8

La lluvia que golpeaba contra las persianas cerradas del Mono de Bronce rugía lejana, como un mar distante. Con las botas extendidas hacia la enorme hoguera que era la única iluminación de la habitación común, toda hundida en las sombras, Halcón de las Estrellas examinó a los pocos viajeros que todavía andaban por los caminos con este clima y decidió que ella y Gacela se turnarían para dormir esa noche.

Las posadas de esta parte de las montañas eran notorias en cualquier caso, pero durante la estación seca, cuando las caravanas de Mandrigyn, Pergemis y los Reinos del Medio llenaban la vasta habitación hasta el tope, había algún grado de seguridad. La mayoría de los mercaderes era bastante decente y ningún viajero toleraba que robaran a otro, aunque sólo fuera porque sabía que él podía ser el siguiente. Durante las lluvias, era diferente.

Frente a ella, en otro banco usado y angosto, un hombre pequeño sin afeitar, con la boca floja y el ojo movedizo miraba de arriba abajo a Gacela, que estaba de pie en el extremo de la gran habitación, regateando con el posadero. Otros dos estaban inclinados en una de las mesas ante unas tazas de peltre llenas de cerveza y los restos de un plato de venado, sin mirar alrededor. Halcón no estaba segura de que la ayudaran si surgían problemas.

Casi automáticamente, con la experiencia del oficio, empezó a buscar las salidas de la habitación común y las rutas de escape de la posada.

Del otro lado, Gacela asentía todavía; la dulzura ocasional de su voz grave hacía de contrapunto al gemido irritante del posadero. Durante los últimos quince minutos, habían estado regateando por el precio de las habitaciones, la comida y los víveres que se llevarían. Un proceso prolongado que Gacela era capaz de continuar durante más de una hora sin perder jamás su aire de grave interés. El calor de la habitación estaba secando su capa a cuadros; en el ámbar humeante del hogar, Halcón de las Estrellas podía ver el vapor que se alzaba desde la tela, como el aliento en una noche nevada.

Desde Kedwyr, habían viajado a través de las plantaciones de limoneros y olivares de las colinas castañas hasta las ciudades más pobres de Nishboth y Plegg. Dichas ciudades se habían rendido hacía ya mucho al dominio de Kedwyr y se habían reducido a poco más que ciudades mercado, con las mansiones trabajadas de piedra en decadencia y las ruinas casi derruidas de sus catedrales de mosaicos soñando mejores días. Tras dos jornadas de camino, las lluvias las alcanzaron, vientos congelados que rugían desde el mar y torrentes de agua negra cayendo desde el cielo, agua que inundaba los caminos y convertía los pequeños arroyos inocuos de las colinas secas detrás de Plegg en corrientes blancas e hirvientes.

Treparon hacia Paso Solitario y el camino ancho que se retorcía a través de las cimas grises de las montañas Kanwed desde el este hacia los Reinos del Medio. La nieve las había atrapado a tres jornadas del paso y durante días habían vadeado y luchado para abrirse camino por ese mundo helado de vientos y piedras, descorazonadas, exhaustas, haciendo a veces sólo ocho kilómetros por día. Desde el paso, habían tomado el camino que iba junto al borde de las montañas, con los hombros cubiertos de árboles de los picos principales alzándose miles de metros sobre sus cabezas, invisibles en el torbellino gris de las nubes.

En todo ese tiempo, Gacela nunca se había quejado y había hecho todo lo posible para seguir el paso más seguro de Halcón de las Estrellas. A pesar de que había pasado los últimos dos años en medio de la forma de vida suave de una concubina, era dura, y Halcón tenía que admitir que la muchacha causaba muchos menos problemas de lo que había temido al principio. En Plegg, donde vendieron sus joyas, había conseguido un mejor precio que el que Halcón de las Estrellas había esperado que pudiera pagar esa ciudad dormida y medio desierta; y había mostrado un gusto inesperado por el regateo en los tratos por comida, alojamiento y forraje para el burro en el camino. Halcón de las Estrellas no entendía cómo lo hacía, pero en realidad, como la mayor parte de los mercenarios, Halcón siempre había pagado tres veces más que el precio local por todo lo que compraba y nunca se había dado cuenta.

Le preguntó a Gacela algo sobre eso una noche, cuando estaban acampadas en una cueva de rocas sobre Paso Solitario, con un fuego encendido en la entrada para ahuyentar a los lobos. Con las mejillas rojas, Gacela confesó:

—Mi padre era mercader. Siempre quiso que aprendiera los modales de una dama para mejorar mi posición con un matrimonio elegante, pero siempre supe demasiado el precio de las cosas para poder parecer realmente bien educada.

Halcón la había mirado con asombro.

—Pero tú eres la persona más parecida a una dama que he conocido nunca —protestó.

Gacela se rió.

—Es el resultado del trabajo más duro que puedas imaginarte. En realidad tengo alma de comerciante. Mi padre siempre decía eso.

Gacela se acercó desde el otro extremo de la habitación; el fuego levantaba rayas rojas y humeantes de las bandas bien trenzadas de su cabello oscuro. El pequeño bribón grasiento del rincón de la chimenea levantó la vista hacia ella y hasta los dos tontos de la mesa subieron las narices desde sus jarras de cerveza cuando ella pasó a su lado.

