—Capitán Lobo del Sol.
La voz que penetró la negrura de su mente parecía venir de muy lejos. Era la de Águila Negra, la reconoció, oscurecida por el zumbido rugiente de su cerebro.
—Y con qué vestidos… Abre los ojos, bárbaro, sé que puedes oírme.
Lobo abrió un ojo lleno de durezas y lo entrecerró para defenderse del brillo cegador de la luz amarilla.
—Dicen que cuando uno alquila su espada, se encuentra con conocidos en todo el mundo —continuó Águila—, pero realmente no esperaba ver a un viejo amigo aquí.
Lobo del Sol parpadeó dolorido. La luz que lo había cegado hacía un momento, tomó forma en una bola de fuego humeante al final de una antorcha colgada en un candelabro de hierro grasiento sobre la pared, justo detrás del hombro de Águila Negra. Lobo se dio cuenta lentamente de que el dolor le hacía arder los brazos; cuando trató de moverlos, descubrió que, en realidad, estaban soportando el peso de todo su cuerpo flojo. La cadena corta que unía sus muñecas estaba enganchada en un soporte unos pocos centímetros sobre su cabeza. Colgaba con su espalda contra la pared de piedra de una habitación que suponía subterránea, tal vez debajo de lo que quedaba de la Oficina de Registros, y el recuerdo de otra pequeña habitación subterránea y de la chispa viajera de fuego desconocido en el aire le llenó la cara sin afeitar. Se puso de pie y miró al jefe mercenario, que por el momento era el único otro hombre en la habitación.
—Lo menos que podrías haber hecho es cerrar tu bocaza —gruñó Lobo con voz áspera.
Águila Negra frunció el ceño. Era un hombre robusto de altura media y el cabello negro le caía sobre los ojos brillantes.
—¿Perdiste la lengua?
—Una dama me envenenó y perdí la voz —contestó Lobo, con bastante sinceridad. Mientras decía esas palabras oyó el crujido metálico de su voz.
El temblor de preocupación que había brillado tras los ojos azules desapareció. El jefe mercenario rió.
—Espero que te hayas vengado. La razón por la que te arresté es que me pagan por mantener el orden en los dominios de Altiokis. ¿Por qué decidiste invernar en esta hermosa ciudad? Tendré que aclarar el asunto tarde o temprano. ¿Dónde están tus hombres?
—En Wrynde.
—No quise decir tus tropas, sino los hombres a los que estás dirigiendo. Y créeme, Lobo, no voy a aceptar que me digas que estás aquí sin propósito. ¿Para quiénes trabajas?
Lobo del Sol suspiró mientras inclinaba la cabeza contra la roca áspera de la pared que tenía a sus espaldas.
—Para nadie —dijo—. Para ningún hombre.
—Peleaste demasiado para tener la conciencia limpia.
—No reconocerías una conciencia limpia si la encontraras en tu cama. ¿Qué haces sirviendo a ese demonio en nombre de todos tus llorosos antepasados?
Águila Negra frunció el ceño.
—¿Demonio?
—No sé lo que había en esa litera, pero no era humano. Podría jurarlo.
Los ojos azules se convirtieron en rayas.
—Siempre pudiste verles, ¿no es cierto? Pero Altiokis no es un demonio. Lo he visto convocar a los demonios y manejar cosas que asustan a los demonios para defenderse de ellos.
—No es un demonio…, pero no sé lo que es.
Una sonrisa blanca dividió el rostro rudo y la mirada inquieta desapareció.
—Es el mago más grande del mundo y un hombre de apetito poco común. —La sonrisa se desvaneció—. ¿Por qué dices que no es humano?
—¡Porque no lo es, coño! ¿No te das cuenta? ¿No lo sientes?
Los ojos azules se endurecieron.
—Creo que te golpeamos más de lo que queríamos, amigo mío —dijo Águila—. O tal vez el veneno de tu falda ablandó tu cerebro, que en realidad nunca fue muy firme. Altiokis es un hombre y un hombre que puede pagar muy bien para no tener problemas en sus tierras, como podrás ver.
Se movió hacia la puerta de la celda, luego hizo una pausa, la mano sobre la manija. En voz más baja añadió:
—Te aconsejo que le digas en qué estás, Lobo.
Abrió la puerta y se hizo a un lado.
Altiokis entró en la habitación.
Dos impresiones, una física y una espiritual, parecieron superponerse por un segundo en la mente de Lobo del Sol.
