15

Desde Pergemis, el camino doblaba al noroeste, primero a través de los ricos campos de cultivo y los bosques de la costa de la Ensenada, luego a través de las primeras colinas llenas de niebla, verdes, en las que la nieve yacía leve sobre el suelo, marcada por las huellas de zorros y castores. En verano habría sido posible llevar un barco desde el puerto, alrededor del vasto martillo de tierra rodeado de acantilados y a través de la puerta de las islas hasta la ciudad puerto de Mandrigyn, debajo de las paredes mismas de Acantilado Siniestro. Pero el mundo estaba atrapado en las garras de hierro del invierno. Halcón de las Estrellas y Anyog entraron lentamente en los dominios del Mago Rey, por tierra, lo mejor que pudieron.

En las colinas altas, las lluvias se convirtieron en nieve y los vientos soplaron hacia ellos desde las tierras altas y pedregosas que quedaban más arriba. Cuando podían, se detenían en los poblados, en las nuevas villas de comerciantes y cazadores o en los viejos asentamientos de los clanes de los barones, que una vez reinaron sobre esas tierras y ahora vivían en un atraso altanero en las profundidades de las selvas sin huellas.

Halcón de las Estrellas descubrió que la marcha era mucho más lenta de lo que había anticipado, porque Anyog, a pesar de su compañerismo de hombre que nunca se quejaba, se cansaba pronto. En ese clima, en esa región, una hora o dos de camino dejaban gris y jadeante al pequeño profesor y el tiempo se acortaba cada vez más a medida que seguían adelante. Ella se habría burlado de esa debilidad en uno de sus hombres y habría usado el látigo de su lengua para apresurarlo. Pero no podía hacerlo. El viejo había decidido arriesgarse a los peligros de un viaje en invierno por ella cuando debería haberse quedado quieto en la cama, esperando que se curaran sus heridas. Además, admitía ante sí misma, había terminado por sentirse muy apegada al viejo chivo.

Nunca antes sus sentimientos personales la habían llevado a tolerar la debilidad en otro. ¿Me habré vuelto blanda?, se preguntaba. ¿Fueron esas semanas en la casa de Pel Pasolargo? ¿O es algo que hace el amor con uno, hacerlo también más bueno en las relaciones con los demás?

Enfrentarse con las irracionalidades del amor que descubría en su alma la asustaba. Sus celos de la pobre Gacela habían sido tan absurdos como su empecinamiento en seguir con una búsqueda sin sentido en favor de un hombre que casi con seguridad ya estaba muerto y que, además, nunca le había hablado de amor. Sabía que se estaba comportando como una estúpida, pero la idea de renunciar y volver sobre sus pasos hacia Pergemis o hacia Wrynde era para ella tan intolerable que le dolía. La meditación aclaraba su mente y le calmaba, pero no le daba respuestas, podía alcanzar el Círculo Invisible pero sin encontrar a ninguna otra persona.

Con razón, Lobo siempre se había mantenido lejos del amor. Se preguntó cómo encontraría el valor para decirle que le amaba y lo que él diría el día en que lo hiciera, si se daba el caso.

Y con el amor, descubrió que se había mezclado también la magia.

—¿Por qué no seguisteis adelante hasta ser un mago? —preguntó una noche mientras miraba cómo Anyog hacía que brotara el fuego en la pequeña pila de astillas y palos y lo cuidaba con un gesto de sus dedos huesudos—. ¿Fue sólo el miedo a Altiokis?

Los ojos negros, rápidos, titilaron mientras la miraban, con el reflejo brillante de las chispas.

—Miedo y nada más.

Anyog extendió las manos hacia la llama. Eran tan delgadas que la luz parecía brillar a través de ellas. Las arrugas blancas de sus muñecas y las de su cuello estaban sucias y grises.

Halcón de las Estrellas le miró por un momento; él estaba agachado como un grillo sobre la pequeña llama. Luego, ella miró sobre su hombro hacia la oscuridad que siempre parecía colgar sobre las tierras altas del norte.

Él leyó el gesto y sonrió con astucia.

—No sólo de nuestro amigo inmortal —explicó—. Aunque admito que ésa era la primera preocupación que tenía cuando dejé al maestro que me enseñó y tomé el camino hacia los climas más soleados del sur.

»Mi maestro era un hombre viejo, un ermitaño que vivía en las colinas. De niño, ya sabía que tenía el poder, podía encontrar cosas que había perdido o comenzar fuegos mirando pasto seco. Podía ver cosas que otra gente no veía. Ese viejo era un místico, un loco, decían algunos, pero él me enseñó…

Anyog hizo una pausa, mientras miraba el color tembloroso de la llama.