—¿Quieres apostar si te hacen una oferta de habitación gratis esta noche? —le preguntó Halcón de las Estrellas mientras ella se sentaba a su lado sobre el roble gastado y ennegrecido del banco.

—Ya tuve una, gracias —replicó la muchacha en voz baja y miró hacia el hombre grasiento que le devolvió la mirada y le sonrió, con los dientes rotos, una risita lujuriosa. Ella desvió la vista, las mejillas todavía más rojas de lo que habían estado por la luz del fuego—. Pagué por la cena, la cama, el desayuno, comida para el burro y algunos víveres para el camino.

Halcón de las Estrellas asintió.

—¿Sabes si tiene idea de lo que falta hasta la próxima posada?

—Veintiún kilómetros, dice. El Pavo Real. Después de ésa, no hay nada hasta Foonspay, una aldea bastante grande veinticinco millas más lejos.

Halcón hizo unos rápidos cálculos mentales.

—Mañana por la noche estaremos al descampado, eso seguro —dijo—. Tal vez la noche siguiente, según el camino. Si esta lluvia vuelve a convertirse en nieve, va a ser un infierno.

Un movimiento le llamó la atención. El hombrecito grasiento se había acercado con sigilo al bar, donde conversaba en voz baja con el posadero. Los ojos de Halcón de las Estrellas se afinaron, mirándole.

—¿Le pediste los alimentos esta noche y no mañana?

Gacela asintió.

—Dijo que sí, más tarde.

Halcón de las Estrellas aspiró, nerviosa.

—Nos aseguraremos de ello, entonces. Voy a los establos a buscar los paquetes. No quiero que haya ninguna razón por la que no podamos salir de aquí en medio de la noche si queremos.

Gacela no parecía muy alegre, pero la astucia y el cuidado de Halcón de las Estrellas eran legendarios en la tropa y más de una vez habían salvado la vida de los comandos de exploración que mandaba. Dejó la habitación común en el mayor silencio posible, atravesó la sopa de barro, nieve y lluvia en el patio sólo después de asegurarse del lugar donde se encontraban el posadero y la mujer sucia y desprolija que cocinaba. El Mono de Bronce no podía enorgullecerse de un mozo de cuadra. Halcón inspeccionó el interior de los grandes establos de piedra construidos dentro del acantilado que se elevaba desde la suciedad del patio de la posada y pensó que el lugar estaba demasiado bien provisto y mantenido para el poco tránsito que debía de haber tenido en las últimas semanas antes de estas lluvias tardías.

Recogió todos los víveres y el equipo, excepto las albardas, se los colgó de hombros y brazos y esperó en la oscuridad de los grandes arcos de la galería hasta que vio que la sombra del posadero y la de la mujer cruzaban la luz de la lámpara de la puerta entreabierta. Se dirigían a la habitación común con la cena de Gacela y la de ella misma. Cuidando muy bien el lugar donde ponía los pies, Halcón de las Estrellas se deslizó de nuevo hacia la posada entre las sombras de la pared y luego por las escaleras de caracol hasta la habitación que Gacela había negociado.

Vio los colchones húmedos y llenos de insectos que había sobre los dos jergones angostos y se alegró de haber subido las camas que traían. La habitación estaba congelada, y el techo goteaba en dos lugares. Sin embargo, abrió las persianas y miró a la oscuridad en movimiento de la noche. Unos centímetros por debajo del alféizar de la ventana, nadaba el techo de paja de la cocina como un montón de trigo en una inundación; el calor de abajo formaba vapor sobre él. Satisfecha, cerró de nuevo las persianas pero no las atrancó; controló el cerrojo de la puerta, puso los víveres debajo de las camas, y bajó de nuevo.

El hombrecito grasiento estaba inclinado sobre la mesa, hablando a una Gacela de rostro disgustado. Halcón de las Estrellas cruzó la habitación hacia ellos, lo miró de arriba a abajo con calma y preguntó:

—¿Invitaste a este cerebro de chorlito a comer, Gacela?

El hombre empezó a murmurar algún tipo de explicación. Halcón de las Estrellas le miró a los ojos, calculando, fijando los rasgos en su mente para reconocerlo de nuevo. Los ojos de él se desviaron. Luego, agachó la cabeza y dejó de prisa la habitación; la lluvia entró por la puerta cuando la abrió y la cerró de nuevo tras él.

Halcón de las Estrellas se deslizó en el banco frente a Gacela y se dedicó al guiso de venado y al pan negro.

Gacela suspiró.

—Gracias. No podía sacármelo de encima…

—¿Qué quería? —preguntó Halcón, mientras tomaba una jarra de cerveza.

—Se acercó y me ofreció contarme cómo estaba el camino adelante. Me… me pareció que sabía mucho, pero no estoy muy segura.

—Posiblemente estaba tratando de averiguar qué camino seguimos y dónde estaremos mañana por la noche. ¿Cuánto quería ese ladrón por la perrera en que nos metió?

Como Halcón de las Estrellas esperaba, ese tema alegró a Gacela. Había convencido al posadero de que les cobrara la mitad del precio que había pedido al comienzo; al contarlo, hubo una chispa en sus ojos suaves. Hablaron de otras posadas y otros posaderos, de precios y regateos, historias sobre algunos de los pagos más ridículos que hubieran tenido que hacer Lobo del Sol u otros mercenarios, o que les hubieran ofrecido. Ninguna de las dos habló del destino del viaje ni de lo que harían cuando llegaran a los muros impenetrables de la ciudadela de Altiokis; por un acuerdo tácito, cada una se guardó sus esperanzas y sus miedos.

