Halcón de las Estrellas oyó el ruido de los cascos del grupo de hombres mucho antes de que emergieran de la niebla gris. Se hallaba en la región abierta, no lejos de los muros de Mandrigyn y no había lugar dónde cubrirse, excepto la niebla misma. Y sin embargo, sonaba como si tuvieran prisa.
Se agachó entre las vides muertas y salvajes de la zanja del camino y se dobló en dos bajo el matorral gris de hiedras que quedaba justo por encima del agua fría como el hielo. El día anterior, el agua de las zanjas estaba cubierta de hielo y cada hoja con su borde de polvo blanco de la helada, pero el clima parecía haber cambiado. En pocas semanas llegaría la primavera.
Las piedrecillas arrojadas por los cascos de los caballos tintinearon a su alrededor. Oyó el leve tañido de las cotas de malla y el crujido de las armas y las cuerdas. Estimó que la fuerza era todo un escuadrón, entre quince y veinte jinetes. El día anterior, en el cruce de caminos, donde la ruta grande del comercio proveniente de la costa de la Ensenada se une al camino de Mandrigyn por Paso de Hierro, descubrió el rastro inconfundible de una fuerza grande que iba de la ciudadela a la ciudad y las marcas, de menos de un día de antigüedad, de una fuerza menor que volvía. Sin embargo, el camino también estaba marcado por carros de granjeros que llevaban hortalizas a la ciudad, así que, al menos, el lugar no estaba sitiado.
Halcón de las Estrellas se quedó allí con la cabeza baja tras el matorral duro como alambre de las viñas, escuchando a los jinetes y preguntándose qué haría cuando llegara a Mandrigyn.
¿Buscar a Lobo del Sol? Había dicho que se estaba muriendo.
¿Buscar a Sheera Galernas?
Que sus antepasados ayuden al que se enfrente con ella, había manifestado Lobo del Sol.
El recuerdo de la visión volvió a ella; la confusión dolorosa de miseria y desesperación y una paz extraña, apoyada en algo muy profundo. Tenía razón al amarlo, razón al buscarlo como él la había buscado a ella al morir. Pero había llegado demasiado tarde; después de meses de camino, lo había perdido por una semana. Y ahora estaba muerto.
Recordaba su rostro, agotado y marcado por el dolor, y la calidez de la sangre en sus manos que contrastaba con la frialdad de su piel. ¿Qué le había pasado en Mandrigyn?
¿Altiokis era el que le había hecho eso?
Dijo que me amaba.
Intentó odiar a Gacela por retrasarla, pero no era culpa de la muchacha. Lo único que había hecho era lo mismo que Halcón: buscar al hombre que amaba. Que le hubiera sucedido algo al hacerlo sólo se debía a una diferencia en su entrenamiento; que hubiera encontrado otro tipo de felicidad era algo que Halcón no estaba segura de que no hubiera podido pasarle a ella.
Nada de eso cambiaba el hecho de que había llegado demasiado tarde.
Anyog vivió tres días después de la noche de la visión, hundiéndose gradualmente en delirios más y más profundos. Primero habló del Agujero, de Altiokis, del espíritu que vivía en ese sitio sin luz entre los mundos. Entre atenderlo y cazar en los bosques, ella apenas había tenido tiempo de pensar en algo o de preguntarse por qué quería terminar su búsqueda.
Cuando Anyog murió, lo enterró en la huerta de abedules al final del valle con herramientas que había encontrado en la celda del antiguo guardián de la capilla. Ya sea por el amor del viejo hacia ella o porque su amor por Lobo del Sol había quebrado una última pared de resistencia en su interior, o simplemente porque se había ablandado después de todo, pensó con amargura, lo cierto es que había llorado sobre la tumba de Anyog y sus lágrimas no le avergonzaron. Las lágrimas podían ser una pérdida de tiempo, había pensado, pero ahora ya no tenía prisa; y en esta ocasión fueron un remedio para su alma congelada.
