Lobo del Sol se detuvo en su camino al oír el sonido de pasos suaves que se aproximaban en la oscuridad. Desde la escalera, pensó. Su suspiro fue profundo y aburrido, y cambió el peso de un pie a otro como un hombre aterido en una larga guardia. Los pasos leves se detuvieron. Alrededor de él, la vasta oscuridad helada estaba brillante de alientos.
En algún lugar crujió un tablón del piso. Luego, un peso le golpeó los hombros y la parte posterior de su rodilla, un peso leve, musculoso, como el de un gato, controlado y cruel. Al primer toque del impacto, se dio la vuelta, soltándose de los brazos suaves que buscaban su cuello. En la oscuridad, estiró las manos y torció con profesionalismo la naricita chata que respiraba violentamente tan cerca de su oído.
Sintió que su asaltante se retiraba. Con un silbido aceitoso de metal caliente, alguien descubrió una lámpara sorda. Gilden estaba de pie junto a él, jadeando y mirándolo con pena y rabia.
En la habitación, con el cabello tirante y trenzado y los brazos suavemente modelados, las damas de Mandrigyn lo miraban, un mar de ojos dolidos.
—Estás empujando con los hombros —le dijo a Gilden, mientras miraba en lo hondo de esos ojos de pestañas largas, azules como el mar—. Tu centro de equilibrio es más bajo que el de un hombre, por eso a vosotras, las mujeres, os supone un problema cuando os arrojáis una sobre la otra. Es una de las ventajas que tenéis sobre un hombre. Empuja desde las caderas, así, para tirarme al suelo. Que alguien de tu tamaño use la fuerza bruta contra alguien del mío es más que estúpido…, es suicida.
Gilden enrojeció, pero dijo:
—Sí, señor. Gracias, señor.
—Y te oí venir.
Ella dijo algo más, en un susurro, algo que había sacado obviamente de un vocabulario bien bajo.
Él miró a las damas reunidas.
—¿La siguiente?
Oyó detrás, el silbido rápido de Gilden, un aliento furioso, una protesta sin palabras. Cuando se dio la vuelta y levantó una ceja hirsuta, ella preguntó:
—¿Puedo intentarlo de nuevo?
—No —dijo él con suavidad—, porque sólo tenías una oportunidad y ahora estás muerta. Siéntate.
Ella volvió sin decir una palabra a su lugar al borde de uno de los caños girados entre Wilarne y su hija Tisa. Lobo del Sol, por décima vez esa noche, caminó hasta la pequeña habitación de las macetas que daba sobre el invernadero principal para no poder ver ni oír, supuestamente, desde dónde vendría la próxima agresora. La única lámpara sorda que iluminaba la vasta habitación arrojaba su sombra, enorme y grotesca y movediza, a través de los tablones grises de la pared; oyó que Denga Rey movía la tapa de la lámpara y maldecía al quemarse los dedos. Cuando cerró la puerta tras él, percibió el suave sonido de la charla que empezaba. Gilden, siempre suelta de lengua, le había informado que era para cubrir cualquier ruido que pudiera hacer la próxima atacante al tomar su lugar, pero Lobo del Sol sospechaba que era simplemente porque las mujeres disfrutaban de la charla.
Eso era verdad hasta en el caso de Halcón de las Estrellas, aunque no había un solo hombre en su tropa que lo hubiera creído. Por lo que sabía, él era el único al que ella hablaba con libertad, no con la pequeña charla inconsecuente de la guerra y el campamento, sino sobre cosas que realmente le importaban, el pasado y el futuro, la jardinería, la teología, la naturaleza del miedo. De una forma extraña, se había sentido realmente honrado al darse cuenta de que era así, porque la fachada de Halcón de las Estrellas era una de las más frías y distantes que conocía. La mayoría de los hombres sentía cierto temor hacia ella.
Él mismo había quedado atónito al darse cuenta de que la amaba.
En primer lugar, uno de los errores más fatales que puede cometer un comandante es enamorarse de uno de sus capitanes, hombre o mujer. Siempre se hace público y él nunca había visto un caso en que no surgieran problemas.
