21

La puerta de la habitación de observación con su ventanal oscuro se abrió con cuidado. Altiokis, Mago Rey del imperio más grande desde que los reyes de Gwenth se retiraron furiosos a sus respectivos monasterios, espió cautelosamente por la puerta entreabierta.

El gran mercenario yacía boca abajo en el suelo unos metros más allá. Seguramente había atravesado la puerta de algún modo en su última agonía, pensó Altiokis. Una mirada le dijo que el cerrojo de la puerta no estaba echado. Un hilillo de sangre corría debajo de su cabeza.

Altiokis se relajó y sonrió, aliviado. Su pánico había sido absurdo. La bebida me está volviendo tonto, pensó con un suspiro de autoindulgencia. Realmente debería beber menos. Siempre había sospechado que la Entidad del Agujero no poseía control real sobre los gaums, y por esa razón nunca se acercaba sin protección. Pero siempre existía el riesgo de que otro mago supiera el secreto para destruirlos, sí es que existía tal secreto.

Frunció el ceño. Había tantas cosas que su viejo maestro no le había dicho; ya no recordaba el nombre de ese viejo chocho. Y tanto de lo que le había dicho no tenía sentido…

Entró en la pequeña habitación con dos nuuwas olisqueando en sus talones. En realidad, sólo por un golpe de suerte no se había convertido en nuuwa, pensó, mirando ese cuerpo grande, leonado a sus pies. Hacía tantos años… ¿Cuántos? Parecía haber tantos períodos de tiempo que no era capaz de recordarlo bien. Fue sólo por casualidad que los hombres con los que salió esa noche…, los hombres del viejo barón, ¡estúpido bastardo!, terminaron con los ojos quemados y la mente destruida mientras él se escondía entre los arbustos y miraba. Claro que había oído hablar de los Agujeros, pero nunca había pensado que vería uno. Y nunca se había dado cuenta de que Algo vivía en ellos.

Dejando de lado a los gaums, claro.

Ésta era otra cosa que el viejo…, el viejo…, cualquiera fuera su nombre, no se había molestado en decirle.

Altiokis se inclinó. ¡Un mago! Después de todos esos años, ya no esperaba que alguien se le opusiera. Pero claro, había algunos que no había encontrado y tal vez habían tenido discípulos. Ésa era la gran ventaja que le encontraba a la inmortalidad, como la Entidad del Agujero le había prometido.

Bueno, no prometido exactamente. No recordaba bien. De todos modos, había triunfado otra vez y rió embelesado al pensarlo mientras se inclinaba para examinar a su último recluta en las filas de los sin mente.

Una mano se cerró alrededor de su cuello como una prensa de hierro. Con ojos que se le salían de las órbitas, Altiokis descubrió que estaba mirando una cara que casi no era humana; una cuenca estaba vacía y quemada con fuego, pero el otro ojo estaba vivo, cuerdo y lleno de un dolor lívido y una rabia de guerrero indomable.

El mago gordo dejó escapar un chillido ahogado de terror. Luego Lobo del Sol descubrió que tenía entre las manos no un hombre sino un leopardo.

Unas garras le desgarraron la espalda. Sus manos se hundieron a través de la carne suave y suelta del cuello con una raya blanca. A pesar del cambio de forma, Altiokis era un animal gordo, viejo. Lobo rodó sobre sus pies, arrastrando a esa cosa que se retorcía y gruñía hacia la puerta estrecha de la habitación donde esperaba el Agujero. De costado, su único ojo captó el movimiento brillante de más copos de fuego detrás del vidrio y el fulgor amarillo, humeante, de la antorcha donde había quedado, quemándose en el suelo de piedra. El leopardo también debió de darse cuenta porque su lucha se redobló y luego cambió de pronto y Lobo del Sol se encontró con dos metros de cobra entre las manos.

Sólo fue un momento. La cola le pegó en las piernas, pero la cabeza venenosa estaba prisionera e indefensa entre sus manos endurecidas.

Lo siguiente fue horrible, algo que nunca había visto antes, hinchado y quitinoso, con garras en las piernas y tentáculos que le golpeaban como látigos. Lobo abrió la puerta.

