—No me gusta. —Halcón de las Estrellas frunció el ceño mientras examinaba la ciudad que divisaba abajo.
Junto a ella, Ram cruzó los grandes brazos para calentarse. Parecía inmenso en las capas desvaídas de su tela a cuadros púrpura, la cara grande, casera, enrojecida por el frío.
—Todo parece tranquilo —objetó, con dudas.
La mirada gris de Halcón de las Estrellas se deslizó de costado hacia él.
—Muy tranquilo —aceptó—. Pero ni una sola de esas chimeneas tiene humo. —Señaló hacia adelante y un copo perdido de nieve casi en polvo, desprendido de las ramas de pino que había sobre su cabeza, se metió en la tela de sus puños—. Esta nieve ha caído hace dos noches y nada ha pasado sobre ella desde entonces, ni en la calle ni desde las casas que quedan más allá.
Ram frunció el ceño y se agachó.
—Tenéis razón, muchacha. Vuestros ojos son más agudos que los míos, pero fui tonto al no darme cuenta. Hay huellas alrededor de los muros, ¿verdad?
—Ah, sí —dijo Halcón de las Estrellas, con suavidad—. Hay huellas. —Se dio la vuelta, dejándose caer desde la loma que miraba hacia el pequeño valle en el que quedaba la villa de Foonspay. Los pies se le deslizaron sobre el polvo resbaloso de la nieve; aunque daba los pasos cuando quería, el descenso era difícil. Ram perdió pie dos veces y cayó entre grandes nubes de polvo volátil; de todos modos, le ofreció el brazo para que se apoyara con galantería sumisa cada vez que el terreno se elevaba.
Había nevado la noche que pasaron en la posada del Pavo Real. Luego lluvia y más nieve. El camino, tal como era, se había puesto escarchado y traicionero y perdieron la mayor parte de un día atravesándolo; hasta el esfuerzo de dar un paso les cansaba. Alrededor de ellos, los bosques permanecían en silencio, un silencio que ponía los nervios de Halcón de las Estrellas al rojo vivo. Había descubierto que estaba siempre alerta, siempre escuchando, esperando un sonido, cualquier sonido. Pero no había caído nieve empujada por el paso de una ardilla sobre las grandes ramas negras de los pinos; ningún conejo había chillado en los dientes de un zorro. Durante dos noches, ni siquiera los lobos aullaron; en sus caminatas de exploración a ambos lados del camino, Halcón de las Estrellas no había visto ningún rastro de pájaros o animales.
Había algo en los bosques, algo ante lo cual hasta los lobos corrían en silencio.
Los otros también lo sentían. Delante, podía ver las seis mulas y el burro con manchas oscuras en la blancura marmórea de la nieve, el azul vívido de la chaqueta a cuadros de Orris, el negro primitivo de Anyog y los cuadros verdes y castaños de Gacela, un montoncito apretado de colores, unidos en el miedo. Todos saltaron cuando Ram emergió entre los árboles.
—La ciudad está desierta —dijo ella cuando él se aproximó—. Los edificios continúan de pie, pero la Madre sabe lo que está dando vueltas por aquí. Salgamos. Luego, Ram y yo la exploraremos.
Los hermanos asintieron pero ella vislumbró la duda en sus caras. Orris, porque muy adentro, en su corazón, sentía que él debería estar dando las órdenes, a pesar de que sabía que Halcón de las Estrellas era superior en cuestiones de defensa; Ram, porque lo sabía también y consideraba que una mujer no debería ocuparse de esas cosas.
Mientras ella abría el paso con cautela por la suave pendiente del camino, se detuvo a pensar que, probablemente, la mayor parte de las mujeres se hubiera sentido halagada por la forma en que el hombrón quería protegerla. Ella lo encontraba irritante, como si él creyera que ella era incapaz de protegerse a sí misma y todavía más, porque era una actitud inconsciente y bien intencionada. Lobo del Sol, pensó, echando una mirada por sobre su hombro al silencio antinatural de los bosques, la había ayudado a salir de problemas, pero siempre suponía que ella podía hacer su parte de la lucha sola.
Halcón de las Estrellas examinó el cielo, que estaba más oscuro de lo debido para la hora del día, luego miró por encima de su hombro de nuevo, un hábito que había adquirido en estos días. Por delante de ellos, las paredes de piedra y los techos cubiertos de nieve de la ciudad se hacían cada vez más grandes y ella pasó sus ojos sobre ellos, buscando algún signo, alguna marca. La espalda se le erizaba. Las persianas de varios edificios estaban rotas y desgarradas, las marcas amarillas contra el gris del tiempo en la madera. Tropezó, resbaló y los pies rompieron la costra de nieve. Se aferró de la montura de la mula que llevaba para equilibrarse. Detrás de ella, los demás hacían lo mismo. El mundo estaba en silencio a no ser por las maldiciones de Orris y el crujido de los cascos y botas en la nieve. Los edificios oscuros parecían mirarlos con ojos sombríos a través de la luz teñida de malva.
La voz de Orris sonó horriblemente alta.
