22

—No hay mucho más que contar. —Halcón de las Estrellas cruzó las largas piernas y puso los pies desnudos bajo el desorden de sábanas y colchas floreadas de seda al final de la cama. Contra la puntilla oscura de su camisa y el poste trabajado y alegre a su espalda, parecía blanca como la cal, limpia como el cristal, remota como el cielo de invierno, con las manos largas, huesudas, cruzadas sobre sus rodillas—. Ojos Ámbar eligió una escuadra de muchachas bonitas, Gilden y Wilarne entre ellas, se vistieron como prostitutas y primero fueron a cortarles las gargantas a los guardias antes de que supieran lo que pasaba; después hicieron sonar la alarma pero era demasiado tarde para sacar a las tropas de las minas; una vez que llegamos al primer depósito de armas y Tarrin sacó a sus hombres, fue fácil.

Lobo del Sol asintió. Con su larga carrera como profesional, entendía lo que quería decir Halcón de las Estrellas con «fácil». Todas las mujeres presentaban heridas de una lucha dura. Doce de las cincuenta habían muerto en la oscuridad de las minas, sin saber nunca si su causa había triunfado o no. Pero la lucha había sido franca, con un objetivo claro. Dudaba incluso de que Halcón de las Estrellas o Sheera hubieran pensado alguna vez en algo que no fuera un triunfo final.

Lobo se recostó contra los travesaños sedosos y parpadeó medio dormido contra la luz rosada del sol que brillaba sin calor sobre las ventanas de paneles diamantinos. Al despertarse en esa habitación, no se había sentido seguro del lugar donde estaba. Era la mejor habitación de huéspedes de Sheera y eso le divertía. Nunca en toda su estancia en la mansión de la Casa de Galerna le permitieron entrar en la casa principal. Casi había esperado despertar en el altillo sobre el invernadero.

Sheera todavía no había venido.

—Debe de estar en la coronación —dijo Halcón de las Estrellas—. Me dolió perdérmela pero Yirth dijo que era mejor no dejarte solo. Yirth se quedó contigo ayer cuando fui a la boda…, la de Sheera y Tarrin, quiero decir. Hubo toda una polvareda en el Parlamento con eso, porque Tarrin y Sheera insistieron en casarse primero y ser coronados los dos después, como regentes conjuntos, en lugar de coronar a Tarrin primero como rey y luego poner a Sheera de reina consorte. —Se encogió de hombros—. El Parlamento se reúne esta tarde y habrá un banquete con comida y vino gratis toda la noche para celebrarlo. Mañana, si quieres, serás recibido por Tarrin y Sheera en la plaza de la catedral.

Él asintió mientras identificaba por fin los suspiros leves que habían formado el fondo de la conversación. Eran la música y los vivas que llegaban desde el Gran Canal. Si la ciudad había encontrado tiempo para organizar una celebración, pensó, debía de haber estado inconsciente más tiempo de lo que creía.

Sonrió, imaginándose las bóvedas enjoyadas de la Catedral de los Tres y a Sheera con un vestido de oro. Drypettis había tenido más razón de lo que ella misma podía comprender. Sheera no sólo merecía ser una reina, sino una reina en sus propios términos y no en los de cualquier hombre. Él se sentía feliz de que ella lo hubiera logrado a pesar de lo que tuviera que decir al respecto el desafortunado Tarrin.

—¿Qué piensas de ella? —preguntó—. De Sheera, quiero decir.

Halcón de las Estrellas rió.

—La amo —dijo—. Es la mujer más endemoniada que haya conocido nunca. Es un buen general, además, ¿sabes?, creo que es mejor que Tarrin. Siempre tuvo sus fuerzas en las puntas de los dedos, siempre sabía lo que estaba pasando. Incluso en los peores momentos, cuando pasábamos las trampas que guardaban los caminos a la ciudadela, nunca perdió pie. Yirth le mostró el camino real y ella lo siguió, a través de ilusiones y fuego y quién sabe qué más. El resto sólo podía hacer lo mismo.

Lobo del Sol sonrió y se estiró para tocarse el vendaje sobre el ojo que pronto sería reemplazado por un parche, un parche que debería usar toda su vida.

