7

Los problemas de las armas y de un segundo lugar para practicar de día, lejos de los espías de Derroug Dru, se resolvieron, no por obra de la ingenuidad de Sheera, sino por la del destino, guiado presumiblemente por los antepasados de Lobo del Sol, muertos y muy, pero muy divertidos con la situación.

Las tierras de los barones, al este de Mandrigyn, habían estado bajo dominio de Altiokis durante mucho tiempo. En realidad, los anticuados y orgullosos barones de los clanes que las poseían habían sido los primeros en jurar una alianza con el Mago Rey. Pero el reino de Altiokis se había extendido a las ciudades más ricas de la costa y había extraído oro y plata de las venas de las montañas, trabajadas por esclavos. Las tierras de los barones quedaron, como siempre había sucedido, como un lugar inútil y muy poco poblado. Los caminos que se curvaban en esas colinas grises desde la selva de tabernas y antros criminales de la Costa Este no llevaban a ninguna parte. Después de que los hombres guardaban durante el invierno las ovejas que pastaban la hierba rala y los brezos, las tierras de los barones quedaban totalmente vacías.

Así que fue fácil para las mujeres atravesar el río Rack en la oscuridad anterior a la aurora de una mañana de lluvia y estar lejos de la ciudad para cuando salió el sol, para correr en el espacio agreste de retamas y turberas, a solas.

Un viento helado empujó otra ráfaga de lluvia sobre la espalda desnuda de Lobo del Sol. En el suelo bajo entre las colinas grises, empapadas, el agua yacía como plata batida, justo por encima del punto de congelación; sobre el suelo alto, las rocas hacían más fácil la marcha porque las ramas mojadas, desnudas, fuertes del invierno podían rayar hasta la piel mejor cubierta de una armadura de barro.

Delante de Lobo, el grupo principal de mujeres a la carrera impulsaba las piernas a través de la luz sin color de la tarde pálida. Evidentemente, estaban flaqueando.

Las que no se habían trenzado el cabello lo llevaban en manojos empapados, espesos, sobre la espalda. Justo delante de él, una mujer delgada levantó la cabeza para recoger un rulo mojado y rubio que le llegaba casi hasta el final de su espalda bien formada y su paso se retrasó cuando lo hizo. Lobo del Sol la adelantó bajo los golpes de la lluvia y aulló:

—¿Vas a arreglarte ese cabello de mierda en la batalla, querida?

Ella volvió hacia él un rostro sorprendido, semejante a una flor, ahora destruida por el cansancio, y otras, tan culpables como ella, también miraron. Él levantó la voz hasta convertirla en un rugido cortante, como el que usaba para que le oyeran sobre el fragor de la batalla.

—¡A la próxima persona que se toque el cabello, se lo corto!

Todas se encorvaron y corrieron más deprisa: los brazos se mecían, las rodillas hacían fuerza, los pechos cubiertos de cuero saltaban, los pantalones se pegaban al cuerpo bajo la lluvia. En el curso de la primera semana, todas llegaron a la conclusión de que no había muchas cosas de las que Lobo no fuera capaz.

Y eso, pensó él con amargura mientras aumentaba la velocidad y pasaba con facilidad al frente del grupo, era como debía ser.

Muy pocas de las mujeres corrían bien. Tisa sí, por ejemplo, la hija de quince años de Gilden Shorad, con sus piernas largas. Y también, como quiera que se llamara, una hembra casera, ancha, esposa de un pescador, Erntwyff Pescador. Y Denga Rey. El resto se había criado en medio de la suavidad y hasta la más dura carecía de aliento y de fuerza para pelear durante mucho tiempo.

Algunas de ellas, y Lobo del Sol se divirtió al notarlo, todavía sufrían agonías de vergüenza al verse casi desnudas en presencia de un hombre.

Pasó a Sheera, que trabajaba, exhausta, en el tercio final del grupo. Su cabello negro estaba pegado a sus mejillas en los lugares en que se había escapado de las trenzas; estaba cubierta de barro, húmeda, jadeante y, sin embargo, todavía tenía lo suficiente como para helarle a un hombre la sangre en las venas. Lobo del Sol deseó con maldad que estuviera disfrutando del entrenamiento.

En general, estaba sorprendido de la cantidad de mujeres que habían sobrevivido a la primera semana.

Un entrenamiento duro de una semana había reducido el número a cincuenta, y el solo hecho de que hubiera quedado una hablaba muy bien de la determinación de todas. Jóvenes vírgenes, matronas y las que no eran ni una cosa ni la otra, habían estado sometidas al entrenamiento físico más terrible y vigoroso que Lobo del Sol pudiera inventar: arrojarse al suelo para entrenar los reflejos e identificar a las cobardes; ejercicios de pesas y de arrojar objetos para dar fuerza a los brazos; peleas cuerpo a cuerpo, lucha con espadas sin punta; correr en las colinas. Todos ellos preliminares para las artes más rebuscadas y difíciles del boxeo y la muerte por sorpresa.

Mujeres que Lobo habría jurado que serían campeonas, dejaron el entrenamiento; pequeñas como Wilarne M’Tree y torpes como Drypettis Dru todavía seguían con ellos. Podía ver a esas dos desde donde estaba, trabajando unos metros detrás de las demás.

Lobo del Sol estaba llegando rápidamente a la conclusión de que no entendía a las mujeres y de que nunca lo haría.

Halcón de las Estrellas…

Siempre había pensado en ella como diferente al resto de las mujeres, incluso de otras mujeres guerreras de su propia tropa. Sólo ahora, que se hallaba rodeado de mujeres, había elementos de la personalidad de ella que de pronto encontraban su lugar y la veía a la vez más y también menos enigmática al mismo tiempo, una mujer que había rechazado la sujeción para la que estas mujeres habían sido criadas, que la había rechazado mucho antes de que su sendero se cruzara con el de Lobo del Sol.

El recuerdo de su primer encuentro cruzó brevemente por su cabeza. La frialdad del sol de primavera en el jardín del convento de Santa Cherybi y la fuerza del perfume de la tierra recién trabajada. La vio de nuevo como la niña alta que había sido, ascética, distante y fría como el mármol en las ropas oscuras de una monja. Lobo había olvidado el porqué de su visita al convento, probablemente había ido a conseguir provisiones de la Madre, pero recordaba el momento en que se encontraron los ojos de los dos y él supo que esa mujer era guerrera en su corazón.