Un rato después, bajó otro hombre, un grillito viejo de barba oscura, que parecía un caballero en decadencia de una de las ciudades más alicaídas de la península con su gorguera almidonada y sus calzones mojados, tiznados de gris. Se acomodó entre los dos tontos con chaquetas a cuadros que bebían cerveza y hablaban en voz baja; finalmente, todos se fueron arriba, a la cama.

Halcón de las Estrellas se sintió incómoda y consciente de cómo su voz y la de Gacela rebotaban en la habitación vacía y de la oscuridad de las sombras que se amontonaban bajo las vigas ennegrecidas por el humo. Fuera, el viento aullaba con más fuerza sobre las rocas. Este sonido podía encubrir el de cualquier ataque.

Le alegró abandonar la habitación. A la luz de una débil vela de sebo, ella y Gacela treparon las estrechas escaleras de caracol hasta la habitación fría bajo las vigas.

—Bueno, estas camas servirán para algo, finalmente —comentó Halcón con amargura mientras cerraba el cerrojo con cuidado. Gacela rió y tiró de un extremo del pesado marco de troncos para apartarlo de la pared—. No, así no. Lo levantaremos. No tiene sentido decirle a ese carnicero de abajo lo que estamos haciendo.

Fue un problema hacer una barricada sin ruido. Más o menos a la mitad del trabajo, un sonido llamó la atención de Halcón; levantó la mano y escuchó. Las paredes de la posada eran gruesas, pero sonaba como si alguien hubiera tenido la misma idea.

Gacela desenrolló su cama junto a la pared donde había estado la de madera y trató de evitar las goteras más grandes en el techo.

—¿Realmente crees que tratarán de robarnos durante la noche?

La voz se había vuelto muy tranquila; los ojos, en la luz temblorosa de la vela que ya se apagaba, habían perdido el bullicio que tenían en la planta baja. La cara estaba sombría y cansada. Halcón de las Estrellas pensó que, a pesar de su coraje brillante, Gacela no toleraba bien el viaje. Parecía agotada y ansiosa.

—Creo que espero que lo hagan —replicó Halcón en voz calma. Sopló la llama y la habitación se hundió en una oscuridad de tinta—. Preferiría enfrentarme a ellos aquí y no en el camino, mañana.

El silencio cayó sobre la posada.

Entre los viajes, las guerras y las largas emboscadas, Halcón había desarrollado una capacidad para determinar el tiempo con bastante exactitud. Después de tres horas, se estiró y sacudió a Gacela, le habló en la oscuridad por unos minutos para asegurarse de que realmente estaba despierta, luego se recostó y cayó inmediatamente en ese sueño liviano, cansado, animal de los perros guardianes y los soldados profesionales. Se dio cuenta vagamente de que llovía una hora y media después; oyó cómo el tamborileo se desvanecía hasta convertirse en un ruidito inquieto y suave en la oscuridad, como diminutos pies que corrieran incansables sobre la paja llena de goteras y por debajo de ese sonido, el murmullo suave de la voz de Gacela, que susurraba palabras de una vieja balada para mantenerse despierta y pasar el tiempo. Luego, se durmió de nuevo.

Se despertó rápidamente, en silencio y sin moverse al toque urgente de la mano de Gacela sobre su hombro. Hizo sonar los dedos levemente para demostrar que estaba despierta y escuchó con cuidado los sonidos que habían alertado a la muchacha.

Después de un momento, lo oyó: el crujido de un paso sobre los tablones sueltos del vestíbulo; le seguía el chillido pegajoso del cuero mojado y el tintineo de una hebilla. Pero más que cualquiera de esas claves, podía sentir, en los huesos casi, el peso y el calor y la respiración acechando en la oscuridad del otro lado de la puerta.

Halcón de las Estrellas se sentó, buscó la espada que yacía junto a ella en el suelo sucio y la sacó sin un sonido. Con suerte, pensó, Gacela recordaría tener la daga lista; ella no iba a avisarle a nadie que estaban despiertos dándole una orden.

Una sola raya de luz apareció en la oscuridad, el raspón leve del brillo amarillento de una vela de sebo. En la oscuridad total, hasta esta luz escasa era como un sol de verano. Luego, oyó el crujido de una daga de punta afilada que pasaban por el borde de la puerta bajo el cerrojo, para levantarlo lentamente. Hubo un ruido suave y claro cuando el cerrojo cayó hacia atrás. Luego, otro silencio largo y ansioso.

Gacela y Halcón estaban de pie. Gacela se movió hacia la ventana como habían quedado previamente. Halcón de las Estrellas caminó sin ruido hacia la puerta bloqueada. La raya de luz se ensanchó y aparecieron sombras abultadas más allá. Hubo una vibración aguda, seguida por una maldición en voz baja, alguien las llamó putas desgraciadas y las mandó al infierno. Un hombro fuerte pegó contra la madera y la cama gruñó y se deslizó hacia atrás mientras la forma grande de un hombre pasaba de costado a través de la abertura angosta.

