6

—Esto es una espada —dijo Lobo del Sol—. Sostenedla por este lado.

Miró con furia a la docena de mujeres que estaban de pie en una línea frente a él, todas jadeantes después del esfuerzo de la hora de ejercicios y saltos de precalentamiento, que había convencido, a ellas y a su instructor, de que nunca serían guerreras.

—Vos.

Señaló a la compañera de Gilden Shorad, una frágil, pequeña Wilarne M’Tree. Ella se adelantó, los ojos negros, brillantes, levantados con confianza hacia los de Lobo, y él le arrojó el arma con el puño hacia adelante. Ella la atrapó, pero Lobo del Sol vio por la forma en que recuperaba el equilibrio que el arma era más pesada de lo que esperaba.

Él levantó la mano e hizo sonar los dedos. Ella se la arrojó de nuevo, pero sin habilidad. Lobo la atrapó en el aire sin esfuerzo visible.

—Vais a trabajar con armas pesadas —les dijo, como ya había hecho con los dos grupos con los que había trabajado la noche anterior y como haría con otro grupo más tarde—. Es la única forma en que podéis hacer más fuertes vuestros brazos.

Una de las mujeres protestó.

—Pero pensé que…

Él se dio vuelta para mirarla, feroz.

—Me pedís permiso para hablar —le ladró.

La cara de ella se enrojeció de furia. Era una mujer alta, de cara provocativa, con el cabello rojo y dorado de las tierras altas, los senos pequeños bajo el protector de cuero, las piernas de rodillas fuertes en los pantalones cortos de lino, las marcas de su pasado embarazo todavía visibles en la piel blanca y sin músculos de su vientre. Después de un momento, dijo con la voz tensa:

—Permiso para hablar, señor.

—Permiso otorgado —gruñó él.

El permiso para hablar, había descubierto hacía tiempo, era una de las mejores maneras de quebrar la primera avalancha de palabras. La mayor parte de los reclutas no sabía de qué estaba hablando de todas maneras.

En ese caso, resultó. Con el primer estallido abortado, la mujer habló con cansancio más que con furia.

—Pensé que nos estábamos entrenando para un ataque sorpresa. Un ataque sin aviso.

—Claro que sí —dijo Lobo del Sol con calma—. Pero si algo sale mal o si os atrapan, tal vez tengáis que tomar a un hombre con la espada, o a varios hombres, en realidad. Tal vez tengáis que desviar ataques del resto de la tropa o mantener una posición clave mientras las demás siguen adelante. No pelearéis sólo por vuestras vidas sino por la de todas.

La mujer retrocedió, sonrojada y muy incómoda. Con tacto instintivo, Lobo se volvió hacia las demás.

—Esto va por todas —les dijo con un gruñido—. Y para todo lo que enseñe. Me pagan porque soy un guerrero, sé lo que vais a enfrentar. Creedme, todo lo que os enseñe tiene un sentido, no importa lo tonto que parezca. No tengo tiempo de explicaros todo. ¿Entendéis?

Asintieron, acobardadas.

Él les gritó:

—¡No os quedéis ahí moviendo las cabezas arriba y abajo! ¡No puedo oír cómo crujen vuestros cerebros desde tan lejos! ¿Entendéis?

—Sí, señor —se apresuraron a responder Gilden y Wilarne.

Él miró a todo el grupo con severidad.

—¿Qué?

—Sí, señor —corearon todas.

Lobo asintió con brusquedad.

—Bueno. —Señaló con un dedo las armas que yacían en una pila de arpilleras en un rincón del invernadero mal iluminado—. Ahí están vuestras armas. Junto a la pared encontraréis postes hundidos en el suelo. —Indicó hacia el lugar donde él mismo había puesto los postes ese día, bien escondidos entre los viejos toneles de los árboles y las pilas de potes de arcilla—. Quiero ver vuestro ejercicio: revés, derecho y abajo, sólo esos tres golpes. Primero sólo para aprender a sostener la espada, después tan fuerte como podáis, como si tuvierais un hombre delante, listo para cortaros la cabeza.

Algunas de ellas parecían sentirse remilgadas ante tal idea, otras empezaron a correr ansiosas hacia las armas.