Nunca había creído que la extrañaría tanto. Ojos Ámbar era dulce y muy buena para la cama, exactamente el tipo de chica que le gustaba o que le había gustado, por lo menos, pero era a Halcón de las Estrellas a la que buscaba con sus manos, como un hombre en peligro busca su espada. Nunca había aceptado del todo no tenerla aquí, a su lado.

Las primeras corredoras estaban llegando a la última colina sobre el grupo de bosques en que se habían reunido a la mañana. Habían corrido unos cuatro kilómetros, nada mal para una primera vez, y para mujeres que no estaban entrenadas para esto, pensó Lobo mientras aminoraba el paso y se dejaba ir al final del grupo nuevamente. Aulló un insulto a Gilden que estaba flaqueando, la cara de ese color fucsia brillante que toman las mujeres muy rubias con el cansancio; ella tropezó mientras hacía un intento fútil pero gratificante por correr más rápido. Las insultaba como hubiera insultado a sus hombres, llamándolas cobardes, bebés, putas. Cuando quedó junto a la tambaleante hermana Quincis, aulló:

—¡He visto a los heréticos de la Trinidad correr mejor que esto!

Se separaron al llegar a la cresta de la loma en una onda cada vez más extendida. Debajo de ellos, la tierra yacía desnuda y castaño grisácea bajo la lluvia tupida; la larga serpiente de agua plateada en el fondo del valle reflejaba el cielo sin color. Lobo del Sol anduvo todavía más lentamente para rodear a la últimas corredoras. Denga Rey, los músculos duros y castaños brillantes bajo el agua, ya había llegado a la laguna que estaba debajo.

Él les aulló:

—¡Corred, perras holgazanas!

Y recogió una mirada de Drypettis que habría podido almacenarse en botellas y venderse como producto para sacar el barniz de los muebles. Casi se detuvo cuando Wilarne M’Tree pasó tropezando a su lado. Él la azuzó con una palmada en el pequeño trasero redondo.

Para cuando alcanzó al grupo alrededor del agua, dos o tres de ellas se habían recuperado lo suficiente como para empezar a vomitar.

—¡Haz eso en los árboles, bajo las hojas, donde no pueda verlo un enemigo! —aulló a Eo, que tenía la cara verde y vomitaba—. ¿Quieres que los espías de Altiokis sigan el olor hasta nuestro escondite? ¡Y lo digo en serio! —agregó mientras ella empezaba a doblarse de nuevo.

La tomó por la parte posterior del cuello y la empujó hacia los árboles. Otras ya habían empezado a caminar en esa dirección.

A Sheera, para quien era demasiado tarde, le ordenó:

—¡Limpia eso!

Sin decir una palabra, porque se lo impedía el cansancio, ella recogió hojas para obedecerle.

—Y el resto de vosotras empezad a caminar —ordenó cortante—. Os vais a congelar si os quedáis quietas y no voy a teneros temblando y desmayándoos en la práctica esta noche.

—¡Muy bonito! —Una voz, profunda y ronca como la de un cuervo, rió desde la oscuridad protegida de los bosques cercanos—. Me habían dicho que en Mandrigyn habían enviado a cualquier cosa parecida a un hombre con sangre en las venas a las minas. Me alegra ver que los informes eran exagerados.

Lobo del Sol se volvió con rapidez. Pálida, Sheera se puso de pie. Un caballo alto y bayo salió desde las ramas enredadas de las zarzas. La mujer que lo montaba iba sentada de costado, el cuerpo recto como una lanza. En las sombras de un capuchón verde de tela impermeable, brillaban, burlones, unos ojos color gris avellana. La capa la cubría casi por completo, excepto la orla de su vestido y los guantes, éstos con una riqueza bárbara tan exuberante que dejaba pocas dudas sobre su rango social. La brida del bayo tenía pedacitos de cobre, trabajados como flores.

—Caléndulas —dijo Sheera en voz baja—. El emblema de los barones de Wrinshardin.

La anciana giró la cabeza con una sonrisa irónica, lenta.

—Sí —ronroneó—. Sí, soy lady Wrinshardin. La madre del barón, no su esposa. Y tú, si no me equivoco, eres la legendaria Sheera Galernas, en cuyo honor mi hijo escribió una vez versos pueriles.

El mentón de Sheera se levantó. Los rizos espesos de su cabello oscuro se le pegaban a las mejillas con la lluvia, y el agua brillaba sobre sus brazos y hombros desnudos, rojos por el frío y en carne de gallina.

—Si vuestro hijo es el barón actual de Wrinshardin que me cortejó cuando yo tenía quince años —replicó con frialdad—, me alegra ver que vuestro gusto en poesía se parece tanto al mío.

Hubo un momento de silencio. Luego, la sonrisa burlona se amplió y lady Wrinshardin añadió:

—Bueno. En ese momento me pareció que, como la mayoría de las desvergonzadas de la ciudad, habías rechazado la oportunidad de casarte con sangre decente por consideraciones de dinero y por miedo al aburrimiento de la vida en el campo. Me alegra ver que actuaste por sentido común.

Los ojos agudos, desvaídos, examinaron como al pasar la escena presente frente a ellos, mirando a la mujer agotada, casi desmayada y al hombre grande con la cadena al cuello que no tenía los ojos de un esclavo.

—No creo que haya visto a un hombre perseguir a tantas mujeres desde que mi esposo murió —hizo notar en su voz ronca, lenta—. Y ni él se atrevía con cincuenta al mismo tiempo. ¿Correr desnudas en las colinas en invierno es una nueva moda en la ciudad o es que hay un propósito detrás de ello?

—Nada que vayan a oír los extraños.

Lady Wrinshardin giró la cabeza lentamente ante el sonido de la voz de Denga Rey, como si acabara de notar la figura grande de la gladiadora.

—¿Detecto una amenaza en esa frase críptica? —preguntó, sin interés.

El caballo agitó la cabeza con un relincho de miedo. Desde los arbustos mojados de los bosques, un círculo de mujeres se materializó detrás y alrededor de lady Wrinshardin, algunas un poco pálidas, pero todas con la expresión dura y amarga de un grupo de bandidos.

En la cara arrugada, una ceja se levantó lentamente.