—Ni siquiera el miedo más profundo de un hombre a la magia —dijo con su voz áspera— es suficiente para hacerle admitir que tiene temor de ir a un lugar en que ya ha entrado una mujer.

Una de las cejas oscuras, fuertes, se levantó.

—¿Y piensas que no me aproveché de eso desde que me hiciste capitana de escuadra? Un recuerdo que siempre conservaré es la mirada en la cara del esposo de Wilarne M’Tree cuando se encontraron en la batalla de los túneles. Casi nos pusimos a apostar a si él moría primero de un ataque de sorpresa y vergüenza o yo de un ataque de risa. Ella casi le saca el brazo a un guardia que lo tenía acorralado (es salvaje con esa alabarda que usa) y él estaba tan indignado cuando la reconoció, como si ella le hubiera abrazado en la calle.

Lobo del Sol rió.

—Sospechaba que Sheera sería un buen general en la batalla —dijo—. Pero enviarla verde a su primera batalla, y además una subterránea, con magia y todo, a cargo de cincuenta personas, me pareció una forma muy cara de averiguar si tenía razón.

—¿Sabes? —dijo Halcón de las Estrellas, pensativa—, siempre sospeché que eras un fraude. —Sus ojos grises buscaron los de él, divertidos y traviesos—. El mercenario de cabeza más dura en toda la profesión…

—Bueno, lo fui —dijo él, a la defensiva.

—¿En serio? —La voz de ella estaba llena de frescura—. Entonces, ¿por qué no te escapaste con Altiokis a la primera oportunidad y le ofreciste cambiar información sobre la organización por el antídoto? Eso te habría liberado.

Lobo del Sol enrojeció en la luz del sol, pálida, color manteca. Con voz muy débil le contestó:

—No podía hacer eso.

Ella estiró el pie como una mano y le acarició la rodilla bajo las colchas.

—Lo sé. —Sonrió, se puso de pie y fue hasta la ventana. Las sombras de la persiana le cruzaban la cara y el cabello corto, sulfuroso. Le dijo, por encima del hombro—: Águila Negra opina que habrá años de trabajo con el imperio de Altiokis destruido. Tarrin me dijo esta mañana que tenía noticias de revueltas en Kilpithie. ¿Sabes que lincharon al gobernador Can, el hombre que puso Altiokis aquí en lugar de Derroug Dru? Ya hay guerra en el norte entre los gobernadores de Altiokis en Racken Scrag y los barones de las montañas. Con la fortuna que amasó Altiokis en ciento cincuenta años, el dinero será increíble.

Con la espalda vuelta hacia él sólo se veía una parte de su cara, destacada contra los colores de la ventana; la voz callada era neutral.

Lobo del Sol dijo:

—Sabes que no puedo volver, Halcón.

Ella se dio vuelta para mirarlo:

—¿Adónde irás?

Él meneó la cabeza.

—No sé. A Wrynde primero. A decirle a Ari que estoy vivo y darle el mando de la tropa. A darle dinero a Gacela.

—¿A pagarle por sus servicios, dirás?

En un tiempo, él habría reaccionado contra esas palabras, no importa quién las dijera y sobre todo si era Halcón de las Estrellas, que nunca antes había criticado sus relaciones con las mujeres. Ahora, sólo se miró las manos y dijo, con calma:

—Sí. —Después de un momento, levantó la cabeza y volvió a encontrarse con los ojos de ella—. No la traté mal, eso lo sabes.

—No —dijo Halcón—. Nunca trataste mal a ninguna de ellas.

Era la primera vez que él oía amargura, o cualquier otra emoción, en su voz. Le dolió y al mismo tiempo le alivió. Ahora sabía dónde estaba ella.

—¿Me culpas por eso? —le preguntó.

—Sí —dijo Halcón de las Estrellas, con rapidez—. Lo cual es absolutamente ilógico, porque yo fui la que nunca te dije que te quería…, pero sí, te culpo.

Lobo del Sol se quedó en silencio, tratando de elegir las palabras con cuidado. Con cualquiera de sus otras mujeres, habría vuelto a caer en las armas fáciles de la seducción o se habría disculpado hablando de su naturaleza de tenorio. Pero conocía bien a esta mujer y sabía que su amor por él no le impediría marcharse si él no era directo con ella. Se daba cuenta de que no le habría importado mucho si cualquiera de sus otras mujeres se quedaba con él o no. Los últimos meses le habían enseñado que no quería vivir sin Halcón de las Estrellas otra vez.

