—¿Ari te dijo que volvieras? —Halcón de las Estrellas miró con severidad a Pequeño Thurg y luego a Ari, que estaba de pie, en calma, a su lado.
Thurg asintió; el asombro y la incomprensión se marcaban en cada línea de su cara redonda, de aspecto casi blando.
—A mí también me pareció extraño, señor —dijo, y los ojos azules y brillantes pasaron de ella a Ari—. Pero entonces os pregunté y me dijisteis…
—Nunca estuve allí —objetó Ari en voz baja—. Nunca fui a Kedwyr. —Miró a Halcón de las Estrellas, como para que ella lo confirmara. Habían pasado la noche con la mitad de los otros lugartenientes de Lobo del Sol, jugando al póker en la carpa de Chupatintas, esperando que el jefe ordenara regresar—. Sabes que…
Halcón de las Estrellas asintió.
—Sí —dijo y miró de nuevo a Thurg, que se hallaba obviamente impresionado y más que un poco asustado.
—Podéis preguntarle a los demás, señor —aclaró y un tono suplicante se coló en su voz—. Todos os vimos, claramente, como si fuera de día. Y después de que el jefe se fue con esa mujer, pensé que os habíais encontrado y él os había hablado. Que Dios me ciegue si no digo la verdad…
Halcón de las Estrellas pensó que quedar ciego por mano de Dios era un destino bastante benigno comparado con lo que recibiría un hombre que hubiera abandonado a su capitán en una ciudad enemiga. El hecho de que estuvieran por recibir paga del Consejo de Kedwyr no hacía que esa ciudad fuera territorio amistoso, más bien al contrario, en realidad. Uno puede deshonrar a la esposa de un hombre, matar su ganado, saquear sus bienes, había dicho Lobo del Sol muchas veces, y ese hombre será un amigo con mayor facilidad que cualquier gobierno que le debe dinero a uno por algo que uno ha hecho por él.
Ella se acomodó de nuevo en la silla plegable de campamento que estaba colocada bajo la tela fuera de la tienda de Lobo del Sol y estudió al hombre que tenía enfrente. El viento del mar hacía ondear su cabello pálido y leve y crujir el toldo sobre su cabeza. El viento había cambiado de dirección en la noche, y ahora soplaba fuerte y firme hacia el este. La hilera furiosa de nubes formaba un juego inquietante de brillos y sombras sobre las colinas secas, del color de los lobos, que rodeaban los muros quebrados de Melplith por tres lados. Todo eso producía un fondo de cálculos preocupados, como un ruido que pasa casi desapercibido, allá, detrás de sus pensamientos.
El silencio era sal para los nervios ya muy maltratados de Thurg.
—Os juro que vi a Ari —insistió—. No sé cómo sucedió, pero vos sabéis que yo nunca dejaría al jefe. He permanecido con él durante años.
Ella sabía que esto era verdad. También sabía que las mujeres, más de una vez, pensando que era un hombre por la armadura, le habían ofrecido venderle a sus hijas como concubinas y la idea de que no había literalmente nada que los seres humanos no fueran capaces de vender por dinero debió de aparecer en sus ojos. El hombrecito que tenía delante empezó a sudar, los ojos pasaron de su cara a la de Ari, temblando de angustia desesperada. La sangre fría de Halcón de las Estrellas era más temida que las furias de Lobo del Sol. Un hombre que hubiera aceptado un soborno para traicionar a Lobo del Sol no podía esperar piedad de ella y ciertamente nada que fuera ni remotamente rápido.
Ella echó una mirada a Ari, que estaba de pie detrás de su silla. Parecía dudoso, tal como debía ser: Thurg había sido siempre leal y confiable y como él mismo decía, pertenecía a la tropa de Lobo del Sol desde hacía años. Ella misma estaba intrigada, tanto por la historia de Thurg, tan absolutamente imposible, como por la idea de que hubiera traicionado a Lobo. En su lugar, ella habría inventado una historia mucho mejor y respetaba lo suficiente la inteligencia de Thurg para pensar que él también lo habría hecho.
—¿Dónde te habló Ari? —le preguntó por fin.
—En la plaza, señora —dijo Thurg, tragando saliva y mirando de su cara a la de Ari y luego, de nuevo, a la de ella—. Él…, él salió del callejón en el que había entrado el jefe con la muchacha y…, y caminó hasta donde estábamos sentados en la taberna. Se estaba haciendo tarde. Yo ya había hablado una vez con el tabernero para que no cerrara el lugar.
—¿Fue él hasta donde os hallabais vosotros u os llamó para que fuerais a su encuentro?
—Vino, señor. Dijo: «Podéis ir volviendo al campamento, tropas. El jefe y yo iremos más tarde». Y nos hizo un guiño. Todos se rieron y bromearon, pero yo le pregunté si no quería que nos quedáramos dos o tres, por si acaso. Y él dijo: «¿Crees que no podemos manejar a las tropas de la ciudad? ¡Tú las viste pelear!». Y nosotros…, bueno, nos vinimos. Pensé que Ari estaba con el jefe… —Dejó que la voz muriera, peleando consigo mismo. Luego, extendió las manos—. Suena una locura total, pero es verdad. ¡Preguntadle a cualquiera de ellos! —La desesperación arrugaba su carita tostada por el sol—. ¡Tenéis que creerme!
Pero su aspecto decía que él mismo pensaba que ella no le creería.
