—Viene Altiokis.
—¿A Mandrigyn?
Sheera asintió.
—Wilarne lo ha sabido por Stirk, la esposa del jefe del puerto, esta mañana. —Sobre el marco de su gorguera de puntilla almidonada, los músculos de su mandíbula aparecían tensos en una línea dura.
Lobo del Sol apoyó los hombros contra el cedro que soportaba el techo de la habitación de las macetas y preguntó:
—¿Por qué? ¿Para reemplazar a Derroug?
—En parte —contestó ella—. Y en parte para hacer una demostración de fuerza contra los rumores de insurrección en la ciudad. Wilarne dijo que se suponía que traía tropas. —Se inclinó contra el marco de la puerta y se miró las manos, unidas sobre los pliegues color vino de sus faldas. Como la mayor parte de las mujeres, había dejado de usar anillos, el hábito de un guerrero. Continuó, con voz más tranquila—. Si no hubiera matado a Derroug…
—Habría puesto cada uno de los guardias del palacio contra nosotros —terminó Lobo del Sol por ella. Todavía no la miraba directamente—. ¿Drypettis lo sabe?
Sheera meneó la cabeza, luego levantó la vista; los ojos castaños estaban llenos de una dureza preocupada.
—No —dijo—. En realidad, tuve la impresión de que su muerte no le interesaba. Era casi como…, como si no supiera nada sobre eso.
Lobo frunció el ceño.
—¿Pensáis que es así en realidad?
—No —negó Sheera. Movió el hombro contra el marco de la puerta; la luz brilló sobre las ondas de ópalo y granate que adornaban su corsé y festoneaban sus mangas extravagantes—. Fui a verla el día en que sucedió, y lo mencionó. Pero… sólo de pasada. Casi como una formalidad. El resto de nuestra charla ese día fue sobre…, sobre otras cosas. —La boca se le puso un poco tensa con el recuerdo—. Y me inclino a pensar que teníais razón sobre ella, después de todo.
Él se quedó callado por un momento, estudiando el rostro que tenía frente a sí. Los párpados de Sheera estaban manchados de preocupación y habían empezado a adquirir esas arrugas pequeñas y agudas que hablan de carácter y personalidad, y que los hombres dicen que arruinan el aspecto de una mujer.
—¿Qué dijo?
—Nada que fuera lógico. —Ella se encogió de hombros—. ¿Por qué os apoyé a vos frente a ella? ¿Por qué dejé que vos envenenarais mi mente contra ella? Si erais mi amante o no…
—¿Qué le dijisteis?
Ella bajó la vista de nuevo.
—Que no era de su incumbencia.
—Ella tomará eso por un «sí».
—Lo sé. —Sheera meneó la cabeza con cansancio—. Pero hubiera tomado un «no» por un «sí»…
—Probablemente —asintió él.
Sheera se pasó un largo rato acomodando los pliegues de puntilla que le caían sobre las manos desde los puños. Lobo del Sol notó lo que le había señalado Gilden apenas el día anterior: que Sheera, como la mayor parte de las mujeres de la tropa y miles de mujeres que no sabían de su existencia, se había pasado a lo que llamaban la «nueva moda» en el vestir, sin ballenas duras en los corsés ni puntillas ni tontillos. Aunque el nuevo estilo era tan elaborado y ostentoso como el anterior, permitía más comodidad y movimientos más rápidos. En privado, Lobo pensaba que también era más seductor.
Ella levantó la vista hacia él de nuevo.
—¿Qué opináis de ella? —preguntó.
Él pensó la pregunta por un momento antes de responder.
—¿Qué opináis vos de ella?
—No sé. —Sheera empezó a caminar de un lado a otro con movimientos inquietos y algo felinos, como los de los leones enjaulados—. La conozco desde que íbamos las dos a la escuela. Decía que yo era la única persona que había sido buena con ella. ¡Buena con ella! Lo único que hice fue ser cortés e impedir que las otras chicas se burlaran de ella porque era orgullosa y solitaria y hablaba sola.
Él sonrió.
—En otras palabras, fuisteis su campeona.