—¡De nuevo a filas! —aulló Lobo del Sol.

Obedecieron rápido. La mujer alta parecía casi a punto de hablar, pero lo pensó mejor.

—Nadie rompe filas hasta que yo dé la orden —les ladró él—. Si fuerais mis hombres, ya os adornaría con un látigo. Como no lo sois, todo lo que puedo hacer es echaros de una patada en vuestros lindos traseros antes de que pongáis en peligro al resto de la tropa por desobedecer órdenes. Si os digo que os pongáis en fila y luego voy a echarme una siesta, más vale que os encuentre todavía en fila y de pie cuando despierte, incluso si es a la mañana siguiente. ¿Entendéis?

—Sí, señor —cantaron ellas.

—Ahora, ¡en marcha! —Batió las manos y los ecos del golpe todavía sonaban en las altas vigas cuando las mujeres se alejaron, obedientes.

Detrás de Lobo del Sol, una voz de mujer comentó:

—Eres amable con ellas.

Él volvió la vista y se encontró con los ojos oscuros, sardónicos, de Denga Rey. Como él y como la mayoría de las mujeres, estaba desnuda para los ejercicios, dejando ver un cuerpo castaño marcado por cicatrices de distinta antigüedad. La luz débil de la lámpara brillaba sobre el arco calvo de su cabeza.

Él gruñó:

—Si llamas a eso «amable», tienes un patrón distinto del mío, mujer.

—Después de la escuela de gladiadores —replicó la guerrera con tranquilidad—, eres una caricia de amante y creo que tenemos el mismo patrón de medida, soldado.

Él la estudió en silencio por un momento. Era más joven de lo que había creído al comienzo, probablemente no más de veintiuno o veintidós años; una mujer grande, oscura, con músculos en el vientre, tan duros y redondos como la espalda de un cocodrilo. En su alternancia de silencio y burla durante el viaje, Lobo del Sol había sentido su animosidad contra él y se había preguntado qué haría si la única que podía ser su segundo al mando le odiaba porque no era la primera. Sabía que era un intruso en la organización, fuera contra su voluntad o no. Sheera todavía estaba claramente al mando, pero él había usurpado un lugar sólo un poco inferior al de ella; no importa cuánto lo necesitaran, era obvio que habría resentimientos. Se había estado preguntando si llegaría a una confrontación física entre él y la gladiadora cuando, por razones que se guardaba para sí misma, ella había decidido aceptarlo. Sin embargo, de vez en cuando, él todavía la descubría mirándole con un brillo extraño en los ojos oscuros.

—No tiene sentido descargarme con ellas porque me arrastraron a esta locura —dijo él finalmente. Luego, hizo un gesto con la cabeza hacia ellas y preguntó—: ¿Qué opinas?

Ella sonrió.

—Son un poco dulces —dijo—. Hace seis meses, no podrías haber puesto una espada en esas manitas delicadas. Pero desde que se fueron los hombres, han aprendido que saben trabajar, no sólo estas mujeres o las mujeres de la conspiración, sino todas ellas. Están llevando los negocios, las granjas y los asuntos de los bancos y los mercados. Creo que algunas de ellas, como nuestra Gilden, disfrutan con una hoja de espada entre la manos.

Él lo admitió a regañadientes.

—Voy a decir algo a favor de ellas: vinieron. Eso me sorprendió. La mayoría de las personas habría puesto todo el dinero del mundo, desde una distancia prudencial.

Ella se encogió de hombros, y los músculos le brillaron como madera dura y castaña.

—Pusieron una cantidad increíble de dinero, como sabes —hizo notar—. A pesar de lo mucho que odio a esa pequeña Drypettis, es una excelente organizadora cuando uno piensa en el lado monetario de una operación. Ella fue la responsable de este tema.

—¿En serio? —Los ojos de Lobo viajaron a lo largo de la línea de mujeres sudorosas que trabajaban cansadas y empecinadas en sus puestos, mientras buscaba a la diminuta discípula de Sheera.