El ruido de los cascos se perdió en la distancia. Halcón de las Estrellas se puso de pie, quitándose la hiedra húmeda de los pantalones de piel de ciervo y las mangas a cuadros de su chaqueta negra muy manchada. Sólo le quedaba llegar a Mandrigyn y buscar a Sheera Galernas, preguntarle por qué y sobre todo cómo había podido llevarse a todo un capitán de mercenarios que supuestamente no aceptaba el viaje…, y qué le había pasado a él después.
La mujer del mercado a la que pidió indicaciones parecía asustada de la espada de Halcón de las Estrellas y de su jubón con placas de cobre, pero le señaló cómo llegar a casa de Sheera Galernas sin protestar. La casa se levantaba en su propia isla, como muchas de las casas grandes de esa ciudad parecida a un tablero de ajedrez; desde la boca de la calle estrecha que llegaba al canal que pasaba enfrente, Halcón de las Estrellas estudió la fachada de mármol trabajado. Persianas talladas con flores de cuatro pétalos de piedra unidas unas con las otras sombreaban las arcadas que quedaban frente al canal; las banderolas rojas y púrpuras de seda, cuyo bordado de oro brillaba levemente con la niebla de la mañana, formaban rayas de colores brillantes contra la dureza negra y blanca de la piedra. Dos góndolas ya se mecían amarradas al pie de los escalones de mármol negro; curioso, pensó Halcón, a esa hora de la mañana.
Siguió el pasadizo estrecho de madera que formaba un pequeño sendero de unos metros sobre las aguas al borde del canal, cruzado de tanto en tanto por puentes en miniatura en forma de jorobas de camello. El sendero llevaba a la masa de callejuelas de la otra isla. Era difícil mantener un sentido de dirección aquí, porque las altas paredes de este distrito tan poblado le hacían perder de vista la línea del techo de la casa de Sheera; pero finalmente, a fuerza de retroceder varias veces por puentecitos y calles retorcidas, logró dar la vuelta a la casa. Desde el pasadizo que bordeaba la pared de la lavandería de la iglesia cercana, pudo ver los jardines y pensó que, con tanto espacio desperdiciado, Sheera Galernas debía de ser muy rica. Detrás de la casa se extendían jardines muy elaborados, en rastrojo, esperando que terminaran las lluvias, un invernadero de naranjos grande, amurallado con maderas y una hilera de casas para los nuevos árboles, con techos de vidrio, y un establo y lo que parecía un pabellón de placer o una casa de baños, sostenida por pilares de pórfido de vivos colores.
Halcón de las Estrellas pensó que esa casa tenía un número exagerado de entradas y salidas.
Vio movimiento en un callejón de una isla cercana y se apretó contra los desiguales ladrillos de la alta pared de la lavandería. Una figura sospechosa y furtiva descendió los pocos escalones que llevaban de la boca del callejón hasta las aguas verdes y opacas del canal y miró a izquierda y derecha con rapidez. Desde donde estaba, en el pasadizo, arriba, Halcón de las Estrellas vio a la mujer —porque era una mujer, envuelta en una capa oscura— ir hasta la puerta del desván de la última casa del callejón y sacar una plancha que puso sobre el canal hacia una puerta de aspecto abandonado en la pared trasera de Sheera. A pesar de que la puerta parecía casi derruida, no estaba cerrada con cerrojo ni sus goznes crujían demasiado, se percató Halcón. La mujer cruzó, tiró de la plancha, se la llevó con ella y cerró la puerta.
Curiosa, Halcón de las Estrellas bajó las escaleras estrechas que llevaban por los callejones hasta donde había estado la mujer. La puerta del desván no estaba cerrada; en la habitación de piso de barro había unas cuantas planchas.