En segundo lugar, Halcón de las Estrellas era guerrera con el corazón y con los huesos, lógica, fría y ruda con cualquier cosa que se interpusiera en el camino que había elegido. Los amoríos que había tenido con otros miembros de la tropa terminaron en el minuto en que esos hombres interfirieron con su entrenamiento. Lobo del Sol no estaba seguro de la forma en que reaccionaría si él volviera a Wrynde y le dijera:
—Te amo, Halcón de las Estrellas.
Y sin embargo, descubrió que anhelaba mucho volver y encontrarla allí, seria, tranquila, preguntándole con sorna si todas esas mujeres no lo habían secuestrado como semental.
Hubo un toque respetuoso en la puerta. Lobo salió e hizo un gesto a Denga Rey para que apagara de nuevo la lámpara. Luego empezó a caminar con el paso lento de un centinela a todo lo largo de esa oscuridad vacía, tratando de oír a su estudiante en esa lección sobre cómo vencer y matar a un hombre.
Era Eo, no tan pesada y ni la mitad de torpe de lo que había sido al principio. Se preparó bien, puso sus pasos al mismo ritmo que los de Lobo y recordó que debía arrojarse desde la cadera, no desde los hombros. Lobo pegó con fuerza contra el piso y le tocó el brazo en el momento en que el hueso de una muñeca le cerraba la tráquea. Ella lo dejó ir inmediatamente y la luz se encendió sobre ella, ahora inclinada, nerviosa, con miedo de haberlo lastimado. Él se sentó, frotándose el cuello y sonriendo; era típico de la herrera desmayar a un hombre y luego pedirle perdón, contrita, cuando volvía en sí.
Un acto muy común en las mujeres, esta preocupación por los golpes de las demás. Lobo podía insultar y ponerse verde, pero no lograba que se agredieran una a la otra excepto en contadas ocasiones. La técnica que habían logrado era buena. La mayoría entendía que el tamaño pequeño necesitaba palanca y, entre correr y el entrenamiento riguroso de la mañana y de la noche, desarrollaban los reflejos que podían ponerlas en el mismo nivel que otros oponentes más grandes y más pesados. Pero siempre veía cómo alguien que realmente ponía en aprietos a su oponente en la práctica de la espada, la bajaba inmediatamente para asegurarse de que la otra mujer no estaba herida antes de seguir adelante con el ejercicio. Eso volvía loco a Lobo del Sol; por suerte las vio pelear contra los nuuwas; sin esa seguridad, habría tratado de lavarse las manos de todo el asunto, infructuosamente, así lo suponía.
Había descubierto muchas cosas sobre las mujeres en las últimas semanas. Había aprendido que podían conversar entre ellas sobre temas tan obscenos que hubieran hecho enrojecer a cualquier mercenario que conociera. Lo aprendió la noche en que fue a mojarse en el chorro caliente que salía de la casa de baños después del entrenamiento, cuando las mujeres estaban en la parte principal del edificio. Había pensado irse a la cama enseguida. Pero fue una experiencia tan sorprendente que lo dejó con los ojos abiertos. Al fin y al cabo era un hombre criado en el mito popular masculino de la delicadeza femenina.
—Ni yo haría bromas como ésas —le dijo después a Ojos Ámbar, y ella se había derretido en carcajadas desconcertantes.
Otra cosa alarmante con respecto a las mujeres eran sus travesuras. Las cabecillas en bromas que iban desde emboscarlo cuando salía, rosado y húmedo, después del baño, hasta enviarle horrendas cartas anónimas de amor eran Gilden Shorad y Wilarne M’Tree, por fuera tan graciosas y decentes como el par de matronas más respetable ante quienes se hubiera inclinado alguna vez un hombre en la calle.
Pero lo más importante que había descubierto era la fuerza femenina, empecinada, ruda y, si era necesario, más cruel que la de cualquier hombre. Tenía algo animal, forjado por años de represión; a pesar de toda su belleza y su dulzura, eran cincuenta personas que harían lo que fuera necesario y a veces se asustaba por la forma obsesiva y decidida en que lo pensaban.