—Claro. Todavía es la que lleva las riendas económicas de todo esto. Cuando era sólo cuestión de pagaros a vos y a vuestros hombres, era la número dos de Sheera. Dru también es la que hace que su hermano no se nos tire encima —agregó, sacando una mota de polvo del cuero usado de su protector de pechos—. Ha hecho mucho por la organización, pero, mierda, esa cara apretada se me atraviesa en la garganta. Si Sheera no le hubiera dicho que lo que estamos planeando es una operación militar, no hubiera querido ni dirigirme la palabra.

Los ojos de Lobo se afinaron mientras volvían a esa espalda recta, rígida y a la larga cola de cabello castaño que colgaba entre los elegantes hombros.

No a Denga Rey. Él había suplantado a Drypettis.

Por lo que había observado de ella, no se iba a tomar con amabilidad que la sacaran de su lugar como consejera de Sheera y la relegaran a un puesto de soldado, tanto más porque no era buena como soldado. Recordaba su expresión en el muelle cuando Denga Rey, Ojos Ámbar y sus amigos vulgares habían pasado haciendo ruido, silbándole como un grupo de marineros a una chica: una expresión no sólo de rabia avergonzada sino también casi de dolor ante la idea de tener que mezclarse con ese tipo de gente. La política hace extrañas alianzas y nunca comete un error, pensó él, y se preguntó de nuevo cómo esas mujeres tan distintas se habían llegado a unir.

—¿Y qué me dices de ti? —preguntó a Denga Rey mientras la gladiadora, con los brazos llenos de cicatrices cruzados sobre el pecho, vigilaba las cargas conjuntas de las mujeres—. ¿Cómo es que una muchacha buena como tú terminó en un lugar como éste?

Los ojos se burlaron de él.

—¿Yo? Ah, yo estoy en esto sólo por mi amor.

Él la miró, sorprendido.

—¿Tienes un hombre en las minas? —Era lo último que habría esperado de ella.

Las cejas negras, curvas, se levantaron de un golpe; luego la mujer estalló en una carcajada alegre.

—¿Un hombre? —se atragantó, los ojos bailando de un lado a otro—. ¿Crees que haría esto por un hombre? Ah, soldado, me vas a matar de risa. —Y se alejó, riéndose entre dientes.

Lobo del Sol meneó la cabeza y volvió a prestar atención al trabajo de sus mujeres. La madera dura de los postes de práctica estaba apenas cortada: ninguna de ellas parecía tener idea de cómo sostener o usar una espada. Él miró brevemente hacia el cielo en un gesto de desesperación, como para pedir consejo a sus antepasados, no porque cualquiera de los locos frenéticos cuya semilla lo había engendrado se hubiera encontrado en la situación de tener que enseñar a conocer las amargas artes de la guerra a un grupo de damas criadas con cuidado y tratadas siempre con suavidad. Luego, caminó pacientemente por la línea, corrigiendo formas de tomar la espada que, sin lugar a dudas, le habrían costado a los luchadores la espada misma al primer golpe, si no se rompían la muñeca al hacerlo.

La mayor parte de los jóvenes que acudían a él en Wrynde, solos o en pequeñas tropas, ya no eran novicios. Habían manejado espadas, aunque fuera en las artes más refinadas del duelo o el entrenamiento para la milicia. Sus músculos estaban endurecidos por los deportes de los niños o del trabajo. Un gran número de estas mujeres, las más ricas especialmente, no habían hecho deportes ni habían trabajado desde la niñez. Sus cuerpos, vistos con un ojo crítico que hacía enrojecer las mejillas de las que notaban la dirección de la mirada, tal vez eran delgados, pero la carne era blanda.

Lobo del Sol meneó la cabeza de nuevo. ¡Y esperaban atacar las minas! Ojalá él pudiera estar bien lejos, camino de Wrynde, cuando lo intentaran.

Volvió a la línea, corrigiendo golpes con paciencia.

Muchas de las mujeres se encogían cuando las tocaba; las habían entrenado para caminar veladas y bajar los ojos en presencia de los hombres. La mujer alta que le había desafiado tenía la cara roja y descompuesta; Gilden Shorad, profesional y fría; Wilarne M’Tree, grave y confiada. Drypettis se estremeció violentamente al roce de la mano que la corregía y por un momento él vio en sus ojos no sólo un odio celoso sino también la sombra del terror. Virgen, pensó. Claro. Y seguramente seguirá así, a pesar de que es bonita.

