5

Entraron en el puerto de Mandrigyn antes que las tormentas, como si el bote llevara la lluvia en su estela.

Toda la mañana, Lobo del Sol se había quedado de pie en el combés de la nave, mirando cómo las nubes que lo habían seguido como una pared negra e hirviente a través de las masas grises de las islas se acercaban cada vez más y preguntándose si, en el caso de que el barco se destrozara contra las orillas rocosas que resguardaban el puerto, podría nadar antes de que se lo tragaran las rompientes. Durante un tiempo, se regaló con la idea de que sí podría y de que los demás, todos, se hundirían con el barco y ya no se oiría hablar de Sheera y sus arpías. El pensamiento le alegró hasta que recordó que si el mar no lo mataba, el anzid lo haría.

Mientras atravesaban el canal estrecho entre las dos puntas del puerto, protegidas por torrecillas de defensa, Lobo, con la vista fija en Yirth, de pie, como en los últimos tres días, sobre el castillo de popa, miró ahora a través de las aguas grises y agitadas del puerto la ciudad de Mandrigyn, extendida como un collar de joyas sobre sus mil islas.

Mandrigyn era la reina del Megántico, el cruce de caminos del comercio; hasta en los colores acerados y amargos del día de invierno brillaba como una caja de joyas desparramadas, turquesa, dorada y cristal. Lobo del Sol inspeccionó Mandrigyn con los ojos y tembló.

Sobre la ciudad, se elevaban las masas oscuras de las montañas Tchard, la gran forma de Acantilado Siniestro, velada en una masa lívida de nubes púrpura, como si el Mago Rey quisiera esconder su fortaleza de los ojos de los espías. Más cerca, podía identificar el bullicio sucio de los mercados y teatros obscenos de la Costa Este, el suburbio que Gilden Shorad le había dicho que quedaba fuera de la jurisdicción de la ciudad sobre la ribera del este del río Rack. Los colores de la madera cruda y la pintura barata se destacaban como pequeños fragmentos de brillo contra las masas confusas de colinas vacías, castaño oscuras, que yacían más allá: las tierras de los barones, donde los propietarios todavía mantenían el poder de sus antepasados.

Le golpeó una ráfaga de viento, fría y aguda a través del tejido oscuro de su camisa. Encogió los hombros contra ella, como un animal mojado, y sintió la dureza poco familiar del metal en la carne, el collar tradicional de los esclavos, una cadena corrediza como un nudo de acero que el viejo artesano del barco le había fijado en el cuello.

Dio vuelta la cabeza, con el odio en los ojos, pero Yirth se había desvanecido del puente de popa. Los marineros, la mitad al menos, eran mujeres o niños jóvenes, subían y bajaban por las jarcias, preparando la nave para llevarla a los muelles.

Había poco movimiento en el puerto, porque la mayor parte de las actividades marítimas habían terminado hacía ya una semana por la llegada de las tormentas. De los marineros y estibadores que Lobo del Sol veía en los muelles, la mayoría era viejos, muchachos o mujeres. La ciudad, pensó, había sido duramente golpeada. Mientras las ráfagas de viento cargadas de lluvia llevaban al barco hacia los muelles, pudo oír gritos de alegría y triunfo de una vasta multitud de mujeres sin velo, con vestidos brillantes, que se paseaban sobre el paseo de pilotes de la gran galería junto al mar que daba sobre el puerto. Amigas de Denga Rey, pensó, notando la pareja de gladiadoras de aspecto agresivo que se movía entre las otras. Bueno, ¿por qué no? Probablemente el negocio no funciona bien en estos días.

A cierta distancia de esa multitud pendenciera y bulliciosa, avistó otros comités de bienvenida. Había una muchacha alta y una mujer más alta aún que parecían parientes de Gilden Shorad por sus cabelleras color rubio marfil agitadas por el viento tras sus velos índigos, que ellas aferraban con desesperación. Les acompañaba una dama tan pequeña y vestida tan a la moda como Gilden. Familia, pensó él, sin duda.

Un poco más atrás, entre los pilares del paseo barrido por el viento, un par de sirvientes aurados mantenían una tela de seda lustrosa sobre la cabeza de una mujercita con un vestido de muaré amatista, velada en nubes larguísimas de seda lila y brillante de oro y diamantes. Con este tipo de ostentación, pensó Lobo, tiene que ser una amiga de Sheera.

Evidentemente nadie había venido a buscar a Yirth.

