Si hubiera podido, Lobo del Sol habría evitado los cuidados de Yirth. Pero no podía. Durante dos días se encontró absolutamente indefenso, bebía lo poco que ella le daba, sentía que las sombras aparecían y desaparecían con el paso de los días nublados, y oía el golpeteo de la lluvia sobre las tejas o las gotas que murmuraban chismes desde los aleros. En las noches, oía cómo las mujeres se reunían abajo, oía el golpe de los pies y el ladrido agudo de la voz de Denga Rey, las órdenes cortantes de Sheera y la mezcla de voces en los jardines, cuando iban y venían de la casa de baños. Una vez, oyó unos pasos indecisos subiendo por las escaleras hacia su altillo; se detuvieron justo bajo la vuelta que daba a la puerta y esperaron un largo tiempo antes de retroceder de nuevo.
Dormía mucho. Su cuerpo y su mente estaban vacíos. A veces, le hablaban las mujeres que venían, Ojos Ámbar, Yirth, de vez en cuando Sheera, pero él no recordaba haberles respondido. No tenía sentido hacerlo.
Al tercer día pudo comer de nuevo un poco, aunque la carne todavía le producía vómitos. Por la tarde, bajó a la habitación de las macetas y arregló el daño que el descuido había hecho a sus bulbos y a los árboles jóvenes y nuevos para el invernadero. Como una chispa que tiembla lentamente y vuelve a la vida en la leña húmeda, sentía que volvía en sí pero el cansancio que colgaba de sus huesos le volvía cuidadoso: la más mínima tarea ponía en peligro su cuerpo o las cintas aún más laceradas de su alma. Cuando oía venir a Sheera al invernadero en la penumbra cambiante del anochecer, la evitaba. Se hundía en las sombras de la habitación de las macetas para deslizarse por la puerta sin que ella lo viera. Después de que las mujeres llegaron y se fueron esa noche, fue a bañarse en el agua caliente y el vapor de la casa de baños, mientras oía el viento que agitaba las ramas por encima de su cabeza; sintió, como cuando era chico, esa sensación curiosa de estar lleno de la vida nocturna que lo rodeaba.
Volvió para hundirse en un sueño limpio de pesadillas.
Las voces en el invernadero lo despertaron, murmullos furtivos y el ruido rápido de unos pies desnudos. Aunque lo cuidaba durante el día, Ojos Ámbar no había pasado la noche allí durante su enfermedad. Él se preguntaba si en el tiempo en que Sheera la había asignado para mantenerlo ocupado, ella habría encontrado otro amante. La habitación estaba vacía ahora. Lobo se levantó sin hacer ruido y llegó hasta la puerta de la escalera.
Oía las voces con claridad.
—… estúpidas, ¡nunca debisteis haberlo intentado solas! Si os hubieran atrapado…
Era la voz de Sheera y la tensión temblorosa que se adivinaba en ella desmentía el enojo de sus palabras.
—Si hubiéramos sido más, no habría ayudado —discutieron los tonos más graves de Gilden—. Sólo habrían sido más mujeres que atrapar… ¡Por Dios, Sheera, tú no estabas allí! ¡No sé lo que fue! Pero…
—¿Ella todavía está allá, entonces? —preguntó Denga Rey, severa.
Gilden debió de asentir. Después de un momento, la gladiadora siguió, con rudeza:
—Entonces, tendremos que volver…
—Pero saben que alguien está tratando de rescatarla. —Ésta era la voz de Wilarne.
Por los espíritus de mis antepasados, ¿cuántas de ellas están en esto, sea lo que fuera?, se preguntó Lobo del Sol.
Con cada una de las fibras de sigilo animal que poseía, confiando en que el ruido que estaban haciendo en el invernadero las distrajera si las escaleras crujían (aunque no debía ser así, si las había entrenado bien), Lobo se deslizó hacia abajo y se detuvo justo en el lugar en que, de haber dado un paso más, la luz hubiera iluminado su cuerpo.
Había cinco, agrupadas alrededor de la semilla de luz que brillaba sobre la lámpara de arcilla en la mesa. Un hilo de reflejo dorado delineaba la curva aguda del perfil aguileño de Denga Rey y ardía sobre sus ojos oscuros. Junto a ella estaba Sheera, envuelta en la lana roja de su bata de noche, el cabello negro extendido sobre sus hombros como algas marinas. Las otras tres mujeres iban vestidas, o desvestidas, para la batalla.
Desde su escondite, Lobo del Sol vio los cambios en esos cuerpos de huesos delicados. El músculo duro había reemplazado a la carne floja. Hasta Eo, que se alzaba sobre las dos pequeñas peluqueras, tenía algo que era bruñido, tenso, a pesar de su tamaño. Bajo las capas oscuras, vestían sólo los protectores de senos de cuero de sus trajes de entrenamiento, pantalones cortos y cinturones para los cuchillos. Llevaban el cabello bien trenzado y recogido hacia atrás; el de Wilarne estaba un poco caído por alguna pelea y ahora se derramaba como una soga asimétrica sobre su hombro izquierdo, las puntas duras y pegoteadas de sangre.