—Ah, ah —murmuró la dama para sí misma. Luego, con un rápido sonido de las bridas, dio vuelta el caballo y atravesó la línea hacia el campo abierto.

—¡Detenedla! —ladró Sheera.

Unas manos tomaron la rienda. El caballo se alzó y luchó contra las mujeres que se le acercaban demasiado. Denga Rey tomó el bocado y le hizo bajar la cabeza mientras el animal se retorcía furioso, para liberarse.

—¡Basta! —dijo lady Wrinshardin con severidad, sentada sobre esa montura de pirueta con el aplomo de una abuela que se sienta en su sillón hamaca—. Ya probasteis vuestro coraje; no hay necesidad de ser redundante hasta el punto de lastimarle la boca.

La mujer oscura alivió la presión sobre el bocado, pero no lo soltó. A un costado, Tisa se colgaba con expresión amarga de la brida, el cabello en los ojos, con un aspecto absurdamente joven. La orgullosa mujer miró a su alrededor, a las mujeres que la rodeaban y la sonrisa burlona, divertida, volvió a extenderse en su cara arrugada.

Abruptamente, tendió la mano a Tisa.

—Puedes ayudarme a bajar, niña.

Sorprendida, la muchacha extendió las manos unidas para hacer un escalón. Con un solo movimiento, lady Wrinshardin bajó al suelo y cruzó el pasto mojado hasta donde estaba Sheera. Se movía orgullosa y egoísta como una reina.

—Tus tropas están bien entrenadas —dijo.

Sheera meneó la cabeza.

—Sólo bien disciplinadas. —Era la única entre todas las mujeres que no parecía asustada por esa matriarca elegante. Hasta Drypettis, cuya familia, como se apresuraba a recordarle a todo el que estuviera interesado, estaba entre las más importantes de la ciudad, se sentía acobardada. Después de un momento, Sheera agregó—: Con el tiempo, estarán bien entrenadas.

Los ojos de la anciana se desviaron hacia Lobo del Sol, pensativos, y luego de nuevo hacia Sheera.

—Fuiste inteligente en no casarte con mi hijo —dijo, sacándose el capuchón de tela para revelar una trenza recogida de cabello blanco apretada contra su cabeza—. No tiene más coraje que un perro mestizo que deja que lo saquen a la lluvia y le den sólo las entrañas de las piezas que caza. Es como su padre, que también tenía miedo de Altiokis. ¿Conoces a Altiokis?

Sheera se asustó ante la pregunta, como si conocer al Mago Rey fuera igual a conocer a los antepasados más remotos, pensó Lobo del Sol, o conocer a la Madre del Dios Triple en persona.

El labio fino de la dama se curvó.

—Es vulgar —pronunció—. La idea de que una criatura así pueda vivir tantos años… —Bajo los párpados marcados, los ojos temblaron, estudiando a Sheera, y los labios cuadrados se afirmaron en sus arrugas de siempre con un sentido de determinación.

Lobo del Sol recordó, incómodo, una vieja tía suya que había tenido a la familia y a la mayor parte de la tribu a sus pies, aterrorizados, durante años.

—Ven conmigo a lo alto de la colina, niña —dijo al fin. Las dos mujeres se movieron por el pasto mojado, arrasado por el invierno; luego, lady Wrinshardin se detuvo y miró hacia atrás, a Lobo, como si lo hubiera pensado de nuevo—. Ven tú también.

Él dudó, luego la obedeció como todos debían de obedecerla y la siguió por la ladera empinada donde las piedras de granito asomaban sus puntas en el suelo plano, como si el cuerpo de la tierra estuviera impaciente con ese vestido delgado e improductivo. Las colinas verde castañas los rodeaban bajo los harapos pardos y cambiantes del cielo blanquecino.

—Mi bisabuelo juró fidelidad al barón de Acantilado Siniestro hace ciento cincuenta años —dijo lady Wrinshardin después de trepar en silencio por unos momentos, con el peñasco sobre sus cabezas, vasto como la extensión del océano—. Pocos lo recuerdan o al imperio que quiso construir, él y luego su hijo. En esos días, muchos gobernantes tenían magos en las cortes. Los grandes reyes, los señores de los Reinos del Medio en el sudoeste, podían pagar a los mejores. Pero los que servían a los barones eran o los más jóvenes, los inexpertos, que estaban creando su reputación, o los que no tenían la habilidad para ser o hacer más. Todos eran iguales, en realidad. Mi tatarabuelo tenía uno, los barones de Schlaeg tenían uno…, y los de Acantilado Siniestro, los más poderosos entre los barones de las montañas Tchard, también tenían uno.

»Su nombre era Altiokis. Eso fue lo que supe de boca de mi abuelo, que era un muchacho cuando el barón de Acantilado Siniestro empezó a entablar una alianza con todos los barones de los viejos clanes, los clanes guerreros de por aquí, de las montañas Tchard y de la Costa de la Ensenada, en los lugares en que no habían sido expulsados por un grupo de mercaderes aprovechados y tejedores que vivían detrás de las paredes de la ciudad y nunca sacaban la nariz de la puerta para ver de dónde soplaba el viento. Esto fue en los días anteriores al tiempo en que los nuuwas empezaron a multiplicarse y a vagar por las montañas y las colinas como lobos, los días anteriores al tiempo en que esas cosas entre hombres y perros, esas abominaciones que llaman ugis hubieran aparecido por aquí. El viejo barón de Acantilado quería entablar una coalición entre los barones y las ciudades comerciales y estaba teniendo éxito, dicen. Pero algo le sucedió. El abuelo no recordaba bien si había sido súbito o gradual; dice que la garra del viejo barón empezó a resbalar. Una semana, dos semanas y luego estaba muerto. Su hijo, un muchacho de dieciocho años, rigió la nueva coalición, con Altiokis a su lado. Ninguno de nosotros supo exactamente el momento en que el muchacho desapareció de la vista.

La colina empinada había hecho más lentos los pasos de los tres, y la mujer vieja y la joven se inclinaban sobre la ladera. Lobo miró hacia atrás y vio a las otras mujeres moviéndose abajo, la piel brillante contra los colores humo del suelo. Tisa y su tía, la hermana de Gilden, Eo, grande, bovina, mantenían quieto al caballo acariciándole el morro suave; Drypettis, como siempre, estaba sentada lejos de las demás, hablando consigo misma; sus ojos celosos seguían a Sheera.

