—¿Y vos les desviasteis la mente?
Lobo del Sol asintió. Las drogas de Yirth podían disminuir el dolor sin adormecer la mente, pero dejar de concentrarse era ya una droga en realidad. Tendido bajo la luz difusa de la habitación blanqueada del altillo de la maga, se sentía tan exhausto como después de una batalla. El olor del lugar, de las hierbas secas que adornaban las alfardas inferiores en hilos, le llenaba de una extraña sensación de paz, y veía a Yirth moverse a su alrededor, flaca y poderosa y fuerte en su poder, sí. Pero la marca de nacimiento ya no desviaba los ojos de Lobo del resto de su rostro y ahora la veía como una mujer de rasgos duros unos años mayor que él, cuya vida había sido, a su manera, tan peligrosa como la suya propia.
Como si sintiera sus pensamientos, ella se dio la vuelta hacia él.
—¿Cómo lo hicisteis? —preguntó.
—No sé —contestó él con cansancio—. Fue el anzid, creo. —Vio cómo ella fruncía el ceño y se dio cuenta de que no era una gran explicación—. Creo que el anzid me hizo algo…, además de casi matarme, quiero decir. Desde que me trajeron de vuelta, veo en la oscuridad, y tengo esta… esta habilidad para evitar que otros me vean. Siempre fui bueno en eso, pero ahora es…, es extraño. Lo utilicé por primera vez cuando rescatamos a Tisa y lo he practicado desde entonces. Solía…
Ella levantó las manos para defenderse de sus palabras.
—No —dijo—. Dejadme pensar.
Le dio la espalda y fue hasta la ventana estrecha que daba sobre los techos rojos, húmedos, de Mandrigyn. Durante un largo rato se quedó de pie, la cabeza oscura inclinada, la luz gris brillando sobre las líneas de peltre que le helaban el cabello. Afuera, se oía en el canal el chapoteo del palo de una góndola y el golpecito suave de los cascos sobre el puente cercano. El gato de Yirth, enroscado a los pies del jergón estrecho de Lobo del Sol, se despertó, se desesperó y saltó silencioso al suelo.
Luego Yirth murmuró:
—Madre Amada. —Volvió a mirarlo—. Contadme sobre la noche que pasasteis en el pozo —dijo.
Él le devolvió la mirada en silencio; no quería compartir esa extensión de dolor, pena y humillación. Sólo una persona lo sabía todo y, si todavía estaba viva, él no sabía dónde se encontraba. Finalmente dijo:
—Sheera obtuvo su victoria. ¿No os parece suficiente?
—No seáis tonto —dijo la maga con frialdad—. Ya no había anzid en vuestro cuerpo cuando ella os trajo de vuelta hasta nosotras.
Él la miró con los ojos muy abiertos, sin comprender.
—¿Tuvisteis visiones?
Él asintió, mudo, el cuerpo sacudido por un temblor ante el recuerdo de esos sueños de poder y desesperación.
Ella se puso las manos sobre las sienes; el cabello espeso, en mechones, saltaba sobre sus dedos y pasaba entre ellos, como el agua a través de un colador de hueso.
—Madre Amada —murmuró de nuevo.
Su voz sonaba hueca, casi detenida.
—Lo encontré entre sus cosas cuando la mataron —dijo, como para sí misma—. Chilisirdin, mi maestra. No pensé… En nuestra profesión siempre hay venenos. Los usamos, venenos, filtros, provocadores de abortos. A veces, la muerte es la única respuesta. Nunca pensé en ello.
—¿De qué estáis hablando? —murmuró él, aunque lo que ella quería decir ya estaba llegándole a la mente, como un horror que se va quitando el velo.
La cara de Yirth parecía de pronto muy joven en las sombras cada vez más profundas; el dominio de piedra sacudido por el miedo y la esperanza.
—Decidme, capitán, ¿por qué os convertisteis en guerrero y no en un chamán entre los vuestros?