Finalmente, como no encontró una forma adecuada de disculparse, dijo solamente:

—Lamento haberte lastimado. No lo habría hecho a sabiendas. —Dudó, buscando las palabras—. No quiero tener que hacerle esto a Gacela porque sé que me tiene cariño…

—Gacela —dijo Halcón de las Estrellas con voz calma— te amaba lo suficiente para dejar la tropa y venir a buscarte conmigo. Viajó conmigo hasta Pergemis. Te amaba mucho, Lobo.

Él la oyó usar el pasado y sintió tristeza por esa dulce niña, y vergüenza. Vergüenza porque en realidad no había amado a Gacela más que a un gatito, no más de lo que había amado a las otras…, Gilden, Wilarne, Ojos Ámbar, o cualquiera de sus concubinas anteriores.

—¿Qué pasó en Pergemis? —preguntó.

—Se casó con un mercader —replicó Halcón de las Estrellas con calma.

Lobo del Sol la miró a los ojos y la expresión de orgullo herido de su rostro fue casi cómica.

—Pasolargo e hijos —continuó Halcón de las Estrellas—, especias, pieles y ónix. Dijo que prefería casarse con una firma de mercaderes antes que ser la amante del mercenario más rico de la creación, y a decir verdad, no la culpo por eso. Me pidieron que me quedara —siguió con una voz más suave—. Lo pensé. Habíamos perdido tanto tiempo… No creo que ella pensara que todavía podías salir de esto con vida.

—No era la única que tenía esa opinión —gruñó Lobo—. ¿Él será bueno con ella?

—Sí. —Halcón de las Estrellas pensó en la casa alta de piedra cerca de los muelles de Pergemis, en Pel Pasolargo con su capucha alta y su elaborada cofia de viuda y en Imber y Ram y Orris, fumando y discutiendo frente al hogar, en medio de un gran alboroto de niños y perros. Anyog no debería haber dejado eso, pensó, y luego se preguntó si el viejo habría sido más feliz viviendo entre ellos para siempre de lo que habría sido ella si hubiera abandonado su búsqueda y aceptado el amor de Ram.

Se dio cuenta de que se había pasado demasiado tiempo callada. Lobo del Sol la miraba, curioso y preocupado por el cambio que veía en su rostro. Ella añadió:

—Son buenas personas, Lobo. Son personas como ésas a quienes saqueamos las casas y cortamos el cuello durante años. Yo tampoco puedo volver a nuestra vieja vida.

Regresó hasta la cama y reclinó el hombro contra las alegres figuras talladas de los pilares; sus dedos largos, apoyados entre las formas curvadas de marfil y oro, como un tejido de alabastro, los nudillos fuertes y las heridas de guerra rosadas y arrugadas como el trabajo de un artesano contra el ébano y el abalone.

—Así que aquí estamos —dijo con ironía—. Tu padre tenía razón. El amor y la magia nos han arruinado para el negocio.

Él se encogió de hombros y se recostó de nuevo contra la seda sombría de sus muchas almohadas.

—Parece que tendremos que buscar un oficio nuevo. O al menos yo lo haré.

Levantó la mano y se tocó el vendaje del ojo otra vez. Como sospechaba, había perdido por completo su percepción de la profundidad. Tendría que volver a entrenarse con armas para compensarlo, si quería volver a pelear.

—¿Te contó Sheera lo que me pasó esa noche en el pozo? —preguntó.

Halcón de las Estrellas asintió, sin comentarios.

—Yirth tiene razón: necesito un maestro, Halcón. Siento el poder dentro de mí; hay cosas que sé que puedo hacer, pero no me atrevo. No quiero convertirme en Altiokis. Necesito a alguien que me enseñe a usar mis poderes sin destruir a todos y a todo a mi alrededor. Y lo peor es que no sé dónde buscar. Yirth perdió el contacto con la línea de los maestros de su maestra: Altiokis se las arregló para borrar casi todas las líneas. Tendré que buscar y no tengo idea de adonde me llevará esa búsqueda.

