero al más alto. Su cabello, largo hasta los hombros, se estaba congelando; tendría que habérselo secado antes de salir del gimnasio, sobre todo teniendo en cuenta su entrevista, pero por alguna razón —quizá se estaba autosaboteando— no lo había hecho. Las nubes bajas y grises amenazaban nieve, y le daba la impresión de que el mundo ofrecía pequeñas muestras de desánimo dedicadas únicamente a él: cuervos posados en los cables eléctricos, cagadas de perro listas para ser pisadas, basura arrastrada por el viento, cadáveres de innumerables hojas de roble profanadas de innumerables formas por innumerables vehículos y peatones…
—Dios, estoy lleno —suspiró James—. He comido demasiado. ¿Por qué siempre como demasiado?
—¿Porque eres un cerdo glotón? —respondió Julia con una sonrisa—. ¿Porque estás harto de poder verte los pies? ¿Porque intentas que tu estómago te tape el pene?
Con su abrigo de cachemira abierto al frío de noviembre, James se llevó las manos a la nuca, metió los dedos entre su ondulado cabello castaño y eructó sonoramente. El frío nunca parecía afectarlo. En cambio, Quentin siempre estaba aterido, como atrapado en su propio invierno privado.
James canturreó, con una melodía entre Good King Wenceslas y Bingo:
En tiempos antiguos vivió un chico,
joven, fuerte y valiente.
Empuñaba una espada y cabalgaba un caballo,
y se llamaba Dave…
>
—¡Basta, por Dios! —aulló Julia.
James había escrito aquella canción hacía cinco años para un número del concurso escolar de talentos, y todavía le gustaba cantarla. Se la sabían de memoria. Julia lo empujó contra un cubo de basura y cuando vio que seguía cantando le quitó su gorra de marinero y lo golpeó en la cabeza con ella.
—¡Eh, mi peinado! —protestó James—. ¡Mi precioso peinado para la entrevista!
«El rey James», pensó Quentin. Le roi s’amuse.
—Siento estropearos la fiesta, pero sólo faltan dos minutos —advirtió a la pareja.
—¡Oh, cielos! ¡Oh, cielos! —canturreó Julia—. ¡La duquesa! ¡Llegaremos tarde!
Quentin pensó que debería sentirse feliz. Era joven, tenía buena salud, buenos amigos y dos padres razonablemente sanos —papá, un editor de textos médicos; y mamá, una ilustradora comercial con frustradas ambiciones de pintora—. Formaba parte de la clase media-media. Y el promedio de sus notas era tan alto, que la mayoría de la gente ni siquiera imaginaba que fuera posible.
Pero caminando por la Quinta Avenida de Brooklyn, vestido para la entrevista con su abrigo negro y su mejor traje gris, Quentin sabía que no era feliz. ¿Por qué? Había ido reuniendo lenta y dolorosamente todos los ingredientes de la felicidad, celebrado los rituales necesarios, recitado los conjuros, encendido las velas y consumado los sacrificios. Pero la felicidad, como un espíritu desobediente, se negaba a llegar. No imaginaba qué más podía hacer para alcanzarla.
Siguió a James y a Julia, pasando frente a bodegas, lavanderías automáticas, boutiques con ropa de última moda, tiendas de teléfonos móviles iluminadas por neones, un bar donde los adultos ya estaban bebiendo desde primeras horas de la tarde… Incluso dejaron atrás un edificio de ladrillos marrones con el rótulo VETERANOS DE LAS GUERRAS EN EL EXTRANJERO y muebles de plástico colocados en la acera frente a él. Todo aquello confirmaba su creencia de que la vida real, la que debería estar viviendo, se había extraviado debido a un error de la burocracia cósmica y desviado hacia algún otro lugar, hacia alguna otra persona, y que él había recibido esta falsa y deplorable sustituía.
Quizás en Princeton encontrara su verdadera vida. Volvió a hacer el truco de la moneda dentro de su bolsillo.
—¿Estás jugando con tu cosa, Quentin? —preguntó James.
Quentin se sonrojó.
—No estoy jugando con mi cosa.
—No tienes de qué avergonzarte. —James le dio una palmada en el hombro—. Despeja tu mente.
El viento se coló a través de la delgada tela del traje gris de Quentin, que se negó a abrocharse el abrigo. Dejó que el frío penetrase en él. No importaba, en realidad no estaba allí.
Estaba en Fillory.