—¿Queréis explorar esa casa grande ahí en el centro de la ciudad? La puerta está cerrada y las persianas intactas. Habrá lugar para nosotros y para los animales.
—Parece buena idea —aceptó Halcón de las Estrellas—. Ram…
La mula que estaba junto a ella sacudió la cabeza para librarse de su mano y se puso en dos patas con un alarido desgarrado. Halcón de las Estrellas se dio vuelta al instante y estudió el silencio de los árboles que tenían a sus espaldas.
Llegó tropezando desde los bosques con ese paso extraño y tambaleante, la cabeza sin ojos girando sobre el cuello ondulante. Halcón de las Estrellas gritó:
—¡Nuuwas! —Y mientras tanto, Orris también gritaba y señalaba, señalaba mientras otras tres formas se arrastraban desde los arbustos escarchados de los bosques que los rodeaban. Halcón de las Estrellas maldijo en voz alta, aunque ya sabía por lo que había dicho Anyog en el Pavo Real que podía haber muchos juntos y arrojó a Anyog la brida de la mula—. ¡A la casa grande! —ordenó a los demás—. Y por amor de Dios…
Luego vio algo más, un movimiento en los arbustos alrededor de los bordes de los bosques, y oyó que Anyog murmuraba:
—¡Bendita Trinidad!
Gacela dio un alarido.
Halcón de las Estrellas nunca había visto tantos nuuwas juntos. No menos de veinte se balanceaban en la nieve en un galope cortado, los brazos deformes girando para mantener el equilibrio. Ella se lanzó hacia adelante para alcanzar al resto del grupo, lo más rápido que pudo y que se atrevió; sus botas rompían las costras enterradas de la nieve y el pánico le calentaba las venas como brandy barato. Sus recuerdos le arrojaron de vuelta a su niñez, su huida a gritos hacia las paredes del convento con la cosa que gruñía y mordía en el aire tropezando a sus espaldas, confundida con las criaturas que la perseguían ahora. Había una lentitud horrenda en la huida, como las carreras de los sueños. Los nuuwas se caían y se levantaban y se caían de nuevo, acercándose a ellos, terribles, inexorables.
Como en un sueño, vio cada detalle, vívido, sobrenatural, los dientes deformes, sin color en las bocas abiertas; las cuencas podridas de los ojos, cerradas con cicatrices sucias; las heridas abiertas que manchaban la piel floja.
Delante, Gacela cayó por décima vez. Ram la puso de pie, arrastrándola y cayó a su vez. Halcón de las Estrellas se detuvo para dejar que fueran por delante, los maldijo, llamándoles par de papanatas de pies planos y calculó que si seguían avanzando con esa lentitud, ninguno llegaría a salvo.
Las paredes se levantaban como acantilados; vio los huesos esparcidos de humanos y animales medio cubiertos de nieve en las calles. Adivinó que los nuuwas más cercanos, los que se acercaban a ella, estaban a pocos metros. Sus gruñidos atronaban detrás y las burbujas turbias de su aliento húmedo parecían llenarle los oídos. Pensó en darse la vuelta y pelear. Una vez que se detuviera, podía llevarlos con ella y los demás seguirían adelante…
Al diablo con eso, pensó indignada. No soy un pedazo de carne para que lo arrojen a los lobos… Santa Madre; pero sé lo que puedo usar como pedazo de carne…
Aulló:
—Anyog, ¡deteneos, deteneos!
El viejo se detuvo junto con todo el grupo y las mulas siguieron adelante aullando. Gacela resbaló de nuevo y cayó sobre las rodillas en la nieve espesa. Halcón de las Estrellas volvió a gritar:
—¡Los demás, seguid! ¡Anyog, traedme una de esas mulas! ¡Ya mismo!
—¿Qué vas a hacer…? —empezó Orris.
¡Discutir, Santa Madre!, pensó Halcón de las Estrellas con la indignación que le quedaba.
—Maldición, corred —les aulló.
—Pero…
—¡Moveos!
Anyog ya estaba a su lado, arrastrando uno de los animales que gritaba y se retorcía en la brida. Por un momento, no supieron si Orris iba a hacerles matar con sus deseos de seguir discutiendo pero el anillo cada vez más cercano de nuuwas alrededor de él pareció decidirlo. Arrojó todo su peso contra las mulas que llevaba. Ram arrastró a Gacela para que se pusiera de pie y pelearon por seguir adelante en la nieve, como un par de borrachos.
Jadeante, la cara blanca como su sucia gorguera bajo la barbita en punta, Anyog consiguió poner una mula al alcance de Halcón de las Estrellas. Los nuuwas estaban ya muy cerca, aullando mientras resbalaban en la nieve y la baba escapaba de sus bocas. Halcón clavó su espada con la punta hacia abajo en la nieve, sacó la daga de su cinturón y tomó la cabeza de la mula. Anyog se dio cuenta de lo que quería hacer y agregó su peso para bajar la cabeza del animal. La mula retrocedió y el acero mordió con fuerza la gran vena del cuello.
