20

Si lo que había dicho lady Wrinshardin era cierto, y a Lobo del Sol no se le ocurría ninguna razón por la que pudiera haber mentido, la fortaleza de los barones de Acantilado Siniestro había estado una vez en la base de esa rodilla de piedra, rocosa e impresionante, que se adelantaba en la montaña sobre Paso de Hierro. Su instinto de sitiador de ciudades examinó el lugar, mientras Águila Negra y sus hombres lo llevaban hacia adelante: un montón de piedras salpicadas de hiedra en el lugar en que los caminos se dividían. No había carteles de indicación en el cruce, pero Ojos Ámbar y sus chicas le habían dicho que la ruta de la derecha iba hacia arriba a la entrada sur de la mina, por debajo de la ciudadela, luego giraba alrededor de la base de la montaña hasta la entrada principal, al oeste, sobre el centro administrativo de Altiokis, en Racken Scrag; el camino de la izquierda subía curvándose por la cara de la roca hacia la ciudadela misma.

Cansado tras dos días casi sin dormir y medio día de cabalgata dura sobre Paso de Hierro, con las muñecas lastimadas por el peso de unos quince kilos de cadena de hierro, Lobo del Sol miró a través de una nube baja hacia la ciudadela en la que le esperaba el Mago Rey y se preguntó por qué alguien en su sano juicio habría convertido ese lugar en el centro de su reino.

Existía la leyenda que había citado lady Wrinshardin sobre la choza de piedra que había construido Altiokis en una sola noche, la choza que se decía que todavía se encontraba allí como el núcleo enterrado del corazón de la ciudadela interior. Pero la razón que habría tenido Altiokis para hacerlo no tenía sentido para Lobo, a menos que, como empezaba a sospechar, el Mago Rey estuviera loco. Tal vez había construido la ciudadela en ese lugar inaccesible para demostrar que podía hacerlo. Tal vez escogió aquel lugar para que no pudiera crecer una ciudad alrededor de sus muros; Racken Scrag estaba al otro lado de las montañas, no podía ser de otro modo.

Los dioses sabían que el lugar era muy fácil de defender. El camino podía vigilarse en cada curva desde los acantilados que estaban más arriba; si Yirth estaba en lo cierto sobre los poderes de Altiokis en cuanto a ver desde lejos, podría detectar cualquier fuerza antes de que sus enemigos divisaran siquiera la ciudadela y sepultarlos bajo avalanchas de piedra o de madera ardiendo. Pero cuando llegaron al valle angosto y rocoso que quedaba frente a la puerta de la ciudadela, Lobo del Sol entendió por qué era más barato y más simple traer la comida para las legiones a través de las minas, porque aquí los miedos de Altiokis se habían superado a sí mismos.

La mayor parte de las construcciones del valle eran nuevas, observó Lobo; con la expansión de su imperio, el Mago Rey se había hecho evidentemente más y más desconfiado. La ciudadela de Acantilado Siniestro había sido construida originariamente entre el borde del acantilado que miraba hacia el norte sobre los desiertos de las montañas Tchard y un gran farallón o roca que la separaba del resto del acantilado en el que estaba construida; su entrada principal era un túnel a través de esa rodilla de roca totalmente imposible de escalar. Ahora el suelo del valle frente a la puerta estaba cortado por enormes pozos como una serie de fosos secos; cuadrillas de esclavos cavaban todavía en los más cercanos cuando Águila Negra y su patrulla emergieron entre los oscuros vigías que se alzaban sobre el estrecho paso hacia el valle. Cuando se detuvieron un minuto para descansar los caballos después de la subida, Lobo del Sol vio que la roca y la tierra del interior de esos largos fosos estaban quemadas. Si un enemigo se las arreglaba para tender puentes a través de ellos, si es que un enemigo lograba arrastrar puentes por ese camino retorcido y difícil, se podían inundar las zanjas con alguna sustancia inflamable y hacerla estallar a distancia con la magia del Mago Rey.

Ahora habían levantado puentes de madera y piedra que podían destruirse o echarse abajo fácilmente. Los puentes no formaban una línea directa con la puerta, cavada sobre la otra cara del acantilado sin torrecillas ni instalaciones exteriores. Lobo supo instintivamente que era el tipo de puerta que podía ocultarse con una ilusión; si Altiokis quería, los viajeros a la ciudadela no verían nada cuando llegaran al final del camino, excepto la roca rígida, gris, sin árboles del acantilado.

Empezaba a entender cómo un hombre como el Mago Rey había construido su imperio, entre la riqueza sin límites y la astucia animal, entre fuerzas alquiladas y las redes oscuras de su propio poder.

Los hombres que sostenían las riendas del caballo de Lobo del Sol lo condujeron hacia abajo por la ladera, hacia los puentes y la puerta imponente con dientes de hierro. Los cascos de los caballos produjeron un eco extraño en la piedra lisa de las paredes del túnel. Águila Negra repetía contraseñas con un aire leve de impaciencia mientras los guiaba hacia adelante. El túnel mismo estaba saturado de maldad; sus paredes de piedra parecían destilar horror. El aire estaba cargado de magia latente que podía convertirse en ilusiones, en terrores inimaginables. Grandes puertas llevaban a caminos anchos que iban hacia abajo; las líneas de las antorchas en las paredes se desvanecían en la negrura al final. El aliento cálido que se elevaba en esos túneles olía a roca y musgo, a ilusión y a la magia rutilante, sin nombre del terror absoluto. Era como si el poder de Altiokis se extendiera en su ciudadela, como si su mente permeara los túneles, la oscuridad y la piedra.

Lobo del Sol murmuró algo, casi sin darse cuenta de que estaba hablando en voz alta:

—¿Cómo puede esparcirse así?

La cabeza de Águila Negra se dio la vuelta con violencia:

—¿Qué?

No había palabras para explicarle a alguien que no había nacido en la magia; era un concepto imposible de describir. Lo más que pudo hacer Lobo fue decir:

—Su espíritu está aquí en todas partes.

Unos dientes blancos brillaron en la penumbra.

—Ah, sientes eso, ¿verdad?

Lobo se dio cuenta de que el capitán de mercenarios creía que él hablaba con admiración o con temor. Meneó la cabeza, impaciente.