Ahora pensaba en esto, sentado solo, por fin, en la habitación de las macetas, calentándose las manos sobre un brasero de carbón, mientras escuchaba cómo partían las mujeres. La lluvia había empezado de nuevo; golpeaba con fuerza en el techo sobre su cabeza, murmuraba en el agua de los canales. La mayoría de las mañanas, las islas más bajas de la ciudad estaban inundadas; las grandes plazas que se extendían frente a sus milagros flotantes de iglesias y alcaldía, transformadas en desiertos de agua cruzados por tablones primitivos. El frío húmedo le comía los huesos. Las mujeres estaban envueltas como jamones curados con melaza, en cuero y seda impermeable; las voces, una música suave en la semioscuridad.
La próxima clase empezaría pronto. A través de las rendijas de la ventana de la habitación de las macetas, miró cómo temblaban las sombras de las mujeres contra las luces de la casa y sonrió al pensar en ellas. Habían recorrido un largo camino, tanto las criaturas tímidas cubiertas por velos que enrojecían al ver a un hombre como las que tenían hijos y presumiblemente los habían concebido de alguna forma: ahora eran luchadoras mortíferas y frías. Si lo que le decían Gilden y las otras era verdad, también se habían transformado en mujeres de negocios y comerciantes duras, astutas, prácticas.
Los hombres de Mandrigyn, pensó con amargura, iban a llevarse una buena sorpresa cuando finalmente volvieran a casa.
La habitación, excepto por el brillo rojo y leve del brasero, estaba oscura; en las sombras acechaban las formas de las palas, los rastrillos y los bulbos brotados; los bordes, casi de oro en la oscuridad. Los olores del lugar le eran familiares: humus, tierra fresca, postes de cedro, el perfume más húmedo, más rocoso de la grava y el olor algo polvoriento del medio cubo de carbón marino en el rincón. Desde la puerta, oyó la voz de Sheera, los tonos altos, penetrantes. Oyó el nombre de Tarrin, ese príncipe perdido, esa esperanza dorada que trataba de organizar las minas y luego de nuevo la voz de Drypettis.
—Pero él te merece, Sheera —decía—. De todos los hombres de la ciudad, sólo él merece tu amor, el más grande, el mejor. Siempre lo he pensado.
—Es el único hombre de la ciudad al que he amado —replicó Sheera.
—Eso es lo que me enfurece, que tú y él estáis esclavizados y humillados, él por las minas y el látigo, tú por las costumbres bajas de las barracas. Que te rebajes a usar a un… un patán violento que no saca los ojos ni las manos de las que están peleando por su ciudad…
—Le asigné a Ojos Ámbar —corrigió Sheera, diplomáticamente—. Ella no se negó.
—Él podría haber tenido la decencia de rechazarla…
Sheera rió.
—¡Ah, vamos, Dru! ¡Piensa en lo insultada que se habría sentido ella!
Casi podía ver los labios sensibles levantados.
—Estoy segura de que ésa es la única razón por la que lo hizo —replicó Drypettis sarcástica, y un momento más tarde, él oyó el ruido suave de la puerta que se cerraba. Luego se acercaron los pasos de Sheera, lentos y cansados, y apareció enmarcada en la oscuridad del umbral de la habitación de las macetas.
Lobo del Sol sacó un banco de debajo de la mesa de trabajo y lo empujó hacia ella con el pie. Se le vía cansada y tensa, como siempre que alguien le traía noticias sobre Tarrin desde las minas. Ignoró el asiento.
—Si me odia tanto —dijo Lobo, con las manos sobre los carbones luminosos—, ¿por qué se queda? Es libre de dejar la tropa. No perderíamos nada.
La boca de Sheera se puso tensa, y un brillo de enojo tembló en sus ojos. Desnuda para el entrenamiento, una manta vieja le envolvía los hombros y los pliegues pesados borraban la forma fuerte de su cuerpo.
—Supongo que vos, como mercenario, juzgáis a todos con vuestra propia medida —replicó—. Para vos es inconcebible que una persona cualquiera se quede por lealtad a una meta superior, sin que le importen sus sentimientos personales sobre lo que sucedió con su liderazgo. Como yo… como todas nosotras. —Hizo un gesto brusco con la cabeza hacia atrás, hacia donde podían distinguirse las formas borrosas de Denga Rey y Ojos Ámbar, que hablaban en voz baja en el otro extremo de la habitación—. Drypettis es ciudadana de Mandrigyn. Quiere ver a su ciudad libre y orgullosa…
—El hecho de que sea la hermana del gobernador no tiene nada que ver con la idea de que se quede, ¿verdad? —ironizó Lobo del Sol.