Hizo una pausa mientras estudiaba la cara calma, inexpresiva, que lo miraba en las sombras del pabellón de la cama. Examinó la fuerza de la estructura de los huesos bajo la marca recta y rojiza de una herida de guerra, donde una vez esa mejilla y esa mandíbula se habían abierto hasta el hueso mientras ella luchaba por sacarlo de un campo de batalla en el que lo habían herido; miró esos ojos grises, fríos, color humo que parecían mirarlo todo con una calma lúcida, incluyendo el alma de él y la de ella misma.

Luego, reunió todo su coraje entre sus manos y preguntó:

—¿Vendrías conmigo? Será una búsqueda larga. Podría tardar años, pero…

—Lobo —dijo ella con suavidad—, años contigo es todo lo que he deseado siempre.

Dio la vuelta alrededor de la cama y se deslizó entre los brazos de Lobo del Sol.

Tarrin y Sheera le recibieron en una ceremonia pública en la plaza de la Catedral al día siguiente.

El frío y las lluvias del invierno habían cambiado, casi del día a la noche: llegaba el primer soplo de la primavera. La frescura sin viento de la mañana tenía un brillo de helada, pero la multitud que llenaba la plaza frente a la Catedral de los Tres parecía estar toda adornada con flores que llevaban sobre los hombros, el pecho y las bandas de los sombreros como una plegaria a la belleza que llegaba. Lobo del Sol vio que la mayoría de las mujeres vestía lo que se había dado en llamar la nueva moda, las líneas fluidas y cómodas introducidas por las guerreras. Los hombres, enfundados en jubones bayenados y rellenos, parecían mucho más flacos de lo que eran cuando usaban esos lujos antes del ataque de Altiokis. Las caras de los hombres estaban pálidas; las de las mujeres, tostadas.

Los treinta y tantos miembros de la fuerza de Sheera estaban de pie en un solo cuerpo al pie de la escalinata de la catedral, más o menos en el lugar en que Drypettis le había hecho arrestar la mañana que había ido a ver a Yirth para pedirle su libertad. Drypettis no se encontraba entre ellas ahora, aunque Halcón de las Estrellas le había dicho la noche anterior que la mujer que lo había traicionado había ido a hacer su reverencia a Tarrin en la recepción oficial del nuevo rey en la ciudad. Al fin y al cabo, era la última representante de la casa más antigua y más honorable de Mandrigyn.

—Temí que se suicidara —dijo él cuando Halcón de las Estrellas se lo contó, recordando las escenas desagradables que había visto y oído entre Dru y Sheera—. No es que no se mereciera una buena tunda. Pero a Sheera le habría dolido. Ella le tenía cariño a esa víbora.

Halcón de las Estrellas sacudió la cabeza con rabia.

—Drypettis es demasiado orgullosa para suicidarse —apuntó—. En realidad, no estoy del todo segura de que sea consciente del mal que hizo. Todavía consideraba la guerra como una tarea a pagar por la clase noble, sobre todo las mujeres, para que lleven a cabo las clases bajas, no algo con lo que tenga que enfrentarse uno mismo. Realmente pensó que Sheera se estaba rebajando y que había prostituido su alma transformándose en guerrera. No, Drypettis se irá a la tumba creyendo que la olvidan, envolviéndose más y más en el mundo de las glorias pasadas de su casa y exaltando su reputación como una de las primeras conspiradoras.

En el camino a la plaza, la góndola en la que navegaban Lobo del Sol y Halcón de las Estrellas pasó frente a la casa de Dru, el único de los palacios de fachada de mármol de la vieja nobleza mercantil que no estaba decorado y lleno de mirones en cada uno de sus balcones enrejados en hilera. Mientras los sirvientes de Sheera impulsaban el bote con las perchas, todos oyeron la música en una de las habitaciones superiores; un solo clavicordio, puro, melodioso y desinteresado.