El viento fresco crujía en la capa de lady Wrinshardin como en una vela extendida. La vieja voz cascada continuó:

—La primera conquista de Altiokis fue Kilpithie, una ciudad bastante grande del otro lado de las montañas; hacen buena tela de lana allí. Utilizó a sus habitantes como esclavos para construir la ciudadela sobre Acantilado Siniestro, donde levantó esa choza de piedra en una sola noche. Dicen que antes acudía allí a meditar. Desde allá levantó sus ejércitos y fundó el imperio.

—¿Con los ejércitos de los clanes? —preguntó Sheera con voz calma.

Se habían detenido a descansar, pero la subida la había calentado de nuevo y estaba de pie sin temblar; el viento que peinaba las crestas de las colinas le enredaba el cabello negro sobre la cara.

—Al principio sí —dijo la dama, amargamente—. Una vez que empezó a sacar oro del Acantilado y de las montañas que lo rodean, pudo tomar mercenarios. Siempre dicen que hay otra maldad que marcha con sus tropas, pero tal vez sea el tipo de hombres a los que paga. Ensucia todo lo que toca. Hay animales salvajes que se multiplican en sus reinos. ¿Conocéis a los ugis? Cosas como monos, las montañas Tchard están llenas de ellos, aunque nunca se los había visto antes. Los nuuwas…

—Altiokis no inventó a los nuuwas —interrumpió Lobo del Sol. Meneó su cabeza mojada, para liberarla de la cadena que le rodeaba el cuello; sentía los ojos agudos de la anciana, mirándole, juzgando la relación entre la cadena y Sheera y contrastándola con la seguridad y el poder de su voz. Continuó—: Siempre hay informes de la aparición de los nuuwas en un lugar u otro, y eso desde hace siglos, hasta que los informes se pierden en el tiempo. Se mencionan en algunas de las canciones más antiguas de mi tribu, diez, doce, quince generaciones atrás. De vez en cuando, aparecen así como así, atropellando todo en la selva, matando y comiendo todo lo que ven.

La nariz fina tembló un momento, como si lady Wrinshardin no quisiera aceptar que existía alguna maldad que no se originara en Altiokis.

—Dicen que hay nuuwas en su ejército.

—Ya oí eso —dijo Lobo—. Pero cualquiera que sepa algo sobre nuuwas, sabe que eso es imposible. En primer lugar, no hay tantos. Simplemente aparecen y sus apariciones son escasas y muy espaciadas.

—No tan escasas en estos días —rebatió ella, empecinada. Se colocó el capuchón impermeable un poco más sobre los hombros estrechos y siguió subiendo la colina.

—Y de todos modos —discutió Lobo mientras él y Sheera la alcanzaban y se ponían junto a ella de nuevo—, son demasiado estúpidos para marchar. Mierda, si no son más que bocas que caminan…

—Pero no puede negarse que Altiokis esparce el mal en todo lo que toca —continuó la dama—. Los barones le sirvieron una vez por respeto a los votos hechos al barón de Acantilado Siniestro. Ahora lo hacen por miedo a él y a sus ejércitos.

Se detuvieron en la cima de la colina, mientras los vientos pasaban, furiosos, a su alrededor, como el mar entre rocas estrechas. Debajo, del otro lado, las tierras de los barones se perdían en la distancia, silenciosas y encantadas en su color pardo de invierno, con una belleza extraña y árida. La zarza muerta y el pasto de las colinas de granito gris pizarra brillaban, plateados, con la humedad. Árboles retorcidos se aferraban a la línea del cielo como brujas encorvadas y temblaban agitando puños al cielo.

A lo lejos, en una depresión parecida a una taza entre tres colinas, una sola torre medio ruinosa señalaba como un hueso partido hacia el vacío ventoso de arriba.

—Lo que hacéis es tonto, ¿lo sabéis? —dijo la dama.

La nariz de Sheera tembló pero no dijo nada. Todo un tributo a la fuerza de carácter de la vieja, pensó el Lobo, si puede mantener callada a Sheera.

—Supongo que hay algún tipo de plan en la ciudad para liberar a Tarrin y a los hombres y recuperar Mandrigyn. Como si Altiokis no pudiera vencerlos de nuevo, después de haberlo hecho una vez.

—Los venció porque estaban divididos en facciones —dijo Sheera, con calma—. Lo sé. Mi esposo era el primer hombre en el partido de Derroug Dru y tuvo más que ver con la victoria de Altiokis que muchos de los demás. Muchos de los hombres que apoyaron la causa de Altiokis, los más pobres, cuyo favor no necesitaba comprar, terminaron en las minas también. Y mis muchachas, las prostitutas que van a las minas, me dicen que hay otro ejército de mineros, de todos los rincones del reino de Altiokis, que pelearían por el hombre que los libere.

—Tu amado Tarrin.

El color brilló en la cara de Sheera, los labios rojos se abrieron para replicar.

—Ah, sí, niña, ya hemos oído acerca de tu Príncipe Dorado, a pesar de que su familia era de recién venidos que hicieron su dinero con el monopolio de la sal y la idea de secar los pantanos para construir la Costa Este. Mejor sangre que la de tu precioso marido, de todos modos. —Respiró fuerte.

—Mi marido… —empezó Sheera, con rabia.

Lady Wrinshardin la interrumpió.

—¿Realmente crees que este grupo de chicas de miembros blancos puede aprender a vencer a los mercenarios de Altiokis?

Los labios de Sheera se tensaron, pero no dijo nada.

—Te diré esto, entonces. Si triunfas, no vuelvas a la ciudad. Los túneles de las minas están conectados con la ciudadela. Corta la cabeza de la serpiente, no vuelvas a esconderte detrás de los muros a esperar que ella te ataque.

Con los ojos abiertos de sorpresa, Sheera murmuró:

—Eso es imposible. Ese camino está guardado con magia. Altiokis no puede morir…

—Nació como cualquier otro —replicó lady Wrinshardin—. Nació como un hombre y se le puede matar como a un hombre. Ataca la ciudadela y tendrás a los barones de tu lado, a mí, a Drathweard de Schlaeg y a todos los peces chicos también. Espera que él vuelva a poner sitio a la ciudad y te caerá encima con todo lo que tiene. —Levantó el mentón hacia los valles y colinas y la torre distante—. Aquélla es la vieja torre Cairn. Los barones de Cairn se enredaron con el decimoquinto barón de Wrinshardin, que Dios dé descanso a eso que ellos llamaban sus almas. El lugar ha permanecido abandonado desde entonces. Está a una buena carrera de aquí —agregó con un brillo malicioso en los ojos.