—Está en todas partes, pero no en él mismo. Parte de su poder está en las rocas, en el aire, en las ilusiones en el fondo de las minas, pero tiene que mantenerlo. Tiene que hacer que esté unido de algún modo y…, ¿cómo puede quedar algo en el centro de él, la clave de su ser, para mantenerlo?

La sonrisa de Águila Negra se desvaneció; esa cara redonda, dura, se puso pensativa; en la oscuridad, los ojos azules parecían muy brillantes.

—Gilgath, el comandante de la ciudadela de Altiokis, dijo que mi señor se está descuidando últimamente. Él ha estado con Altiokis más que yo. —Su voz era baja, como excluyendo incluso a los hombres que cabalgaban con ellos—. Nunca lo creí hasta hace dos años…, y lo que dices tiene sentido. —Se encogió de hombros y la mirada de preocupación se desvaneció en su rostro—. Pero así y todo, mi bárbaro —continuó, mientras unos esclavos venían a llevarse los caballos y toda la compañía pasaba a través de los patios de la muy defendida ciudadela exterior—, tiene suficiente poder para hacer polvo a sus enemigos…, y suficiente dinero para pagar a sus amigos.

Otros guardias les rodearon, hombres y algunas mujeres vestidos con los uniformes brillantes de las tropas mercenarias. Los escoltaron a través de los patios y puertas de la ciudadela exterior, hacia la casa de guardia y las puertas macizas que se alzaban, amenazantes, en el cielo, cuidando el camino hacia la ciudadela interior. Águila Negra caminaba ahora junto a Lobo del Sol; la cota de malla de su camisa tintineaba; la punta de oro que surgía a través de los velos oscuros y volátiles del penacho de su casco brillaba en la luz pálida del día.

—Si piensas que su poder se debilita, espera a llegar a la ciudadela interior.

Entraron en la oscuridad de la casa de guardias. Dos hombres llevaban la cadena que unía las muñecas de Lobo del Sol y el resto de la tropa caminaba con espadas desnudas detrás de él. Todo el tiempo, Lobo se concentraba, la mente calma y alerta como en la batalla, esperando una oportunidad para escapar y volver por el camino hacia abajo en la montaña.

La luz del día ardía más adelante. Como una gran boca, se abrió una puerta cerca de ellos. Cuando salieron de las densas sombras, Lobo vio que caminaban sobre una calzada elevada que daba la vuelta sobre la larga zanja de piedra que separaba la ciudadela exterior de la ciudadela interior. En el centro, la calzada estaba interrumpida por un puente sin barandillas. El pozo estaba lleno de nuuwas.

A pesar del frío del día, el olor a podrido de los nuuwas subía en una onda sofocante. A mitad de camino sobre el puente elevadizo, Lobo se detuvo. Se dio la vuelta y vio que Águila Negra tenía la mano puesta sobre el puño de su espada.

—Ni lo intentes —dijo el mercenario con calma—. Créeme, si yo me cayera, tú caerías conmigo. Te lo garantizo.

—¿Te parece que eso cambiaría mucho las cosas?

Águila Negra levantó una ceja, sardónico.

—Eso depende de las oportunidades que crees que tienes de poder escapar de la ciudadela interior.

Debajo de ellos, los nuuwas habían empezado a reunirse y sus aullidos ululantes vibraban en el aire. Lobo del Sol miró a los hombres que sostenían sus cadenas, luego de nuevo a Águila. Veía que la pared de la ciudadela interior estaba quebrada por dos puertas, una cercana y otra varios metros más allá, con escalones que llevaban al pozo de los nuuwas, además de la puerta muy bien guardada al nivel de la calzada elevada. También había puertas que daban al pozo desde la ciudadela exterior. Y era obvio que dichas puertas estaban atrancadas con barras.

Era una apuesta: morir horriblemente ahora o arriesgarse a un destino todavía peor contra una oportunidad casi inexistente de escapar.

Comparada con esto, pensó con amargura Lobo mientras seguía moviéndose hacia las fauces amenazantes de las puertas de la ciudadela interior, la elección que le había ofrecido Sheera a bordo del barco parecía monumental en sus oportunidades. Pero no se rendiría cuando la idea era seguir ganando tiempo.

Los gritos de los nuuwas los siguieron, como carcajadas burlonas.

—Estarás ahí abajo muy pronto —hizo notar Águila Negra junto al codo de Lobo—. Es una pena, porque nadie sabe tan bien como yo lo buen soldado que eres, mi bárbaro. Pero sé que eso es lo que hace mi señor Mago con los que se levantan contra él. Y después de que esa cosa termine de comerte los sesos, no te importará mucho el lugar donde te encuentres.

Lobo del Sol se volvió a mirarle.

—¿Qué es? —preguntó—. ¿Qué son esas cosas, esas llamas? ¿Las crea él?

El capitán de mercenarios frunció el ceño como si pensara en las razones de la pregunta y qué debía revelar en su respuesta. Luego, meneó la cabeza.

—No sé. Hay…, hay una oscuridad en la habitación al fondo de la ciudadela, un frío. Salen de dicha oscuridad; generalmente una o dos, a veces a bandadas. Otras veces hay días, semanas, sin nada. Él no entra en esa habitación…, creo que les teme tanto como cualquiera. No puede dominarlas como a los nuuwas.

—¿Puede dominar la oscuridad de la que salen?

Águila Negra se detuvo y las dos cejas oscuras y curvas se acercaron bajo el borde del penacho del casco. Pero lo único que dijo fue:

—Has cambiado desde que cabalgamos juntos en el este.

Se abrieron las puertas negras de la ciudadela interior. Su sombra se los tragó.

El horror del lugar, el terror fantasmal que permeaba hasta el aire golpeó a Lobo del Sol como un puñetazo en la cara apenas cruzó el umbral. Se detuvo como un perro que no quiere atravesar la puerta de una habitación encantada con el aliento trabado en los pulmones; los hombres lo arrastraron de la cadena, pero él observó que ellos también tenían las frentes cubiertas de sudor. El miedo llenaba la masa sombría la túneles y también la casa de guardia en el nivel más bajo de la ciudadela, como si se hubiera esparcido una especie de gas en el aire; los hombres que le rodeaban con espadas desenvainadas miraban, nerviosos, a su alrededor, como si no estuvieran seguros de la dirección de donde provenía el peligro. Hasta los ojos de Águila Negra se posaban inquietos de sombra en sombra, moviéndose sólo ellos en el rostro inmóvil.