Intrigada, Halcón de las Estrellas volvió a la boca del callejón que llevaba directo al agua sucia del canal, medio metro más abajo. Las piedras del callejón eran desiguales, resbaladizas y estaban cubiertas de musgo; ella adivinó que éste era el lugar en que el vecindario arrojaba los desperdicios de los dormitorios. Se inclinó por el rincón de la casa situado junto a ella y vio la parte posterior de todas las casas que quedaban sobre la curva del canal; las mujeres colgaba la ropa de cama sobre las barandas de los balcones exteriores; alguien estaba volcando una vasija con agua de lavar los platos desde el umbral de una cocina directamente a las sombras de más abajo. Había un par de casas con pequeñas torres cuyas paredes tenían grandes manchas de musgo que anunciaban su función desde más abajo.
Un lugar tranquilo, pensó ella, mirando de nuevo la pequeña puerta en la pared. No era la entrada común de la cocina: ésta podía verla al final de la pared, una puerta doble y un tipo de escalón especial para que los hombres descargaran los víveres desde las góndolas.
Halcón echó otra mirada a su alrededor, luego sacó una plancha del desván, como había visto hacer a la mujer furtiva. Llegaba justo de la calle a la puerta; se dio cuenta de que todas las planchas tenían la misma medida. Sacó la espada, volvió a mirar a su alrededor y se deslizó a través del canal.
La puerta no estaba cerrada. Se abría directamente sobre un arbusto de laurel, que la escondía de la casa principal. No había nadie a la vista.
Halcón de las Estrellas sacó la plancha y la agregó a las tres que yacían escondidas entre los laureles. El suelo estaba pisoteado y sin pasto. Como hubiera dicho Ari, alguien estaba tramando algo.
Bueno, claro que Sheera estaba involucrada en una causa, es decir, una conspiración. Pero si había podido hacer entrar a Lobo del Sol en ella o no…
Halcón se movió sin hacer ruido alrededor del borde del bosquecillo de laureles y se detuvo, sorprendida por lo que veía.
Los jardines estaban vacíos; los setos castaños, ceremoniosos, se extendían en esquemas elaborados hacia la galería distante de la casa principal. Pero aquí alguien había construido y cavado hacía muy poco un desierto de rocas del tamaño de un bolsillo en una esquina de uno de esos setos, y las piedras estaban colocadas como los huesos de la tierra dormida esperando que viniera la vegetación.
Lobo del Sol había arreglado esas rocas.
Ella lo sabía, reconocía su estilo en la forma, la disposición de la fisura coloreada del granito y la tensión latente entre las piedras grandes y las pequeñas. No estaba muy segura de cómo lo sabía —la estética de los jardines de piedra era un tema que conocía sólo a través de él—, pero estaba tan segura como esas personas que pueden mirar una pintura u oír una canción y afirmar:
—Esto es de tal autor.
El guerrero latente en ella se dijo: él estuvo aquí, mientras otra parte de su ser latía con un dolor profundo e inesperado, como si hubiera encontrado un guante o una daga que pertenecían al jefe.
Y luego, un instante después, un pensamiento absurdo cruzó su mente: Sabía que los buenos jardineros eran difíciles de encontrar, pero esto…
Había trabajado con Lobo en Wrynde y sabía que los jardines de rocas como ése eran trabajo de días, a veces, semanas.
El vapor bullía desde los terrenos de la lavandería en la parte posterior de la casa y luego volaba sobre los setos castaños de los jardines. Unas voces llegaron hasta ella, como el canto distante de un pájaro.
Una voz aguda, trinada insistió:
—¡Te lo dije, ya sabe todo lo que quiere saber! ¡No hay peligro! Está buscando hombres y los busca en las tierras de los barones…
Entre las ramas blancas y desnudas de los abedules ornamentales, Halcón de las Estrellas distinguió a dos personas que bajaban los escalones de la galería: una mujer de cabello negro vestida de púrpura y pieles de marta, con amatistas entre los rizos oscuros que caían sobre sus hombros, y una forma curiosamente infantil, pequeña, que corría a su lado, tintineando con masas incongruentes de joyas sonoras, pesadas, el rescate de un rey convertido en mal gusto.