Sheera respiró con sorna.
—Derroug puede encontrar cien espías mejores.
—¿En quienes vos confiáis?
—Más aceptables para vuestros gustos, por lo menos —ladró Sheera—. Tal vez sea una engreída terrible; tal vez sea irrazonable y obstinada; tal vez sea espantosamente inflexible y vana y quisquillosa, pero la conozco de toda la vida, desde que éramos compañeras en la escuela. Ella nunca nos traicionaría.
—Podría traicionarnos si pone demasiado en juego y termina por no saber lo que hace. —Lobo movió los hombros, se masajeó los músculos doloridos de su espalda y encontró, como siempre, al menos una docena de veces por día, el acero de la cadena de esclavo que yacía alrededor de su cuello como un nudo.
—Sea lo que fuere, no es estúpida.
—Es el eslabón más débil de la cadena.
—No en este caso.
Él se dio la vuelta hacia ella de nuevo.
—De todos modos —rugió—, tenéis todas las debilidades. Es el comandante el que debe saber cuáles son y tomarlas en cuenta. Un solo miembro inestable podría arruinar toda la empresa, y yo digo que esa mujer es tan inestable como cualquier mujer inestable que yo haya conocido.
—Sería un insulto sacarla de la tropa a estas alturas, sin razón alguna —replicó Sheera, con calor—. Cuando era cuestión de organización, ella era virtualmente la segunda al mando…
—¿O es que os gusta tener un discípulo fiel?
—Tanto como vos odiáis no tener uno. —Sheera estaba enojada ahora; los reflejos carmesí del fuego saltaban en sus ojos—. Me fue fiel, no sólo como conspiradora, sino como amiga.
—Como comandante…
La voz de ella crujía.
—¿Puedo recordaros, capitán, que la comandante de esta fuerza soy yo?
El silencio que se abrió entre los dos fue tan audible como el ruido de una soga tensa que se suelta. En la luz rojiza, los ojos de ella parecían quemarse con los fuegos reflejados del brasero. Pero las palabras que tal vez se habrían dicho nunca llegaron a pronunciarse porque se abrió la puerta del invernadero y se oyeron las voces bromistas de Escarlata y Erntwyff Pescador.
—Así que dice: «¿Quién fue el bastardo que te dio solamente un cobre?». Y ella dice: «¿Qué quieres decir? Todos me dan un cobre».
Las mujeres llegaban para la segunda clase. Después de un momento largo, Sheera giró sobre sus talones —la manta se arremolinó como una capa con sus pasos— y se fue a hablar con ellas, dejando a Lobo del Sol de pie y en silencio en la habitación de las macetas, mirando hacia ella a través del marco de la puerta oscura.
A la mañana siguiente, Lobo dejó la casa al amanecer para buscar a la maga Yirth en la ciudad.
Tenía la impresión de haber visto a Yirth muchas veces desde que hablaron en su altillo en la noche del primer encuentro, pero no habría podido decir sin un esfuerzo muy grande ni dónde ni cuándo la había visto. Era una mujer habituada a pasar desapercibida. Lo cual no es nada fácil, pensó él con crueldad, para alguien tan feo, y mientras lo decía olvidaba que, para su tamaño, él también tenía talento para hacer que otros no le vieran. Dudó antes de ir a buscarla, porque sabía que en realidad era su mano, y no la de Sheera, la que sostenía la rienda que ataba su vida. Además, no estaba seguro de poder encontrarla.
Apenas terminó el toque de queda, salió dejando a Ojos Ámbar acurrucada y quieta en la cama y tomó una de las salidas secretas que usaban las mujeres para irse del invernadero. La lluvia de la noche había cesado y las canales estaban tan opacos como espejos de plata entre las paredes manchadas de musgo; las gotas que caían de las cumbreras sobre los senderos estrechos y los pasadizos que bordeaban el agua sonaban a hueco en la quietud de la mañana, como los pasos intermitentes de los fantasmas borrachos.