Halcón de las Estrellas volvió a envainar la daga sangrienta y sacó la espada de la nieve antes de que la bestia cayera. La mula rodó por el suelo, jadeante en su agonía, y la sangre salpicó por todos lados, brillante y deslumbradora contra la blancura de la nieve. Halcón de las Estrellas y Anyog volvieron a correr hacia la ciudad; Anyog corrió como una gacela durante dos pasos, luego fue más rápido que su propio equilibrio y cayó en un montón de huesos.
Halcón de las Estrellas le vio caer por el rabillo del ojo al mismo tiempo que veía derrumbarse al primer nuuwa enloquecido sobre la mula que gemía. El olor de la sangre fresca llevaba hacia allí a las criaturas que ya empezaban a arrancar pedazos de la carne viva y humeante de la mula. Anyog se puso de pie como pudo, sin llamar a Halcón de las Estrellas ni pedirle que se detuviera y siguió adelante tras ella. No era momento para esperarse uno al otro. Eso sólo serviría para que murieran los dos juntos.
Halcón de las Estrellas oyó como los nuuwas mordían y masticaban detrás de ella y también el crujido de los pies tambaleantes del viejo en la nieve. Los vio de costado, uno tan cerca que la alcanzaría antes de llegar al acantilado negro del edificio y dos un poco más atrás. Se dio la vuelta formando un arco brillante con la espada en la luz difusa y leve.
El nuuwa cayó ante la hoja cortante, sangre y tripas saliendo por la herida en el vientre. Luego, se arrojó sobre ella de nuevo, abriendo y cerrando la boca y aferrando sus propias entrañas mientras otro llegaba tambaleándose desde el costado. Había otros cerca, pensó ella mientras despachaba al primero. Un instante de retraso y los tendría a todos encima. Dos cayeron sobre ella simultáneamente. Mientras cortaba la cabeza del que tenía adelante, el peso del segundo la golpeó desde atrás, el olor la rodeó, terrible y sucio, mientras los grandes dientes desgarraban el cuero de su chaqueta. Se retorció, cortando, peleando contra la locura del pánico que la invadía ante la cosa burda y deforme que la estaba atacando. A lo lejos, podía oír los aullidos desesperados de Anyog. El peso de las garras en la espalda la tumbó; no podía alcanzar al nuuwa con la espada. La boca gimiente, babosa, atacó la parte baja de su cabeza. Con un movimiento de torsión final, Halcón de las Estrellas se liberó de su chaqueta y corrió frenéticamente entre las casas.
El bulto gris de la casa más grande en la ciudad se alzó amenazante frente a ella, quebrado por la boca negra de una puerta rodeada de un grupo de mulas aterrorizadas. Unos pasos crujientes le llenaron los oídos, tropezando tras ella con un jadeo gimiente en cada respiración. Los escalones de la casa sonaron bajo sus pies. La voz de Orris aullaba maldiciones a las mulas y por el rabillo del ojo, Halcón de las Estrellas vio al primero de sus perseguidores, no un nuuwa, sino Anyog, que arrastraba una de esas cosas sucias, aferrada a él, terca, sin soltarse.
Anyog cayó sobre los escalones, casi a los pies de Halcón delas Estrellas, con la boca hambrienta y sucia del nuuwa llena de sangre de su costado. Halcón de las Estrellas saltó hacia atrás, la espada brillante en la penumbra gris del atardecer y la dejó caer como un hacha sobre los cuerpos retorcidos. El resto de los nuuwas venía seis u ocho pasos más atrás. Ella arrastró al viejo y lo arrojó hacia el bulto púrpura y borroso que sabía que era Ram. Unas mandíbulas poderosas sacaron tres centímetros de cuero del talón de sus botas mientras ella atravesaba la puerta. La cerró tras ella y el ruido del portazo fue como un trueno en el edificio vacío.
Los nuuwas aullaron fuera.
Acostaron a Anyog junto al fuego que Gacela se las había arreglado para encender en el gran hogar del vestíbulo de la planta baja. Como Halcón de las Estrellas supuso, el lugar había sido la posada principal de Foonspay y había señales de que gran parte de la población había pasado allí varios días, compartiendo el lugar para protegerse. Mientras ayudaba a Anyog con los instrumentos sustitutos que pudo encontrar —agujas e hilo, agua hirviendo y vino fuerte y barato—, Halcón de las Estrellas se preguntó cuántos de ellos habían muerto antes de que todos lograran escapar y si habían llegado a salvo a algún otro lugar o murieron en el camino.
Ram y Orris sacaron ramas del hogar de ladrillos para iluminar el camino y explorar la oscuridad profunda de los corredores de la posada, mientras Gacela buscaba un lugar para las mulas. Podían oír los gruñidos mortecinos y ululantes de los nuuwas del otro lado de las paredes gruesas y las persianas pesadas. Adentro, todo estaba silencioso, como muerto.
Se decía que los magos sabían curar, que su poder podía limpiar las semillas escondidas de la gangrena, detener la sangre para que la carne se cerrara. Mientras trabajaba, ensangrentada hasta los codos, Halcón de las Estrellas comprendió que haría falta ese poder para salvar la vida del viejo. Contra la oscuridad de su barba, la cara de Anyog tenía menos color que la cera, flaca y hundida. Su larga experiencia había dado a Halcón de las Estrellas el conocimiento íntimo de las marcas de la muerte y vio que estaban allí.