A la mujer de cabello negro la reconoció enseguida: Sheera Galernas.
—No sabemos eso —dijo Sheera.
La mujer más chica dijo:
—¡Claro que lo sabemos! Lo sabemos. Les oí hablar de eso. Altiokis no tenía interés en interrogar. Y Tarrin dice…
—Tarrin no sabe nada de la situación de aquí.
La mujercita parecía escandalizada.
—¡Claro que sí! Tú lo mantuviste informado…
—Por Dios santo, Dru, eso no es lo mismo que estar aquí.
Las mujeres pasaron a través de la puerta del invernadero. Cuando se cerró tras ellas, Halcón de las Estrellas vio otras formas moviéndose dentro.
Se preguntó a quién habría atrapado Altiokis para interrogarlo o no, según el caso. El sonido de los cascos de la caballería que pasaba volvió a su mente con un nuevo significado. Muy interesada, se deslizó con cuidado por el espacio abierto que la separaba del invernadero y se arrastró contra la pared hasta que encontró una ventana abierta que llevaba a una especie de habitación para macetas construida en una pared. La habitación se hallaba vacía. Le resultó fácil forzar el cerrojo con su daga y subir sin que la oyeran. Las mujeres que se encontraban en la sección principal, revestida de maderas, del invernadero hablaban con demasiado interés para oír los pequeños ruidos que hacían los pies de Halcón.
Lobo del Sol había estado allí. Miró alrededor de ella en la penumbra y se sintió segura de eso. Había estado allí y había trabajado allí. Ella conocía la forma en que él arreglaba las cosas en su taller de Wrynde y la conocía lo suficiente para creer que otro pudiera tener el mismo orden para clasificar los pequeños remedios misteriosos que servían para aliviar a las plantas enfermas.
Pero… no tenía ningún sentido. Santa Madre, ¿acaso Sheera lo había secuestrado para que cuidara su jardín? ¿Y cómo y por qué? ¿Se le había aparecido en sueños? ¿Y cómo y por qué había muerto? Su mano se crispó sobre el puño de su daga. Eso, al menos, Sheera Galernas tendrá que decírmelo. Si fue cosa de ella…
Halcón de las Estrellas se detuvo. Conocía demasiado de cerca la violencia y la muerte como para amenazar en serio ni siquiera en lo más recóndito de su mente. Era perfectamente posible que Lobo del Sol se hubiera buscado el destino que tuvo, y en realidad, conociéndolo como lo conocía ella, era más que probable.
Apretó el oído a la puerta.
Una confusión de voces le llegó desde dentro, el trino agudo, estridente de la mujercita llamada Dru, que insistía una y otra vez en que estaban a salvo. Halcón de las Estrellas encontró un agujero en un nudo en la pared justo en el momento en que una damita de cabello dorado ladraba, impaciente:
—¡Acaba con eso, Dru!
Dru se dio la vuelta, brillante de rabia por su honor.
—Te atreves a hablarme así a mí… —empezó, furiosa. Luego, vio el ojo reprobatorio de Sheera y guardó un silencio, sonrojada y tensa.
Sheera preguntó a otra mujer:
—¿Qué te parece, Ojos Ámbar?
Halcón de las Estrellas ya la había observado antes, una muchacha delgada de la edad de Gacela, de pie casi con timidez en el círculo del brazo de su gran amiga de ojos oscuros. Pero en el momento en que habló, Halcón se dio cuenta de que la timidez indefensa era sólo una ilusión…, claramente era la más fuerte de las dos.
—Es verdad que no sabemos dónde están trabajando hoy Tarrin y los otros jefes —dijo—. Pero llamaron a Cobra y Escarlata a las minas, y a mí también, y tenemos mapas. Podemos llevaros a los depósitos de armas, a los pasajes que vienen de la ciudadela y a los galpones donde guardan la pólvora. Hay pólvora suficiente para destruir la mitad de la ciudadela si la ponemos en el lugar correcto. No necesitamos magia para encenderla, sólo una mecha lenta.
