La celda de los esclavos de la cárcel bajo la Oficina de Registros de la ciudad era húmeda, sucia y olía a retrete; la paja bajo los pies estaba llena de vida negra y furtiva. Para la cantidad de gente que había encadenada a las paredes, el lugar estaba extrañamente callado. Aún aquellos que tenían la suerte de estar encadenados a la pared con una cadena lo suficientemente larga para poder acostarse o dormir por lo menos, tenían la sensatez de mantener la boca cerrada. Aquellos que, como Lobo del Sol, tenían sus collares de esclavos atados a cadenas cortas de diez centímetros más o menos, apenas si podían inclinarse contra los ladrillos húmedos en un silencio exhausto, incapaces de moverse, de descansar o de alcanzar el hilillo sucio de agua que corría por el centro de la celda.
Lobo no sabía cuánto tiempo había estado allí. Horas, pensó, mientras cambiaba de posición las rodillas acalambradas. Como la mayoría de los soldados, podía relajarse en cualquier posición; pasaría un buen rato hasta que el esfuerzo empezara a notarse en él. Otros eran menos afortunados, o tal vez estaban allí desde hacía más tiempo. Un muchacho buen mozo de más o menos veinte años se había caído tres veces desde que encerraran a Lobo. Lo habían levantado ahogado cuando el collar de hierro se le apretaba alrededor de la garganta. Ahora se mantenía en pie, pero parecía pálido y enfermo, el aliento corto y laborioso, los ojos abiertos y desesperados, como si estuviera sintiendo la forma en que se le escapaba la fuerza con cada minuto de encierro. Lobo se preguntó qué crimen habría cometido, si es que había cometido alguno.
Del otro lado de la habitación, un hombre se quejaba y se retorcía en la paja increíblemente sucia en que yacía, síntomas evidentes de falta de droga. Lobo del Sol cerró los ojos con cansancio y se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que alguien avisara a Sheera del lugar donde se encontraba.
Drypettis lo haría seguramente, se dijo. Se había equivocado al llamarle por su título en lugar de por su nombre, pero a pesar de lo mucho que le disgustara admitir su error, y a pesar de lo mucho que le odiara por haberla suplantado como mano derecha de Sheera en la conspiración, no pondría en peligro la causa de Sheera para salvar su orgullo; al menos él esperaba que no lo hiciera.
Le llegó el ruido lejano de pasos fuertes que se acercaban. Hubo un sonido de hierros que se encuentran. Oyó la voz bastante aguda de Derroug otra vez, sedosa y fría. Lobo recordaba la mirada celosa, amarga que le había echado el hombrecito mientras los guardias lo arrastraban hacia abajo. Los pasos se hicieron más claros, el ruido del bastón enfatizaba la marcha despareja sobre la pierna contrahecha.
Lobo del Sol suspiró y se enderezó. El aire fétido era como una pasta pegajosa y cálida en sus pulmones. Del otro lado de la habitación, el drogadicto había empezado a gemir y se defendía de los insectos, reales e imaginarios, que se amontonaban sobre su piel sudorosa.
Hubo un ruido súbito de hombres que saludaban y presentaban armas y el crujido de la llave en la cerradura. Lobo del Sol abrió los ojos cuando la luz de la antorcha y el suspiro de un aire más fresco se coló por la puerta abierta; vio figuras en silueta contra el umbral de la puerta en la parte superior de las escaleras. Derroug estaba allí, una mano blanca que salía como un estambre desde el centro de una flor, de puntillas para descansar en el mango de oro pesado del bastón. Lobo del Sol también recordaba el bastón, el golpe que le había dado con él estaba lívido ahora, en su mandíbula.
Sheera estaba junto a Derroug y le llevaba más de una cabeza.
—Sí, es él —dijo ella, con tono desinteresado.
A Lobo le pareció ver un brillo de codicia en los ojos del hombrecito.
Un guardia vestido con la librea azul y oro de la ciudad bajó los escalones con las llaves, seguido por otro que llevaba una antorcha. Soltaron la cadena que unía su cuello a la pared, pero le dejaron las manos atadas por detrás y lo empujaron hacia adelante por la larga habitación; la luz de la antorcha brillaba, oscura, desde los charcos sucios del suelo. Se detuvieron al final de los escalones y él levantó la vista hacia Sheera, exquisita y altanera en su satén azulado y sus amatistas que titilaban como estrellas atrapadas en los mechones negros de su larga cabellera.
Estaba temblando, como un alambre demasiado estirado antes de soltarse.
—Insultaste a mi hermana —ronroneó Derroug, que todavía miraba desde arriba a ese hombre más alto que él, aunque Lobo del Sol tenía la extraña sensación de que no le hablaba a él sino a Sheera—. Por eso, podría confiscarte y hacer que te mutilaran y te pusieran a lavar letrinas por el resto de tu vida, muchacho.
Te mataría primero, pensó Lobo del Sol, pero sentía los ojos de Sheera sobre los suyos, ojos que le pedían con desesperación que fuera humilde. Tragó saliva y mantuvo la atención fija en la puntilla cosida con perlas del volado del borde del vestido de ella.
—Lo sé, mi señor. Lo lamento…, nunca fue mi intención hacerlo. —Sabía que si levantaba la vista y miraba esos ojos presumidos tal vez se le escaparía algo de su deseo de atravesar esa cabeza aceitada con sus propios dientes blancos.