Se rumoreaba en el campamento que Halcón de las Estrellas no había nacido, que la habían esculpido. Ella lo miró por un momento más, luego preguntó:
—¿Salió del callejón, fue hacia la taberna y te habló?
—Sí.
—¿Estaba frente a las lámparas de la taberna?
—Sí, las lámparas se encontraban detrás de mí. Era uno de esos lugares de frente abierto…, yo estaba en una mesa en la punta, sobre la plaza digamos.
—¿Y lo viste con claridad?
—¡Sí! ¡Lo juro! —Estaba temblando, el sudor le caía por las mejillas tostadas llenas de cicatrices. Detrás de él, justo fuera de la sombra temblorosa del toldo, dos guardias desviaban la vista al sentir esa desesperación eléctrica en el aire. No querían ser testigos de cómo se quebraba un hombre al que los dos respetaban. Frenético, Thurg prosiguió—: Si yo hubiera vendido al jefe al consejo, ¿creéis que habría vuelto al campamento?
Halcón de las Estrellas se encogió de hombros.
—Si hubieras pensado que podías hacerme creer que pensaste que hablaste con Ari, tal vez. He visto demasiadas traiciones para estar segura de si lo habrías vendido o no, pero me resulta difícil de creer que lo hayas hecho tan estúpidamente. Estás confinado a los cuarteles hasta que veamos si el consejo envía el dinero que prometió.
Cuando los guardias se llevaron a Pequeño Thurg, Ari meneó la cabeza y suspiró:
—De todas las historias estúpidas que podía inventar… ¿Cómo puede haberlo hecho, Halcón? No había forma de que supiera que yo estaba con otras personas, y fue así…
Ella lo miró, parado allí, mucho más alto que ella, grande y parecido a un oso y perplejo, el ardor lento del enojo y el dolor visible en esos ojos claros, grises.
—Esto es lo que me inclina a creer que dice la verdad —contestó y se puso de pie—. O lo que él cree que es la verdad. Si no vuelvo de Kedwyr en tres horas, ataca la ciudad con todo lo que tengamos y envía mensajes a Ciselfarge…
—¿Vas a ir sola?
—Si están escondiendo lo que hicieron, no estoy en peligro —dijo ella, brevemente, echando una mirada al cielo ceniza y levantando la chaqueta de piel de cordero del respaldo de la silla—. Y puedo salir sola tanto como con una pequeña guardia y si el consejo no sabe que Lobo desapareció, no voy a publicarlo llevando una guardia grande.
Pero en el camino real del campamento a las puertas de la ciudad se encontró con una caravana de pequeños burros fuertes de carga y una tropa de los guardias de la ciudad, que llevaban el pago especificado de parte del consejo. Flaco y oscuro, como una garza negra e inclinada sobre su fornida yegüita peninsular, el comandante Breg la saludó. Ella puso su caballo a la par.
—¿Sin problemas? —preguntó, señalando con la cabeza los burritos cargados y los guardias vestidos de negro que los llevaban.
El comandante hizo un único ruido como de tos, que era lo más cerca que llegaba jamás de algo parecido a una risa. El día estaba frío con el viento constante; él vestía una capa negra larga y un abrigo apretado sobre la cota de malla de acero brillante que le cubría pecho y espalda, y su rostro, enmarcado por el metal de su casco, aparecía manchado con las marcas bermellón del frío.
—Nuestro presidente casi muere de un ataque de apoplejía y terminó en la cama de pena cuando se puso a pensar en la cantidad —le dijo—. Pero trajeron a un médico…, dijo que se va a curar.
Halcón de las Estrellas rió.
—Ari y Chupatintas están allá, esperando para ir con vos.
—Chupatintas —dijo el comandante, pensativo—. ¿Es ese hombre en una malla de cadenas que arrojó al capitán defensor de la torre en el ataque a las puertas de Melplith?
—Sí, sí —dijo Halcón de las Estrellas—. Es así sólo en batalla. Como tesorero, es intocable.
—Como guerrero —añadió el comandante—, es alguien al que tampoco me gustaría intentar tocar.
Una ráfaga de viento le arrancó la capa, transformó las colas de los caballos en nubes enredadas y aulló como un fantasma a través de las líneas quebradas de rompevientos y piedras. Miró por encima del hombro de Halcón de las Estrellas el borde gris del mar, visible más allá de los acantilados distantes. El cielo allí se hallaba cubierto de grandes nubes que parecían rotas. Por sobre el aullido del viento, se podían oír las olas de tanto en tanto, como golpes de martillo sobre las rocas.
—¿Pensáis que podréis pasar el Gniss antes de que el río se inunde? —prosiguió el comandante.
—Si salimos mañana.
Ella nunca daba nada a nadie. No hablaba con un desconocido de su miedo de que, en realidad, no lograran llegar al río a tiempo para cruzarlo sin peligro. A media mañana, y a no ser por la desaparición de Lobo del Sol, habrían estado desarmando el campamento para poder partir apenas se contara el dinero. Con la crecida rápida del Gniss, hasta las horas importaban. Mientras el viento cortaba a través de la piel espesa de cordero de su abrigo y le mordía la cara desnuda, Halcón de las Estrellas se preguntó si las palabras del comandante eran casuales o parte de una advertencia para que partieran antes de que fuera demasiado tarde.