Una voz junto a su codo dijo con calma:

—Entramos en el puerto justo a tiempo.

Lobo se dio vuelta y vio a Sheera a su lado, cubierta de la cabeza a los pies, como correspondía a una dama, las manos metidas en piel de cabrito bordada en oro, el cabello una masa de rizos y joyas que mantenían las largas pantallas de sus velos color ciruela. Llevaba una capa de seda a prueba de agua, bordeada de piel, apretada contra su cuerpo: Lobo del Sol, que vestía sólo una camisa ajada y pantalones de esclavo, la miró por un momento, tocando la cadena que le rodeaba el cuello y luego volvió a mirar el mar terrible que aparecía detrás de las puntas de tierra. Hasta en el refugio del puerto, las aguas hervían y, al tocar los muelles de piedra, arrojaban altas columnas de vapor del color blanco de los huesos; ningún barco podría ya pasar por el canal.

—Si queréis mi opinión, entramos demasiado cerca para sentirme cómodo —gruñó Lobo.

Los labios de Sheera se tensaron bajo el velo que volaba a su alrededor.

—Nadie os preguntó —replicó, con severidad—. Tenéis que agradecer a Yirth que estemos vivos. Ha subsistido con drogas y mucha resistencia en estos últimos tres días para poder retener a las tormentas hasta que llegáramos a puerto.

—Antes que nada, tengo que agradecerle a Yirth —dijo Lobo del Sol, con amargura— estar en este barco podrido.

Hubo un momento de silencio, mientras Sheera miraba los ojos de él con una tensión peligrosa en el rostro. Aparentemente, no había dormido mucho en los últimos días, no mucho más que Yirth. Lobo del Sol le devolvió la mirada con calma, casi burlón, como si estuviera desafiándola a que estallara con una de sus rabietas.

Cuando ella habló, su voz era casi un susurro:

—Recordad esto —dijo—: puedo hablarle a Yirth y dejar que agonicéis a gritos.

Él le replicó con la misma suavidad:

—Entonces tendríais que encontrar a otro para entrenar a vuestras damas, ¿no es así?

Sheera nunca llegó a contestarle porque en ese momento apareció Gilden, con un velo diáfano, precedida por una línea de estibadores que llevaban equipaje suficiente para un año en el desierto. Gilden dijo con calma:

—Yirth está en su camarote. Esperará hasta que las multitudes se diseminen y luego bajará sin que la vean. El hecho de que viniéramos así, antes de la tormenta, ya debe de haber llamado bastante la atención. No queremos que los espías de Derroug le digan a Altiokis que Yirth viajaba a bordo.

—De acuerdo —dijo Sheera, y Gilden desapareció, deslizándose sin esfuerzo al papel de una infatigable y frívola vagabunda de clase media entre los bultos de su equipaje.

Estaban ya entre los muelles; la tripulación llevaba el barco rápidamente hacia el largo muelle principal de piedra. El aire húmedo crujía con las órdenes, las maldiciones y los gritos. Arriba, en la barandilla, Denga Rey y Ojos Ámbar se inclinaban para hacer gestos y llamar a sus compañeras en el puerto. Las ráfagas de viento, poderosas, súbitas, tocaban la cabeza afeitada de la gladiadora y la cola suave, color durazno del cabello de la cortesana; Gilden y Sheera, como era propio de damas de su clase y estado, las ignoraban totalmente.

Bajaron la rampa. Un par de marineros, una mujer y un muchacho, trajeron el baúl de Sheera. Después de una sola mirada severa, incendiaria de Sheera, Lobo del Sol lo levantó sobre el hombro y lo llevó por la rampa entablillada detrás de ella.

Los muelles de Mandrigyn, como había visto Lobo desde el puente del barco, estaban conectados a tierra por un paseo de pilotes, indudablemente un lugar para que los que estaban de moda en la ciudad caminaran en el calor del verano. En invierno, con su jardín tan cuidado, desnudo ahora por los vientos, y con los pilares de mármol y las estatuas manchadas y oscurecidas por las lluvias intermitentes, era ventoso y deprimente. Cada tanto, estaba interrumpido por puentes peatonales de mosaicos brillantes que cruzaban las bocas de los famosos canales de Mandrigyn; Lobo miró a través del arco hexagonal del puente más próximo y vio una especie de laguna protegida, donde media docena de góndolas se mecían en sus muelles. Detrás de esos botes coloreados como el arco iris y con aspecto de peces, el canal se adentraba hacia la ciudad acuática entre las altas paredes de las casas y las aguas temblaban donde las tocaban las ráfagas de lluvia. Todo parecía oscuro de humedad y sucio de moho. Contra ese paisaje, la mujercita que emergía bajo su techo de tela de seda para saludar a Sheera parecía incongruente y chillona.