—Pero después de consultar con tu… tu señora… —La voz dejó caer un doble sentido sobre la palabra que designaba a la dueña de esclavos, y Lobo del Sol levantó los ojos a tiempo para ver cómo Derroug pasaba los suyos por el cuerpo de Sheera, con deleite—. Después de consultar, mi hermana ha aceptado olvidar el incidente. Después de todo eres un bárbaro y estoy seguro de que lady Sheera se disgustaría mucho si tuviera que prescindir de tus… servicios.
Lobo advirtió que las mejillas de Sheera se oscurecían a la luz de la antorcha y vio la sonrisa insinuante de Derroug.
Se obligó a decir:
—Gracias, mi señor.
—Y como eres un bárbaro —continuó Derroug, severo—, estoy seguro de que tu educación es tan poca que no sabes que es costumbre arrodillarse cuando un esclavo se dirige al gobernador de esta ciudad.
Lobo del Sol, que estaba perfectamente al tanto de las leyes de la servidumbre, sabía que no había ninguna costumbre que exigiera eso, sabía que ese hombrecito quería ver a uno más grande que él de rodillas frente al gobernador. Con torpeza, porque todavía llevaba las manos atadas a la espalda, se arrodilló y apoyó la frente contra la arcilla maloliente de los escalones sucios.
—Lo lamento, mi señor —murmuró a través de los dientes apretados.
La voz de Sheera dijo:
—Levántate.
Él la obedeció, mientras trabajaba su rostro con cuidado para que no dijera nada de la rabia que le recorría como un ataque de fiebre, y deseaba tener algo de la fría impasividad de la cara de Halcón de las Estrellas. Vio que Derroug le miraba atentamente, vio la punta aguda de una lengua rosada salir a lamer esos labios pequeños.
—Pero me temo, Sheera querida, que vos sois culpable en parte por no haberle enseñado mejor. Conozco a estos bárbaros; el látigo es lo que mejor entienden. Pero en realidad, tengo…, tengo algo mejor. —Los ojos brillantes, castaños, del gobernador se deslizaron hacia ella, de costado. La mirada viajó lenta, sobre ella, como una mano que se toma su tiempo—. ¿Os molestaría que yo le diera una lección saludable?
Sheera se encogió de hombros sin mirar a Lobo del Sol. La voz era cuidadosamente desinteresada.
—Si pensáis que eso beneficiaría a alguien…
—Ah, estoy seguro de que sí —Derroug Dru sonrió—. Creo que será de gran beneficio para los dos. Siempre vale la pena ver una lección sobre las consecuencias de la desobediencia.
Mientras los guardias los conducían por los estrechos corredores debajo de los Registros, Lobo del Sol sintió cómo el sudor trazaba caminos sobre el polvo que cubría su cara. Una lección sobre las consecuencias de la desobediencia podía querer decir cualquier cosa y Sheera, obviamente, estaba dispuesta a que él la tomara. No porque pudiera hacer algo al respecto, pensó en ese rincón calmo y amargo de su mente. Como él, podía elegir tratar de escapar ahora, peleando y destruir a todos los demás de la tropa en el furor que sería el resultado de esa decisión o seguir adelante y apostar a su suerte. Entre las sombras amenazantes de los corredores cada vez más estrechos, la espalda de Sheera se mantenía recta y poco comunicativa. El brillo de la antorcha bajaba derramándose por el satén del vestido que ella sostenía lejos de la suciedad de las piedras; la mano de Derroug, que trataba de tocar su cadera, era como una araña blanca, fláccida, sobre la tela lustrosa.
—Nuestro señor Altiokis me acaba de enviar… algo que puede usarse para castigar a los que son desobedientes o desleales a mí como gobernador —estaba diciendo—. En vista de los levantamientos recientes, tales medidas son muy necesarias. No debe quedar duda en mi mente de la lealtad de nuestros ciudadanos.
—No —murmuró Sheera—. Claro que no.
Lobo del Sol, que estaba detrás de ella, sentía que temblaba, de rabia o de miedo.
Un guardia abrió una puerta, la penúltima antes del fin del largo pasillo. La luz de la antorcha brilló sobre algo suave que la reflejaba en la oscuridad. Mientras se colocaba de costado para dejar que Sheera entrara primero, Derroug preguntó al sargento de la guardia:
—¿Han dejado suelto a alguno?
—Sí, mi señor —murmuró el hombre y se limpió la cara perlada de sudor bajo el borde dorado del casco.
El hombrecito sonrió y siguió a Sheera a la habitación. Otros guardias empujaron a Lobo del Sol por los dos pequeños escalones que descendían hacia ella. Luego la puerta se cerró, dejando fuera la luz de la antorcha del vestíbulo.
La única luz de la habitación provenía de velas que temblaban detrás del panel grueso de vidrio fijado en la pared opuesta a la puerta. Lobo del Sol vio allí una celda estrecha, como las que se usaban comúnmente para los prisioneros que eran lo suficientemente importantes como para estar confinados a solas. Los ladrillos estaban arañados por los dibujos aburridos de ocupantes anteriores. La habitación era pequeña, de un metro y medio cuadrado, aproximadamente; no escondía nada, incluso en ese brillo difuso. Los reflejos de las velas mostraban la cara de Sheera, impasible pero preocupada, y el fulgor codicioso en los ojos del gobernador cuando la miraba.
