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La luz del sol caía como resina espesa color ámbar sobre la superficie de la mesa del consejo, ardiendo en una línea encendida sobre el cobre de los adornos, como el fulgor en el borde del mar. A pesar del asomo de otoño que salaba el aire de fuera, aquí hacía demasiado calor y los miembros del Consejo de Kedwyr, bien vestidos en sus abrigos sobrios de lana negra reforzada y forrada, sudaban suavemente en la magnífica luz del sol que caía a través de las grandes ventanas panorámicas. Lobo del Sol estaba sentado en un extremo de la mesa entre el capitán de las milicias de las provincias y el comandante de los guardias de la ciudad, con las manos cruzadas y la luz del sol brillando como lenguas de fuego sobre los broches de su jubón. Estaba esperando que el presidente del consejo tratara de escaparse del contrato que tenía con él.

Ambos se lo habían advertido, el capitán Gobaris y el comandante Breg. En realidad ellos peleaban por Kedwyr como parte de un deber que fijaba la tradición, y su paga era notoriamente elástica.

El presidente del consejo abrió la sesión con una alabanza bien ensayada de los servicios de Lobo, en la que se refirió brevemente a su pena por tener que haber marchado a una guerra contra un vecino tan pequeño como Melplith. Siguió hablando de los peligros que todos habían tenido que enfrentar, y Lobo del Sol, al mirar esas caras rosadas, sudorosas, y esas quijadas parecidas a jamones que sobresalían sobre las gorgueras blancas y altas, recordó las raciones podridas y se preguntó cuánto habrían sacado de ellas esos hombres. El presidente, un hombre alto, buen mozo, con todo el aire de un atleta maduro y un poco excedido de peso, llegó a su conclusión, se volvió al empleado con cara de hurón que estaba a su lado y dijo:

—Ahora, en cuanto al problema del pago. Creo que la suma prometida al capitán Lobo del Sol era de tres mil quinientas monedas de oro o su equivalente, ¿verdad?

El hombre asintió, mientras echaba una mirada al pergamino enrollado del contrato que sostenía en su pequeña mano blanca.

—En la moneda del Reino de Kedwyr… —empezó el presidente…

Lobo del Sol le interrumpió, la voz profunda y ronca engañosamente lenta.

—La palabra «equivalente» no está en mi copia del contrato.

Buscó dentro del zurrón en su cinturón y sacó un pergamino muy doblado. Mientras lo abría deliberadamente sobre la superficie de la mesa frente a él, pudo ver la mirada inquieta que pasaba de uno a otro de los miembros del consejo. No habían contado con que él supiera leer.

La sonrisa del presidente se hizo más profunda.

—Bueno, por supuesto, se sobreentiende que…

—Yo no lo entendí así —atajó Lobo del Sol, todavía en un tono de voz neutro—. Si hubiera pensado que era «oro o moneda local», lo habría especificado. El contrato dice «oro» y, según la ley de contrato internacional, el oro se define por el peso y la calidad y no por la cuenta del sistema monetario local.

En el silencio apabullante que siguió, el capitán Gobaris de las milicias de las provincias apoyó el mentón en la palma de su mano de forma que sus dedos cubrieran la sonrisa que peleaba por surgir en su rostro redondo y pesado.

El presidente formó su sonrisa famosa y brillante.

—Es un placer discutir con un hombre de educación, capitán Lobo del Sol —observó, como si fuera a derivar un placer aún mayor de ver a Lobo del Sol en un barco que fuera directo a las rocas que rodeaban los acantilados de Kedwyr—. Pero como hombre educado debéis comprender que, a causa de las condiciones en la península, hay una escasez crítica de moneda de oro pesada según calidad del metal. Para tener un almacenamiento de oro suficiente como para cumplir con vuestras demandas, debemos restablecer el equilibrio de las importaciones y exportaciones.

—Mis demandas —le recordó Lobo del Sol con suavidad— se hicieron hace seis meses, antes de que se interrumpiera el comercio.