* * *
Fillory y mucho más, de Christopher Plover, era una serie de novelas publicadas en Inglaterra durante los años treinta. En ellas se narraban las aventuras de los cinco hermanos Chatwin en un mundo mágico que descubrieron por casualidad durante unas vacaciones en el campo con su excéntrica y glamurosa tía. En realidad no eran unas vacaciones, por supuesto. Su padre estaba hundido hasta las caderas en el barro y la sangre del campo de batalla de Passchendaele, y su madre había sido hospitalizada a causa de una misteriosa enfermedad que nunca se explicaba claramente y que bien podía ser de naturaleza psíquica. Por eso fueron rápidamente enviados al campo, donde se suponía que estarían a salvo.
Sin embargo, toda esa infelicidad sólo era el telón de fondo. En primer plano, durante tres veranos seguidos, los niños dejaban sus diferentes colegios y volvían a Cornualles, desde donde siempre encontraban una forma de llegar hasta el mundo secreto de Fillory. Allí vivían aventuras explorando ese mundo mágico y defendiendo a sus amables criaturas de los enemigos que las amenazaban. El más diabólico y persistente de todos ellos era una velada figura conocida únicamente como la Relojera, cuyos encantamientos amenazaban con detener el tiempo, atrapando a todo Fillory a las cuatro en punto de un martes de finales de septiembre particularmente deprimente.
Quentin había leído las novelas de Fillory estando en primaria, como la mayoría de los niños; pero, a diferencia de esa mayoría —y a diferencia de James y Julia—, nunca los había arrinconado y recurría habitualmente a ellos cuando le costaba afrontar la vida real, algo que sucedía a menudo. (La serie de Fillory le servía de consuelo ante el desamor de Julia y, probablemente, también era una razón importante de que no lo amase). Lo cierto era que desprendían un fuerte aroma a guardería inglesa, y él se avergonzaba en secreto al leer los pasajes donde aparecía el Caballo Confortable, una enorme y cariñosa criatura equina con cascos de terciopelo y un lomo tan amplio que podías dormir cómodamente sobre él mientras galopaba de noche por todo Fillory.
Pero en Fillory había una verdad más seductora, más peligrosa, de la que Quentin no podía prescindir. Era como si esas novelas —sobre todo la primera, El mundo entre los muros— versaran sobre la propia lectura. Cuando el mayor de los hermanos Chatwin, el melancólico Martin, abría la puerta del mecanismo del reloj de pared de su abuelo, situado en un estrecho y oscuro pasillo de la casa, y a través de ella penetraba en Fillory (Quentin siempre se lo imaginaba apartando el péndulo del reloj como si fuese la campanilla de una garganta monstruosa), era como si abriese un libro que contenía todo lo que los libros siempre prometen y nunca cumplen: arrancarte del lugar en el que estás para trasladarte a otro mejor.
El mundo que Martin descubría entre los muros de la casa era un mundo de mágica penumbra, un paisaje crepuscular en blanco y negro tan estéril como una página impresa, con campos llenos de rastrojos y colinas onduladas, entrecruzadas por viejos muros de piedra. En Fillory tenía lugar un eclipse cada mediodía y las estaciones podían durar cien años. Árboles desnudos arañaban el cielo, pálidos mares verdosos lamían playas estrechas, blanqueadas a causa de las infinitas conchas pulverizadas. En Fillory, las cosas importaban de una forma que no lo hacían en este mundo; en Fillory, cuando algo sucedía, sentías la emoción adecuada. La felicidad era una posibilidad real, actual, alcanzable. Cuando la llamabas, acudía. O no, porque para empezar nunca te abandonaba.
* * *
El trío se detuvo frente a una casa. El barrio parecía agradable, con amplias aceras y árboles añosos; y el edificio era de ladrillo visto, con la distinción de ser la única residencia independiente en medio de una comunidad de hileras de adosados color rojizo. Era localmente famoso por haber desempeñado un papel clave en la sangrienta batalla de Brooklyn, y parecía dirigir suaves reproches a los coches, las farolas y las casas que lo rodeaban gracias al recuerdo de su gentil pasado holandés.
«Si estuviéramos en una novela de Fillory —pensó Quentin—, la casa tendría una entrada secreta a otro mundo, y el anciano que vive en ella sería amable y excéntrico, dejaría caer comentarios crípticos constantemente y, al darle la espalda, tropezaríamos con un misterioso armario, un montaplatos encantado, o cualquier otra cosa a través de la que se pudiera contemplar con emocionada expectación las maravillas de otro mundo».