—Tal vez me enseñó más de lo que sabía. Probé el poder entonces, ¿sabéis? —La miró, de pie ante él, a través del fuego que saltaba y tocaba en su cara cada una de las líneas y arrugas de alegría y disipación—. Probé la gloria…, probé la magia…, y probé lo que costaría la gloria. Él era un viejo tímido, le aterrorizaban los extraños. Tuve que cazar para él durante dos semanas antes de que me quisiera ver. Desconfiaba de todos, de todo…, y todo por miedo a Altiokis.

Halcón de las Estrellas se quedó callada mientras recordaba la celda blanca en el distante convento y el espejo colocado en un ángulo de las paredes. En algún lugar de los bosques, aulló un búho que cazaba sobre alas silenciosas. Los caballos patearon sus maniotas, golpeando la nieve congelada.

Los ojos oscuros de Anyog estudiaban la cara de Halcón de las Estrellas y se preguntaba si entendía.

—Significaba dejarlo todo por una sola cosa —dijo Anyog—. Incluso entonces, yo sabía que quería viajar, aprender. Amaba las bellezas pequeñas, brillantes de la mente. ¿Qué es la vida sin poesía, sin ingenio, sin música? ¿Sin las frases depuradas y la filosofía que se afila contra la de los demás? Mi maestro vivía escondido y seguiría sin ver a nadie durante años. Si yo me convertía en un mago como él, eso significaba el mismo tipo de vida.

El viejo suspiró y se dio vuelta para recoger el asador de hierro. Empezó a ponerlo en su lugar sobre el fuego.

—Así que elegí esas pequeñas bellezas y dejé de lado la gran belleza solitaria y única. Me convertí en estudioso, maestro, bailarín, poeta: mi Canción del perro de la luna y el hijo del océano se cantará en los Reinos Medios mucho después de que me haya ido. Y fingí que no me arrepentía. Hasta esa noche en la posada, cuando me preguntasteis si mi seguridad me había dado felicidad. Y no pude decir que sí.

Desvió la vista y colocó los pedazos del conejo que ella había matado por la tarde sobre los largos asadores de hierro. Halcón de las Estrellas no comentó nada, pero buscó afanosamente en la montura de la mula los panes de cebada y una olla para fundir la nieve y hacer agua potable. Recordaba la seguridad cálida de la casa de Pel Pasolargo y el hecho de que ella no había dudado ni por un segundo en dejarla para seguir su búsqueda.

—Y además —continuó Anyog—, tuve miedo de la Gran Prueba. Sin pasar por ella, nunca habría llegado a tener mi poder completo de todos modos.

—¿Qué es? —preguntó Halcón de las Estrellas, sentada frente a él—. ¿Podríais pasar por ella ahora, antes de que llegáramos a Acantilado Siniestro?

El viejo meneó la cabeza; a ella le pareció que los músculos agotados de sus mandíbulas se tensaban con el miedo bajo el temblor de la luz del fuego.

—No —dijo—. Nunca aprendí la magia suficiente para pasarla y lo que aprendí… hace mucho que no lo practico. La prueba mata a los débiles y a los que no nacieron magos.

Ella frunció el ceño.

—Pero si la pasarais…, ¿os haría inmortal, como Altiokis?

—¿Altiokis? —Las cejas aladas se hundieron de pronto sobre su nariz. Por un instante, ella lo vio no como a un hombrecito miserable, medio enfermo, sino como a un mago, un eco del poder que había conocido—. Bah… Altiokis nunca pasó la Gran Prueba. Según mi maestro, nunca supo siquiera qué era. Él lo conocía, ¿sabéis? Vanidoso, perezoso, superficial…, el peor de todos.

Podría haber sido un poeta clásico hablando del último escritor de baladas populares. Halcón de las Estrellas sonrió a medias.

—Pero tenéis que admitir que él está allá arriba y vos aquí, escondido. Tiene que haber adquirido el poder de algún modo.

La voz de Anyog se hundió, como si tuviera miedo de que hasta los vientos pudieran oírlo, ahora que estaba tan cerca de la ciudadela del Mago Rey.

—Sí —afirmó en voz baja.

La mirada de Halcón se hizo más penetrante y recordó la humeante oscuridad de la posada de Foonspay y al anciano delirando inmóvil ante el fuego moribundo, mientras Gacela estaba de pie, escondida en las sombras del pasillo.

—Ya hablasteis de ello antes —dijo Halcón.

—¿Lo hice? No me di cuenta. —Atizó el fuego, más por hacer alguna cosa que por ser realmente necesario. El viento trajo las voces melodiosas y distantes de los lobos de las colinas lejanas—. Mi maestro lo sabía, pero muy pocos más lo sabían. Si Altiokis hubiera sospechado que el secreto se sabía, habría supuesto que mi maestro lo había enseñado a otros. Me hubiera encontrado.

—¿De dónde obtiene Altiokis el poder?

Anyog mantuvo silencio durante unos momentos, contemplaba el fuego y Halcón de las Estrellas se preguntó si le contestaría alguna vez. Cuando había decidido ya que nunca lo haría, él dijo en voz queda:

—Del Agujero. Se les llama Agujeros en el mundo, pero creo que Agujeros entre mundos sería más correcto. Porque se dice que hay algo que vive allí… otras cosas además de los gaums que comen los cerebros de los hombres.