La puerta se abrió hacia adentro y a la derecha. El intruso había entrado con el hombro izquierdo adelante. Matarlo fue tan fácil como apuñalar a una rana. El hombre suspiró cuando la espada entró en su cuerpo y las rodillas le temblaron; ahí estaba el olor y el estallido de la sangre y Halcón de las Estrellas saltó hacia atrás mientras otros pegaban contra la puerta y la empujaban hacia adentro, maldiciendo furiosos, cayendo sobre el cadáver y la cama y perdiendo la vela en la confusión. Halcón siguió en silencio, cortando y empujando; las voces gritaron y maldijeron. El acero le mordió la pierna. Pensó que había tres que todavía vivían y tropezaban en la oscuridad como cerdos ciegos en un pozo. Luego, oyó los gritos de Gacela y la respiración ronca de un hombre donde suponía que estaba la muchacha. Un cuerpo se cogió del suyo, unas manos le agarraron las piernas y la desequilibraron. Una voz áspera gritó:

—¡Aquí! ¡Tengo a una!

Ella cortó hacia abajo, hacia el lugar desde donde venía la voz, luego giró en un círculo amplio con la espada y sintió que la punta se hundía en algo que jadeaba y maldecía; el hombre la arrastró hacia abajo, aferrándola y arañando, demasiado cerca ahora para que la espada sirviera de algo. Ella dejó caer el arma y cortó con la daga; luego la luz cayó sobre ellos y otros hombres entraron con ruido desde el vestíbulo.

La luz mostró el cuchillo levantado del hombre que se aferraba a sus muslos y Halcón de las Estrellas lo cortó de revés mientras él se daba vuelta para ver a los que llegaban. Le abrió la yugular y la tráquea y se bañó toda en una fuente de sangre caliente. El hombre que asomó primero en la puerta tropezó con el cadáver y luego con la cama; el segundo trepó recto sobre los tres (el bulto oscuro de su cuerpo tapó la luz) y se arrojó como un león inmenso sobre el único bandido que quedaba de pie. Arrancó el arma del hombre con un golpe de revés que habría desmayado a un caballo, lo tomó por el cuello y le aplastó la cabeza contra la pared de piedra con un crujido horrendo. Luego, se dio vuelta, la cara cuadrada, de mandíbulas fuertes, rosada y sudorosa en el brillo leve de la luz procedente del vestíbulo, como si buscara una nueva presa. Más allá de él, Halcón de las Estrellas vio a Gacela de pie contra la pared junto a la ventana cerrada, la cara blanca y la ropa revuelta manchada de sangre negra. Sostenía una daga en su mano, y un ladrón destripado todavía se retorcía y sollozaba a sus pies.

El recién venido gigantesco se relajó y se volvió hacia el bulto forcejeante de su compañero en el umbral.

—No dejes caer la luz, mente carcomida por un gaum —dijo—. Ya hemos llegado con retraso. —Un paso sólo le llevó junto a Gacela—. ¿Estás bien, muchacha?

El hombre que había tropezado con los restos enredados de la cama tumbada se cayó otra vez sobre el bandido muerto, en su prisa por llegar a Halcón de las Estrellas, que todavía estaba sentada, cubierta de la sangre y suciedad del suelo, bajo su asaltante muerto. El hombre se arrodilló junto a ella, todavía más grande que el primero, con la misma mata de cabello castaño sobre los ojos graves, azul grisáceos.

—¿Estáis herida?

Halcón de las Estrellas meneó la cabeza.

—Estoy bien —dijo—. Pero gracias.

Para su sorpresa, él la levantó del suelo como si hubiera sido una muñeca.

—Habríamos llegado antes —dijo, disculpándose—, si no fuera por una florecita miedosa que quiso hacer una barricada en nuestra puerta…

—Flor serás tú —replicó el otro hombre, con las ásperas erres de la costa de la Ensenada—. Si hubiéramos sido los primeros en sufrir el ataque, habrías agradecido el retraso y el aviso de la barricada, en el caso de que hubieras despertado con el ruido de los empujones a la cama, cosa que dudo.

El hombre más grande se dio la vuelta como un buey perseguido por las moscas.

—¿Y por qué crees que necesitamos despertarnos para arreglar cuentas con un bandido de las montañas?

—Cantaste otra canción anteanoche, cuando nos atacaron los lobos…

—¡Ram! ¡Orris! —chilló una voz rasposa desde el umbral. Los dos gigantes se callaron. El pequeño caballero flacucho al que Halcón de las Estrellas había visto un segundo en la habitación común entró en el dormitorio, pasando con agilidad sobre el lío del umbral con una antorcha en una mano. La otra mano estaba baja con el peso de una espada corta, enorme para su pequeña mano huesuda—. Debéis disculpar a mis sobrinos —dijo a las mujeres con un saludo cortesano que era totalmente incongruente dada la horrible situación—. En casa los uso como bueyes para arar y por eso sus modales para con las damas están muy descuidados.

Se enderezó un poco. Ojos brillantes, negros, titilaron en los de Halcón de las Estrellas y ella le sonrió.

—Nooo… —Ram y Orris levantaron puños apretados y amenazantes contra ese insulto a sus buenos modales.

El hombrecito los dejó de lado con sublime indiferencia.