Las otras mujeres se hallaban allí, reunidas como la primera noche en el invernadero, con los ojos brillantes mientras seguían los movimientos de Lobo del Sol. Vio a Wilarne M’Tree con Gilden, Eo y Tisa. Del otro lado de la plaza, vio a un hombre al que reconoció vagamente como el marido de Wilarne, con su hijo de doce años muy tieso; parecía incómodo y altanero. Le pareció que Wilarne estaba cansada, los ojos manchados con bolsas azules de fatiga. Aquí había al menos una pareja cuyo reencuentro había sido cualquier cosa menos pacífico. Pero ella todavía permanecía con las mujeres y no con su familia, y sus hombres no parecían alegrarse en absoluto.

Otras mujeres presentaban el mismo aspecto. Pero Ojos Ámbar y Denga Rey parecían recién casadas con sus vestidos de terciopelo negro. Denga Rey brillaba en su nuevo uniforme como capitana de los guardias de la ciudad.

Yirth también estaba allí, de pie, un poco separada de las demás, las manos huesudas metidas en las mangas adornadas con estrellas de su vestido azul noche, el cabello oscuro trenzado hacia atrás, la cara abierta y franca a la luz del sol por primera vez desde que Lobo la conocía, quizá por primera vez en su vida. Incluso en la distancia, antes de darse cuenta de que algo había cambiado en ella, él supo que ya había pasado por la Gran Prueba en algún momento mientras él estaba enfermo y que ahora comprendía más profundamente la magia que le había enseñado. El cambio era claro en su postura y en sus ojos color mar. Lobo del Sol se encontraba ya bastante cerca cuando se percató de que la marca de nacimiento que le cruzaba la cara había desaparecido dejando sólo una sombra leve de cicatriz. Probablemente, era lo primero que había hecho Yirth con el poder, pensó él.

Cerca de las mujeres estaban los barones; vio a lady Wrinshardin entre ellos, altanera como una emperatriz en su esplendor bárbaro, con la cabellera blanca adornada de caléndulas. Su mirada se cruzó con la de Lobo y le guiñó el ojo para sorpresa evidente de un joven regordete y escandalizado que estaba de pie a su lado y evidentemente era su hijo.

Del otro lado de los escalones de la catedral estaban sentados los miembros del Parlamento con sus ropas oscuras; la mayoría todavía con la piel pálida y las manos callosas de su último oficio de mineros de oro en la profundidad de la roca. Entre las mujeres y el Parlamento se encontraban de pie Tarrin y Sheera, como nieve y llama, brillantes con el orgullo de su amor y de su triunfo.

Vestido con la majestad de la seda blanca de su puesto, Tarrin de la Casa de Ella, rey de Mandrigyn, ya no era un hombrecito polvoriento, rápido, vestido con un taparrabos sucio, sino un príncipe realmente elegante. Contra la palidez de minero de su rostro, su cabello era una mata dorada, un poco más oscuro que el de Ojos Ámbar, pero de la misma textura, rudo y rebelde; sus ojos, vívidos y azules. Los festones de puntilla que caían de sus mangas le cubrían las marcas de los grillos en las muñecas. Junto a él, Sheera era un ídolo en hilos de oro; la gorguera alta, estrecha, no terminaba de esconder los vendajes que había debajo. Lobo del Sol recordaba haber visto un corte de espada en su hombro y seno cuando estaban juntos en la ciudadela y sabía que en ese momento pensó que ella se llevaría la cicatriz a la tumba.

La mayor parte de las mujeres que lucharon en el ataque a las minas llevaría cicatrices.

Lobo del Sol y Halcón de las Estrellas se adelantaron hacia el pie de la escalinata. Habían extendido alfombras, hechas por artesanos del este, sobre el suelo y sobre los escalones más altos, azul real y carmesí, cubiertas de rosas y narcisos. El rugido de las voces se silenció cuando los regentes de Mandrigyn bajaron las escaleras; un murmullo para pedir silencio cayó sobre la plaza.

La cara de Tarrin aparecía tensa e inexpresiva cuando tendió las manos a Lobo del Sol. En la mano derecha sostenía un pergamino del que colgaban los sellos de la ciudad unidos por cintas púrpura; no hizo ningún otro gesto de bienvenida.

Lobo del Sol tomó el pergamino con dudas, luego volvió a mirar a Tarrin, extrañado.

—Leedlo —dijo el rey, y luego tragó saliva.

Lobo del Sol lo desenrolló y lo leyó. Luego levantó la vista; lo que había leído era tan inesperado que ni se sorprendió.