Lobo del Sol la miró durante un largo rato, tanto como hubiera tardado en contar hasta cien, atontado por la verdad que había en su pregunta, golpeado como durante las visiones torturadoras en el pozo por el recuerdo de su infancia helada y negra, y por todas las cosas bellas y poderosas que había dejado de lado por la burla terrible de su padre. Con una voz muy distinta de la suya, dijo, tartamudeando:
—El viejo chamán murió…, mucho antes de que yo naciera. El que teníamos era un charlatán, un fraude. Mi padre… —Se quedó callado, incapaz de continuar.
Durante un rato ninguno de los dos habló.
Luego, Lobo del Sol dijo:
—No. —Hizo un movimiento como si quisiera arrojar de sí la idea de que podía tener lo que había sabido desde chico que era suyo por derecho de sangre—. No soy mago.
—¿Entonces qué sois? —preguntó ella, con voz dura—. Si no hubierais nacido con el poder, el anzid os habría matado. Me sorprendió que no murierais, pero pensé que era porque erais duro, fuerte. Nunca se me ocurrió otra cosa, aunque mi maestra me había dicho que la Gran Prueba mataba a todos los que no habían nacido magos.
Un terror frío e irracional se apoderó del cuerpo de Lobo del Sol. Con la boca seca, murmuró:
—No soy mago. Soy guerrero. Mi profesión es la guerra. Siempre me he mantenido lejos de esas cosas. Mi vida es la guerra. Halcón de las Estrellas… —Hizo una pausa; no sabía qué quería decir sobre Halcón de las Estrellas—. No puedo cambiar a mi edad.
—Habéis cambiado —dijo Yirth con amargura—. Os guste o no.
—¡Pero no sé nada de magia! —se debatió él.
—Entonces, mejor será que aprendáis —replicó ella, con un punto de impaciencia ardiéndole en la voz—. Porque, creedme, Altiokis llegará a saber que hay otro mago probado en el mundo, otro que ha pasado la Gran Prueba. La mayor parte de nosotros se entrena primero y luego pasa por la prueba cuando tiene la fortaleza necesaria para tolerarla. Vos tuvisteis la fuerza…, por vuestro entrenamiento como guerrero o porque la magia con la que habéis nacido es fuerte, mucho más fuerte que ninguna de la que yo haya oído hablar. Pero sin entrenamiento estáis indefenso para luchar contra el Mago Rey.
Lobo del Sol se recostó de nuevo en el jergón. El dolor en sus brazos y hombros y los rasguños de sus muñecas donde le habían arrancado la piel reforzaban con amargura sus recuerdos del Mago Rey.
—Me seguirá dondequiera que vaya, ¿verdad? —preguntó con voz calma.
—Probablemente —contestó Yirth—. Como persiguió a mi maestra Chilisirdin hasta su muerte.
Lobo volvió los ojos hacia la maga en la oscuridad. La luz del día se había desvanecido del altillo, pero entre ellos, entre magos, no necesitaban luz.
—Lo lamento —dijo él—. Me dieron gratis lo que vos habríais comprado con todo lo que tenéis. Y aquí estoy yo, quejándome porque no lo quiero. Pero me criaron diciéndome que me apartara siempre de la magia y tengo miedo…, tengo miedo del poder.
—Está bien que lo tengáis —le espetó ella. Con una voz más calma, siguió diciendo—: No se sabe que ningún mago sin entrenar haya pasado la Gran Prueba. Debéis dejar los dominios de Altiokis, y rápido; pero si seguís mi consejo, debéis buscar otro mago tan rápidamente como podáis. No conocéis la extensión de vuestros poderes; sin la enseñanza y la disciplina de la magia, sois tan peligroso como un perro con rabia.
Lobo del Sol rió suavemente en la oscuridad.