Los nuuwas se movieron, inquietos, pero sin poder avanzar, debido a las fuerzas que se atravesaban en la habitación. Lobo sentía cómo la mente de Altiokis los llamaba, y él los bloqueaba con la suya. Con la puerta abierta, el murmullo en sus pensamientos era insoportable. Más allá de las bocas retorcidas y las antenas temblorosas de la cabeza horrible que sostenía entre las manos, distinguía el movimiento en la oscuridad, rodeado de las motas de fuego devoradoras y sin mente. La cosa en sus manos se retorció y golpeó, y la sangre corrió fresca desde los hombros desgarrados de Lobo y la cuenca arruinada de su ojo. El monstruo era horriblemente fuerte; él sentía que el músculo y la resistencia de su brazo se quebraban bajo el peso, pero no aflojó su abrazo de estrangulador.

Mientras peleaban sobre el umbral de la habitación del Mal, Altiokis se convirtió de nuevo en un hombre gordo, loco y sudoroso de miedo. Lobo del Sol lo arrojó dentro y cerró la puerta con todas sus fuerzas. La puerta se combó con el peso que empujaba desde dentro. Lobo se quedó allí, colgado de los cerrojos, como había hecho antes, sintiendo cómo se movían y bailaban bajo sus manos con el forcejeo de Altiokis para abrirlos. Los dos nuuwas temblaron de pies a cabeza y él arrojó las barreras de su mente contra ellos para que no entendieran, mientras se preguntaba si valdría la pena, sólo por esta vez, ceder al tironeo que había en su mente y ordenarles que se fueran.

Luego, empezaron los gritos. La lucha para abrir los cerrojos se detuvo; Lobo oyó cómo Altiokis corría tropezando por la habitación, aullando en agonía, golpeando las paredes y cayendo. Se inclinó contra la puerta, enfermo por ese sonido, recordando esos segundos interminables y contándolos ahora también.

Había luchado en suficientes peleas sucias para saber cómo arrancar un ojo. Dudaba de que Altiokis tuviera el conocimiento y la decisión para hacerlo o la determinación necesaria para aplicar fuego en la cuenca sangrante. Este acto brutal lo había salvado pero estaba seguro de que nunca podría borrar de su mente los largos segundos que le habían llevado a reunir el coraje suficiente para hacerlo.

Supo por los gritos y el cambio en el comportamiento de los nuuwas que lo que quedaba de la mente de Altiokis se había ido. Volvió la atención de los nuuwas hacia las paredes del otro lado y caminó invisible entre ellos para salir a la ciudadela.

Las llamas negras hablaban en su mente.

Oyó la confusión y los gritos que le llegaban de todos los rincones y se dio cuenta de que los nuuwas, ya sin control, se habían transformado en lo que eran fuera de los dominios de Altiokis: atacaban sin razón y sin sentido, devorando a las tropas con las que habían combatido. Se lanzó hacia adelante por los corredores para encontrar el camino de vuelta hacia la entrada a la zanja por donde había venido.

Los cerrojos de las puertas estaban corridos. Lobo oía el ruido del ariete contra ellas y vagamente la voz brillante de Tarrin. Pero los defensores, amontonados en un rincón, peleaban contra el pequeño enjambre de nuuwas que les había atacado de pronto y no pudieron impedirle que corriera las barras.

Dos de los nuuwas dejaron el grupo principal y se acercaron a él, gruñendo y luchando, cuando la primera luz del día entró por una grieta a través de las puertas. Él empezó a ordenarles que se apartaran y luego se detuvo. Su mente parecía estar nadando en la oscuridad: como líquido lleno de murmullos, sus pensamientos luchaban contra presiones extrañas, insistentes.

Los hombres pasaron por la puerta a su lado. Lobo descubrió que se estaba aferrando a los postes de la puerta para sostenerse. Luego unas manos le tomaron los brazos. Una voz llamó de nuevo a su propia mente.

—¡Jefe! ¿Qué te ha pasado en nombre de la Madre?

Él se aferró a los hombros de Halcón de las Estrellas, tomándola como si ella fuera la última chispa de cordura en el mar en el que se hundía.

—Esa Cosa…, esa Cosa en la habitación…

—¿El Agujero?

Su único ojo la enfocó. Notó al pasar, automáticamente, que su percepción de la profundidad se había desvanecido y que debería volver a entrenarse para compensarlo. La luz oblicua de las últimas horas de la tarde que pasaba por las puertas le mostró la cara ensangrentada, amarga y nada sorprendida de Halcón de las Estrellas. Los ojos grises estaban limpios y le miraban. Aunque no había reacción en su cara, él se dio cuenta de que mirarlo debía de ser todo un espectáculo. Se puede confiar en Halcón, pensó, para no hacer preguntas estúpidas hasta que haya tiempo para contestarlas.

