11

Llovía en Pergemis. La lluvia dura, plomiza golpeaba con furia sobre los techos a dos aguas de aquella gran ciudad con un sonido casi semejante al tamborileo del granizo. Los adoquines de la calle empinada, tres pisos por debajo de la ventana de Halcón de las Estrellas, corrían como un río; arroyos blancos saltaban desde los desagües de los techos. Más allá de las paredes de piedra con sus ángulos agudos, el mar distante era del mismo gris frío, profundo del cielo.

Halcón de las Estrellas, con la cabeza inclinada sobre el vidrio, lo sentía como hielo húmedo contra la piel. En algún lugar de la casa alta, angosta, oía la voz de Gacela, leve y aguda, con el tono que usaba para hablarle a los niños. Luego, llegaron sus pasos danzando por las escaleras.

Está de pie otra vez, pensó el Halcón. Es tiempo de seguir el viaje.

La idea tiraba de ella, como un peso que se vuelve a tomar antes de que la espalda haya descansado del todo. Se preguntó cuántos días habían perdido. ¿Veinte? ¿Treinta? ¿Qué podría haberle pasado a Lobo en esos días?

Nada que ella hubiera podido remediar, pensó. Y no podría haber dejado a Gacela.

Para cuando llegaron al cruce de caminos, donde el del sur que llevaba a la costa de la Ensenada se separaba de la ruta de las tierras altas que iba hacia Racken Scrag y finalmente a Acantilado Siniestro, la piel dañada del brazo y el cuello de Gacela había empezado a supurar. Halcón de las Estrellas había hecho todo lo posible por ella. Anyog, cuyas heridas, por suerte o por magia, seguían limpias, estaba demasiado enfermo para ayudarla. Era imposible separarse.

Para cuando llegaron a Pergemis, Gacela estaba febril, se quejaba en una agonía de dolor y llamaba con voz débil a Lobo del Sol. En la pesadilla confusa de los días y noches que siguieron, a pesar de todo lo que podía hacer la dama, Pel Pasolargo, la muchacha se había perdido en un delirio desesperado, sollozando y pidiendo a Lobo que la salvara.

Durante esos primeros cuatro o cinco días en casa de la madre viuda de Ram y Orris, Halcón de las Estrellas sólo había sentido cansancio interminable y miedo, y no recordaba haber conocido a nadie claramente, excepto a Pel misma. La madre del equipo de bueyes era ridículamente parecida a su hermano Anyog, pequeña, flacucha, con el cabello tan rizado y manchado de blanco como la barba de él. Se había encargado inmediatamente de Gacela y Halcón de las Estrellas: cuidaba, incansable, a la muchacha en el tiempo que le quedaba después de dirigir uno de los establecimientos comerciales más exitosos de la ciudad. Los recuerdos de Halcón de las Estrellas en ese tiempo eran una confusión de cataplasmas malolientes que le quemaban las manos, vapor de hierbas y la frescura del agua de lavanda, una sensación de cansancio como nunca había conocido en la guerra y una amargura desesperada, culpable, que volvía como el dolor de una vieja herida cada vez que veía el rostro blanco, carcomido, de Gacela. Los otros miembros de la casa habían sido apenas voces y una que otra cara que espiaba por la puerta.

El único recuerdo claro que le quedaba de los hechos de ese tiempo era el de la noche en que cortaron un puñado de carne podrida de la herida de Gacela. Halcón de las Estrellas se había sentado con ella después, con la respiración leve, dormida, de la muchacha como único sonido en la casa oscura. Había meditado sin encontrar la paz en ello y estaba sentada en la silla con almohadones junto a la cama, mirando fijamente la oscuridad que quedaba más allá de la única vela, cuando entró Anyog, jadeando por el esfuerzo de haberse arrastrado hasta allí desde el otro extremo de la casa. El viejo había rechazado los gestos ansiosos de ella que trataba de obligarlo a sentarse; hasta hacía poco había estado peor que Gacela y todavía parecía un cadáver en su sábana blanca, envuelta sobre una bata roja y sucia.

Se apoyó en ella para mantenerse de pie mientras jadeaba:

—Juradme que no se lo diréis a nadie. Juradlo por vuestra vida.

Y después del juramento, se sentó sobre el borde de la cama y con torpeza, con el aire de alguien que hace mucho tiempo que no practicaba, hizo encantamientos de curación con manos que temblaban de debilidad.

Tras dicho acontecimiento, Pel Pasolargo hizo notar a Halcón de las Estrellas que su hermano dormía mal. En sus pesadillas, murmuraba el nombre del Mago Rey.

Además de Pel, la familia estaba formada por tres hijos. Imber era el mayor, el que compartía el mando de los intereses comerciales de los Pasolargo con ella; Gillie era la esposa de Imber, y sus hijos, dos pequeños terriblemente emprendedores, Idjit y Keltie. Idjit tenía tres años, era alarmantemente suave y ágil con la lengua para un chico de sus años y le gustaba muchísimo hacer que su hermana menor hiciera las travesuras por él. Gillie esperaba un tercer hijo para primavera.