—Claro que sí y podéis estar seguro de que, bajo circunstancias comunes, nuestros tesoros habrían sido más que suficientes para daros lo que es vuestro por derecho en valor oro absoluto. Pero ha habido situaciones de emergencia que no podíamos prever. Los incendios en los depósitos de los husos de seda y el fracaso de la cosecha de limón, de la que depende una parte tan grande de nuestras exportaciones, han provocado escasez en nuestro tesoro y hemos tenido que cubrirla con fondos destinados originariamente a la guerra.

Lobo del Sol levantó la vista. El techo del consejo había sido revestido en oro recientemente; él había visto a los obreros trabajar una tarde que estuvo allí sacudiendo los pies una hora y media mientras esperaba para ver al presidente y protestar por las raciones que les habían estado vendiendo los miembros del consejo. Revestir un techo en oro no era barato.

—De todos modos —siguió el presidente, inclinándose un poco hacia adelante y bajando la voz hasta adquirir un tono confidencial, lo cual, según había dicho el capitán de las milicias de las provincias, significaba que estaba por apretar el lazo—, podremos pagar la suma que acordamos en valor oro absoluto en cuatro semanas, cuando lleguen las caravanas de ámbar de las montañas. Si estáis dispuesto a esperar hasta entonces, todo puede arreglarse.

Excepto que mis hombres y yo no queremos quedarnos empantanados en esta península hostil durante todo el invierno, pensó Lobo con amargura. Si les pagaban pronto y se iban a fin de semana, tal vez podrían pasar el río Gniss, que separaba la península de los desiertos que quedaban más allá, antes de que se volviera imposible de atravesar por las inundaciones del invierno. Si esperaban cuatro semanas, el río estaría nueve metros más alto que ahora en las gargantas y las colinas Plateadas que quedaban más allá, llenas de nieve y recorridas por vientos. Si esperaban cuatro semanas para que les pagaran, muchos de sus hombres tal vez nunca llegarían a los cuarteles de invierno en Wrynde.

Cruzó los brazos y miró al presidente en silencio. El momento se alargó, incómodo, hasta que pasó un minuto, luego dos. La próxima oferta sería en moneda local, claro, estipulada a un valor mucho más alto del que se podía conseguir en Wrynde. Las acuñaciones en plata solían variar de valor y en este momento el contenido real de plata no sería alto. Pero dejó que siguiera el silencio, porque sabía el efecto que tenía sobre hombres que ya estaban un poco nerviosos con esa tropa de mercenarios acampada junto a los muros de Melplith.

Finalmente, el general Gradduck, jefe de todas las fuerzas de Kedwyr, el que se había quedado con todo el crédito por el triunfo del sitio rompió el silencio:

—Pero si estáis dispuesto a aceptar moneda local… —empezó y dejó la carnada colgando del anzuelo.

Esperaban que Lobo empezara por estipular, a regañadientes, el contenido absoluto de plata en la moneda, imposible de garantizar a menos que quisiera evaluar cada moneda individualmente. En lugar de eso, dijo:

—¿Eso quiere decir que deseáis renegociar el contrato?

—Bueno… —exclamó el presidente, irritado.

—Según el contrato, estáis obligados a pagarme en oro —dijo Lobo del Sol—. Pero si queréis renegociar, yo estoy dispuesto. Creo que en cuestiones que conciernen al comercio internacional, la costumbre en la península es conseguir un jurado de representantes imparciales de otros estados vecinos que determine el valor de tres mil quinientas monedas de oro en moneda local.

El presidente se puso más que pálido ante la idea de que representantes de otros estados de la península establecieran la cantidad de dinero que tendría que pagar a ese mercenario y sus hombres. Los otros estados, alarmados ya por el ataque de Kedwyr a su rival Melplith, saltarían sobre la oportunidad de perturbar la economía de Kedwyr de esa forma, por no mencionar el hecho de que estarían haciendo un favor a Lobo del Sol, favor que podría contarse como parte del pago la próxima vez que necesitaran una tropa de mercenarios. Obviamente, el presidente lamentaba haber mencionado el asunto.

Un pequeño consejero de cara apretada se movió al final de la mesa.

—¡Habrase visto el coraje!

El presidente se esforzó por hacer una última sonrisa.

—Claro, capitán, que tales negociaciones quizá podrían terminar mal.

Lobo del Sol asintió con nobleza.