Pero más que el miedo, Lobo del Sol sentía el poder, frío y casi visible, como una niebla iridiscente. Parecía colgar de las mismas paredes, como si permeara el túnel, una fuerza más grande que la de Altiokis mismo, penetrante y tangible. Sentía que, si sólo hubiera sabido cómo, habría podido cogerla entre las manos.

Subieron una escalera y pasaron junto a una puerta con un guardia al frente que se cerró tras ellos. Lobo del Sol miró a su alrededor con una sorpresa súbita y total. Estaba en los niveles superiores de la torre, en el corazón de la ciudadela de Altiokis, el lugar en que vivía el mago más poderoso del mundo.

Como si enunciara un hecho simple y directo, Lobo del Sol manifestó:

—He visto mejor gusto en algunos burdeles.

Águila Negra rió, los dientes y los ojos brillantes sobre la cara redonda.

—Pero no materiales más caros, diría yo —comentó y tocó con una uña el oro que decoraba el lado interno de las grandes puertas—. Una casa, como le gusta decir a mi señor Mago, hecha para que un hombre viva en ella.

Los ojos de Lobo del Sol pasaron lentamente de las guirnaldas enjoyadas que adornaban los paneles de marfil en el techo a las columnas de porfirio rosado y malaquita verde pulida entrelazada con serpientes doradas y a las estatuas pornográficas sin gusto alguno, estatuas de ébano, alabastro y ágata de pie entre las columnas. Un baño de oro cubría todo como una capa de manteca; el aire estaba cargado con el perfume del pachuli y las rosas.

—Un hombre, tal vez —dijo, lentamente, dándose cuenta de que era sólo una exageración grosera del tipo de opulencia que le habría gustado a él mismo pocos meses atrás. Luego comprendió lo que le había escandalizado del lugar y de toda la fortaleza del Mayo Rey—. Pero no el más grande de los magos; no el único mago que queda en la faz de la Tierra, maldición. —Miró a Águila Negra, preguntándose por qué el capitán no lo comprendía—. Esto es obsceno.

El capitán rió.

—Ah, vamos, Lobo. —Hizo un gesto hacia las estatuas en posturas vergonzosas—. Te estás volviendo quisquilloso en tu vejez. Has visto cosas peores en los burdeles de Kwest Mralwe, los más caros, quiero decir.

—No me refiero a eso —dijo Lobo. Miró a su alrededor de nuevo, los arcos dorados, las cortinas bordadas y las lámparas de bronce en las que refulgían no llamas, sino burbujas brillantes, redondas, de pura luz. En su mente comparaba ese despliegue chillón con el taller sombrío de Yirth, con sus libros usados y bien cuidados, sus instrumentos delicados de cobre y cristal y ese perfume seco y apagado de hierbas medicinales—. Es inmortal, es poderoso; ha dominado una magia por la que yo vendería mi alma. Puede tener todo lo que quiera. Y elige esto, esta basura.

Águila Negra levantó una ceja divertido ante Lobo e hizo un gesto a sus hombres. Ellos tiraron de la cadena e hicieron sonar las espadas. Llevaron a Lobo a través de las habitaciones anchas, suavemente iluminadas de los niveles superiores. Los pies sonaban apenas sobre las alfombras de seda o murmuraban sobre baldosas de jade tallado.

—Recuerdo que casi me cortaste la garganta luchando por basura muy parecida a ésta en el saqueo del palacio de Thardin —le recordó el capitán a Lobo con una sonrisa.

Lobo del Sol se acordaba. No podía explicar que eso ocurrió antes del pozo y la prueba del anzid; no podía explicar ni hacer entender a Águila la monstruosidad que era Altiokis. Sólo dijo:

—¿Cómo pudo lograr este tipo de poder una mente tan trivial?

Águila Negra se rió.

—¡Bah! Enséñale a cualquiera unos cuantos trucos y eso es todo lo que hay que saber sobre magia y poder, ¿no es cierto?

Lobo del Sol no respondió. No podía decir cómo sabía lo que sabía, o por qué le parecía inconcebible que un hombre cuya mayor ambición parecía ser no más alta que unas estatuas sucias y unas alfombras de seda, pudiera haber ganado el poder de ser inmortal, pudiera haberse convertido en el último, el más poderoso de los magos de la Tierra. En ese momento, entendió la rabia de Yirth cuando él había rechazado el poder con temor, la sintió reflejada en su propia furia ante un hombre que no sólo era capaz de desperdiciar su propio potencial, muy vasto por cierto, sino también destruir el de todos los demás.

Se abrieron unas puertas de jade blanco y cristal. La habitación detrás de esas puertas era negra: piso y paredes de mármol negro, pilares de mármol negro que sostenían un techo abovedado y sombrío. Una bola de luz pálida y azulada colgaba sobre la cabeza del hombre que desbordaba de la gran silla de ébano tallado entre las columnas al final de la habitación; la luz destacaba los detalles de los dragones y gárgolas esculpidos, de la vida marina y los brillantes insectos que cubrían la silla, los pilares y la pared. La oscuridad perfumada de incienso parecía llena de magia; pero con una curiosa claridad en los sentidos, Lobo del Sol vio que esa magia estaba muy dañada, como la cara pintada de una prostituta a la luz del día. Tal vez Altiokis había sido algo especial pero, como había dicho Águila, ahora estaba declinando. Había destruido el poder de todos los demás y ahora estaba dejando pudrir el suyo.

Lobo le miró cuando se acomodó, gordo y obsceno, en su silla de ébano y por un momento sintió no miedo sino asco y furia. Ni siquiera el mal sin límites podía dar dignidad a ese hombre. Los captores de Lobo del Sol lo empujaron hacia adelante, hasta que estuvo solo frente al Mago Rey, los hombros caídos por el peso de las cadenas.

Altiokis eructó y se rascó la panza llena de joyas incrustadas.

—¿Así que —dijo con una voz pastosa por la bebida— creéis que el palacio de Altiokis, el príncipe más grandioso que el mundo ha conocido, parece un burdel?

Los sentidos de mago de Altiokis se habían esparcido por todo el palacio; había oído cada palabra de lo que se había dicho. Águila parecía asustado, pero Lobo del Sol sabía cómo se hacía aunque él no pudiera hacerlo todavía. Sólo miró al Mago Rey, tratando de entender lo que la vida ilimitada, el poder ilimitado y el aburrimiento ilimitado habían hecho con ese hombre, ese último y poderoso mago.