—Lo sé. Lo he visto miles de veces en mi oficio. Cuando viene a mí un muchacho sin entrenar, es peligroso sobre todo entre el cuarto y el duodécimo mes; para entonces ya ha aprendido el poder físico pero no el control mental y todavía no ha comprendido del todo que puede haber alguien capaz de vencerlo. Es la época en que alguien, yo o Halcón de las Estrellas o Ari, tiene que cuidarlo permanentemente para que no se pelee con todos los de la tropa. Si sobrevive al primer año, adquiere la disciplina y la mente que lo convertirán en soldado.
Oyó un pequeño suspiro desmayado, que interpretó correctamente como una risa.
—Y pensar que alguna vez os desprecié por ser soldado —dijo ella—. Os enseñaré lo que sé mientras os escondáis aquí, hasta que podamos sacaros de la ciudad. Pero debéis encontrar un mago verdadero, uno que haya tenido todo su poder durante muchos años y que entienda en la práctica lo que yo sé sólo en teoría.
—Haría eso pasara lo que pasase —dijo Lobo del Sol con calma—. Sé que mis días como guerrero han terminado.
Clara, aguda, volvió a su mente la visión de sus propias manos cavadas hasta el hueso por tocar el fuego fundido de sus sueños. Dolía abandonar la vieja vida, dejar aquello por lo que había luchado, aquello que le había enorgullecido desde que era un muchacho con fuerza suficiente para tomar una espada de niños. La idea le dejó con una sensación de vacío, como si con la espada hubiera dejado ir también su brazo. Ari tomaría la tropa y la escuela de Wrynde. Halcón de las Estrellas…
Levantó la vista.
—Vendrá una mujer —dijo. Conocía la firmeza de Halcón y sabía que ni siquiera la visión que le decía en sueños que abandonara la búsqueda podría obligarla a volver sobre sus pasos. ¡Mujer empecinada!, agregó para sí—. Vendrá a buscarme. Decidle…
¿Decirle qué? ¿Que había seguido su camino buscando un mago en un mundo vacío de tales cosas hacía ya mucho tiempo? ¿Que tendría que seguirlo de nuevo?
—Decidle que me busque en Wrynde antes del fin del verano. Decidle que juro que la buscaré ahí. —Se la imaginó con claridad distinta y dolorosa en la quietud del jardín de piedras debajo de la escuela. Él no había caminado esos senderos en verano desde hacía por lo menos veinte años—. Decidle lo que me pasó —agregó con calma.
La boca deforme se dobló de pronto en una sonrisa traviesa y mostró sus dientes blancos como la nieve en la penumbra.
—Un largo camino —hizo notar—. ¿Queréis que os enseñe cómo encontrar a esa mujer vos mismo?
Él vio lo que debió de ser su propia expresión reflejada en la profunda diversión de los ojos verdes y sonrió, incómodo.
—Si voy a volver a ser un estudiante de escuela a mi edad —le dijo—, evidentemente estoy desarrollando las reacciones de uno.
—Eso, capitán, es sólo porque nunca os habéis preocupado antes por el lugar donde estaba otra persona ni porque esa persona muriera o se salvara —replicó Yirth, con calma—. Las relaciones del cuerpo son la profesión de mujeres como Ojos Ámbar; las relaciones del corazón son cosa mía. He hecho tanto filtro de amor como venenos o líquidos para abortar. Todos me cuentan por qué. Tienen que decírmelo; yo no les pregunto. No hay nada que no haya oído. Y ¿sabéis, capitán? He oído a los hombres burlarse de…, ¿cómo lo llaman? Un hombre respetable y maduro… que descubre de pronto lo que es amar a otra persona. Sin duda vos sabéis lo que dicen.
Lobo del Sol tuvo la gracia de enrojecer.