—Sheera, ¡me aterrorizaba pensar que no llegaras al puerto! —gritó con una voz aguda, bastante liviana y extendió sus pequeñas manos, enfundadas en confecciones bordadas con diamantes y lazo blanco y lavanda.

Sheera le tomó las manos para saludarla y las dos intercambiaron un beso formal de bienvenida entre un remolino de velos de seda maltratados por el viento.

—A decir verdad, yo también tenía miedo de eso —admitió Sheera, con una sonrisa que era lo más cercano a la amistad que Lobo del Sol había observado en ella en los pocos días que habían pasado desde que la conocía. Sheera evidentemente apreciaba a esa mujer y, según se vio por las palabras siguientes, le tenía mucha confianza.

—¿Encontraste uno? —preguntó la mujer, mirando la cara de Sheera con una expresión de profunda curiosidad, como si por el momento sólo Sheera existiera para ella—. ¿Tuviste éxito?

—Bueno —dijo Sheera y su mirada pasó a Lobo del Sol, que permanecía de pie, estoico, con el baúl sobre sus hombros, un poco más allá—, hubo un cambio de planes.

La mujer frunció el ceño indignada, como si eso fuera una afrenta.

—¿Qué? ¿Cómo? —El viento se enredó en sus velos de seda lila y los arrojó hacia atrás, revelando una cara de piel delicada y huesos finos, enmarcada por unos hermosos ojos castaños bajo unas pestañas largas, perfectamente rectas. A pesar de ir vestida como una santa en una catedral de la Trinidad, era una cosita bien hecha, pensó Lobo del Sol, delicada y con senos llenos. No era una niña, sino una mujer de la edad de Sheera.

Sheera los presentó con calma.

—Drypettis Dru, hermana del gobernador de Mandrigyn. El capitán Lobo del Sol, jefe de los mercenarios de Wrynde.

Los ojos de Drypettis, al principio oscuros de indignación ante la idea de que le presentaran a un esclavo, se abrieron de susto, luego temblaron, mirando a Sheera de nuevo.

—¿Trajiste al comandante aquí?

Desde el barco, toda la multitud brillante de lo que parecían prostitutas y gladiadoras pasó junto a ellos, riendo y bromeando. Al ver a Lobo del Sol, dejaron escapar un conjunto de murmullos apreciativos, gruñidos, indignación atónita y comentarios tan abiertos que Drypettis Dru se endureció de rabia y sorpresa y la sangre apareció como una mordedura sobre la piel fina de sus mejillas.

—Pero, Sheera —murmuró, tensa—, si tenemos que tener a ese tipo de gente en la organización, ¿no puedes decirles que sean un poco más… educados en público?

—Tenemos suerte de tenerlos en la organización, Dru —dijo Sheera, tranquilizándola—. Pueden ir a todas partes y lo saben todo. Y ahora los necesitaremos más todavía.

Los ojos castaños y límpidos volvieron a fijarse en Sheera.

—¿Quieres decir que te pidieron más dinero del que podías ofrecer?

—No —dijo Sheera con calma—, no puedo explicártelo aquí. Le he dicho a Gilden que haga correr la voz. Habrá una reunión hoy a medianoche en el viejo invernadero de naranjos en mis jardines. Allí les explicaré a todos…

—Pero…

Sheera levantó un dedo para imponerle silencio. Desde la dirección de la laguna, se aproximaba un par de sirvientes, que se inclinó con grandes disculpas ante Sheera por llegar tarde. Ella hizo una cortesía formal a Drypettis y se fue, caminando hacia la góndola anclada al pie de unas escaleras de piedra resbaladizas de musgo, sin mirar atrás para ver si Lobo del Sol la seguía. Después de un momento, él la siguió, pero sintió los ojos de Drypettis clavados en su espalda todo el camino.