Se había cuidado de no caminar demasiado por la ciudad; Altiokis usaba tropas mercenarias como parte de la guardia y siempre había una posibilidad de que uno de ellos le reconociera. Pero además había algo en todas las ciudades cautivas que ponía nervioso a Lobo, una sensación de que le espiaban, de que si pedía ayuda en medio de un problema, nadie le escucharía. La batalla de Paso de Hierro realmente había dejado a la ciudad sin salud, sin decencia, como decía Sheera, y los hombres que encontraba en las calles eran sobre todo inválidos, drogadictos (porque Mandrigyn era uno de los puertos clave en el tráfico del azúcar de los sueños desde Kilpithie) o tenían un aire furtivo de vergüenza y engaño que los hacía muy desagradables. Hasta los esclavos que veía en la ciudad parecían de mala estofa; los más fuertes habían sido confiscados como parte de la indemnización después de la batalla y enviados con sus dueños a trabajar en las minas. La salud y el tamaño de Lobo del Sol lo hacían visible y notorio, y no ayudaba mucho el hecho de que había varias mujeres que habían enviado notas escritas a Sheera, pidiendo sus servicios, por cierto inespecíficos.
Cruzó la telaraña de curvas de las callejuelas retorcidas y los puentes de planchas de madera que pasaban sobre canales que él podría haber salvado de un salto si hubiera habido lugar para correr un poco en esas islitas repletas de edificios. Sobre las callejas que iban junto a los canales o rodeaban las lagunas sobre el segundo o tercer piso de las casas, habían aparecido ya viejas y jovencitas que sacudían la ropa de cama en el aire húmedo y pasaban chismes de ida y vuelta sobre las aguas angostas. En la puntilla negra de los callejones, hundidos en el agua congelada de las islas más bajas, vio cómo se encendían las luces en las cocinas y oyó el crujido del hierro y el rasguño del metal sobre la piedra cuando se sacaban las cenizas. Cruzó una pequeña plaza frente a la fortaleza negra y silenciosa de una iglesia de tres cúpulas, olió desde alguna parte el perfume a gloria del pan que se cocinaba, como la mirada breve y luminosa de un fantasma de esos cielos en que vivían los santos.
En la luz plateada de la mañana, el mercado de la ciudad era un escándalo de colores: el carmesí oscurecido por la lluvia de los sirvientes de los ricos y el azul húmedo de los delantales del campo; los verdes sombríos de la espinaca y las coles y los verdes crocantes de las lechugas; los escarlatas y dorados de las frutas y el brillo pródigo, quebrado, de las pirámides de melones, todos brillantes como porcelana bajo los collares de la lluvia. Los olores de las hierbas agudas y el barro lleno de pescado le inundaron, mezclados con los del suelo sucio y el humo de la lana húmeda; oyó las voces de las niñas tan dulces como las fresas caseras que anunciaban y la jerga incomprensible de un viejo del campo. Criado en el norte bárbaro, Lobo del Sol era ya un hombre cuando vio por primera vez un mercado de ciudad; e incluso después de todos estos años, el impacto de esa delicia caleidoscópica era el mismo.
Preguntó a una mujer del campo la dirección de Yirth en un puesto en que colgaban pájaros silvestres como grandes manojos de plumas; y aunque ella le dirigió una mirada de sospecha desde sus ojos viejos y oscuros, le dijo dónde podía encontrarla.
La casa estaba en Isla Pequeña, alta, desteñida y vieja. Como casi todas las casas de la ciudad, era de un estilo pasado de moda, a medias revestida de madera y decorada con relieves tallados, y con cada pilar, cada poste en las puertas, cada persiana, incrustados con una puntilla extravagante de santos, demonios y bestias, rodeados por guirnaldas de todas las flores del campo. Pero la pintura y el baño de oro se habían gastado hacía ya mucho. De pie frente a la puerta, Lobo del Sol miró desde abajo las hojas entrelazadas por enanos deformes y malevolentes. Sin embargo, la casa misma estaba muy limpia; las persianas atornilladas a cada ventana de la fachada estaban barnizadas de un color oscuro y los ladrillos gastados de los escalones, lavados y fregados. Oyó cómo su golpe sonaba en el vacío de los grandes espacios de la mansión y un momento más tarde, el toque leve, suave, de los pasos de la maga que se aproximaban.