Las mujeres de Sheera, pensó él, han ido a la batalla antes de que su comandante estuviera lista. Se preguntó por qué.
Sheera estaba hablando.
—¿Cuándo la arrestaron? ¿Y por qué?
Eo la miraba fijo con ojos fríos, azules, amargos.
—¿Realmente necesitas preguntar por qué?
La espalda de Sheera se puso tensa.
—La razón es supuesta insolencia en la calle —dijo Gilden con su diplomacia acostumbrada—. Pero él habló con ella ayer a las puertas de la herrería de Eo.
Eo siguió con amargura:
—Bueno, en realidad no puede sospechar seriamente que una niña de quince años sea una traidora.
—Tuvimos que actuar con rapidez —dijo Wilarne, los ojos oscuros y almendrados anchos de preocupación—. Por eso no vinimos a clase anoche.
—Habríais hecho mejor en venir y pedir ayuda —ladró Denga Rey.
En la oscuridad de las escaleras, Lobo del Sol sintió que el enojo se alzaba en él, sobrecogedor y frío. Tisa, pensó. La hija de Gilden, la sobrina de Eo, la aprendiza. Una niña cuya torpeza adolescente iba convirtiéndose en belleza de potranca. Se preguntó si ella también había tenido una oportunidad de probar su «lealtad» a Derroug y había sido arrestada por rechazarlo.
Gilden seguía hablando.
—Pasamos la pared cerca del canal Lupris. Vencimos a dos guardias, tomamos los cuerpos y los arrojamos. Pero…, Sheera, los guardias en el compuesto del palacio mismo, ésos ven en la oscuridad, lo juro. No había luz, ninguna, pero nos vieron y nos persiguieron. Los oímos. Uno de ellos atrapó a Wilarne…
—No lo entiendo —murmuró Wilarne. Las manos, de huesos finos y tan pequeños como los de un niño, se aferraron una a otra en el recuerdo de la pelea y el miedo—. Él…, no parecía sentir dolor. Venían otros…, le lastimé, sé que le lastimé, pero eso no lo detuvo, no le hizo nada. No sé cómo me escapé…
—De acuerdo —dijo Sheera—. Enviaré un mensaje a Drypettis y le diré lo que pasó y veré si ella nos puede hacer entrar en el palacio.
—Va a estar vigilada —dijo Lobo del Sol—. Y no podríais enviarle un mensaje esta noche.
Era la primera vez que hablaba en tres días, y ellas giraron en redondo, asustadas: no sabían que él las estaba observando. Como le había hablado a Halcón de las Estrellas en el pozo, Lobo del Sol ya no estaba sorprendido ante lo que quedaba de su voz, pero vio la arruga en la frente de Sheera cuando ella oyó ese jadeo rasposo, y la preocupación en la cara ancha, maternal de Eo, y la ola de alegría y alivio en los ojos de Gilden y Wilarne. Se dio cuenta de que habían estado realmente preocupadas por él.
Sheera fue la primera en hablar.
—Derroug no sospecha de Dru…
—Tal vez no como traidora, pero sabe que haría todo lo que vos le pidáis. Si entiende o no que hay alguna conexión entre vos y Gilden, no lo sé… Pero de todos modos, tenemos que sacar a Tisa de allí antes de que él pueda ponerle la mano encima.
Interceptó una mirada de Gilden y se dio cuenta de que, a pesar de su actitud práctica y rápida, no era la madre desinteresada que parecía. También notó que ella no esperaba que él estuviera de acuerdo con ella. Amplificó la idea con aspereza:
—Si Derroug trata de forzarla, va a pelear…, y peleará como un guerrero entrenado, no como una niña asustada. Y entonces, se descubrirá todo. ¿Cuándo atacasteis a los guardias, Gilden?
Gilden tartamudeó, tratando de recuperarse.
—Hace unas dos horas —dijo—. Empezaban la guardia…, las guardias son de cuatro horas.
—Entonces, necesitamos una distracción. —Lobo miró a Sheera—. ¿Creéis que podríais encontrar de nuevo el sitio en que duerme Derroug?
—Sí —afirmó ella, con la cara escarlata y un tono muy tenso.
—Cambiaos, entonces, y traed vuestras armas. Denga, tú te quedas aquí. No me sorprende que esos bastardos de guardias vieran vuestras faldas en la oscuridad si no os ennegrecisteis la piel.
Gilden, Wilarne, y Eo se miraron, confusas.
—Pero no importa, tenéis suerte de no haber muerto y lo dejaremos así. No sé si trazasteis algún plan por si todo fracasaba, Sheera, pero es demasiado tarde para pensar uno ahora. Sabéis muy bien que si atrapan a alguien, hablará. También estabais en ese sótano.
Sheera se puso pálida al recordar los aullidos del joven esclavo pelirrojo; la cara se le vació de color con tanta rapidez como se había sonrojado.