Mientras un sirviente acomodaba a Sheera bajo un techo de tela en el combés de la góndola, Lobo del Sol entregó el baúl al otro, bajándolo por los angostos escalones. Antes de descender, miró hacia atrás, hacia el muelle, ahora desierto, con los mástiles de los barcos meciéndose suavemente contra la pizarra en vuelo del cielo. Vio a la mujer Yirth, como una sombra, bajar lentamente por la rampa y detenerse al final, inclinada contra el bolardo de bronce, a punto de derrumbarse de cansancio. Luego, tras un momento, se enderezó, se apretó la capa de frisa vulgar con más fuerza alrededor de los hombros y se alejó caminando hacia la ciudad cada vez más oscura, a solas.

Desde su buhardilla sobre el invernadero, Lobo del Sol oyó llegar a las mujeres. Oyó cómo llegaba la primera en silencio, los pasos apenas un eco leve que golpeaba sobre la madera de la gran habitación. Desde la alta ventana de la buhardilla, veía sus sombras de gato deslizándose a través del portón volante al final del jardín, el que daba al canal Leam, y escurriéndose en silencio desde los establos, donde, según le había dicho Sheera, había un túnel de viejos contrabandistas que llevaba al sótano de un edificio sobre la laguna Leam. Las vio correr a través de las sombras del jardín mojado y repleto de hierba, junto a la silueta del trabajado pabellón de los baños y entrar, con un sigilo nada profesional, al invernadero mismo.

Tenía que admitir que Sheera no se había equivocado en la elección del lugar. El invernadero era el edificio más alejado de la casa y formaba el lado sur del cuadrado de todas las instalaciones. Estaba separado del edificio más cercano por una franja de patio seco, la pared de la propiedad y el canal barroso y verde llamado Canal de la Madre, y ese edificio era el de los grandes lavaderos de San Quillan, que se cerraban después de la tercera hora de la noche. Era muy difícil que los oyeran si practicaban allí.

Se quedó en la oscuridad de su jergón angosto, escuchando el murmullo agudo, incomprensible, de la habitación de abajo y pensó en las mujeres.

Mujeres. Seres humanos que no son hombres.

¿Quién le había dicho eso una vez? Halcón de las Estrellas, el invierno anterior, o el del otro año, cuando le explicaba algo sobre ese estilo tan individual que tenía en la pelea… Era algo que él no se había detenido a pensar en ese momento. Ahora, la frase volvía a él, con la memoria de esos ojos grises, enigmáticos.

Seres humanos que no son hombres.

Hasta de niño había entendido que los demonios que encantaban los pantanos vacíos alrededor de su aldea eran entidades como él mismo, inteligentes a su manera, pero no humanos. Si uno los presionaba, no reaccionaban como hombres.

Se había encontrado con hombres que temían a las mujeres y él entendía ese miedo. No un miedo físico…, en realidad, ese tipo de hombre era el culpable de los peores excesos durante el saqueo de las ciudades. Era algo más profundo que lo físico. Y sin embargo, el otro lado de esa moneda era un deseo de tocar, de poseer, ese deseo de la carne extraña y suave del otro.

No había lógica en ello. Pero entrenar a esa tropa no iba a ser como entrenar una tropa de muchachos sin experiencia, o de hombres de no más de sesenta y cinco kilos.

La lluvia del día había terminado después de la puesta de sol. Un brillo húmedo de luna pintaba la pared inclinada sobre su cabeza. Con el viento frío, las voces del jardín entraban por allí, la de Sheera, hablándole a esas mujeres de dinero que habían venido en sus góndolas como a una fiesta, por la puerta principal de la casa grande, con fachada de mármol. Voces de mujeres, como música en la noche mojada.

¿Era la costumbre, se preguntó Lobo del Sol, lo que hacía que las mujeres desconfiaran una de otra? ¿El hecho de que se les negaran tantas cosas? Tal vez especialmente en una ciudad como Mandrigyn, donde las mujeres estaban muy bien guardadas y donde les prohibían hacer cualquier cosa que las librara de la tutela del hombre. Él había visto eso antes, la atmósfera caldeada de los chismes y los pequeños celos, de las ofensas recordadas durante años y desenterradas, frescas y malolientes, en el momento de una pelea. ¿Serían distintas si las criaran de otra forma?

¿Y los hombres?

La risa amarga, burlona, de su padre pasó como un eco breve por su mente.

Luego, se dio cuenta de que alguien estaba de pie junto a su cama.

No la había visto llegar ni había oído el sonido de sus pies sobre las planchas del suelo, como la caída de un pétalo. Sólo ahora vio su cara, flotando como una calavera deformada sobre el manchón oscuro de la marca de nacimiento, enmarcada en las masas tachonadas de plata de su cabello. Se dio cuenta de que ella había estado parada allí durante un rato.