—A propósito —dijo ella, apartando el caballo del camino de la pequeña caravana—, ¿dónde se queda Gobaris cuando está en la ciudad? ¿O ya se ha ido?
El comandante meneó la cabeza.
—Todavía está allí, en las barracas detrás de la plaza de la alcaldía. Es su último día en la ciudad, se está preparando para volver a su granja y a esa esposa de la que nos ha estado hablando toda la campaña.
—Gracias. —Halcón de las Estrellas sonrió y levantó la mano para despedirse. Luego, hizo girar la cabeza del caballo en dirección a la ciudad y arrancó al galope a través de los vientos fríos, duros, de las tormentas que se acercaban.
Encontró a Gobaris, redondo, rosado y haragán, empacando sus pocos bienes y la cota de malla que ya no le quedaba bien, en la sección de las barracas reservada por el consejo para las milicias de las provincias durante el servicio en la ciudad. Ya quedaban pocos de la tropa; esa sección de las barracas se encontraba casi vacía: la paja escapada de las literas se apilaba sobre el suelo de piedra, lista para ser recogida; las corrientes de aire frío murmuraban a través de las alfardas manchadas de humedad y filtraciones. Las paredes estaban cubiertas de testimonios mudos y obscenos de la rivalidad entre las milicias de las provincias y las tropas de la ciudad.
—No sé qué es peor —murmuró ella, haciendo sonar la lengua, pensativa—, la falta de imaginación o la incapacidad para escribir ni siquiera una palabra que emplean todo el tiempo.
—La falta de imaginación —dijo Gobaris sin dudar, enderezándose en un movimiento de dos tiempos para favorecer el efecto de la llegada de la humedad de la parte inferior de su espalda—. Si sólo uno más de mis hombres hubiera tratado de contarme la historia sobre el hombre de las tropas de la ciudad y la cabra bebé, lo habría estrangulado antes de que pasara de «había una vez». ¿Qué puedo hacer por ti, Halcón?
Ella le pasó una historia sobre un soldado perdido, mientras miraba bien de cerca su rostro rechoncho y sin afeitar, y no vislumbró nada en esos ojos abiertos y azules que no fuera aburrimiento y preocupación por la idea de que encontraran al hombre antes de que la tropa se fuera sin él. Gobaris dejó de atar y la llevó a la alcaldía, sacando a los guardias regulares y abriendo sin demora cualquier puerta que ella le indicara. Al final, Halcón de las Estrellas meneó la cabeza con falso disgusto y suspiró.
—Bueno, por lo menos esto elimina el problema. O está borracho perdido o se fue con una mujer.
Tuvo que apelar a toda su autodisciplina y a la calma inexpresiva más completa de todos sus años de póker de barraca para esconder la enfermiza sensación de angustia que se levantaba en ella y aceptar con ecuanimidad la invitación del capitán a compartir un poco de cerveza en la taberna más cercana.
Estaba revisando en su memoria las otras formas posibles de entrar en la cárcel sin permiso y buscar en otras celdas cuando Gobaris le preguntó:
—Entonces, ¿tu jefe volvió bien al campamento ayer?
Ella frunció el ceño, dejó las manos que asían la jarra sobre la superficie sucia de la mesa de la taberna.
—¿Por qué lo preguntas?
Gobaris suspiró, meneó la cabeza y se frotó los rollos rosados, punzantes, de la mandíbula.
—No me gustó, a pesar de lo fuerte que es ese Ari como luchador. Si el presidente hubiera querido crear problemas, los habría atrapado a los dos en la ciudad. Era peligroso, eso es todo.
Halcón de las Estrellas se reclinó en la silla y miró al hombre gordo en la luz fría y blanca que entraba desde la plaza a través del frente abierto de la taberna.
—¿Quieres decir que Ari era el único hombre que tenía consigo? —preguntó, para ganar tiempo.
—El único que vi. —Él reclinó la cabeza revelando un pedazo sucio y grisáceo de cuello sobre la punta de su librea y bebió un largo trago, luego se secó los labios con el puño de su manga, una actitud de delicadeza muy extraña—. Tal vez tenía otros en el callejón, claro, pero yo no vi a nadie.
—¿Qué callejón? —preguntó ella con una voz de leve curiosidad, volviendo la cabeza para examinar la plaza medio desierta.
No había otras barracas ni tabernas abiertas sobre esa gran extensión de piedras blancas y negras; una llovizna fuerte ya había mojado el suelo y los pedazos fugitivos de cielo en blanco y azul se oscurecían cada vez más con un gris amenazante.
—Ése de allí. —Gobaris lo señaló. Desde ese ángulo, no era más que una rendija sombría entre las torres en miniatura del elaborado frente de una hostería—. Estábamos en esa cervecería de allá, el Gallo en Pantalones de Cuero, esperando que tu jefe volviera. Luego, Ari salió del callejón, caminó hasta la guardia y les dijo que volvieran al campamento. Yo pensé que no era digno de Lobo ser tan descuidado, pero nadie me preguntó mi opinión.
—¿Estás seguro de que era Ari?
Gobaris parecía sorprendido.
—Claro que era Ari —dijo—. Estaba parado a menos de un metro de mí, ¿sabes? Mirando las lámparas de la hostería.