—Me doy cuenta del peso que significa ya para vosotros nuestra presencia aquí. Estoy seguro de que mis hombres podrían acampar en alguna ciudad vecina como Ciselfarge.

Había sido una casualidad que Kedwyr invadiera Melplith y no Ciselfarge en esa última guerra por el poder sobre los mercados del ámbar y la seda, y Lobo del Sol lo sabía. A no ser por el hecho de que el presidente había jurado días atrás paz y hermandad con el príncipe de Ciselfarge, esa frase habría podido tomarse como una amenaza directa.

El presidente dijo con amargura:

—Estoy seguro de que un retraso semejante no será necesario.

La barra de luz solar se deslizó a lo largo de la mesa, brilló durante un tiempo sobre los ojos de Lobo del Sol. Luego se posó en la pared que estaba sobre su cabeza. Llegaron los sirvientes a encender las lámparas antes de que se acabaran las negociaciones. Una o dos veces, Lobo del Sol bajó a la plaza que quedaba frente a la alcaldía para hablar con los hombres que había traído a la ciudad consigo; aparentemente para asegurarse de que no estaban bebiendo hasta la borrachera absoluta en las tabernas que rodeaban la plaza, pero en realidad para que supieran que todavía estaba vivo. Los hombres, como la mayoría de los hombres de Lobo del Sol, no bebían tanto como parecía; además, este viaje era parte de la campaña, no una diversión.

La tercera vez que Lobo bajó por la ancha escalinata, fue con el gordo capitán Gobaris de las milicias de las provincias y el comandante Breg, flaco, amargado, buen mozo, de los guardias de la ciudad. El capitán se reía con deleite del desconcierto del consejo en manos de Lobo del Sol.

—Cuando especificasteis que debíais recibir la moneda mañana, pensé que perdíamos al presidente de una apoplejía.

—Si le hubiera dado la semana que me pedía, habría tenido tiempo de hacer traer otra partida de la Casa de la Moneda de la ciudad —dijo con razón Lobo—. Tendría la mitad del contenido de plata de la moneda corriente y me hubiera pagado con eso.

El comandante de los guardias lo miró de reojo con ojos sombríos, oscuros.

—Sospecho que eso es lo que hizo el año pasado cuando firmaron los contratos de la ciudad —dijo—. Convenimos un contrato por cinco años a sesenta estalines por año, y eso fue cuando el oro estaba a cuarenta estalines la pieza. En dos meses, había subido a sesenta y cinco.

—Ah, no hay mucho que ese bastardo no sea capaz de hacer —se rió Gobaris entre dientes mientras salían por las grandes puertas.

Frente a ellos, yacía la plaza de la ciudad en un cuadriculado de luz de luna y sombras, bordeada por el oro bordado de cien lámparas de las tabernas que la rodeaban. La música flotaba en el viento con el olor del mar.

No, pensó Lobo del Sol, mirando a sus hombres. Y por eso no vine solo a esta ciudad.

Los hombres dejaron sus puestos en las tabernas abiertas y se acercaron a él por la plaza. Gobaris se rascó la gran bola dura de la panza y olió el aire salvaje.

—Las lluvias del invierno se están retrasando —opinó—. Llegan tarde este año.

—Extraño —dijo el comandante—. Las nubes se han estado apilando en el horizonte, día tras día.

Al pasar, la mente de Lobo de Sol pensó que Sheera le había dicho que tenía alguien en el barco que podía dominar el clima. ¿Un mago?, se preguntó. Imposible. Luego, sus hombres lo alcanzaron y él levantó los pulgares en señal de triunfo. Hubo vivas irónicas, risas y bromas agudas y Sheera se apartó de la mente de Lobo mientras Gobaris decía:

—Bueno, eso está listo y no he visto un trabajo de carnicería mejor practicado sobre hombres que lo merecieran más. Vamos, comandante —agregó golpeando a su lento colega en las costillas con el codo—. ¿Hay algún lugar en esta ciudad donde un hombre pueda lavarse el regusto de ese consejo con un poco de vino?

Terminaron haciendo el circuito de la plaza, Lobo del Sol, Gobaris y el comandante Breg, con todo el cuerpo de hombres de Lobo del Sol y todos los de las milicias que todavía quedaban en la ciudad. Entre las bromas, la risa y los juegos con las chicas de la hermandad local que habían aparecido en su ropa más chillona, Lobo del Sol consiguió del comandante Breg bastante información sobre Kedwyr y sus aliados y una pintura general de la política en la península.