—Quisiéramos otra muchachita —le confesó Imber a Halcón de las Estrellas una noche mientras jugaba con Idjit a luchar con los dedos frente al hogar de la cocina—, sobre todo por el trabajo que da este joven.

Además, la casa podía enorgullecerse de tener una criada, un servidor y tres empleados que dormían en los altillos, bajo la ladera empinada del techo húmedo, más dos gatos y tres de los perritos negros de los barcos que se veían en gran número en la ciudad. Pel manejaba todo eso con un amor rápido y eficiente, y una mano de hierro.

En esa casa, pensó Halcón de las Estrellas, podría haber sido feliz si las cosas hubieran sido distintas.

No había gloria allí, meditaba mirando la lluvia color paloma de la tarde; nada de esa verdad fría y brillante de la batalla, donde todas las cosas poseían el fulgor del triunfo, poderoso contra la sombra profunda de la muerte. No había nada de esa belleza energética de la vida del guerrero y nadie que la entendiera. Pero la vida en estos colores pastel también podía ser cómoda. Y no hubiera estado sola. La soledad no era nada nuevo para Halcón de las Estrellas. Algunas veces, sentía que siempre había estado sola, excepto cuando estaba con Lobo del Sol.

Esos días de descanso le dieron tiempo para estar sola y tiempo para meditar, y la profunda calma de todo ello había aclarado sus pensamientos. Ahora que había admitido su amor ante sí misma, ya no sabía si podía volver a ser lo que había sido; pero sin la presencia de Lobo, no le importaría mucho ni dónde estaba ni lo que hacía. Existía la posibilidad, la probabilidad después de tanto tiempo, de que estuviera muerto y de que su larga búsqueda terminara en oscuridad y dolor.

Y sin embargo, no podía abandonarla.

La hora de las lámparas se acercaba. La habitación situada sobre el lado sur de la casa miraba al mar y el brillo del día se retrasaba allí cuando en el resto de la casa, Gillie y la criada, Perla, empezaban a encender las velas gordas, blancas de cera de abejas y las lámparas de vidrios multicolores. Las colgaduras sobre la cama de huéspedes que había compartido con Gacela durante la última semana, desde su recuperación, eran una rica sombra roja en el día, pero en esa media luz de la tarde, parecían casi negras y los colores del friso de flores dibujadas sobre el yeso pálido de las paredes se tornaban vagos y confusos en las sombras. Frente a ella, sobre la gran cómoda tallada, un mural enorme mostraba algún santo local caminando sobre las aguas del mar para predicar a las sirenas, con peces y pulpos meticulosamente pintados, jugando entre sus pies.

Sentada junto a la ventana, Halcón de las Estrellas se cerró los pliegues pesados de la bata de lana verde. Todavía tenía el cabello mojado del baño y toda ella olía a jabón de hierbas. Ella y Ram habían llevado a Idjit y a la pequeña Keltie a caminar por los muelles de piedra después del almuerzo, mientras las gaviotas volaban en círculos sobre sus cabezas aullando avisos de tormenta. La expedición había resultado un éxito. Idjit indujo a Keltie a buscarle cangrejos de una de las lagunas de marea baja en el extremo del cuerno de tierra que quedaba más allá de los muelles, y Halcón de las Estrellas había tenido que bajar al rescate, mientras Ram le advertía, ansioso, que no se lastimara. Un día de lo más satisfactorio para todos los involucrados, pensó ella y sonrió.

Para una mujer que se había pasado la vida en compañía de adultos, ya fueran monjas o guerreros, estaba sorprendida de la forma idiota en que le gustaban los niños.

No sería fácil, y lo sabía, dejar esta agradable casa, sobre todo a la luz de lo que tendrían que enfrentar ella y Gacela.

Sin embargo, los días en ese lugar habían estado llenos de inquietud culpable; se había quedado despierta de noche, escuchando el aliento suave de la muchacha a su lado, mientras se preguntaba si el precio de los días que había pasado cuidando a Gacela no sería la muerte de Lobo.

Pero no podía abandonarla entre desconocidos. Y eso la había vuelto filosófica. Habían transcurrido días enteros en que realmente había podido descansar y tardes pacíficas en la gran cocina o en la habitación común de la familia en que había escuchado a Gillie tocando la flauta de huesos y había hablado de viajes y de lugares lejanos con Ram. Cuando Gacela pudo bajar lentamente las escaleras, se les unió. Halcón de las Estrellas se divertía al ver cómo había ganado el corazón de negocios de Orris con su comprensión rápida del dinero y el comercio.

Para Halcón todo aquello era como si hubiera reencontrado a sus hermanos mayores. Después de que Pel, Gacela y Gillie subían a dormir, se pasaba noche tras noche bebiendo y jugando a los dados con los tres grandes bueyes, contando cuentos o escuchándolos hablar de los caminos hacia el noroeste.

—No sois los únicos que habláis de grandes grupos de nuuwas en estos días —dijo Imber mientras se ponía la larga pipa en el extremo de la boca y miraba a Halcón de las Estrellas por encima de la mesa con ojos tan azules como los de sus hermanos, pero mucho más rápidos y astutos—. Después de que estos tontos se fueran al norte, supimos sobre eso antes de que el clima cerrara el mar. Tenía miedo de que les pasara algo en las montañas.