—Supongo que sí. Una pasa por la etapa de ser campeona de otra, o al menos, yo lo hice. Y sé que una pasa por la etapa de estar enamorada de otra chica, ¡en un sentido perfectamente inocente, claro! Es algo así como…, como un dominio de la personalidad. Un «quebranto» lo llamamos, una «locura». Y muy pocas veces va más allá. Pero… supongo que se puede decir que Dru nunca salió de su «quebranto» conmigo. —Se encogió de hombros otra vez—. Dru siempre fue una niña muy precoz pero socialmente muy, muy atrasada.
—Todavía es una niña precoz —señaló Lobo—, a los veinticinco.
Los ojos de Sheera brillaron de pronto y él vio de nuevo en ella a la cabecilla de la escuela, hermosa e imperiosa a los diez años, protegiendo bajo sus alas a la niña más rica, más orgullosa y más miserable de la clase. Siempre había sido una campeona, pensó, como ahora.
—Eso no quiere decir que Dru nos traicionara —dijo ella, desafiante.
—No —aceptó él—. Pero lo que sí quiere decir es que no se sabe hacia dónde puede salir corriendo cuando se sienta presionada. Con la mayor parte de las cosas, hombres o mujeres, caballos, demonios, perros, uno sabe al menos hasta cierto punto lo que harán si los presiona: enojarse, quebrarse, apuñalarnos por la espalda. Drypettis… —Meneó la cabeza—. Lo malo es que le hemos dado cierta cantidad de poder.
—Vos no lo habríais hecho —dijo Sheera, apenada.
Lobo se encogió de hombros.
—Tampoco os habría dado poder a vos —replicó—. Me equivoqué alguna vez.
Era absurdo pero el color subió bajo la piel leve, tostada.
—¿Lo decís en serio?
—¿Os parece que tengo por costumbre decir cosas en broma? —preguntó él. Los ojos amarillos de zorro brillaron con curiosidad en la penumbra de la habitación de las macetas—. Sois una excelente guerrera, Sheera, a pesar de estar loca; y si no fuera por que hay otra guerrera que es mejor y más loca que vos, tal vez habría querido enamorarme de vos. A pesar de que la sola idea me hace temblar —agregó.
—¡Por Dios, eso espero! —dijo ella, realmente atónita.
Lobo del Sol rió. Era un sonido horrible, como frotar hierro oxidado y él se detuvo, tosiendo. Sheera tuvo la gracia de hacer un gesto de dolor. La pérdida de la voz de Lobo era culpa de ella y lo sabía.
—Escuchad —añadió él después de un momento—. ¿Cuánto tiempo llevaría que la brigada de consuelo de los superintendentes de las minas averiguara cuántos hombres trae Altiokis?
Sheera frunció el ceño.
—Creo que Ojos Ámbar puede obtener un informe en un día. ¿Por qué?
—Porque se me ocurre que éste puede ser el momento de atacar: ahora, mientras Altiokis y la mayor parte de sus tropas no están en la ciudadela. Yirth dice que los túneles desde las minas están vigilados por magia e ilusión, pero si Yirth va a tratar de quebrar las ilusiones, sería mejor que lo haga cuando Altiokis no esté allí.
Sheera lo miraba, los ojos oscuros brillando con fuego súbito.
—¿Queréis decir atacar ahora? ¿Liberar a los hombres ahora?
—Cuando Altiokis venga a Mandrigyn, sí. ¿Podríais?
Ella respiró profundamente.
—No… no sé. Sí, sí podríamos. Eo hizo copias de las llaves de la mayor parte de los depósitos de armas y puertas en las minas… Ojos Ámbar puede avisar a Tarrin para que esté preparado… —Temblaba toda de excitación reprimida, las manos apretadas contra el terciopelo de sus faldas—. Lady Wrinshardin puede avisar a los otros barones —continuó después de un breve momento—. Pueden estar listos para atacar una vez que liberemos a los hombres.
—No —dijo Lobo—. Los barones siempre están listos para pelear de todos modos. No le daremos a Altiokis la ventaja de un rumor. Viene a investigar los rumores que lanzaron Wilarne y Gilden la noche en que quemaron la Oficina de Registros. ¿Cuándo llegarán?