No supo cuánto tiempo trabajó ni cuándo se sentó después junto al viejo, mirando cómo los colores del fuego jugaban sobre la carne sin color de esa cara moribunda. No tenía idea del lugar dónde se encontraban los demás ni le importaba mucho, pensó para sí misma. Tenían sus propias preocupaciones, sobre todo la de mantenerse con vida; ella no tenía por qué preocuparlos con malas noticias. Todos debían de haber supuesto, cuando llevaron al viejo adentro, que moriría pronto.
A su tiempo, los dedos flacos, fríos, que estaban bajo los suyos se movieron y la voz cascada de Anyog murmuró:
—¿Mi paloma guerrera?
—Estoy aquí —dijo Halcón, la voz cuidadosamente neutral en la penumbra quieta, alumbrada por el fuego—. Os llevaremos con vuestra hermana todavía —agregó para alentarlo.
Hubo un pequeño murmullo de risa, seguido instantáneamente por un jadeo todavía más pequeño de dolor. Luego, Anyog murmuró:
—¿Y vos, mi paloma?
Ella se encogió de hombros.
—Nosotras seguiremos.
—Seguir. —Las palabras no eran más que el aire de la respiración—. ¿A Acantilado Peligroso?
Durante un largo rato, ella se quedó callada, sentada con la espalda sobre los ladrillos astillados del hogar, mirando la forma encogida que yacía frente a ella entre las mantas manchadas. Luego asintió y contestó con simpleza:
—Sí.
—Ah —murmuró él—. ¿Qué otro destino podíais esconder con tanto cuidado de la atención de nuestro par de bueyes? Pero ellos tienen razón —murmuró—. Tienen razón. ¡No vayáis allí, niña! Altiokis destruye todo lo que es puro, todo lo que brilla. Os destruirá a vos y a la bella Gacela, sólo por ser lo que sois.
—De todos modos, debemos ir —dijo ella con suavidad.
Anyog meneó la cabeza, los ojos negros se abrieron, resplandecientes de fiebre a la luz del fuego.
—¿No entendéis? —murmuró—. Sólo otro mago puede entrar en la ciudadela, a menos que entréis como esclava o como cautiva. Sólo un mago puede tener esperanzas de trabajar contra él. Sin magia, estáis desarmada frente a él; os atrapará con ilusiones y os llevará con trucos a vuestra propia destrucción. Su poder es viejo; es profundo; no es la magia de la humanidad. Es una magia del mal —murmuró, mientras los párpados se deslizaban de nuevo sobre los ojos brillantes; la carne manchada de negro y veteada con el sufrimiento a su alrededor—. Nadie debe desafiarlo.
Algo se movió en la oscuridad. Halcón de las Estrellas levantó la vista rápidamente. La tensión fría de la batalla saltó a su corazón, pero no vio nada en las sombras impenetrables que cubrían los rincones de la habitación. Con la suavidad de una madre que no quiere perturbar el sueño de su hijo, Halcón sacó las manos de debajo de las de Anyog y se puso de pie. La espada saltó casi por sí misma a sus manos, con el reflejo de muchos años de guerra. Y sin embargo, cuando llegó al arco que llevaba al vestíbulo, no vio nada ni oyó sonido alguno en el corredor.
Cuando volvió junto a Anyog, el viejo estaba dormido; las pequeñas manos blancas, que nunca habían hecho un trabajo más pesado que tocar música o escribir poemas, yacían inmóviles como dos montones de ramas secas sobre el pecho hundido. Ella se aseguró de que un hilo de aliento pasaba todavía por esos labios blancos y se sentó en el mismo lugar que antes y dejó que el silencio a su alrededor se convirtiera en algo así como una paz desesperante. Sabía que Anyog tenía razón: sin la ayuda de un mago, no podría entrar en la ciudadela ni rescatar a Lobo de las garras del Mago Rey. En cierto modo, suponía que ella y Gacela lo habían sabido desde el comienzo, aunque ninguna de las dos quería admitirlo; ninguna quería renunciar a Lobo.
Desde ese silencio, Halcón de las Estrellas buscó la quietud más profunda y la paz de la meditación; puso su mente en el Círculo Invisible, en la música que nadie podía oír. Muchas de las monjas miraban el fuego para empezar el Círculo; Halcón de las Estrellas era demasiado buena como guerrera para cegarse de esa forma, pero había aprendido, en sus largos años como mercenaria, que podía encontrar el lugar para empezar en su propia mente.
El fuego crujía y murmuraba en el hogar y sus colores infinitos jugaban como seda sobre las puntas de los ladrillos, la madera y la piel. Halcón de las Estrellas se percató lentamente de la corriente de aire que se movía por los corredores curvos de la posada oscura, del peso y la fuerza de las vigas en el punto de unión sobre su cabeza y del techo de paja que se derrumbaba, vestido por la plata congelada de la luna. Su conciencia se amplió, como el agua en una llanura que se inunda: conciencia de las mulas, que dormían en la oscuridad de lo que ahora era su establo; de Gacela que lloraba; del paso pesado de los hermanos que exploraban la posada; de los nuuwas que gruñían y gemían afuera y de las estrellas en la noche distante.