—¿Qué mierda…? —empezó mientras se levantaba, y ella elevó la mano.

—Sólo vine a poner sobre vos los encantamientos que harán inofensivo el veneno que corre por vuestras venas siempre que os quedéis en Mandrigyn —dijo ella—. Como no soy una maga verdadera, y no llegué al máximo de mi poder, no puedo hacer encantamientos a distancia sólo con la mente. —Como la mano de un esqueleto, sus dedos blancos se movieron en el aire, y agregó—: Listo.

—Pero lo hicisteis muy bien en el barco —gruñó él, sin interés.

Un extremo de la línea negra de cejas se movió.

—¿Os parece? Es una de las primeras cosas que aprende un mago…, cómo entrar y salir sin que lo noten, ni siquiera si lo miran fijamente. —Ella levantó la capa y se la acomodó alrededor, un ruido de tela en la oscuridad, mientras se preparaba para partir—. Están abajo ahora. ¿No vais con ellas?

—¿Para qué? —preguntó él, acomodando los hombros de nuevo contra la pared en la cabecera de la cama—. Sólo soy la ayuda alquilada.

La voz de madera dulce siguió inexpresiva.

—¿Tal vez para ver el material al que tendréis que enfrentaros? ¿O para que ellas lo vean?

Después de un momento, él se puso de pie; el movimiento de sus hombros aflojó un poquito la presión desacostumbrada de la cadena. Cuando se acercó a Yirth, vio la forma en que el cansancio había devastado su cara. Las manchas negras bajo sus ojos, las líneas duras de tensión no ayudaban a su aspecto. Los últimos días del viaje estaban esculpidos en su cara y en su espíritu como el polvo del carbón en las manos de un minero…, tal vez el tiempo lo aclararía, pero nunca del todo.

Él hizo una pausa mientras miraba el interior de esos ojos azul verdes.

—¿Sheera sabe esto? —preguntó—. Si, como decís, no sois una maga verdadera…, si no habéis llegado al máximo de vuestro poder…, es una locura ir contra un mago que ha estado ejercitando sus poderes durante ciento cincuenta años…, que ha sobrevivido a cualquier otro mago en el mundo y parece inmortal. ¿Sheera sabe que ni siquiera estáis al nivel de él?

—Sí. —La voz de Yirth se oía fresca y amarga en la oscuridad de la habitación—. Es por culpa de Altiokis que no tengo, que ya nunca tendré todos mis poderes como maga. Mi maestra Chilisirdin me impartió el conocimiento y el entrenamiento que deben tener los que nacieron con esos poderes. Ese entrenamiento es el que me ayuda a dominar los vientos, a teneros prisionero, a ver más allá de las ilusiones y las trampas con las que Altiokis guarda las minas. Pero asesinaron a Chilisirdin…, la asesinaron antes de que pudiera darme el secreto de la Gran Prueba. Y sin eso, nunca tendré el poder.

Los ojos de Lobo del Sol se afinaron.

—¿Qué? —preguntó. En el lenguaje del oeste, la expresión hablaba de una prueba con fines judiciales y de problemas muy graves; en el dialecto del norte, era algo que a veces se usaba para nombrar a la muerte también.

La nariz malformada se abrió con desprecio.

—Sois un hombre que se enorgullece de su ignorancia en cuanto a esos asuntos —hizo notar—. Como el amor, uno nunca puede estar segura de cuándo se cruzarán en el camino de la vida, quiera uno cruzarse con ellos, o no. Nunca supe en qué consistía la Gran Prueba…, sólo que mataba a los que no habían nacido con los poderes de un mago. Su secreto pasó de maestro a discípulo a través de generaciones. He buscado durante años a alguien de esa última generación de magos, o uno de sus discípulos, alguien que pueda saber lo que es…, que pueda haber aprendido cómo se hace eso que funde el poder con que nacieron esos pocos niños con el largo aprendizaje que deben adquirir de un mago maestro. Pero Altiokis los mató a todos, o los hace esconderse tan profundamente que no se atreven a revelarle a nadie lo que son, o lo que pudieron haber sido. Es por eso que juego mi suerte con la de Sheera. Altiokis nos ha robado a todos, todos los que íbamos a ser magos y que ahora estamos condenados a esta media vida de deseos frustrados. Tengo que vengarme o morir intentándolo.