Ella se hizo a un lado rápidamente para dejarlo pasar. Lobo del Sol supuso que muy pocas personas se acercaban a esos escalones.
—¿Sheera os envió? —preguntó ella.
—No. —Él vio que un fulgor de sorpresa cruzaba los ojos color mar—. Vine por mí mismo.
La única línea de cejas oscuras se hizo profunda en el medio, sobre la nariz torcida. Luego, Yirth dijo:
—Subid. —En las islas más bajas, sólo los más pobres usaban la planta baja de la casa para otra cosa que no fuera almacenar.
El estudio de Yirth era oscuro, largo y estrecho; la ventana alta del extremo daba sobre la luz verdosa de un canal. Unas plantas le servían de cortina, amontonadas en macetas o colgando como bandas de ladrones en el castigo de la misma galera, y la luz que entraba era verde y moteada. Alrededor suyo, Lobo tuvo una sensación de cosas ocultas, de vasijas de arcilla que contenían hierbas sobre estantes oscuros, de libros cuyas cubiertas usadas brillaban de cera y oro, y de embriones preservados en brandy, hierbas colgadas en manojos secos y nudosos de las alfardas. Instrumentos musicales desconocidos dormían como monstruos extraños en los rincones; mapas, esquemas en lenguas desconocidas y diagramas arcanos de las estrellas se alineaban sobre el yeso pálido de las paredes. El lugar olía a jabón, hierbas y drogas. Tuvo la sensación curiosa, cascabeleante, de la magia latente en el aire.
Ella se dio la vuelta para mirarlo en las sombras atigradas.
—¿Qué queréis? —preguntó.
—Quiero saber qué podría daros, o qué puedo hacer por vos, para que me liberéis. —En el momento en que lo dijo, supo que en realidad no había nada que pudiera darle, porque no tenía nada que no fuera su espada. Mierda de situación, pensó, para el mercenario más rico en el oeste.
Pero Yirth sólo le miró por un momento, con las manos cruzadas sobre la telaraña gris de su mantilla. Luego, dijo:
—Matad a Altiokis.
La mano de Lobo golpeó la larga mesa que dividía la habitación. Las botellas de vidrio saltaron y la voz del hombre crujió de rabia.
—Maldición, mujer, ¡ése no fue vuestro precio en el barco!
La ceja negra se movió pero no los ojos.
—Es el precio que pongo para liberaros ahora mismo —respondió ella con frialdad—. Si no os gusta, negociad con Sheera. Os liberaremos y os pagaremos cuando marche la fuerza de ataque.
—Sabéis tan bien como yo que eso es una locura.
Ella no respondió y usó así su silencio contra el de Lobo.
—Maldición, ¡sabéis que esa mujer lunática va a matar a cada una de las faldas de esa tropa! —se enfureció él—. He trabajado con estas mujeres y las he adiestrado y algunas serán excelentes guerreras en dos años si viven hasta entonces, y no lo harán si van a la batalla con un capitán verde. Pero si ella se empecina en hacerlo, entonces quiero estar lejos de aquí, no quiero tener nada que ver con esto ni con ella.
—Temo que no tenéis poder para decidir eso —replicó Yirth, con calma. Dejó las manos sobre la madera oscura de la mesa; la luz débil destacaba sus nudos y valles y ya casi no parecían humanas, como las formas extrañas, plegadas de un nudo de roble—. Los hombres van a la guerra para divertirse o por la diversión de otro hombre; las mujeres, sólo porque deben hacerlo. Altiokis, bueno, Altiokis no puede morir y por eso está aburrido. Le divierte conquistar ciudades. ¿Habéis visto lo que le ocurre a una ciudad que está bajo su dominio?
—Como no soy suicida —gruñó Lobo, irritado—, evito las ciudades que están bajo su dominio.