—Yo mismo trataría de salir del paso. Pero si no volvemos por la mañana, Denga, puedes pensar que estás al mando y que Derroug lo sabe todo. Toma las decisiones que consideres necesarias.
—De acuerdo —dijo la gladiadora.
—Llevaremos a Tisa a la casa de lady Wrinshardin. ¿Derroug sabe que es tu hija? —Eso último iba dirigido a Gilden, que meneó la cabeza.
—Bien. —Él se quedó de pie un momento, estudiando a sus dos pequeñas asesinas bonitas, de menos de metro y medio de altura y con los cabellos manchados de sangre—. Una cosa más. Como dije, necesitamos una distracción. Vosotras dos sois buenas para hacer planes; para cuando vuelva, quiero que penséis en algo.
Y lo interesante fue que, cuando bajó la escalera cinco minutos después, vestido sólo con una pequeña capa de batalla, botas y las armas, ya tenían algo que decirle.
—Ahí van.
Lobo del Sol volvió la cabeza levemente para que su nariz no se apoyara en las tejas sucias del techo y miró el patio de las barracas del palacio del gobernador, luego a Sheera, que yacía tendida bajo la sombra del parapeto ornamental a su lado. Ella levantó un poco la cabeza; la vista desde el techo de la casa de moneda que cerraba el patio de las barracas era excelente. Se distinguía a los hombres saliendo de los edificios, mientras se ponían sus libreas azules y doradas medio dormidos o se rascaban las caras sin afeitar y maldecían. En medio de ellos, sostenidas con cuidado por el gordo capitán, se inclinaban las formas veladas de Gilden y Wilarne, vestidas hasta las cejas de una forma que habría enorgullecido a Cobra y Escarlata, las prostitutas. Oyó el aliento leve de la risa de Sheera.
—¿Dónde diablos consiguió Gilden esa esclavina de plumas? —murmuró—. Es la cosa más vulgar que he visto, pero debe de haberle costado a alguien más de cincuenta coronas…
La voz de Gilden, estridente y vulgar, llegaba hasta ellos en una copia sorprendentemente buena de los tonos nada educados de una cortesana.
—El bastardo dijo algo de quemar los registros, que todas las tropas de su alteza no servirían para nada sin sus registros.
Sheera murmuró:
—La Oficina de Registros está en la punta noroeste del palacio. Los cuarteles de Derroug están en el sudeste.
—Correcto.
Lobo del Sol se movió con cuidado deslizándose por la inclinación aguda del tejado, rodeó una gárgola de plomo y se deslizó por un palo de roble de una viga decorada que se adelantaba hacia el espacio, unos cuatro metros por encima de la parte oscura del patio que separaba la Casa de la Moneda de la pared de las barracas. El lugar era insignificante y el sitio para bajar, estrecho, apenas cuarenta y cinco centímetros en la parte superior del parapeto. En ese rincón de las instalaciones de defensa que alguna vez había rodeado todo el palacio, la construcción de piedra parecía descuidada y traicionera. Lobo del Sol saltó, afuera y abajo, y el cuerpo se le flexionó, compacto, al tocar la parte superior de las almenas y volvió a saltar con limpieza hacia el pasillo unos pocos metros más abajo.
Miró otra vez al techo. Sheera tuvo la inteligencia de seguir moviéndose con rapidez y suavidad una vez que quedó al descubierto. La oscuridad ventosa de la noche era tan grande que todo parecía moverse. Habría sido difícil decir que esos movimientos eran humanos. Lobo del Sol se daba cuenta de que, desde su aventura en el pozo, podía ver claramente en la oscuridad y pensaba que su sentido de la orientación, que siempre había sido excelente, también había mejorado. En las sombras, vio la cara de Sheera, tensa y alerta, cuando llegó a la punta del tejado. Luego, se descolgó: los pies buscaron la viga con habilidad, los brazos ennegrecidos, como siluetas momentáneas contra el yeso un poco más pálido de la casa.
Un salto felino y estaba a su lado. En silencio, miró el bulto oscuro del palacio frente a ellos y señaló al sudeste.
Gracias a la alarma, las barracas estaban desiertas. Descendieron por la pared junto a la escalera de la torrecilla de la casa de los guardias, agachados junto al ala del establo que Sheera, por su relación con Drypettis, sabía que corría a todo lo largo del costado oeste del palacio fundiéndose con las cocinas en el rincón sudoeste. Mientras corrían pegados a las paredes, en la oscuridad, Lobo del Sol podía sentir la inquietud de los caballos en los establos, excitados por el viento y el tumulto lejano de otros rincones del palacio. A la primera oportunidad, llevó a Sheera a través de la puerta del depósito de carruajes y luego por una escalera hacia los altillos que quedaban sobre la larga línea de boxes. Dos veces, oyeron más abajo las voces dormidas, gruñonas, de los pajes y los muchachos de las caballerizas, pero nadie asoció la inquietud de los animales con nada que no fuera el viento.
