De niño, Lobo del Sol había tenido fiebre una vez. Escondió la enfermedad a su padre tanto como pudo. Salió a cazar con los otros hombres de la tribu en los pantanos oscuros, medio congelados, donde los demonios se deslizaban de árbol en árbol como tiras pálidas de luz fluorescente. Cuando llegó a casa, se escondió en el depósito de heno para el ganado. Ahí lo había encontrado su madre, sollozando en un delirio silencioso e insistió en que llamaran al chamán de la tribu. Ahora todo eso volvía a él, con el recuerdo de una sed terrible y un dolor lleno de inquietud: las vigas bajas con sus dragones rojos y azules casi ocultos bajo la negrura del humo; la voz quejumbrosa de ese pequeño charlatán movedizo, vivaz, con los huesos sagrados y los rizos colgantes de cabello de los antepasados, y su padre, inclinado sobre él, amenazante como una sombra enojada, disgustada junto al brillo rojizo, titilante del hogar. Lobo recordaba la voz gruesa y áspera de su padre.
—Si él mismo no sabe cómo arrojarlo de su cuerpo, mejor es que muera. Sacad esos humos malolientes y esos huesos sucios de aquí. Tengo cabras que sabrían hacer mejor magia que vos.
Recordaba la forma en que el chamán inspiró, ofendido, porque, claro, su padre tenía razón.
Y recordaba la terrible agonía de la sed.
El sueño cambió. Unas manos frescas le tocaron la cara y llevaron el borde de una taza a sus labios. El metal tenía el frío del hielo, igual que el agua de la taza. Mientras bebía, abrió los párpados hinchados y vio la cara de la muchacha de ojos ámbar. El miedo que vio en esos ojos le dijo que estaba despierto.
Traté de matarla, pensó, confuso. Pero ella trató de matarme a mi; ¿lo hizo realmente? Sus recuerdos no eran claros. En medio del perfume de su cuerpo, Lobo podía oler el sabor salado del mar; el crujido de la madera y el cordaje y el movimiento de la cama en que yacía le dijeron que se encontraba en un barco. Los ojos de la muchacha estaban llenos de miedo, pero el brazo que le sostenía la cabeza era suave. Ella levantó la taza hasta sus labios partidos otra vez y él se terminó todo el líquido. Trató de darle las gracias, tartamudeando, pero no podía hablar; intentó preguntarle por qué había querido matarlo.
Abruptamente, se durmió de nuevo.
Los sueños fueron peores, una pesadilla terrorífica de dolor enloquecedor, inacabable. Tuvo una visión confusa de oscuridad y viento y rocas, de estar atrapado y presa de cosas que no podía ver, de colgar sobre un abismo móvil de cambio y pérdida y terrible soledad. En la oscuridad, le parecía que le rodeaban los demonios, demonios que sólo él podía ver, como siempre había podido verlos, a pesar de que para los demás —su padre, los otros hombres de la tribu, hasta el chamán— habían sido sólo voces vagas y una sensación de terror. Una vez le pareció ver, pequeña, clara y distante, la escuela de Wrynde, ruinosa y desierta bajo una lluvia fría: sólo el viejo guerrero que la cuidaba en ausencia de la tropa barría el suelo del salón de entrenamiento con una escoba de paja. El olor y el sentimiento del lugar le gritaban, tan reales que casi podía tocar el cedro viejo y usado de los pilares y oír el aullido del viento alrededor de las rocas. Luego, la visión se desvaneció en una tormenta chirriante de fuego, y él se perdió en una oscuridad arremolinada que le cortaba como cien espadas, llevándole más y más cerca de un vórtice de dolor silencioso.
Luego esto también pasó y hubo sólo un vacío blanco que se fundió lentamente hacia un despertar lleno de cansancio. Estaba de espaldas como una conchilla vacía sobre una playa, secada por el viento y la sal hasta que no quedara nada, frío hasta los huesos y tan agotado que el cansancio le dolía. No conseguía rastrear la fuerza para moverse, sólo miraba las maderas sobre su cabeza con los ojos muy abiertos, oyendo el crujido y el movimiento del barco y el golpear del agua contra el casco, sintiendo la luz del sol que yacía en una barra pequeña, sin calor, sobre su cara.
Estaban en alta mar, pensó, y marchaban bien a favor del viento.
Recordó las montañas de nubes que esperaban en el horizonte. Si las tormentas golpeaban y el barco se iba a pique ahora, no tendría la fuerza necesaria para nadar.