Una manita fresca de deslizó sobre su hombro y una muchacha se les unió en el banco en que estaban sentados, los ojos llenos de alegría y promesa profesional. Ojos notables, pensó él: dorados, profundos, como el brandy de durazno, en una cara joven y exquisitamente hermosa. El cabello reflejaba el dorado suave, pálido de los damascos maduros, se escapaba de las hebillas artificiosas y caía sobre los hombros leves, desnudos, en una cola brillante. De pronto, pensó en Gacela, allá en el campamento; esta muchacha no podía tener más de dieciocho años.

Los gustos del vino y la victoria se mezclaban en la boca de Lobo. Dijo a los hombres que había traído consigo que volvería. Con la rivalidad y el buen humor de ellos sonando en sus oídos, se levantó y siguió a la muchacha por un callejón hacia una habitación perfumada de rosas.

Era más tarde de lo que se imaginaba cuando volvió a la plaza. Una hoz de luna blanca había limpiado los techos de las casas que se cerraban sobre el callejón y brillaba con fuerza sobre el agua sucia que fluía por la alcantarilla en el centro de la calle. El ruido de la plaza se había callado por completo, la música y la risa transformadas en amor y luego en sueño. Sus hombres, pensó Lobo del Sol con una sonrisa aguda, no iban a sentirse alegres por haber tenido que esperar tanto, y se preparó para los comentarios inevitables.

La plaza estaba vacía.

Una mirada le dijo que las tabernas estaban cerradas, cosa que esa banda de bastardos rudos no habría permitido si todavía estuviera por ahí. Lobo del Sol retrocedió hacia la seguridad de las sombras del callejón y revisó de nuevo la calle vacía: lechosa donde le daba la luna, rayada con el frío negro y angular de las sombras del techo de la alcaldía. Todas las ventanas del gran edificio y de todos los edificios que lo rodeaban estaban a oscuras.

¿Los habría hecho arrestar el presidente?

No era probable. La habitación iluminada por velas a la que le había llevado la muchacha no estaba tan lejos de la plaza; si hubiera habido un arresto, habría habido pelea, y el ruido habría llegado hasta él.

Además, si el consejo había dado órdenes de que lo arrestaran, le habrían seguido y atrapado en los laberintos de los callejones, lejos de sus hombres.

La voz distante de un sereno anunció que era la segunda guardia de la noche y que todo estaba tranquilo.

Mucho más tarde de lo que había creído, pensó otra vez y maldijo la risa alegre de la muchacha que lo había llevado de nuevo a ella. Pero la hora no importaba, sus hombres nunca se habrían ido sin él a menos que él se lo ordenara, aunque hubieran tenido que esperar hasta el alba.

Después de pensar un momento, dobló de nuevo hacia el puerto. Había pensado en volver a la alcaldía y hacer una investigación privada de las celdas que invariablemente se encontraban debajo de esos edificios. Pero a pesar de lo mucho que su primer instinto le llevaba hacia un rescate privado, su larga experiencia con la política de la guerra le decía que eso sería una tontería. Si habían arrestado a sus hombres por simple borrachera, cosa bastante improbable, no corrían peligro. Si se hallaban en apuros, eso quería decir que los habían arrestado por otra razón, lo que brindaría a Lobo una mayor oportunidad de ayudarles si se escapaba de la ciudad y volvía a su posición de fuerza en el campamento. Si no volvía, llegaría la mañana antes de que Halcón de las Estrellas actuara y eso posiblemente sería tarde para cualquiera de ellos.

Sus botas suaves no hacían ruido en las piedras de las calles. En los laberintos oscuros del barrio bajo no había sonidos, ninguna señal de persecución o de cualquier otra cosa. La llamada sombría de un vendedor de agua trasnochador vagó en la negrura. De una sucia taberna de ladrones, construida en parte como sótano, surgía una luz humeante y hedionda acompañada de risas rencorosas y voces agudas, chillonas de las putas. En algún otro lugar, las campanas del convento local —Kedwyr siempre había sido una plaza fuerte de los seguidores de la Madre— tañían, plañideras, para los ritos de medianoche.