—Ésa es vuestra elección —dijo Lobo con calma—. Lo que no me gusta es que me arrastréis a mí en ella, a mí y a todas esas mujeres estúpidas de abajo que creen que van a entrenarse para ser guerreras.

Las voces llegaban hasta ellos, una charla liviana, distante, como los sonidos placenteros de un arroyo en la oscuridad. Los ojos de Yirth brillaron como los de un gato.

—Ellas también tienen por qué vengarse —replicó la maga—. Y en cuanto a vos, moriríais por dos monedas que poner sobre vuestros ojos para pagar al botero del río hacia el Infierno.

—Sí —aceptó él, tenso—. Pero ésa es mi elección…, voy a elegir el momento y la forma y a quién me llevo conmigo cuando me vaya.

Ella suspiró con desprecio.

—No tenéis elección, amigo mío. El padre que os engendró os hizo lo que sois, como me hicieron a mí con el talento para la magia en mi corazón y esta marca como una raya de basura en mi cara. No tenéis más elección en el asunto de la que tuvisteis en cuanto al color de vuestros ojos.

De nuevo se envolvió en la capa para cubrir su fealdad y bajó en silencio las escaleras.

Después de un momento, Lobo del Sol bajó tras ella.

Había unas cuantas velas encendidas sobre la mesa cerca de la escalera, pero su luz débil no penetraba más que unos metros en la vasta bóveda de madera del invernadero de naranjos. Lo único que podía verse en esa gran oscuridad era el reflejo multiplicado de miles de ojos atentos. Como el viento que muere en la noche de verano, el sonido de la charla amainó cuando Lobo del Sol entró en el tímido halo de luz, un hombre dorado, grande, fuerte, con Yirth como una sombra negra a sus talones.

No había esperado ver a tantas mujeres. Sorprendido, miró brevemente a Yirth, que le devolvió una mirada enigmática.

—¿De dónde diablos vienen? —murmuró.

Ella agitó la cola corta de cabello plateado y grueso sobre sus hombros.

—Gilden Shorad —replicó en voz baja—. Ella y su socia, Wilarne M’Tree son las mejores peluqueras de Mandrigyn. No hay una mujer en la ciudad a la que no puedan hablarle libremente, desde las nobles como Sheera y Drypettis Dru hasta las prostitutas comunes.

Lobo del Sol las miró de nuevo, debía de haber unas trescientas sentadas sobre el pino gastado y polvoriento del suelo o en los bordes de los grandes barriles que contenían los naranjos. Caras suaves, sin barba, vueltas hacia él; tenía conciencia de los ojos alertas, los cabellos brillantes y los pies pequeños que asomaban bajo los colores de las faldas largas. Tal vez fuera sólo su número, tal vez el hecho de que habían encendido el fuego en el sitio que había para eso debajo del suelo, pero la habitación enorme, parecida a un granero, estaba cálida y el olor del polvo viejo y del cítrico se mezclaba con los olores de las mujeres y con sus perfumes. El ruido de tela de sus vestidos y de las puntillas de las muñecas de las ricas era como el de una selva en verano.

Luego, silencio.

En ese silencio, habló Sheera:

—Volvimos hoy de Kedwyr —dijo sin preámbulos y su voz clara, profunda, penetró con facilidad en las sombras castañas de la habitación—. Todas vosotras sabéis por qué fuimos. Vosotras pusisteis el dinero en la aventura y el corazón… os quedasteis sin cosas que deseabais para contribuir; os pusisteis en peligro… hicisteis cosas que preferiríais no haber hecho para conseguir el dinero. Sabéis el valor de lo que disteis…, yo lo sé.

Se puso de pie; el oro de su vestido de brocado la convirtió en una llama brillante, la puntilla dura de su cuello enredada en joyas de fuego en su cabello. Desde donde estaba, detrás de ella, Lobo del Sol veía las caras de las mujeres, en un silencio absorto, los ojos bebiendo las palabras de Sheera.

—Todas vosotras conocéis el plan —continuó ella, inclinando el cuerpo contra el borde de la mesa, las manos llenas de gemas, relajadas entre los pliegues de la falda—. Tomar mercenarios, atacar las minas, liberar a los hombres y luego a la ciudad de las garras de Altiokis y de la bandada de aves de presa que puso a cargo. Quiero que sepáis desde ahora que no pude contratar a nadie.