Así que serían los cangrejos, después de todo.
Pero esa parte fría, calma de su mente, esa parte que siempre parecía estar separada de su cuerpo físico, no encontró ni fuerza ni rabia en tal pensamiento. No importaba, nada importaba. El balanceo del barco movía el pedacito de sol de un lado a otro a través de su cara, y descubrió que no le quedaban fuerzas para preocuparse ni para preguntarse dónde estaba.
Pasó una hora. La luz del sol viajó lentamente por la manta que cubría su cuerpo y terminó como un pañuelo pálido y brillante sobre el pie de la litera. Como el brillo de luz de la hoja de una espada, el borde dorado y repujado de la taza vacía sobre la mesa que había junto a él brillaba levemente en las sombras que se movían. Unos pasos bajaron por una escotilla en algún lugar cercano, luego atravesaron el vestíbulo.
La puerta que estaba frente a sus pies se abrió de pronto y entró Sheera Galernas.
No es el presidente de Kedwyr, después de todo, pensó él, todavía con esa sensación fantasmal de desinterés y desapego.
Ella lo miró un momento, impasible, desde el umbral y luego entró en la habitación. Sin decir una palabra, cuatro mujeres entraron tras ella, vestidas como ella, para un viaje, con faldas oscuras, funcionales, jubones a cuadros y botas livianas. Durante un rato, nadie dijo nada, pero todas le miraban fijamente, alineadas detrás de Sheera como acólitos detrás de una sacerdotisa en un rito.
Una de ellas era la muchacha de los ojos ámbar, y él vio su cara delicada, curiosamente reservada, inclinada hacia el suelo y temerosa y… ¿y qué? ¿Avergonzada? ¿Por qué avergonzada? El recuerdo teñido de rosa de su habitación en Kedwyr se coló en la mente de Lobo, con el calor de esa piel perfumada unida a la suya. Era claramente una profesional, a pesar de su juventud… ¿Por qué avergonzada? Pero estaba demasiado cansado para preguntárselo en serio y el pensamiento se apartó de su cabeza.
La mujer que había junto a la muchacha era bonita, pero de una forma distinta, ciertamente no una profesional, al menos no en cuanto a eso. Era tan pequeña y frágil como una muñequita de porcelana, el cabello rubio como la luz de la luna, atado en un nudo suelto detrás de su cabeza, los ojos azul marino marcados a los costados con las líneas suaves de la vida y el dolor. Lobo se preguntó qué estaba haciendo en compañía de una arpía como Sheera…, en compañía de cualquiera de las demás en realidad.
Ninguna de las otras dos mujeres tenían belleza ni podrían fingirla jamás. Eran las dos altas, la más joven casi de la altura de Lobo del Sol, una muchacha de hombros anchos, músculos fuertes, que le recordó a las mujeres de su tropa. Iba vestida como un hombre con pantalones de cuero y camisa bordada; su cabeza afeitada estaba tostada por el sol; su rostro tostado como la madera y lleno de cicatrices de armas, como el rostro de un gladiador. Después de pensar un momento, Lobo del Sol supuso que ésa debía de ser su profesión.
La última mujer estaba en las sombras y las había buscado con un instinto casi inconsciente. Las sombras no hacían nada para enmascarar el hecho de que era la más fea que Lobo del Sol hubiera visto nunca: madura, nariz aguileña, la boca distorsionada por la marca tostada de un lunar de nacimiento que corría como barro hasta el mentón protuberante. Los ojos, bajo una sola línea negra de cejas, eran tan verdes, tan fríos y tan duros como el jade, iluminados por la fuerza interna y amarga de una mujer que había sido rechazada desde su nacimiento.
Ellas lo miraron primero a él, luego a Sheera y finalmente sus ojos se quedaron en Sheera.
Aunque se encontraba casi demasiado cansado para hablar, Lobo del Sol preguntó después de un tiempo:
—¿Secuestrasteis también a mis hombres?
No había fuerza en su voz; las vio acercarse algo para poder oírle. Además la voz reflejaba una nota áspera y aguda, como una punta de óxido sobre metal, y él sabía que esa nota no había estado allí antes. Un efecto del veneno, tal vez.
La espalda de Sheera se enderezó levemente con el sarcasmo, pero replicó con voz firme:
—No. Sólo a vos.
Él asintió. Fue un gesto leve, pero era todo lo que podía hacer.
—¿Me vais a pagar los diez mil?