La puerta del puerto era una torre chata, redonda, agachada como una rana monstruosa contra el telón de fondo estrellado del terciopelo de la noche. Salir por allí significaría dos kilómetros extra de caminata, subiendo por el camino precario del acantilado, pero Lobo suponía que, si el presidente tenía hombres buscándole, lo esperarían junto a las puertas principales.

Ciertamente nadie le esperaba aquí. Un par de hombres y una mujer de aspecto común vestidos con los uniformes de los guardias de la ciudad jugaban a las cartas en la pequeña habitación amurallada sobre las puertas cerradas, con una botella de vino barato sobre la mesa que había entre los tres. Lobo del Sol se deslizó cuidadosamente a través de las sombras hacia la pequeña puerta bien asegurada y situada en un lugar incómodo sobre las puertas principales, característica en las puertas de muchas ciudades. Lobo se cuidaba de estudiar esa puerta en cada una de las ciudades que visitaba.

Si se deslizaba por dicha puerta, quedaría a la vista directa de los guardias de la torre durante el tiempo que llevaba contar hasta sesenta, calculó, mientras juzgaba las distancias y los tiempos desde las sombras densas del arco de la puerta. Si los guardias no tenían órdenes de buscar a alguien que quisiera salir de la ciudad, con suerte podría lograrlo. A pesar de su tamaño, había tenido desde niño un talento casi anormal para pasar desapercibido, como un lobo que camina por el bosque y puede llegar a pocos centímetros de su presa sin que ésta se dé cuenta. Su padre, aunque de igual tamaño, era tan grande y torpe como un oso negro, y le había insultado por eso, llamándole gato escurridizo, pero al final había admitido que era un talento conveniente para un guerrero.

Ahora le ayudó mucho. Ninguno de los que jugaban a las cartas se dio vuelta mientras él sacaba la barra de las trabas y se deslizaba a través de la puerta.

Después de la luz de las antorchas cerca de la puerta, la noche era oscura como la tinta. La marea estaba subiendo, trepaba sobre los dientes traicioneros de las rocas por debajo de los acantilados hacia el sudoeste; la luz de las estrellas brillaba fantasmal sobre los caparazones mojados de los cangrejos que se movían por miles a los pies de los riscos. Al subir por el sendero, Lobo del Sol vio que había cadenas empotradas en las piedras de la base del acantilado: titilaban suavemente con los movimientos de las olas.

Se estremeció. Había recibido un entrenamiento duro para la guerra, tanto físico como mental, por la inclinación de su padre y por las costumbres de la tribu norteña en la que había nacido. Había aprendido desde muy temprano que una imaginación activa era una maldición para un guerrero. Le había llevado años suprimir la suya.

El sendero del acantilado era angosto y empinado, pero no imposible de atravesar. Lo habían abierto los leñadores y los marineros para subir y bajar a las playas cuando bajaba la marea. Sólo una tropa invasora que atacara la puerta podía encontrarlo peligroso. Cuando llegó a la cima, más o menos a un kilómetro de los muros, Lobo estaba mojado hasta la piel con el agua de las olas; el viento lo mordía a través de la piel de cordero mojada de su chaqueta. En el invierno, las tormentas convertirían este lugar en una trampa mortal, pensó, mientras examinaba las tierras chatas e informes de la cima. Barreras de árboles contra el viento cruzaban las tierras entre los acantilados y el camino real desde las puertas de la ciudad, y una pared baja de piedras grises, medio caída y abandonada, yacía como una serpiente unos metros hacia adentro desde el borde del acantilado, un bastión final para los que hubieran sido cegados por el viento y la oscuridad. Desde allí, las olas despedían un sonido tenebroso, como si desearan tragarse a los hombres.