—¿Vos qué? —preguntó.

Halcón de las Estrellas miró sobre su hombro con rapidez.

—¿Qué pasa?

Lobo del Sol le tendió el pergamino.

—Es una orden de destierro.

—¿Qué?

Ella lo cogió, le pasó la vista por encima con rapidez, luego miró incrédula a Lobo, a Tarrin y a Sheera, que estaba de pie observando el horizonte, la cara inexpresiva, en blanco.

El único ojo de Lobo del Sol brilló, amarillo y peligroso; su voz áspera fue como metal crujiente.

—Yo no pedí que me trajeran aquí —dijo con voz calma a Tarrin—, y en el transcurso de este invierno he perdido mi ojo, mi voz y casi pierdo mi vida cinco veces. —La voz se iba elevando hasta convertirse en un rugido furioso—. Todo para salvar a vuestra inmunda ciudad. ¿Y vos tenéis el coraje increíble, la desfachatez de desterrarme?

Para decirlo con justicia, Tarrin no se movió frente a lo que terminó en un grito áspero de buitre enfurecido por el ultraje; cuando habló, su voz estaba tranquila.

—Se votó ayer en el Parlamento —dijo—. Lamento decir que la primera medida era…, era mucho más dura.

El papel decía:

Por orden y voluntad del Parlamento de Mandrigyn, Mes de Gebnion, Primer año del reino de Tarrin II de la Casa de Ella y Sheera, su esposa:

Se proclama aquí que los límites y puertas de Mandrigyn están cerrados para un tal Lobo del Sol, mago y antes capitán de mercenarios, que una vez residió en Wrynde, en el Norte; que desde este día está desterrado de la ciudad de Mandrigyn y de todas las tierras que le pertenecen y de todas las tierras que desde ahora lleguen a pertenecer a la ciudad a perpetuidad.

Esto por razón de su flagrante violación de las leyes de la ciudad de Mandrigyn y por su corrupción perversa de la moral de las damas de Mandrigyn.

Que se sepa que desde ahora en adelante, si pone un pie dentro de las tierras de la ciudad, se le podrá castigar por esos crímenes.

TARRIN II, REY

SHEERA, SU ESPOSA

—Quiere decir —puntualizó Halcón de las Estrellas, divertida y tranquila, en el silencio atónito de Lobo del Sol— que le enseñaste a las damas de Mandrigyn a llevar armas.

Lobo la miró y luego volvió a mirar al rey. Tarrin parecía ahora muy incómodo.

—Si no les hubiera enseñado a vuestras damas a llevar armas —dijo Lobo con una voz tensa, mortífera—, vos y todos los miembros de vuestro Parlamento de mierda todavía estaríais picando grandes rocas en la oscuridad del fondo de las minas de Altiokis sin ninguna esperanza de volver a ver la luz del sol.

—Capitán Lobo del Sol —dijo Tarrin con su voz aguda—, creedme, vuestros actos en favor de la ciudad de Mandrigyn os han ganado la gratitud de nuestros ciudadanos y esa gratitud seguirá allí por muchas generaciones. Estoy seguro de que una vez que se solucionen los problemas sociales actuales, la orden será revocada y yo podré daros la bienvenida como corresponde…

—¿Problemas sociales? —preguntó Lobo.

Oyó a Halcón de las Estrellas reírse detrás con una risa muy poco común en un guerrero.

—Quiere decir —aclaró ella— que las damas no quieren devolver el control de la ciudad ni el de los negocios, ni volver a usar velos y los hombres no están contentos con eso.

Tarrin continuó.

—El orden social de Mandrigyn está construido sobre generaciones de tradición. —Hubo un hilo de desesperación en su voz—. Las… las repercusiones de vuestros actos, aunque fueran necesarios y bien intencionados, no han traído otra cosa que caos y confusión a cada hogar en esta ciudad.

La voz de Halcón de las Estrellas estaba llena de travesura.

—Creo que los hombres quieren tu cabeza, jefe. Y no puedo decir con sinceridad que no los comprenda.