—¿Y qué pasa si ya ha hablado? —dijo su amiga con preocupación—. Altiokis puede interrogarlo en la ciudadela; por lo que dijo Dru, el mago puede ponerlo frente a algo que ningún hombre puede tolerar. Podrían estar esperándonos cuando lleguemos.
—Te digo… —empezó Dru con su voz aguda como un silbido.
Luego, desde el umbral oscuro de la habitación, habló Halcón de las Estrellas:
—Si es ése el caso, mejor sería que lo arriesgarais todo y atacarais ahora.
Todos los ojos se volvieron hacia ella. Las mujeres se quedaron calladas por el susto mientras ella salía lentamente de las sombras. En realidad, para ser justos hay que decir que no estaban heladas de sorpresa, tres de ellas ya se movían para rodearla apenas salió. Sheera Galernas la miraba con el ceño fruncido, tratando de reconocerla, porque sabía que la había visto antes.
Halcón de las Estrellas siguió adelante:
—Esperar no os servirá de nada si vuestro amigo se rinde.
—Podríamos salir de la ciudad… —empezó alguien.
Una mujercita flaca con las ropas oscuras de una monja preguntó:
—¿Crees realmente que Altiokis no nos perseguiría por todo el mundo apenas supiera quiénes somos?
Halcón de las Estrellas apoyó la mano en el cinturón de su espada y miró al grupo con tranquilidad:
—No es problema mío, claro —dijo, sorprendida ante lo fácil que le resultaba volver a su costumbre de mandar. Luego aceptó la forma en que las demás la escuchaban; sabían de algún modo que ella era una comandante—. Estoy aquí solamente para hablar con Sheera Galernas. —Por el rabillo del ojo, vio cómo Sheera se ponía tensa al recordar—. Pero si vuestro amigo fue el que se cruzó conmigo bajo escolta esta mañana, yo atacaría si creéis que tiene la fortaleza necesaria para tolerar el interrogatorio.
La rubita chiquita murmuró:
—La tiene.
—No llegarán a la ciudadela hasta el mediodía —continuó Halcón—. Eso os da tal vez una hora o dos para realizar vuestro plan, sea cual fuese. Todo depende de lo fuerte que creáis que es vuestro amigo.
Vio sus ojos, que intercambiaban miradas y preguntas. En general, había descubierto que las mujeres sobreestiman mucho la capacidad de los hombres para tolerar torturas, como los hombres subestiman la de las mujeres. Éste parecía ser el caso aquí…, era obvio que ninguna de ellas tenía grandes dudas, excepto Sheera. Halcón de las Estrellas le dijo:
—No voy a molestaros ahora que vais a una batalla. Pero hay algo que tenéis que hablar conmigo cuando hayáis terminado. Me lo debéis.
Los ojos de Sheera se encontraron con los de Halcón y asintió; comprendía. Pero una mujer más alta, de cara dura y fea, que había estado de pie entre las sombras alzó la voz.
—Él dijo que vendría una mujer a buscarlo. —La voz era tan baja y suave como la flauta de palisandro, los ojos verdes como luz de mar en la penumbra—. ¿Sois vos?
No había necesidad de aclarar quién era «él».
—Sí —dijo Halcón de las Estrellas.
—¿Vuestro nombre?
—Halcón de las Estrellas.
Hubo una pausa.
—Él habló de vos —dijo la hermosa voz—. Sois bien venida. Soy Yirth. —Se adelantó y extendió una mano larga, delgada—. Me dijo que os dijera lo que pasó con él.
—Sé lo que pasó con él —replicó Halcón de las Estrellas con amargura.