—Observad —ronroneó Derroug, mientras la mano se movía hacia la ventana—. He tenido el privilegio de ver la celda de Altiokis; una como ésta, construida en la parte más antigua de la ciudadela. Y el privilegio ha sido aún mayor porque él me envió el permiso para hacer una para mí. Es lo más efectivo para la… deslealtad.
La habitación del otro lado del vidrio era obviamente una celda solitaria más. Un poco más grande que la que ocupaban ellos y estaba totalmente vacía. Diversas velas ardían en unos nichos cerca del techo, más alto de lo que podía alcanzar un hombre. La celda tenía cuatro o cinco cajas; una de ellas había sido abierta. La puerta, claramente la última del vestíbulo largo por el que habían caminado, estaba cerrada, pero Lobo podía oír más guardias que se aproximaban por el corredor. En medio de sus pasos seguros, se distinguía el ritmo de la resistencia de los pies de un prisionero, al que seguramente arrastraban por el suelo.
Algo se movió en la semioscuridad de la habitación que quedaba detrás de la ventana. Por un momento, pensó que era sólo un reflejo casual en el vidrio; vio que la cabeza de Sheera se movía violentamente para verlo, como hacía la suya. Al cabo de un momento apareció otro relámpago, brillante y elusivo. Había algo allí, algo como un copo de fuego arremolinado, que subía y se movía cerca del techo con un temblor inquieto que casi parecía tener vida propia.
Lobo del Sol frunció el ceño, mientras lo seguía con los ojos a través de la ventana protectora. Si era brillante en sí mismo o solamente reflejaba las llamas al pasar, no podía decirlo. Era difícil rastrear sus movimientos, porque se deslizaba aquí y allá, en un movimiento casi aleatorio, como una mosca en un día caliente o una libélula que nadara en el aire cálido sobre los pantanos; era un solo punto de luz que se movía en la oscuridad tras el vidrio.
Se oyó un sonido en el corredor. Con una rapidez asombrosa, la puerta que se veía del otro lado se abrió y se cerró de nuevo de un golpe detrás del hombre que arrojaron allí, el joven esclavo pelirrojo que estaba de pie frente a Lobo del Sol en la cárcel. El prisionero tropezó y abrió los brazos desatados para equilibrarse; por un instante se quedó de pie en el centro de la habitación, mirando con la boca abierta a su alrededor, ojos azules de bebé, muy anchos y duros de miedo.
Luego, giró en redondo con un grito de terror.
Como una larga aguja de fuego, el copo brillante, o lo que fuera, atacó, una visión instantánea de rapidez increíble. El joven se tambaleó, las manos subieron a cubrir uno de los ojos como si algo lo hubiera picado. Al instante siguiente, se oían sus alaridos a través de la piedra y el vidrio de la pared.
Lo que siguió fue terrible, terrorífico hasta para un mercenario inmune a todas las formas en que los hombres se mataban unos a otros. El muchacho se dobló en dos, aferrándose el ojo y sus gritos subieron hasta llegar a un pico de terror enloquecido. Empezó a correr mientras se clavaba las uñas en el rostro, a ciegas, y tropezaba contra las paredes. Lobo vio un hilo de sangre que caía por entre los dedos crispados mientras las rodillas del muchacho se doblaban. Registró, con una conciencia clara, clínica, el progreso del dolor por las sacudidas y las vueltas del cuerpo del muchacho en el suelo y por la agonía cada vez más aguda y el horror de sus alaridos. Notó cómo picaban y cavaban los dedos enloquecidos, cómo los miembros indefensos se sacudían en todas direcciones y cómo la espalda se curvaba en un arco.
Pareció durar años. El muchacho rodaba por el suelo, aullando…, aullando…
Lobo del Sol notó (pensaba que todos lo habían notado) el momento en que los alaridos cambiaron, cuando el fuego, el veneno, el insecto, lo que fuera, se abrió paso, comiendo, comiendo, hasta el cerebro. Algo se quebró en los gritos del muchacho; un ruido ensordecedor, animal, reemplazó la voz humana. El cuerpo se sacudió, como si cada músculo hubiera hecho un espasmo al mismo tiempo, y empezó a rodar y saltar por la celda en una parodia sucia y grotesca de la vida. Lobo del Sol echó una mirada a Sheera y vio que había cerrado los ojos. Si hubiera podido, probablemente se habría tapado los oídos para enmudecer los gritos. Detrás de ella, la cara de Derroug sostenía una sonrisa tensa, satisfecha; a través de su nariz distendida, pasaba el aliento, áspero, como si hubiera tomado vino.
Lobo del Sol miró otra vez la ventana, sintiendo su propia cara, sus manos, bañadas en sudor frío. Si hubiera habido una sospecha, tan sólo una mínima duda sobre la tropa, el gobernador sólo tenía que mostrarle al sospechoso lo que él acababa de ver. No había duda de que quienquiera que fuese lo hubiera dicho todo, Lobo estaba seguro.
Los gritos continuaron, un ulular grueso, bestial; el cuerpo todavía se movía, las manos manchadas de sangre buscaban las piedras del suelo.
La voz de Derroug era un murmullo suave, casi soñado.