—Pobre bobo, ¿realmente creíste que podrías escaparte de mí tan fácilmente? —preguntó Altiokis—. ¿Tenías idea de lo que emprendías cuando aceptaste la comisión de ese tonto, tenga el nombre que tenga, el hombre que te pagó? Uno de los barones, creo que dijiste. No es que importe, claro. Sé quiénes son mis enemigos. Los reuniremos a todos en…

Los ojos azules de Águila Negra se abrieron, alarmados.

—Mi señor, no sabemos…

—¡Cállate! —le ladró Altiokis, impaciente—. Cobardes…, estoy rodeado de cobardes…

—Mi señor —siguió Águila Negra—, si arrestáis sin pruebas, habrá problemas con los barones…

—Pero si siempre hay problemas con los barones —replicó el Mago Rey, enojado—. Y siempre los ha habido, sólo necesitamos una excusa para aplastarlos. Que vengan contra mí, si se atreven. Los aplastaré… —Los ojos oscuros, pequeños, brillaron con una luz antinatural en la penumbra—. Como voy a aplastar a este esclavo…

Se había levantado de la silla con los ojos clavados en los de Lobo del Sol y éste vio en él lo que le había impresionado antes. Quedaba muy poco de humano en ese hombre. El fuego interior se lo estaba comiendo; su alma se pudría literalmente, como la mente de los nuuwas. Como ellos, Altiokis existía casi solamente para devorar.

Lobo del Sol retrocedió un paso cuando el Mago Rey levantó la vara con su cabeza malvada, brillante. A dos metros de distancia, podía sentir ya el dolor terrible que irradiaba como ondas de calor desde el metal. Altiokis la levantó y Lobo retrocedió hasta que sintió las puntas afiladas de las espadas de los guardias en su espalda.

—¿Eres estúpido? —murmuró el Mago Rey—. ¿O sólo un animal sin nervios? ¿O no te das cuenta de lo que podría sucederte aquí?

—Os creo —dijo Lobo del Sol, siempre con un ojo preocupado sobre la vara que se balanceaba a medio metro de su garganta. Su voz era un crujido áspero, el único sonido en esa oscuridad callada de perfume y sudor—. Sólo que no creo que haya nada que pueda decir para impediros hacer lo que pensáis.

Era una forma elegante y amable de decir que nunca discutía con un loco.

Una sonrisa burlona contorsionó la cara engrasada.

—Así que era sabiduría, después de todo —dijo el mago—. Lástima que no la hayas ejercitado antes. He vivido más que tú, ya lo sabes. Y estoy versado en el arte de arrancar el alma del cuerpo y dar a la mente tiempo para…, para la reflexión. Podría ponerte los gusanos de la sangre, y dentro de un mes no serías más que una masa sin miembros llena de parásitos y me rogarías que te concediera la gracia de la muerte. O podría cegarte y dejarte inválido con drogas y encargarte el trabajo de llevar el agua del baño a mis mercenarios…, ¿eh? O bien emparedarte en una habitación de piedra, con una sola taza de agua y llenar esa agua de anzid y dejarte que eligieras la muerte lenta del veneno o la muerte más lenta de la sed.

Lobo del Sol peleó para conservar su rostro impasible, sabiendo muy bien que el gordo tenía el poder y la inclinación para realizar cada una de esas cosas sólo por el entretenimiento de verle morir. Pero, enfermo de horror como estaba, dos cosas quedaron claras en el fondo de su mente.

La primera era que Altiokis nunca había pasado la Gran Prueba. Estaba claro que no tenía idea de que el anzid fuera nada más que un veneno particularmente horrendo. Y eso quería decir que había derivado su poder de otra fuente.

Eso explicaría muchas cosas, pensó Lobo; su mente luchaba por entender esa revelación. El poder que permeaba el nivel bajo de la torre y llenaba las minas no provenía sólo de la atenuada personalidad de Altiokis. Era algo más, algo sucio y malvado, no como la brujería académica de Yirth, ni como la magia salvaje que Lobo sentía moverse en su propia alma. El poder que llenaba al Mago Rey, ¿provenía sólo de la oscuridad de la que había hablado Águila, la oscuridad que vivía en la habitación más interna de la torre? ¿Un poder que no poseía ambición, pero que Altiokis había tomado para satisfacer la suya?

La segunda cosa que ahora sabía Lobo del Sol era que, como un niño cruel, Altiokis sólo le decía eso para verlo rendido, no para conseguir información. Sabía por propia experiencia que es más satisfactorio mirar a una víctima que grita. No dudaba ni por un momento que los gritos llegarían, tarde o temprano, pero que lo mandaran al infierno frío si le daba ese placer al Mago Rey ahora.

La cara de Altiokis cambió.

—O te podría hacer algo peor —ladró. Hizo sonar los dedos para que le oyeran Águila Negra y sus hombres—. Abajo —ordenó—. Ven conmigo.

Los mercenarios rodearon a Lobo del Sol, arrastrándole de sus cadenas y empujándole con las espadas. Se abrió una puerta en la pared, donde hacía un instante no había puerta; el fuego azulado que colgaba sobre la cabeza de Altiokis iluminó los escalones de una escalera que se curvaba hacia la oscuridad. Lobo retrocedió aterrorizado de pronto por el poder, el mal que se alzaba como un olor nauseabundo desde el pozo situado debajo. La oscuridad parecía repleta de un frío extraño, malévolo, como el de los demonios que había visto en los pantanos cuando era niño: la sensación de estar viendo algo que había surgido de innombrables abismos de vacío, de la nada, la impresión de sentir algo que no pertenecía a la tierra.

Alguien le apoyó una hoja de espada sobre las costillas, empujándole a través de la puerta. Los soldados parecían no darse cuenta de lo que había debajo; no podían saber lo que él sabía y seguir dispuestos a bajar por allí. Casi se dio la vuelta para luchar contra ellos en el umbral, pero Altiokis se inclinó hacia adelante con la vara y usó la cabeza brillante para empujar a Lobo por las escaleras. Los hombres le rodearon de nuevo y el frío fantasmal subió hacia ellos a medida que bajaban.