A ambos lados, las mujeres miraban en silencio, sorprendidas por la presencia de Halcón de las Estrellas y por el hecho de que esa otra mujer oscura, delgaducha pareciera haber estado esperándola. Para ellas, el intercambio de palabras entre Yirth y Halcón de las Estrellas debía de ser críptico, apenas inteligible; pero nadie pidió explicaciones. La tensión en la habitación era casi eléctrica; temían quebrarla.
—Sé que murió —dijo Halcón de las Estrellas—. Lo que quiero saber es cómo y por qué.
—No —dijo Yirth con tranquilidad—. No murió. Ahora es un mago.
Halcón de las Estrellas se quedó muda, atónita. Sólo lograba mirar a Yirth con un asombro inmenso, casi sin darse cuenta de que su sorpresa era también la de la mayoría de las mujeres en la habitación.
Yirth continuó:
—Y es prisionero de Altiokis.
—Y no creo que haya ninguna duda —interpuso Sheera, la voz dura de pronto, cortante como el filo de una espada— de que los mercenarios de Altiokis sabían dónde buscarlo.
Se dio vuelta y sus ojos fueron de un rostro a otro: rostros tostados, oscurecidos por el clima, algunos de ellos con las marcas del entrenamiento escondidas bajo cosméticos aplicados con cuidado. Había caras bonitas, caras comunes u hogareñas, pero ninguna débil, ninguna asustada.
—Halcón de las Estrellas tiene razón —dijo, con calma—. Debemos atacar y atacar ahora.
Drypettis la asió de la manga dividida en pétalos.
—¡No seas tonta! —gritó—. ¿Sabes cuántos hombres hay ahora en Acantilado Siniestro?
—Mil quinientos menos que una semana atrás —ronroneó una mujer pelirroja vestida con las sedas leves y fantasmales de una prostituta.
—¡Y Altiokis! —chilló la mujercita.
—¡Y Altiokis! —repitió Sheera. Se volvió hacia Yirth, que todavía estaba de pie junto a Halcón de las Estrellas—. ¿Puedes hacerlo, Yirth? ¿Puedes luchar contra él?
Yirth meneó la cabeza.
—Puedo llevaros a través de las ilusiones —contestó—, y hasta cierto punto protegeros de la magia que pone para guardar los caminos que van de las minas a la ciudadela. Pero mi magia es conocimiento sin el Gran Poder, como la del capitán es poder sin el conocimiento que dice cómo usarlo. Los dos nos hallamos indefensos frente al poderío de Altiokis, aunque el capitán es más fuerte que yo. Pero tal como lo veo, ni yo ni ninguna de nosotras tiene elección. Es ahora o nunca, preparadas o no.
—¡No seáis tontas! —gritó Drypettis, histérica—. ¡Y sois tontas si os dejáis espantar en una estampida como ésta! A Altiokis no le preocupa la información. Lo único que quiere es que Lobo del Sol muera. Lo sé, oí a Can y al capitán de mercenarios hablando de eso. Si nos damos prisa, antes de que Yirth tenga oportunidad de conseguir el poder que necesita, antes de que podamos coordinarlo con Tarrin, arrojaremos todo por la borda…
—Y si esperamos —ladró Gilden—, Lobo del Sol morirá.
—¡Él hubiera dejado que todas muriéramos! —le replicó Drypettis, la cara moteada de pronto con manchas rojas de ira—. ¡Ni siquiera le importaban aquellas de vosotras a quienes convirtió en sus putas!
La mano de Gilden se levantó para pegarle, pero con una limpieza curiosamente práctica, una dama igualmente pequeña que estaba de pie detrás de ella la asió de la muñeca antes de que pudiera descargar el golpe. Drypettis se quedó de pie, temblando, la cara blanca ahora a no ser por las manchas de color que parecían colorete sobre sus pómulos delicados.
Sheera dijo con una voz fría como el hielo:
—Él vino aquí contra su voluntad, Dru. Y en cuanto al resto, creo que no es de tu incumbencia.