Orris frunció el ceño.

—¿Quieres decir que hay otros que vieron manadas así de grandes?

—Sí, y manadas dos y tres veces más grandes. —Imber se inclinó hacia adelante en su silla tallada y empujó el vaso hacia Ram, que se encargaba de escanciar el vino caliente—. Fleg Barnhithe me dijo que algunos pastores de las tierras de los barones aseguraban haber visto una manada de cerca de cuarenta…

—¡Cuarenta! —exclamaron los demás, sorprendidos.

—Se reproducen en las montañas, en alguna parte. —Imber suspiró, meneando la cabeza—. Han convertido los caminos en un problema. Ellos y otras cosas, otros tipos de monstruos…

Halcón de las Estrellas frunció el ceño y recordó las palabras que había cruzado con Anyog en la media oscuridad del corredor de la posada desierta del Pavo Real.

—¿Se reproducen? —dijo con suavidad—. Pero si me dijeron que son hombres…, o que alguna vez lo fueron.

—Eso es imposible —afirmó Orris, un poco demasiado rápido—. En todas partes se castiga con la ceguera y los que quedan ciegos no pierden la razón y mucho menos se convierten en…, en eso. Y de todos modos, un hombre ciego no sigue adelante en la forma en que lo hacen ellos. Y no posee ese tipo de…, de fuerza enloquecida.

Pero sus ojos dudaban mientras hablaba y un rastro de miedo se reflejaba en su voz; si los nuuwas fueron hombres alguna vez, la terrible conclusión era que cualquier hombre estaba en peligro de transformarse en nuuwa.

—He visto una fuerza cercana a ésa en los hombres en la batalla —objetó Halcón de las Estrellas. Dobló sus manos largas, huesudas, sobre el roble encerado de la mesa—. He conocido hombres a los que hay que matar para detenerlos, hombres llevados por una necesidad tan extrema que llegan más allá de los límites de la fuerza humana.

—Pero si es una cosa que…, que pasa, como si fuera una enfermedad, ¿no le sucedería también a las mujeres? No creo que nadie haya visto jamás una hembra entre ellos.

—Pero eso dificulta aún más la idea de que se reproduzcan —señaló Ram, mientras llenaba los vasos con el vino como oro líquido en la brillante luz de la lámpara—. De cualquier modo, no se reproducen nunca, se comerían a sus propios hijos, como hacen con cualquier cosa que sienten a su paso.

—La Madre no los fabrica con pedacitos de arcilla —dijo Halcón de las Estrellas.

Orris rió.

—Nunca convencerás a Ram de eso.

—Nooo, sólo porque no tuvo educación, si no contamos la que le dieron los guardias de la cárcel… —bromeó Imber, los ojos brillantes y traviesos.

—Mejor que la que te dio el que cuida la perrera —replicó Ram con una sonrisa amplia, y la discusión terminó en las bromas rudas y fuertes a las que Halcón de las Estrellas había terminado por acostumbrarse en esa casa ruidosa.

Pero el recuerdo de esa noche volvía a ella ahora mientras pensaba en retomar su camino. Tembló y recogió las rodillas bajo los pliegues suaves de la bata. Apoyó el mentón sobre las muñecas cruzadas. Ni ella ni Gacela habían dicho a los demás adonde iban; y no era la primera vez que ella se sentía agradecida de que la poca capacidad mental de los hermanos les impidiera adivinar lo que Anyog sabía. No tenía ganas de enfrentarse al ataque poderoso y dominante de cariño y deseo de protección que esa sospecha hubiera despertado en ellos.

Desde algún lugar abajo, le llegó la voz de Gacela, como un hálito de perfume pasajero.

—… si hace falta, ¿no os parece que sería provechoso mantener un puesto fortificado en el norte todo el año?

Le respondieron los tonos rápidos de Pel:

—Sí, pero sólo el rédito del mercado del ónix…

Debían de haber pasado años, pensó Halcón, desde la última vez que Gacela había estado con el tipo de gente con que había crecido, años desde que había oído el lenguaje práctico, inteligente, de las finanzas y el comercio. Halcón de las Estrellas sonrió para sí misma, mientras recordaba la confesión avergonzada de Gacela de que, en el fondo, era una comerciante. Su padre, cuyos huesos se habían quedado allí, a la intemperie, donde los dejaron los ladrones, trató de convertirla en una gran señora; Lobo del Sol la había transformado en una amante práctica y consumada; sólo ahora, después de pruebas y luchas y aventuras desesperadas, Gacela era libre para volar con sus propias alas. A pesar de que sabía que eran rivales por los amores del mismo hombre, Halcón de las Estrellas estaba orgullosa de ella.

Unos pasos fuertes crujieron en el vestíbulo. Los de Ram, identificó ella, y se dio cuenta de que la habitación estaba ahora a oscuras. Se puso de pie y encendió una varilla en el brillo leve de las brasas del hogar. Llevaba la luz a la mecha de una lámpara de cobre con la forma de un delfín alegre cuando los pasos se detuvieron y sonó el golpe dubitativo de Ram en la puerta.