Suavemente, extendió la mano para pedir la espada y le mostró la forma correcta de hacerlo. Los ojos grandes, castaños, femeninos, siguieron con cuidado los movimientos de la mano del hombre, sin desviarse jamás ni a su cuerpo ni a su rostro. Las mejillas estaban escarlatas, como quemadas.

A pesar de que era una cosita dura, y decidida a hacerlo bien fuera como fuese, era otra de esas de las que tendría que cuidarse, pensó Lobo del Sol.

Sólo la habían incluido en la tropa por la insistencia de Sheera.

El primer conjunto de mujeres había producido un grupo de cien, de las cuales él había eliminado al menos la mitad inmediatamente. Había despedido a algunas sólo por razones físicas: gordura, o esa palidez de dolor interno que marcaba los daños de nacimiento. A algunas las había despedido por señales obvias de drogadicción y borrachera. Había despedido a tres, con el mayor tacto posible, porque su instinto y una observación muy breve le decían que eran peleadoras, gente que fomentaba la discordia para divertirse o inconscientemente, como si no pudieran evitarlo. La versión femenina de este problema era menos física que la masculina, pero el resultado era el mismo. En un comando secreto, no se podía tolerar a gente que causara problemas.

Las mujeres que quedaron eran jóvenes, viudas de artesanos y trabajadores, aunque había una cantidad respetable de esposas de mercaderes de distintos grados de riqueza. Una docena eran prostitutas, aunque en privado. Lobo del Sol no esperaba que la mayoría de ellas terminara el curso. Una enorme experiencia en el ramo le había enseñado que la mayoría de las mujeres que se venden para vivir carece de disciplina y de fuerza para controlar su propia vida y suponía que eso era verdad aun para las que no había rechazado de entrada por beber o drogarse. Una de las mujeres que había quedado en el grupo final era una monja, una mujer madura que había sido la panadera del convento durante veinte años y que tenía una mano fuerte como la de un herrero. Lobo del Sol pensó en Halcón de las Estrellas y sonrió.

Las que quedaron se dividieron en cuatro grupos, con instrucciones de acudir al invernadero en noches alternativas, unas horas después de la puesta del sol o a medianoche. Con suerte, ese arreglo impediría que la casa y los terrenos de Sheera se convirtieran en obvios centros de actividad, porque había tres o cuatro rutas para llegar y se estaban diseñando otras. Yirth había echado un sortilegio de muerte para los que traicionaran desde dentro y las mujeres se habían jurado amistad unas a otras y lealtad a Sheera.

Estaban tan a salvo como se podía estar dadas las circunstancias, de por sí sorprendentes, pero Lobo del Sol miró la línea de esos cuerpos blancos, sudorosos, indolentes, sin ninguna esperanza verdadera de triunfo.

Las mujeres se deslizaron en silencio desde la casa de baños al final del terreno cerca de dos horas después, vestidas otra vez como las matronas y muchachas respetables que habían sido antes de iniciar el estudio de las armas. Desde la puerta oscura del invernadero, Lobo del Sol las vio partir, sombras breves contra el brillo opaco, rojizo de las ventanas del pabellón, buscando pasajes, puertas postizas, puentes de planchas sobre los canales y las callejuelas laterales que las llevarían a góndolas amarradas en lagunas de patios escondidos.

Una llovizna golpeaba sobre las ramas desnudas y grises del jardín desierto. Detrás de las paredes, el ruido del agua de los canales formaba el fondo de música y murmullo de toda la vida en esa ciudad acuática.

El reloj de agua en la habitación casi a oscuras le dijo que pronto sería medianoche. Las mujeres del próximo grupo aparecerían en cualquier momento.

La humedad fría le mordía la piel desnuda de los hombros y piernas y se dio vuelta hacia las bóvedas silenciosas de madera del invernadero.

Sheera estaba allí, envuelta en un chal de lana color llama cuyas orlas le rozaban los pies desnudos. Iba vestida para el entrenamiento con pantalones cortos y protectores de cuero, y sus ojos oscuros estaban furiosos.

—¿Tenéis que exigirles tanto? —preguntó brevemente—. Algunas de ellas están tan agotadas que casi no pueden moverse.