Luego se dio vuelta y bajó de nuevo la colina, recta y arrogante como una reina de esas tierras salvajes. Sheera y Lobo del Sol marcaron el lugar de la torre con los ojos y la siguieron.

Mientras montaba el caballo junto a la laguna, la anciana dijo, como si lo hubiera pensado en ese momento:

—Dicen que hay armas guardadas allí. No creo que halléis ninguno de los viejos escondites, pero podéis llevaros lo que encontréis.

Se acomodó en la montura y recogió las riendas con una economía de movimientos que hablaba de una vida montando a caballo.

—Sal de ese pantano a visitarme —agregó—, si quieres. Necesitamos conocernos mejor.

Y diciendo esto, dio vuelta su caballo, ignoró a las otras mujeres como si no existieran y partió por las colinas.

Después de eso, se encontraron de mañana y de noche, rotando los grupos; bajo la luz del día, en las ruinas de la vieja torre Cairn; bajo la luz de las lámparas, en el invernadero de madera. Lobo del Sol anunció que correr ida y vuelta hasta la choza de labradores donde solían dejar las capas les proveería el condicionamiento necesario de la respiración y los músculos y desde entonces no volvió a sacarlas a una carrera por el campo más que de vez en cuando. En una semana, sabía quiénes corrían de la torre a la choza y quiénes caminaban.

Las que caminaban, que no eran muchas, fueron expulsadas.

Y todo el tiempo podía sentir cómo se unían en una fuerza bajo su mano. Estaba empezando a conocerlas y a entender los cambios que veía en ellas, no sólo en sus cuerpos sino también en sus mentes. Con sus velos y sus carabinas, habían descartado la noción instintiva de que eran incapaces de llevar armas, incluso en defensa propia, tímidamente al principio, con más valor después. Desde su conversación con Ojos Ámbar, Lobo del Sol se había preguntado muchas veces lo que pasaba por las mentes de las calladas, las suplicantes, las que habían sido educadas para decirle a los hombres sólo lo que ellos querían oír. Esas mujeres le miraban a la cara cuando él les hablaba, hasta las más tímidas. Él se preguntó si sería el efecto del entrenamiento con armas o si era porque, cuando no estaban aprendiendo las artes de la lucha, llevaban las finanzas de la ciudad.

Tuvo que admitir ante sí mismo que, después de un comienzo descorazonador, se estaban convirtiendo en un grupo respetable de guerreras.

Las armas que encontraron escondidas en la torre Cairn eran viejas y más primitivas y pesadas que las que hacían los artesanos expertos de Mandrigyn. La hermana de Gilden, Eo, y la joven Tisa, pusieron una fragua en la torre para quitarles todo el peso posible pero sin perder el que era necesario para detener un golpe o matar con ellas. Un día, mientras miraba la práctica en la torre, Denga Rey sugirió que las bajas del grupo usaran alabardas.

—Una alabarda de un metro cincuenta puede usarse en batalla como una espada —dijo, mirando cómo Wilarne trabajaba para empuñar su espada contra una cortesana negra de piernas largas llamada Cobra. El vestíbulo sin techo de la vieja fortaleza era una arena oval de suelo mullido de unos doce metros de largo y las mujeres estaban esparcidas allí, luchando, peleando con armas, practicando tiros mortales y formas de quebrar un ataque por sorpresa. Por una vez, no llovía y, excepto en algunos lugares, el suelo estaba seco. Lobo había trabajado allí en días en que el barro las cubría tanto que sólo las podía reconocer por los movimientos y la forma del cuerpo.

Desde donde estaban de pie él y la gladiadora, sobre lo que debió haber sido el estrado de las fiestas en los viejos tiempos, podía ver más allá del suelo mojado de la habitación el triple arco de la puerta y los pantanos. Debía de haber habido un patio de algún tipo allí alguna vez, ahora sólo quedaba una depresión achatada en el suelo y pequeños montones de piedras cubiertas de musgo y semillas. Y debajo, entre ellos y la puerta, las mujeres trabajaban.

Lobo del Sol se preguntó qué pensaría de ellas Halcón.

Denga Rey continuó:

—La mayor parte de las bajas utilizan unas espadas que son lo más livianas que pueden ser sin dejar de ser efectivas como armas y todavía tienen problemas. En una pelea dura, un hombre puede arrancárselas.

Lobo del Sol asintió. Con suerte, sorprenderían a los guardias de las minas y liberarían y armarían a los hombres con las armas de los depósitos sin necesidad de dar batalla. Pero su larga experiencia le había enseñado que nunca se debía confiar en la suerte.

El único problema con la idea de que las mujeres bajas usaran alabardas en batalla venía de Drypettis, que tomaba como afrenta personal el hecho de que Lobo se lo permitiera por su tamaño. Con una voz tensa le dijo:

—Podemos triunfar en vuestros términos, capitán. No hay necesidad de ser condescendiente.

Él la miró, sorprendido. A veces, sonaba como un eco absurdo de Sheera, sin la astucia de Sheera ni su sentido de propósito. Le dijo con paciencia:

—Sólo hay una serie de términos para medir el triunfo en la guerra, Drypettis.

La pequeña arruga en las comisuras de su boca se tornó algo más profunda.

—Así nos lo habéis dicho, muchas veces —replicó ella con disgusto—. Y en la forma más brutal posible.

Detrás de ella, Gilden y Wilarne intercambiaron una mirada; las otras mujeres bajas, la hermana Quincis y la pelirroja Tamis Weaver, parecían incómodas.