—Mi nombre es Anyog Mercader, caballero, estudioso y poeta. Hay agua en la habitación cerca de la nuestra, ya que estoy seguro de que hacen falta abluciones en este momento…

—Primero voy a buscar a ese posadero, malditos sean sus ojos —ladró Halcón de las Estrellas—, y asegurarme de que no tiene otros bravos escondidos por ahí. —Levantó la vista y encontró la cara de Gacela que se había puesto verde de pronto. Se volvió hacia el hombre inmenso que tenía a su lado—. Llevad a Gacela a vuestra habitación, si queréis —dijo—. Conseguiré vino en la cocina.

—Tenemos vino —dijo el hombre grande, Ram u Orris—. Y mucho mejor que el que tienen aquí. Iré con vos, muchacha. Orris, cuida a la señorita Gacela. Y ten cuidado: no hagas torpezas —agregó mientras él y Halcón de las Estrellas se dirigían hacia la puerta.

Orris, el más buen mozo de los dos hermanos y, adivinó Halcón de las Estrellas, el más joven por varios años, levantó las cejas oscuras y muy inclinadas hacia atrás.

—¿Yo hacer torpezas? —preguntó mientras tomaba con suavidad el brazo de Gacela y le cogía la daga de la mano paralizada—. ¿Y quién tropezó con sus propios pies mientras entraba en la habitación como un toro por una tranquera, eh? De todas las cosas estúpidas que comen los gaum…

—Se necesitaría un buen gaum para encontrar tus sesos…

Halcón de las Estrellas, que se daba cuenta de que los hermanos seguirían discutiendo hasta el fin del mundo, tomó la manga a cuadros de Ram y tiró de ella hacia la puerta con determinación.

No había más bandidos en la posada. Encontraron al posadero, gruñendo, desgreñado, en la habitación que quedaba debajo de la cocina, entre un montón de sábanas en las que dijo haber estado atado después de que le vencieran. Pero mientras explicaba todo esto a Ram, Halcón de las Estrellas echó una mirada a la tela desgarrada y no encontró arrugas como las que se forman cuando se hacen nudos. La mujer dijo con voz opaca que se había encerrado por miedo a los bandidos. Los dos estaban pálidos y asustados, como si pudiera ser verdad, pero Halcón de las Estrellas empezó a sospechar que al matar a los bandidos, había destruido el medio de vida de la pareja. Sonrió con satisfacción para sí misma mientras ella y Ram subían las escaleras una vez más.

—Parece que conocéis el trabajo duro… —dijo Ram, la voz sorprendida y llena de respeto.

Halcón de las Estrellas se encogió de hombros.

—Hace ocho años que soy mercenaria —dijo—. Ésos eran aficionados.

—¿Cómo lo sabéis? —Inclinó la cabeza y la miró con curiosidad—. A mí me pareció que habían nacido con un cuchillo en la mano.

—Un profesional hubiera puesto una guardia en vuestra puerta. Y ¿qué diablos significa «carcomido por los gaums»? Ésa es una que no había oído nunca.

Él rió, con un ruido áspero en la garganta.

—Ah, es lo que dicen cuando quieren decir que uno perdió el cerebro. Los gaums son…, ¿cómo se dice…?, libélulas; al menos así las llamamos en el lugar de donde vengo. Hay comadronas que dicen que pueden robar el cerebro de un hombre y dejarlo vagando en los campos hasta que se ahoga solo en un pantano.

Halcón de las Estrellas asintió mientras doblaban un recodo de la escalera y los dos veían una luz en la puerta de una de las habitaciones a mitad de camino hacia el vestíbulo.

—En el norte dicen que los demonios llevan a los hombres a la muerte de esa forma o los corren desde el aire. Pero nunca supe que fueran libélulas.

Llegaron a la habitación que habían usado las mujeres, convertida ahora en un matadero. A la luz de la lámpara que habían sacado de la cocina, Halcón de las Estrellas comprobó que el hombrecito grasiento que había hablado con Gacela era el que Orris había golpeado contra la pared. Entonces era lógico pensar que el posadero estaba de acuerdo con ellos.

—¿Y éstos? —dijo Ram.

—Dejaremos que nuestro anfitrión limpie las cosas —dijo Halcón de las Estrellas, con indiferencia—. Es su posada…, y sus amigos.

Orris y el tío Anyog llevaron las posesiones de las mujeres a su propia habitación mientras Ram y Halcón recorrían el edificio. Armaron las camas en los colchones mugrientos. Gacela dormía, el cabello esparcido alrededor de su cabeza en una gloria sedosa y oscura sobre la almohada andrajosa. A juzgar por el aspecto de sus botas, tío Anyog había estado investigando los establos. Dijo que no faltaba nada y que los animales no estaban heridos…

—Pensaban hacerlo apenas nos instaláramos —dijo Halcón de las Estrellas, mientras reunía los pantalones sin usar, la camisa y el jergón y se preparaba para pasar a la otra habitación, lavarse y cambiarse—. Tal vez no pensaban atacaros a vosotros tres. Si preguntabais por nosotras, el posadero siempre podía deciros que habíamos partido temprano.

—Claro que no —señaló Orris—. Porque os hubiéramos alcanzado en el camino, ¿no es cierto?

—Depende de la dirección en que vayáis…

En la habitación vacía, tomó un baño muy rápido y muy frío para sacarse la sangre seca de la piel y el cabello, se limpió el arañazo superficial de la pierna con vino y lo vendó y se puso la ropa limpia. El tío Anyog estaba encogido y dormido sobre el piso en un rincón. Ram y Orris seguían hablando en voz baja, discutiendo sobre el valor de una ganga que habían comprado, unos ópalos que habían traído de las minas del norte. Halcón de las Estrellas se acomodó en el piso con una manta, un poco de agua y una botella de aceite para limpiar las armas y el cuero antes de seguir adelante. La noche casi había pasado y sabía que ya no volvería a dormir.