—Gaums… —empezaba Halcón.

—Oh, sí. Mis sobrinos creen que son parecidos a libélulas, pero son cosas, o lo que sea, que vienen de los Agujeros. No tienen mente y comen las mentes de sus víctimas, y por ello sus víctimas quedan como estúpidos… nuuwas en realidad. Los Agujeros aparecen… oh, a veces, después de varios centenares de años. Mi maestro decía que están regidos por el curso de las estrellas. La luz del sol los destruye… aparecen de noche y se desvanecen con el alba.

Algo se movió, oscuro contra el fondo abigarrado de la nieve quebrada y las viejas agujas de pino. Anyog levantó la vista con un jadeo como ante las pisadas de un enemigo, y Halcón de las Estrellas siguió su mirada y vio el brillo verde y breve de los ojos de una comadreja. El anciano se dejó caer, temblando, mientras se frotaba las manos.

Finalmente continuó.

—Los Agujeros se van con la luz del sol, como los gaums, si no encuentran una víctima antes. Pero Altiokis protegió este Agujero. Se dice que construyó una choza de piedra sobre él en una sola noche y a partir de aquel momento crecieron sus poderes. Esa cosa anima su carne y le da vida, pero él ha cambiado desde entonces. No sé. —Meneó la cabeza, con cansancio, de nuevo un anciano enfermo, presionado—. Sólo tenía que esperar a que murieran los grandes magos de su generación y matar a sus seguidores antes de que llegaran a la grandeza. Como me matará a mí.

La voz le temblaba de cansancio y desesperación; al mirarlo a través del brillo de topacio del fuego, Halcón de las Estrellas vio lo pálido que estaba, lo oscuras que parecían esas cejas locas contra la piel consumida. Como si él hubiera sido un nuevo soldado, un muchacho asustado antes de su primera batalla. Halcón de las Estrellas le dijo para alentarlo:

—No os matará.

Dejaron el silencio mágico de las colinas para trepar el valle del Agua Grande.

Alimentado por las lluvias poderosas de las tierras altas, el río del Agua Grande rugía en plena crecida, extendiendo sus canales a través de la región angosta y pantanosa que yacía entre los acantilados más altos, convirtiendo las cimas de las colinas en islas y llevando a los granjeros que vivían de su suelo hacia sus villas de invierno en las laderas, más arriba. Halcón de las Estrellas y Anyog anduvieron por las colinas rocosas que bordeaban las tierras anegadas, siempre mojados, siempre con frío. Anyog contaba cuentos y cantaba canciones; no hablaban ni de la magia ni de Altiokis.

Cruzaron el río una docena de veces ese día, sobre pequeños canales cenagosos de la corriente principal o sobre arroyos blancos e hirvientes que tenían canales permanentes. En uno de esos cruces, perdieron el equipaje y casi también la mula. Halcón de las Estrellas sospechaba que la lucha contra las aguas furiosas había roto algo dentro de Anyog; después de eso, tuvo siempre un tono blanco en la boca y no pudo viajar más de unos pocos kilómetros sin descansar.

Ella siempre había sido una comandante eficiente y poderosa que usaba su fortaleza para obligar y arrastrar a sus hombres detrás de ella. Pero descubrió que sus miedos por Lobo del Sol, aunque no habían disminuido, dejaban un lugar en ella para preocuparse por el anciano, que, ahora lo sabía, nunca podría ayudarla. Dejó de viajar un día para darle un respiro mientras ella cazaba cabras de las montañas altas y rocosas hacia el noroeste.

Volvía de cazar cuando encontró las huellas de los mercenarios.

Era una banda pequeña, probablemente no más de quince, adivinó, mientras estudiaba el rastro embarrado en la luz cada vez más leve de la tarde. Su sola presencia en el valle le confirmó que estaban sin trabajo desde hacía tres meses por lo menos, ya que las lluvias habían comenzado y vivían de la caza o el pillaje escondidos en algún lugar. Eran un grupo demasiado pequeño para que los contrataran para nada que no fuera una guerra tribal entre los barones, y la mayor parte de los barones de esa zona de todos modos no tenían dinero para contratar mercenarios y no entrarían en guerra en el invierno si podían evitarlo.

Halcón de las Estrellas maldijo en voz alta. Su experiencia con mercenarios sin trabajo le decía que siempre eran un problema y que generalmente eran ladrones de la cabeza a los pies; tendría que rastrearlos para asegurarse del lugar al que se dirigían y de lo que pensaban hacer antes de volver al campamento.