—¿Cómo lo supiste?

—El mago Anyog me lo dijo —repuso ella. Él se dio cuenta de que no la había visto en cuatro meses; y sólo parecía ayer—. ¿Dónde está?

—Allá atrás. No te acerques. No entres en la habitación…

Las manos de Lobo dejaban manchas de sangre y polvo sobre los hombros de ella. Ella meneó la cabeza.

—¿Queda espacio alrededor para poner pólvora de las minas? Trajimos algo para volar la puerta.

—¿Pólvora? —La fuerza de su mente se hacía más poderosa. No estaba seguro de haber oído.

—Para volar las paredes —explicó ella—. La luz del día la destruirá. —Se puso una mano sobre la cara, húmeda por la suciedad de la batalla, suave como la de una amante—. Lobo, ¿estás bien?

No le preguntaba por el ojo ni por las marcas de garras y los cortes de espada que cubrían su cuerpo como si se hubiera revolcado en vidrio roto. Conocía la fuerza física de Lobo. Su miedo por él era más profundo.

—La luz del día —dijo él con voz confusa—. Entonces…, la choza se construyó de noche.

—Sí, lo sé —dijo ella.

Él no se molestó en preguntarle dónde lo había averiguado. Una oscuridad extraña parecía ir abriéndose camino por sus pensamientos y sacudió la cabeza como para aclararla.

—Las fuerzas de Altiokis todavía controlan esa parte de la ciudadela —dijo—. Tendrás que pelear para llegar.

—¿La habitación tiene guardias?

Él negó con la cabeza.

—Entonces lo haremos. Podemos dejar una mecha larga…

Otros habían llegado hasta ellos. La batalla rugía por los corredores. La voz de Sheera jadeó:

—¡Jefe! ¡Vuestro ojo!

La mano de Ojos Ámbar sobre su brazo fue maternal de pronto, a pesar de que tenía los brazos llenos de sangre hasta los hombros. Una mano con la fuerza de una prensa, la de Denga Rey, se cerró sobre su codo, ofreciéndole apoyo.

Halcón de las Estrellas les resumió rápidamente lo que debían hacer. Las mujeres asintieron: evidentemente existía una gran amistad entre ellas y Halcón. Lobo del Sol se preguntó de pronto cómo ocupaba Halcón de las Estrellas el primer lugar y luego descartó el pensamiento porque era irrelevante. Era verdad que en medio de la crisis de la batalla las coincidencias más impresionantes eran cosa de todos los días.

—No podemos hacer una mecha larga —dijo Ojos Ámbar—. Tendría que ser tan larga como para que pudiéramos dejar la ciudadela. Y en ese tiempo, alguien podría encontrarla.

—Tienes razón —dijo Halcón.

—¿No podemos esperar hasta que termine la batalla? —preguntó Sheera—. Al anochecer el lugar será nuestro. Las fuerzas de Altiokis están atrapadas en la parte superior de la torre, una vez que se libren de sus propios nuuwas… Entonces podríamos…

—No —dijo Lobo del Sol, con la voz muy ronca. La Cosa, la voz, lo que fuera podía sentirla desgarrando los bordes de su mente, haciéndose cada vez más fuerte a medida que el agotamiento pedía su precio al cuerpo. La salida del sol al día siguiente le parecía horriblemente lejos—. Tiene que ser antes de que se ponga el sol hoy.

Ojos Ámbar y Denga Rey le miraron, muy preocupadas, pero Halcón de las Estrellas asintió.

—Tiene razón —dijo—. Si hay una cosa viva, algún tipo de inteligencia en el Agujero, no podemos darle la noche para seguir trabajando.

—Sólo tenemos una hora y media hasta la puesta del sol —observó Denga Rey, con dudas.

—Así que debemos trabajar con rapidez. Podemos poner la pólvora alrededor. Por suerte Tarrin la trajo de las minas para volar la puerta. Nos hubiera llevado una eternidad traerla.

—Yirth podría encenderlo desde lejos —apuntó Ojos Ámbar de pronto—. Le he visto encender antorchas y velas sólo con tocarlas. Si pudiéramos llevarla allí, podría encender la pólvora…

—Que venga —ordenó Sheera.