»Tal vez no debería haberme sorprendido por eso —siguió—. Llega el invierno. Nadie quiere pelear en invierno. La primera lealtad de un hombre es hacia sí mismo, y nadie quiso arriesgarse a provocar la ira de Altiokis, ni siquiera por oro. Eso lo entiendo.

Su voz se hizo un poco más fuerte, más poderosa de pronto.

—Pero para ellos es sólo dinero. Para nosotros, es la vida. No hay ni una sola mujer aquí que no tenga un hombre, un amante, un esposo, un padre, que no haya muerto en Paso de Hierro o haya sido esclavizado allí. Y así le sucedió a todos los hombres decentes de esta ciudad; a todos los que tuvieron el coraje de marchar en el ejército de Tarrin, a todos los que entendieron lo que pasaría si Altiokis agregaba Mandrigyn a su imperio. Lo hemos visto en otras ciudades, en Racken Scrag, en Kilpithie. Le vimos llevar al poder a los corruptos, a los ambiciosos, a los sin escrúpulos, hombres que comerían sapos para él con tal de hacer dinero con nosotros. Le hemos visto poner a un hombre de esos aquí.

Los ojos de todas se posaron en Drypettis Dru, que había llegado con Sheera y se había sentado lo más cerca posible de la mesa, casi literalmente a los pies de su líder. Durante todo el discurso se había quedado en silencio, mirando a Sheera con el brillo apasionado de los fanáticos en sus ojos castaños, las manos apretadas con fuerza sobre la falda; pero cuando las mujeres la miraron, se enderezó un poco.

—Todas habéis oído los informes de los vicios de Derroug —continuó Sheera en un tono más mesurado—. Creo que algunas de vosotras habéis tenido experiencias directas de sus… hábitos. —Los ojos oscuros brillaron, sombríos—. Sabéis que su propia hermana se ha vuelto contra él y ha sido como mi mano derecha en la organización de la causa.

—No me he vuelto contra él —corrigió Drypettis en su voz un poco aguda y falta de aliento—. Los actos de mi hermano siempre me han resultado repugnantes y deplorables. Él ha puesto en desgracia a nuestra casa, que era la más alta de la ciudad. Nunca le perdonaré por eso. Ni por su lujuria hacia vosotras, ni por…

—Ninguna de nosotras le perdonará, Drypettis —dijo Sheera, cortando de raíz algo que amenazaba con convertirse en un catálogo interminable de los pecados del gobernador—. Todas hemos visto los efectos malignos del poder de Altiokis en Mandrigyn. Si vamos a detenerlo, tenemos que detenerlo ahora.

»Nosotras tenemos que detenerlo —repitió; la voz presionaba con fuerza sobre las palabras—. Estamos peleando por algo más que nosotras mismas. Todas tenemos hijos, todas tenemos familias, o las tuvimos. —Un murmullo se movió como el viento en la habitación—. Ya que no podemos tomar hombres y pagarles para que luchen, tendremos que aprender a hacer lo que podamos nosotras mismas.

Miró a su alrededor, a ese silencio sombrío, brillante de ojos. La luz de la vela tembló en la tela dura de su vestido dorado y ella brilló como la hoja de una espada levantada.

—Todas lo hemos hecho ya —dijo—. Desde Paso de Hierro, habéis reemplazado a vuestros esposos, de una forma u otra. Erntwyff, tú sales todos los días con la flota pesquera. La mayor parte de la flota es manejada por las esposas de los pescadores, ¿no es cierto? Eo, tú has tomado la fragua…

—Tuve que hacerlo —dijo una mujer grande, parecida a una vaca, cuyas mechas de cabello rubio como el marfil la marcaban como pariente de Gilden Shorad—. Si no, me hubiera muerto de hambre.

—Y tomaste a Tisa, la hija de Gilden, como aprendiza, ¿no es verdad? Hermana Quincis, me dicen que han estado nombrando mujeres como sacerdotes provisionales en la catedral, algo que no se había hecho en cientos de años. Fillibi, tú estás al frente del negocio de tu esposo…, y lo llevas muy bien además. Y a nadie le importa ya si llevamos velo o no, o si tenemos carabina. Negocios son negocios. Bueno, nuestro negocio es defender la ciudad y liberar a los hombres. Hemos demostrado que las mujeres pueden trabajar tan bien como los hombres. Y creo que pueden pelear tan bien como ellos.