—Cuando hayáis terminado, sí.
—Hmmm. —Los ojos de Lobo viajaron sobre las mujeres de nuevo, lentamente. Parte de su mente luchaba contra su indefensión paralizante, gritándose a sí mismo que tenía que encontrar una forma de pensar en cómo salir de allí, pero el resto estaba demasiado cansado como para que nada fuera importante—. ¿Os dais cuenta de que puede llevarme un poquito más de tiempo atacar las minas solo?
Eso golpeó a Sheera, y los labios rojos y llenos se apretaron. La muñeca de porcelana, como si lo hiciera contra su voluntad, sonrió.
—No seréis solo vos —dijo Sheera, la voz baja e intensa—. Os llevamos de vuelta a Mandrigyn con nosotras como maestro, maestro de artes marciales. Podemos tener nuestra propia fuerza de ataque, rescatar a los prisioneros de las minas y liberar la ciudad.
Lobo del Sol la miró un momento por detrás de los párpados medio cerrados, mientras pensaba que se hallaba ante una fanática de las peores, loca, peligrosa y con poder.
—Y para empezar —preguntó con cansancio—, ¿a quién pensáis poner en vuestra fuerza de ataque, si todos los hombres de la ciudad están trabajando en las minas?
—A nosotras —dijo ella—. Las damas de Mandrigyn.
Él suspiró y cerró los ojos.
—No seáis estúpida.
—¿Qué tiene de estúpido? —le gritó ella—. Evidentemente vuestros preciosos hombres no están dispuestos a arriesgarse, ni por mucho dinero. No vamos a quedarnos tranquilas y dejar que Altiokis nombre a los peores ladrones gobernadores de la ciudad para que nos desangren con impuestos y se lleve a los que quiera a trabajar en sus minas y sus ejércitos. ¡Es nuestra ciudad! Y hasta en Mandrigyn, donde la vida social de una mujer no vale nada si sale a la calle sin velo y sin acompañante, hay mujeres gladiadoras como Denga Rey, aquí presente. En otros lugares, las mujeres pueden ser miembros de la guardia de la ciudad y de las compañías militares. Vos tenéis mujeres en vuestras tropas, mujeres que pelean, guerreras. Yo vi a una en vuestra tienda esa noche.
Contra el punzón de esta voz, Lobo vio a Halcón de las Estrellas y a Sheera de nuevo, frías y atentas como una pareja de gatas con el humo de las antorchas volando sobre ellas. Dijo, con cansancio:
—Aquélla no era una mujer. Era mi segunda al mando, uno de los mejores guerreros que conozco.
—Era una mujer —repitió Sheera—. Y no es la única mujer en vuestras fuerzas. Dicen en la ciudad que vos habéis entrenado a mujeres para la guerra.
—He entrenado guerreros —dijo Lobo sin abrir los ojos; el cansancio de cualquier esfuerzo, hasta el de hablar, le pesaba como una enfermedad—. Si algunos de ellos vienen con el equipo necesario para dar de mamar a un bebé después, no es problema mío, mientras no se queden embarazadas mientras están entrenando. No voy a entrenar a todo un grupo de mujeres desde el principio.
—Claro que lo haréis —recalcó Sheera con voz calma y baja—. No tenéis alternativa.
—Mujer —le dijo él, mientras esa parte separada y lúcida de su mente le recordaba que discutir con un fanático era tan provechoso como discutir con un borracho, y mucho más peligroso—, lo que dije de Altiokis todavía sigue en pie. No voy a arriesgarme a que me involucren en ningún tipo de resistencia en una ciudad que él acaba de tomar, y por nada del mundo voy a hacerlo para entrenar a un grupo de faldas comandadas por una maníaca femenina como vos. Y diez mil malditas piezas de oro, o veinte mil, o lo que me ofrezcáis, no van a hacerme cambiar de idea.
—¿Qué os parece vuestra vida? —preguntó la mujer, la voz sin inflexión, casi desinteresada—. ¿Es eso recompensa suficiente?
Él suspiró.
—Mi vida no vale ni un céntimo a estas alturas. Si queréis arrojarme por la borda, no hay forma de que pueda convenceros de no hacerlo.
Era una tontería haber dicho eso, y él lo sabía, porque Sheera no era una mujer a quien se pudiera presionar y evidentemente era la autoridad suprema en el barco, como lo demostraba el hecho de que había hecho que el capitán saliera a la mar en esta época del año. De pronto, se dio cuenta de que allí su soledad era absoluta, de que se hallaba totalmente indefenso.