Por cierto que los guardias, que corrían aquí y allá por el resto del palacio buscando anarquistas ignotos que pensaban quemar la Oficina de Registros, no pensaron nunca en buscarlos en medio del ganado del gobernador.
Desde los altillos, treparon al techo de las cocinas y a la columna vertebral alta y arrugada de la cumbrera. A lo lejos, las luces se acuñaban, reunidas alrededor de las formas altas, cuadradas, del ala administrativa del norte. A la izquierda quedaba la pared sur de las defensas del palacio y detrás de la piedra recubierta de mármol, el Gran Canal; las luces de las grandes casas del otro lado del canal brillaban, leves y pocas a esa hora, y sus reflejos en las aguas ondeaban sobre los adornos de la piedra como seda moiré.
Algo se movía en el espacio oscuro de los jardines de las cocinas. ¿Perros?, se preguntó Lobo. Pero en ese caso, ladrarían. Sin embargo, el ruido era animal, no humano.
Desde donde yacía, sobre el tejado inclinado, distinguía la pequeña puerta y las escaleras por las que habían entrado Gilden, Wilarne y Eo, y el pasadizo vacío por encima.
Oyó un movimiento rápido, deslizante en las tejas y luego una piel caliente se extendió a su lado. Sheera murmuró:
—¿Podemos cruzar el jardín sin que nos vean?
—Hay algo allí —replicó Lobo, apenas más alto que un suspiro—. Animales, creo, gatos de caza o perros.
Se movió de costado, con la cabeza debajo de la canaleta final del tejado de la cocina, un friso agudo de santos y gárgolas, verde de tiempo donde no se había convertido en bultos blancos irreconocibles por la comunión prolongada con las palomas del palacio. Sintió las tejas más cálidas bajo la piel desnuda cuando se deslizó alrededor de un grupo grande de postes de chimeneas y levantó la cabeza de nuevo.
—Ahí —murmuró—. El sendero cubierto de la cocina al comedor. Dijisteis que las veces que comisteis con el gobernador, la comida llegaba casi fría.
—Y luego la dejaban caer en platos de oro para completar el enfriamiento —dijo Sheera, divertida y silenciosa—. Sí, ya veo. Esa ventana iluminada por encima, a la izquierda, es el vestíbulo del dormitorio de Derroug. Ahí está la ventana que da luz al final del vestíbulo.
—Bien.
Él se deslizó hacia atrás por el declive del tejado y los pies dentro de las botas buscaban huecos entre las tejas rotas. Por debajo, los establos eran una masa de cumbreras y pozos de sombras. El viento le temblaba sobre la piel, moviendo los largos mechones de su cabello. Las tejas, caídas y resbaladizas de musgo, estaban ásperas bajo las manos que avanzaban a tientas y que todavía no se habían curado del todo. Por el borde del tejado, corría una especie de alcantarilla a todo lo largo de las cocinas, y él se deslizó por ella con rapidez hacia el extremo del edificio, el pico que daba sobre el final de los jardines del lado del canal. El viento era más fuerte allí, encerrado entre las paredes; llevaba el olor del pescado del mar y el sabor salado de las aguas. Por debajo, los jardines eran un murmullo inquieto de árboles esqueléticos y redes castañas, agudas en los setos, una oscuridad inquieta quebrada por ruidos extraños.
Apoyándose en la alcantarilla, Lobo soltó una teja. El ruido del viento que corría como agua fresca sobre el cuerpo cubrió los sonidos ásperos de la tarea: en realidad, cubrió casi hasta los sonidos de las voces. Oyó que un hombre maldecía y se congeló, achatándose contra la oscuridad desigual del tejado y rezando para que la mezcla de grasa y aceite de lámpara que cubría su cuerpo no se hubiera perdido en alguna parte y mostrara ahora la piel pálida que aparecía debajo.
Oyó desde atrás la maldición minuciosa de un guardia. Una segunda voz dijo:
—No hay nada por aquí.
—¿Alguna señal de Kran?
Evidentemente, alguien meneaba la cabeza; Lobo apretó la cara contra las tejas sucias y se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que uno u otro miraran hacia arriba.
—Es de lo más raro que ése se pierda un enfrentamiento teniendo guardia en la próxima ronda… Si esos malditos vienen de este lado…
—¿Para quemar la Oficina de Registros? No lo creo. Qué suerte que esas dos putas nos lo dijeron…
—Entonces, ¿para qué hay que revisar los establos? Maldito sea el sargento…
Luego, con una sensación curiosa, casi atávica, Lobo del Sol supo que podía impedir que los guardias miraran hacia arriba. No era nada que no hubiera experimentado antes, pero ahora la sensación le atraía; un conocimiento poderoso de una técnica, un cambio en la mente y la atención que ni siquiera podía definir ante sí mismo. Era tan natural como detener un golpe, tan congénito en él como el manejo de los pies en la batalla; sin embargo, no era nada que hubiera hecho o pensado hacer antes. Era parecido a la forma en que siempre había podido evitar los ojos de la gente, pero nunca hasta ahora lo había realizado en una posición de exposición completa.