—¿En serio? —gruñó Lobo con calma—. No lo creo. El triunfo en la guerra —prosiguió— se mide simplemente por el hecho de que uno haga o no lo que había pensado hacer, no por el hecho de que uno muera o sobreviva. En la guerra el triunfo no se mide en los mismos términos que el triunfo en una pelea. Triunfar en la guerra significa conseguir lo que uno quiere, y uno puede morir o vivir, eso no importa. Ahora, a veces es más bonito estar vivo después y disfrutar de lo que se ha ganado en la pelea, siempre que eso pueda disfrutarse. Pero si uno lo quiere lo suficiente y quiere que otros lo tengan, ni siquiera esto es necesario. Y claro está, no tiene ninguna importancia que uno persiga dicho objetivo con nobleza o sin ella; no importa quién acepta facilitar las cosas para vos o quién es condescendiente en el proceso. Si uno sabe lo que quiere y lo desea lo suficiente como para hacer cualquier cosa, entonces lo hace. Y si no lo hace, hay que olvidarse de todo.

En ese único rincón de la torre ruinosa se podía palpar el silencio. Los gritos agudos y las órdenes furiosas en la habitación que quedaba detrás de ellos parecían hacerse leves y distantes como el ruido del viento a través de los pantanos detrás de los muros. Era la primera vez que él les había hablado de guerra, y sintió que todos los ojos del grupito de mujeres bajas se clavaban en él.

—Es el ir hasta la mitad del camino lo que acaba con uno —añadió Lobo del Sol con suavidad—. El tratar de hacer lo que uno no está seguro de querer hacer, el querer hacer lo que uno no tiene el coraje o el egoísmo necesarios para realizar. Si lo que uno cree que quiere sólo puede conseguirse con injusticia y ensuciándose las manos y pisoteando a amigos y desconocidos, entonces hay que entender lo que eso hará a los demás y a uno mismo y pescar o cortar la carnada. Si lo que uno cree que quiere sólo puede conseguirse con la muerte o la miseria de por vida, hay que entender eso también.

»Yo peleo por dinero. Si no gano, no me pagan. Ello hace que todo sea claro para mí. Vosotras…, vosotras tal vez estéis peleando por otras cosas. Tal vez por una idea. Tal vez por lo que creéis que creéis, o decís que creéis. Tal vez para salvar a alguien que os alimentó, os vistió y os amó, el padre de vuestros hijos, tal vez por amor y tal vez por gratitud. Tal vez estáis peleando porque la voluntad de alguna otra os trajo aquí y preferiríais morir antes que decirle a ella que tenéis otros objetivos. No lo sé. Pero creo que será mejor que vosotras lo sepáis y que lo sepáis claramente, antes de que os enfrentéis a un enemigo armado.

Se quedaron en silencio a su alrededor, esas mujeres pequeñas y delicadas. Los ojos de Wilarne estaban bajos y confusos y él vio cómo el color subía a esas mejillas maltratadas por el viento. Pero fue Drypettis la que habló.

—El honor pide…

—A la mierda el honor —dijo Lobo, que se daba cuenta de que ella no había oído ni una palabra de lo que él había dicho—. Las mujeres no tienen honor.

Drypettis se puso blanca de rabia.

—Tal vez las mujeres con las que vos tratáis habitualmente no lo tie…

—¡Capitán! —La voz de Denga Rey cortó el aire a través del bullicio, aguda e inquieta—. ¡Viene alguien!

Todos los sentidos de Lobo del Sol se tensaron, alerta. Dijo rápidamente:

—Escondeos.

Alrededor de ellos, al sonido de la voz de la gladiadora, las mujeres desaparecían de la vista, buscando la oscuridad de los arcos que una vez habían mantenido una galería que bordeaba el vestíbulo y ahora eran una ruina de sombras y escombros; se escondían en los cientos de agujeros que ofrecían los pasajes ruinosos y torrecillas medio derrumbadas cuyas piedras estaban manchadas de musgo seco y helechos. Gilden y Wilarne se acurrucaron dentro de la chimenea monstruosa del viejo vestíbulo como si se hubieran entrenado desde chicas para trepar lo que fuera. Sólo Drypettis se quedó donde estaba, rígida de furia.

—No podéis… —empezó, casi tiesa de rabia.

Lobo del Sol la tomó del brazo y casi la arrojó hacia el oscuro hueco de una puerta rota.

—Escondeos, por vuestros ojos… —le rugió y corrió hacia donde sólo estaban Sheera y Denga Rey, visibles a ambos lados del arco triple de la puerta.

Desde allí, se podía ver el valle donde se hallaba situada la torre de Cairn en toda su extensión de pasto castaño y seco y aguas quietas. Desolado y vacío, yacía rodeado de colinas con crestas de rocas y del peso gris de la cubierta de nubes, una soledad infinita, quebrada sólo por unos pocos árboles desnudos y lastimados por el viento. Luego, en esa soledad, se movió algo, una figura que corría hacia la torre.

—Es Tisa —dijo Sheera con sorpresa y miedo en la voz—. Estaba de guardia en el despeñadero Ghnir, vigilando hacia la ciudad.

—Algo más se mueve allí —dijo Denga Rey—. Mirad, en los arbustos junto al despeñadero.

Tisa llegó a la carrera, se lanzó hacia los escalones, tropezando sobre las ruinas, y se arrojó a los brazos de Lobo del Sol. Estaba jadeando, incapaz de tranquilizarse; no era el aliento mesurado del corredor, sino los suspiros aterrorizados de alguien que ha corrido para salvar la vida.

—¿Qué? —preguntó Lobo del Sol y ella levantó la vista y lo miró a los ojos, con los suyos muy abiertos.

—Nuuwas —jadeó—. Vienen, muchos, capitán.

—¿Más de veinte?

Ella asintió; la piel le temblaba bajo las manos de Lobo por lo que había visto tan de cerca.

—Creo que son más de veinte. Vienen de todos lados…

—Malditas sean esas cosas. ¡Afuera! —aulló él, la voz como trueno en las paredes cubiertas de plantas—. Nos atacan. Nuuwas, muchos…

Las sombras florecieron: las mujeres. Algo menos de la mitad de la tropa se encontraba allí ese día, dieciocho mujeres, contando a Sheera.

—¡Veinte nuuwas! —estaba diciendo Denga Rey—. ¿Qué mierda están haciendo todos esos nuuwas en las tierras de los barones? ¡Es ridículo! Nunca se ven más de unos pocos por vez y nunca…

Pero mientras maldecía, recogía sus armas. Las mujeres corrían, saltando sobre las paredes derruidas bajo las duras órdenes de Sheera. Algunas llevaban arcos y flechas; otras, las viejas espadas. Todas tenían dagas.

Pero si uno está a la distancia en que se puede usar una daga, pensó Lobo del Sol, ya es demasiado tarde para luchar con un nuuwa.