—Así que ahí tenéis, mi querida —estaba diciendo—, es mejor que nos aseguremos de una vez y para siempre de quién puede demostrar su lealtad hacia mí. —Y su pequeña mano blanca se posó sobre la cintura de ella—. Enviad a vuestro muchacho a casa.
—¿Pedirle disculpas a Drypettis? —Lobo del Sol se detuvo en el acto de servir el brandy; la bebida dorada cayó sobre el borde de la taza y luego sobre su mano. La mesa de pino de la habitación de las macetas estaba inundada de vino rojo y bebidas color ámbar; el aire cargado ardía con el peso de esas bebidas sobre los aromas espesos de la suciedad y la arcilla. Los ojos de Lobo del Sol tenían un borde rojo y les faltaba estabilidad, no parecían naturales, así, inyectados en sangre. Había estado bebiendo metódicamente todo lo que caía en sus manos desde que volviera a la casa esa mañana. Faltaba una hora para la caída del sol y Sheera acababa de regresar. La voz de Lobo del Sol se oía apenas confusa por el vino cuando dijo—: Esa perrita orgullosa no debería haberme llamado capitán en público y ella lo sabe.
La boca de Sheera parecía blanca, los labios apretados con fuerza, el cabello oscuro todavía pegado a las mejillas con la humedad del baño. Lobo estaba casi tentado de buscarle una silla y servirle una taza, y no porque hubiera mucho en las botellas en ese momento. Nunca había visto a una mujer que lo necesitara más.
Pero Sheera dijo:
—Dice que nunca os llamó capitán.
Él la miró, mientras se preguntaba si el brandy no le habría afectado la cabeza.
—¿Dice qué?
—Nunca os llamó capitán. Me dijo que os llamó y os pidió que me trajerais un mensaje y os negasteis y le dijisteis que no erais el mensajero de nadie…
—Es mentira. —Tomó todo el brandy de un trago y luego dejó que el vaso se deslizara entre sus dedos. Después lo sacudió la rabia, con más fuerza que cualquier bebida, con más fuerza que la rabia que sintió hacia Derroug cuando estaba de rodillas frente al gobernador en la cárcel de esclavos.
—Capitán —dijo Sheera, muy tensa—. Dry me habló apenas dejé el palacio. Nunca os hubiera llamado por vuestro nombre en público. Sabe lo que son las cosas.
—Tal vez lo sepa —dijo Lobo del Sol con voz tensa y calma—, pero se debe de haber olvidado. De acuerdo. Pero eso es lo que me dijo y por eso…
La voz controlada se quebró.
—Estáis diciendo que Dru me mintió.
—Sí —dijo Lobo—, eso es lo que digo. Antes que admitir que se equivocó.
De pronto le pasó por la mente la idea de que no debería estar discutiendo, no borracho como estaba, no esa tarde, no después del tipo de escena que, según creía, había tenido lugar con Drypettis inmediatamente después de lo que podía definirse como violación. Vio cómo las líneas de tensión se hacían más profundas y más duras en la cara de Sheera, igual que la marca de recuerdos desagradables en su piel agotada, y el temblor súbito, incontrolable de sus labios partidos. Pero las palabras siguientes le sacaron ese pensamiento de la mente.
—¿Y qué haríais vos antes que admitir que estáis equivocado, capitán?
—No mentiría sobre alguien de mi tropa.
—¡Ja! —Ella cogió un pequeño rastrillo y le daba vueltas, nerviosa, entre los dedos temblorosos; después, lo arrojó de vuelta a la mesa con violencia—. ¡Vuestra tropa! Vos la habríais expulsado desde el comienzo…
—Claro que sí —replicó él—. Y ésta es la razón.
—La razón es que nunca os gustó, eso es en realidad lo que queréis decir.
—Mujer, si pensáis que todo lo que he podido hacer en los últimos dos meses es educar a un harén de asesinas yo solo…
—Maldición, ¿qué otra cosa habéis hecho? —aulló ella—. De lady Wrinshardin a Gilden y Wilarne…
—Y no olvidemos las que me fueron asignadas —rugió él, levantando la voz para ahogar la de Sheera—. Si estáis celosa…
—¡No seáis pedante! —le escupió ella—. Eso es lo que os enferma, ¿verdad? No podéis enseñarle a las mujeres el arte de la guerra porque tal arte es sólo vuestro, ¿verdad? La única forma en que lo toleráis es si son vuestras mujeres. Tienen vuestro permiso para ser buenas siempre que vos seáis mejor, y os aseguráis muy bien de que las que educáis para ser las mejores os amen lo suficiente como para no querer venceros nunca…
—¡No sabéis de qué mierda habláis y os aseguro que no sois un guerrero suficientemente experimentado para saber lo que eso significa! —le respondió él como un látigo, mientras arrojaba una botella de brandy contra la pared. La botella estalló en una explosión de alcohol y vidrios—. La mejor mujer que conozco es mejor que cualquier hombre…
—Ah, sí —se burló ella, furiosa—. ¡Vi a esa excelente mujer y os miraba como una colegiala a su primer noviete! ¡Nunca os importó ni dos empanadillas de vaca esta tropa! ¡No os importaría que nos destruyeran a todas siempre que no desafiáramos vuestra excelencia!