—¿Halcón de las Estrellas?

Él abrió la puerta con lentitud. También estaba brillante y húmedo del baño, las mangas de su túnica de un color bronce rojizo recogidas sobre brazos enormes; la cadena angosta de oro que usaba en el cuello, como un trazo de llamarada bajo la luz de la lámpara.

Ella le sonrió.

—¿Los chicos están todos bañados?

Él rió.

—Sí, a pesar de todo lo que gritó y lloró Keltie para que la dejara bañarse con Idjit y conmigo, pasamos un rato hermoso y mojado en la cocina, es la verdad. El suelo parece la marea alta y el vapor, las nieblas de primavera.

Halcón de las Estrellas se rió con la idea y notó, mientras lo miraba, cómo el color ámbar, rosado de la luz, derramaba marcas de oro profundo en su cabello castaño y pequeños reflejos en sus ojos. Vio la seriedad de la cara y su risa se desvaneció.

—Halcón de las Estrellas —dijo él en voz baja—, hablasteis de seguir vuestro camino. Ir a buscar a ese hombre de Gacela. ¿Es necesario?

ese hombre de Gacela. Ella desvió la vista, se miró las manos, manchadas con los reflejos de topacio de las facetas de la lámpara. Puedo asegurar que Ram se va a poner protector conmigo.

—Tendré que irme tarde o temprano —replicó—. Mejor ahora.

—¿Seguro? ¿Tarde o temprano?

Ella no dijo nada. El aceite hervía suavemente contra el metal frío de la lámpara; el olor del perfumado aceite de ballena, rico y algo florido, llegaba, caliente, a la nariz de Halcón de las Estrellas junto con los olores blandos del jabón y la lana. No miró a Ram.

—Si el hombre desapareció todo este tiempo, seguramente está muerto —insistió Ram con suavidad—. Halcón de las Estrellas, sé que sentís lealtad hacia él porque fue tu jefe, y lo respeto, de veras. Pero… ¿no podríais quedaros con nosotros?

El tamborileo de la lluvia sobre las tejas y el recuerdo del frío desesperante de los caminos quebró el silencio de Halcón. Sintió la amargura y el cansancio de saber que debería encontrar un mago en alguna parte si quería tener alguna oportunidad en la torre de Acantilado Siniestro, y de que la partida sería más dura ahora, con la idea de que tal vez sólo habría dolor al final.

Si es duro para mí, pensó, lo que será para Gacela, sola.

Meneó la cabeza, empecinada.

—En primavera… —empezó él.

—En primavera será demasiado tarde. —Ella levantó la cabeza y vio la cara de él, de pronto tensa de emoción, el gran mentón cuadrado hacia adelante y los labios apretados.

—Ahora ya es demasiado tarde —insistió él—. Halcón de las Estrellas, ¿tengo que escribirlo todo, yo que soy tan duro con las palabras? Te amo. Quiero casarme contigo y que te quedes aquí conmigo.

Y con torpeza apasionada, la envolvió entre sus grandes brazos y la besó.

Entre la sorpresa que le causó que un hombre le dijera esas palabras y la fuerza ruda del abrazo, Halcón de las Estrellas pasó un momento sin moverse ni para rechazarlo ni para aceptarlo. Los dos amoríos que había tenido en la tropa de Lobo del Sol habían sido una búsqueda corta, casi rutinaria, de algo que sabía desde el comienzo que no encontraría. Pero esto era diferente. Él le estaba ofreciendo no el calor de una noche, sino una vida en ese lugar a su lado. Y eso la atraía, igual que la forma y la fuerza del cuerpo de un hombre en sus brazos.

Él debió de sentirla temblar, sin responder, sin saber qué hacer, porque sus brazos se aflojaron y retrocedió. Había dolor en su rostro.

—¿Podrías?

Ella tembló y lo miró por primera vez no como a un viajero como ella o como a un guerrero aficionado frente a su profesionalismo, sino como a un hombre frente a su femineidad. Habría sido reconfortante recostar la cabeza contra ese gran pecho y sentir los brazos macizos, fuertes a su alrededor, un consuelo que no había conocido. Se descubrió pensando: se parece mucho al jefe…, y se dio la vuelta, inundada por un sentido poderoso de vergüenza, amargura y arrepentimiento.

En silencio, maldijo a Anyog por haberle hecho esto, por hacerla consciente de sí misma como mujer y de su sobrino, ese buey bondadoso y merecedor de todo, sólo en términos del hombre que ella quería en realidad y al que ni siquiera podía tener esperanzas de poseer algún día.

Oyó el ruido de las ropas de Ram y se alejó de la mano que él le tendía antes de que la tocara.

—No —murmuró con cansancio y levantó la vista y vio la herida en los ojos de él.

—Es porque no podrías dejar tus costumbres de guerrera, ¿verdad? —le preguntó él con suavidad.

Y la culpa que quemaba a Halcón de las Estrellas la quemó más todavía porque nunca le había hablado de que hubiera otro amor. Y en realidad Ram le gustaba mucho, lo cual lo empeoraba más.