Había esperado que ella se enfureciera, como había hecho en su tienda, pero Sheera cruzó los brazos e inclinó la cabeza un poco hacia un lado, los rizos lustrosos de su cabello enredados en el bordado duro de su cuello. Luego dijo, en tono de conversación:
—Había anzid en el agua que bebisteis.
El horror de lo que había oído cortó el aliento de Lobo como el garrote. Abrió los ojos mientras el miedo, como una enfermedad fría, le congelaba la parte más remota de los huesos.
—No bebí nada —dijo, la boca seca con el gusto del polvo. Había visto muertes por anzid. La peor había llevado dos días, y la víctima nunca dejó de gritar.
La mujer fea habló por primera vez, la voz baja y melosa como las notas de una flauta de palisandro.
—Os despertasteis sediento por el veneno de la flecha, después de sueños de fiebre —dijo—. Ojos Ámbar os dio agua para beber. —La mano delgada y larga se movió hacia la taza vacía junto a la cama—. Había anzid en el agua.
El horror corrió como tarántula sobre la piel de Lobo. La cara de Sheera era como de piedra; Ojos Ámbar se dio vuelta, las mejillas encendidas de vergüenza, incapaz de mirarle a los ojos.
—Estáis mintiendo —murmuró, sabiendo que era verdad.
—¿Pensáis que miento? Yirth fue comadrona y curandera y abortista el tiempo suficiente como saber todo lo que hay que saber sobre venenos… y no es probable que haya cometido un error. Si dudáis en cuanto a uniros a nuestra causa por miedo a Altiokis, puedo deciros ahora que nada de lo que el Mago Rey os hiciera si fracasa nuestro plan sería tan malo como esta muerte. Ya no tenéis nada que perder.
A pesar de la debilidad, Lobo del Sol empezó a temblar. Se preguntó cuánto tiempo tardaba el veneno en hacer efecto y en sentirse los síntomas. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que le habían dado el veneno? Le pasó por la mente agarrar a Sheera por ese cuello dorado y redondo y estrangularla. Pero era prisionero de su propia debilidad: de todos modos, no salvaría su propia vida con eso. Y además, no tenía sentido ni siquiera maldecirla.
Lobo se quedó en silencio por un momento: luego, la mujer Yirth habló de nuevo, los ojos fríos, verdes mirándole desde las sombras que la ocultaban, clínicos y distantes.
—No soy la maga que era mi maestra cuando Altiokis la hizo asesinar —dijo—, pero todavía tengo poder para detener los efectos de un veneno de día en día por medio de encantamientos. Cuando lleguemos a Mandrigyn, pondré un encantamiento especial sobre vos para que el veneno no os ataque siempre que paséis parte de la noche dentro de los muros de la ciudad. El verdadero antídoto —continuó con un sesgo de malicia en esa voz baja, pura— os lo daremos con vuestro oro cuando partáis, después de que liberemos la ciudad.
El temblor era ya incontrolable.
—Sois maga, entonces. La mujer que controla los vientos.
—Claro —dijo Sheera, en tono de burla—. ¿Creéis que habríamos pensado en un asalto contra la ciudadela de Altiokis sin un mago?
—No creo que haya nada que no seáis lo suficientemente loca como para intentar.
Pensó en maldecirla y morir, pero no de aquella muerte. Se dejó caer de nuevo sobre los almohadones finos, los ojos casi cerrados, y el temblor que lo había dominado, cesó. Se sentía tan quemado y retorcido como un trapo a medio secar: hasta el miedo parecía habérsele escapado. En silencio, podía oír el aire y el susurro separado del aliento de cada una de las mujeres y el ruido apagado y el murmullo del agua contra el casco.
El silencio pareció acomodarse alrededor de su corazón y su cabeza, blanco, vacío y de alguna manera extrañamente tranquilizador. Sabía que iba a morir de una forma horrible, sin duda, pasara lo que pasase. Una vez que aceptó esto, su cerebro empezó a buscar a ciegas formas de ganar tiempo, salir de ese problema y cansancio. No es que crea que hay una oportunidad. Los viejos hábitos son difíciles de olvidar.
Y por los espíritus de mis antepasados que se congelan en las frías aguas del infierno, voy a ser todavía más difícil de matar.