—¡Podréis hablarme así cuando hayáis sido guerrera tanto como yo o Halcón! —le gritó él—. Y no, no me importan dos empanadillas de vaca vos y vuestra estúpida causa. Y sí que no sean cortadas en pedazos las mujeres por vuestra ridícula misión…
—Tarrin…
—¡Estoy hasta las narices de oír hablar sobre vuestro Tarrin y vuestra asquerosa causa! —rugió él.
Roja de rabia, ella gritó por encima de la voz de Lobo:
—No veis más allá de vuestra comodidad…
Él le aulló también:
—¡Eso es lo que os advertí desde el principio, mierda! Y me hubiera lavado las manos de todo este asunto inmundo, y de vos también, que sois una arpía empecinada y mandona. ¡He terminado con vos y vuestras malditas rabietas!
—¡Os quedáis y os va a gustar! —se enfureció Sheera—. ¡O moriréis aullando a un día de camino de los muros de la ciudad y ésa es la única alternativa que tenéis, soldado! ¡Haréis lo que os digo o tal vez Yirth no os dé siquiera esa oportunidad!
Giró en un latigazo de colores encendidos de faldas y velos, y salió de la pequeña habitación, cerrando la débil puerta con un golpe. Él oyó cómo sus zancadas se alejaban en la distancia, crujiendo en el vacío y, finalmente, el portazo de trueno de la otra puerta. Vio a través de la ventana cómo ella caminaba a grandes pasos por la penumbra del jardín hacia la casa, junto a las rocas que él había acomodado entre las raíces desnudas de los enebros y el pabellón oscuro de los baños. Sollozaba con los sollozos secos, amargos, de la rabia.
Lobo del Sol tomó una botella de vino de la mesa con deliberación y la arrojó contra la pared opuesta. Hizo lo mismo con la otra y la otra y la otra y todas las que había consumido en el curso del día, desde que regresó tras ver lo que ocultaba Derroug en su palacio. Luego se puso de pie y fue con paso totalmente firme a los establos, ensilló un caballo y salió de Mandrigyn por la puerta que daba hacia el continente, justo en el momento en que se ponía el sol.
Cabalgó toda la noche hasta la mañana. El alcohol se quemaba lentamente y pronto dejó limpia su sangre, pero la decisión de romper los planes de Sheera de una vez y para siempre no se hizo menos fuerte en su mente. El anzid era la última opción que habría tomado si le hubieran permitido elegir su propia muerte, pero si se quedaba en Mandrigyn, su muerte sería horrible de todos modos. Ese día había visto al menos una muerte que era peor que la del anzid. Y de todos modos, moriría esclavo de sí mismo y no de Sheera.
Hizo volver la cabeza del caballo hacia el oeste y atravesó la oscuridad de los campos medio inundados, puntiagudos de juncias y llenos de ramas desnudas de árboles secos. Antes de la medianoche, llegó al cruce donde el camino subía hacia Paso de Hierro y el gran bulto de las montañas Tchard, y salía hacia las tierras altas para atravesar las rocas del valle del Agua Grande hasta la costa rica de la Ensenada. Pensó en cruzar el paso, sabiendo que a Sheera nunca se le ocurriría buscarlo en el umbral de Altiokis. Y ella lo buscaría, de eso estaba seguro. Nunca toleraría ese último desafío. Él se había prometido no darle la satisfacción de encontrar su cuerpo ni de asegurarse de que estaba muerto.
Además, si lo encontraba antes de que el anzid lo matara, tal vez lograría llevarlo de vuelta a tiempo.
Pero finalmente no pudo tomar el camino de la ciudadela. Giró la cabeza de la yegua hacia el oeste donde los caminos se cruzaban y se alejaban a través del silencio burbujeante de los bosques oscuros.
Se preguntó si Halcón entendería lo que estaba haciendo.
Ari, eso lo sabía, habría pedido disculpas a Drypettis con una enorme sinceridad aparente y una promesa mental de vengarse de esa víbora de carita apretada, más tarde. Y Halcón… Halcón les habría dicho desde el comienzo que prefería morir y las habría maldecido o habría encontrado una forma de evitar toda la situación.
¿Qué había querido decir Sheera con eso de la forma en que lo miraba Halcón? ¿Eran sólo los celos de Sheera o su odio? ¿O era que, como mujer, veía las cosas con ojos distintos?
No le pareció posible, aunque le hubiera gustado creer que Halcón de las Estrellas le había mirado con algo diferente de esa mirada calma, práctica. Según su experiencia, el amor siempre significaba exigencias, de tiempo, de alma y ciertamente de atención. Halcón de las Estrellas nunca le había pedido nada excepto instrucciones para el oficio que ambos habían elegido, el de la guerra, y de vez en cuando un bulbo de narcisos para su jardín.
En realidad, era Halcón de las Estrellas la que había definido para él la razón por la cual el amor era mortal para el profesional, en una de esas largas noches de invierno en Wrynde, cuando Gacela ya dormía con la cabeza sobre el regazo de Lobo y los rizos cayendo sobre sus rodillas. Él y Halcón se habían quedado sentados, charlando, medio borrachos frente a la arena blanca del hogar casi apagado, escuchando el golpeteo de la lluvia sobre los cipreses del jardín. Él había hablado de amor, había citado la máxima de su padre: no te enamores y no te mezcles con la magia. El amor era una grieta abierta en la armadura de un hombre, había dicho. Pero Halcón, con su inteligencia clara, había manifestado que el amor simplemente hacía que uno dejara de tener un solo objetivo. Para un guerrero, dejar de mirar el objetivo principal, la supervivencia, podía significar la muerte. Por eso si su meta era sobrevivir a toda costa, no debía amar.