Orris terminó de señalar a su hermano algo sobre la fluctuación del precio de las pieles y la razón por la que se podía esperar un aumento en el precio de los ópalos (ninguno de los dos temas tenía sentido para Halcón de las Estrellas) y luego se volvió hacia ella y dijo:

—¿Halcón de las Estrellas? Si no os importa que pregunte, ¿en qué dirección vais ahora, vos y la señorita Gacela? Es una época muy mala en los caminos, lo sé. ¿Adónde vais?

—Al este —dijo Halcón, evasiva.

—¿Dónde al este? —insistió Orris, sin darse por enterado.

Ella dejó de tener tacto.

—¿Importa?

—En cierto modo, sí —dijo el joven, ansioso, inclinándose hacia adelante con las manos sobre las rodillas levantadas—. Nosotros vamos a Pergemis, como sabéis, con una carga de pieles de zorro, castor y ónix del norte. Hemos tenido problemas en el camino antes: el hombre que trajimos con nosotros murió en un ataque de los lobos hace cinco noches. Si se repiten los asaltos de bandidos en el camino, vamos a perder todas las ganancias del verano. Bueno, yo no pongo en duda que sois una luchadora y nosotros necesitamos un luchador; y ninguno de nosotros dos es malo en eso y la señorita Gacela también necesita protección. Si fuerais al sur…

Halcón de las Estrellas dudó un momento y meneó la cabeza.

—Pero no vamos allí —dijo. Pergemis se encontraba donde la Ensenada golpeaba contra los pies de las mesetas macizas que rodeaban las montañas Kanwed, lejos, al sudoeste de Acantilado Siniestro—. Pero nuestra ruta va con la vuestra hasta Foonspay. Eso nos sacará de las montañas y de la peor parte de la región nevada. Si no tenéis objeción, iremos con vosotros hasta allá.

—Hecho —acordó Orris, contento. Luego la luz murió en su rostro honesto, regordete y sus ojos se entrecerraron—. No vais a Racken Scrag, ¿verdad, muchacha? En ese país es malo mezclarse con el Mago Rey.

—Así dicen —replicó Halcón de las Estrellas, sin comprometerse.

Como no añadió más y volvió a limpiar la sangre del puño de la daga, Orris se puso nervioso y continuó:

—Dos muchachas que viajan solas…

—Probablemente corren mucho peligro —terminó ella—. Pero sucede que he matado a muchos hombres. —Probó la hoja de la daga con el pulgar—. Y como probablemente tengo cinco años más que vos, no creo que se me pueda llamar «muchacha».

—Sí, muchacha, pero…

En ese punto, Ram lo pateó, y los hermanos volvieron a pelear jovialmente, dejando a Halcón de las Estrellas a solas con sus silenciosos pensamientos.

En los días que siguieron, llegó a sentirse agradecida por el compañerismo de los hermanos a pesar de que la volvían loca con sus ataques de caballerosidad. Orris no dejaba de intentar averiguar el destino y los objetivos de las dos mujeres, no por malicia sino con la mejor de las intenciones: convencerlas de que el viaje era tonto y peligroso, lo cual era peor porque eso no lo hacía menos necesario si quería encontrar y ayudar a Lobo del Sol y averiguar lo que planeaba Altiokis para el resto de la tropa, si es que planeaba algo. Orris supuso automáticamente que, aunque las conocía desde hacía apenas un día y no sabía las razones por las que viajaban, estaba mejor calificado que ellas para juzgar la corrección del viaje y las posibilidades de éxito. Eso a veces divertía a Halcón de las Estrellas y otras la irritaba hasta lo indecible.

Del mismo modo, las peleas bonachosas e insultos de los dos hermanos podían ir más allá del mero entretenimiento. Cuando no se burlaban el uno del otro por su aspecto, cerebro o modales, se unían verbalmente a burlarse del tío Anyog por su hábito de recitar poesías mientras caminaba, por su pequeñez o por sus ataques de elocuencia retórica; el tío Anyog lo tomaba de buen modo. Alrededor de los fogones de los campamentos, los hermanos escuchaban, tan apasionados como Gacela y Halcón de las Estrellas, los cuentos del hombrecito sobre héroes y dragones y la magia plateada de sus canciones. Halcón de las Estrellas, tras años en campamentos de guerra poseía una inmensa capacidad de tolerancia por la veta de humor bovino de los hermanos pero descubrió que muchas veces deseaba poder negociar con ellos una media hora de silencio absoluto.

Sin embargo, pensaba, no podía elegir a sus compañeros. Tontuelos ruidosos y afanosos como los dos hermanos y el muy elocuente Anyog eran mucho mejor que viajar a través del invierno de las montañas las dos solas.