Había matado a una cabra en las altas rocas, una de esas saltadoras pequeñas y peludas de los despeñaderos, y la llevaba sobre los hombros. La colgó de la rama de un árbol para impedir que se la comieran los lobos y dejó su chaqueta con ella. Tal vez necesitaría tener las manos libres. Luego, desenvainó la espada de la espalda, donde la llevaba durante la caza, para ponerla en su cadera, volvió a armar el arco y controló las flechas. Había sido mercenaria durante mucho tiempo: no mantenía ilusiones sobre su propia gente.

El rastro era fresco; la bosta de los pocos caballos del grupo todavía humeaba en la noche helada. Encontró el lugar en que se habían apartado de la huella principal a través de las colinas al ver el fuego del campamento de Anyog. Todavía podía ver el humo que se elevaba sobre los árboles desde la hondonada boscosa en que ella lo había dejado. Mientras se deslizaba cautelosamente entre las rocas que cubrían la huella que bajaba hacia la hondonada, empezó a oír sus voces y sus risas.

Murmuró palabras que daban más crédito a su imaginación que a su educación en un convento. Querían caballos, claro. Esperaba por la Madre que Anyog tuviera sentido común y no se resistiera, no porque eso fuera a ayudarle demasiado si estaban borrachos. Y por el sonido de las risas, lo estaban.

Había elegido con cuidado el lugar del campamento: una cañada rodeada de árboles pequeños con un mínimo de grandes piedras, difícil de espiar e imposible de atacar sin ser visto. Ahora apretó su cuerpo contra el tronco del árbol más grande y miró el valle.

Había una docena de hombres y estaban borrachos. Uno o dos de ellos le parecieron familiares: los mercenarios siempre se cruzaban unos con otros y la mayoría de ellos conocía a los demás de vista. El cabecilla era un hombre cuadrado, peludo, vestido con un jubón grasiento cosido con placas de hierro. Anyog estaba arrodillado frente a él apoyado en manos y rodillas, con la cabeza gris inclinada y cubierta de sangre.

A esa distancia, era difícil oír lo que decía el cabecilla, pero era obvio que los ladrones ya se habían apropiado de las cabalgaduras. Halcón de las Estrellas veía los dos caballos y la mula entre los pequeños caballos agotados al final del claro; el campamento estaba sembrado de instrumentos de cocina y un par de mujeres de pelo desarreglado, las comunes prostitutas seguidoras de los campamentos, se encontraban de pie entre el círculo de hombres con los petates de ella y de Anyog en las manos. Halcón de las Estrellas casi no sentía la furia en medio de sus cálculos. Los caballos estaban descuidados en el extremo del campamento; la mayor parte de los hombres rodeaba al cabecilla mirando cómo se divertía con Anyog. Los animales la cubrirían un poco más si lograba alcanzarlos.

Hubo más risas en el círculo de hombres; un par de ellos se peleaban para ver mejor. Ella vio que la mano del jefe se movía y Anyog empezaba a arrastrarse, evidentemente para buscar algo entre las agujas embarradas de los pinos. El capitán de los mercenarios, muerto de risa, sacó la bota y pateó al viejo en el costado. El viejo rodó. Empecinado, resignado, como un perro, volvió a ponerse a cuatro patas y a arrastrarse.

Halcón de las Estrellas conocía el juego; pagar por los caballos, se llamaba. Un jugador arrojaba monedas a más y más distancia y hacía que el pobre bastardo se arrastrara a buscarlas mientras todos lo pateaban. El juego se acompañaba de otros, como meter la cabeza del alcalde de una ciudad en el agua u obligar a su mujer a limpiar las botas del capitán con su cabello, el tipo de cosa que se hacía durante el saqueo de una ciudad. Era muy, muy divertido si uno estaba borracho, claro, o acababa de sobrevivir a una batalla que podría haberlo dejado con las tripas fuera para alimento de los gatos del lugar.

Pero así, sobria, al ver cómo lo hacían con un hombre que no le había procurado más que dulzura y ayuda, Halcón de las Estrellas sintió rabia y asco. Era parecido a una violación y ahora se daba cuenta; como una violación, podía terminar en el descontrol absoluto, con la muerte de la víctima.

Halcón empezó a deslizarse a través de los árboles hacia el final de la cañada. La oscuridad que se acentuaba la ayudó. Había estado muy cubierto durante todo el día; la nieve había caído levemente en la región alta donde había cazado; el mundo olía a lluvia y heladas. Por otra parte, los hombres, además de borrachos, estaban totalmente concentrados en su juego. Patearon de nuevo a Anyog y él se quedó donde estaba. Era difícil decirlo en el crepúsculo pero a Halcón de las Estrellas le pareció que sangraba por la boca. En ese momento, decidió que los mataría a todos, aunque no lo lastimaran más. Una de las seguidoras del campamento, una puta de unos dieciséis años, fue hasta el viejo y lo pateó para que se levantara; Halcón de las Estrellas vio cómo se movían las manos de Anyog cuando lo intentaba.

Los mercenarios se cerraron en un círculo a su alrededor.