Una mujer enamorada, ¿podía hablar del amor con esa claridad brutal?
¿Y una mujer sin amor?
Llegó el atardecer, lento y gris a través de las colinas cubiertas de bosques. Las hojas amarillas silenciaban el camino con alfombras empapadas; las ramas que se alzaban sobre la ruta goteaban sobre la espalda de Lobo. Ahora, cabalgaba más lentamente, explorando al mismo tiempo, orientándose con las colinas cada vez más cercanas que aparecían sobre los árboles desnudos. Al sur del camino, las colinas se acercaban unas a otras, macizas, abultadas, marcadas por gargantas estrechas y una red cada vez más elevada de salientes, medio ahogadas en maleza y vides silvestres. Aquí y allí, podía oír las voces espumosas de arroyos hinchados que golpeaban entre las rocas.
El viento le removía el cabello largo sobre los hombros y le ponía una mano fría sobre la mejilla. Había olvidado lo hermoso que era estar solo y libre, aunque fuera libre para morir.
Era ya la media tarde cuando dejó ir al caballo. Lo envió por el camino del oeste con un golpe en el anca y el animal salió trotando con elegancia, dejando las huellas que Sheera seguiría. Con suerte, lo rastrearía durante un tiempo y nunca encontraría el cuerpo de Lobo.
Algo se pudriría en el corazón de esa arpía, pensó con una mueca que era casi una sonrisa interna, cuando pensara que tal vez, por un milagro, él la había eludido, que tal vez, en algún lugar, estaba libre y se reía de ella.
Ya estaba empezando a sentir al anzid trabajando en sus venas, como los primeros movimientos de la fiebre. Cruzó hacia atrás por los bosques en un curso oblicuo hacia las rocas de las colinas más altas y las cuevas que sabía que se encontraban en dirección a Mandrigyn. Fue un largo camino y lo recorrió con cuidado, cubriendo sus huellas, vadeando en la corriente limpia y fría de los arroyos y tratando de pisar sobre el suelo rocoso por instinto cuando la luz del día se desmayó de nuevo en noche.
Sus sentidos siempre habían sido más agudos que los de la mayoría de los hombres en la oscuridad; tenía esa habilidad desde chico, lo recordaba, y había sido casi milagrosa. Incluso en la oscuridad de las nubes y el viento, podía distinguir las sombras vagas de los árboles, los abedules fantasmales y los robles burlones, monstruosos como gárgolas. Su olfato le dijo que más tarde llovería. Eso taparía sus huellas, el viento ya le tiraba de las ropas.
El suelo que pisaba se tornó empinado y rocoso, quebrado por los huesos salientes de la tierra. Se dio cuenta de que su respiración había empezado a aserrarle la garganta y los pulmones, un gélido filo como si rondaran pedazos de vidrio roto en alguna parte dentro de su cuerpo. El suelo se hizo más y más empinado y el follaje disminuyó a su alrededor; vio vagas sombras de rocas más arriba, con una orla de media luz lechosa que sólo la oscuridad total del resto de la noche le dejaba ver. La debilidad tiró de su cuerpo junto con una especie de dolor febril que no tenía una localización clara; la náusea había empezado a tirarle del estómago como una tenaza.
La primera ola le golpeó en la oscuridad alta, ventosa de la ladera quebrada de una colina; Lobo se dobló en dos, como si una lluvia de ácido se le hubiera derramado sobre las entrañas. El horror le dejó sin aliento y, cuando el dolor despareció, se sintió débil y tembloroso, descompuesto y terriblemente vulnerable. Después de un rato, se puso de pie; tenía miedo de que al moverse regresara esa agonía roja. Mientras seguía avanzando a trompicones, la sintió, acechante, esperándolo como una fiera detrás de cada una de las fibras de sus músculos.
Le llevó una hora encontrar el tipo de lugar que buscaba. Quería una cueva profunda en las colinas, lejos del camino para que ninguno de los que le buscaban escuchara sus alaridos, aunque fueran terribles. Lo que encontró fue un edificio en ruinas, una especie de capilla cuyas paredes destruidas estaban comidas por el tiempo y cubiertas de cortinas de enredaderas castañas por el invierno. En la cripta, un poco más allá, se abría un pozo circular de unos seis metros de profundidad y unos tres metros de ancho. Arrojó piedras que sonaron con solidez o crujieron entre las malezas; la poca luz que se filtraba a través de las ramas que se sacudían con el viento no le mostró ningún movimiento, excepto el de los arbustos maltratados por el clima.
En ese momento, ya había empezado a sudar; las manos le temblaban, un dolor cada vez más agudo inundaba su cuerpo, interrumpido por poderosos estallidos de calambres. Colgó con cuidado las manos del borde del pozo y luego se dejó caer.
Fue un error. Le pareció que le habían desollado; el menor golpecito, la sacudida más pequeña le desgarraba como una astilla afilada de madera. La intensidad terrible del dolor le hizo vomitar y el vómito trajo nuevos dolores, que a su vez alimentaron otros. Como la primera grieta de un dique, cada nueva agonía disminuía su resistencia ante las que se amontonaban detrás, hasta que conmovieron su carne y su mente como un volcán a la roca que lo sella. Vagamente, se preguntó cómo era posible que todavía estuviera consciente o si la agonía seguiría de ese modo hasta que muriera.