Pero no lo amaba más de lo que amaba a Ari; y no podía concebirse casada con un mercader ansioso y torpe, siempre luchando contra sus esfuerzos para protegerla y manejar su vida.

—No sería justo para ti —le dijo.

—¿Que tomara una guerrera por esposa? —Una sonrisa leve brilló en sus ojos—. Pero ya no serías guerrera entonces, ¿no es cierto? Tal vez mis hermanos se burlarían de mí, pero podrías protegerme y entenderte con ellos por mí, ya ves.

Ella no dijo nada y el brillo de la travesura murió en los ojos de Ram.

—Ah, bueno —dijo después de un rato—. Lamento haber hablado, Halcón. No sientas que tienes que dejar esta casa antes de lo que deseas sólo para escapar de mi ardor de enamorado. No volveré a abrir la boca.

Ella bajó los ojos pero no halló palabras. Sabía que tenía que hablar y decirle que, aunque no lo amaba, lo apreciaba mucho, más que a cualquiera de sus hermanos; decirle que si no hubiera estado luchando con un amor tan sin esperanza como desesperado, nada le habría gustado más que unirse a esta familia ruidosa y llena de orgullo… Pero no podía. No había nadie a quien pudiera hablar así, en realidad; sólo existía una persona a la que habría confiado sus sentimientos y era la persona que no debía saber eso nunca.

… ese hombre de Gacela.

Se cambió y bajó a cenar. No se dio cuenta de lo que comía ni de que casi no había hablado. Ram estaba allí, pálido y callado bajo las bromas de sus hermanos. Aunque no notaba mucho lo que pasaba a su alrededor, Halcón de las Estrellas se dio cuenta de que Gacela tampoco tenía mucho qué decir. Los ojos agudos y negros de Pel Pasolargo iban de un rostro a otro, pero la pequeña comerciante astuta no mencionó el silencio y llegó a patear a su hijo menor bajo la mesa cuando él le preguntó a Ram, gritando, si no comía nada porque estaba enamorado.

Siempre dicen que el amor afecta a las mujeres así, pensó Halcón de las Estrellas, huyendo del ruido amistoso del comedor apenas pudo hacerlo con decencia. Madre Santa, he comido buenas cenas después de saquear una ciudad y cortar la garganta de civiles inocentes. ¿Por qué razón decirle que no a un burgués grandote al que ni siquiera amo hace que esto que Gillie cocinó con todo su tiempo y su sudor me parezca pasta de harina cruda y cenizas? El jefe me mataría.

No, pensó. El jefe entendería.

Se detuvo frente al espejo de su habitación y se quedó largo rato con la vela en la mano, mirando la cara pálida, frágil, reflejada en la plata.

No vio nada que alguien pudiera llamar hermoso ni siquiera por cortesía. A pesar de la delicadeza de las mejillas y la blancura de la piel rubia, era una cara maldecida por un mentón demasiado largo y demasiado cuadrado, por labios demasiado estrechos, y por una nariz marcada con esa torsión reveladora, protuberante, que era el signo familiar de los luchadores. El cabello pálido, fino, tomó la luz de la vela, que lo volvió oscuro como el color de las cerdas del maíz; en el sol era casi blanco, tan fino y volátil como el de un chico. Había crecido algo en el viaje y colgaba lacio contra los vacíos de sus mejillas. El sol también habría encendido sus ojos hasta platearlos; en la luz de las velas, eran del color del humo, casi tan oscuros como el anillo gris-carbón que rodeaba sus pupilas. Sus pestañas eran rectas e incoloras. Una cicatriz marcaba la mejilla, como una línea ruda de tiza rosada. En el baño, había notado de nuevo cómo la línea seguía por debajo de su clavícula y se extendía un palmo a través del músculo pectoral y el seno.

Recordaba un tiempo en que había estado orgullosa de sus heridas.

¿Quién, excepto Ram, ofrecería matrimonio a una guerrera?, se preguntó. Ciertamente no un hombre que podía elegir a bellezas jóvenes y frágiles como Gacela.

Se abrió la puerta detrás de ella. Las profundidades líquidas del espejo le mostraron otra vela; el brillo ondeó sobre un vestido de terciopelo castaño, adornado con las puntillas pálidas de tela cruda que hacían las damas de las islas de la Ensenada, con una cara delicada perdida en la sombra más arriba.

Halcón de las Estrellas se dio la vuelta desde el espejo.

—¿Cómo te sientes? —preguntó.

Gacela se encogió de hombros y apoyó la vela.

—Renovada —replicó en calma—. Como si…, como si hubiera llegado la primavera después de un invierno de pesadillas.

Cruzó hasta la mesita junto a la ventana y levantó el cepillo, como hacía todas las noches. Pero luego lo apoyó de nuevo, como había hecho con los cubiertos cargados de pasta de harina y cenizas en la mesa de la cena. En el brillo sedoso, ámbar de la vela y la lámpara, los dedos le temblaban.