De nuevo volvió la vista hacia el mar con el viento golpeándole las mejillas. Por encima del índigo oscuro del agua, podía distinguir grandes columnas de nubes chatas, que guardaban relámpagos en sus vientres. Las tormentas pueden golpear en cualquier momento, pensó, y su mente volvió a la región salvaje del desierto más allá del río Gniss. Si había algún retraso para sacar a esos tontos de la cárcel de la ciudad…

Maldijo a su guardia mientras se volvía hacia el camino que salía de las puertas principales de la ciudad llamada Melplith. Había dejado a Pequeño Thurg a cargo de esos hombres. Uno hubiera creído que ese enanito bastardo tenía suficiente sentido común como para hacer que nadie se metiera en problemas, pensó, primero con amargura, después, con curiosidad. En realidad, Pequeño Thurg solía tener el cerebro suficiente para no meterse en problemas y, a pesar de su altura de apenas un metro cincuenta, poseía la autoridad necesaria para que los hombres que mandaba tampoco se metieran en problemas. Y eso era lo que le había estado preocupando desde el principio.

Luego, como una palabra suave dicha en medio de la noche, oyó el zumbido de la cuerda de un arco. Un dolor, como la picadura de una serpiente, le mordió la pierna, justo por encima de la rodilla. Casi antes de saber que le habían herido, Lobo del Sol se arrojó al suelo hacia adelante, rodando por el suelo junto al camino, oculto por las sombras más oscuras de los rompevientos. Se quedó quieto durante un rato, escuchando. Ningún sonido llegó a sus oídos, sólo el silbido del viento sobre las piedras y las voces confusas de los árboles que murmuraban sobre su cabeza.

Me dispararon desde detrás del rompeviento, pensó, y su mano bajó, deslizándose, a tocar la vara que salía de su pierna. Al tocarla se asustó y miró hacia abajo. Había esperado una flecha de guerra, un arma para matar. Pero esta flecha era corta, liviana, terminada en plumas delgadas y grises, el tipo de flecha que disparaban los niños y las damas bien educadas de la corte contra los pájaros de los pantanos. La cabeza, que podía sentir hundida casi tres centímetros en su carne, era suave. Después de las púas salvajes que había sacado de tanto en tanto de su propia carne en veinticinco años de guerra, esto era un juguete.

Se la sacó como se hubiera sacado una espina, y la sangre negra goteó sin freno por su bota. No tenía sentido. Uno no podía matar a un hombre con algo así a menos que le diera justo en el ojo.

A menos que estuviera envenenada.

Levantó lentamente la cabeza, examinó el paisaje vago, iluminado por las estrellas. No veía nada, ningún movimiento en las sombras engañosas de los árboles sin punta. Pero sabía que estaban allí, esperándole. Y sabía que lo tenían.

¿Ellos? ¿Quiénes?

Si iban a atraparlo, ¿por qué no en la ciudad? ¿A menos que el presidente no estuviera seguro de la lealtad de las tropas de la ciudad y las milicias de las provincias? ¿Se habían rebelado los hombres de Gobaris frente al arresto de Lobo del Sol?

Si pensaran que ese arresto era el principio de una falta de paga también para ellos, lo harían.

Trabajó con rapidez, abrió la herida con el cuchillo y chupó y escupió cuanta sangre pudo; los oídos le dolían por el esfuerzo que hacía para captar cualquier sonido extraño por encima del aullido leve del viento. Se sacó la chaqueta húmeda y usó el cinturón como torniquete, luego rompió la cabeza de la flecha y se la puso en el bolsillo con la esperanza de que, si lograba llegar hasta el campamento, Carnicero pudiera decirle qué veneno era. Pero en su mente ya estaba revisando el camino, tal como lo había estudiado una y otra vez durante las semanas de sitio, viéndolo en términos de emboscada y sitios para cubrirse. Era más de una hora de caminata.

Se levantó cautelosamente, aunque sabía que no habría una segunda flecha, y empezó a caminar. A través de la oscuridad profunda que lo rodeaba, le pareció oír movimientos, carreras furtivas en las sombras de los rompevientos, pero no se dio vuelta a mirar. Sabía perfectamente bien que lo seguirían.

Lo sintió muy pronto, esa primera sensación de confusión y el fuego del dolor febril que se expandía en su cuerpo. Cuando el camino se hundió doblando a través de un bosquecillo de árboles oscuros, volvió la cabeza y los vio, un aleteo de capas que cruzaba el terreno descampado. Cuatro o cinco, un anillo grande, disperso.