Pero no estaban en una novela de Fillory.
—Dadles caña —dijo Julia. Llevaba un abrigo de sarga azul y cuello redondo que hacía que pareciese una escolar francesa, la Madeline de los libros infantiles.
—Te veré después, en la biblioteca.
—Ánimo.
Entrechocaron los puños, y ella bajó la mirada, avergonzada. Sabía cómo se sentía, él sabía que ella lo sabía, y no había nada más que decir. Quentin esperó, fingiendo contemplar con interés un coche aparcado, mientras Julia le daba un beso de despedida a James —le apoyó la mano en el pecho y entrechocó los talones como una starlette de los viejos tiempos—; después, James y él caminaron lentamente por el sendero de cemento hasta la puerta delantera de la casa.
James pasó el brazo por los hombros de Quentin.
—Sé lo que piensas —le aseguró. Quentin era más alto, pero James era más ancho de hombros, de construcción más sólida, y casi le hizo perder el equilibrio—. Crees que nadie te comprende, pero te equivocas. —Le apretó el hombro de una forma casi paternal—. Soy el único que te comprende.
Quentin no respondió. Podía envidiar a James, pero no odiarlo. Además de guapo e inteligente era amable y buen tío. James le recordaba a Martin Chatwin. Pero si James era Martin, ¿quién era Quentin? El verdadero problema de estar con James era que siempre resultaba ser el héroe. Entonces, ¿qué le quedaba? Sólo tenía dos opciones: ser el compañero o el villano.
Quentin llamó al timbre. Un suave y ligero repiqueteo resonó en las profundidades de la casa, un timbrazo antiguo, analógico. Hizo una rápida lista mental de sus metas personales, sus actividades extracurriculares, etc. Estaba absolutamente preparado para aquella entrevista, excepto quizá por su cabello todavía mojado, pero ahora que la fruta madurada por toda esa preparación colgaba jugosa frente a él, ya no la deseaba. No se sorprendió. Se había acostumbrado a esa sensación anticlimática en la que, cuando ya has hecho todo lo necesario para conseguir algo, descubres que ni siquiera lo deseas. Siempre le pasaba lo mismo. Era una de las pocas cosas fiables de su vida.
La puerta estaba protegida por una mosquitera deprimentemente vulgar. Zinnias púrpuras y anaranjadas seguían floreciendo al azar contra toda lógica hortícola, en lechos de tierra negra situados a ambos lados de la puerta. «Es extraño que sigan vivas en noviembre», pensó Quentin sin curiosidad. Metió sus manos sin guantes en las mangas del abrigo y las puntas de las mangas bajo los brazos. Aunque hacía suficiente frío como para nevar, comenzó a llover.
Cinco minutos después seguía lloviendo. Quentin volvió a llamar a la puerta, antes de empujarla ligeramente. Se abrió unos milímetros y una oleada de aire cálido surgió del interior. El cálido olor afrutado de la casa de un extraño.
—¿Hola? —gritó Quentin. James y él intercambiaron una mirada, antes de volver a empujar la puerta hasta abrirla del todo.
—Dale otro minuto —sugirió James.
—¿Quién hace entrevistas a domicilio en su tiempo libre? —preguntó Quentin—. A lo mejor es un pedófilo.
El vestíbulo estaba oscuro y silencioso, sembrado de alfombras orientales. Aún en la entrada, James volvió a pulsar el timbre. Nadie contestó.
—Creo que no hay nadie —sentenció Quentin.
El que James no se atreviera a entrar hizo que repentinamente sintiera ganas de adentrarse un poco más en la casa. Si aquel entrevistador resultaba ser el guardián del país mágico de Fillory, era una lástima que no llevara un calzado más práctico.
Frente a ellos, una escalera conducía al piso superior. A la izquierda se vislumbraba un comedor frío y polvoriento, con muestras de usarse poco; a la derecha, un acogedor estudio con sillones tapizados de cuero y un enorme armario de madera oscura del tamaño de un guardarropa encajado en un rincón. Interesante. Un viejo mapa náutico y una ornamentada brújula rosada decoraban media pared. Tanteó los muros buscando el interruptor de la luz, hasta que tropezó con el respaldo de una silla de mimbre, pero no se sentó.