Aspiró, cansado, y dejó que el aire saliera solo de sus labios. Algo se movió dentro de sí, empujado de vuelta a la vida, débil y sin ganas, y abrió los ojos y estudió a las mujeres que tenía enfrente, desnudándolas con la mirada, juzgándolas como las habría juzgado si hubieran aparecido en masa en la escuela de Wrynde y preguntándose si habría también músculo además de carne y curvas bajo el vestido azul noche de Sheera y cuál de ellas era tan buena tiradora como para acertarle a un hombre con una flecha para pájaros a cincuenta metros.
—Maldición. —Suspiró y miró a Sheera de nuevo—. ¿Y quién se supone que soy?
Ella parpadeó, sorprendida por la brusca rendición.
—¿Qué?
—¿Quién se supone que soy? —repitió.
El cansancio le gruñía en la voz; trató de reunir su energía y sintió que se le escapaba como arena fina entre los dedos. Su voz se debilitaba por momentos. Como si se hubiera roto algún encantamiento de distancia, las mujeres se le acercaron. Ojos Ámbar y la muñeca de porcelana se sentaron en la punta de su litera. Sheera no iba a dejarse aflojar de ese modo; se quedó de pie, mirándole, los brazos todavía cruzados, las cejas curvas bien tensas sobre la nariz recta, fuerte.
—Si Altiokis ha arrastrado a todos los hombres en cadenas —continuó él con voz lenta—, no podéis simplemente hacer aparecer a un hombre extraño en vuestra casa. ¿Soy vuestro hermano perdido durante años? ¿Un gigoló que encontrasteis en Kedwyr? ¿Un guardaespaldas?
La muñeca de porcelana meneó la cabeza.
—Tendremos que pasaros como esclavo —dijo, la voz grave y áspera, como la de un muchacho joven—. Son los únicos hombres cuya llegada a la ciudad puede explicarse a esta altura del año. No hay mercenarios ni viajeros en invierno.
Fue al encuentro del brillo enojado de los ojos de Lobo con razonamientos fríos.
—Sabéis que es verdad.
—Y a pesar del hecho de que encontréis humillante ser el esclavo de una mujer —agregó Sheera con malicia—, no tenéis otra opción en esto, ¿no es cierto, capitán? —Miró a las otras—. Gilden Shorad tiene razón —añadió—. Un esclavo puede pasar desapercibido. Puedo hacer que el herrero os ponga un collar de esclavo antes de que lleguemos a puerto.
—¿Y qué hacemos con Derroug Dru? —preguntó Ojos Ámbar, con dudas—. El nuevo gobernador de Altiokis en la ciudad —explicó a Lobo del Sol—. Se sabe que ha confiscado esclavos.
—¿Para qué querría otro esclavo? —preguntó Denga Rey, la gladiadora, apoyando las manos castañas, cuadradas, en la hebilla del cinturón de su espada.
Gilden Shorad frunció el ceño.
—¿Y para qué querría Sheera un esclavo en realidad? —preguntó ella, casi para sí misma.
De cerca, Lobo del Sol observó que era mayor de lo que él había pensado al comienzo: la edad de Halcón de las Estrellas, veintisiete o algo así. Mayor que todas las demás, excepto la maga Yirth, que, a diferencia de las otras, se había quedado en las sombras, junto a la puerta, mirándolos con los ojos fríos de jade.
—No puede aparecer así como así, como esclavo, sin una explicación de la razón por la que lo compraste —clarificó la mujercita, apartando una hebra de su cabello de marfil con hábiles dedos.
—¿Necesitáis un paje? —preguntó Ojos Ámbar.
—Mi propio paje resultaría sospechoso si de pronto traemos otro —se negó Sheera.
Parecía tan perpleja que Lobo del Sol no pudo resistirse a volver a clavar el cuchillo.
—No es tan fácil como pagar para que maten por vos, ¿verdad? ¿Estáis casada?
Un estallido manchó las fuertes mejillas.
—Mi esposo murió.
—Da lo mismo. ¿Hijos? —soltó él tras una mirada que la desnudaba.
El rojo de la piel se oscureció con el enojo de Sheera.
—Mi hija tiene seis años, mi hijo cuatro.
—Demasiado joven para necesitar un maestro de armas.
Denga Rey agregó algo con malicia:
—No queréis que nadie en esa ciudad os vea con una espada en la mano de todos modos. El viejo Derroug Dru sospecha de cualquiera que pueda cortar la carne en la mesa sin lastimarse los dedos. Además, odia a los tipos grandes, fuertes como vos.