Las dos amantes se desvanecieron en direcciones opuestas. Lobo se reclinó sobre la pared a sus espaldas, débil de pronto; sentía que su mente desvariaba. El rugido de la batalla pareció disminuir hasta convertirse en un murmullo irreal.

—¡Jefe!

Parpadeó frente a la cara preocupada de Halcón de las Estrellas. De alguna forma, Ojos Ámbar y Denga Rey habían vuelto y Yirth estaba con ellas, de pie con Sheera, todas a su alrededor como en el barco. Por un momento pensó que se había desmayado, pero descubrió que todavía estaba de pie, inclinado contra el arco de piedra de la puerta; la larga fosa con su alfombra de muertos pisoteados se extendía hacia los dos lados.

Movió la cabeza con la sensación de haber perdido tiempo.

—¿Qué pasó?

—No sé —dijo Halcón de las Estrellas. A la luz pálida que salía de la puerta, su rostro marcado, de huesos finos, parecía tan calmo y frío como siempre, pero él oía el miedo en su voz—. Te… te fuiste. Te hablé pero era como si estuvieras escuchando otra cosa.

—Eso hacía —dijo él con amargura, comprendiendo de pronto—. Yirth, ¿podéis encender algo a distancia sin haber visto el lugar antes?

Las cejas oscuras de la maga se hundieron en un gesto de sorpresa. Ella sola entre todas, aunque usaba un jubón de hombre y pantalones por conveniencia, estaba libre de las marcas físicas de la lucha. Pero debajo de la corona de su cabello recogido y tirante, su cara dura aparecía tensa de fatiga y la raya fea de su marca de nacimiento parecía casi negra en contraste con su palidez. Parecía más vieja, pensó Lobo, más vieja de lo que era antes de llevar a las mujeres a través de las trampas hacia la ciudadela. Todas sus heridas debían de estar sobre la superficie de su mente.

—No puedo encender nada a distancia —dijo—. Debo verlo para traer el fuego.

Las demás la miraron, impresionadas por esa limitación; Lobo estaba intrigado.

—¿No podéis, no podéis encender fuego en un lugar que conocéis en la mente? —preguntó—. ¿No podéis formarlo en vuestra mente?

Aunque nunca lo había llevado a cabo, el acto de encender fuego le parecía tan fácil como hacer girar las mentes de los que lo buscaban o cambiar la forma en que veía las cosas para destrozar las ilusiones de otro mago.

Ella meneó la cabeza; claramente no entendía lo que él quería decir.

—Vos tal vez podáis —dijo—. Pero está más allá de mis poderes.

Así que fue Lobo del Sol, después de todo, el que tuvo que llevar a la pequeña división a través de los corredores retorcidos hacia el Agujero, una vez más. Yirth los seguía, aunque él le advirtió que no entrara en la habitación de observación del Agujero; dos o tres de los mineros liberados ayudaban a llevar las bolsas de pólvora. A oídos de Lobo del Sol, la lucha estaba lejos, en la parte alta de la torre y, por el sonido, se estaba convirtiendo en el habitual asunto amargo y desagradable de terminar con todo, la lucha en pequeños rincones problemáticos aquí y allá, los últimos retazos sangrientos de la batalla.

Mucho más cercana y real en su mente era la oscuridad zumbante que comía los extremos de su conciencia, insistente como un pequeño ruido rítmico, casi insoportable. Apoyó la mano sobre el hombro de Halcón de las Estrellas para sostenerse y vio, casi sin interés, que le temblaban los dedos. Era consciente, de una forma medio desinteresada y lejana, de que el sol se deslizaba hacia abajo por las paredes exteriores de la ciudadela, cambiando de color a medida que se acercaba al horizonte quebrado; pero cuando mencionó a Yirth esa conciencia de las cosas que no podía ver en realidad, ella meneó la cabeza y le miró con una expresión extraña en los ojos color jade. La Entidad que murmuraba en su mente era más real para él que su propio cuerpo, más real que las paredes de piedra con las que tropezaba mecánicamente, más real que cualquier otra cosa excepto los huesos agudos del hombro debajo de su mano y la seda fría y pálida del cabello que le tocaba los dedos cuando Halcón de las Estrellas volvía la cabeza.