—Como no sois mercader ni padre de varios hijos ni un comerciante que necesite vivir de algo, podéis evitarlas, supongo —replicó Yirth—. Pero Tarrin… Tarrin peleó por los hombres que no podían irse, por la generación de hombres que no quería que sus hijos crecieran bajo el dominio de Altiokis. Él y Sheera quieren liberar Mandrigyn. Pero mi meta es diferente. Yo quiero ver destruido al Mago Rey, lo quiero arrancado de raíz, como él arrancó de raíz y destruyó a los otros magos. No estamos locas, capitán, los locos son los que le dejaron vivir y crecer.
—Ni siquiera sabéis si es posible matarlo —dijo Lobo del Sol—. Es mago desde antes de que vos nacierais. No sabemos siquiera si es hombre o demonio o qué…
—Es hombre —le replicó ella, la voz como un látigo, amarga y fría.
—¿Entonces por qué no ha muerto? —preguntó Lobo—. Toda la magia del mundo no puede prolongar la vida de un hombre, no durante ciento cincuenta años. Si no fuera así, tendríamos un ejército de magos longevos de todas las edades del pasado arrastrándose por las paredes como hormigas. Pero los demonios son inmortales…
—Es hombre —insistió ella—. Blando y corrupto en su propia inmortalidad. Sus deseos son los deseos de un hombre: poder, tierras, dinero. Sus caprichos son los caprichos de un hombre, no los de un demonio. Encontró una forma de prolongar la vida, indefinidamente por lo que sabemos. A menos que se le detenga, seguirá creciendo y todo lo que toque se pudrirá. —Se dio la vuelta y caminó hasta la ventana brillante. La luz tocó las rayas pálidas de su cabello, como madera quemada en un fuego a medio arder—. Lo que busco es su muerte, cueste lo que cueste.
—¡Maldita, y ni siquiera sois una maga verdadera! —aulló él—. Nunca pasasteis esa Gran Prueba de mierda de la que siempre me hablan; no tenéis la fuerza para apagar las velas de su dormitorio… ¡Sois tan tonta como Sheera!
—Más —mordió ella, dándose la vuelta con violencia para mirarlo, y Lobo del Sol sintió la tensión que humeaba desde ese cuerpo feo como la niebla de un charco en una noche de helada—. Más, porque Sheera pelea con esperanza y yo no la tengo. Sé lo que es Altiokis, sé el abismo que existe entre sus poderes y los míos. Pero si podemos llevarlo a la batalla, hay una oportunidad, aunque sea muy pequeña. Usaré la fortaleza de una Mandrigyn liberada para destruirlo, como él destruyó a mi maestro, como destruyó mi futuro. Si lo hago, me sentiré satisfecha aunque me cueste la vida. Como maga en una ciudad bajo su dominio, sé que es sólo cuestión de tiempo que sepa que existo y mi vida estará en peligro entonces, no importa lo que haga.
—¿Y qué hay del costo para los demás? —se enfureció él—. ¿Qué hay de las vidas que Altiokis destruirá?
—Pensé que sólo os preocupabais por la vuestra, capitán —se burló ella—. Todos tenemos nuestros motivos, como habéis dicho. Sin mí, pelearían de todos modos. Sin vos, sin Sheera, sin Tarrin. Sin ellos, yo habría encontrado otra arma que levantar contra el Mago Rey. Podéis estar seguro, capitán, sois parte de nosotros, vuestra carne y vuestro destino sellados con el nuestro. Las otras no se dan cuenta de esto, no del todo; hasta Sheera lo entiende sólo en términos de su propia necesidad, como todas. Pero tarde o temprano, consciente o inconscientemente, vos, Sheera, Tarrin, cada uno de los hombres de las minas y cada una de las mujeres de Mandrigyn tendrán un papel en ese encuentro.
Lobo del Sol la miró fijamente un momento, silencioso frente a su amargura mortífera. Luego repitió de nuevo:
—Estáis loca.
Pero ella sólo le miró con esos ojos como de hielo polar y jade. Se quedó de pie como una estatua de roble negro, enmarcada en el verde largo de la ventana, envuelta en la capa terrible y misteriosa de su poder. No se movió cuando los pasos de él se alejaron por el pozo sonoro de las escaleras, ni cuando la puerta se cerró de un golpe mientras él salía a la calle estrecha.