Ari estaba esperando a Halcón de las Estrellas en la tienda de Lobo del Sol cuando ella volvió de la ciudad. El campamento estaba lleno de vida con los movimientos de la partida, los guerreros se insultaban y bromeaban unos con otros mientras cargaban las bestias con sus posesiones y su parte del saqueo de Melplith. Halcón de las Estrellas, que no era saqueadora por naturaleza, tenía muy poco que recoger, estaría lista en media hora, con tienda y todo.
Alguien, probablemente Gacela, había empezado a desmantelar las posesiones de Lobo del Sol, y la gran tienda era un caos de colgaduras tumbadas, con su brillo de puntadas de oro, de muebles de campamento y almohadones en desorden, y de armaduras y armas. En medio de todo, sobre la mesa trabajada de ébano en que habían permanecido las armas de los dos la noche anterior, reposaba una jarra de porcelana rosa, de valor incalculable, en la cual habían plantado lirios. Junto a ella, había una pequeña bolsa de cuero.
Halcón de las Estrellas levantó la bolsa y la sopesó con curiosidad. Echó una mirada en su interior, luego hacia Ari. La bolsa contenía monedas de oro.
—Enviaron cada uno de los granos de oro que pidió —dijo Ari, sombrío.
Halcón se sacó la chaqueta mojada de la lluvia y la arrojó sobre el respaldo de la silla de cuernos.
—No me sorprende —dijo—. Gobaris también dijo que te vio. Aunque si fue algo preparado…
Ari meneó la cabeza.
—Hice que revisaran las tiendas de todos los hombres que estaban en el asunto. Pequeño Thurg no es el único, además. —Se reclinó sobre la puerta de la tienda y llamó—. ¡Thurg! —La puerta se oscureció y Gran Thurg entró; la pequeña habitación se transformó en minúscula ante su tamaño.
Gran Thurg era el hombre más grande en la tropa de Lobo: reducía a Lobo del Sol, Ari y Chupatintas a la fragilidad cuando se los comparaba con él. Lo absurdo era que aunque él y Pequeño Thurg venían de extremos opuestos del país y no tenían relación aparente uno con otro, en la cara y la forma del cuerpo eran prácticamente gemelos. La sensación era que Pequeño Thurg estaba hecho con lo que quedaba de la creación de su inmensa contraparte.
—Es verdad, señora —dijo ahora, adivinando la pregunta de Halcón de las Estrellas y mirándola a los ojos mientras se rascaba la cabeza—. Todos lo vimos. Dormido, enojado, todos.
—¿Un doble? —preguntó Halcón de las Estrellas.
—¿Pero por qué? —Ari levantó las manos en un gesto de frustración exasperada—. ¡Nos pagaron!
Fuera, alguien llevaba una mula; el sonido de las ligaduras de la carga hablaba del poco tiempo que les quedaba. Gran Thurg cruzó las manos enormes sobre la hebilla de su cinturón, los ojos brillantes grávidos de miedo.
—Yo creo que es magia.
Ni Halcón de las Estrellas ni Ari dijeron una palabra. La cara fría de Halcón de las Estrellas siguió impasible, pero apareció una línea entre las cejas espesas de Ari. Gran Thurg continuó:
—He oído hablar de eso en cuentos. Cómo un mago puede tomar la forma de un hombre para estar con una mujer en la noche, y ella cree todo el tiempo que él es el marido; o adoptar forma de mujer y aparecerse a la nodriza y preguntar por un niño. Cuando la verdadera madre aparece, el chico se fue hace mucho. Un mago podría haberos visto en el campamento, señor, y saber quién erais.
—Pero ya no hay magos —dijo Ari y Halcón de las Estrellas apreció el miedo en su voz. Incluso entre los mercenarios, Ari era considerado valiente a pesar de su juventud, valiente con el valor de los que no necesitan demostrar que lo son. Pero había muy pocos hombres que no se estremecieran ante la idea de mezclarse con la magia. Ella y Ari sabían que sólo había un mago vivo en el mundo: Altiokis. Esto era un hecho.
—Gracias, Thurg —dijo Halcón de las Estrellas—. Puedes irte. Que los guardias suelten a Pequeño Thurg, con nuestras disculpas. —El hombre grande saludó y se fue. Cuando ella y Ari quedaron solos, ella prosiguió en voz baja—: El jefe tuvo una oferta la otra noche, una oferta para enfrentarse a Altiokis en Mandrigyn.
Ari maldijo; la voz suave, vívida, sin esperanza. Luego añadió:
—No. Ah, no, Halcón.
Alrededor de los dos, el campamento era una confusión ruidosa, pero el golpeteo firme de la lluvia contra la tienda de cuero y las lagunitas más allá de la puerta llegaba siempre, como una amenaza expresada en un murmullo. Sería un viaje largo, bestial, hacia el norte; ya no podían esperar. Ari la miró y Halcón de las Estrellas vislumbró en sus ojos la pena de alguien que ya ha oído noticias de una muerte.
Ella siguió con su voz calma de siempre.
—Eso explicaría por qué el presidente nos envió la paga. No sabe nada de esto. La mujer que vino y habló con Lobo era de una de las ciudades de Altiokis.
Durante un rato, Ari no habló, se quedó allí con la cabeza inclinada, escuchando los ruidos del campamento y la lluvia y las palabras suaves con las que Halcón de las Estrellas reconocía el destino. La luz del atardecer, que desaparecía, derramaba un brillo como el del peltre sobre el tostado cremoso de los músculos del brazo de Ari, guiñaba el ojo sobre las puntadas de oro de su túnica desteñida, extravagante y sobre las joyas entre las trenzas que decoraban sus hombros. Sus aros de oro resplandecían contra el cabello largo y negro cuando volvió la cabeza.