El descenso fue mucho más corto de lo que esperaba. La escalera hizo un círculo, luego se niveló; el piso era roca y suciedad. Debían de estar al nivel del suelo, en lo que había sido la punta de la roca, cerca del borde del acantilado. Al final de la bóveda corta, sin luz, del pasillo, había una pequeña puerta. El alma de Lobo retrocedió, espantada, y en ese momento pensó: He hecho esto antes.

La habitación que quedaba detrás era como la que Derroug Dru le había mostrado en la prisión debajo de la Oficina de Registros en Mandrigyn. Era pequeña y oscura, amueblada con una gran silla cuyos almohadones de terciopelo negro estaban adornados con orlas de hilo de oro. El brillo blanco de la luz mágica aceitaba suavemente la pared de vidrio frente a la silla. La única diferencia entre esta habitación y la de Mandrigyn era que había una puerta junto a la gran ventana que miraba a la oscuridad.

Algo como un copo inquieto de luz se movía en la negrura detrás del vidrio.

Lobo del Sol intuyó durante todo el largo camino por la montaña que era esto lo que le esperaba. En cierto modo, lo supo desde que Derroug Dru le mostrara por primera vez las abominaciones que Altiokis le había entregado, en la celda debajo de la Oficina de Registros. El horror le atravesó como una espada de hielo; horror y desesperación y la conciencia aterrorizada de que en esta habitación, no en el hombre gordo que se reía desde el fondo de la garganta a su lado, estaba el núcleo del poder maligno que permeaba la ciudadela. Hubiera lo que hubiera allí dentro, era la fuente, no sólo de las criaturas que convertían a los hombres en nuuwas sino del poder que había permitido que Altiokis se transformara en la cosa hinchada y abominable que era.

Detrás del vidrio, el brillante copo de fuego zigzagueaba sin rumbo en el aire, dejando un rastro leve de luz en la oscuridad estigia. Le estaba esperando, esperando para devorarle el cerebro, para convertirle en una de las cosas masticadoras y babosas llenas de la voluntad pervertida de Altiokis, como las piedras muertas de la ciudadela.

Las espadas le empujaron por la espalda hacia la puerta estrecha. Todos sus sentidos parecían haberse concentrado y atontado; el único sonido del que era consciente era el golpeteo frenético de su propio corazón y la única sensación, el frío del sudor que bajaba por su cara, pecho y brazos. El filo del acero le empujaba hacia adelante. Su visión se había reducido al vagabundeo del copo de fuego, a la puerta oscura con sus tres barras de hierro y a las manos de los hombres que las quitaban.

Frío y maldad surgieron de la abertura negra de la puerta. Con claridad curiosa, instantánea, Lobo vio las paredes redondas de piedra de la choza original de Altiokis, los matorrales que yacían muertos y enredados en los bordes y el polvo sucio, arañado por dentro. Pero todo eso era periférico frente a la conciencia de ese pozo negro en el centro, un vórtice ilimitado, anómalo y horrendo de oscuridad total que parecía abrirse en el aire del centro de la habitación. Era un Agujero, un espacio de nada que llevaba a un universo más allá de la comprensión de la humanidad. A través de él fluía el poder que llenaba la ciudadela, los nuuwas y la carne corrompida e inmortal y el cerebro podrido de Altiokis.

Pero peor aún que la conciencia del poder era conocer la mente de la Entidad que vivía dentro del Agujero, de la Cosa que estaba atrapada allí; los pensamientos de esa Cosa le tocaron, poderosos como agua de hielo corriendo sobre su cerebro desnudo.

No humana, no demoníaca…, los demonios eran de este mundo y bastante comunes y reconfortantes comparados con esa corriente helada de fuego negro. Sin embargo, esto estaba vivo y se acercaba para introducirse en él.

Unas manos le empujaron, sin encontrar resistencia, hacia el umbral de la pequeña habitación. Sin darse cuenta de que hablaba en voz alta, dijo:

—Está viva…

Y en el último segundo, en el momento en que los guardias le empujaban hacia adentro, volvió la cabeza y encontró los ojos asustados, dilatados, de Altiokis mientras se daba cuenta de pronto dónde había visto a la Cosa antes. Repitió de nuevo:

—Ella os dio el poder.

El Mago Rey estaba de pie, temblando.

—¡Sacadlo de ahí! ¡Cerrad la puerta! —La voz estaba quebrada, casi enloquecida de pánico. Los guardias dudaron sin saber si habían oído bien. Águila Negra tomó a Lobo del Sol del brazo y lo tiró hacia atrás mientras cerraba la puerta con una patada; Lobo del Sol tropezó, como si hubieran soltado una cadena que le mantenía de pie, y descubrió que se había quedado sin fuerzas. Se aferró de los cerrojos de la puerta para sostenerse.

Altiokis estaba gritando:

—¡Sacadlo de ahí! ¡Sacadlo de ahí! ¡La ve! ¡Es mago! ¡Lleváoslo!

—¿Él? —preguntó Águila, sin pensar—. Él no es ningún mago, mi señor…

Altiokis se adelantó, haciendo vibrar su vara para sacar las manos de Lobo del Sol de la puerta como si tuviera miedo de que Lobo la abriera y se arrojara adentro. Sin hacer caso de su capitán de mercenarios, aferró con las manos regordetas y enjoyadas los harapos sucios de lo que quedaba de la túnica de Lobo del Sol, la cara blanca de odio y miedo.

—¿La has visto? —preguntó.

Su aliento olía a licor y a comida fastuosa.

Exhausto, inclinado contra la pared de piedra para sostenerse, Lobo del Sol murmuró:

—Sí, sí. La veo ahora, en vuestros ojos.

—Tal vez quiera llamar a otro mago —jadeó el gordo, con voz ronca, como si no le hubiera oído—. Tal vez le dé el poder a otro, si tiene suerte como yo la tuve.

—¡Yo no tocaría ese poder! —gritó Lobo, la idea era más asquerosa para él que la del copo de fuego cavando con firmeza a través de su ojo.

Otra vez, el Mago Rey pareció no oírle.

—Tal vez hasta podría darle la inmortalidad. —Los ojos negros, sin vida, miraron a Lobo del Sol, desesperados de celos y terror. Luego giró sobre sus pies y se dirigió a sus guardias, gritando—: ¡Sacadlo de aquí! ¡Arrojadlo a los nuuwas! ¡Fuera de aquí!

Como el tirón de un alambre fino metido en su carne, Lobo del Sol sentía el toque de esa Entidad negra en el Agujero murmurando en su cerebro.