A Halcón de las Estrellas le llevó unos segundos más cortar las riendas de los caballos de la cuerda a la que estaban atadas, los hombres reían y gritaban y no la vieron hasta que estuvo a caballo. Disparó con calma y sin rabia. Su primera flecha mató al capitán por el cuello, por encima del jubón con placas de hierro; la segunda, acabó con la prostituta entre los senos.

Estaba a caballo; la altura y el peso del animal le daban algo de ventaja sobre el número de hombres, aunque más tarde pensó que habría matado a los doce incluso a pie. Llegó galopando sobre ellos desde la oscuridad mientras la última luz del día brillaba sobre la hoja de su espada como sobre la guadaña de la Diosa de la Muerte en los viejos días: silenciosa, inhumana como la Estrella de la Plaga. Mató a dos antes de que hubieran sacado sus armas y el caballo terminó con un tercero: se puso de pie sobre dos patas cuando se le acercaron demasiado y le aplastó la cabeza con sus herraduras de acero. Otro hombre la asió de la pierna para bajarla de la montura y ella le arrancó las manos por debajo de las muñecas. Lo dejó de pie, gritando y mirando los muñones sangrientos, mientras se daba vuelta y decapitaba a la otra prostituta y a otro hombre que trataba de atraparla desde el otro lado. Dos hombres se aferraban y tiraban de la brida para que el caballo se cayera; Halcón de las Estrellas clavó los talones en el animal y lo hizo avanzar hacia adelante. Ellos tuvieron que soltarse o dejarse pisar. Hirió a uno en el hombro mientras pasaba y él se derrumbó, aullando y pateando en la masa húmeda y pisoteada de agujas de pino.

Todo eso lo hizo con calma, sin sentimiento. Era una profesional en asuntos de muerte y era buena en su trabajo; sabía lo que quería hacer. Los hombres corrían en todas direcciones, borrachos y confundidos. Alguien llegó a los paquetes; un momento después, una flecha se hundió en la montura a unos centímetros de la pierna de Halcón de las Estrellas. Ella dio la vuelta al caballo y cabalgó contra el hombre. Otra flecha silbó a su lado más lejos. El hombre tenía la mano errática de miedo y ginebra barata; dejó caer el arco y corrió y ella le hirió por la espalda cuando lo alcanzó.

Acabó con los hombres que perseguían los caballos con flechas, como si fueran liebres. Sólo el último se dio la vuelta y luchó, espada contra espada cuando ya no tuvo más flechas. Y aunque para entonces ella estaba de pie y él era más grande y más pesado, ella contaba con la ventaja de la velocidad.

Sacó la hoja roja de su espada de entre las costillas de ese último enemigo, la limpió contra la ropa del muerto y se dio la vuelta hacia donde estaba Anyog en el barro pisoteado. El brillo frío de la batalla todavía colgaba de sus manos; miró el cuerpo encogido y pensó: Otro que está muerto.

Luego, el dolor la golpeó de pronto, como el aullido de un lobo a la Luna.

Miró a su alrededor los cuerpos que yacían como bultos oscuros de barro contra el brillo un poco más claro de las agujas de pino. El aire se hallaba cargado de olor a sangre como un campo de batalla; ya estaban llegando zorros desde los bosques: olían la carroña. Por la noche, habría lobos. Halcón de las Estrellas vio que al menos uno de los mercenarios era una mujer, algo que no había notado en el calor de la lucha. Y ninguna de esas muertes traería de vuelta a Anyog.

Se arrodilló junto a él con suavidad y le dio la vuelta. El aliento del viejo se detuvo en un jadeo de dolor; comprobó que no estaba realmente muerto, pero tendría que ser un mago muy poderoso si quería escaparse de la oscuridad ahora. Alrededor de ella, los árboles empezaron a murmurar bajo la lluvia.

Halcón de las Estrellas trabajó en la noche haciendo un refugio en círculo para él y para el fuego y construyendo una rastra. Más allá del círculo de la luz del fuego, sentía un movimiento continuo, pequeños gruñidos y corridas y grandes ojos verdes que brillaban con el reflejo de la luz. El único caballo que había salvado, uno de los de Pel Pasolargo, estornudaba de miedo y se sacudía en la atadura, pero nada los amenazaba desde la oscuridad lluviosa. La carne era fresca y suficiente como para satisfacer a una manada.

La aurora húmeda brillaba apenas a través de los árboles cuando siguieron su camino. Halcón de las Estrellas recogió la comida que habían dejado los mercenarios, más varios sacos de licor crudo (Blanco Ciego, lo llamaban) y todas las flechas que pudo recobrar. Mientras ataba a Anyog a la rastra, los ojos oscuros se abrieron, brillantes de dolor y el viejo murmuró:

—¿Paloma?

—Estoy aquí —dijo ella, gruñona—. Lamento…

La voz de él era como un hilo.