—Pero si un hombre que ha estado inválido desde la infancia se cura a los cuarenta, ¿no saltará y bailará y dará vueltas como un muchacho, despreciando la dignidad de sus años? Los que se burlan son los que siguen inválidos. No os preocupéis por eso. —Volvió a sacudir la cola pesada de su cabello desde los hombros, la cara enmarcada en ella como el brillo blanco de una calavera asimétrica en la penumbra—. ¿Queréis dormir?
Él dudó.
—Si estáis cansada, sí —contestó—. Si queréis, preferiría pasar la noche aprendiendo lo que tengáis que enseñarme de mi nuevo oficio.
Y entonces, Yirth rió, un sonido débil, seco, pequeño. Lobo del Sol pensó que probablemente él era el primer miembro del sexo masculino que lo oía.
—Lo que tengo para enseñar es muy poco —dijo—. Tengo los estudios, pero mis poderes son muy débiles.
—¿Aumentarán cuando paséis la prueba?
Ella dudó; la indecisión en sus ojos verdes, el miedo, le robaron años de experiencia y pareció de nuevo una jovencita flaca, amarga, fea, como el patito de esa fábula un tanto reconfortante, que ahora sabía que nunca se transformaría en cisne.
—Seguramente —dijo por fin—. Y yo voy a leer y aprender todo lo que pueda sobre eso antes de tomar anzid, para poder enfrentarme a Altiokis como maga probada cuando Sheera y Tarrin piensen que ha llegado el momento de atacar. Y debe ser pronto. Altiokis ha sospechado desde hace mucho que alguien nacido con los poderes de la magia está aquí en Mandrigyn; después de la prueba, será más difícil de esconder.
En la oscuridad, él la oyó moverse, ir hasta la ventana angosta que daba sobre el callejón resbaladizo; la luz proveniente de las otras casas que iluminaba la Isla Pequeña tocaron su perfil aguileño y los hilos de araña plateados en la masa oscura de su cabello cuando se dio la vuelta para mirarlo de nuevo.
—En cuanto a la prueba, creo que tengo fuerza suficiente para salir con vida —continuó—. Durante treinta años, desde que era niña y llegué a conocer mis poderes, los he sentido en mí, retorciéndose y golpeando las paredes que interponen la carne y la mente contra su ejercicio. Sé que son fuertes, ha habido momentos en que me he sentido como una mujer que va a parir un dragón cachorro y no puede darlo a luz.
Se quedó en silencio de nuevo; en el altillo desnudo, se oía sólo el sonido difícil de su respiración dentro de la oscuridad fresca, perfumada. Lobo del Sol la veía con claridad en la negrura y veía también a la niña que había sido, como un árbol joven rodeado de acero que se retorcía un poco más cada año al luchar con desesperación por un destino que se le negaba. Y fea, pensó él, fea de arriba abajo. Ahora sabía que las limitaciones que la belleza imponía a una mujer eran mucho más agradables, al menos en el tiempo, que las que le imponía la fealdad, y sabía por amargos recuerdos personales que el mundo podía ser muy cruel con las mujeres que no eran hermosas a los ojos de los hombres.
Pero dijo solamente:
—Al menos vos sabíais por qué os dolía. Yo nunca lo supe.
—Saberlo lo hizo peor —murmuró ella.
—Tal vez —dijo Lobo, incorporándose un poco sobre la cama y poniendo los hombros contra la madera seca, suave de la pared—. No estoy seguro de si habría sido mejor saber que me habían robado o crecer tratando de ocultarles a todos, sobre todo a mi padre, el hecho de que yo creía que estaba loco.
Contra las luces reflejadas de la ventana, vio cómo la cabeza de ella giraba de pronto y sintió el toque de sus ojos verdes. Se preguntó súbitamente cuánto tiempo había pasado desde el momento en que ella se había dado cuenta de la existencia de sus poderes hasta el momento en que había encontrado a alguien que supiera que lo eran.
Cuando ella habló otra vez, su voz estaba más calma y el sesgo de burla amarga había desaparecido, dejándola dulce en la oscuridad, como la dulzura del olor del romero que se secaba.