Sin moverse, sin siquiera mirar hacia abajo, consciente, deliberadamente impidió que ellos miraran hacia arriba, como si les sacara esa idea de la cabeza por algún proceso que no había conocido nunca excepto en los sueños de la infancia. Tal vez por esa razón, tal vez porque la noche era fría y ventosa y los hombres estaban disgustados, ninguno levantó la vista.
—Sigamos, compañero. Me estoy congelando, coño. No hay nadie aquí.
—Sí. Maldito sea…
Se cerró una puerta. Lobo se quedó así por un momento, sobre las tejas barridas por el viento, contando el retroceso de los pasos de los guardias hasta que estuvo seguro de que se habían ido. Luego, tomó el grupo de tejas sueltas en la mano, se inclinó sobre el borde del tejado y las arrojó al rincón oscuro del jardín.
Las tejas cayeron con ruido en los canteros secos de abajo. Lobo se escondió de nuevo en el rincón del tejado mientras se oían otros ruidos y lo que había abajo, perros o centinelas, se apresuraba a investigar. Escondido detrás de la esquina del tejado, Lobo del Sol se deslizó a lo largo de la alcantarilla y volvió, rápido como un gato, hasta el lugar del declive en que esperaba Sheera. Veía movimientos al final de la cocina mientras se arrodillaba junto a ella; en ese pequeño período comprado de tiempo, se levantó a medias para trepar sobre los dientes desiguales del borde y bajar al tejado del sendero cubierto.
El tejado era plano, una tontería en una ciudad lluviosa como Mandrigyn. Probablemente pierde como un colador todo el invierno, pensó Lobo del Sol mientras se arrastraba sobre el vientre. Una mirada rápida le dijo que Sheera seguía detrás, el cuerpo tan engrasado y sucio como el suyo; otra mirada y supo que los jardines de abajo todavía estaban vacíos. Dirigió una plegaria a sus antepasados para que siguieran así y estudió las ventanas disponibles.
—¡Capitán! —murmuró Sheera.
Él la miró. El viento viró de pronto y él olió el humo.
Como hombre que sabía empezar un fuego, reconoció el olor del humo nuevo, el primer salto de una llama respetable. Miró y vio salir una columna formidable de la parte norte del palacio: un arroyo de ondas enormes, blancas en el viento. Hubo voces que gritaban, pies que corrían; todos los que habían acudido a la alarma original, corrían ahora hacia el fuego y todos los demás detrás. Gilden y Wilarne eran cuidadosas.
Lobo del Sol se acercó a la primera ventana y golpeó el vidrio con la bota.
Como había dicho Sheera, era la última ventana de un largo corredor, apenas iluminado con lámparas de vidrio color ámbar y silenciado por las alfombras de seda brillante, azules y trabajadas de las islas. Lobo del Sol se deslizó por la puerta más cercana hacia una antecámara, buscando el camino al dormitorio; luego, un ruido detrás de él en el pasillo le hizo volverse con violencia. Vio a Sheera, detenida en el acto de seguirlo hacia la puerta, negra y sucia como un demonio del peor pozo del infierno; y frente a ella, en el pasillo, el cuerpo deforme, vestido con una bata lujosa de brocado carmesí y armiño, con la cara roja llena de una expresión de profunda sorpresa y miedo. Era Derroug Dru en persona.
Se miraron por un instante; desde la oscura antecámara, Lobo del Sol vio el salto del pecho del gobernador y el murmullo del aliento en su garganta cuando inhaló para gritar a sus guardias…
Nunca logró emitir un sonido. Sheera era más alta que él y más pesada; el entrenamiento permanente hasta la extenuación la había vuelto rápida como el rayo. A pesar de su poder para hacer que otros le obedecieran, Derroug era un inválido. Lobo del Sol vio la daga en manos de Sheera pero no le pareció que Derroug hubiera llegado a verla. Ella tomó el cadáver y empezó a arrastrarlo hacia la antecámara, mientras la sangre caía de las arterias abiertas del cuello. La habitación adquirió enseguida un olor agudo sobre el peso sofocante del incienso. Las manos de ella brillaban bajo los leves reflejos de las lámparas del corredor.
—Arrojadle algo encima —murmuró Lobo del Sol mientras cerraba la puerta tras ella—. Esto acorta el tiempo, ojalá que Tisa esté realmente aquí y no tengamos que buscarla.
Mientras Sheera arrimaba el cuerpo a un rincón, él ya estaba cruzando la antecámara en dirección a la puerta cerrada del otro lado. Abrió los cerrojos y entró.
—Tisa…
Algo le golpeó los hombros y la parte de atrás de la rodilla; frío y resbaloso, un brazo se cruzó sobre su tráquea y unas manos pequeñas se anudaron bajo su mandíbula en su abrazo mortal. El reflejo le dominó. Rodó con el hombro hacia adelante, se agachó y tiró. Un peso increíblemente liviano pasó sobre su cabeza y golpeó como una manta mojada contra las pieles profundas del suelo.