Ahora los veía, moviéndose en las colinas. Cuerpos torpes que se arrastraban entre las montañas con un medio galope deslizante y engañosamente rápido. Sintió que se le erizaba el cabello ante el número. Por el Primer Antepasado del Mundo, ¿cuántos eran?

—Que alguien haga un fuego —ordenó y empezó a arrastrar los restos ruinosos de una escalera de la galería hacia la plataforma rota sobre la puerta. La vista desde allí arriba le revolvió el estómago de miedo.

Los nuuwas venían por todos lados y convergían hacia la torre. Cabezas sin ojos que se agitaban, flojas, sobre cuellos temblorosos; hombros inclinados; manos grandes y de uñas retorcidas que se movían alrededor de las rodillas, sacudiéndose. Las cuencas vacías de esos ojos carcomidos se movían de un lado a otro, como si todavía pudieran ver a través de la carne caída, llena de llagas. Si no hubiera sido por la forma en que se movían, siempre hacia adelante, sin consideración alguna por los desniveles del terreno, habrían podido pasar por hombres.

Lobo del Sol contó casi cuarenta.

Desde allí, podía distinguir toda la torre Cairn. Lo que quedaba del muro que una vez había rodeado el lugar yacía en un anillo destruido alrededor de la torre oval. El muro y la torre no eran concéntricos, la torre quedaba hacia un lado, de modo que su arco triple, sin barrera defensiva, miraba directamente hacia el valle. Detrás de él, veía a las mujeres que se movían, excitadas, a lo largo del borde superior derruido del muro, la piel desnuda de los hombros y los colores del cabello muy brillantes contra la opacidad del invierno en las piedras mohosas y la zarza y las hierbas amarillentas. No hacía falta esconderse porque los nuuwas no localizaban a su presa con la vista. No hacía falta estrategia, porque los nuuwas no la entendían.

Sólo entendían la carne, sólo buscaban carne.

Desde la pared, oyó el gemido de las cuerdas de los arcos y vio tropezar a dos de las criaturas que avanzaban. Una de ellas se puso de pie de nuevo y siguió adelante con la flecha clavada a través del cuello como un pinche de sombrero en una muñeca; la otra caminó a trompicones unos pasos, escupiendo sangre por la yugular pinchada, luego cayó; los dientes grotescos y enormes se cerraron y se abrieron en un movimiento horrible, como si masticara mientras trataba de seguir adelante. Otras criaturas tropezaron con él al avanzar, luego se pusieron de pie y siguieron. Los nuuwas, como otros predadores, nunca tocaban la carne de los de la misma especie. El suelo estaba plagado de flechas. La mayoría de las mujeres no tenía puntería.

El humo le golpeó los ojos. Debajo, en el patio, vio que Gilden había encendido fuego; Tisa buscaba ramas, palos, todo lo que pudiera usarse como antorcha. Sheera y Denga Rey tenían fuego en las manos, de pie en los arcos abiertos de la puerta. Los nuuwas poseían instinto suficiente como para temer el calor del fuego. Desde su posición, un punto panorámico ventajoso, Lobo del Sol comprobaba que de alguna forma las criaturas sabían que no había pared frente al umbral. Media docena se acercaba ya a las dos mujeres que cuidaban esa entrada.

Bajó de la plataforma a la carrera.

Barro mojado y pedazos de la nevada de la última semana cubrían los escalones destruidos. Todo el muro protector debía de tener la misma capa y era un problema para quedarse encima, pensó. Luego lo oyó, detrás de las ruinas más altas de la torre. Del otro lado del muro que ahora quedaba fuera de su vista, llegó el crujido largo de piedras y cuerpos que resbalaban, los gruñidos ululantes de los nuuwas y el ruido suave, violento, del acero que muerde carne desnuda.

Lobo llevaba una antorcha en una mano y una espada en la otra mientras saltaba los escalones hacia la puerta vacía, instantes antes de que llegaran los nuuwas, la boca abierta, para enfrentarse con las mujeres. Sheera cometió el error de apuntar al blanco más grande, el pecho, y la criatura que cortó cayó sobre ella con una herida vasta, húmeda y abierta, la cara sin ojos contorsionada, la boca abierta para morder. Lobo había decapitado a la primera criatura a su alcance; un instante después, giró y arrancó las dos grandes manos que aferraban el brazo de Sheera, con lo cual ella pudo saltar hacia atrás y cortar hacia abajo el cuello de la cosa. Fue todo lo que pudo hacer, los nuuwas los presionaban, sin detenerse por los cortes del acero; la sangre los empapaba, caliente sobre la piel y húmeda en el suelo resbaladizo. Se dio cuenta de la presencia vaga de Denga Rey junto a él; ella peleaba con la brutalidad casual de una profesional con la espada y la antorcha en las manos.

De pronto, Lobo sintió que algo cortaba y desgarraba su tobillo y vio que un nuuwa caído le había hundido los dientes en la carne. Movió la espada hacia abajo y le cortó la cabeza mientras se le partía la carne. Unas garras le tomaron el brazo armado y atacó esa cara sin ojos con la antorcha. La barba sucia y el cabello enmarañado del nuuwa se encendieron. La criatura le soltó y empezó a aullar con un gemido primitivo, crujiente, golpeando a los otros nuuwas y manoteando el fuego. Denga Rey, libre por un instante, lo pateó con fuerza y el nuuwa cayó rodando por los escalones, la cara en llamas, gritando su agonía mientras otros lo pisaban para seguir atacando a los defensores de la torre.

A través de la confusión de esa pelea horrible y de la agonía desgarradora de la cabeza que todavía se aferraba con empecinamiento a su carne, Lobo del Sol oía el caos distante de gritos, gruñidos ásperos y aullidos agudos. Oyó un grito, duro y horrible, que se elevó hasta transformarse en un alarido de dolor y espanto, y supo que una de las mujeres había sido vencida y que la estaban matando. Pero como muchas otras cosas en el calor de la batalla, lo notó sin mucho interés, en frío, mientras ponía toda su concentración en la pelea para evitar un destino semejante. Sonó otro grito más cerca, junto con un crujido de cuerpos que caían desde la pared. Por el rabillo del ojo, Lobo vio formas entrelazadas que se retorcían sobre la arcilla helada del suelo del vestíbulo, un montón de miembros en lucha y sangre a borbotones. Eo, la herrera, saltó hacia adelante con uno de esos grandes espadones que se llevan con las dos manos levantado como si fuera tan liviano como una fusta de sauce. No vio más: manos sucias y bocas abiertas, babeantes, se acercaron por todos lados. Por un momento, sintió como si esa multitud horrible se lo estuviera tragando, mientras lo empujaban hacia las sombras de la puerta vacía y él se preguntaba dónde estaban los escalones.