—Debería pensar en la prueba como en una puerta hacia la libertad, libertad para todo lo que he sido, aunque fuera sólo la libertad para desafiar a Altiokis y morir. Pero… os vi cuando os sacamos del pozo, capitán.
Luego se volvió y cubrió su miedo del dolor con brusquedad; Lobo también había visto cómo los guerreros maldecían para no llorar cuando les arreglaban los huesos.
—Vamos. Si pensáis aprender esta noche, será mejor que empecemos.
Veinticinco años de trabajo como soldado no le habían dado a Lobo del Sol muchos conocimientos sobre brujería o amor pero le habían enseñado disciplina y concentración para dejar de lado el cansancio físico y aplicarse a lo que debía hacer. Mientras trabajaba bajo las órdenes de Yirth en las horas negras, se daba cuenta de que tal vez pasarían meses o años antes de que pudiera encontrar un maestro. Dormiré, se dijo, cuando llegue al camino.
Una de las primeras cosas que le enseñó ella fueron los encantamientos para tolerar la falta de sueño y descanso y las drogas que reforzaban dichos encantamientos. Ya conocía las drogas: la mayoría de los mercenarios las consumían.
Pero eso fue sólo el comienzo.
Como con el cuerpo, existían ejercicios de la mente y el espíritu sin los cuales era imposible comprender grandes fragmentos de la magia, hasta para quienes habían nacido con la semilla dentro. Ella le enseñó esos ejercicios en la penumbra sombría de la larga habitación de trabajo con sus mapas misteriosos, sus libros carcomidos por el tiempo y sus frascos de venenos y filtros, cosas que en un año, dos o cinco, darían sus frutos, si meditaba todos los días y practicaba y aprendía las complejidades de la música y las matemáticas que eran partes tan importantes de la magia como las drogas y la ilusión. En un momento dado, Yirth se detuvo en su enseñanza y lo miró a través de la mesa llena de cosas; las largas manos descansaban con tranquilidad entre los diagramas esparcidos sobre la superficie encerada.
—Sois ciertamente el discípulo más cooperativo que he tenido —comentó—. Al llegar a este punto yo lloraba y discutía con mi maestra. Odiaba la parte de las matemáticas.
Él sonrió apesadumbrado y se sacó los mechones lacios, mojados de sudor de la cara marcada.
—Las matemáticas siempre han sido un libro cerrado para mí —admitió—. Sé lo suficiente sobre trayectorias para lanzar una piedra sobre una pared con una catapulta, pero esto… —Hizo un gesto sorprendido hacia los números abstrusos que cubrían los pergaminos amarillos—. Voy a tener que tomarme un par de horas y memorizarlo, y espero que algún día tengan sentido para mí. ¡Por los espíritus de mis antepasados borrachos, os aseguro que ahora no lo tienen!
Ella se acomodó de nuevo en la silla con una expresión astuta y traviesa en el rostro arrugado.
—Para ser un guerrero, aceptáis fácilmente las verdades de otros.
—Acepto que vos sabéis más que yo del tema —le dijo él—. En realidad, eso es lo que hizo tan fácil enseñarle a esas fieras de Sheera. Para enseñarle a los hombres hay que probarles que uno es capaz de hacerlos polvo…, y hay que seguir probándolo. A las mujeres no les importa. —Se encogió de hombros—. Eso es lo más sorprendente de todo. Es un placer enseñarle a las mujeres las artes de la guerra.
Los dientes blancos de ella brillaron de nuevo en una sonrisa.
—Por vuestra autoestima, no le repetiré esto a Sheera. Pero os digo una cosa… —El movimiento grande de su mano abarcó no sólo los mapas sino también toda la habitación larga, el brillo dorado de las cubiertas de los libros en las sombras castañas, las junglas de plantas colgantes y las formas esqueléticas de los instrumentos que leían las estrellas—. Es un placer enseñarle esto a una mente que ya ha comprendido el sentido de la disciplina. Eso es lo que me costó más aprender.