Se dio cuenta del momento en que la magia rozó el aire quieto de la habitación.
Llegó hasta ella tan leve como un hilo de música oída sólo a medias, pero tan claro como el perfume de una sola rosa en la habitación oscurecida. No había pensado que la magia pudiera sentirse así. No era nada semejante al brillo del fuego o las terribles telarañas de ilusión tejidas por el Mago Rey y transmitidas por cuatro generaciones de rumores aterrorizados. Era una cosa muy simple, como el aura de brillo que a veces le había parecido ver alrededor de la hermana Wellwa, semejante a la meditación, pero activa, en lugar de quieta.
Oyó la voz temblorosa, baja, del tío Anyog, murmurando encantamientos de curación.
Después de un rato, volvió de la meditación. La voz murmurante de Anyog continuó un tiempo, luego se calló. Sin el cambio en su conciencia, en su profunda visión de las cosas, tal vez habría pensado que desvariaba de fiebre y tal vez él había contado con eso. Estaba quieto ahora; los ojos abiertos reflejaban el brillo del fuego como velas en una habitación oscura. Ella se movió hacia él y puso su mano en la suya.
—Vos sois mago —dijo suavemente—, ¿no es cierto?
Un ruido áspero, como un sollozo, se escapó de la garganta de Anyog.
—¿Yo? ¡Nunca! —Los dedos secos se encogieron bajo los de ella, sin fuerza para aferrarlos—. Una vez pensé…, pensé… Pero tuve miedo. Miedo de Altiokis, miedo de la Gran Prueba misma. Me escapé, dejé a mi maestro, fingí amar más otras cosas. La música, los poemas, tenía miedo de que alguien sospechara. Acumulé pequeños pedacitos de poder, consumido por los sueños de lo que pude haber tenido.
Los ojos brillantes de fiebre la miraban con fijeza, brillantes e inquietos. Por encima, las maderas crujieron con el paso pesado de los hermanos. En algún lugar en la oscuridad, una mula se movió junto al forraje.
—Mi paloma guerrera —murmuró él—. ¿Qué buscáis con el Mago Rey? ¿Qué es ese sueño que veo en vuestros ojos, ese sueño que vais a seguir hasta vuestra propia destrucción en la ciudadela?
Halcón de las Estrellas meneó la cabeza, empecinada.
—No es un sueño —replicó en voz baja—. Es mi jefe; Altiokis lo tiene prisionero.
—Ah. —El aliento salía leve de los labios azules—. Altiokis. Mi niña, él no deja escapar con facilidad a los que ha cogido. Incluso si pudierais encontrar un mago, un mago verdadero que os ayudara, no viviríais lo suficiente para morir junto a vuestro capitán.
—Tal vez no —dijo Halcón de las Estrellas con calma y se quedó en silencio por un tiempo, mirando el brillo hundido del hogar. Las llamas se habían apagado y sólo quedaba el calor profundo, tembloroso de las brasas, más poderoso que el fuego, pero invisible. Finalmente, Halcón de las Estrellas prosiguió—: ¿Y fuisteis feliz al abandonar vuestro sueño por vuestra seguridad, Anyog?
La cara maltratada se dobló un segundo, con dolor, luego se quedó quieta de nuevo. Ella pensó que dormía, pero después de un largo silencio, los labios del anciano se movieron. La voz era débil y se detenía con frecuencia.
—Ese hombre que buscáis —murmuró—. Debéis de amarlo más que a vuestra vida.
Halcón de las Estrellas desvió la vista. Las palabras atravesaron su mente como el crujido de una espada en la carne, súbitas, violentas, y ella se dio cuenta de que Anyog había dicho la verdad. Era una verdad que había escondido de los otros guerreros en la tropa de Lobo del Sol, de Lobo del Sol mismo y de su conciencia de mercenaria; sin embargo, no se sorprendió por saberlo ahora. Durante años se había dicho a sí misma que lo que sentía era la lealtad que un guerrero debía a su capitán y eso, al menos, le había ahorrado los celos de las numerosas concubinas de Lobo. Desde niña sabía que era fea y Lobo siempre elegía muchachas hermosas.
Pero ella no era la única que le amaba más que a la vida.
Apretó los dientes con fuerza ante la amargura y miró con los ojos secos y abiertos la oscuridad. Ahora que dicho sentimiento había sido descubierto, ya no podía desconocerlo, pero entendía las razones por las que había trabajado para engañarse a sí misma casi desde el principio. Cualquier cosa era mejor que el vacío de esta desesperación.