—¿Y qué vamos a hacer?
Halcón de las Estrellas hizo una pausa y consideró diversos cursos de acción. Sólo podía seguir uno de ellos y lo sabía. No se preguntó las razones.
—Creo —dijo finalmente— que lo mejor que podemos hacer es que lleves la tropa de vuelta a Wrynde. Si Altiokis hubiera querido matar al jefe, lo habría hecho aquí mismo. En lugar de eso, parece que lo secuestró y se lo llevó a algún lado. —Una docena de leyendas sobre la crueldad caprichosa e increíble del Mago Rey la contradecían pero ella no le dio tiempo a Ari de decirlo. Sabía que si aceptaba esas leyendas, debería dar por muerto a Lobo del Sol desde ahora. Siguió adelante—: No sé por qué se lo llevó y no sé adonde, pero la ciudadela de Acantilado Siniestro en el este es una buena opción. Conozco a Lobo, Ari. Cuando se halla en apuros siempre trata de ganar tiempo.
Ari finalmente levantó la cabeza, y la miró horrorizado e incrédulo.
—¿No piensas ir allá?
Ella le devolvió la mirada, impasible.
—O pensamos que él está allá, vivo, y que podemos rescatarlo, o decidimos que está muerto y lo abandonamos desde ahora. —Al ver la mirada descompuesta de Ari ante la frialdad de su lógica, agregó con dulzura—: No creo que ninguno de los dos esté listo para hacer lo segundo todavía.
Él le dio la espalda y caminó por la tienda en silencio. Del otro lado de las cortinas de pavo real, podían oír a Gacela moviéndose en silencio, preparando la partida. La armadura y el equipo de guerra de Lobo del Sol todavía estaban en su lugar al final de la habitación, un eco mudo de su presencia; las plumas de las alas desplegadas del casco se veían traslúcidas contra la luz pálida de la puerta.
Finalmente, Ari dijo:
—Podría estar en cualquier otro lugar.
Ella se encogió de hombros.
—En ese caso, podemos apostar a que será capaz de arreglárselas solo. Si Altiokis lo tiene, y yo creo que es así, necesita ayuda. Estoy dispuesta a arriesgar ese viaje. —Enganchó las manos sobre el cinturón y miró a Ari. Esperaba.
—¿Te vas por tierra? —preguntó él, finalmente.
—A través de las montañas Kanwed, sí. Me llevaré un burro; un caballo traería más problemas que ventajas, entre los lobos y los ladrones, y no me ahorraría tiempo. Siempre puedo comprar uno cuando llegue a las tierras altas. —Su mente ya saltaba hacia adelante, calculando los detalles de la campaña que se podían manejar: condiciones del camino, provisiones, peligros; lo hacía para librarse del miedo que podía nublar su corazón y lo sabía.
No hay nada que puedas hacer ahora para ayudarle, se dijo con frialdad, excepto lo que estás haciendo. Sentir miedo o preocuparte por él no le ayudará a él ni tampoco a ti. Pero el miedo se hallaba latente en ella de todos modos, como un fuego enterrado bajo una montaña de hielo.
—¿A quién vas a llevar contigo? —preguntó Ari.
Ella levantó las cejas, la voz todavía calma y normal.
—¿A quién crees que puedo confiar la noticia de que tal vez nos estemos complicando la vida con Altiokis? Yo no puedo pensar en nadie.
Mientras él cruzaba la habitación hacia ella, Halcón de las Estrellas vio cómo las líneas de la preocupación se acomodaban sobre el rostro de Ari, las líneas que se quedarían allí todo el invierno, tal vez toda la vida. Iba a ser muy difícil mantener la moral en la tropa frente a la desaparición del Lobo, eso sin tener que enfrentar el pánico agregado que podía causar el nombre del Mago Rey, y los dos lo sabían.
Ella continuó:
—Un viajero solo llama menos la atención que una pequeña tropa, especialmente en invierno. Estaré bien.
El eco de cientos de cuentos de la infancia sobre Altiokis se reflejaba en la voz de Ari cuando preguntó:
—¿Cómo vas a entrar en la ciudadela?
Ella se encogió de hombros otra vez.
—Ya lo pensaré cuando llegue.
Ari fue el único que la despidió esa noche. Ella había retrasado la partida hasta el atardecer, en parte para evitar a los espías, en parte para evitar comentarios en la tropa. Sus amigos más cercanos, Chupatintas, Carnicero, el médico, Pantera y Malaliento, todos nombres alusivos, sólo sabían que iba a ayudar al jefe y que volverían los dos en primavera. De Altiokis no se habló. Después de escoger la mayor parte de sus cosas para que viajaran a Wrynde, Halcón de las Estrellas pasó la tarde meditando, preparando su mente y su corazón para el viaje, en el silencio del Círculo Invisible, como le habían enseñado en el convento de Santa Cherybi.
Ari estaba callado mientras caminaba con ella por el camino hacia las colinas oscuras. A la luz de su antorcha, pensó ella, parecía más viejo que por la mañana. Le esperaba un invierno infernal, ella lo sabía, y se preguntó, por un momento, si no debería permanecer con la tropa después de todo. Ella era la mayor de los dos lugartenientes y la que tenía más experiencia en el trato con el consejo de la ciudad de Wrynde.