Se había llamado a una reunión esa noche en el invernadero y las cabecillas de la conspiración llegaron en secreto, deslizándose por los canales y los túneles para reunirse en la vasta cavidad de la habitación en penumbras. Ojos Ámbar llegó con Denga Rey, su compañía permanente en los últimos días desde que la prostituta se despidiera de Lobo, explicando muchas cosas sobre el compromiso de la gladiadora con la causa. Gilden y Wilarne llegaron por rutas separadas, una amistad de otro tipo, pensó Lobo, seguramente más cercana a pesar de su falta de elementos físicos o románticos. Después de vadear la ciénaga de sus bromas, verbales y de otro tipo, Lobo había desarrollado una fuerte simpatía por los esposos respectivos de las dos pequeñas.
Tras unos minutos de fuego cruzado de conversación entre esas cuatro, Lobo del Sol vio llegar a Yirth, que apareció sin sonido en las sombras de la puerta y se movió como un gato para ocupar su lugar en la oscuridad detrás del temblor de la única vela. Había llegado casi diez minutos antes de que las demás la notaran y había estado escuchando con la boca torcida, sonriente; la expresión de Denga Rey cuando la vio fue casi cómica. Pero cuando oyeron que se cerraba la puerta de nuevo y todos los ojos se volvieron, como hacían siempre, hacia Sheera que entraba con sus pasos largos en el círculo de luz de la vela, Lobo del Sol sintió que la miraba breve y curiosa de la bruja lo tocaba.
Sheera se sentó entre ellos y su mirada pasó de cara en cara.
—¿Bien?
—Eo dice que las llaves están listas —informó Gilden.
—¿Yirth?
—Leí y estudié —dijo la bruja con suavidad— todo lo que me dejó mi maestro sobre el tema de Altiokis y sobre la ilusión. Estoy tan preparada como puede estar alguien que no ha pasado la Gran Prueba.
Sheera sonrió y se estiró sobre la mesa para tomar las manos largas y llenas de nudos.
—Es todo lo que te pedimos —dijo—. ¿Ojos Ámbar?
—Cobra acaba de volver de las minas —informó la muchacha en su voz grave, suave—. Dice que esperan una fuerza de unos mil quinientos con Altiokis y que dejará otros tantos en la ciudadela. Cobra dice que Gorda Maali trataría de encontrar a Tarrin en persona. Vendrá directamente aquí.
La mitad de la cara de Sheera estaba en sombras; la otra mitad, bajo la suavidad rosada de la luz débil. Lobo del Sol la miró y vio el cambio en sus ojos cuando oyó el nombre de Tarrin, observó cómo la campeona, la jefa, la mujer que sería reina de Mandrigyn cambiaba súbitamente y se convertía durante un segundo fugaz en una muchacha que ha oído el nombre de su amado. A pesar de todo lo que había sufrido por ella, Lobo sintió que su corazón iba hacia Sheera. Como Halcón de las Estrellas, ella buscaba con brutalidad empecinada y maníaca al hombre que amaba para liberarlo.
Luego fue de nuevo toda practicidad.
—¿Capitán Lobo del Sol? —preguntó—. ¿Diríais que las mujeres están listas?
—Preferiría tener otras dos semanas —dijo él; el sonido áspero de su voz fue una sorpresa en la penumbra—. Pero creo que la ausencia de Altiokis y la disminución de tropas compensan esa falta. Sólo tengo algo que pedir, Sheera.
Ella asintió.
—Lo sé —dijo—. Yirth, iba a pedirte que…
—No —dijo Lobo del Sol—. No es eso. Quiero llevar yo a las tropas.
El silencio estaba tan lleno de ecos como el silencio que sigue al trueno. Las mujeres lo miraban con las bocas abiertas de sorpresa. En ese silencio, los ojos de él encontraron los de Sheera y la desafiaron a negarle la posibilidad de meter las narices en el derecho que ella se había ganado a ser comandante.