A través de la ventana de la habitación de observación, vieron que Altiokis todavía se movía. Rodaba, se caía, grotesco; a veces se ponía de pie, tambaleante, o mordía el vidrio de la ventana. Las joyas de su ropa se habían enganchado en las paredes rugosas y lo desgarraban cuando se movía; la carne fofa y blanca brillaba a través de las heridas. Un ojo había desaparecido y el otro se estaba carcomiendo por dentro; su cara empezaba a cambiar, como cambiaban las caras de los nuuwas. Sheera hizo un sonido de náusea con la garganta y desvió la mirada.

Lobo del Sol casi no veía. Se quedó junto a la puerta mientras ponían las bolsas de pólvora en la habitación y en el vestíbulo, un poco más allá, donde esperaba Yirth. Había suficiente pólvora para volar toda la pared oeste de la ciudadela. Su mirada atravesó la ventana y la oscuridad, hacia una oscuridad más profunda, donde podía ver moverse a la Cosa.

La sensación zumbante, como si le rascaran en la mente se volvía casi insoportable. La Cosa le conocía. Hilos de ella permeaban cada fibra de su conciencia; tuvo una visión momentánea, perturbada de sí mismo, visible en las sombras a través del vidrio ancho, negro, su cuerpo medio desnudo, lastimado y sucio, sus muñecas todavía cargadas con el peso de los brazaletes de hierro mientras la sangre de la piel desgarrada resbalaba lentamente entre sus dedos; su ojo izquierdo era un pozo quemado y sucio en una cara blanca de horror y tensión. Las otras personas de su visión eran meras marionetas, grotescas, de movimientos mecánicos y súbitos, irreales. Tropezaban en sus tareas sin sentido. La Entidad, fuera lo que fuese, no podía verlas como ellos no la veían a ella. Sólo eran formas adivinadas a medias, más monos que seres humanos.

Vio cómo una de las formas se acercaba a él torpemente y extendía una mano aguda, insidiosa para tocarlo.

Cerró los ojos y la visión se disolvió. Cuando los abrió de nuevo, Halcón de las Estrellas le miraba a la cara, preocupada.

—¿Jefe?

Él asintió.

—Estoy bien.

Su voz sonaba como el roce leve de una uña sobre metal. Miró a su alrededor, para fijar la habitación en su mente, las paredes de piedra, las sombras, el algodón grisáceo de las bolsas que las llamas lamerían cuando él las llamara, y la silla de ébano tallado, corrida sin ceremonias a un rincón. Halcón de las Estrellas y Denga Rey lo sostuvieron entre las dos para sacarlo de la habitación.

—¿Estáis seguro de que esto va a funcionar? —preguntó Sheera, nerviosa.

—No —contestó Lobo.

—¿Podría Yirth…?

—No —dijo Halcón de las Estrellas—. Ya tenemos bastantes problemas para dejar que esa cosa ponga sus garras en otro mago.

Doblaron un recodo y siguieron un pasaje estrecho hacia la puerta. Con la suavidad con que se cierra un postigo, el camino estuvo de pronto lleno de hombres armados con cotas de malla negras. Águila Negra estaba de pie a la cabeza.

—Pensé —dijo, sonriendo— que tal vez volveríamos a encontrarte vagando por aquí. Y Halcón de las Estrellas también… Trajiste a tus hombres después de todo. —La cara redonda de Águila estaba sucia de sangre y polvo a la luz de la antorcha; los penachos de su casco giraban como pétalos rotos y gastados por la batalla, con los extremos azules manchados y húmedos en algunas partes, pero su sonrisa era brillante a pesar de todo.

—Salgamos de aquí —dijo Lobo del Sol y la voz le temblaba—. No es tiempo de pelear.

—¿No? —Una ceja negra se elevó—. Los nuuwas se han vuelto locos según parece, pero nosotros deberíamos poder sacarlos de los muros sin problemas. Altiokis se sentirá feliz de oír…

—Altiokis está muerto —murmuró Lobo, peleando por mantener sus pensamientos claros, por no perderlos, porque las palabras fueran las que quería decir y no esas que se empujaban, sin traba, desconocidas en su garganta. La voz áspera se le había hecho lenta y tartamudeaba, buscando las palabras con cuidado—. Su poder está roto para siempre…, no hay necesidad de pelear…, sólo déjanos salir…

El capitán mercenario sonrió lentamente; uno de sus hombres rió. Sheera hizo un movimiento como para sacar su espada, y Halcón de las Estrellas la tomó de la muñeca, sabiendo que eso no ayudaría.