—¿Queréis preguntarles si prefieren estar agotadas ahora o morir todas más tarde?

El rostro de Sheera enrojeció.

—¿O estáis tratando de que se vayan, con la esperanza de que yo abandone mis planes?

—Mujeres; aprendí hace tiempo que no vale la pena esperar que dejéis un plan que habéis empezado a desarrollar y no importa lo tonto que sea —le ladró él, mientras iba hasta el único brasero de la habitación para frotarse las manos sobre el brillo dorado del fuego—. Si esas mujeres no pueden hacerlo, mejor será que salgan del ejército. No sabemos el tipo de resistencia que vamos a encontrar en las minas. Y como me habéis nombrado instructor, os aseguro que voy a preparar a esas mujeres para lo que sea.

—No hay necesidad de… —empezó ella con calor.

—Claro que sí, si no pueden entrenar más que dos horas cada dos noches… —Él se volvió para mirarla de frente; el reflejo del fuego lo bordeaba como una línea de fuego—. Y considerando que no habéis podido encontrar más que catorce espadas…

—¡Estamos haciendo lo que podemos con respecto a eso! —replicó ella—. Y con respecto a tener un lugar donde practicar de día. Pero lo primero que hizo Derroug Dru cuando llegó al poder fue confiscar todas las armas de la ciudad…

—Os lo dije desde el comienzo.

—¡Callaos! Y tiene espías en toda las ciudades.

—Entonces, encontraos fuera de la ciudad.

—¿Dónde? —replicó ella con rabia.

Él le replicó con suavidad sedosa:

—Ése es vuestro problema, señora. Yo soy sólo vuestro humilde esclavo, ¿no es cierto? Pero os advierto que si esas mujeres no se entrenan más que ahora, nunca serán soldados.

—¿No te parece a veces que Sheera está loca? —le preguntó Lobo del Sol a Ojos Ámbar, mucho después, mientras el brillo pálido de la luna, que se ponía, rompía las nubes para filtrarse a través de la ventana de la buhardilla y tocar el oro en barbecho del cabello de la muchacha que yacía como un río de seda sobre el brazo y el pecho de Lobo, casi blanco contra el castaño de su piel.

Ella pensó el asunto un momento y una mirada grave alcanzó esos ojos generalmente soñadores y dorados. Ojos de dormitorio, los llamaba él, gentiles y un poco vulnerables, incluso cuando estaba manejando la espada. Finalmente, Ojos Ámbar contestó:

—No, al menos no más loca que el resto de nosotras…

Él cambió la posición de sus hombros contra la almohada.

—Eso no es decir mucho.

Ella volvió la cabeza donde yacía en el hueco de su brazo y lo estudió por un momento, con una pequeña arruga cruzándole la frente. La luz de la luna brillaba en la cadena fina como un hilo de oro que rodeaba su cuello con una sombra que era un trazo delicado de lápiz donde cruzaba los pequeños puntos del cuello y se desvanecía entre las sombras suaves del cabello.

La noche del primer encuentro en el invernadero, cuando Lobo del Sol subió las escaleras, ella estaba allí, esperando, sentada en la punta de la cama angosta, vestida sólo con esa melena dorada y tupida. Lobo del Sol, que nunca perdía oportunidades, la había tomado, esa noche y las dos noches siguientes. De vez en cuando se preguntaba por qué habría venido a él, ya que obviamente le tenía miedo, pero si se dejaba de lado la charla amorosa de la profesión, cuando él le hablaba, ella se convertía en una muchacha silenciosa, enigmática y evasiva.

Esta noche era la primera vez que le trataba más como a un compañero de empresas que como a un cliente.

El invernadero debajo de los dos estaba en silencio ahora y el jardín callado, a no ser por el murmullo incesante del canal del otro lado de las paredes. Después de una última pelea con Sheera, inconclusa, Lobo del Sol había ido a la casa de baños, inmediatamente después de la partida de las mujeres. La única luz de la casa era la pulsación suave y roja de las calderas de cobre. En esa luz difusa, se había desnudado, había dejado las ropas sobre el banco de mármol dorado, negro y barroco de la antecámara, se había lavado y luego había nadado un rato en las aguas sin luz de la laguna caliente.