—No podía dejar que os enfrentarais a Altiokis…, sola…

Tosió y escupió sangre. Halcón de las Estrellas se puso de pie y fue a colgar el resto de sus pocos alimentos sobre los distintos ganchos de la montura, mientras luchaba contra la culpa que crecía en ella ahora que comprendía de pronto la razón por la cual Anyog se le había unido en esa búsqueda sin esperanza. Se quedó de pie un momento, apoyando la cabeza dolida contra la cruz del caballo mientras la lluvia caía por su cabello pálido, empapado. Ram había puesto todo su coraje entre sus manos, como dijo, y le había hablado; ella lo había rechazado. Tal vez era la edad de Anyog la que le impidió hablar, o tal vez la seguridad de que su amor por ella no era correspondido. Pero fue el viejo, no el joven, el que la acompañó hasta la muerte.

Halcón de las Estrellas suspiró. Había aprendido hacía ya mucho tiempo que llorar sólo era una pérdida de tiempo. Tenían un largo camino por delante.

Anochecía cuando llegaron a un refugio. Como no podía explorar el terreno, Halcón de las Estrellas siguió el rastro de los mercenarios hacia atrás con la esperanza de que hubieran pasado la noche en un lugar no demasiado expuesto. La lluvia era un poco más leve en la tarde pero el frío era más agudo, y empezó a tener miedo de que nevara. El camino conducía hacia arriba por las huellas duras, rocosas, que subían a las colinas más altas, rodeando las lagunas inundadas y profundas y los pantanos salados que las rodeaban. Al final, llegaron a un valle alto, una especie de bahía tallada entre acantilados con una capilla que parecía haber brotado por sí misma de las piedras llenas de líquenes.

La capilla estaba sucia. Obviamente había servido de establo y el altar había sido degradado aún más por los actos groseros de los que eran capaces los hombres borrachos y violentos cuando estaban aburridos. Halcón de las Estrellas estaba acostumbrada a este tipo de cosas y además la habían criado en la creencia de que la adoración del Dios Triple era herejía intelectualizada; sin embargo, la ofendía que hubiera hombres capaces de tratar así las cosas sagradas sólo porque eran sagradas.

A pesar de todo, el techo permanecía intacto y la única puerta era suficientemente estrecha para impedir la entrada de animales salvajes si se encendía un fuego allí. Halcón de las Estrellas limpió un lugar en medio del desorden para acostar a Anyog, reunió madera húmeda y luego se curtió los nudillos con acero y piedra para encenderla.

Sin embargo, Anyog era demasiado duro y empecinado para morir rápido. Se demoró en las fronteras nubosas de la muerte, a veces en un sueño frío que ella habría confundido con la muerte misma a no ser por el silbido doloroso de su aliento; otras veces, llorando y delirando débilmente sobre Altiokis, sobre los nuuwas, sobre su hermana o cantando fragmentos de poemas y canciones con una vocecita cascada como el crujido de una puerta vieja. A ratos, estaba lo suficientemente lúcido como para reconocer el cabello cortado de ella y su jubón unido con cobre como marcas de un mercenario y luchaba con la determinación de un hombre débil contra el agua con que ella lo lavaba o el cereal con que lo alimentaba.

En la tercera noche, a Halcón de las Estrellas se le ocurrió que lo más sensato era matarlo y seguir con su búsqueda. No había esperanza de que se recuperara; incluso si lo que quedaba de la poca magia que le habían enseñado hubiera sido suficiente para traerlo de vuelta de la muerte, pasaría mucho tiempo antes de que pudiera embarcarse en otro viaje. De una forma u otra, tendría que liberar a Lobo del Sol de la ciudadela del Mago Rey a solas, sin la ayuda de un mago, sin esperanza de encontrar a uno ahora. Era mejor que siguiera con eso y no se retrasara más.

Pero se quedó. El frío aumentó en los altos picos y la nieve cerró más su puño sobre el valle. Todos los días, Halcón caminaba hasta los pequeños bosquecillos de álamos y abedules al final del pequeño valle, junto al arroyo, para cortar leña. Veía en la nieve las marcas de los lugares en que los ciervos habían pateado la costra de escarcha para buscar los pastos muertos que quedaban debajo; cazaba y la calma absorta de esa tarea ayudaba un poco a su corazón. Durante la noche, meditaba contemplando en la quietud del Círculo Invisible las verdades de su propia alma violenta. A pesar de su fe en la Madre, atendía el altar del Dios Triple: limpiaba la suciedad de la capilla y purgaba la piedra con fuego ritual; y en eso también encontraba consuelo.

Noche tras noche, se sentó a escuchar el murmullo lento de Anyog y a mirar la oscuridad inmóvil del valle silencioso y las tierras inundadas que quedaban más allá.

¿Qué le había pasado en esas semanas en la alta casa de piedra de Pel Pasolargo?, se preguntaba. No quería ser como ellos, como la rápida y práctica Pel, o la tranquila Gillie. ¿Por qué su mente volvía y volvía a ese lugar pacífico y a las pequeñas bellezas de las cosas cotidianas?