La mujercita giró sobre su cuerpo en un huracán de metal tintineante y velos enredados.
—¡Es de mi incumbencia! —gritó, los ojos castaños brillantes de vergüenza y rabia—. ¡Claro que es de mi incumbencia! ¿Cómo va a triunfar lo bueno y lo decente en esta ciudad si se rebaja al nivel de sus enemigos para derrotarlos? Eso es precisamente lo que ha hecho ese capitán tuyo. Nos ha rebajado. ¿Rebajado? ¡Nos ha seducido para que nos rebajáramos con su culto del triunfo a toda costa! Deberíamos haber sufrido los males que nos rodeaban y aprender a trabajar con ellos antes que convertirnos en soldados sucios y brutos como esta… esta… —La mano temblorosa hizo un gesto violento hacia la silenciosa y sorprendida Halcón de las Estrellas—. Como esta puta suya…
Luego su tono cambió, se hizo lisonjero.
—Tú eres digna del príncipe, Sheera, digna de casarte con el rey de Mandrigyn y de ser su reina. Y yo te habría apoyado en eso, te habría dado todo, mi riqueza y el honor de la casa más antigua de la ciudad. Te habría dado mi vida con gusto. Pero darte eso y ver que tú lo entregas todo, la causa misma, a un hombre como ése, ver que transformas el ideal de decencia y autosacrificio en un ejercicio atlético bajo, en músculo bruto y astucia…
Sheera se adelantó, tomó los hombros de la mujer histérica entre sus manos poderosas y la sacudió con una violencia terrible. Las ridículas joyas tintinearon y crujieron, enredadas en las sacudidas bruscas del cabello castaño y peinado. La sacudió hasta que las dos perdieron el aliento con los ojos brillantes de furia y luego le espetó:
—Tú les informaste.
—¡Lo hice por ti! —aulló Drypettis—. He visto lo que puede hacer la influencia de un hombre… ¡Cómo la influencia de un hombre puede ensuciar todo lo que toca! Tú eres digna…
—Cállate —dijo Sheera con suavidad—. Y siéntate.
Drypettis la obedeció en silencio y con la vista en alto; lágrimas de furia corrían por sus mejillas redondas, manchadas de rojo. Halcón de las Estrellas miró los dos rostros y se dio cuenta de la cualidad concentrada y extraña de la mirada de Drypettis, como si Sheera y sólo ella fuera real a sus ojos, como si literalmente no se diera cuenta de que había escenificado un enfrentamiento de amantes frente a unas cincuenta personas. Para ella, ninguna de las demás existía. Sólo Sheera estaba viva, tal vez sólo ella había sido real desde siempre.
Con calma, con lentitud, Sheera dijo:
—Drypettis, no sé si alguna vez quisiste para ti el lugar de reina de Mandrigyn como tal vez lo exigía el linaje de tu familia. Nunca tuve dudas de tu lealtad hacia mí o de tu lealtad a mi causa.
—Nunca te traicioné —murmuró Drypettis con una voz delgada como el sonido de una grieta que se abre sobre un vidrio—. Fue todo por ti, para purgar la causa del mal que podía destruirla, a ella y a ti también. Para hacerla pura otra vez, como era antes de que llegara ese bárbaro.
—¿O para librarte de un hombre del que estabas celosa? —Las manos de Sheera se apretaron sobre los hombros delgados—. Un hombre que hizo que ésta no fuera ya tu causa, una causa que funcionaba gracias a tu dinero y a tu influencia; un hombre que la abrió para todas las que quisieran pelear por ella sin que tuviera importancia si sus orígenes eran bajos, sus motivos groseros o sus métodos sucios y poco elegantes. Un hombre que transformó el juego de algo que se compra en algo que se hace. Un hombre que puso a plebeyos a la misma altura que tú. Que te trató como a un soldado potencial y no como a una dama. ¿Es ésa la razón? —preguntó, la voz baja y dura ahora—. ¿O es que ni siquiera lo sabes?