La espiritual fue la imagen de un árbol medio podrido, leproso por la edad, con la corteza carcomida, todavía en pie pero cobijando debajo a otra entidad, un fuego negro y lúcido que aparecía por debajo de las grietas.
La física fue la figura de un hombre de altura media, increíblemente obeso por la comida exquisita que consumía, con la piel enferma, la sospecha de una sombra de barba en la mandíbula regordeta y demasiados anillos hundidos en la carne de sus dedos carnosos. El contacto con las mujeres de los mercaderes había agudizado el conocimiento que poseía Lobo del Sol sobre la riqueza de las telas; el terciopelo negro que formaba el tejido inferior del inmenso jubón bordado con joyas se vendía por cincuenta coronas de plata el metro. Los cinturones enjoyados que sostenían los rollos colgantes de grasa podrían haber comprado ciudades.
En el fondo de su mente, Lobo oyó la voz de lady Wrinshardin diciendo:
—Es vulgar.
Y supo al mirar la cara de Águila Negra y la del maestro de puertos, el flaco Can, y la de Drypettis, que se quedaba en las sombras del corredor tras él, que lo único que veían los demás era el ser físico.
Quería gritarles:
—¿No lo veis? ¿No entendéis lo que es?
Pero él mismo no lo entendía.
Hundidos en sus pozos de grasa, los ojitos fríos brillaban divertidos y altaneros. El Mago Rey se adelantó, levantando su vara. Como los pilares de su litera, estaba tallada en ébano con esquemas retorcidos y su punta adornada brillaba con el fulgor fantasmal del ópalo y el abalone. El toque de esa punta en el cuello de Lobo del Sol fue como hielo y fuego, una punzada terrible de dolor y Lobo se encogió con un grito ahogado.
Una pequeña sonrisa satisfecha decoró los labios regordetes.
—¿Así que tú eres el hombre que creyó que podía enfrentarse a mí?
Lobo del Sol no respondió. Después del anzid, el dolor había cambiado de significado para él, pero la impresión que sentía cuando esa vara lo tocaba le había cortado la respiración. Notaba a Drypettis, de pie en el umbral, como una orquídea monstruosa en su vestido y su velo anaranjados; podía ver sus ojos grandes, castaños, mirándole con una mezcla incomprensible de frialdad, odio y desprecio. Se preguntó si ella pensaba contarle a Sheera dónde lo tenían y si eso serviría de algo.
¿O estaba esperando para ver si él se desmoronaba, y avisar a las otras si lo hacía?
La voz de Altiokis continuó:
—¿Quién te paga, capitán?
Lobo tragó saliva y meneó la cabeza.
—Nunca me dijo su nombre —murmuró—. Dijo que me pagaría por espiar en la ciudad y los canales y hacer un plan para un sitio.
—Probablemente uno de los barones. —Altiokis bostezó—. Siempre están buscando problemas y es tiempo de que los dobleguemos.
—¿Dónde te encontraste con ese hombre? —preguntó Águila Negra.
Con la voz tensa, Lobo respondió:
—En la Península, después del sitio de Melplith. Él arregló un encuentro conmigo; tres semanas después, en la Costa Este. Tenía que venir aquí y lo hice, por tierra, y trazar mis planes…
—Sí, sí —le interrumpió Altiokis con voz de aburrido—. Pero ¿quién era?
—Ya os dije, no lo sé. —Lobo miró a Águila, luego a Altiokis y luego de nuevo a Águila, y se dio cuenta de que al Mago Rey no le importaba mucho quién le había pagado. ¿Tenía confianza en sus propios poderes y en la magia que protegía la ciudadela? ¿O, como resultado de una vida sin límites temporales, había llegado al punto de no interesarse por nada por simple aburrimiento?
—El hombre eligió un espía caro —comentó Águila Negra, pensativo—. El mundo está lleno de otros más baratos.
Lobo le replicó con lo que esperaba fuera una mirada cortante.
—¿Tú alquilarías uno más barato?
Luego se encogió en la agonía del toque de la punta brillante de la vara del Mago Rey.
—Recuerda a quién le hablas, bárbaro —le dijo Altiokis, con una especie de satisfacción callada. Acercó la vara hacia la cara de Lobo y el metal de la punta pareció brillar con un fulgor demoníaco. Lobo se alejó, mientras sentía el sudor cayéndole por las mejillas y miraba, hipnotizado, el brillo de estrella de los ópalos y las mandíbulas entrelazadas de las serpientes talladas que los sostenían. Algo que no era calor parecía humear en esa punta enjoyada como una promesa fría de dolor intolerable.