—Maravilloso —dijo Lobo del Sol con poco entusiasmo—. Dejando de lado el problema del lugar donde va a entrenarse esa fuerza vuestra y del lugar en que vais a conseguir dinero para las armas…
—¡Tenemos dinero! —replicó Sheera, acosada.
—Me sorprendería muchísimo que pudierais encontrar armas en venta en una ciudad que Altiokis acaba de tomar para sus dominios. ¿Tan grande es vuestra ciudad? ¿Qué hacía vuestro lamentado difunto para vivir?
Por el oro que brilla en sus guantes, el pobre bastardo ese no puede haber valido menos que cinco mil por año, decidió.
—Era mercader —dijo ella, el pecho cada vez más agitado por el enojo—. Exportaciones, éste es uno de sus barcos. ¿Y qué diablos os importa…?
—Me importa, si voy a arriesgar lo poco que me queda de vida para enseñarles a vuestras hembras a pelear —replicó él—. Quiero estar bien seguro de que no vais a reuniros y salir para las minas solas antes de que pueda tomar vuestro dinero y vuestro maldito antídoto y salir disparado de ese pantano sucio que llamáis ciudad. ¿Es un lugar lo suficientemente grande como para tener jardines? ¿Un invernadero de naranjos, tal vez?
—Tenemos un invernadero de naranjos —dijo Sheera con voz opaca—. Queda del otro lado del terreno, frente a la casa principal. Ha estado cerrado por años…, abandonado. Fue lo primero que pensé cuando decidí que os traeríamos a Mandrigyn. Podríamos usarlo para practicar.
Él asintió. Había pocos lugares en los que se pudiera plantar naranjos en el exterior durante todo el año, y sin embargo estaba de moda tener huertas de ellos en todas partes menos en las ciudades más frías. Los invernaderos solían ser edificios grandes, semejantes a graneros, poco eficientes para cultivar árboles frutales en invierno, pero pasables como lugares de entrenamiento.
—¿Jardineros? —preguntó.
—Había dos, hombres libres —dijo ella y agregó un poco desafiante—: Se fueron con el ejército de Tarrin a Paso de Hierro. Aunque no nacieron en Mandrigyn, les importaba lo suficiente la libertad de nuestra ciudad como para…
—Una cosa bien estúpida —interrumpió él y vio que los ojos de ella se iluminaban de rabia—. ¿Hay un lugar para vivir en ese invernadero vuestro?
—Sí —contestó ella, con la voz sofocada de rabia.
—Me alegro. —El cansancio le dominaba de nuevo, definitivo e irresistible, como si la discusión y el pensamiento y la lucha contra lo que sabía que sería su destino le hubieran secado la poca energía que le quedaba. La opaca luz del sol, las caras de las mujeres a su alrededor y sus voces suaves, parecían alejarse más y más, y él luchó para mantenerlas en foco—. Tú…, ¿cuál es tu nombre? Denga Rey…, te necesitaré como mi segunda al mando. ¿Peleas en invierno?
—¿En Mandrigyn? —se burló ella—. El suelo no sirve para nada que no sean carreras de botes o para caerse de boca en la lluvia. Las últimas peleas fueron hace tres semanas.
—Espero que te hayas salvado por muy poco —dijo él, sin pasión.
—Nada de eso, soldado. —Ella puso las manos sobre sus caderas fuertes, con un brillo de burla en esos ojos oscuros—. Lo que me pregunto es ¿quién va a cuidar a esos arbolitos para que parezca que hay un jardinero que hace el trabajo? Si Sheera compra uno especialmente, la cosa va a ser sospechosa.
Lobo del Sol la miró con debilidad.
—Yo lo haré —dijo—. Soy guerrero de profesión, pero cuidar jardines es mi pasatiempo. —Los ojos volvieron a posarse en Sheera—. Y más vale que me paguéis por eso, además.
Por primera vez, ella sonrió, la sonrisa tibia, brillante, de la muchacha rabiosa que no había sido en años. Él se dio cuenta entonces de la razón por la que los hombres habían peleado por su mano, porque era seguro que lo habían hecho y por eso ahora Sheera era tan orgullosa.
—Lo agregaré a las diez mil piezas de oro —dijo.
Lobo del Sol suspiró y cerró los ojos y se preguntó si habría sido lógico decirle lo que podía hacer con sus diez mil piezas de oro. Pero cuando los abrió de nuevo, estaba oscuro, la tarde había terminado hacía mucho y las mujeres habían partido.