Fue la disciplina de un guerrero la que ayudó a Lobo del Sol a atravesar esa noche. Hacia la mañana, robó una hora de sueño, arriba, en el pequeño ático blanco en el que Yirth había cuidado a tantas madres exhaustas, pero el descanso lo eludió. Cuando la maga bajó las escaleras hacia su habitación de trabajo, al amanecer, lo encontró levantado y vestido con el atuendo castaño de jardinero harapiento, que había usado como esclavo de Sheera, inmóvil como una piedra junto a los ejercicios matemáticos, memorizando sus formas incomprensibles.
Sheera llegó después de la caída del sol, esa tarde. Él se dio cuenta por la forma en que le hablaba que ya sabía lo que le había pasado: observó algo parecido al miedo en sus ojos, cuando ella pensaba que él no la estaba mirando.
—Altiokis se fue a la ciudadela esta mañana —informó ella, mientras se acomodaba con cansancio en una silla portátil labrada en forma de X en el largo estudio de Yirth. Se frotó los ojos de una forma que confirmó a Lobo que había dormido poco más que él. Él había dormitado un poco por la tarde, pero la presión tiraba todo el tiempo de su mente: debía aprender, debía absorber todo lo que pudiera antes de dejar a esa maestra severa de corazón claro. Yirth le había hablado de lo que su maestra, Chilisirdin, le había dicho hacía años y sabía que podía tomarle mucho tiempo encontrar otro mago para continuar su educación, aunque fuera uno con poco entrenamiento, como Yirth.
—Según Drypettis, Águila Negra tiene órdenes de permanecer con sus tropas aquí en Mandrigyn y buscaros. Las puertas de la ciudad tienen doble guardia. Hay demasiados para poder arreglarse con un par de chicas y un frasco de láudano.
—Me escaparé —dijo Lobo.
Yirth levantó una de sus cejas rectas.
—La ilusión es algo que se consigue sólo después de mucho estudio —dijo—. Eso de la no visibilidad no lo puedo hacer, tengo que parecer alguien, no nadie. Podéis eludir a los guardias si os movéis con cuidado y lentitud y no llamáis la atención. Si os ven, ya no podéis desaparecer. Pero no podréis pasar por una puerta cerrada sin llamar la atención.
—Me iré al amanecer, cuando abran las puertas del lado de tierra.
—Habrá un caballo esperándoos en los primeros bosques —dijo Sheera—. Habrá oro en las alforjas…
—¿Diez mil piezas? —preguntó Lobo del Sol, con curiosidad, y vio que Sheera se sonrojaba—. Dejaré que me quedéis debiendo algo —dijo con una sonrisa.
Ella dudó, luego se levantó de la silla y caminó alrededor de la mesa para apoyarle las manos sobre los anchos hombros.
—Capitán, quiero agradeceros…, y disculparme.
Él le sonrió.
—Sheera, no ha sido muy agradable conoceros pero, como morir en el pozo, es algo que creo que me alegro de haber hecho. Cuidad a las damas por mí.
—Sí. —Detrás de la seriedad de esos ojos castaños, Lobo pudo leer la misma decisión firme que había visto hacía cuatro meses en su tienda bajo los muros de Melplith. Pero el salvajismo que se reflejaba en ellos había sido domado por la experiencia y por el conocimiento de sus propias limitaciones. Ella se inclinó, seria, y le tocó los labios con la boca.
—Lamento no haberme molestado en seduciros —murmuró él y le gustó ver cómo ella se encendía con la antigua furia—. ¿Cuándo vais a atacar las minas?