—Soy Altiokis —recalcó el Mago Rey con suavidad—. Nadie osa hablarle así a mis sirvientes.
Las joyas ardientes estaban a menos de un centímetro de los ojos de Lobo cuando murmuró:
—Perdón, mi señor.
Más allá de los ópalos, vio aparecer la sonrisita y dobló la cabeza cuando la vara le tocó de nuevo. Un grito de dolor se escapó de sus labios y sintió que la piel de sus mejillas se quemaba y se curvaba; la fuerza del golpe le sacudió todo el cuerpo como una espada.
Altiokis siguió hablando mientras saboreaba el momento.
—Podría dividirte en pedacitos, uno por uno, hasta que me rogaras que te diera una oportunidad para decir lo que sabes y poder degollarte después. Tal vez lo haga, para divertirme.
Lobo del Sol no contestó. Durante un tiempo, no pudo hablar. Descompuesto por el dolor, colgaba de la cadena que estaba sobre su cabeza tratando de reunir sus pensamientos, diciéndose que, a pesar de todo, el anzid era mucho peor. Pero más allá de todo, era consciente de la rabia que sentía al comprobar que un hombre con los poderes del Mago Rey los usara así, como un niño cruel que le arranca las alas a una mariposa. Había conocido muchos hombres que disfrutaban con el sufrimiento. No esperaba que un hombre que dominaba las difíciles disciplinas de la magia fuera uno de ellos.
—Gobernador Can —dijo Altiokis, y Can levantó la vista; la satisfacción sorprendida que había en su rostro le recordó a Lobo del Sol la expresión de un perro que espera una caricia. El alto maestro de puertos se adelantó, casi meneando la cola. En el umbral, Drypettis se tensó de indignación ofendida. Can se puso de rodillas y besó el zapato incrustado de joyas del Mago Rey. Altiokis casi ronroneaba.
—¿La cámara de interrogatorios sobrevivió al fuego? —preguntó el mago.
La cara del nuevo gobernador se demudó.
—Por desgracia no, mi señor —dijo, levantándose y sacudiéndose las rodillas—. La parte superior de la prisión fue destruida por el fuego la noche en que el gobernador Derroug fue asesinado.
Mis antepasados, pensó Lobo en medio de la angustia salvaje que parecía entrar en su cuerpo a través de la quemadura abierta en su rostro, todavía me cuidan, después de todo.
Hubo una especie de puchero en esa voz de tonos ricos.
—Entonces, este hombre vendrá conmigo a la ciudadela por la mañana. Cuando me vaya, gobernador Can, dejaré una fuerza de hombres aquí, comandada por el general Águila Negra, para que se alojen en las casas de los ciudadanos que vos designéis. No creáis que voy a perdonar el tributo anual de la ciudad por los levantamientos. Además, supongo que os sentiréis movido a entregar una contribución aceptable por vuestra gratitud ante el puesto que os he entregado.
Can casi cayó de rodillas, entusiasmado con sus gestos de aceptación. Lobo del Sol se preguntó para qué querría más dinero un hombre como Altiokis.
—Y en cuanto a este bárbaro orgulloso… —El extremo brillante de la vara lamió y crujió con fuerza contra el costado de la rodilla de Lobo del Sol. Aparte de la agonía de su cara quemada, casi ni se dio cuenta—. No creo que nos esté diciendo toda la verdad; pero a su debido tiempo, sabremos los nombres de los hombres mal intencionados que quieren pagarle a alguien así para espiar en mi ciudad. Desde mi ciudadela, puedo verlo todo. Ningún ejército puede acercarse sin que yo lo sepa. Pero será mucho menos problemático si sabemos a quién castigar.
Las palabras eran retorcidas y Lobo del Sol lo sabía. A Altiokis no le importaba mucho a quién castigaba o por qué; hombre de más de ciento cincuenta años y sin demasiados recursos mentales, el provocador dolor era uno de los pocos placeres que le quedaban. Los ojos de Lobo del Sol siguieron al mago gordo cuando caminó hacia la puerta, con Can inclinándose y pisándole los talones. Águila Negra, la cara apenas un vacío blanco y cínico, cerraba la procesión.