La cara de Drypettis pareció suavizarse y fundirse como la cera con el dolor; los ojos castaños exquisitos se hicieron grandes en la carne que se encogía. Luego, cayó hacia adelante, con la cara entre las manos mientras sollozaba con amargura. La luz leve y plateada que entraba por las altas ventanas bailaba como un brillo caro sobre el montón incongruente y desordenado de adornos que se enredaban en su cabello.
—Él te hizo esto —aulló—. Él te hizo como él; ahora piensas sólo en la victoria y no importa lo mucho que pueda sufrir tu honor para lograrla.
Sheera se enderezó, la boca y la nariz blancas, como si estuviera enferma.
—La derrota sólo nos matará —dijo—, no cuidará nuestro honor. Nunca hablaré de lo que ha sucedido aquí y nadie más lo hará, ni siquiera entre nosotras. No es una orden —agregó, mirando a su alrededor al círculo atónito, silencioso de mujeres—. Es la petición de una amiga, que espero que todas tendréis en cuenta. —Se dio la vuelta hacia la forma agachada de Drypettis, que se balanceaba adelante y atrás en la silla de respaldo recto en la que se había sentado la primera vez, en el primer encuentro en el invernadero, la noche en que Lobo había llegado a Mandrigyn—. Yo nunca hablaré de esto —repitió—. Pero no quiero volver a verte.
Con la cara todavía cubierta por las manos, Drypettis se levantó lentamente. Las mujeres le abrieron paso cuando salió tropezando de la habitación; a través de la puerta del invernadero, todas vieron los colores de su ropa, un estallido chillón de ballenas y tontillos, velos y joyas, contra el color hígado de la tierra de los jardines hasta que desapareció bajo las sombras de la casa.
Sheera la miraba, la cara blanca y las lágrimas brillantes como cuentas de vidrio sobre sus mejillas quemadas por el viento; la pena en sus ojos era como la de la cara de Drypettis: la pena de alguien que ha perdido a un amigo muy cercano. Tenía las manos crispadas a los lados de su cuerpo, lastimadas de tanto sostener la espada, los nudillos blancos bajo el castaño de la piel.
Esto no es lo que necesitaba, pensó Halcón de las Estrellas, seca, con su primera batalla frente a ella. Y maldijo a la otra mujer por su egoísmo…
Eso primero; luego vino la rabia, rabia contra los celos ridículos de Drypettis, contra su propia lentitud de reacción que no le había hecho ver que el hombre cuya capacidad para resistir la tortura discutían cuando ella llegó era Lobo mismo, todavía con vida, pero enfrentado a un peligro horrendo. Lo había perdido por unas horas. Había pasado apenas a dos metros de ella mientras estaba tirada en la zanja al costado del camino y los cascos de los caballos le arrojaban una lluvia de piedrecillas…
¡Estaba vivo! No importaba lo que le hubiera pasado ni lo que le pasaría más adelante; en ese momento estaba vivo y esa idea le atravesaba como un calor lleno de fuerza que consolaba su cuerpo y su espíritu.
Pero con su calma acostumbrada se volvió hacia la mujer que estaba a su lado, la mujer que todavía miraba, la mandíbula tensa, el jardín ahora vacío, con la pena y la amargura de la traición marcadas en su rostro como el rastro descuidado de un dedo sobre el bronce que se enfría. Una hermana en las armas.
Las mujeres estaban calladas alrededor de las dos, sin saber qué decir, ni cómo hablar de traición.
Fue Halcón de las Estrellas la que rompió el silencio, y su costumbre de mandar abrió el camino para las demás. La pena de Sheera era la suya; Halcón de las Estrellas la entendía y fue la primera que no habló del asunto. Puso una mano sobre el hombro de la mujer y le preguntó en su tono de voz más práctico e impersonal:
—¿Cuándo pueden estar listas vuestras damas para marchar?