Furioso, trató de arrancarla de su mente, más asustado de ella que de cualquier otra cosa que hubiera visto en la ciudadela de Altiokis o fuera de ella. Peleó como un tigre mientras le arrastraban y le llevaban por el gran laberinto de corredores hacia una corta escalera que bajaba a una puerta ancha y doble. Altiokis caminaba detrás, gritando incoherencias, maldiciendo a Águila por haberle traído ese peligro, insultando a sus propios poderes de adivino que no le habían mostrado esa nueva amenaza. Uno de los guardias corrió y espió por la mirilla de la puerta, y la leve barra de luz amarilla del sol del oeste destacó las cicatrices de su cara mientras miraba.

—Hay pocos de ellos aquí ahora, mi señor —dijo—. La mayoría está en las cuevas.

—¡Abre las cuevas, entonces! —chilló el Mago Rey en un paroxismo de rabia—. Y hazlo rápido antes de que te arroje a ti también para que le hagas compañía.

El hombre salió corriendo; los pasos sonaron sobre las piedras del pasaje. Lobo del Sol se retorció contra las manos que le sostenían pero eran demasiados hombres para poder enfrentarlos. Las puertas que estaban al final de los escalones se abrieron y el sol le golpeó mientras Águila Negra gritaba una orden. Lo tiraron con fuerza por los escalones; el granito rugoso le desgarró y le golpeó la piel mientras rodaba.

El olor sucio de los nuuwas le rodeó de pronto. Mientras oía cómo se cerraban las puertas por detrás, los aullidos agudos se alzaron a sus costados. Vio que estaba en la zanja larga entre las paredes de la ciudadela interior y las de la exterior. Desde varios puntos a la sombra de la gran pared, una docena de nuuwas y dos o tres de esas bestias parecidas a monos, los ugies, se acercaban trotando hacia él, las cabezas bamboleantes, las bocas abiertas y babosas listas para morder.

Lobo del Sol sabía ya que no había esperanza. No podría escapar. Las paredes de la zanja eran demasiado inclinadas para poder treparlas. Sólo era cuestión de tiempo: en algún momento lo sobrepasarían, lo cortarían en pedazos y se lo comerían vivo. Subió a la carrera los pocos escalones hasta donde la puerta formaba una especie de cavidad en la pared calva para aprovechar el único lugar en que podía cubrirse. Apoyó la espalda contra la madera maciza, unida con cobre, reunió los dos metros de cadena que unían sus manos atadas y atacó la primera de las cosas que se arrojó contra él. El cráneo reventado derramó sesos y sangre. Lobo atacó de nuevo, golpeando; la cadena gimió, pesada, sobre el aire maloliente y lleno de gritos. Cualquier cosa para comprar tiempo: minutos, segundos incluso.

La cadena, cerca de quince kilos de acero que giraba, hizo contacto de nuevo: la criatura que golpeó cayó hacia sus compañeros. Lobo destruyó a otra mientras los demás luchaban unos con otros; luego, los monstruos se volvieron hacia él, escupiendo bocados de carne podrida, y él golpeó, hizo girar la cadena con desesperación tratando de mantenerlos lejos de su cuerpo, rezando para que sus antepasados hicieran algo, cualquier cosa…

Puedes controlarlos, murmuró esa lengua negra de fuego en su cerebro. Aléjalos. Haz que hagan lo que tú deseas.

La cadena volvió a hacer contacto. Tenía las muñecas abiertas casi hasta el hueso por el hierro, y el olor de la sangre estaba empezando a enloquecer a los nuuwas. Él sentía su propio cansancio, cada vez mayor minuto a minuto y sabía exactamente hasta cuándo duraría su fuerza. Y todo ese tiempo, la idea de la Entidad que había visto, esa inteligencia negra en el Agujero y en los ojos poseídos del Mago Rey le murmuraba la promesa de la vida que podía darle.

El mundo se había estrechado y ahora contenía sólo bocas sangrientas, caras sin ojos, manos que desgarraban, dolor y sudor y el horrendo olor del aire, gritos estremecedores y ese murmullo terrible, desesperante, de incertidumbre en su cerebro. Oía vagamente otros sonidos en alguna parte, en la ciudadela exterior, un griterío lejano, como el fragor de una batalla distante.

Una explosión sacudió el suelo. Luego, otra, más pesada, más fuerte, más cercana y le pareció oír, a través de los chillidos de las cosas sin mente que le rodeaban, los aullidos triunfales de los hombres y los gritos más agudos, más salvajes de las mujeres.

Se dio cuenta de que ya no había nuevos atacantes. Hizo girar la cadena con rabia contra los que quedaban, consciente a medias de las cosas que pasaban en otros sitios de la larga zanja, del fuego, de una pelea en alguna parte, ¿sobre el pasadizo tal vez?

Unos dientes le desgarraron la pierna, se inclinó y rompió el cuello del ugie que se había arrastrado por debajo del círculo de la cadena. Cualquier otra cosa que estuviera sucediendo era sólo distracción, una grieta abierta en su concentración que podía costarle la vida.

Hubo otra explosión, esta vez muy cerca, y tuvo que poner toda su voluntad para no mirar. La cadena aplastó el último cráneo, el último nuuwa cayó, retorciéndose y mordiendo su propia carne y él se quedó jadeando en el corredor. Miró hacia arriba y vio que el puente levadizo caía en medio de las llamas.

La parte superior de la pared exterior era un friso de hombres que luchaban. Una guardia final de soldados de armaduras negras estaba cayendo destrozada sobre el pasadizo mismo. Lo que parecía un ejército de gnomos sucios y negros se derramaba a través de la puerta hacia el pasadizo y por las escaleras hacia la gran zanja, blandiendo picos, azuelas y armas robadas de los depósitos de las minas. La sangre de sus heridas brillaba con fuerza a través del polvo de la roca y sus gritos de triunfo y rabia hacían temblar el aire.

Luego oyó una voz aguda que gritaba como sólo un guerrero puede hacerlo, una voz más poderosa que el rugido de la batalla. Él hubiera dado cualquier cosa por volver a oír esa voz.

—¡Agáchate, estúpido!