¿Había otros que se preguntaban acerca de esto?, se dijo Lobo mirando cómo los tres subían los pocos escalones hacia el vestíbulo. ¿Cómo podía ser que alguien tan trivial, tan despreciable y tan vicioso hubiera llegado a adquirir este tipo de poder?
¿Acaso ninguno de ellos se daba cuenta?
—Una cosa más.
Altiokis se dio la vuelta y la luz de la antorcha del vestíbulo se derramó sobre sus joyas como una onda perdida sobre un casco incrustado de basura marina. Hizo sonar los dedos. Más allá de él, Lobo vio que los guardias del vestíbulo se asustaban y oyó a Drypettis dar un pequeño chillido de alarma.
Dos nuuwas entraron en la celda.
Lobo del Sol sintió que su corazón se detenía, luego volvió a la vida con un terror que momentáneamente ahogó todo lo demás. Echó una mirada rápida al gancho que mantenía sus manos encadenadas indefensas sobre su cabeza y calculó si podría liberarse antes de que empezaran a desgarrarle la piel, luego los miró de nuevo, con los ojos muy abiertos, sabiendo que estaba atrapado. La sonrisa de Altiokis se amplió, llena de placer.
—Te gustan mis amigos, ¿eh? —preguntó.
Las dos cabezas flojas se volvieron hacia Lobo del Sol, como si pudieran verlo u oler la sangre que corría en sus venas. La baba colgaba de los mentones deformados y los dos hicieron sonar los dientes increíblemente largos y mordiendo cuando el mago dejó caer las manos sobre las espaldas torcidas. Los uniformes desgarrados, sucios y llenos de liendres estaban tan embarrados que Lobo se preguntó cómo podía una persona tocar incluso eso y mucho menos la carne asquerosa que había debajo.
—Estarás a salvo. —Altiokis sonrió—. Mientras no trates de escapar, soportarán su hambre y se conformarán con… con mirarte. Pero créeme, si intentaras huir, estoy seguro de que se comerían bastantes pedazos tuyos antes de que pudieras gritar lo suficiente para atraer a los guardias…, si es que hay algún guardia capaz de tratar de separarlos de su víctima.
La sonrisa satisfecha se hizo más ancha ante la idea y el mago más poderoso del mundo se detuvo, pensativo, a escarbarse la nariz con un dedo enjoyado. Se lo limpió con asco sobre la manga de Can. Can sonrió con orgullo.
—Espero verte por la mañana.
La puerta se cerró tras él.
Durante largo rato, Lobo del Sol se quedó de pie; los hombros retorcidos, doloridos y ardientes por el peso de su cuerpo sobre la cadena; la mente ciega, lanzada a la búsqueda de pensamientos tras pensamientos.
¡El Mago más poderoso del mundo! Se le revolvía el estómago al pensar en ese poder y en ese desperdicio.
Pero el poder no provenía del interior de Altiokis mismo. Era un hombre medio podrido por otra cosa: el poder no era nada que él mismo hubiera encontrado. Esa primera impresión pasajera era todo lo que tenía Lobo para seguir adelante; fuera de eso, había visto al mago tal como lo veían los demás: obeso, omnipotente, aterrador. Lobo del Sol se sintió como en su infancia cuando insistía, frenético, ante su padre y ante los otros hombres de la tribu diciéndoles que podía ver los demonios cuyas voces lo llamaban desde las nieblas de los pantanos y ellos le decían que se callara y siguiera caminando. Tenía razón entonces, lo sabía. Y ahora sabía que algo en Altiokis no era ni humano ni limpio ni cuerdo.
Mañana lo llevarían a la ciudadela. Había visto suficientes torturas para no tener ilusiones acerca de su propia capacidad para tolerarla durante demasiado tiempo. Altiokis tenía razón: la amenaza de darle anzid de nuevo o de ponerlo en una habitación con lo que fuera que podía transformar a un hombre en un nuuwa le obligaría a vender sin una sola duda a todas esas mujeres que había llegado a apreciar tanto.
Excepto que probablemente eso no lo salvaría, pensó. Incluso en el poco tiempo que había pasado desde que lo vio por primera vez, conocía demasiado bien a Altiokis para creerlo.