Cuando llegaron a la posada Pavo Real, estaba desierta; la nieve se colaba por las ventanas de una habitación común destrozada. En el establo, Halcón de las Estrellas descubrió los huesos de un caballo, masticados, rotos y cubiertos de escarcha, pero claramente frescos; las persianas y puertas astilladas de la planta baja no estaban maltratadas por el clima. Con el polvo de nieve crujiendo bajo las botas, Halcón de las Estrellas volvió vadeando el patio. En la habitación común encontró a Gacela y al tío Anyog acurrucados, muy juntos, mirando inquietos a su alrededor y respirando como dragones en la luz del día que se desvanecía poco a poco. Orris y Ram bajaron por las curvas resbalosas de la escalera.

—No hay nada arriba —informó Orris, con brevedad—. Arañaron y golpearon la puerta de arriba, pero no hay signos de que la hayan forzado. Quien haya hecho eso ya se ha ido, pero probablemente estaremos más seguros si pasamos la noche arriba.

—¿Os parece que las mulas subirán las escaleras? —preguntó Halcón de las Estrellas. Les dijo lo que habían encontrado en los establos. Había seis mulas, además de su propio burrito.

Orris empezó a poner objeciones y a organizar un horario para hacer guardias en el establo, pero Ram dijo:

—No, mejor será que las subamos con nosotros. Si les pasara algo, tendríamos problemas para ir de aquí a Foonspay, incluso si dejamos las pieles y las cosas.

Era una forma ridícula y estúpida de pasar la noche, pensaba Halcón de las Estrellas, mientras empujaba y convencía a seis recalcitrantes criaturas para que subieran hacia los dormitorios que generalmente se reservan para sus superiores en la sociedad. El tío Anyog la ayudaba, con insultos vívidos y muy elaborados (el viejo estudioso era más ágil de lo que parecía) mientras Orris y Ram preparaban con las palas un lugar alrededor del hogar para cocinar y Gacela reunía paja de los establos para dormir y leña en el patio.

Cuando la noche bajó en los desiertos helados de las montañas y se protegieron con una barricada en el piso superior de la posada, Halcón de las Estrellas se descubrió inquieta y malhumorada, presa de una sensación incómoda de peligro inminente. La charla constante de los hermanos no aliviaba sus sentimientos, ni el discurso grave de Orris sobre la necesidad de seguir unidos. Como siempre, no dijo palabra ni sobre su miedo ni sobre su irritación. Sólo Ram levantó la vista cuando ella partió para su guardia. Gacela y Orris estaban demasiado entretenidos en una agitada discusión sobre el mercado de especias.

El silencio del pasillo oscuro era como agua después de una larga fiebre. Halcón de las Estrellas controló las mulas donde las habían acomodado, en el mejor dormitorio del frente, luego siguió el brillo débil de la vela hasta la parte superior de la escalera, donde estaba sentado el tío Anyog frente a la puerta cerrada.

Los ojos brillantes del viejo chispearon cuando la vio.

—Ah, siempre puntual, mi paloma guerrera. Hay que confiar en los profesionales: siempre llegan a tiempo a la guardia. ¿Están acostados mis bueyes?

—¿Creéis que Orris cerraría los ojos cuando tiene un público para sus ideas sobre cómo financiar una aventura comercial en el este?

Aunque hablaba con su calma de siempre, el viejo debió de haber notado algún trazo de amargura en sus palabras porque le sonrió, con astucia.

—Nuestro muchacho pecuniario y siempre ocupado. —Suspiró—. Todo el camino desde Kwest Mralwe, a través de los bosques de Swyrmlaedden, donde cantan los ruiseñores, a través de las colinas de terciopelo dorado de Harm y cruzando los pies tocados de nieve de las montañas de Ambersith, me favoreció con los detalles más íntimos de las últimas fluctuaciones de la moneda de los Reinos Medios. —Suspiró de nuevo, con pena—. Ese es nuestro Orris. Pero es muy bueno en lo suyo, ¿sabéis?

—Oh, sí. —Halcón de las Estrellas dobló las largas piernas debajo de su cuerpo y se sentó al lado de Anyog, la espalda apoyada contra el yeso manchado de la pared—. Para hacer mucho dinero hay que pasar mucho tiempo pensando en el dinero. Supongo que es por eso que, en todos estos años de recibir pagos generosos, nunca adelanté mucho en ese sentido. Ningún mercenario lo hace.

La barba de sal y pimienta se partió en una sonrisa ancha.

—Pero os encontráis por delante de ellos en el recuerdo de la alegría, mi paloma —dijo—. Y a tales recuerdos no los afectan ni las fluctuaciones de las monedas. Fui un estudioso itinerante en todo el mundo, desde las lagunas azules de Mandrigyn a los acantilados ventosos del oeste, hasta que envejecí demasiado y me hicieron maestro itinerante y me pagaron fortunas en universidades de Kwest Mralwe y Kedwyr y la mitad de los Reinos Medios. Ahora, aquí me tenéis: en mi vejez vuelvo a ser un pensionista de la casa de mi hermana en Pergemis, vuelvo a quedarme con una muchacha que sólo sabe sumar, restar y criar hijos enormes y viajeros. —Meneó la cabeza con una pena que era fingida sólo en parte—. No hay justicia en el mundo, mi paloma.

—Ésa es una vieja noticia, profesor. —Halcón suspiró.

—Temo que tengáis razón. —El tío Anyog extendió un dedo gordo del pie dentro de la bota para tocar la madera dura de la puerta—. ¿Visteis las marcas del otro lado?

Ella asintió. Ni Ram ni Orris las identificaron. Ella las había visto sólo una vez antes, de niña.

—¿Nuuwas?