—Dos semanas —replicó ella, tragándose sus palabras de enojo con dificultad—. Enviaremos un aviso a lady Wrinshardin para que empiece una insurrección en las tierras de los barones y sacaremos a Altiokis de su ciudadela. Para entonces, Yirth habrá tenido tiempo de pasar la Gran Prueba y recobrarse. Tarrin…
—¿Sabéis?, siempre lamentaré no haberme encontrado con él —musitó Lobo del Sol.
Sheera se conmovió.
—Él se habría sentido honrado… —empezó.
—No es sólo eso. Es que he oído hablar tanto de su perfección que quisiera saber si realmente mide dos metros y brilla en la oscuridad.
—Vos… —se indignó ella y él le tomó el puño cerrado en el aire, riendo, y la besó de nuevo.
—Le deseo suerte con vos a ese pobre bastardo. —Lobo sonrió—. Tened cuidado, Sheera.
La mañana siguiente apareció con niebla. Había empezado a arrastrarse desde el mar durante la noche; Lobo había visto a Yirth sentada a solas entre las sombras de su estudio, rodeada de sus hierbas, sus cartas astrales, moviendo la superficie del agua en su viejo bol de arcilla y mirando cómo el agua se volvía gris y se nublaba. No le había dicho adiós ni había querido romper su concentración y sabía que ella lo entendería.
La Puerta de Oro se alzaba frente a él a través de la oscuridad, como la espalda brillante de un dragón dormido. Lobo del Sol se movió, callado, de sombra en sombra, escuchando y sintiendo a su alrededor los ruidos de la ciudad que se despertaba, alerta como un animal que se despierta para ir a beber. A lo lejos, llegaba a sus oídos el golpeteo del agua en los canales y el gemido lejano de las gaviotas en el puerto.
Se preguntó si volvería a ver a esa gente.
No era algo que le hubiera preocupado antes; en veinte años había dejado atrás tantas ciudades… Se preguntó si eso era un efecto de la influencia de Halcón de las Estrellas en él o simplemente el hecho de que ya no tenía veinte sino cuarenta años; o porque era un fugitivo solitario sin idea de adonde se dirigía. Hacía tres días, desde esa calle, vio detrás de los muros los picos oscuros de las montañas Tchard; ahora quedaban hundidos en la niebla y el Mago Rey estaba allí. Si el plan de Sheera tenía éxito, podría volver a Mandrigyn alguna vez. Si no, si ella y su Tarrin se enfrentaban a la derrota y la muerte, Altiokis lo perseguiría hasta los confines de la Tierra.
Necesitarían un mago en su bando para salir victoriosos.
La cara de Yirth volvió a él y vio el miedo en sus ojos mientras decía:
—Os vi cuando os sacamos del pozo.
Ella tenía que desear mucho su poder para ir a buscarlo en la destrucción de su cuerpo y los pozos sin luz de su mente. No dudaba de que lo haría pero entendía sus miedos.
¿Harías eso voluntariamente, si supieras lo que te espera?
No lo sabía.
Como un fantasma, entró en las sombras amenazantes de las puertas coronadas de torres de defensa.
Pululaban soldados por todas partes y el oro de la luz de las antorchas brillaba sobre las cotas de malla y el cuero lustrado, dentro del pasaje bajo la casa de la guardia que lo cubría todo. Las grandes puertas estaban cerradas, aseguradas, clausuradas y amuralladas con acero. Un grupo de los mercenarios de Águila Negra descansaba alrededor de la gran polea que levantaba el rastrillo; otros jugaban a los dados bajo la arcada que quedaba enfrente; sus protectores de acero brillante refulgían en la luz roja del fuego y los convertían en siluetas lustrosas contra la oscuridad impenetrable del fondo.
Lobo del Sol volvió a fundirse en las sombras de los muchos arcos que mantenían la casa de guardia y esperó. No tardaría mucho. Ya oía cómo se reunían los carros del mercado del otro lado de la puerta, trayendo los productos del campo. Sería fácil cruzar en medio de la confusión.