—¿Lista para volver al camino? —preguntó Halcón, y su voz sonó como metal en sus propios oídos. Ese hombre de Gacela, había dicho Ram. Pero esto, se dijo a sí misma, no era un tema para agobiar a Gacela. No era su culpa que la hubieran raptado ni que Lobo del Sol la hubiera apreciado como mujer. Lobo estaba perdido y en grave peligro, y Gacela había arriesgado su vida para encontrarlo.

La muchacha se quedó callada durante un largo rato, mirando el cepillo, apartando la cara. En una voz susurrante, dijo finalmente:

—No. —Levantó la vista con un desafío amargo en los ojos verdes—. No pienso volver al camino.

Hasta la inesperada declaración de Ram había sido menos sorprendente para Halcón. Por un momento, se la quedó mirando y su primer sentimiento fue de indignación por el hecho de que esa muchacha pudiera abandonar la búsqueda de su amante.

—¿Qué? —fue todo lo que dijo.

La voz de Gacela temblaba.

—Me quedo aquí —dijo ella con la voz tensa—, y me caso…, me caso con Orris.

—¿Qué? —Y luego, al ver los ojos de la muchacha llenos de lágrimas de vergüenza y amargura, Halcón de las Estrellas cruzó la habitación en dos pasos muy largos y le dio un abrazo rápido, consolándola mientras su propia mente giraba, confusa—. Gacela, yo…

Gacela empezó a sollozar.

—Halcón de las Estrellas, no te enojes conmigo. Por favor, no te enojes conmigo. Lobo del Sol fue tan bueno, tan dulce…, me salvó de no sé qué tipo de esclavitud y dolores. Pero…, pero Anyog tiene razón. Yo estaba en la posada cuando dijo que nunca podríamos entrar en la ciudadela sin la ayuda de un mago, estaba escuchando en el vestíbulo. Y tiene razón, Halcón. No podemos pelear contra Altiokis nosotras solas. Y ya no hay magos. Él es el único que queda, el único…

No si puedo obligar a Anyog de alguna manera, pensó Halcón de las Estrellas con amargura. Pero dijo:

—Encontraremos uno.

Su honestidad la llevaba a reconocer que el amor de Gacela por Lobo era tan válido como el suyo y hasta había hecho que dejara que la muchacha la acompañara.

—No —murmuró Gacela—. Aunque lo encontráramos, Halcón. No es sólo eso. —Retrocedió mientras miraba con ansiedad a la mujer mayor; tenía los ojos anchos, verdes como el ajenjo—. Halcón de las Estrellas, no es suficiente. Quiero un hogar; quiero hijos. Incluso si lo encontramos, incluso si no está muerto, no quiero vivir como la mujer de un mercenario. Amo a Lobo del Sol, creo que siempre le amaré. Pero no voy a seguir siendo una encumbrada prostituta de campamentos. No puedo.

Los dedos temblorosos hicieron un gesto hacia la habitación en penumbras, con la cama cortinada y las lámparas brillantes y suaves, el santo ridículo de ropas duras predicando a las sirenas en el mar, que flotaban con el cabello esparcido entre los senos.

—Éste es el tipo de casa en el que crecí, Halcón. Ésta es la vida que conozco. Yo pertenezco a un lugar como éste. Y créeme —agregó con una sonrisa torcida—, casarme en una firma de mercaderes de especias es mucho mejor, al final, que ser la amante del mercenario más rico de la creación.

Halcón de las Estrellas se quedó atónita, no podía hablar. Sólo miró sorprendida esa cara hermosa, reservada, y se preguntó cómo alguien que tenía el amor de Lobo del Sol podía abandonarlo por un tonto ruidoso y pomposo como Orris Pasolargo.

Gacela se liberó en silencio del abrazo de Halcón de las Estrellas y fue hasta la ventana. La puntilla de su garganta casi cubría los vendajes que quedaban sobre las heridas del nuuwa; como Halcón de las Estrellas, llevaría cicatrices hasta el fin de sus días. La voz era suave cuando prosiguió.

—Hablé con Pel sobre el tema esta tarde. Sé que le gusto a Orris. Y… quiero esto, Halcón. Quiero una casa y una familia y un lugar; quiero saber que mi hombre no va dejarse matar en la guerra el año que viene o abandonarme por otra la semana que viene. Amo este lugar y amo a esta gente. ¿Me entiendes?

—Sí —dijo Halcón, con la voz tan baja que no estaba demasiado segura de que pudiera oírse sobre los ruidos agudos de su corazón y de su mente—. Sí, te entiendo.

La espalda de Gacela era una sombra de oscuridad contra el pozo profundo de la sombra de la ventana; la vela arrojaba un pequeño silbido de luz contra el borde de la puntilla y el halo del cabello.

—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó la muchacha.

Halcón de las Estrellas se encogió de hombros.

—Seguir sola.

Se fue al día siguiente. Pel, Orris, Gillie y los chicos fueron a despedirla a las puertas de la ciudad, envueltos en telas impermeables para protegerse de la lluvia. Anyog, aunque ya podía moverse, se quedó en la casa, como Ram y Gacela, cada uno por una razón distinta y personal.