Pero dejó pasar ese pensamiento. Su mente ya estaba puesta en la búsqueda, con la tozudez y la calma del pensamiento único con las que siempre salía a la batalla. En cierto modo, había cortado sus lazos con la tropa y con Ari, y de todas maneras, no estaba del todo segura de que el camino que había elegido no fuera el más difícil de los dos.
—Cuídate —dijo Ari.
En el brillo sulfuroso de la antorcha, la chaqueta de piel de oso negro que llevaba acrecentaba su usual aspecto de bestia joven más que nunca. Las colinas se levantaban frente a ellos, altas contra el cielo; por encima del mar, a sus espaldas, las nubes se elevaban en vastos pilares de oscuridad, con las tormentas del invierno todavía lejos, quietas, en la distancia.
—Y tú también. —Ella llevaba el ronzal del burro en la mano izquierda. Luego, se volvió y puso la mano derecha sobre el hombro de Ari y lo besó levemente en la mejilla—. No sé cuál de los dos está en peor situación.
—Halcón de las Estrellas —dijo Ari, en voz baja. El viento agitó su cabello largo; en las sombras, ella veía el salto súbito de los músculos tensos de su mandíbula—. ¿Qué voy a hacer? —preguntó él—. ¿Qué voy a hacer si aparece alguien este invierno, sin ti, y dice que es el jefe? ¿Cómo puedo saber que es él realmente?
Halcón de las Estrellas se quedó callada. Los dos recordaban a Pequeño Thurg, hablándole al doble de Ari en la plaza de Kedwyr.
Dulce Madre, pensó ella, ¿cómo sabré que es el jefe cuando lo encuentre?
Por un momento, la recorrió un escalofrío, casi de pánico, y el miedo a la magia, a los magos, a lo extraño, amenazó con dominarla del todo. Luego, la cara de la hermana Wellwa volvió a su memoria, desvanecida en su marco de velos negros: vio la espalda torcida y las pequeñas manos y a sí misma, una niña curiosa, ayudando a separar hierbas en la celda de la vieja monja y preguntándose por qué, de todas las monjas del convento de Santa Cherybi, sólo Wellwa, la más vieja, la más arrugada, poseía…
—Un espejo —dijo.
Ari parpadeó, asustado por el estallido.
—¿Un qué?
—Pon un espejo en alguna parte, en un ángulo de la habitación donde puedas verlo. Un espejo refleja las formas verdaderas, sin ilusión.
—¿Estás segura?
—Creo que sí —dijo ella, dudosa—. O si no, llévalo a los pantanos una noche cuando haya demonios. Por lo que sé, Lobo del Sol es el único hombre que conozco que puede ver a los demonios.
Los dos le habían visto hacerlo, en los pantanos húmedos del norte de Wrynde, le habían visto seguir con los ojos esas voces horrendas a través de los árboles carcomidos por el hielo.
—Tal vez un mago también puede ver a los demonios, por la magia —dijo Ari—. Me dijeron que ven cuando algo es ilusión.
—Quizá —aceptó ella—. Pero el espejo te mostrará si es un fraude. —Se le ocurrió por primera vez que no se había preguntado por qué la hermana Wellwa había tenido ese fragmento de vidrio en el rincón de su celda. ¿A quién había esperado ver, entrando en la habitación disfrazado de otra persona que ella conocía?
—Tal vez —repitió Ari, con suavidad—. ¿Y entonces qué?
Se miraron el uno al otro, a los ojos, dorado tibio enmarcado en gris frío, y ella meneó la cabeza.
—No sé —murmuró—. No sé.
Se separó de él y tomó el camino hacia la oscuridad de las colinas. Detrás de ella, y a su izquierda, yacían las pocas luces dispersas que asomaban a través de los muros destruidos de Melplith y el grupo de chispas rojas del campamento de mercenarios. El consejo de Kedwyr había aplastado las pretensiones de su rival, y el comercio de pieles y ónix por tierra volvería a manos de Kedwyr, con tarifas altas o sin ellas. Melplith volvería a ser un pequeño mercado como los que quedaban en las colinas, y ¿qué habían ganado los actores del drama? Muchos estaban muertos, incluyendo uno de los hermanos de Gobaris; muchos mercenarios eran más ricos; había muchas mujeres violadas, hombres heridos y niños hambrientos. Las tierras anchas al norte del río Gniss eran todavía un desierto yermo en el que vagaban los lobos y los nuuwas; los demonios aún merodeaban en los pantanos en grupos murmurantes y silbadores; las abominaciones se criaban en los desiertos del sur, mientras las ciudades de la península peleaban por el dinero y las de los Reinos del Medio, por la religión.
La humedad ruda del viento mordía la cara de Halcón de las Estrellas y rozaba como un látigo sus mejillas medio ateridas con las puntas de su cabello. Había pensado cortárselo antes de salir, como hacía antes de las campañas de verano, pero se había olvidado.
Se preguntó por qué Altiokis habría querido llevarse al jefe. Lobo del Sol rechazó al emisario de Mandrigyn, eso era obvio, y al día siguiente él también desapareció sin dejar huellas.
¿Venganza? Se estremeció por dentro ante los cuentos de las venganzas de Altiokis. ¿O por otras razones? Y Ari, en el invierno, ¿tendrá que enfrentarse con un hombre que dice ser Lobo del Sol?