Fue sólo el comienzo de una noche interminable.
Sheera lo encontró en el pozo, mucho después de la aurora que apenas iluminaba la negrura de las lloviznas de la noche. El viento le sacudía las faldas mojadas de montar mientras se quedaba allí, de pie, mirando desde el borde del pozo y estirando los mechones empapados de su cabellos. Aunque lo que la atrajo fueron los gritos de Lobo, ahora la voz de él se había quebrado y ya no se oía tanto. A través de la lluvia que le golpeaba los ojos, Sheera lo veía moverse todavía, arrastrándose febril a través de la suciedad espesa que cubría cada centímetro del suelo del pozo, gruñendo cada tanto, incapaz de descansar.
A pesar de la lluvia, el lugar olía como el peor de los desagües del infierno. Sheera ató la soga que había traído al tronco de un árbol y bajó, resuelta. Su rabia de leona la había llevado a través de la caza nocturna, pero al ver lo que quedaba ahora que el anzid había hecho su trabajo, sólo sentía una extraña mezcla de piedad, asco y horror. Se preguntó si Yirth había sabido que la muerte tardaría tanto.
Por la fiebre o el dolor, Lobo se había sacado casi toda la ropa, y la lluvia abría caminos sobre la suciedad que cubría su piel azul y helada. Todavía se arrastraba, empecinado, como si de alguna forma pudiera ir más rápido que la agonía; pero cuando ella se acercó, le dominó un espasmo de vómitos que hacía ya mucho habían dejado de expulsar nada que no fuera bilis amarga. Sheera vio que tenía las manos rotas y ensangrentadas, crispadas por el dolor con tanta fuerza que parecía que iban a quebrar sus propios huesos.
Después de la convulsión, se quedó allí, sollozando, atormentado por lo que había sufrido, mientras la lluvia caía sobre la maraña sucia de su cabello. Tenía la cara de costado algo alejada de las horrendas lagunas en las que yacía con la piel hundida y angulosa, como la de un moribundo.
No se oía ningún sonido en el pozo, excepto el susurro incesante del agua que caía y los sollozos ásperos y desesperados. Ella tampoco había esperado eso. Se acercó un paso y se quedó mirando con una especie de fascinación horrenda la cabeza degradada, el cabello empapado, escaso y enredado en la basura y las manos rotas y temblorosas.
—Estúpido bastardo empecinado —dijo con una voz baja que sonaba temblorosa en sus propios oídos—. Tengo ganas de irme y dejaros, después de todo.
No creyó que él la hubiera oído. Pero Lobo movió la cabeza un poco y unos ojos dilatados le miraron a través de la niebla del dolor desde profundidades de piel ennegrecida. Ella se dio cuenta de que él estaba casi ciego, de que luchaba con cada músculo atormentado de su cuerpo para enfocarla, para hablar y para controlar el hilo agudo de voz quebrada por los gritos y convertirlo en algo que pudiera oírse y entenderse.
Logró murmurar:
—Dejadme, entonces.
El horror de Sheera ante lo que ella misma había hecho se convirtió en furia, alimentado por el cansancio de la búsqueda aterrorizada durante la larga noche. A través de la oscuridad y las nubes de la debilidad, Lobo del Sol no veía casi nada, pero sus sentidos, crudos como si les hubieran pasado papel de lija, le trajeron la sensación de la furia de ella como una onda de calor. Por un momento, se preguntó si Sheera lo patearía tal como estaba o si le golpearía con el látigo que llevaba en la mano.
Pero luego la oyó alejarse y el ruido de agua de sus botas retrocedió a través de los charcos que ensuciaban el suelo del pozo en la lluvia. Durante un rato, se quedó así, luchando contra el desmayo que sólo le traía el terror espantoso de las visiones. Luego, oyó el crujido de los cascos de un caballo que se alejaba, cada vez más leve en el golpeteo incesante de la lluvia. Volvió a caer en el vértigo rojo del delirio.
Reinaba una completa soledad, terrores que reducían el dolor que desgarraba su cuerpo distante a un malestar insignificante que sólo resultaría en su muerte alguna vez. Cosas peores le persiguieron y le atraparon: pérdida, arrepentimiento, odio hacia sí mismo y toda la fealdad derramada que se guarda en los pozos más profundos de la mente.
Y luego, después de esos vagabundeos negros, se dio cuenta de que había luna en un lugar que nunca había visto antes, cerca del ruido lejano del mar. Parpadeó y vio las paredes de piedra que se hacían más y más angostas de una de esas capillas semejantes a panales de abejas que poblaban las costas pedregosas del océano en el noroeste, la oscuridad del altar de la Madre y la forma de un guerrero que se arrodillaba justo un poco más allá del círculo desparejo de la luz de la luna que yacía como una pequeña alfombra en el centro del suelo de arcilla pisoteada.
Las ropas del guerrero, la tela cuadriculada, brillante de la costa de la Ensenada no le resultaron familiares. Conocía las botas gastadas y la espada que yacía con la hoja contra la luna, plata blanca y cegadora. Pero no podría haber confundido nunca la cabeza inclinada, pálida y brillante como la luz de la luna.