Todas las persianas estaban echadas. La oscuridad era más parecida a la de una casa con las cortinas corridas que a la de la noche, como si el sol se hubiera ocultado en el mismo instante que cruzaron el umbral. Quentin se movió a cámara lenta por el estudio. Volvería al exterior y llamaría de nuevo al timbre. Sí, haría eso. Enseguida. Pero antes echaría otro vistazo. La oscuridad era como una picante nube eléctrica que lo rodeara por completo.
El armario era enorme, lo bastante grande para caber en él, y no parecía cerrado. Apoyó la mano en el pequeño y viejo tirador de bronce. Sus dedos temblaban. Le roi s’amuse. No podía evitarlo, sentía como si el mundo girase a su alrededor, como si toda su vida le hubiera guiado hasta aquel momento y aquel lugar.
Resultó ser un armario para los licores, tan grande que parecía contener las mismas botellas de un bar mediano. Quentin pasó la mano entre las hileras de botellas ligeramente tintineantes y sintió tras ellas la madera seca, rasposa, de la parte posterior del mueble. Sólida. No tenía nada de mágica. Cerró la puerta con la cara ardiendo de vergüenza. Fue entonces cuando miró alrededor para asegurarse de que nadie lo había visto, y descubrió el cadáver en el suelo.
* * *
Quince minutos después, el vestíbulo bullía de gente y actividad. Quentin estaba sentado en la silla de mimbre esperando, como el portador de un féretro en el funeral de alguien a quien no había conocido, y mantenía la coronilla firmemente presionada contra el frío y sólido muro, como si fuera su último punto de contacto con la realidad. James permanecía de pie junto a él, sin saber qué hacer con las manos. No se miraban entre sí.
El anciano seguía tumbado de espaldas en el suelo. Su estómago formaba un montículo redondo de tamaño considerable, y su pelo era una corona gris a lo Einstein. Lo rodeaban tres sanitarios, dos hombres y una mujer: ella era desarmante, inapropiadamente guapa… parecía fuera de lugar en medio de aquella sombría escena. Estaban ocupados, pero no con la típica prisa de una emergencia en la que está en juego una vida, sino de otro tipo, el de una resurrección fallida. Murmuraban en voz baja mientras recogían el material, arrancaban los parches adhesivos y arrojaban los instrumentos contaminados a un contenedor especial.
Con un movimiento que denotaba práctica, uno de los hombres desentubó el cadáver. La boca del anciano quedó abierta y Quentin pudo ver su grisácea lengua. Olió algo que no quiso admitir que fuera el hedor amargo de las heces.
—Esto es malo —susurró James. Y no era la primera vez.
—Sí, muy malo —admitió Quentin. Tenía los labios entumecidos.
Estaba convencido de que si no se movía, nadie podría involucrarlo en aquella situación, así que intentaba respirar lentamente y mantenerse inmóvil. Miraba al frente, negándose a enfocar lo que estaba sucediendo a su alrededor. Sabía que si miraba a James, sólo vería su propia tortura mental reflejada en un infinito laberinto de pánico que no llevaba a ninguna parte. Se preguntó cuándo sería adecuado marcharse. No podía evitar sentirse avergonzado por haber entrado en la casa sin invitación, como si eso hubiera provocado de alguna manera la muerte de aquel hombre.
—No tendría que haberlo llamado pedófilo —dijo en voz alta—. Estuvo mal.
—Muy mal —corroboró James.
Hablaban lentamente, como si fuera la primera vez que lo hicieran y todavía no se hubieran acostumbrado a aquella forma de comunicación.
Uno de los sanitarios en cuclillas junto al cadáver, la mujer, se puso en pie. Quentin la contempló mientras se desperezaba con las manos en los riñones y movía la cabeza de un lado a otro. Después se acercó a ellos quitándose los guantes de goma, que tiró entre la basura que ahora cubría casi todo el suelo de la habitación.
—Bien, está muerto —anunció alegremente. Por su acento, parecía inglesa.
Quentin se aclaró la garganta.
—¿Qué le ha pasado?
—Hemorragia cerebral. Una buena forma de morir rápidamente, si te ha llegado la hora. Y a él le había llegado. Debía de ser un gran bebedor. —Hizo el gesto típico de llevarse un vaso a los labios y vaciarlo.