—Tal vez seáis una comandante decente —continuó él tras un momento—, y tal vez hasta seáis buena dentro de unos cinco años más. Pero yo he entrenado a estas mujeres, las he forjado como a un arma; y no quiero que esa arma se quiebre por inexperiencia. Si vais a atacar a Altiokis, necesitáis un jefe fogueado.
Los ojos de Sheera estaban muy abiertos y oscuros a la luz de la vela; la sorpresa y el alivio de tener un general y luchador experimentado como Lobo rivalizaban en ella contra el resentimiento de que la suplantaran y la relegaran a un segundo lugar.
—¿Lo haríais? Quiero decir…, pensé… —El resentimiento disminuyó y desapareció, y Lobo sonrió por dentro.
—Bueno, ambos pensamos muchas cosas bien distintas —gruñó—. Y si voy a enredarme con magia de todos modos, quiero asegurarme de que el trabajo se haga bien.
Hubo un momento de suspenso en que no se supo si las cabecillas del movimiento de resistencia de Mandrigyn se comportarían como conspiradoras serias y duras o como escolares excitadas, y por desgracia, ganó el instinto. Wilarne rodeó con sus brazos a Lobo del Sol y le dio un beso entusiasta en la boca, seguida con rapidez por Gilden, Sheera, Ojos Ámbar y un abrazo de oso de Denga Rey. Lobo del Sol se las sacó de encima con aparente disgusto.
—Sabía que sucedería esto cuando me puse a trabajar para un grupo de faldas —se burló.
Gilden le replicó enseguida:
—Esperabais que sucediera, diréis.
Lobo volvió a notar que Yirth lo miraba desde las sombras; sintió otra vez la curiosidad en esos ojos verde mar. Le devolvió una mirada brillante.
—¿Qué pasa? ¿Nunca habéis visto cambiar de idea a un hombre?
—No —admitió la maga—. Los hombres se enorgullecen de su inflexibilidad.
—Os haré pagar por eso —le prometió él y por primera vez vio una respuesta brillando en las profundidades sardónicas de sus ojos.
Luego, la chispa se apagó como una vela sumergida en el agua; la maga giró en redondo en el momento en que él levantaba la cabeza al oír un sonido de pisadas sobre la grava húmeda del sendero del jardín. Un momento después se abrió la puerta del invernadero y entró la mujer que llamaban Gorda Maali.
Gorda Maali era claramente una de las mujeres de Ojos Ámbar, el tipo más bajo de prostituta que sigue los campamentos de los guerreros, la clase de mujer a la que la mayoría de los mercenarios se refería con un nombre tan descriptivo como irrepetible. Tal vez tenía treinta y cinco años pero parecía de cincuenta, inmensa, fanfarrona y fuerte, con una cara dura que nunca había sido hermosa y ahora estaba marcada por la pobreza y la humillación. Los ojos eran límpidos, azules y alegres. Lobo del Sol no habría querido emborracharse con ella si ella supiera que tenía dinero encima.
Vestía un traje sucio y verde, y claramente no llevaba ropa interior. Unos rizos color cobre le colgaban sobre los hombros como los de una jovencita. El efecto era casi tan horrible como el olor de su perfume.
Se detuvo y dijo:
—He visto a Tarrin.
Sheera se había puesto de pie, la cara llena de excitación y vida.
—¿Y…?
—Dice que no lo hagáis.
Sheera se dejó caer como si le hubieran golpeado; la impresión y la incredulidad le separaron los labios pero no dijo nada.
La que habló fue Ojos Ámbar.
—¿Dijo por qué? —preguntó en voz baja.
Gorda Maali asintió con los ojos bajos.
—Sí —respondió con suavidad—. Dice…, y estoy de acuerdo con él…, dice que si atacamos la ciudadela mientras Altiokis y sus hombres están aquí, teme por la gente de aquí. Los que no han participado en esto, los que sólo quieren que los dejen en paz. Dice que el viejo bastardo los masacraría sin dudar. —Levantó la vista, los ojos preocupados pero valientes—. Y lo haría, Ámbar. Yo sé que lo haría.
Hubo un silencio y la mirada de la gorda pasó, llena de preocupación, de Ojos Ámbar a Sheera y a las caras de los demás, uno por uno: Denga Rey, Gilden, Wilarne, Yirth, Lobo del Sol. Lobo del Sol rompió el silencio.