Volvió los ojos a los nuuwas. Altiokis había dejado una antorcha ardiendo en su candelero en el lado opuesto de la habitación. Los nuuwas usaban los uniformes de las tropas de Altiokis, pero ya estaban andrajosos y sucios porque no tenían cerebro para cambiárselos o ni siquiera para desengancharlos si quedaban atrapados en alguna rama. Se le ocurrió, en esa parte de su mente libre de horror, que los nuuwas, sin duda alguna, si no morían a manos de otros seres, simplemente se pudrían por falta de cuidado. En uno de ellos se observaba lo que parecía un corte muy infectado en la pierna, que se veía a través de los pantalones desgarrados y sucios.
Ahora que sabía que se formaban a partir de seres humanos, Lobo se dio cuenta de que uno de esos dos era más reciente que el otro: un ojo quemado y cicatrizado, el otro comido desde dentro y con alguna cicatrización. El segundo nuuwa era más viejo, los huesos de la cara cambiados y deformados, los hombros más caídos y ya era imposible decir por cuál de los ojos había entrado la criatura-llama.
Permanecían inmóviles, vigilándole con agujeros sin ojos e inundando la celda con su olor. A veces, uno de ellos cambiaba el peso de un pie al otro, pero ninguno se movía para quitarse las cucarachas que subían a sus pies por entre la paja. Una vez, Lobo del Sol miró cautelosamente sobre su cabeza la cadena y el gancho, y se pusieron nerviosos, con la respiración cambiada y movimientos bruscos.
Lobo dejó de hacerlo.
Su mente volvió a la celda sin ventanas en el ala quemada de la prisión. El copo de llama, el joven esclavo que gritaba mientras se aferraba el ojo sangrante… En total había pasado casi un minuto, calculaba Lobo, entre que la cosa atrapaba al muchacho y el momento en que llegaba al cerebro. ¿Supo el hombre lo que le pasaría en esos segundos interminables, torturantes? ¿O el dolor había sido demasiado intenso?
Lobo se estremeció con el recuerdo. En su corazón, sabía lo que pensaban hacerle, revelara los planes de la conspiración o no.
El anzid había cambiado su tolerancia al dolor, que ya antes era más alta que la de la mayoría de los hombres, pero también le había dado una conciencia especial de lo terrible que podía llegar a ser. E incluso con la bendición de la ignorancia, sin saber que el pellejo vacío de uno viviría dominado por la voluntad sucia de Altiokis, los sesenta segundos que tardaba esa cosa —fuego, insecto o lo que fuera— en llegar abriéndose camino como un taladro, serían como la esencia del más profundo de los infiernos.
Miró a los nuuwas y luego, de nuevo, las cadenas.
Ahora observó que le sería posible levantar el cuerpo y los brazos lo suficiente para subir los grillos sobre el gancho que los aprisionaba. La posición del gancho estaba pensada para un hombre un poco más bajo —pocos hombres en Mandrigyn llegaban a medir un metro ochenta— y pensó que podría arreglarlo con un pequeño esfuerzo. Pero tardaría un ratito en hacerlo y, mientras tanto, su cuerpo colgaría expuesto e indefenso frente a esas cosas sin mente que babeaban en su rincón.
Se preguntó hasta dónde se extendían sus habilidades para la invisibilidad.
Había experimentado con ellas desde la noche en que empezó a utilizarlas por primera vez sobre el tejado de las cocinas del palacio, la noche en que él y las mujeres rescataron a Tisa. Con un poco de práctica, había descubierto que era capaz, dentro de ciertos límites, de evitar los ojos de alguien en una habitación bastante chica y bien iluminada, siempre que no hiciera nada que llamara la atención hacia sí mismo. Los nuuwas no tenían ojos, por lo tanto era obvio que veían con la mente. Pero si era así, su no visibilidad debería de trabajar mejor en ellos, ya que en realidad era un método para evitar la atención del otro.
Tal vez valía la pena probar.
De todos modos, se daba cuenta de que, objetivamente y a la larga, no se encontraría en mejores condiciones. Ser devorado vivo por ellos era una forma asquerosa de morir, pero se preguntó si sería peor que transformarse en nuuwa.
Era una elección que no tenía ningún deseo de probar.
Con muchas dudas, llevó su mente hacia la de ellos, haciendo que su atención se desviara hacia las piedras de la pared y la paja llena de vida a sus pies, dejando que miraran a través de él, alrededor de él, fijando esa conciencia firme en cosas triviales, y haciéndoles olvidar que él estaba allí. Se obligó a relajarse en el esfuerzo, a ser menos y menos importante en sus mentes frente a la conciencia que tenían del resto de la celda y ocupando sus sentidos con el crujido de las patas de los insectos en la paja, el olor del humo de la antorcha…
Se movió y empezó a estirarse hacia arriba, elevándose sobre las puntas de sus pies y desentumeciendo la espalda dolorida y dura y los hombros hacia el gancho de hierro.