En la colina a la derecha, un sonido distinto, un cambio que no era parte de los ruidos inofensivos, cortó el soplido confuso del viento a través de los helechos.
Halcón de las Estrellas no se detuvo en su camino, aunque el burro que llevaba hizo girar sus largas orejas hacia atrás, nervioso. En ese país, sólo un rastreador experimentado podía seguir en silencio, incluso en una noche ventosa. Las zanjas de ambos lados del polvo aplastado del camino principal estaban llenas de una mezcla de grava y matorrales de verano, y el sonido de un cuerpo abriéndose paso en cualquier lugar que quedara cerca del camino sonaba ridículamente alto para los oídos entrenados de Halcón. Cuando la huella se torció cada vez más hacia las colinas, las zanjas desaparecieron pero el matorral se hizo más espeso. Halcón siguió adelante y mientras lo hacía, identificaba y separaba el sonido de su perseguidor, treinta pasos detrás de ella y cada vez más cerca.
Humano. Un lobo sería más silencioso; un nuuwa, si había de esas cosas tan cerca de territorio habitado, no tendría cerebro suficiente para ocultarse. La idea de los espías de Altiokis se coló, molesta, por su cabeza.
A la mierda con eso, se dijo y fingió un tropezón y maldijo. El ruido del matorral se detuvo.
Halcón de las Estrellas renqueó con ostentación y se acercó al costado del camino. Se sentó en las sombras oscuras del matorral. Hizo como que luchaba con los cordones de las botas, y mientras tanto, ató la rienda del burro a una rama. Luego se deslizó hacia atrás, hacia el matorral, se arrastró como una víbora por la zanja arenosa repleta de plantas y trepó por la ladera tupida de la colina del otro lado.
La noche se cerraba sobre ella de nuevo, pero todavía quedaba suficiente luz de las estrellas para darle una idea de la forma del lugar. El perseguidor se movía con cautela por el matorral; Halcón de las Estrellas fijó los ojos en la dirección de donde procedían los ruidos de ruptura de ramas. Agachada para mejorar su visión contra la luz del cielo, exploró con los ojos el montón oscuro de troncos negros y retorcidos y las manchas de hojas grises. Nada. Su sombra seguía quieta.
Suavemente, sus dedos exploraron el suelo arenoso hasta que encontraron lo que buscaban: una piedra de cierto tamaño llevada por el lecho del arroyo en las lluvias del invierno anterior. Halcón de las Estrellas le sacó la suciedad, moviéndose lo más lentamente posible para no hacer ruido. Luego, con un golpe leve de la muñeca, la mandó girando al matorral a unos pocos metros.
Hubo un ruido satisfactorio y parte de las figuras de sombras y luces que se extendían, confusas, frente a ella, cambiaron de forma, otra vez contra el movimiento inquieto y general del viento. El brillo vago del cielo atrapó el pálido reflejo de una cara.
Muy bien, pensó Halcón y sacó la daga de la vaina sin ruido.
Luego el viento cambió y le trajo, incongruente en medio de la agresividad del enebro, el perfume dulce del pachuli.
Halcón de las Estrellas se preparó para huir en caso de que estuviera equivocada y llamó suavemente:
—¡Gacela!
Hubo un cambio asustado en las figuras. La forma del cuerpo de la muchacha se reveló bajo los pliegues voluminosos de una capa moteada y cuadriculada, ese cuadriculado norteño, aburrido, de aspecto casi casual, que se unía siempre, confuso, con cualquier forma de la tierra y los árboles. La voz de Gacela temblaba y sonaba asustada.
—¿Halcón de las Estrellas?
Halcón de las Estrellas se puso de pie, y la muchacha evidentemente se asustó mucho al verla tan cerca. Se miraron por un momento sobre la oscuridad de la ladera barrida por el viento. Como las dos eran mujeres, había muchas cosas que no hacía falta decir. Halcón de las Estrellas recordaba que la mayor parte de la conversación con Ari había sido en la tienda de Lobo del Sol; claro que la muchacha los había espiado.
Fue Gacela la que habló primero.
—No me mandes de vuelta —dijo.
—No seas tonta —dijo Halcón de las Estrellas con brusquedad.
—Te prometo que no voy a retrasarte.
—No puedes prometer nada de eso y lo sabes —replicó Halcón—. Quiero llegar a Acantilado Siniestro tan pronto como pueda y es una región peligrosa y maldita. No es lo mismo que viajar con la tropa desde Wrynde a la península o hasta los Reinos del Medio y luego de vuelta.
La voz de Gacela sonaba desesperada, contra el gemido del viento.
—No me dejes.
Halcón de las Estrellas se calló un momento. Aunque era guerrera, era mujer y entendía el miedo de esa voz. La suya fue mucho más suave cuando dijo:
—Ari verá que no sufras daño alguno.
—¿Y después qué? —rogó Gacela—. ¿Pasar el invierno en Wrynde, preguntándome quién me tendrá si Lobo del Sol no vuelve?
—Es mejor que ser violada por toda una tropa de bandidos y terminar con tu cuello cortado en una zanja.
—¡Tú corres ese riesgo! —Y cuando Halcón de las Estrellas no le contestó y sólo puso las manos sobre el puño de la espada, Gacela prosiguió—: Te juro que si no me llevas contigo a Acantilado Siniestro, te seguiré sola.