La voz de Ram hizo un eco en la cocina de la posada, a través de la puerta entreabierta que llevaba a la habitación común donde estaba Halcón de las Estrellas. Decía algo a Orris, algo acerca de cerrar las persianas con más fuerza y Halcón de las Estrellas suspiró. Que sus sentimientos hacia Lobo del Sol fueran la lealtad de un soldado o el amor de una mujer, que él lo supiera o no, que hubiera muerto o estuviera vivo todavía, ninguna de esas cosas alteraba la situación más inmediata: estaba atrapada en una posada con varios nuuwas que golpeaban y masticaban afuera. Lo primero es lo primero, se dijo con amargura mientras se levantaba. Habrá tiempo para enredarse con el amor y la magia, si estás viva mañana a esta hora.
Encontró a los hermanos conferenciando en las sombras junto al hogar frío y vasto de la cocina; la luz de la antorcha de Orris arrojaba reflejos sobre los ojos brillantes de los dragones en los fondos de cobre de las ollas y sobre el agua potable en la vasija de piedra. Se podía oír a los nuuwas afuera, raspando y mordiendo los marcos de las ventanas; los alaridos ásperos, quebrados de tanto en tanto por largos gemidos desgarradores.
—¿Cómo está? —preguntó Orris.
Halcón de las Estrellas meneó la cabeza.
—Mejor de lo que parece —replicó—. Hace un rato hubiera apostado a que estaría muerto a esta hora y habría perdido mi dinero. ¿Todo está seguro por aquí?
Los dos parecían muy sorprendidos. Orris se recobró primero y dijo que creía que las persianas aguantarían el embate de los nuuwas.
—Pusimos cuñas en algunas de las persianas de la planta baja —agregó—. Dios sabe que hay bastantes hachas y cuñas en la habitación de la leña, aunque hay poca leña. Pero en cuanto a cómo vamos a salir de este agujero…
—Nos arreglaremos —dijo Halcón de las Estrellas—. Si ocurre lo peor, podemos poner al tío Anyog en una de las mulas y dejar el resto como carnada…
—¿Pero y las pieles? —protestó Orris, horrorizado—. ¿Y la mercancía? Todo el comercio del verano…
—Mamá nos va a matar —agregó Ram.
—Tendrá que ponerse en cola para hacerlo. Yo estoy primero —le recordó Halcón de las Estrellas, levantando el dedo hacia las ventanas cerradas—. ¿Dónde está Gacela?
Encontró a Gacela en el salón que habían convertido en establo, acurrucada en las sombras entre los paquetes de pieles, la cara hundida entre las manos. Halcón de las Estrellas se guió por el sonido ahogado de su llanto porque la habitación y el largo corredor desde la habitación común estaban muy oscuros. Halcón se quedó de pie, oculta junto al arco negro de la puerta, escuchando ese sonido horrible y ahogado; su instinto le decía que se acercara a Gacela y le ayudara a dominar sus miedos, pero la nueva conciencia que le habían traído las palabras de Anyog se lo impedía.
Amaba a Lobo del Sol. Lo amaba no como un guerrero ama a su jefe, sino como una mujer ama a un hombre; y no podía concebir el amor por un hombre que no fuera él.
Su infancia le había enseñado que el amor significaba la sumisión de la voluntad de uno a la de otro. Había visto cómo su madre se inclinaba indefectiblemente ante los deseos de su padre, a pesar del amor que había habido entre los dos. Recordaba a esas muchachas que habían competido en humildad para convertirse en las esposas de sus hermanos, cocinándoles pan, limpiando sus casas, abandonando el brillo de su juventud para dar a luz y criar sus hijos. Había visto a Gacela y a todas esas otras muchachas anteriores, suaves, suplicantes, muchachas que habían sido esclavas de Lobo del Sol, las hubiera comprado con dinero o no.
Algunas veces Lobo del Sol le había pedido que hiciera cosas que no le gustaban. Pero sus peticiones nunca dejaron de tener sus razones, y las razones siempre habían sido honestas. De su discípula, se había convertido en su amiga, tal vez la amiga más cercana que tenía. A pesar de la camaradería fácil que reinaba entre él y sus hombres, había una parte de sí mismo que les escondía, esa parte que hablaba de teología en las largas tardes de invierno o arreglaba y volvía a arreglar las piedras en un jardín hasta que satisfacían su sentido de la quietud y la perfección. A ella le había mostrado esa parte, solamente a ella.
Y sin embargo, esa muchacha era su mujer.
Mi rival, pensó Halcón de las Estrellas, con una punzada de disgusto amargo. ¿A eso vamos a llegar, yo y esta mujer con la que compartí una docena de campamentos en las montañas? ¿Mi compañera de peligros, que dividió las guardias conmigo y discutió los precios con los posaderos? ¿Vamos a terminar tirándonos del pelo, como un par de muchachas de aldea que pelean por el afecto de uno de los patanes del pueblo?
La idea le parecía horrenda, como los recuerdos bajos y sucios de las novias de sus hermanos mayores y sus subterfugios baratos para ganarse bailes con ellos en las ferias.
Y en realidad, ¿qué me ha quitado Gacela? Nada que yo haya tenido. Quebré mis votos por Lobo del Sol y después quebré mi cuerpo para aprender de él las duras artes de la guerra. Nunca me arrepentiré de eso, nunca me quiso como su mujer ni siquiera desde el principio.