Él asintió y los pétalos duros y blancos de su gorguera se agitaron, tomando un poco de luz al pasar, como una flor absurda.

—Más de uno, diría yo. Un grupo grande, si fueron capaces de entrar en la posada.

La cara de Halcón de las Estrellas estaba seria.

—Nunca he oído que anduvieran en manadas.

—¿No? —Anyog se inclinó hacia adelante para tomar la vela que se posaba en una taza de lata entre los dos, en el suelo. Su sombra, grande y distorsionada, se inclinó sobre él, como la oscuridad de un destino horrible—. Se hacen más y más numerosos a medida que uno va hacia el este en todas las tierras alrededor de las montañas Tchard.

Ella lo miró de costado, preguntándose cuánto sabría o adivinaría sobre el lugar adonde se dirigían ella y Gacela. Abajo, en la posada, oía los ruidos sigilosos de zorros y comadrejas que se disputaban los restos de la cena. Por alguna razón, el sonido le hizo estremecerse.

—¿Por qué? —preguntó cuando el silencio empezó a molestarle sobre la piel—. Vos sois un estudioso, Anyog. ¿Qué son los nuuwas? ¿Es verdad que antes eran hombres? ¿Que algo, alguna enfermedad, hace que pierdan los ojos, que cambien y se deformen de ese modo? Oigo leyendas y datos sobre ellos, pero nadie parece saber nada con seguridad. Lobo dice que antes aparecían sólo de a uno y muy rara vez. Ahora, me decís que vienen del este en grandes manadas.

—¿Lobo? —El hombrecito levantó una ceja espesa, inquisitivo.

—El hombre que buscamos yo…, yo y Gacela —explicó Halcón de las Estrellas sin ganas.

—¿Un hombre, eh? —musitó el estudioso y Halcón de las Estrellas sintió que, así porque sí, las mejillas se le llenaban de sangre.

Siguió, nerviosa:

—En algunos lugares que conozco, dicen que si un hombre camina en el aire de la noche puede volverse nuuwa. Creo que ese cuento de vuestros sobrinos sobre gaums, libélulas, tiene que ver con esto. No verdaderas libélulas, sino tal vez algo que se parece a ellas o se mueve como ellas. Pero nadie lo sabe. Y estoy empezando a pensar que eso, de por sí, ya es sospechoso.

Él la miró con ojos agudos, ojos oscuros y preocupados de pronto. Halcón de las Estrellas le devolvió la mirada, con calma, y se preguntó por qué le parecía de pronto que él tenía miedo de ella. Luego, Anyog desvió la mirada y dobló las pequeñas manos finas alrededor de sus rodillas huesudas.

—Un mago podría saberlo —dijo—, si quedara alguno vivo todavía.

Ella volvió a recordar la cosa sin ojos, con la boca abierta y las dentelladas en el aire, esa cosa que había golpeado y masticado las puertas del convento; recordó a la hermana Wellwa, con el fuego que salía de sus manos nudosas y un espejo de plata en un rincón de su habitación. Recordó a Pequeño Thurg hablándole a un hombre que no era lo que parecía.

—Anyog —dijo lentamente—, en todos vuestros viajes, ¿nunca habéis oído hablar de otros magos, además de Altiokis?

El silencio se alargó y el brillo tembloroso de la vela destacó el perfil del estudioso en un fondo de oro mientras él seguía mirando a lo lejos, a la oscuridad. Finalmente, contestó:

—No, no que yo recuerde.

—¿Hay magos vivos?

Él rió, una risita suave, áspera, en la oscuridad.

—Hay. Eso dicen por lo menos. Pero los que nacieron con el poder no son tan tontos como para decirlo hoy en día. Si aprenden algo de magia, tienen mucho cuidado de que sus varitas sean tacos pequeños que puedan guardarse bajo la manga si son hombres, o escondidas como mangos de escobas. Hay una leyenda sobre una maga que aceptó un trabajo como gobernanta de los hijos de un hombre rico y disfrazaba su vara como mango de su sombrilla.

—¿Por Altiokis?

El viejo suspiró.

—Por Altiokis. —Se volvió hacia ella y el brillo leve, incierto, hizo que su cara fuera de pronto más vieja, más cansada, llena de arrugas como la marca de años de dolor—. Y de todos modos, hay menos y menos que hayan cruzado el umbral hasta alcanzar la totalidad de su poder. Tienen pequeños poderes, los que se pueden aprender de la naturaleza o de sus maestros si los tienen, o así me han dicho. Pero pocos en estos días intentan la Gran Prueba e incluso hay muy pocos que recuerden lo que es.

Se puso de pie, sacudiendo el borde de sus pantalones; el cuerpo huesudo se destacó contra la luz baja de la habitación en la que Ram y Orris discutían sobre el tiempo que llevaba navegar de Mandrigyn a Pergemis en el comercio de verano.

—¿Y qué es? —preguntó Halcón de las Estrellas con curiosidad, mirando a Anyog mientras él enderezaba la puntilla arrugada de sus puños.

—Ah, ¿quién sabe? El solo hecho de admitir que uno sabe que eso existe pone a un hombre bajo sospecha a los ojos de los espías de Altiokis, sea o no mago en realidad.

Se alejó por el vestíbulo, flaco y feo como una araña rara de patas largas, silbando la melodía de alguna compleja sinfonía contrapuntística en la oscuridad.