¿Realmente amaría a Lobo de nuevo cuando lo encontrara o descubriría que era como esos hombres que había matado: salvaje, sucio y grosero?

La Madre sabía que le había visto llevar a cabo peores injurias que ésas cuando los dos saqueaban una ciudad.

Pero su propia experiencia con la arrogancia desatada, descuidada, de la victoria le impedía pensar que lo que uno hacía en el saqueo de la ciudad era lo mismo que habría hecho a sangre fría.

¿Sería mejor si descubriera que no lo amaba, después de todo? ¿Acaso Gacela había elegido bien cuando decidió casarse con un hombre rico que la amaría siempre?

Si Lobo era un mercenario como los otros, ¿por qué lo amaba todavía lo suficiente para seguir buscándolo? Y si aún lo amaba con la misma determinación, ¿por qué no mataba a Anyog, lo enterraba y partía si de todos modos el viejo se estaba muriendo?

Meditaba esos problemas; pero las respuestas que encontraba en esa quietud no eran las que buscaba.

Una noche, el viento cambió y cayó sobre las montañas en una furia de lluvia poderosa, intermitente. Las gotas silbaban con fuerza en el pequeño fuego; Halcón de las Estrellas oía las ráfagas en las paredes de piedra de la capilla, pero dentro de la oscuridad vacía, junto al extremo del lugar sagrado, las luces del altar brillaban con un fulgor firme, hipnótico. La mente de Halcón de las Estrellas se fijó en ellas y las atrajo hacia sí y la luz y la oscuridad se fundieron y se clarificaron en una entidad, lluvia y tierra, viento y silencio, lo que se conoce y lo que todavía no es, el único Círculo del Es.

Se encontró en otra oscuridad sonora de vientos, con el lejano ruido del mar. Conocía bien el lugar, la capilla de la Madre en los acantilados, parte del convento de Santa Cherybi que había abandonado para seguir a Lobo del Sol y aprender el arte de la guerra. Había oído decir que otras monjas hacían eso, porque cada uno de los puntos del Círculo Invisible era todos los puntos, y era posible pasar de uno a otro de un solo paso según le habían dicho. La luz de la luna brillaba a través de la cúpula desnuda, el agujero del cielo, la única iluminación en ese lugar oscuro: un brillo de plata cegadora en la punta de su espada desenvainada. La paz la llenó, como siempre había sucedido en ese lugar. Se preguntó si acaso era un sueño de su pasado, pero sabía, incluso mientras formulaba esa idea, que no era así. Había pequeños cambios con respecto a lo que ella conocía (manchas del tiempo en el suelo y las paredes, ligeras variaciones en la forma en que estaban colocadas las vasijas sobre la piedra desnuda del altar oscurecido por las sombras) que le decían que realmente estaba allí y eso no la sorprendió.

Cuando vio a Lobo del Sol, de pie en la oscuridad cerca de la puerta, supo que él también estaba allí realmente y que había venido a buscarla…

Nunca había llorado de adulta. Pero cuando volvió a la oscuridad desierta de la capilla en el valle del Agua Grande, tenía las lágrimas heladas en las mejillas y la excitación y la amargura cobijadas en su corazón.

Lamento no haberlo sabido antes, había dicho él. Y sin embargo, cuando yacía muriendo en Mandrigyn, había querido venir a ella.

Tan cerca, pensó ella, si no me hubiera quedado con Gacela en Pergemis…

Pero sabía que nunca hubiera podido abandonar a la muchacha.

El dolor, la derrota y el cansancio la debilitaron; mucho después de que se acabaran sus sollozos, las lágrimas siguieron corriendo por sus ojos abiertos. Le había seguido a la guerra durante años y se habían salvado la vida uno al otro una docena de veces, casi sin pensar. Tenía que haber sabido que él moriría algún día, se dijo.

¿Le causaba pena el haber supuesto que ella estaría a su lado cuando sucediera? ¿O era esa condición estúpida, maldita, miserable que la gente llamaba amor y que había quebrado su fortaleza de guerrera sin darle nada a cambio?

Se preguntó qué haría ahora que él estaba muerto.

La casa gris de Pergemis volvió a su mente, con el sonido del mar y el maullido de las gaviotas que volaban en círculos. Pel Pasolargo había dicho que Halcón de las Estrellas siempre tendría una casa allí. Sin embargo, trataría muy mal a Ram si lo transformaba en su segunda opción para siempre; y todavía peor si vivía en esa casa sin ser su esposa. Aunque la paz de lo que había dejado allí la llamaba todavía, sabía en su corazón que esa forma de vida, contar dinero y criar chicos y esperar que llegaran los barcos, no era la suya.