¿No es suficiente que me tenga por amiga?
La mujer que había en ella recordó cómo Gacela había apoyado sus manos livianas sobre los anchos hombros de Lobo del Sol y besado la parte de la cabeza donde el cabello ya raleaba. No, no era suficiente.
Y sin embargo, comprendía también, con curiosa claridad, que Gacela poseía todas las cosas que le faltaban a ella: suavidad, capacidad para recibir amor sin desconfiar de los motivos del que se lo daba, la gentileza que cede y el vestido mágico de su belleza que la hacía preciosa ante los ojos de Lobo del Sol.
Sería más fácil, reflexionó ella, si Gacela fuera una perra malcriada y ambiciosa. Entonces, al menos, sabría qué sentir. Pero entonces, claro, Lobo no la habría elegido. Y la muchacha no habría vendido todo lo que tenía y dejado la seguridad y la comodidad para buscarlo en medio de los peligros de la ciudadela de Altiokis.
Gacela tenía dieciocho años, estaba maltratada y muy asustada; fue eso, más que cualquier consideración hacia Lobo del Sol, lo que hizo que Halcón se acercara finalmente a ella para consolarla entre brazos incómodos y desacostumbrados.
A pesar de su cansancio, Halcón de las Estrellas durmió mal esa noche después de su guardia. Las palabras de Anyog volvían a ella una y otra vez: Debéis de amarlo más que a vuestra vida… Sólo otro mago puede entrar en la ciudadela… Sólo un mago… Su poder es viejo; es profundo… Una magia del mal, que no se puede desafiar…
Nunca te enamores y nunca te mezcles con la magia…
En sus sueños, se descubrió tropezando por salones llenos de sombras encantadas, donde los troncos de los árboles partían las piedras de las paredes derrumbadas y las ramas se arrastraban en el agua que formaba pequeñas lagunas sobre los suelos resbaladizos. Estaba buscando a alguien, a alguien que podía ayudarla, y era terriblemente importante que lo encontrara antes de que fuera demasiado tarde. Pero nunca antes había buscado la ayuda de nadie; siempre había peleado sus batallas sola: no sabía qué palabras debía emplear para pedir ayuda. En la oscuridad, oyó los pequeños pasos de la hermana Wellwa que se alejaban, vio el brillo pálido de la gorguera blanca y manchada de Anyog. Y detrás de ella, desde las curvas llenas de enredaderas de los corredores, llegaban otros sonidos: cuerpos que tropezaban y aliento áspero, húmedo. Corrió para romper la fuerza del suelo y despertarse, pero estaba demasiado cansada; los sonidos babosos, sucios parecían más cercanos en la oscuridad.
Con un esfuerzo muy grande, abrió los ojos y vio a Gacela sentada sobre el hogar, inclinada para escuchar las palabras que murmuraba el tío Anyog. El color rojo del fuego hundido destacaba su cara contra un borde color rubí; los labios parecían tensos y secos. El aire de la habitación estaba cargado y maloliente. A través de la confusión del despertar, Halcón de las Estrellas oyó que Ram y Orris hacían sus rondas en alguna parte de la posada, ruidos suaves, torpes, voces que discutían. El tío Anyog calló y Gacela se inclinó para limpiar el sudor que mojaba las mejillas hundidas.
Luego, se puso de pie y se colocó la capa a cuadros sobre el vestido blanco, que era todo lo que llevaba encima. Su cabello suelto brillaba con rastros de ámbar y rojo en la luz moribunda. Halcón de las Estrellas le preguntó, confusa:
—¿Adónde vas?
—A buscar un poco de agua —dijo Gacela, mientras ponía la mano en la puerta de la cocina para abrirla.
Había una fuente allí, recordaba Halcón de las Estrellas; su mente cansada se movía con lentitud. La vio cuando hablaba con Ram y Orris, de pie junto a la monstruosa oscuridad de la chimenea…, la chimenea…
Su grito de «¡No!» se ahogó en el grito de Gacela cuando abrió la puerta.
Halcón de las Estrellas pensó después que seguramente ya estaba de pie y corriendo cuando Gacela gritó. Tomó la manta como escudo; eso y los pliegues espesos de la capa que Gacela todavía tenía alrededor de su cuerpo fueron suficientes para enredar al primer nuuwa y salvar a Gacela de su ataque apresurado. El segundo y el tercero entraron tropezando sobre el monstruo que se retorcía, aullando sobre el umbral. Halcón de las Estrellas decapitó a uno mientras se le acercaba, luego giró violentamente para cortar al otro que había arrancado un trozo de carne del brazo de Gacela. La cabeza salió saltando y rodando, con la boca sangrienta todavía abierta, las manos aferrando a la muchacha como si todavía pudiera devorarla.
Halcón de las Estrellas pateó la puerta para cerrarla y giró el cerrojo mientras veía otro movimiento, una lucha y un jadeo cerca del hogar.