Había empezado a temblar, el aliento trabajaba despacio en sus pulmones. Ya cuando dejaba las sombras desgranadas del bosquecillo, la luz de las estrellas en la llanura que empezaba más allá le pareció más brillante que antes, la distancia de mojón en mojón más grande de lo que recordaba. El rincón separado de su mente que siempre había sido capaz de razonar con frialdad, incluso mientras peleaba por su vida, notó que el veneno era de acción rápida. Los síntomas se parecían a los de la hierba de sapo, pensó con una calma extraña. Mejor eso, si tenía que ser veneno, que los interminables vómitos y purgas del mercurio, o las aullantes alucinaciones agonizantes del anzid. Como mercenario, había visto casi tanto de política como de guerra. Las muertes por veneno no eran nada nuevo, y él había presenciado los síntomas de todas.

Pero maldita sea, no iba a dejar que ese presidente escurridizo y dientudo ganara la partida sin respuesta.

Sabía que había empezado a tropezar, la niebla en su mente hacía que el aire brillara de oscuridad frente a sus ojos. Las pequeñas piedras del camino parecían magnificarse y buscar sus pies. Se daba cuenta, también, de que sus perseguidores eran menos cuidadosos que antes. Logró ver las sombras de dos de ellos escondiéndose entre los árboles. Pronto ya no se preocuparían por ocultarse.

Vamos, pensó con amargura. Saliste del problema cuando te estabas congelando; esto no es mucho peor. Si puedes llegar al próximo montón de rocas, puedes llevarte a un par de esos bastardos contigo.

No era probable que el presidente estuviera con ellos, pero la idea le dio a Lobo del Sol la fuerza para subir por la larga cinta del camino hacia la oscura laguna de sombras que la cruzaba cuando la tierra se nivelaba de nuevo. Ahora podía ver a todos los perseguidores, formas oscuras, cambiantes, que lo rodeaban. La sombra de las rocas parecía flotar cada vez más lejos, y en ese momento creyó que, si llegaba hasta allí, podría hacer cualquier cosa, cualquier cosa una vez que llegara.

Lo harás, se dijo, confuso. Ese bastardo sonriente probablemente les dijo que yo sería como comerse un pedazo de torta, maldito sea. Ya les voy a dar yo torta.

En la sombra de las rocas, dejó que se le doblaran las rodillas y se derrumbó en el suelo. Para no tratar de levantarse y caer de nuevo, sacó la espada y la escondió bajo su cuerpo mientras oía esos pasos rápidos, leves, que se acercaban con cautela.

El suelo era maravilloso, como una cama suave después de una pelea dura. Luchó desesperadamente contra el deseo de dormir, tratando de reunir la fuerza que sentía escapar como agua. El polvo del camino le llenaba la nariz y la mordedura salada del mar lejano, magnificada miles de veces, nadaba como alcohol por su cerebro cada vez más oscuro. Oyó los pasos, deslizándose sobre el pasto seco del otoño y se preguntó si se desmayaría antes de que llegaran.

Tal vez me vaya directo al frío del infierno, pensó amargamente, pero por el espíritu de mi primer antepasado, no me voy a ir solo…

Vagamente, se percató de que estaban a su alrededor. El pliegue de una capa se apoyó sobre su brazo y alguien puso un arco liviano sobre el pasto, muy cerca. Una mano le tocó el hombro y lo dio vuelta.

Como una serpiente que ataca, Lobo del Sol aferró la forma oscura que se inclinaba sobre él y la tomó del cuello con la mano izquierda mientras llevaba la espada hacia arriba, hacia el pecho, con la derecha. Luego, vio la cara a la luz de las estrellas y su víctima dio un grito pequeño y jadeante. Por un momento, él sólo pudo mirar con los ojos muy abiertos la cara de la muchacha de ojos ámbar de la taberna, el cuerpo suave de su cabello pálido cayendo como seda sobre su mano crispada.

Bajo los dedos, el cuello era como el tallo de una flor. Lobo sentía su aliento que temblaba bajo la punta de su espada. No puedo matarla, pensó con desesperación. No a una muchacha de la edad de Gacela que está temblando de espanto.

Luego, la oscuridad y el frío lo dominaron y se deslizó hacia el suelo. Su último recuerdo consciente fue que alguien le sacaba la espada de la mano.