—Un cuento bastante convincente —dijo Águila Negra—. Pero considerando que tengo aquí a la dama de mi señor Tarrin, un general nada común, dejadme decir, señora, para no mencionar a la maga que llevó a los mineros a través de las trampas hacia la ciudadela, si mi señor está muerto, cosa que todavía no creo, el poder que dejó sigue aquí para quien quiera tomarlo. Podemos…

—Si llegas a tocar el poder que tenía, te quemará el cerebro como la llama de una vela —dijo Lobo con aspereza—. Ve al corredor y atraviesa la puerta. Mira por ese asqueroso vidrio suyo…, y fíjate bien. Luego vuelve y hablaremos del poder. —La voz le temblaba con la tensión y la rabia; la mente ciega por el esfuerzo de mantenerse entera en lucha contra las raíces negras, desgarrantes, murmuradoras que trataban de dividirla—. ¡Ahora déjanos salir a menos que quieras que esa Cosa de ahí arraigue en mi cerebro como hizo en el suyo!

Águila Negra permaneció un momento con la vista fija en la cara de Lobo del Sol, en el ojo amarillo, violado, medio loco que le miraba desde una masa de cortes con costras, suciedad y pelos sucios. La cara del capitán, bajo la suciedad y la sangre de la batalla estaba en calma, un vacío sin lecturas. Luego, sin una palabra, Águila Negra hizo un gesto a sus hombres para que dejaran pasar a Lobo del Sol y a las mujeres. Se volvió y caminó por el corredor hacia la habitación de observación de Altiokis.

Lobo del Sol no tuvo conciencia de haber pasado la puerta de la ciudadela interior ni cruzado el pasadizo elevado sobre la fosa, cubierta con los cuerpos de los muertos. Los hombres que Águila Negra había enviado a acompañarlos se detuvieron al final del pasadizo y Lobo se dejó ir bajo las sombras de las puertas coronadas de torrecillas, con la espalda contra la piedra cruda, quemada por la pólvora. Miró hacia atrás y vio las torres de la ciudadela interior, llenas de hombres y nuuwas que peleaban en los corredores o saqueaban los vestíbulos bañados en oro. Los gritos le llegaban como un fragor vasto, caótico, lejano y el aire tembloroso olía al humo de los incendios. La luz del sol del atardecer formaba grandes nubes hirvientes de humo que salían, blancas y negras, de las ventanas de la torre. El calor bailaba sobre las paredes y de vez en cuando un hombre o un nuuwa llegaba corriendo en llamas desde alguna habitación interior, para caer aullando sobre el parapeto, brillante como un tizón contra el sol poniente. Hacia el mar distante, harapos desgarrados de nubes cubrían el cielo. Sería una noche de tormenta.

El viento alcanzó la cara de Lobo: el aliento de las montañas, corrompido por los olores de la batalla. Todo le parecía remoto, como algo visto a través de una capa gruesa de vidrio negro. Se preguntó al pasar si así habría visto Altiokis las cosas: irreales, casi sin sentido. Con razón había buscado las sensaciones más groseras, más inmediatas: era lo único que todavía podía sentir. ¿O sus percepciones cambiaron cuando se había rendido a la Cosa?

La oscuridad se cerraba sobre él. Se estiró, ciego, sin saber exactamente qué buscaba, y una mano huesuda, larga, tocó la suya. La presión de los dedos fuertes de Halcón de las Estrellas le ayudó a aclarar la mente. El ojo que le quedaba se encontró con el de ella; su cara de guerrera parecía calma bajo la máscara de mugre y heridas; la luz del sol era azufre sobre su cabello incoloro. Contra la suciedad, sus ojos tampoco tenían color: eran claros como el agua.

Detrás de ella, a su alrededor, las mujeres estaban de pie como un cuerpo de guardia, su sangre y la de sus enemigos vivida sobre los miembros contra el polvo de roca de la minas. Se dio cuenta de que Yirth lo miraba: los brazos cruzados, los ojos color mar fijos en su rostro; se preguntó si ella lo mataría cuando su mente de mago se rindiera para hundirse en la negrura.

Esperaba que lo hiciera. Su mano se aferró a la de Halcón de las Estrellas.