»Creo que todas sabéis —continuó con voz más grave— que si ponéis a una mujer contra la pared, a pelear, no por ella sino por su hombre, sus hijos, y su casa, es más valiente que cualquier hombre, más dura que un hombre…, mierda, más dura que una rata acorralada. Y, señoras, hoy estamos en esta situación.

Si ahora pidiera voluntarias, todas levantarían la mano, pensó Lobo. Tiene la magia de un rey, esa magia de dar confianza.

Maldita perra arrogante.

La voz de Sheera era baja; se podría haber oído caer un alfiler en el silencio lleno de vida del invernadero.

—No —dijo—. No pude encontrar hombres para hacer el trabajo. Pero encontré un hombre para que viniera aquí a enseñárnoslo a hacer por nosotras mismas. Si queremos pelear, claro. Hay una diferencia grande entre dar dinero, no importa cuánto, y levantar la espada nosotras mismas. Y yo os digo, señoras, éste es el momento de ver esa diferencia.

No podían aplaudir porque el sonido llegaría lejos, pero el silencio fue una corona mágica sobre esos rizos negros. Señálales el camino, pensó Lobo del Sol con cinismo, y marcharán a las minas esta misma noche, estas perras tontas, y mañana estarán todas muertas. Como muchos líderes, Sheera tenía la habilidad de hacer que otros se prepararan para pelear sin haberse preguntado lo que les costaría esa decisión.

Se dio un pequeño empujón con los hombros contra el marco de la puerta y fue hasta donde estaba Sheera frente a todas en el aura de la llama de la vela, ella misma una llama en su vestido dorado. Sheera giró la cabeza, sorprendida por ese movimiento. Tal vez no creyó que yo hablaría, pensó Lobo con una punzada de rabia por eso. Se volvió hacia ese mar de ojos devoradores.

—Lo que dice Sheera es cierto —aceptó con voz calma; el ronquido grave de su voz adecuado al tamaño de la tropa, como hacen los líderes—. Una mujer que pelea por sus hijos, y a veces por un hombre, pelea como una rata acorralada. Pero yo he acorralado ratas y las he matado con el talón de la bota y no creáis que eso no puede pasaros a vosotras.

Sheera se dio vuelta con furia, todo su cuerpo brillante de rabia. Él la miró a los ojos y la silenció, como si le hubiera puesto una mano en la boca. Después de un momento, sus ojos volvieron a las mujeres.

—Así que de acuerdo. Acepté enseñaros, acepté hacer guerreras de vosotras; y por el espíritu de mis antepasados, lo haré aunque tenga que torceros el cuello. Pero quiero que comprendáis lo que estáis haciendo. La guerra es seria. Muy seria. Todas vosotras sois más pequeñas, más livianas, más lentas que los hombres. Si esperáis vencerlos en combate, tendréis que ser dos veces mejores que ellos. Yo puedo enseñaros a ser dos veces mejores. Ése es mi trabajo. Pero en el proceso, vais a recibir cortes, golpes, gritos, maldiciones y os arrastraréis de vuelta a casa tan exhaustas que no podréis teneros en pie, porque ésta es la única forma de ser bueno en esto, especialmente si sois tan pequeñas que ciertos hombres pueden levantaros y llevaros bajo el brazo. —Sus ojos buscaron a la diminuta Gilden Shorad y se encontraron con una mirada desafiante, azul como el mar—. Así que si no creéis que podéis terminar esta carrera, no perdáis mi tiempo empezándola. Cada vez que recibo un grupo de nuevos reclutas, termino por sacarme de encima por lo menos a la mitad. No tenéis que ser duras para empezar, yo os haré duras. Pero tenéis que seguir adelante, y estar dispuestas a matar gente y tal vez a perder un miembro o la vida misma. Esto es la guerra.

Sus ojos las miraron, brillantes como los ojos de oro de una bestia en la penumbra: prostitutas, dulces como todas las especies del este con sus cabellos rizados y sus ojos pintados; las mujeres castañas de los trabajadores, viejas antes de tiempo, como montones de sarga desprolija; las esposas de los mercaderes, muchas de ellas mercaderes ahora, suaves y bien cuidadas con sus joyas y puntillas.

—Vosotras decidís si podéis hacerlo o no —dijo él con calma—. Quiero a mi tropa aquí mañana por la noche. Eso es todo.

Se dio vuelta y miró a Sheera. Tras los párpados bajos, vio la curiosidad, la reevaluación, la especulación, como si ella estuviera preguntándose qué había traído a Mandrigyn.