Sus mejillas estaban sonrojadas de haber permanecido agachada sobre el cadáver. Tendría unos veinticinco años como máximo, y llevaba una camisa azul marino de manga corta y una talla menor de la que necesitaba: la perfecta azafata de un vuelo al Infierno. Quentin deseó que no fuera tan atractiva. Las mujeres poco atractivas eran más fáciles de tratar, no tenías que afrontar el dolor de su probable inaccesibilidad. Pero ella lo era: pálida, delgada e irrazonablemente adorable, con una boca amplia que denotaba buen humor.
—Bueno…, lo siento. —Quentin no sabía qué decir.
—¿Por qué lo sientes? —se extrañó la chica—. ¿Acaso lo has matado tú?
—Bueno, no. Sólo vinimos por una entrevista. Hacía entrevistas para Princeton.
—Entonces, ¿por qué lo sientes?
Quentin dudó, preguntándose si había malinterpretado la premisa de la conversación. Se puso en pie, algo que debería haber hecho cuando se acercó. Era mucho más alto que ella. Incluso en aquellas circunstancias, la chica parecía tener demasiada personalidad para ser una sanitaria. No es que fuera una doctora de verdad ni nada parecido. Quería dirigir la vista hacia su pecho para ver si llevaba una placa con su nombre, pero corría el riesgo de que creyera que sólo pretendía mirarle las tetas.
—En realidad, no es que lo sienta por él concretamente —aclaró Quentin con prudencia—, sino que le doy cierto valor a la vida humana en abstracto. Así que, aunque no lo conociera personalmente, lamento que haya muerto.
—¿Y si era un monstruo? Quizá fuese realmente un pedófilo.
Ella lo miró fijamente.
—Puede. Y puede que fuera una buena persona.
—Puede.
—Usted debe de pasar mucho tiempo entre muertos… —Con el rabillo del ojo vio que James seguía aquel intercambio de palabras con mudo desconcierto.
—No mucho, se supone que tengo que mantenerlos vivos, o eso es lo que nos recomiendan, y la mayor parte de las veces lo consigo.
—Tiene que ser duro.
—Los muertos causan muchos menos problemas.
—Son más callados.
—Exacto.
Su mirada no cuadraba con las palabras que pronunciaba. Estaba estudiándolo.
—Bueno, quizá deberíamos irnos —intervino James.
—¿Por qué tanta prisa? —preguntó ella, sin apartar los ojos de Quentin. A diferencia de la mayoría, parecía más interesada en él que en James—. Creo que ese tipo ha dejado algo para vosotros. —Cogió dos sobres de papel manila, tamaño folio, de una mesita de mármol.
Quentin frunció el ceño.
—No creo. Sólo vinimos para una entrevista.
—Deberíamos marcharnos —lo instó James.
—Te repites —soltó la sanitaria.
James abrió la puerta. El aire frío resultó agradable, real. Era lo que Quentin necesitaba: más realidad y menos de aquello, fuera lo que fuese.
—No, en serio —siguió la chica—. Creo que deberíais llevaros esto, puede que sea importante.
Sus ojos no se apartaban del rostro de Quentin. El día se estaba desvaneciendo alrededor de éste. Hacía frío, la humedad lo calaba hasta los huesos y se encontraba apenas a diez metros de un cadáver.
—Oye, tenemos que irnos —insistió James—. Gracias, estoy seguro de que hicieron cuanto pudieron.
La guapa sanitaria tenía el cabello recogido en dos gruesas trenzas y llevaba una especie de antiguo reloj plateado en la muñeca. La nariz y la barbilla eran pequeñas y afiladas, lo que le daba el aspecto de un pálido, delgado y hermoso ángel de la muerte. Sostenía los dos sobres de papel manila con sus nombres escritos con rotulador grueso. Probablemente fuesen transcripciones, recomendaciones personales… Por alguna razón, quizá porque sabía que James no quería, Quentin aceptó el que llevaba su nombre.
—Bueno, pues adiós —canturreó la chica. Giró sobre sus talones y cerró la puerta. Ellos se quedaron solos.
—Bien… —dijo James. Aspiró profundamente por la nariz y expiró con fuerza por la boca.
Quentin asintió, como si James hubiera dicho algo importante y él estuviera de acuerdo. Caminaron lentamente por el sendero hasta llegar a la acera. Seguía sintiéndose aturdido y no tenía ganas de hablar con su amigo.
—Oye… —dijo James—. Probablemente no deberías llevarte eso.
—Lo sé —reconoció Quentin.