El guerrero levantó la vista y él vio las lágrimas brillando en los pómulos altos, como lluvia caída sobre piedra. Ella murmuró:
—¿Jefe?
Se puso de pie con dudas; sus ojos lucharon por atravesar la niebla que los separaba.
—Jefe, ¿dónde estás? Te estuve buscando…
Él extendió la mano hacia ella y ella la vio, quebrada y sucia, como él la había visto en la mugre del pozo. Dudó y luego la tomó, los labios como hielo sobre los dedos, las lágrimas quemando la piel lastimada.
—¿Dónde estás? —murmuró de nuevo.
—En Mandrigyn —dijo él con calma, tratando de calmar los restos quemados de su voz—. Me estoy muriendo, no me busques más.
—Al diablo con eso —dijo Halcón de las Estrellas y la voz le temblaba—. No llegué hasta aquí para…
—Halcón, escucha —murmuró él y ella levantó la vista mientras la sangre de la mano de él le manchaba la mejilla, ya marcada y sucia por las lágrimas—. Dime…, ¿me amabas?
—Claro —dijo ella, impaciente—. Siempre te amaré, Lobo. Siempre te he amado.
Él suspiró y el peso cayó con más fuerza sobre él, el dolor por lo que podía haber sido.
—Lo lamento —dijo—. Perdí el tiempo que teníamos y lo siento por lo que eso significó para ti.
Ella meneó la cabeza y hasta ese movimiento leve de cabellos finos desgarró la piel desnuda del cuerpo agotado de Lobo. Apretó los dientes con fuerza contra el dolor, porque ya se sentía ir, la piel carcomida por los vientos de la nada.
—No perdimos ese tiempo —dijo Halcón de las Estrellas con suavidad—. Si hubieras pensado que me amabas como amaste a Gacela y a las otras, me habrías mantenido a distancia como hacías con ellas, y eso hubiera sido peor. Prefiero ser uno de tus hombres y no una de tus mujeres.
—Entiendo —murmuró él, porque realmente entendía en medio de las visiones retorcidas de la noche interminable—. Pero eso habla mejor de ti que de mí.
—Tú eres lo que eres. —La voz de Halcón era tan callada ahora que uno podía oír por encima de ella el golpe distante del mar sobre las rocas y el hilo leve del viento nocturno. Sus manos se apretaron como huesos congelados sobre la deformidad rota de los dedos de Lobo, y él se dio cuenta de que ella sentía que él se estaba yendo—. No hubiera querido otra cosa.
—Fui lo que fui —le corrigió él—. Y quería que lo supieras.
—Lo sabía.
Él nunca la había visto llorar ni siquiera cuando le arrancaban las flechas de la piel sobre los campos de batalla; las lágrimas caían ahora sin amargura ni debilidad: recorrían solamente la soledad que él también había llegado a entender. Lobo del Sol levantó la mano para tocar la seda blanca de ese cabello querido.
—Te amo, Halcón —murmuró—. No sólo como a uno de mis hombres y no sólo como a una de mis mujeres. Lamento no haberlo sabido a tiempo.
Sintió que se alejaba de ella, arrastrado de nuevo hacia la oscuridad terrible y tormentosa. Sabía que su cuerpo y su alma se estaban quebrando, como un barco sobre un arrecife; toda su fuerza acumulada tamizaba sangre a través del naufragio de las vigas. Todas las cosas enterradas —los amores y esperanzas y deseos que había despreciado y olvidado porque no podía tolerar que el destino se los negara— se derramaron, ardientes, desde sus grietas escondidas y le desafiaron a negarlos ahora.
Eran como viejos sueños de fuego, tan dolorosos como el oro fundido. Oyó las burlas despectivas de su padre en la oscuridad aunque la voz era la suya propia; los viejos sueños ardían como llamas, y el calor era más grande que el dolor del anzid que quemaba su carne. Pero él los reunió a todos entre las manos, aunque estaban hechos de fuego, de rabia fundida y de curiosidad. Las llamas de ese poder lastimaron lo que quedaba de su piel y terminaron con ella, y su última visión fue la telaraña de puntillas de sus huesos, aferrada a esos fuegos olvidados.
Luego, la visión desapareció, como su imagen había desaparecido entre las manos de Halcón de las Estrellas. Abrió los ojos a la madera oblicua del techo de la buhardilla, manchado con la luz desvaída del sol que se filtraba a través de los árboles desnudos del jardín de Sheera. Oyó el murmullo de la voz de ella en el invernadero y la réplica tensa y despectiva de Yirth.
Yirth, pensó y cerró los ojos de nuevo, dominado por el horror y la desesperación. Todos sus esfuerzos de ese día interminable, sus esfuerzos para ocultar su rastro de Sheera, y ella sólo tenía que pedirle a Yirth que dijera el nombre de su prisionero y mirara en el agua estancada. La noche que había pasado en el pozo, el dolor indecible y la pena no habían servido de nada.
Débil y agotado, no le quedaba nada de su carne ni de su mente, purgadas de todo lo que pudiera responder a su propia llamada; si hubiera tenido fuerzas, habría llorado. Las mujeres habían ganado. Estaba vivo y todavía era esclavo. Aunque hubiera podido encontrar una forma para escapar de la magia de Yirth, sabía que ya no lo intentaría de nuevo. Nunca tendría la fuerza necesaria para pasar por eso otra vez.