Y sin embargo… Recordó de nuevo la pelea en la calle en la que lo había atrapado Águila Negra y la ilusión que quebró su concentración. En el calor de la batalla hacía falta muy poco para quebrar una línea de defensa y una vez que un ejército huía aterrorizado, quedaban pocas esperanzas de que se recuperara. ¿Era así cómo los venció Altiokis en Paso de Hierro?
¿Podría manejar eso Sheera, aunque Yirth se encontrara a su lado? Poseía la valentía de una leona pero no la experiencia, tan poca en realidad como la de Yirth contra Altiokis en cuanto a la magia.
El esclavo pelirrojo de la prisión volvió a sus pensamientos y a esa cosa obscena que había violado su mente. ¿Y qué había de eso?
Era culpa de Altiokis que Lobo del Sol tuviera que buscar por toda la tierra alguien que le enseñara a manejar los poderes que tenía. Si las mujeres eran derrotadas en las minas y en la ciudadela, Altiokis le perseguiría.
Junto a la hoguera, los soldados hicieron una broma soez y hubo una carcajada general. Más allá de las puertas, se oían las voces de los granjeros. Las nieblas grises se levantaban en la calle que él había dejado atrás. Pensó en Halcón de las Estrellas, buscándole en alguna parte; pensó en cómo decirle que ya no era ni un guerrero ni su capitán, sino un fugitivo, ni mago ni guerrero, destinado a vagar para siempre.
Pensó otra vez en Altiokis.
Muy lentamente, se dio la vuelta y empezó a caminar de nuevo hacia las calles de la ciudad.
Como el estallido de una explosión lejana, una luz color ámbar se encendió en la oscuridad del arco sostenido por pilares. Con los bordes curiosamente destacados, un rastro de luz cayó como una mano redonda desde allí hasta su hombro y la voz de Águila Negra dijo:
—Buenos días, mi bárbaro.
El jefe de los mercenarios de Altiokis se materializó en las sombras. En una mano empuñaba una espada; en la otra, un espejo.
Sonó un crujido leve, acerado, y salieron hombres de los pilares, las torrecillas y las gárgolas, y de los bolsones de sombra detrás de las columnas de la escalera de la casa de guardias. Apoyado contra un nicho, Lobo del Sol se encontró frente a una batería de flechas, con los arcos armados y apuntándole. Dejó que la espada saliera de la vaina con cuidado.
—No, no, por favor, guarda tu espada —advirtió Águila Negra—. Puedes tirarla aquí a mis pies. —Como Lobo del Sol no se movió, añadió—: Cuando hayas perdido sangre y te desmayes, te la podremos sacar, supongo. A mi señor Altiokis no le gustaría recibirte dañado. Créeme, mi bárbaro, te recibirá vivo.
La hoja tintineó en el empedrado. Águila Negra hizo sonar los dedos y un hombre corrió con desconfianza a recogerla.
El capitán mercenario hizo brillar su espejo a la luz de la antorcha, los ojos pálidos y brillantes bajo el metal oscuro del casco.
—Nos advirtieron que tendrías más trucos. Puedes engañar los ojos de un hombre, amigo, pero no a un pedazo de vidrio. Levanta los brazos a la altura de los hombros, hacia los costados. Si tocas a los hombres que van a ponerte las esposas, tal vez termines contestando el interrogatorio de Altiokis desde una camilla en el suelo. Así que…
—¿Quién te dijo que me encontrarías por aquí? —preguntó Lobo del Sol con calma mientras le ponían los hierros en las muñecas. Tembló cuando los hierros lo tocaron: había encantamientos forjados en el metal de las esposas y en el metro y medio de cadena que los unía.
Águila Negra rió.
—Mi querido Lobo, tu secreto es cómo adquiriste tus trucos de mago; el mío es cómo sé dónde y cuándo pensabas hacer tu intento. Pregunta a tus preciosos antepasados. Los verás muy pronto, pero no lo suficiente, lamento decirte.