Cuando se dio la vuelta, Ram y Orris ya estaban soltando la cosa que aferraba a Gacela. A la luz de la antorcha de Ram, la criatura aparecía cubierta de una suciedad que formaba un barro negruzco, mezclado con sangre derramada. Gacela estaba inconsciente. Por un momento, casi descompuesta, Halcón de las Estrellas pensó que estaba muerta.
Lobo no me perdonará por esto…
Mi rival…
¿Fui deliberadamente lenta?
Santa Madre, ¡con razón dicen que no es profesional estar enamorada! ¡Acaba con tu instinto de lucha!
—Vienen por la chimenea —dijo. Ram estaba de pie. No podían haber pasado más de sesenta segundos desde el momento en que Gacela había abierto la puerta—. Están en el tejado.
Con una rapidez sorprendente para su tamaño, Ram se situó junto a la ventana más cercana, mirando a través de un agujero en la persiana a la leve luz de la luna de fuera. Desde dentro de la cocina, llegaba un crujido y una mezcla vasta de sonidos; los grandes cerrojos de la puerta se combaron bajo el peso terrible de los cuerpos.
—¿Podemos romperlo? —preguntó Ram, dándose la vuelta. Un punto de luz de luna yacía como una pequeña moneda sobre su mejilla de huesos chatos, sin afeitar.
—¿Estás loco? —preguntó Orris con voz ronca—. Van a caer del techo para atraparnos.
—No si prendemos fuego a la posada…
—Escucha, estúpido carcomido por los gaums, tienen que haber dejado a alguien para cuidar las puertas.
—No —dijo Halcón. Había corrido hasta el otro lado de la habitación para abrir la persiana. El brillo del aire mostró la nieve blanca de la calle vacía entre la oscuridad de los edificios—. Ni siquiera tienen cabeza para trabajar en grupo como los lobos. Han encontrado una forma de entrar en la posada y todos lo hacen. Escuchad, ni siquiera saben que deben arrojarse contra una puerta todos juntos o usar la mesa como ariete.
Orris se puso de pie, con Gacela desmayada y blanca entre sus brazos, excepto la mancha cada vez más grande de rojo sobre la tela blanca.
—Por la Trinidad, ¡son criaturas más tontas que mis hermanos! —gritó—. Nunca pensé que vería algo así.
—Verás tantas como quieras si no apuras esos pedazos de madera llenos de moho que llamas pies —le replicó Ram, corriendo hacia el establo de las mulas.
Halcón de las Estrellas buscaba antorchas y amontonaba paja, con una oreja atenta al concierto de gruñidos en la cocina. Llevó lo que quedaba de la leña a la puerta de la cocina y tomó una antorcha del hogar.
—¿Y Anyog? —preguntó Orris y se arrodilló junto al viejo—. No podemos hacer una litera ni una rastra…
—Ponedlo como carne muerta entonces —replicó Halcón, que había salido de campos de batalla así—. De todos modos, morirá si se queda aquí. —Ya podía ver las bisagras de la puerta de la cocina cediendo bajo el peso demoledor. Orris la miró, con la boca abierta de horror—. Maldición, ¡haced lo que os digo! —gritó como hubiera hecho con un soldado en la batalla—. ¡No hay tiempo que perder!
Orris se puso de pie y la obedeció. Si Anyog es mago, pensó ella, Altiokis o no, hará lo que pueda para seguir vivo con el poder que tenga. Es lo mejor que podemos esperar para él…
Pero así como Halcón de las Estrellas era soldado profesional, los hermanos eran mercaderes profesionales y podían preparar un burro y cinco mulas con la velocidad del relámpago, adquirida en cientos de campamentos de emergencia. En unos momentos, las mulas estaban relinchando y pateando en el vestíbulo, acompañadas por Orris y sus insultos y un látigo. Ram llegó corriendo junto a Halcón de las Estrellas; el hacha y las cuñas de la leñera parecían juguetes en sus grandes manos. Con el rabillo del ojo, Halcón de las Estrellas distinguió el bulto largo, aplastado que era el tío Anyog, atado sobre el lomo de una mula y el de Gacela, de pie de algún modo, envuelta en la chaqueta negra y primitiva del viejo, tropezando al abrir las grandes puertas del exterior.
El aire helado se derramó sobre ellos. Los gritos ululantes de las criaturas de la cocina habían aumentado hasta la locura. Las puertas cedían mientras ella y Ram recorrían los otros salones. Las llamas treparon sobre las maderas y ardieron en la paja de las mulas, esparcida ahora por el suelo. La puerta de la cocina se quebraba cuando Halcón de las Estrellas arrojó la antorcha contra ella y luego corrió hacia atrás a través de la habitación común, al encuentro de Ram que la esperaba, su silueta contra la noche nevada de afuera.
Media docena de cuñas sellaron las puertas. Mientras bajaban los escalones hasta donde Orris los esperaba con las mulas, Halcón miró hacia atrás y vio, en silueta contra las llamas del techo, las sombras negras de los nuuwas, aullando y chillando como las almas de los condenados en el infierno de la Trinidad.
Nada los atacó al salir de la ciudad. Cuando subían por el camino hacia las montañas, vieron la luz detrás de ellos durante un largo rato.