—¡Esto es ridículo! —exclamó Lobo, enojado—. ¡No había más que cincuenta mujeres en esa maldita tropa! Y las mujeres empezaron a llevar los negocios de la ciudad desde el minuto en que los hombres marcharon a pelear su estúpida guerra… Maldición, la mayor parte de la tripulación del barco que me trajo vestía faldas. Y de todos modos, no fue idea mía…

—Lo cierto es —dijo Tarrin— que fuisteis vos el que enseñó a las mujeres estas… estas artes inapropiadas. —Miró a los miembros furiosos de su Parlamento—. Fuisteis vos el que las incitó a hacer sociedad con gladiadores y prostitutas.

La voz de Lobo del Sol era un rugido de rabia.

—¿Y por eso me destierran?

—No sólo por eso —dijo Sheera con voz tranquila. Bajo el rosa y el oro de sus párpados pintados, sus ojos reflejaban algo que no era del todo tristeza, pero tampoco cinismo—. Y no son sólo los hombres los que quieren que os vayáis, capitán. ¿Tenéis alguna idea de lo que ha pasado en esta ciudad? Todos nosotros fuimos criados para participar en una danza: los hombres para querer, las mujeres para ser queridas; los hombres para mandar y trabajar, las mujeres para ser protegidas y custodiadas. Sabemos lo que fuimos…, teníamos armonía en esos tiempos, capitán.

»Todos pasamos por un infierno de terror y dolor, de trabajo y desesperación. Nosotros…, Tarrin y yo, y cada hombre y cada mujer, peleamos no sólo por nuestra ciudad sino por un modo de vida, por esa danza. Pensamos que, con la victoria, volvería la vieja comodidad de ser eso para lo que nos criaron. Pero los hombres volvieron y descubrieron que el sueño que los sostenía en las minas se había roto para siempre. Las mujeres… —Hizo una pausa, luego continuó, la voz tranquila y fría—: La mayoría de las mujeres que no pelearon no quieren lo que pasó. Deseaban verse libre de Altiokis pero no al precio que las hemos forzado a pagar. Hemos llevado el caos y la lucha a sus vidas sin su consentimiento. Vos mismo, capitán, y vuestra dama, sabéis que no se puede dejar de saber lo que ya se sabe. Y hasta las que pelearon encuentran que la victoria es un fruto de gusto muy ambiguo.

Como contra su voluntad, los ojos de Lobo fueron hacia donde estaban el esposo de Wilarne y su hijo; los ojos de los dos, tristes, confundidos. ¿Cuántas otras de la tropa, se preguntó, se encontrarían con esa mezcla de rabia, dolor e incomprensión? No sólo de parte de los que estaban cerca de ellas y no sólo de parte de los hombres. La mayoría de las mujeres permanecía silenciosa y le miraba a él y a las que él había entrenado con miedo y desaprobación, con la rabia que se siente por los que nos han quitado algo sin nuestro consentimiento y nos ofrecen algo que no queremos a cambio. Las semillas de la amargura estaban plantadas y ya no podían desenterrarse.

Y, lógicamente, veía que él era el único al que podían desterrar. No era el que había interrumpido la danza, pero era el único elemento nuevo e incómodo que podían apartar sin desgarrar todavía más el ya muy rasgado tejido de sus vidas.

Miró de nuevo al joven que tenía frente a él, vestido con la capa ceremonial, dura y blanca, del regente de la ciudad y sintió una inesperada punzada de pena por el pobre diablo que tendría que hacerse cargo de ese momento terrible. Al menos él y Halcón de las Estrellas podían tomar sus caballos y alejarse; había mucho que agradecer porque las cosas fueran tan simples. Sonrió y extendió su mano. Tarrin, que había estado mirándole con algo semejante a la duda visible debajo de su expresión calma se relajó y devolvió la sonrisa y el apretón de manos con nudillos rotos y dedos callosos.

—Junto con las maldiciones del Parlamento —dijo en voz baja—, os doy mi agradecimiento personal.

—De las dos cosas, ésa es la que importa.

Lobo miró sobre su hombro hacia el sonido de los cascos que golpeaban la calle detrás de él. La multitud se abrió en un gran pasillo, desde los escalones hasta la puntilla de piedra florida del Puente Espiralado que llevaba a la Puerta de Oro de la ciudad y más allá, al campo. Por ese pasillo llegaban dos pajes con la librea de la ciudad trayendo caballos con alforjas y las armas de Lobo y Halcón de las Estrellas atadas a los arzones. Uno de los pajes era la hermana de Sheera, Trella, y a Lobo le resultó divertido.