Lobo se agachó justo en el momento en que un hacha se clavaba en la madera de la puerta donde había estado su cabeza. Vio cómo las fuerzas de los mercenarios de Águila Negra entraban desde el otro lado del pasadizo para encontrarse con los mineros que luchaban en la zanja. Con un gran ruido de cerrojos, las puertas que quedaban detrás se abrieron de nuevo y entraron refuerzos en una marea mezclada de mercenarios, regulares y nuuwas. Se inició la batalla en los escalones cubiertos de cuerpos a su alrededor.

De algún modo, Halcón de las Estrellas estaba allí, donde Lobo siempre había sabido que estaría, peleando como un demonio a su lado.

—¡Creo haberte dicho que te volvieras! —le aulló él por sobre el caos general.

Su cadena aplastó el casco y el cráneo de un mercenario.

—¡A la mierda con eso! —aulló ella por respuesta—. ¡He abandonado a las tropas y te buscaré por el tiempo que se me antoje! —Se inclinó para sacar una espada de los dedos muertos que todavía la sostenían y lanzársela, sangrante, por el aire—. Esto te llevará más lejos que esa cadena tonta.

—Un arma barata, podrida, de depósito general —gruñó él, probando el filo sobre el cuello de un nuuwa que avanzaba—. Si ibas a conseguirme una espada, por lo menos podrías haber elegido una decente.

—Protestas, protestas, protestas. Todo lo que haces es protestar —le replicó ella y él rió, los dientes brillantes y blancos a través del matorral sucio de su barba, contento sólo por estar con ella de nuevo.

Luego, se quedaron callados, excepto por los gritos sin palabras de la batalla, fundidos con la multitud sucia de las fuerzas que avanzaban. Pero él la sentía a su lado, fría para la batalla y brillante, llena de fuego concentrado, y se preguntó cómo había podido pensar que era fea.

Los hombres que le rodeaban ahora eran flacos como lobos pero tenían los músculos de roca del trabajo duro, las pieles polvorientas rayadas por las cicatrices de los latigazos. Sabía que eran los esposos, los amantes o los hermanos de las gatas locas e intrépidas que se había pasado el invierno entrenando. Había más de los que él esperaba y la larga zanja se llenaba rápidamente. La puerta que quedaba en el último escalón escupía tropas de Altiokis sin parar. La batalla era ensordecedora. Una salida momentánea llevó a los mineros hacia abajo por los escalones resbaladizos y sanguinolentos y Lobo oyó la voz de una mujer, la de Sheera, aguda en un grito penetrante de batalla.

Alguien llegó corriendo por detrás y él giró en redondo, la espada en la mano, la cadena pesada y crujiente. Un hombrecito polvoriento gritó:

—¿Lobo del Sol?

—Sí. —Bajo la mugre, Lobo vio que el cabello del hombre era dorado como una llamarada, la marca de la Real Casa de Ella, y preguntó—: ¿Vos sois Tarrin?

—Sí.

—¿Alguno de vuestros hombres tiene la llave de esta dichosa cadena?

—No, pero tengo un hacha para cortar los eslabones. Después os quitaremos las esposas.

—De acuerdo —dijo Lobo.

Eo sobresalía sobre la confusión, una cabeza más alta que Tarrin, blandiendo un hacha enorme. Tarrin puso la cadena sobre el borde de los eslabones de piedra; todos se encogieron cuando el hacha bajó con un golpe.

—Vosotras, chicas, ¿lo hicisteis bien? —preguntó Lobo, cuando Eo separó la cadena de la otra mano.

La respuesta de ella se hundió en el fragor renovado de la lucha. Los sonidos de la pelea se elevaron como un aullido sin voces, elemental como una tormenta. Por la puerta aparecían más hombres, una cantidad imposible; Lobo no pensó que pudiera haber tantos en esa fortaleza. Volvió a tomar la espada y se hundió de nuevo en la lucha sobre los escalones, siguiendo a Tarrin. Eo le seguía con su hacha. La batalla los separó. Lobo del Sol presionó hacia arriba, peleando hacia la sombra de las puertas, donde la línea de defensores disminuía. Libre del peso de la cadena, sentía que podía seguir luchando para siempre.

Golpeó y cortó hasta que la espada se le trabó en carne y huesos. Miró hacia abajo para soltarla y se congeló de horror ante la visión. La piel de su brazo estaba blanca de lepra.

Congelado de asco y desesperación, no vio la espada enemiga que se alzaba contra su cuello hasta que la hoja de Halcón de las Estrellas la detuvo. Ella le gritó:

—¡Es una ilusión! ¡Lobo! ¡Basta! ¡No es real!

Él la miró, la cara gris por el impacto. Ella también había dejado de pelear por un segundo, aunque la batalla seguía a ambos lados.

—¡Es una ilusión, mierda! ¿Crees que la lepra se contagia así de rápido? Así fue cómo ganó en Paso de Hierro. Ya pasamos por seis cosas como éstas en el camino desde las minas.

La cara de ella también aparecía manchada con la enfermedad, como liquen sobre una piedra. Pero al parpadear, mientras la mente volvía a ponerse en foco, Lobo se dio cuenta de que lo que ella decía era verdad. Como con los demonios, vio que si cambiaba levemente la percepción, podía ver la piel sana debajo de la ilusión sobreimpresa de podredumbre. La sangre y la rabia le golpearon y volvieron, furiosas, a sus venas. Los hombres y mujeres que luchaban a su alrededor no poseían su poder para ver más allá de las ilusiones o el poder de Yirth para combatirlas, pero habían visto las ilusiones del Mago Rey antes. Y ahora estaban demasiado enojados para preocuparse por ellas.

Insultó como un marinero y volvió a la refriega. Veía los corredores a través de la puerta, llenos de tropas de Altiokis; y, como si el descubrimiento de que la lepra era una ilusión hubiera sacado una venda de sus ojos, vio que las tres cuartas partes de esos nuevos guerreros también eran ilusión. Por la forma en que los atacaban, los demás no distinguían la diferencia y él sabía que estaba peleando y viendo como un mago. Halcón de las Estrellas, a su lado, golpeó una figura insustancial mientras un guerrero real la atacaba con una alabarda. Lobo del Sol decapitó al hombre antes de que el golpe aterrizara y se preguntó cuántos otros morirían por un fraude como ése.

Detrás de él, oyó que un hombre gritaba de horror.