Eso le calmó los músculos pero no los sentimientos.

Ojos Ámbar se quedó callada demasiado tiempo, así que él le dijo:

—Está loca si cree que va a rescatar a ese príncipe Tarrin sano y salvo. Ah, ya sé que se supone que alguien lo vio vivo, pero siempre dicen eso de un líder popular.

—Claro que no. —Ella se sentó un poco, los ojos amarillos de gatito muy ansiosos en la pálida luz de la luna—. Yo lo vi. En realidad, le envié un mensaje hace apenas unas semanas, la última vez que estuve en las minas haciendo mapas.

Lobo del Sol la miró sorprendido.

—¿Qué?

—Sí —dijo ella—. Todas le vimos, Cobra, Escarlata… —Y le nombró a otras cortesanas de la tropa—. Más muchas de las chicas que conoces, las profesionales, quiero decir. ¿De qué otro modo podríamos hacerle saber lo que pasa aquí?

—¿Quieres decir —dijo Lobo del Sol lentamente— que has estado en comunicación con los hombres todo el tiempo?

—Por supuesto. —Ojos Ámbar se sentó con una rapidez compacta y ágil y sacudió la melena pálida y espléndida alrededor de sus hombros, que brillaban como alabastro en la oscuridad. Pareció olvidar la lánguida gracia de la cortesana y unió los brazos alrededor de sus rodillas—. Supongo que Sheera no ha querido contarte nada al respecto —agregó con franqueza—, pero esa parte de la organización quedó establecida mucho antes de que fuéramos a buscarte.

La frase solapada le hizo sonreír. A pesar de su apariencia de timidez, cuando no estaba escondida bajo lo que Lobo del Sol llamaba sus modos profesionales, Ojos Ámbar podía ser sincera y desarmar a cualquiera. Él lo había visto en su modo de tratar a otras mujeres de la tropa. Era como si mostrara a los hombres, a sus clientes, sólo lo que ellos pensaban que querían ver.

—¿Fue Sheera la que lo organizó? —quiso saber.

Ella meneó la cabeza.

—Eso fue antes de que Sheera y Dru entraran en el asunto. En realidad pasó casi por casualidad. Bueno, ya sabes que la ciudad sufrió mucho, con los hombres lejos. Nosotras, las profesionales, no lo sentimos tanto emocionalmente, excepto las que tenían amantes regulares en la tropa de Tarrin. Pero recuerdo que una tarde fui a la peluquería de Gilden (todas las que podemos pagarlo vamos a Gilden y Wilarne) y ella dijo que su esposo había muerto pero que Wilarne no sabía si Beddick, el suyo, estaba muerto o vivo. Gilden dijo que había muchas otras en la misma situación. Wilarne estaba medio loca de pena y eso a pesar de que Beddick no era alguien por quien se pudieran componer canciones, y yo le dije que vería lo que podía averiguar. Así que fui a caballo a las colinas hasta cerca de una de las entradas de las minas en el sur, una que da sobre Paso de Hierro, y dejé que mi caballo se me escapara y fingí que me había lastimado el pie, lo usual. —Sonrió mientras lo recordaba, divertida—. El superintendente de esa parte de la mina fue muy galante.

»Después de eso fue fácil. La vez siguiente, llevé a mis amigas. Los superintendentes de varias secciones de las minas y los sargentos de las guardias no van a la ciudad a menudo. Está prohibido llevar mujeres a las barracas, pero ¿quién va a informar? Gilden y yo conseguimos establecer un servicio regular de informaciones y conseguimos noticias sobre quién había muerto y quién estaba vivo, Beddick el Dulce por un lado y finalmente, Tarrin.

La cara de Ojos Ámbar se nubló en la luz velada de la luna.