Todo el camino por las calles empinadas de adoquines de la ciudad, Orris habló y habló sobre precauciones y consejos acerca de los caminos que cruzaban el valle del Agua Grande que la llevaría hacia el noroeste, a Racken Scrag; sobre los bandidos que los asolaban, según decían, y sobre los peligros en tierras de Altiokis.

—No sólo tienes que preocuparte por el hecho de que los bandidos puedan robarte los caballos, muchacha —dijo con ansias. Pel le había dado a Halcón de las Estrellas una yegua de andar y una mula para la carga—. Ese Altiokis está pagando mercenarios y la región está llena de ellos. Son tipos peligrosos…

Halcón suspiró con paciencia, mirando de costado a Orris desde debajo de su capuchón mojado.

—Sé todo lo que necesito saber sobre mercenarios.

—Sí, pero…

—Deja tranquila a esa pobre mujer —ordenó Pel con severidad—. Por Dios, no sé cómo te toleró todo el camino desde Foonspay.

Su sonrisa brillaba, blanca en el castaño gitano de su rostro. Su capuchón era del tipo de los que estaban de moda, como bonetes; debajo de su arco elevado, las trenzas apiladas del tocado de viuda brillaban levemente en la luz lluviosa del día. Apresuró el paso para alcanzar a Halcón de las Estrellas, que caminaba al frente de la pequeña caravana de caballos llevados de la brida y tomó la mano del Halcón en su manita cuadrada.

—Pero estamos muy contentos de que hayas estado con nosotros, niña —añadió Pel, en voz suave—. Tu estancia significaba mucho para Gacela. En el fondo, tal vez eso salvó su vida: al menos sabía que no la habían abandonado en un lugar desconocido.

Halcón de las Estrellas no dijo nada. Se sentía incómoda con Gacela, casi culpable. Pero su rostro impasible no mostraba nada del torbellino que había por dentro cuando miró alrededor las paredes pintadas y brillantes de esa ciudad hundida en la lluvia, con olor a pescado. Pel pareció aceptar su silencio por lo que era y se movió con rapidez a su lado, levantando las pesadas faldas negras sobre los arroyos que corrían cantando entre los adoquines. Orris insistía.

—Pero los mercenarios… son de mala ralea, Halcón de las Estrellas, aunque tenga que pedirte perdón por decirlo. Y dicen que Águila Negra, el que Altiokis puso al mando de todos sus mercenarios, es el peor…

—¿Águila Negra? —Halcón de las Estrellas levantó las cejas parejas, oscuras.

—Sí. Es un hombre malo, según dicen…

—¡Vamos! —replicó Pel—. Nuestra niña seguramente ha estado con él, ¿no es cierto?

—En realidad, sí —admitió ella y Orris la miró, sorprendido y disgustado.

Desde la montura de la yegua de Halcón de las Estrellas, Idjit anunció:

—Me voy con Halcón.

—Ey, yo me voy con Halcón —corrigió Gillie, que llevaba la yegua de la rienda—. Y vaya o no, tú no vas, niñito.

—Entonces, vete a la mierda —replicó el muchacho en el dialecto bajo de la costa de la Ensenada que su madre estaba tratando cuidadosamente de borrar de su forma de hablar.

Keltie, colgada entre los paquetes de la mula, miraba a su hermano con la adoración marcada en los redondos ojos azules.

La madre parecía molesta con ese desafío, pero Halcón de las Estrellas dijo:

—Está bien, Gillie, incluso si pudiera llevar niños conmigo, y no puedo, no llevaría a uno que habla como un pescador.

Ante este rechazo de su heroína, Idjit calló y Pel escondió una sonrisa. Habían llegado a las torres bajas de la puerta de la ciudad. Se despidieron entre las multitudes de campesinos y granjeros locales que llegaban. Halcón de las Estrellas levantó a los niños y montó en el lugar que había ocupado Idjit. Se inclinó desde la montura a estrechar las manos. Ya los extrañaba, y más que a los que venían a despedirla, extrañaba a Ram, a Anyog y a Gacela. Pero no había nada que decirles al partir. ¿Qué podía decirle al hombre que estaba abandonando para buscar a otro o a la mujer que había dejado esa búsqueda? Y aunque al final no tuvo el corazón necesario para hablarle a Anyog de su necesidad desesperada de la ayuda de un mago, aunque fuera cobarde y poco experimentado, advertía que Anyog lo sabía. No lo culpaba por su miedo, pero sabía que él se culpaba a sí mismo.

—El valle del Agua Grande estará inundado a esta altura del año —le aconsejó Orris—. Mejor será que vayas por las colinas.

La yegua se asustó, más ofendida que temerosa, cuando una mujer del mercado hizo pasar un grupo de gansos a través de la puerta; en el refugio de los aleros de las puertas, un muchacho vendía castañas asadas de un brasero lleno de carbón. Su canción leve y monótona se alzaba sobre el ruido general. La lluvia, liviana y continua, golpeaba sobre las tejas brillantes y la capa negra e impermeable de Halcón de las Estrellas. El sonido de la lluvia y el olor del pescado y del mar siempre se mezclarían en su mente con esta gente: los dos niños que se colgaban de las manos de Gillie Pasolargo; el monumental Orris, que seguía diciéndole que tuviera cuidado con las posadas que elegía y Pel Pasolargo, como una ardilla pequeña y castaña, que se alzaba para darle la mano y decirle adiós.