Se dio la vuelta y miró la oscuridad de la puerta de la ciudadela. Había algo allí, visible detrás de las espaldas de los guerreros que retrocedían, una forma de horror luminoso, una frialdad que comía los huesos. Los hombres de Altiokis se retiraban a través de las puertas. Tarrin y sus mineros no querían seguirlos, congelados por la llegada de esa niebla horrible y lo que flotaba en ella. Retrocedieron hacia el sol de la zanja y las puertas empezaron a cerrarse, como si lo hicieran solas.

Lobo del Sol, que en ese momento estaba solo con Halcón de las Estrellas junto a las fuerzas disminuidas, miró la oscuridad, buscando con la mente más que con los ojos…, y no encontró otra cosa que la forma de Altiokis, lejos entre esos velos radiantes, las manos tejiendo la ilusión en el aire.

—¡Es una ilusión, maldito sea! —aulló—. ¡No dejéis que cierren la puerta!

Se lanzó hacia adelante y sintió los pasos de Halcón de las Estrellas que le seguían. La voz de ella le llegó un poco más atrás, llamando a los demás y les oyó entrar con ella. Luego, oyó que la puerta se cerraba tras él.

La niebla luminosa se desvaneció. Sus brazos, cuando los miró mientras hacía girar la espada contra los hombres que se le acercaban, estaban limpios de nuevo. Quedaban algunos hombres de Altiokis alrededor de la puerta; el resto estaba luchando en los muros, y a esos pocos los despachó o los ahuyentó con facilidad. Luego se lanzó contra la forma del Mago Rey que retrocedía.

La oscuridad reinante debajo de la ciudadela parecía más espesa que antes y ni siquiera sus habilidades visuales podían penetrarla. Sacó una antorcha de su candelabro y el humo formó un arroyo a su espalda como una bandera. La risa lustrosa de Altiokis lo tentaba desde el agujero negro del arco en un corredor; Lobo del Sol sintió que había una trampa y avanzó con cuidado; esa curiosa percepción que separaba la realidad de la ilusión le mostró los límites fantasmales del pozo con púas en el suelo, bajo la ilusión de empedrado húmedo. Pasó junto al pozo deslizándose hacia el pasadizo estrecho que había usado el Mago Rey, pero para entonces su presa había desaparecido.

Estaba perdido en un laberinto de habitaciones y corredores retorcidos, de puertas que no daban a ninguna parte, de trampas en las paredes y en el suelo. Una vez, le atacaron unos nuuwas en una habitación que le había parecido vacía, una habitación controlada por otra mente como los nuuwas en la batalla. Les atacó con la espada y el fuego, protegiéndose en un nicho en la pared. Mientras partía cerebros y quemaba cabellos sucios y carne podrida, sintió de nuevo el murmullo fantasmal en el fondo de su conciencia.

Tú también puedes controlarlos. Sólo tienes que dar una parte de tu mente a ese fuego negro y frío, y puedes controlarlos…, a ellos y también a otras cosas.

Si rehúsas, ¿qué vas a ofrecerle a esa mujer que deseas excepto un vagabundo cansado y pobre? ¿Realmente crees que Ari va a devolverte las tropas?

Él recordó el brillo sin vista que quemaba los restos del cerebro cansado de Altiokis y peleó con amargura, como un humano, exhausto, lleno de sangre. Mató a dos de los nuuwas y el resto retrocedió por los pasillos de piedra huyendo de su antorcha, encontrando el camino por las paredes como murciélagos.

Altiokis, pensó Lobo, debe de haberse quedado sin nuuwas si quiere conservar a estos dos.

Siguió adelante con amargura.

Distinguió una trampa de algún tipo en una habitación de la guardia. Su sentido hipersensible de dirección le ofreció un camino para rodearla mientras buscaba la fuente del aliento agotado del gordo. Entonces vio a Altiokis, que huía por un corredor oscuro. La luz de la antorcha saltaba loca sobre las piedras ásperas de las paredes al ritmo de la carrera de Lobo. Brillaba sobre la sangre que cubría sus brazos y sobre el fulgor lejano de las joyas en el jubón del Mago Rey. Lobo oía el jadeo de Altiokis y los pasos torpes, los tropezones. Más adelante, vio una puerta estrecha, con cerrojos y junturas de acero. Una oscuridad, una última ilusión, confundió su vista, pero oyó que la puerta se abría y se cerraba.

Se arrojó contra la puerta, la abrió y la atravesó con la antorcha levantada. En el momento en que la traspasaba, se dio cuenta de que la pared en la que estaba situada era la de aquella pequeña cámara sin ventanas, la pared de piedra áspera de la choza original que Altiokis había construido en una noche.

Y se dio cuenta de que Altiokis nunca había pasado por esa puerta.

La madera se cerró con fuerza tras él y oyó que Altiokis pasaba los cerrojos. Se dio la vuelta, jadeando, con los pulmones paralizados de terror. Negro y vacío, se abría frente a él el Agujero de la oscuridad; absorbía y ahogaba la luz de las llamas. Del otro lado del Agujero, podía ver la ventana de la habitación de observación y la puerta estrecha a su lado, la puerta que, según recordaba, Altiokis no había cerrado cuando ordenó que sacaran a Lobo del Sol de la habitación.

Pero todo el ancho de la habitación yacía entre esa puerta y Lobo. Las profundidades horribles, malvadas y ululantes de esa negrura silenciosa. La espada cayó de sus dedos flojos ante la idea de tener que pasar junto a ella; veía la luz de la antorcha que tiritaba sobre las sombrías paredes con el temblor de su mano. Se quedó de pie, paralizado, consciente de la Entidad que tendría que atravesar y de la inteligencia sin mente de fuego y frío atrapada cientos de años entre este universo y las profundidades infinitas innombrables de sinrazón que la Cosa llamaba hogar.

Algo brillante tembló en una esquina de su visión, como una chispa flotando en el aire. Demasiado tarde recordó el otro peligro, el horror que ni siquiera la Entidad que quería entrar en su mente podía impedir. Mientras escondía la cara, el fuego estalló en su ojo izquierdo, una llamarada penetrante que le aturdió, seguida por la oleada horrible del dolor. Desde su ojo, parecía distribuirse por todos los músculos de su cuerpo. Se oyó gritar y sintió que sus rodillas se doblaban en la agonía. Con la claridad plateada y curiosa de los restos de su pensamiento racional, supo exactamente cuántos segundos de conciencia le quedaban y la única cosa que podía hacer.