Luego, el acero gimió cerca de él; mientras Lobo decapitaba a una de las cosas que trataban de atraparlo y morderlo, la espada de Denga Rey cortó el espinazo de otra y la cosa cayó, rodando en espasmos, a sus pies. Ésos fueron los últimos atacantes. Lobo del Sol se dio vuelta y vio que los escalones estaban cubiertos hasta la rodilla de cuerpos que se retorcían. De ellos brotaba una corriente de rojo brillante que formaba una pequeña laguna entre las rocas. Debajo de él, la torre permanecía en silencio, salvo por una sola voz aguda en un gemido desesperado de dolor.

Los nuuwas estaban muertos. Todos.

Miró abajo, donde la cabeza separada todavía le aferraba la carne con la fuerza de la muerte. Peleó contra una náusea creciente, se inclinó y golpeó la unión de las mandíbulas con el pomo pesado de su espada hasta que el hueso se rompió y pudo sacar la cosa tirando del cabello, un manojo como de gusanos. Le temblaban los dedos; se arrodilló sobre los escalones resbaladizos y extendió la mano para tomar la antorcha de Denga Rey, porque la suya se había perdido en la pelea. La giró y aplicó la punta en llamas contra la herida. El humo y el olor de la carne quemada le asaltaron la nariz; el dolor le atravesó el cuerpo como un rayo. Allá lejos, oyó el sonido de los vómitos de Sheera en un rincón del vestíbulo.

Arrojó la antorcha y se dejó caer sobre manos y rodillas, luchando contra la náusea y la oscuridad. No era la primera vez que había tenido que hacer eso, con heridas de nuuwas o de otros, pero nunca llegaba a acostumbrarse.

Unos pasos golpearon el suelo de arcilla. Oyó un murmullo y abrió los ojos. Vio a Ojos Ámbar que vendaba el brazo sangriento de Denga Rey con el chal roto y bordado en oro de alguien.

Las dos mujeres se apresuraron a acercarse, y Ojos Ámbar se arrodilló para vendarle las heridas. Las manos de la muchacha estaban pegajosas de sangre coagulada. Cuando tuvo aliento suficiente para hablar, Lobo les preguntó:

—¿Os han mordido?

—Algunos rasguños —dijo la gladiadora brevemente.

—Quémalos.

—No son profundos.

—He dicho que los quemes. No hablamos de heridas de espada en la arena; los nuuwas son más sucios que los perros rabiosos. Lo haré por ti si tienes miedo.

Eso la afectó. Lo maldijo sin malicia, sabiendo que tenía razón. Bajo el bronceado de siempre, hasta ella parecía pálida y descompuesta.

Después de una cauterización rápida y brutal, Lobo del Sol le ayudó a ponerse de pie y los dos se apoyaron un poco en Ojos Ámbar. En un momento, se les unió una Sheera pálida, el cabello en largas hebras frente a sus ojos. Como los de ellos, sus miembros estaban cubiertos de sangre. Lobo del Sol se libró de Denga Rey y fue tropezando a ponerle una mano suave sobre el hombro.

—¿Estás bien?

Ella temblaba de arriba abajo, como la cuerda de un arco después de arrojar la flecha. Él sintió que faltaba muy poco para que ella se derrumbara sobre su hombro, histérica, pero después de un momento, respiró profundo y dijo, con voz ronca:

—Estaré bien.

—Buena chica.

Le palmeó el trasero con cariño y fue recompensando con el tipo de mirada que en general se reserva para los insectos más humildes en sus últimos momentos, antes de llamar a un sirviente para que los barra. Lobo sonrió para sí mismo. Evidentemente, Sheera había sobrevivido a la primera parálisis de horror.

No había otras mujeres en el vestíbulo vacío. Lentamente, cojeando por el dolor de sus heridas, los cuatro fueron tropezando hasta la puerta que llevaba al círculo ruinoso del muro de protección. Como los escalones, el suelo que pisaban estaba cubierto con los cuerpos de los nuuwas muertos, con cabezas, pies y manos cortados. La sangre oscura bajaba por las piedras y se hundía en el duro suelo del invierno. Al final del patio, las mujeres estaban de pie en un grupo silencioso, mirando con fascinación y asco a una mujer alta, de huesos agudos, llamada Kraken, que estaba de rodillas, la cara hundida entre las manos, sobre el cuerpo desmembrado y medio comido de la pequeña, flaca y pelirroja Tarmis Weaver. Kraken se giraba a uno y a otro lado y lloraba, un sonido desolado de duelo, como un animal herido.

Después de un momento, Gilden y Wilarne se acercaron, marcadas y pintadas con la sangre de sus enemigos muertos, ayudaron lentamente a Kraken a ponerse de pie y se la llevaron. Ella se movía como una ciega, medio doblada de dolor.

Lobo del Sol miró a las que quedaban. Vio mujeres con rostros asustados, grises de espanto y náusea, las puntas de las cabelleras enredadas y agudas de sangre. Algunas de ellas habían sufrido mordeduras, desgarros, habría más trabajo: quemar las heridas, el epílogo agónico de la guerra. El lugar ardía con el olor peculiar de la batalla: sangre y vómito y excrementos, muerte y terror. Algunas de ellas, como Erntwyff Pescador, parecían furiosas todavía; otras, como la hermana Quincis y Eo, quemadas, como si sólo quedaran cenizas frías del fuego que las había llevado con vida a través de la batalla. Otras parecían simplemente intrigadas, miraban a su alrededor, confusas, como si no tuvieran idea de cómo habían llegado allí, a ese matadero, heridas, cansadas, congeladas. Más de una lloraba, de alivio y dolor y espanto.

Pero ninguna era lo que había sido antes ni lo sería de nuevo.

Lobo suspiró.

—Bueno, señoras —dijo con voz calma—. Ahora, habéis visto una batalla.