Lobo del Sol caminó por las calles de Mandrigyn poseído por una furia oscura. Ahora comprendía que, incluso en el caso muy improbable de que pudiera hablar con esa loca de Sheera o convencerla de que lo liberara, Yirth no iba a dejar que lo hiciera. Había oído llamar veleidosas y vacilantes a las mujeres, pero ahora comprobaba que era sólo en los asuntos que no les interesaban. Si tenían una sola meta, un destino, uno no podía desviarlas. De momento era cuestión de terminar el entrenamiento del grupo antes de que alguien en la ciudad se diera cuenta de lo que sucedía.
Atravesó el puente de los Capiteles y dobló a través de la plaza de la catedral para evitar las multitudes que estarían marchándose del mercado. La mañana todavía estaba fresca en el cielo; el aire era frío y húmedo contra la cara y la garganta, y los pájaros del mar cantaban entre los almohadones amontonados de las nubes, hablando de las próximas tormentas. A dos lados de la plaza, grupos de sedas y pieles de colores brillantes proclamaban a los dueños de los puestos de los encuadernadores; en el tercer lado, una pequeña tropa de guardianes de la casa del gobernador Derroug estaba de pie vigilando su litera con cortinajes junto a los escalones de la catedral. Los aduladores de siempre se encontraban allí. Lobo reconoció a Can, el maestro del puerto, que parecía un cadáver arreglado para el entierro en un funeral de la Trinidad y al gordo bruto que era el capitán de la guardia de Derroug. Sobre ellos se alzaba la catedral: los mosaicos, oro y turquesa brillantes en la mañana pálida; la cúpula y el contrafuerte, como de luz dorada.
Cuando pasaba los escalones de la iglesia, una voz llamó detrás de él:
—¡Capitán!
Conocía la voz y el corazón se le encogió en el pecho de miedo y de furia. Siguió caminando. Si alguien podía oírlos, mejor era que no se detuviera.
Aguda y clara como el maullido de un gato, la voz de Drypettis volvió a llamar:
—¡Capitán!
Una mirada rápida le mostró que no había nadie cerca que pudiera oírlos. Retrocedió mientras escuchaba los pasos que bajaban la escalera labrada de la iglesia y también el tintineo nervioso de oro enredado.
Temblorosa de velos, como una banderola medio recogida y llena de gemas, la mujercita llegó correteando su importancia hasta donde estaba el Lobo.
—Capitán, quiero que le digáis a Sheera… —empezó.
Lobo del Sol la tomó por los hombros estrechos como si fuera a matarla a sacudidas.
—Nunca, pero nunca —dijo en una explosión de furia sin sonido—, nunca os dirijáis a mí como «capitán» en público.
La cara de boca roja se puso blanca de ira, aunque debió de haber entendido que no tenía razón. Bajo el safrón de hilo de sus mangas acolchadas, él sintió que los músculos delicados se endurecían como huesos.
—¡Cómo os atrevéis! —cuchicheó rabiosa. Con un movimiento brusco y desesperado, se libró de sus manos—. ¡Cómo os atrevéis a dirigiros a mí…!
La furia crujió dentro de Lobo, una furia alimentada por la desesperación burlona de Yirth, el empecinamiento de Sheera y los peligros que sentía cerrarse a su alrededor desde hacía mucho. Impaciente, le replicó:
—Podéis estar absolutamente segura de que voy a hablaros, mierda, si alguna vez sois tan estúpida como para…
Ella retrocedió frente a su dedo severo, pálida, afiebrada, escupiendo como un gato acorralado. La rabia en sus ojos lo detuvo, asustado, antes de que ella gritara:
—¡No me toques, bandido asqueroso!
De pronto, el tono cortante, desmenuzado, de Derroug Dru preguntó:
—¿Qué es esto, por Dios?
El gobernador de Altiokis acababa de emerger de las grandes puertas de bronce de la catedral y estaba de pie en la punta de las escaleras, retorcido y elegante contra su fondo de aduladores. Desde su posición levemente superior, podía mirar hacia abajo a Lobo del Sol.
—Suelta a mi hermana, muchacho.
Los guardias que rodeaban la litera, ya se acercaban a la carrera.