—Tiene razón —dijo.
—Mi señor Tarrin —dijo Maali, tartamudeando—, mi señor Tarrin… dijo que no compraría su libertad ni la de la ciudad a ese precio. Dice que antes preferiría morir como esclavo.
Dos días después, bajo órdenes del gobernador en funciones. Can, la mayor parte de la población de Mandrigyn salió a la calle de Oro, que llevaba de la ciudad hasta la puerta de las tierras altas, a dar la bienvenida a Altiokis de Acantilado Siniestro, Mago Rey de las montañas Tchard. Aunque las multitudes que rodeaban el camino eran numerosas (las tropas del gobernador iban de casa en casa para asegurarse de eso) todos permanecían silenciosos. Hasta los que habían dado la bienvenida a los soldados que terminaron con los problemas de sucesión en la ciudad diez meses antes se asustaban ante el nombre de Altiokis.
En medio de la multitud, vestido con su traje de jardinero, castaño y emparchado, con Gilden y Wilarne en sus velos de telas brillantes, riendo colgadas de sus brazos, Lobo del Sol miró entrar al Mago Rey.
—Nunca ha bajado hasta aquí, no desde Paso de Hierro —murmuró Gilden con su tono práctico y calmo debajo de la forma cariñosa con que su mejilla rozaba el brazo de Lobo del Sol—. El capitán de sus mercenarios se llama Águila Negra, llevó sus tropas a la ciudad, con Derroug y Can y algunos de los otros jefes del consejo que Tarrin había exiliado. Ojos Ámbar me dijo…
Una llamada atronadora de trompetas se elevó sobre el ruido de los cuernos de batalla, cortando las palabras. Lobo levantó la cabeza mientras esos sonidos le recorrían la espalda. Rodando como el trueno por la calle ancha, rodeada de árboles, el batido profundo de los timbales retumbaba y volaba de una pared de mármol a otra. Lobo del Sol y las chicas habían conseguido una posición en el último espacio recto de la calle de Oro, en el punto donde se unía al Gran Amarradero; más allá de las multitudes, la barca ceremonial se deslizaba brillante en el sol débil. Al otro lado del camino, sobre un balcón adornado con banderines, una de las chicas de Ojos Ámbar se preparaba para contar el número de tropas que pasaban mientras se peinaba.
—Ahí —murmuró Wilarne.
Al otro lado de la curva del terreno apareció una masa de cuerpos enfundados en negro; su paso medido se perdía en el crujido sonoro de los tambores. Cabeza como las de las hormigas, sin rostro detrás de los cascos, mirando directo hacia adelante. Lobo del Sol se preguntó, con algo de desprecio, si las mirillas eran funcionales o sólo servían para que la población no sospechara. Como los nuuwas de los jardines del palacio, esos soldados no iban armados.
—Las tropas privadas de Altiokis —suspiró Wilarne, mientras Lobo la acercaba un poco hacia él para protegerla y cubrir sus palabras. ¡Pero los antepasados protejan al hombre que crea que este pedazo de femineidad primordial necesita protección!—. Ese que monta el caballo negro, adelante, es Gilgath, capitán de Acantilado Siniestro, comandante de la ciudadela de Altiokis.
Lobo miró pensativo el bulto inhumano, envuelto, con los ojos como una única raya. Como sus hombres, Gilgath iba enmascarado y escondido detrás de su armadura. Los hombres que caminaban a su lado llevaban unas bestias arrastrándolas con traíllas. Bestias grandes, extrañas, como perros-monos encorvados, con dientes puntiagudos y ojos estúpidos y enloquecidos; ugies los llamaba lady Wrinshardin.
Más bestias acompañaban a los guardias vestidos de negro alrededor de la litera de ébano del Mago Rey. La gente se había quedado totalmente callada en las calles; los únicos sonidos eran los golpes de los tambores, firmes, poderosos como el destino del que nadie se escapa.