Con la preocupación típica de un mercenario, Halcón de las Estrellas dio un empujón experimental a una de las alforjas. Hubo un sonido metálico, y Lobo del Sol preguntó:

—¿Los diez mil están ahí?

Eso era absolutamente imposible: ningún caballo en toda la creación podría haber llevado esa cantidad de oro sin quebrarse.

—El resto del dinero os llegará a Wrynde, capitán —dijo Sheera—, tan pronto como pueda reunirlo el Parlamento. No temáis.

Lobo miró más allá de la cara enigmática de la reina hacia los rostros disgustados de los miembros del Parlamento y dijo a Halcón de las Estrellas en voz baja:

—¿Dónde hemos oído eso antes?

Ella montó con ligereza y su cabello rubio se encendió en el sol como la seda pálida.

—¿Qué diablos importa? —preguntó—. De todos modos, no vamos a volver allí.

Lobo lo pensó y se dio cuenta de que ella tenía razón. Había vendido su espada por última vez… Como las mujeres, como Halcón de las Estrellas, ya no era lo que había sido.

—No —dijo con gran calma—. No, no creo que volvamos. —Luego sonrió, montó y dio la vuelta al caballo hacia donde Tarrin y Sheera todavía estaban de pie en la escalinata. Lobo del Sol extendió la mano—. Mi señora Sheera.

Sheera de Mandrigyn se adelantó y levantó la mano cubierta de puntillas para que él la besara formalmente. En otros días, él habría debido pedir el permiso de Tarrin, pero el rey no dijo ni una palabra, y la mirada de Sheera silenció al Parlamento, como un encantamiento de inmovilidad. Por primera vez desde que los había visto juntos, Lobo del Sol se dio cuenta de que Sheera era unos centímetros más alta que Tarrin.

Se inclinó sobre la montura y tocó los nudillos de ella con los labios. Los ojos de los dos se encontraron…, pero si ella estaba arrepentida o hubiera querido que las cosas entre los dos fueran diferentes, no lo reflejó en esa mirada altanera y serena. Era Sheera de Mandrigyn y nadie la volvería a ver con barro, lluvia y sudor en la cara.

Lobo dijo con suavidad:

—No dejéis que los hombres derroten a vuestras damas, comandante.

Ella levantó una ceja desdeñosa.

—¿Qué os hace creer que podrían hacerlo?

Lobo rió. Descubrió que sentía un enorme placer en ver que los que uno ama se comportan exactamente como son.

—Nada —dijo—. Que vuestros antepasados os bendigan como vos bendeciréis a los que os sigan con sangre y espíritu.

Giró el caballo, pero cuando lo hizo, Halcón de las Estrellas se adelantó y dio la mano a Sheera. Intercambiaron unas palabras; luego, con un gesto muy poco digno de una reina, Sheera palmeó la rodilla de Halcón de las Estrellas y ésta rió. Luego, volvió a cabalgar hacia él a paso decoroso. La multitud se abrió para dejarlos salir de la ciudad.

Mientras se movían bajo las torrecillas ostentosas del Puente Espiralado, Lobo del Sol murmuró:

—¿Qué te dijo?

Halcón de las Estrellas le miró en las sombras, los hombros anchos, cuadrados y el cabello pálido en silueta contra los colores infinitos del gentío que acababan de dejar. Más allá de ella, Lobo veía a Tarrin y a Sheera, dos muñecos brillantes bajo el bulto resplandeciente de la catedral de Mandrigyn.

—Me dijo que te cuidara —dijo Halcón.

La espalda de Lobo del Sol se erizó de indignación.

—¿Te dijo a ti que me cuidaras a mí…?

La sonrisa de ella era una mancha blanca en la penumbra del puente cubierto.

—Te reto a una carrera hasta las puertas de la ciudad.

Para los que estaban de pie en la gran plaza de la Catedral, lo único que quedó de la partida de Lobo del Sol y Halcón de las Estrellas fue el trueno súbito de los cascos al galope en el túnel del puente cerrado y, como un eco, una onda de risa inquieta.