Bajo la suavidad de la alfombra había baldosas duras y se oyó un pequeño sollozo, pero Tisa ya estaba rodando sobre sus pies cuando él la asió por las muñecas. Mantuvo la cabeza lejos del golpe, pero había lágrimas de terror y dolor en su rostro. Luego, vio quién era y giró la cara, avergonzada de que la viera llorar.
No era el momento adecuado para ser guerrera, pensó Lobo, especialmente si una tenía quince años y era víctima de un hombre cruel y poderoso. La tomó entre sus brazos. Ella temblaba de terror silencioso, con la cabecita aguda hundida en el músculo duro de su pecho ancho. Sheera se quedó de pie en silencio en el umbral de la puerta, las manos rojas hasta los codos, mirando mientras él acariciaba el cabello enredado de marfil de Tisa y le murmuraba al oído como un padre a un hijo aterrorizado por una pesadilla.
—Está muerto —dijo con suavidad—. Ya pasó todo. Hemos venido a rescatarte y está muerto y ya no te buscará.
La niña tartamudeó.
—Mamá…
—Tu mamá está quemando el otro lado del castillo —dijo Lobo, en el mismo tono reconfortante—. Está bien…
Tisa levantó la cabeza, las mejillas manchadas de tizne y musgo verde y suciedad de pájaros.
—¿Estáis bromeando?
Lobo abrió los ojos.
—No —dijo—. ¿Creíste que bromeaba?
Ella se limpió los ojos y tragó saliva.
—No estoy llorando —explicó después de un momento.
—No —dijo él—. Lamento haberte lastimado, Tisa.
—No me lastimaste. —La voz le temblaba; el aliento se le había cortado dentro y tal vez algo más también.
—Bueno, tú casi me estrangulas —replicó él, gruñón—. ¿Te parece que puedes nadar?
Ella asintió. El vio entonces que vestía una especie de túnica blanca y suelta, que evidentemente le había dado Derroug. Era un poco grande para ella y estaba adornada con lentejuelas blancas y orlas elaboradas salpicadas de cuentas lechosas, opalescentes. En esa túnica la vio transformada, ya no en una muchacha esbelta como una potranca sino en un pimpollo medio abierto de femineidad. Tenía los párpados manchados de negro por la fatiga y el terror, el cabello pálido contra la seda, casi tan leve como el de Halcón de las Estrellas en el brillo de la lámpara del dormitorio. La túnica dejaba ver la mitad de su pecho joven. Antes de tomar su puesto para el ataque, Tisa se la aseguró con un broche de rubíes que brillaba bajo su cuello como una gran gota de sangre.
Cuando Lobo la puso de pie, pareció liviana como una flor en sus manos. Los ojos brillantes de la muchacha miraron a Sheera y se abrieron al verla cubierta de sangre. Lobo del Sol murmuró:
—Vamos. Van a empezar a buscarlo ahora que ha empezado el fuego…
Mientras se deslizaban por la antecámara hacia la ventana, Tisa susurró:
—¿Qué le pasó a vuestra voz, capitán? Yo pensaba que…
—Ahora no…
Ella reunió como en manojos sus faldas voluminosas, obediente, y siguió a Sheera hacia el tejado del sendero cubierto. Hasta para los ojos más agudos de Lobo, los jardines parecían desiertos. Veía, vaga en la oscuridad más densa de la pared en sombras, la forma del postigo de la gran puerta de salida.
—Esperad hasta que dé la señal —dijo en voz baja—. Un silbido como el de un chotacabras. Luego seguid las sombras junto a la pared. Si está cerrada, tendremos que subir hasta el parapeto y zambullirnos.
Sheera calculó la altura del muro.
—Gracias a Dios que es el Gran Canal: es el más profundo de la ciudad.
Lobo del Sol se deslizó por el costado del sendero cubierto y bajó a los jardines.
Las nubes se espesaban más y más con los vientos de la noche que abanicaban las llamas del extremo norte del palacio. Se oía el ruido del fuego sobre el gemido del viento. Debería mantenerlos ocupados durante otra hora por lo menos, calculó Lobo y empezó a moverse, lenta, cautelosamente, junto a la pared hacia los pozos entintados de sombra que yacían entre él y la puerta.
La negrura aquí era casi absoluta; hacía un mes no hubiera podido ver nada. Ahora, lograba distinguir formas y detalles con un sentido que no estaba muy seguro de que fuera realmente la vista, un efecto del anzid, pensó, igual que esa curiosa habilidad para pasar inadvertido.
Eso sería útil, se le ocurrió. En realidad, cuando pensaba seriamente en el asunto, se daba cuenta de que lo había empleado dos veces antes de esta noche: cuando evitaba a Sheera en los confines estrechos de la habitación de las macetas, y esa misma tarde, al bajar las escaleras para oír el consejo de guerra en el invernadero. El profesional que había en él pensaba en formas de desarrollar ese extraño talento; pero muy adentro, un tirón de excitación primitiva temblaba en sus huesos, como cuando supo por primera vez que él solo entre todos podía ver a los demonios.