Los nuuwa miraban con solidez las paredes que los rodeaban.
Con delicadeza, enganchó las puntas de sus dedos medio agarrotados bajo los eslabones cortos que unían los brazaletes de metal. Se esforzó por levantarlos hacia la punta del gancho, aflojando sus músculos contra el fuego cruzado de calambres que corrían por ellos tras la larga inactividad. El sudor le quemaba la piel de la mejilla abierta y los brazos le temblaban con el esfuerzo del movimiento. La punta del gancho parecía alta e inalcanzable. Uno de los nuuwas eructó; el sonido restalló agudo como una explosión en la habitación silenciosa; medio hipnotizado por el esfuerzo de la concentración, Lobo no apartaba su mente de la ilusión de la invisibilidad que mantenía viva con toda su atención, a pesar de la fuerza física que ocupaba sus miembros. Ya lo habían atrapado una vez interrumpiéndole la concentración. Aunque lo rompieran en pedazos, no lo lograrían de nuevo.
El metal se deslizó sobre el metal. La cadena se aflojó bruscamente y los eslabones se deslizaron sobre él. Lobo sintió como si de pronto todo el peso de su cuerpo hubiera caído sobre sus músculos exhaustos. Se habría dejado caer, agradecido, en un bulto sobre la paja fétida, pero se obligó a permanecer de pie y bajó los brazos lentamente al costado, temblando con el esfuerzo. Las distintas agonías de ese día desaparecieron como tragadas por la ola inmensa de calambres que le recorrió los brazos y la espalda.
Los nuuwas seguían mirando la pared.
Apenas se aseguró de que sus piernas lo soportarían, Lobo del Sol dio un paso cauteloso hacia adelante.
No hubo reacción.
Su mente mantenía la atención de las cosas a raya, pero la concentración le exigía casi toda su fuerza, y sabía que no podría mantenerla durante mucho tiempo. Dio otro paso y otro, sin que ninguno de los dos pareciera darse cuenta… No está del todo mal, pensó con el rincón cínico de la mente, impedir que los nuuwas persigan un pedazo de comida que se mueve.
La puerta estaba atrancada no con una simple tranca de madera que casi hubiera podido levantarse con un pedazo de papel sino con un cerrojo de hierro. Miró sobre su hombro a los nuuwas. El más cercano estaba a menos de un metro y medio, un pedazo de carne maloliente.
Decidió arriesgarse.
—¡Águila Negra! —aulló, levantando su voz áspera al tono más agudo que pudo—. ¡Can! ¡Os diré lo que queréis saber! ¡Pero sacádmelos de encima!
Su concentración presionaba a los nuuwas: un esfuerzo profundamente físico como el de tratar de sostener una pared que se cae. Los nuuwas cambiaron el peso del cuerpo y caminaron por la habitación, los brazos colgando a los lados del cuerpo, las cabezas balanceándose, como si buscaran lo que no podían encontrar. Maldito seas, asqueroso guardia, pensó, ¿no quieres ser el primero en llevar la noticia de que el prisionero se ha rendido?
Volvió a gritar.
—¡Os diré lo que sea! ¡Sacadme de aquí! ¡Os diré lo que queráis!
Se oyeron unos pasos apresurados por el corredor. Un hombre, calculó Lobo por el sonido, un hombre que dudaba frente a la puerta. Abre, bastardo cobarde, pidió Lobo en silencio. No llames a tu jefe…
La traba se corrió.
Lobo del Sol salió de la celda empujando la puerta con todo su peso sin pensar en las armas que podía tener el hombre. La corta espada desenvainada del guardia se atrancó en la madera de la puerta; el hombre tenía la boca abierta, demasiado sorprendido para gritar. Se le veían todos los dientes sucios. Lobo del Sol lo tomó por el cuello y lo arrojó a los brazos de los dos nuuwas que avanzaban.
Volvió a cerrar la puerta de un golpe y corrió la traba sobre los gritos del hombre, sacó la espada de la puerta y corrió por el pasillo vacío como si se dirigiera a las puertas entreabiertas del infierno.