La muchacha se inclinó mientras el viento ondeaba la gran capa cuadriculada alrededor de su cuerpo frágil y levantó algo que Halcón de las Estrellas distinguió como un bolso entre las plantas a sus pies. Lo colgó sobre su hombro y descendió hasta donde estaba Halcón, agarrándose de las ramas de vez en cuando para no perder el equilibrio y manteniendo las faldas oscuras, pesadas, fuera del alcance de las zarzas. Halcón de las Estrellas extendió una mano para ayudarla a bajar al camino. Su toque era firme como el de un hombre bajo el codo delicado. Cuando llegaron juntas al camino, Gacela levantó la vista hacia ella, como si tratara de leer la expresión en ese rostro escarpado, inescrutable, esos ojos transparentes.
—Halcón de las Estrellas, le amo —dijo—, ¿no entiendes lo que es amar?
—Entiendo —asintió Halcón de las Estrellas en una voz cuidadosamente incolora— que tu amor por él no te llevará viva a Acantilado Siniestro. Elegí buscarlo porque tengo un poco, muy, muy poco, de experiencia con magos y porque creo que puedo encontrarlo y rescatarlo. Podría haber sido cualquiera de los hombres que vinieron con él. Yo podría mantenerme muy bien en batalla contra cualquiera de ellos.
—¿Eso es todo lo que significa esto para ti? —preguntó Gacela, apasionada—. ¿Otro trabajo? Halcón de las Estrellas, Lobo del Sol me salvó de…, de cosas que no pueden decirse en palabras, de cosas que me hacen vomitar de sólo recordarlas. Presencié cómo asesinaban a mi padre… —La voz se le quebró de una manera que dijo a Halcón de las Estrellas que la muerte no había sido ni rápida ni limpia—. Una banda de hombres burlones, crueles, sucios acababa de arrastrarme cientos de kilómetros. Vi cómo violaban a mi doncella, y luego la asesinaban y sabía que la única razón por la que no me hacían lo mismo era que conseguirían mejor precio si yo era virgen. Pero hablaron de hacerlo.
La cara se le puso tan blanca que parecía quemarse en la luz de las estrellas; el cuerpo le temblaba de recuerdos terribles.
—Tuve tanto miedo cuando me vendieron a un capitán de una tropa de mercenarios que creo que me habría suicidado si no me hubieran vigilado constantemente. Y luego, Lobo del Sol me compró y fue tan bueno conmigo, tan dulce…
La capucha de la capa se le había volado con el viento, y las estrellas brillaban sobre las lágrimas que le rodaban sobre las mejillas. La pena y la compasión llenaron el corazón de Halcón de las Estrellas por aquella niña distante y asustada, y por la muchacha que estaba ahora frente a ella. Pero dijo con frialdad deliberada:
—Nada de eso significa que puedas encontrarlo a salvo.
—¡No quiero estar a salvo! —gritó Gacela—. Quiero encontrarlo…, o saber en mi corazón que está muerto.
Halcón de las Estrellas desvió la vista, disgustada. Nunca se había preguntado si debía buscar al jefe o no, su lealtad hacia él era tanta que habría partido en esa búsqueda dijera lo que dijese Ari. Su propia calidad incuestionable como guerrera había sido sólo uno de los argumentos. Su honestidad nativa la forzaba a reconocer que la resolución de hierro de Gacela era semejante a la suya propia, esto sin considerar si sería o no una molestia en el viaje.
Suspiró con amargura y se relajó.
—No creo —añadió después de un momento— que haya ninguna forma de impedirte que vengas conmigo, como no sea atarte y arrastrarte de vuelta al campamento. Además de perder el tiempo, eso nos ridiculizaría a las dos. —Miró con frialdad su propia nariz cuando Gacela se rió entre dientes ante la imagen—. ¿Sabes que podrías hacer retrasar la salida de la tropa si a Ari se le ocurre buscarte en la ciudad?
Gacela enrojeció bajo la luz de las Estrellas. Era extraño. Se inclinó para recoger su bolso de nuevo y caminar hacia donde esperaba el burro, todavía atado, con la cabeza baja contra el viento.
—Ari no me buscará —dijo—. Por un lado, sabes que no retrasaría la marcha hacia el norte. Y además… —La voz le tembló de vergüenza—. Me llevé todo lo que tenía de valioso. Ropas, joyas, todo lo que me habría llevado si hubiera huido con un hombre. Y eso es lo que él pensará que hice.
Inesperadamente, Halcón de las Estrellas sonrió. Gacela tal vez no sabía razonar cuando discutían, pero evidentemente había descubierto una forma simple de descorazonar cualquier intento de seguirla.
—¡No me digas que tienes todo eso en ese bolsito!
Sorprendida por el brillo brusco en la voz de Halcón, Gacela levantó la vista con rapidez para encontrar sus ojos y luego le devolvió la sonrisa, un poco lastimosa.
—Sólo las joyas. Pensé que podríamos venderlas por comida en el camino. El resto, lo envolví y lo arrojé al mar desde los acantilados.
—Muy bien. —Halcón de las Estrellas sonrió, aprobando, y pensó que evidentemente no era la única persona en la tropa que tomaba sus posesiones con indiferencia—. Tienes un buen sentido de lo esencial. Todavía te convertiré en un soldado.