La puerta no tenía guardia, pero estaba cerrada. Lobo del Sol miró en la negrura bajo el arco y encontró la escalera estrecha hacia el parapeto. El jardín todavía parecía desierto, pero una tensión, una premonición de peligro había empezado a erizarle la nuca. Los matorrales y los canteros se agitaban demasiado y el viento, cargado de humo y gritos, parecía llevar el olor del mal a su nariz. Silbó con suavidad, como un chotacabras, y vio un movimiento rápido cerca de la pared cubierta, luego el fulgor instantáneo de la túnica blanca, casi luminosa, de Tisa.
Ya estaban a mitad de camino en el cruce del jardín cuando algo más se movió desde el rincón del edificio de la cocina.
Las cosas llevaban armaduras como seres humanos pero ningún arma. Desde donde estaba, al fondo de la escalera del parapeto, Lobo distinguía que caminaban con firmeza, sin pensar en la oscuridad que hacía los pasos de las mujeres fugitivas tan lentos y llenos de dudas. Se movían con tanta suavidad que no estaba seguro de que Sheera y Tisa los hubieran visto, pero para él, con su vista aguda, las figuras eran claras. Eran cuatro, en las libreas sucias de los guardias de Derroug, las cabezas sin ojos bamboleantes como si ellos también pudieran ver en la oscuridad.
Nuuwas.
Se dio cuenta súbitamente y la idea le golpeó como si las piezas de un rompecabezas gigantesco y fantasmal se hubieran armado de pronto. Una ola de rabia y desprecio total pasó sobre él, una ola más grande de la que hubiera sentido nunca contra cualquier persona o cualquier cosa. Los nuuwas empezaron a trotar. Sheera se dio la vuelta al oír los pasos en el pasto pero sus ojos no podían taladrar la profunda oscuridad.
Lobo del Sol aulló:
—¡Corred! ¡Aquí!
Su espada salió chillando de la vaina. Sin preguntar por qué, las mujeres corrieron. Tisa se sacó la túnica blanca y brillante cuando quedó enganchada en los miembros muertos de un cantero de espinos. Corrieron a ciegas, tropezando, torpes sobre la tierra suelta y las redes grises de las viñas y espinos y los nuuwas se lanzaron sin ruido tras ellas. Él aulló de nuevo, un graznido casi sin voz que tuvo como respuesta una conmoción salvaje en las ventanas del palacio. Tisa llegó primero a las escaleras, con Sheera apenas unos pasos detrás. Los nuuwas estaban casi sobre sus talones, corriendo sin ojos con la baba brillante sobre esas bocas abiertas y deformadas.
Con la espada desnuda en la mano, Lobo del Sol siguió a las mujeres por los escalones. El primero de los perseguidores se hallaba apenas un metro detrás. Arriba en la pared, Tisa se zambulló, dejándose caer al canal sucio y oscuro. El cuerpo manchado y brillante de Sheera se iluminó un momento contra el reflejo de las lámparas de las villas que quedaban al otro lado. Cuando Lobo llegó al parapeto, unas garras enormes se le hundieron en la espalda; cuando intentó desprenderse las zarpas desgarraron su hombro como grandes cuñas de hierro oxidado. Se volvió, luchando con la espada; sabía que tenía apenas unos segundos hasta que se abalanzaran todos sobre él y literalmente se lo comieran vivo. Cuando la hoja se clavó en la carne sucia del cuerpo del nuuwa, la cara deforme estaba a centímetros de la suya, la gran boca todavía abierta y amenazante, cubierta de sangre, las cuentas vacías de los ojos como pozos de sombras llenos de costras.
Luego, se zambulló y las aguas congeladas, saladas, increíblemente sucias del canal se lo tragaron. Los nuuwas, que no se arredraban ante nada, se arrojaron sobre la pared tras su presa. Pesados con la armadura, demasiado ciegos y demasiado estúpidos para nadar, se hundieron como piedras.
En su silencio de siempre, Yirth reunió sus remedios y se deslizó desde los confines oscuros del altillo. Lobo del Sol se quedó quieto un rato, mirando la caída del techo sobre su cabeza, como la había mirado cuatro mañanas antes, cuando se despertó ante la idea de que Sheera le había ganado.
Pero ahora no pensaba en Sheera.
Pensaba en lady Wrinshardin, en Derroug Dru y en Altiokis.
Se sentía débil por la falta de sangre, mareado y dolorido por los remedios de Yirth. Tenía el cabello húmedo contra la mejilla en la almohada y sentía helada la piel donde le habían sacado la grasa y el negro del carbón. Sheera, en su cama de terciopelo, y Tisa, a salvo en el castillo del barón de Wrinshardin, estarían las dos rayadas como tigres con los golpes y arañazos de esta última carrera por los jardines.