—Todavía puedes devolverlo, ¿sabes? Quiero decir, ¿y si descubren que te lo has llevado?
—¿Cómo van a descubrirlo?
—No lo sé.
—¿Quién sabe lo que contiene? Podría sernos de utilidad.
—Sí, bueno, entonces tenemos suerte de que ese tipo se haya muerto, ¿no? —respondió James irritado.
Llegaron al extremo de la manzana sin añadir nada más, molestos el uno con el otro pero sin querer admitirlo. La acera estaba húmeda y el cielo, blanco por la lluvia. Quentin sabía que probablemente no tendría que haberse llevado el sobre, estaba enfadado consigo mismo por aceptarlo y enfadado con James por no coger el suyo.
—Oye, ya nos veremos —dijo James—. Voy a la biblioteca, a recoger a Julia.
—Vale.
Se estrecharon la mano con formalidad, una despedida extraña. Quentin se alejó lentamente hacia First Street. Un hombre había muerto en la casa que acababa de abandonar, le parecía estar soñando. Comprendió —más vergüenza— que parte de él se sentía aliviado por no tener su entrevista para Princeton.
Anochecía. El sol estaba desapareciendo tras la capa de nubes grises que cubría Brooklyn. Por primera vez en la última hora pensó en todas las cosas que le quedaban por hacer: los problemas de física, el trabajo de historia, responder e-mails, lavar los platos, ir a la lavandería… Todo aquello lo devolvió al reino de la realidad. Tendría que explicarle a sus padres lo que había ocurrido, y ellos, de alguna forma que nunca lograría comprender —y por lo tanto nunca podría refutar adecuadamente—, le harían sentir que era culpa suya. Pensó en el encuentro de James y Julia en la biblioteca. Ella estaría ocupada con su trabajo para el señor Karras sobre la civilización occidental, un proyecto de seis semanas que tenía obligatoriamente que terminar en dos días y dos noches sin dormir. Por intensamente que deseara que fuera suya y no de James, no se le ocurría cómo conseguirlo. En su fantasía más plausible, James moría de una forma inesperada e indolora, dejando que Julia sollozara suavemente en sus brazos.
Mientras caminaba, Quentin abrió el cierre del cobre de papel manila y se dio cuenta de inmediato de que no se trataba de una recomendación o un documento oficial de algún tipo. El sobre contenía un bloc de notas de aspecto antiguo, con las esquinas aplastadas, gastadas hasta dejarlas suaves y redondeadas, al igual que la cubierta.
En la primera página, escrita a mano y con tinta, se podía leer:
LOS MAGOS
Sexto libro de Fillory y Mucho Más
La tinta se había vuelto marrón con el tiempo. Los magos no era el título de ninguna novela de Christopher Plover que él conociera, y cualquier fan de la serie sabía que sólo existían cinco libros de Fillory.
Al pasar la página, una hoja doblada de papel blanco cayó del cuaderno de notas y fue arrastrada por el viento. Por un instante quedó pegada contra una verja de hierro, antes de que el viento la arrastrara de nuevo.
Aquella manzana tenía un jardín comunitario, un triángulo de tierra demasiado estrecho y con una forma demasiado extraña para que un constructor pudiera aprovecharlo. Con los derechos sobre la propiedad perdidos en algún agujero negro de ambigüedad legal, hacía años que un colectivo de vecinos emprendedores había sustituido la típica arena ácida de Brooklyn por la fértil y rica tierra del estado. Durante cierto tiempo cultivaron calabazas, tomates y bulbos en primavera, creando pequeños jardines japoneses, pero al final lo abandonaron y las malas hierbas urbanas echaron raíces inmediatamente, ahogando poco a poco a sus exóticas competidoras, mucho más débiles. La nota revoloteó hasta esos espesos y enmarañados matorrales, y desapareció entre ellos.
En esa época del año, todas las plantas estaban muertas o moribundas, incluidas las malas hierbas, y Quentin se abrió paso entre ellas, con los secos tallos aferrándose a sus pantalones y crujiendo como cristal roto bajo sus zapatos de cuero. Por su mente cruzó la posibilidad de que en la nota estuviera escrito el número de teléfono de la sanitaria. El jardín era estrecho pero sorprendentemente alargado, y contaba con tres o cuatro árboles de buen tamaño. Cuanto más avanzaba, más oscuro y cubierto de maleza se volvía.