Hubo una lucha breve al final del pasadizo. Una espada brilló en el aire maloliente: uno de los soldados con el uniforme de las tropas privadas de Altiokis cayó a la zanja.

Águila Negra volvió caminando a grandes zancadas, con la espada desenvainada mientras se abría camino a través de las cuerdas y postes que suplían el puente levadizo. Bajo los restos destruidos de los penachos de su casco, tenía la cara verdosa, y gris en la boca, como si acabara de vomitar hasta las entrañas. La luz del sol que moría encendía la punta de su casco como una lanza.

Cuando se acercó, preguntó:

—¿Cómo piensas destruirlo?

—Encendiendo la pólvora —dijo Sheera—. Tarrin y los hombres están lejos del lugar ahora.

—Hay nuuwas por los corredores —informó Águila, hablándole como le hablaría a otro capitán. Y así se veía ella, pensó Lobo del Sol, con sus trenzas medio deshechas y el cuero negro en los pechos, toda su belleza peligrosa salpicada de sangre—. ¡Por Dios y la madre de Dios, nunca he visto un infierno semejante! Nunca podréis volver para ponerle una mecha a eso. Y si lo hicierais…

—Lobo puede encenderlo —dijo Halcón de las Estrellas en voz baja—. Desde aquí…

Águila bajó la vista con curiosidad hacia la figura doblada entre las mujeres contra la pared. Sus ojos azules se estrecharon.

—Su señoría el gordo tenía razón entonces —dijo.

Lobo del Sol asintió. El fuego y el frío le estaban consumiendo la carne; las voces le llamaban como ecos, agudas y lejanas. La sombra de la torre ya cubría la fosa y le tocaba como un dedo de la cercana oscuridad nocturna.

Con torpeza, como en una pesadilla de borracho, Lobo empezó a reunir la imagen de la habitación de observación en su mente.

No la veía con claridad…, había nuuwas allí, nuuwas que caminaban sobre todas las cosas, tropezando contra las paredes, gritando contra su hermano, el ser sin mente que les había creado y les gruñía y mordía a través del vidrio. Lobo formó las sombras en su mente, las formas de las bolsas de pólvora, las líneas duras de la silla rota…

Las imágenes se le borraron.

Aguda, de pronto, la vio desde el otro lado de la ventana.

Empujó esa imagen hacia afuera con violencia casi física. Se le metió de nuevo en la mente, como un arma que le hubieran puesto entre las manos. Pero sabía que si tomaba ese arma, nunca lograría encender la llama.

Las dos imágenes murieron. Se descubrió acurrucado, tembloroso y goteando de sudor, en la sombra azul de la torre, el viento frío lamiendo su carne congelada. Murmuró:

—No puedo.

Halcón de las Estrellas le sostenía la mano. Temblando como de fiebre, él levantó la cabeza y miró el sol poniente que parecía estar ahora justo por encima del horizonte de las montañas, mirándolo con un ojo amenazante. Trató de reunir la imagen de la habitación y vio cómo se le deshacía entre las manos viajando hacia la oscuridad. Meneó la cabeza.

—No puedo.

—De acuerdo —dijo Halcón con calma—. Hay tiempo para que vaya yo con una mecha.

Tendría que ser una mecha corta, pensó él… Había nuuwas por todas partes… Si no salía en el momento en que estallara…

No habría tiempo para que saliera antes de la puesta de sol. Y era muy posible que ella lo supiera.

—No —murmuró cuando ella se volvía. Oyó que los pasos se detenían—. No —repitió en voz más fuerte.

Cerró los ojos, sin conjurar nada todavía, perdiéndose en una oscuridad fría, llena de sonidos. La oyó volver, pero ella no lo tocó, no quería distraerlo.

Pequeña, única, precisa, la llamó, no en pedazos sino toda junta: habitación, silla, sombras, pólvora, ventana, nuuwas, oscuridad. Convocó la realidad en su mente, distante y brillante como una imagen vista en el fuego y tocó el algodón gris de las bolsas con una lengua de llamas. Los nuuwas, asustados por el calor súbito, retrocedieron.

El rugido estremecedor de la explosión sacudió el suelo debajo de él. El ruido golpeó en su cerebro. A través de sus ojos cerrados, vio piedras que saltaban, el sol pasando sobre siglos de negrura…, la luz desgarrando el lugar en que la oscuridad había tomado su cerebro.

Recordaba haber gritado, pero nada más.