—Así fue como Sheera entró en esto al principio. Oyó que había una forma de conseguir noticias. Me hizo llegar un mensaje a través de Gilden. Por entonces, ya teníamos chicas que iban allá casi todos los días y empezamos a pasar mensajes en código. Tarrin, por su parte, estaba empezando a organizar a los mineros, pasando mensajes de grupo en grupo cuando les llevaban de un lado a otro para el trabajo en las minas. Los hombres van de un lado a otro en la oscuridad, así que no tienen mucha idea de dónde están en los túneles; si un hombre se separa de su grupo puede vagar por los túneles más profundos y morir. Los túneles también tienen puertas y están separados uno de otro. Pero para cuando llegamos, ellos ya habían empezado a hacer mapas. De nuestro lado, también empezamos a trazar mapas de las entradas principales, las habitaciones de los guardias y el lugar donde se encuentran las barracas principales que vigilan los túneles que van desde las minas hasta la ciudadela de Acantilado Siniestro.

Lobo del Sol frunció el ceño.

—¿Hay formas de salir de la ciudadela por las minas?

—Eso es lo que dicen los mineros. El que la ciudadela sea tan inaccesible desde el exterior la hace muy fácil de defender, claro, pero debido a su situación, sobre la punta del risco, la ruta desde Racken Scrag (la ciudad administrativa del Mago Rey al otro lado de Paso de Hierro) tiene que pasar con un túnel a través de un codo de la montaña para llegar a las puertas mismas. Como era tan caro subir comida, conectaron ese túnel directamente con las minas; ahora llevan la comida desde Racken a través de la montaña misma. Dicen que los caminos desde las minas a la ciudadela están guardados por magia e ilusión.

—Pero si vosotras, las mujeres, atacáis las minas —dijo Lobo amargamente—, Altiokis puede enviar sus tropas directamente desde la ciudadela. ¿No es cierto?

—Bueno… —dijo Ojos Ámbar, con tristeza—. Si atacamos con suficiente rapidez…

—Maravilloso. —Él suspiró y se dejó caer de nuevo sobre los almohadones—. Se han perdido cientos de batallas porque un tonto general basaba sus planes en «si esto o aquello».

—Pero tenemos a Yirth —dijo la muchacha, a la defensiva—. Ella puede protegernos de lo peor de la magia de Altiokis y descubrir las ilusiones.

—Yirth. —Él respiró con fuerza por la nariz y sus dedos tocaron involuntariamente los eslabones de metal de su cadena—. Así es como entró en todo esto, ¿no es cierto?

—Bueno, sí. —Ojos Ámbar se miró las manos, mientras doblaba, inquieta, una esquina de la sábana con los dedos. Afuera, una rama sacudida por el viento raspaba como los dedos de un fantasma sobre el techo. La lámpara de una góndola se reflejó al pasar sobre una raya acuática de oro oscuro contra el vidrio ondeado de la ventana.

—Fue Sheera la que trajo a Yirth —dijo ella por fin—. Todas conocíamos a Yirth, claro. No creo que haya una sola mujer en toda la ciudad que no haya acudido a ella en busca de anticonceptivos, abortos, filtros de amor o simplemente porque es el único médico mujer de la ciudad. Sheera era una de las pocas que sabían que también es maga. Nunca tuvo nada que ver con la organización cuando sólo pasábamos información de un lado a otro. Pero cuando Sheera entró en esto, lo cambió. Antes, no había esperanza en nada de lo que hacíamos. ¿Para qué comunicarse con los hombres en las minas, incluso si había amor de por medio, si de todos modos no había forma de esperar que alguna vez salieran de allí? Si algo andaba mal por aquí, si a una le confiscaban las propiedades o arrestaban a sus amigos, no podíamos decírselo a ellos porque en realidad eso sólo se hubiera sumado a su terrible situación. Pero Sheera fue la única que dijo que donde se podía pasar información, también se podían hacer planes. Ella nos dio esperanza.

»Y después Dru pensó la forma en que podíamos sacar dinero del tesoro y empezaron a reunir fondos para contratar una tropa mercenaria. Y… —Ella abrió las manos, los dedos finos se hicieron traslúcidos en la luz marfil de la luna—. Nuestra organización se volvió parte de la de ellas. Y la de Tarrin. Tarrin y los hombres nos consiguen información sobre la minas y la mandan a través de las basus…

—¿Las qué? —La palabra le era familiar por la jerga de los mercenarios: para él significaba el tipo de mujer más barata, que se vende a los basureros y los curtidores por el precio de una taza de vino barato.