Al ver la litera, Lobo sintió que la piel se le erizaba. La llevaban dos caballos negros, los ojos rodeados de plata, llevados de la brida por dos guardias de armaduras negras. Pilares de ébano retorcido cuyos capiteles brillaban con ópalo y nácar sostenían las cortinas, negras como la muerte; en los sitios en que estaban corridas, el interior de la litera aparecía oculto detrás de persianas pesadas de madera negra tallada. Lobo del Sol, que era más alto que cualquiera de los que estaban a su alrededor en esa multitud, en su mayoría femenina, levantó el cuello pero no pudo ver nada del mago, excepto una sombra quieta, negra, inmóvil contra la negrura de los almohadones.
Y sin embargo, al ver la litera algo se movió dentro de Lobo del Sol, rabia y una emoción más profunda que la rabia, rechazo, asco y odio implacable. El impacto de sus sentimientos le sorprendió y al mismo tiempo supo que estaba mirando la corrupción. Y detrás de eso, llegó la seguridad horrenda y asquerosa que alguna vez había sentido ante los encantamientos de los demonios de los pantanos norteños: la seguridad de que estaba mirando algo que no era del todo humano.
Esto no era un demonio, lo sabía, y trató de abrirse paso en la multitud para seguir la litera con los ojos. Pero algo…
Llegó empujando hasta el borde de la multitud apretada cuando la litera bajó a la superficie del amarradero y hacia la barca que le esperaba. Ninguna serpiente, ninguna araña, ninguna cosa rastrera y sucia lo había afectado con un desprecio tan frío, y se estremeció por un instante ante lo que saldría de allí dentro. La distancia y el ángulo le confundían la visión; Gilgath, el comandante de la ciudadela, desplegaba a sus soldados a través del túnel cubierto del Puente Espiralado, para vigilar la ruta de los canales hacia el palacio del gobernador. Detrás de él, se acercaron otros pasos marchando por la calle angosta: el resto de las fuerzas de Altiokis.
Luego, Lobo oyó una sola voz profunda que gritaba:
—Arresten a ese hombre.
Se dio la vuelta y se encontró mirando la cara de Águila Negra, capitán de las tropas mercenarias de Altiokis.
Águila no había cambiado desde que acamparon juntos en el este. Los sardónicos ojos azules todavía reflejaban una expresión de amarga diversión cuando Lobo del Sol se dio la vuelta para huir, pero se encontró rodeado por civiles y por tropas de la ciudad que corrían hacia él desde todas partes. Gilden y Wilarne se habían hundido en la multitud y ya corrían en distintas direcciones para comunicar las novedades a Sheera. Águila impulsó su caballo negro hacia Lobo del Sol, mientras los arqueros se reunían alrededor de sus estribos y si Lobo recordaba bien las especialidades de Águila, no existían muchas posibilidades de que fallaran el tiro. Los civiles se alejaban a gritos, aterrorizados. Alguien le tomó el brazo desde atrás y le apoyó la hoja de una espada en las costillas; Lobo se agachó y amagó un golpe. Una flecha le rozó el hombro y se clavó en el cuerpo del hombre que estaba detrás.
Lobo tomó la espada de las manos de su atacante y se dio la vuelta para enfrentarse a ellos; arrojó a otro en el camino de otra flecha y corrió hacia la boca del callejón más próximo. Un hombre se interpuso en su camino, atacándole con una alabarda; él paró el golpe, pegó un tirón y saltó sobre el arma que caía. La multitud se alejaba a la carrera frente a él. Los mercenarios de Águila y las tropas de la ciudad rompieron filas para perseguirlo.
Se hallaba muy cercado, se daba cuenta de eso. Cortó la cara de otro hombre y se giró para golpear a un tercero. Aunque la batalla lo concentraba, se dio cuenta de un movimiento en el amarradero, una sacudida de las cortinas negras…
Algo, no supo qué, como una nube confusa y humeante, le golpeó la cara, y él se dio la vuelta para defenderse. Su espada se clavó en el aire con un halo de rayos rojos que estallaban. Justo en el momento en que se percataba de que era una ilusión para distraerlo y romper su concentración, algo le golpeó en la nuca y la oscuridad se cerró a su alrededor.