¿Wrynde? Era la paz de otro tipo, la quietud lluviosa de los inviernos y la violencia y la gloria sin conciencia de las campañas. Sus amigos mercenarios volvieron a su mente, junto con las alegrías brillantes de la batalla y la guerra. Pero lo que se sabe, ya no puede ignorarse. Un día, pensó, tal vez sería guerrera otra vez. Pero después de vivir entre las víctimas, sabía que nunca podría cabalgar en el saqueo de una ciudad.

Las luces del altar temblaron. Mientras caminaba a través de la oscuridad de la capilla para cuidar de las velas, hizo automáticamente la señal de respeto, aunque era un lugar sagrado de los Tres y no de la Una. La adoración del Dios Triple siempre le había parecido estéril y comercial; y de todos modos, sabía que el ritual era para beneficio del adorador y no por una necesidad del dios.

De pie en silencio junto al altar, se le ocurrió que podría quedarse allí.

El guardián de la capilla había sido expulsado o asesinado por los mercenarios que acampaban allí, pero el edificio había estado habitado hasta hacía poco. Incluso en las profundidades del lugar sagrado, llegaban hasta ella el llanto del viento y las ráfagas esporádicas de lluvia; amanecería pronto; el valle alrededor de la capilla era una oscuridad vacía, habitada sólo por vientos, lobos y ciervos. Tener esa vida, esa paz…, ese lugar de meditación y soledad, un lugar para descubrir su camino…

Bajó del altar y cruzó la oscuridad una vez más, hacia el nicho de la pared donde dormía Anyog, como un cadáver que ya estuviera esperando el entierro.

Él también la había amado, pensó. Le parecía que el padre de Lobo del Sol tenía razón, después de todo; el amor sólo traía dolor y muerte como la magia traía soledad.

Pero como había descubierto Anyog —y como ella, para su dolor, estaba descubriendo ahora— la falta de los dos suponía algo infinitamente peor.

¿Por qué Mandrigyn?, se preguntó de pronto.

Él había dicho Mandrigyn, no Acantilado Siniestro… ¿Qué hacía Lobo en Mandrigyn?

A la distancia, un rostro de mujer volvió a su mente, la mujer morena que había visto por un segundo en la carpa de Lobo del Sol la noche en que él le había mostrado la carta. Sheera Galernas de Mandrigyn…, un asunto de interés para vos…

Se quedó inmóvil en la oscuridad de la capilla, mientras la mente le saltaba ya hacia adelante.

Madre Santa, ¿no cambió de idea y aceptó la propuesta después de todo?

¿Y por qué no decírselo a nadie? ¿Por qué la aparición de Ari? Nunca habría dejado a su tropa para volver a casa solo…

¿Y cómo se hizo lo de la aparición de Ari, en realidad?

¿Había otro mago en esto? ¿O un mago parcial, como Anyog uno que no hubiera pasado nunca por la Gran Prueba?

¿Qué diablos estaba haciendo Lobo en Mandrigyn?

Desde la oscuridad oyó murmurar a Anyog.

—Mi paloma…

La capilla era pequeña: un solo paso la llevó hasta él, y se inclinó para tomar una mano fría entre las suyas. En los últimos días, Anyog parecía haberse achicado hasta convertirse sólo en un pequeño esqueleto, envuelto en un traje de piel gastada. Sus rasgos eran los de una calavera; desde dos vacíos oscuros, la miraban los ojos negros, envueltos en fiebre y miedo. Ella murmuró:

—Estoy aquí.

Los labios finos exhalaron un suspiro diminuto.

—Os dejo… —murmuró él—… enfrentaos a él sola.

Ella le acarició la frente húmeda y fría.

—Todo está bien —le contestó con calma.

Afuera, la mañana lluviosa peleaba con los jirones del cielo desgarrados por el viento. A través de la puerta, Halcón veía que gran parte de la nieve se había derretido; el largo terreno del valle bajo la capilla parecía sucio y húmedo, como la tierra en los primeros anuncios de la primavera.

Pequeños dedos esqueléticos le apretaron la mano.

—Nunca tuve el coraje —suspiró él— para aceptar…

¿El amor de ella?, se preguntó Halcón de las Estrellas. ¿O la Gran Prueba, la puerta terrible del poder?

—¿Qué era? —le preguntó y le pasó la mano lastimada con suavidad sobre las hundidas mejillas.

—Secreto…, de maestro a discípulo… Tan pocos lo saben ahora… Nadie lo recuerda. Ni Altiokis, nadie…

—Pero vos lo conocíais si tuvisteis miedo —le dijo ella, mientras se preguntaba, muy atrás en su mente, si ese conocimiento le sería útil. Si había un mago no entrenado en Mandrigyn que hubiera tenido algo que ver con la muerte de Lobo…

Él meneó la cabeza con debilidad.

—Sólo los que nacen magos sobreviven —murmuró—. Los otros mueren…, y hasta para los que sobreviven…

—¿Pero qué era? —le preguntó ella.

El aliento de él salió en un jadeo pequeño y los ojos negros se cerraron.

Luego, murmuró:

—Anzid.