Vislumbró la nota por encima de él, aplastada contra un enrejado incrustado de parras muertas, pero podía volver a ser arrastrada por el viento antes de que pudiera alcanzarla. Sonó su teléfono móvil: era su padre. Quentin lo ignoró. Por el rabillo del ojo creyó ver algo revoloteando tras unos helechos largos y pálidos, pero cuando volvió la cabeza ya había desaparecido. Siguió adelante, pasando entre restos de gladiolos, petunias y girasoles que le llegaban al hombro, y rosales de tallos secos y quebradizos llenos de flores congeladas.
Supuso que había recorrido una distancia suficiente como para llegar hasta la Séptima Avenida, pero se adentró todavía más en la espesura, luchando contra lo que le parecía flora tóxica. Lo único que le faltaba, envenenarse con una maldita hiedra venenosa. Era extraño ver surgir tallos verdes aquí y allí, entre tanta planta muerta. A saber de dónde obtendrían su sustento. Percibió un aroma dulzón en el aire.
Se detuvo en seco. De repente, reinaba el silencio. Nada de bocinas de coches, ni estéreos, ni sirenas. Incluso su teléfono había dejado de sonar. Hacía mucho frío y tenía los dedos entumecidos. ¿Qué hacer? ¿Seguir adelante o volver atrás? Atravesó un seto, cerrando los ojos y empujando los tallos rasposos con la cara. Tropezó con algo, una piedra. Sintió unas ligeras náuseas. Estaba sudando.
Cuando abrió los ojos, se encontraba en el límite de una enorme extensión de prado verde, perfectamente llano y rodeado de árboles. El olor de la hierba fresca era muy intenso. El sol le calentaba la cara.
Pero el sol estaba en un ángulo equivocado y el cielo era de un añil cegador. ¿Dónde diablos se habían metido las nubes? Su oído interno zumbó enfermizamente. Contuvo la respiración unos segundos, antes de expeler el frío aire invernal y aspirar el cálido aire de aquel lugar. Estaba saturado de polen en suspensión. Estornudó.
A cierta distancia, más allá del amplio prado, se erguía un enorme conjunto de piedra color miel y pizarra gris, adornado con chimeneas, gabletes, torres, tejados y subtejados. En el centro, sobre la casa principal, podía distinguirse la alta y majestuosa torre de un reloj, que a Quentin le pareció ajena a lo que, por otra parte, parecía una residencia privada. El reloj era de estilo veneciano: un solo círculo con veinticuatro horas señalizadas con números romanos. Entre la casa y el prado se extendía toda una serie de terrazas, huertos, setos y fuentes.
Quentin estaba casi seguro de que, si se quedaba inmóvil unos segundos, todo volvería a la normalidad. Esperó esos segundos. Se preguntó si estaba sufriendo algún tipo de desorden neurológico. Miró cautelosamente por encima del hombro, pero tras él no vio el menor rastro del jardín, sólo unos grandes y frondosos robles, vanguardia de lo que semejaba un espeso bosque. Notó una gota de sudor deslizarse desde la axila izquierda. Hacía calor.
Quentin dejó la mochila en el suelo y se quitó el abrigo. Un pájaro trinó lánguidamente en medio del silencio. A unos veinte metros de distancia, un adolescente alto y delgado recostado contra un árbol se estaba fumando un cigarrillo.
Parecía de la misma edad de Quentin. Llevaba una camisa de cuello abotonado y rayas muy finas de un pálido color rosa. No lo miraba, sólo daba largas caladas a su cigarrillo y lanzaba el humo al aire del verano. El calor no parecía molestarlo.
—¡Hola! —gritó Quentin.
El chico le echó un vistazo y alzó el mentón a modo de saludo, pero no respondió.
Quentin se acercó, fingiendo tanta despreocupación como le era posible, no quería dar la impresión de alguien que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo allí. Sudaba como un demonio incluso sin su abrigo. Se sentía como un explorador inglés con demasiada ropa encima, intentando impresionar a un escéptico nativo del trópico. Pero tenía que hacerle unas cuantas preguntas.
Se aclaró la garganta.
—¿Estamos… estamos en Fillory? —preguntó Quentin, entornando los ojos a causa del sol.
El joven miró muy serio a Quentin. Dio otra larga calada a su cigarrillo y sacudió lentamente la cabeza mientras exhalaba el humo.
—No —respondió—. Estamos en el estado de Nueva York.