—Las basus. —Ella abrió los ojos suaves, color miel, para mirarlo—. Ya sabes, las mujeres feas o las gordas o las viejas y blandas. Los guardias creen que es cómico arrojarlas a una banda de mineros. Algunos de los esclavos han estado allí abajo tanto tiempo que también se han convertido en bestias. —Los labios delicados se apretaron, duros de pronto, y un enojo que él nunca había visto antes brilló en esos ojos de gato—. Llevan a una de esas mujeres abajo, la arrojan a la barraca de los esclavos y dicen: «Adelante, es vuestra, muchachos», y luego se van.

Se quedó callada por un momento, distante mientras doblaba la punta de una sábana una y otra vez entre sus dedos. Por fuera, su rostro reflejaba calma, pero la rabia contra los hombres que tenían el poder de hacer eso, y tal vez contra todos los hombres, era como un calor que él podía sentir a través de la piel aterciopelada donde su hombro se apoyaba en ella. ¿Y quién era él para discutirle?, se preguntó con amargura. El recuerdo de cosas que él mismo, u hombres que él había conocido, consideraban graciosas cuando estaban medio borrachos y saqueando una ciudad lo silenció frente al enojo de Ojos Ámbar.

Luego, ella se encogió de hombros y dejó el enojo de lado.

—Pero son las basus las que se comunican de un grupo de esclavos a otro. En general, las órdenes de Tarrin impiden que abusen de ellas. Los superintendentes siguen mezclando a los recién venidos, los hombres de Mandrigyn, con mineros más viejos (hay miles de mineros allá abajo) para impedir que los hombres conspiren entre ellos. Pero eso sólo consigue difundir el complot. Y el resto de nosotras, mujeres con las que las esposas de esos hombres tenían prohibido hablar antes de la guerra, conseguimos mapas de las minas e impresiones de cera de las llaves de las puertas. ¿Sabes que la hermana de Gilden, Eo, es herrera? Ella copia las llaves y también traemos detalles de los lugares donde están los depósitos de armas.

Lobo del Sol dejó descansar su espalda contra la pared y la miró, casi curioso, en las sombras. Fuera, la luna desaparecía y el perfume de la lluvia entró por la ventana como un olor frío. Iluminada por la luz leve, la cara de la muchacha parecía joven, casi la de una niña; él la recordaba a la luz de las velas en la habitación con olor a rosas de Kedwyr, riendo con esa risa suave, ronca, profesional, mientras lo llevaba a la trampa de la conspiración. Se dio cuenta de que ella le estaba haciendo un cumplido al mostrarle la otra cara, franca, abierta, sin artificios, la cara que mostraba a sus amigas, a otras mujeres. Sin duda, la cara que mostraba a su amado. Se descubrió preguntándose si tendría un amor, no un «regular» sino un amante en serio; y si, como el esposo sin nombre de Gilden, como Beddick M’Tree, como tantos otros, él habría seguido a Tarrin de la Casa de Ella en esa última campaña a Paso de Hierro.

El peso cálido del cuerpo de ella se apoyaba contra su hombro, un gesto de intimidad que era menos sexual que amistoso, como un gato que decidiera acomodarse en sus rodillas.

—Hemos hablado demasiado —dijo ella ahora con la voz profesional, suave y burlona.

—Una pregunta más —insistió él—. ¿Por qué estás aquí?

Ella sonrió.

Él le detuvo la mano que se extendía hacia él.

—Tienes miedo de mí, ¿verdad?

Sintió que el cuerpo de ella se movía en el círculo de su brazo; cuando le contestó, la voz era la de una muchacha de diecinueve años, herida por lo que era, pero franca, sin mentiras.

—Antes —dijo. La luz de la luna apenas rozaba sus pestañas en plata cuando levantó la mirada hacia él—. Pero no creo que fuera justo que no supieras cómo funcionan las cosas en la organización. Dru y Sheera dicen que cuanto menos sepas, menos podrás contarle a nadie. Pero en cuanto a tu pregunta… —sus labios rozaron los de Lobo en la oscuridad—. Yo también tengo mis secretos.

Él la acercó a su cuerpo. Cuando se movió, los eslabones de la cadena alrededor de su cuello tintinearon levemente en el silencio de la buhardilla oscura.