Sentía muy poco el dolor. La comprensión todavía le ardía por dentro y el calor de la furia que dicha comprensión le había traído; deformada, horrible, la cara del nuuwa volvía a sus pensamientos a pesar de los esfuerzos por apartarla de su mente. La luz grisácea al otro lado de la ventana se ensanchó y él se preguntó si no sería mejor levantarse y cumplir con sus tareas para beneficio de los sirvientes de la casa que pudieran ser interrogados por los sucesores de Derroug.
La debilidad le pesaba en los huesos. Seguía tendido allí cuando se abrió y se cerró la puerta del invernadero y oyó el crujido de unos pies livianos sobre las escaleras, el deslizar suave y espeso de unas enaguas de satén y el duro roce de la puntilla almidonada.
Volvió la cabeza. Sheera estaba de pie en el umbral, ese lugar adonde tan pocas veces acostumbraba ir. Se había cubierto los arañazos de la cara con cosméticos; pero debajo de la pintura, le pareció pálida y cansada. En esa noche terrible y llena de sucesos, se había vengado de Derroug, era algo que Lobo podía ver. Pero había sido una venganza práctica, casi inconsciente.
—Vine a agradeceros lo de anoche —dijo ella con cansancio—. Y… a disculparme por cosas que dije. No teníais por qué hacer lo que hicisteis.
—Ya os lo dije antes —susurró Lobo del Sol y su nueva voz todavía raspaba de un modo extraño en sus oídos—. Hubiera bastado con que nuestra niña atacara a Derroug como me atacó a mí para que surgieran muchas preguntas. Y en cuanto al otro asunto, estabais cansada y yo estaba borracho. Nunca debería haber sucedido.
—No —dijo Sheera—. No debería haber pasado. —Se frotó los ojos y los grupos de perlas y sardónice que colgaban de sus orejas y su cabello temblaron en la luz baja de la mañana—. He venido a deciros que sois libre. Podéis dejar Mandrigyn. Voy a hablar con Yirth para que os dé el antídoto del anzid y os podáis ir. Por lo que hicisteis…
Él extendió la mano. Después de dudar un momento, ella se adelantó y él la hizo sentar en el borde de la cama. Los dedos de Sheera eran como hielo entre los suyos.
—Sheera —dijo—, eso no importa ahora. Cuando marchéis a las minas…, cuando liberéis a los hombres…, ¿qué vais a hacer?
Sorprendida, ella tartamudeó:
—Yo…, nosotros…, Tarrin y yo…, los traeremos de nuevo aquí…
—No —dijo él—. Lady Wrinshardin tenía razón, Sheera. Yirth tiene razón. No esperéis que Altiokis vuelva por vosotros. Esos caminos que van de las minas a la ciudadela…, ¿podrían encontrarlos las chicas de Ámbar?
—Supongo que sí —dijo ella, dudosa—. Escarlata dice que ella vio uno. Pero están protegidos por magia, con trampas…
—Yirth tendrá que ocuparse de eso —le dijo él con calma—. Deberá encontrar una forma de llevaros a través de todo eso, y lo hará o morirá intentándolo. Hay que destruir a Altiokis, Sheera. Allá arriba tiene un mal peor que cualquier cosa que yo haya imaginado nunca y lo está alimentando, lo crea, lo llama desde otro mundo, no sé. Lady Wrinshardin lo adivinó. Yirth lo sabe. Tenemos que destruirlo y a ese mal con él.
Sheera se quedó en silencio, mirándose las manos que descansaban entre los pliegues de su vestido. En otro momento, tal vez habría sentido el triunfo que significaba ver que él admitía que estaba equivocado y que ella tenía razón, pero eso había sido antes del pozo y antes del jardín del palacio la noche anterior.
Al mirar sus ojos, él se dio cuenta de que, desde que había hablado con lady Wrinshardin, Sheera sabía en su corazón que tendrían que atacar la ciudadela.
Lobo continuó:
—Esos que nos persiguieron en los jardines de Derroug anoche eran nuuwas. Nuuwas bajo el control de Altiokis, estoy convencido de que marchan nuuwas bajo su control en sus ejércitos. Cuando termina con ellos, como después de la batalla de Paso de Hierro, los suelta para que corran por las tierras conquistadas o se los da a sus gobernadores como perros guardianes. Creo que se deforman, se deterioran con el tiempo y por eso Altiokis y Derroug tienen que crear nuevos.
—¿Crear? —Ella levantó la cabeza con rapidez y él vio en su rostro la comprensión terrible que golpeaba a las puertas de su mente, como había golpeado las de la suya la noche anterior.
—¿Recordáis esa habitación en la prisión de Derroug? ¿Esa… esa cosa que parecía un copo de fuego o una libélula encendida?
Ella desvió la mirada, descompuesta por el recuerdo. Después de un momento, los rizos espesos de su cabello se deslizaron por el satén rojo de su hombro cuando asintió. Él sintió que sus dedos fríos le apretaban los suyos.
—Ese muchacho pelirrojo se transformó en la criatura que me desgarró el hombro anoche —le dijo.