—Ten cuidado, niña —dijo la comerciante con suavidad—. Y recuerda, donde quiera que estés, aquí hay una casa segura para ti si la necesitas.

Halcón de las Estrellas se inclinó en la montura y besó la mejilla castaña. Luego, hizo volver la cabeza del caballo; la mula estiró el cuello hasta donde pudo antes de empezar a caminar tras la rienda. Halcón de las Estrellas dejó a los Pasolargo en las sombras llenas de gente de la puerta ruidosa y no miró hacia atrás.

Has dejado atrás a tanta gente, se dijo, para detener el dolor traicionero de su corazón. Con el tiempo, superarás el recuerdo de todos menos uno, y superarás éstos.

Se preguntó si Águila Negra la tomaría como mercenaria. Eso le permitiría entrar en la ciudadela sin necesidad de buscar un mago que la ayudara. Por lo que habían dicho Ram y su hermano, la mayor parte de la gente no creía que siguiera habiendo magos, sólo Altiokis, inhumano, inmortal, invencible, enroscado en la oscuridad de las montañas Tchard como una víbora venenosa debajo del suelo de la cocina.

El viento húmedo le levantó la capa. Jirones de nube blanca se abrieron descubriendo las primeras colinas de esas montañas y las ondeadas tierras altas, pedregosas y desiertas, que guardaban todos los caminos de acceso desde ese lado. Se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que Altiokis dirigiera sus energías en la costa de la Ensenada, como había hecho con Mandrigyn y los estrechos del Megántico.

En otro tiempo, habría observado los procedimientos con interés como hacía Lobo del Sol, juzgando el momento propicio para conseguir trabajo en medio del caos. Había incendiado y saqueado muchas ciudades; se daba cuenta de que ésa era la primera vez que había vivido en una en tiempos de paz. Pel, Ram, Orris eran los burgueses que ella y sus hombres habían ayudado a matar; Idjit y Keltie, los niños vendidos como esclavos para pagarles.

Meneó la cabeza y llevó esos pensamientos hacia atrás, hacia el fondo de su mente. Cada cosa a su tiempo, se dijo, y ahora debo pensar qué voy a hacer cuando llegue a los muros de la ciudadela. Águila Negra conocía seguramente su lealtad hacia Lobo, los había visto trabajar juntos cuando peleaban en el este. Incluso si llegaba con una historia de lealtades perdidas o traicionadas, el momento, si Lobo era prisionero en la ciudadela, la delataría.

Tenía que encontrar un mago, uno que no tuviera tanto miedo de Altiokis como para esconder sus poderes, preferentemente uno que hubiera pasado por esa prueba de la que había hablado Anyog. Pero tenía toda la tierra de la Madre Santa para buscar y todos los días que había perdido en Pergemis presionándole, recordándole el poco tiempo que hacía falta para matar a un hombre.

Maldita sea Gacela, de todos modos, pensó, exasperada, y luego sintió una punzada de culpa. Se daba cuenta de que racionalmente no cabía esperar que la muchacha hubiera sabido desde el comienzo que se quedaría en Pergemis; y de todos modos, Pel Pasolargo tal vez tenía razón. Hubiera sido fácil que muriera, sin amigos y entre desconocidos. Sin embargo, como sabía que Gacela era su rival, Halcón de las Estrellas nunca la hubiera abandonado para que muriera.

Se oyó un ruido de cascos sobre la superficie dura del camino. Halcón de las Estrellas se dio vuelta con violencia en la montura y el viento cada vez más fresco le sacó el capuchón de la cabeza. Era un solo jinete, envuelto como ella en un poncho negro de tela impermeable. Los pliegues del poncho golpeaban como la cola negra y enredada del caballo en el frío húmedo del aire. Se pusieron junto a ella, caballo y jinete, humeantes de su propio aliento.

Halcón de las Estrellas dijo:

—¿Estáis loco de remate?

—Supongo que sí. —El tío Anyog jadeaba, aferrado al pomo de la montura para equilibrarse, la cara blanca contra la oscuridad de su barba de sal y pimienta—. Pero no podía permitir que siguierais, mi paloma guerrera. No sola.

Ella lo miró por entre sus párpados medio cerrados.

—¿Vais a empezar a llamarme muchacha, como Ram?

Él sonrió. Halcón recogió las riendas y empezó a subir por el camino hacia las colinas y hacia las montañas Tchard con Anyog corriendo a su lado.

—En realidad, ¿fue Ram el que os dijo que vinierais? —preguntó de pronto.

—Creo que sería mucho más honorable para mi cerebro que dijera que me amenazó con matarme de una muerte horrible si no os acompañaba. —El viejo suspiró—. Pero por desgracia, en la vejez uno aprende a recibir el honor que se merece por sus propias locuras. Ninguno de ellos sabe nada, hija. Le dejé una nota a Pel.

—Debe de tener por lo menos tres páginas —hizo notar ella.

Anyog estaba recobrando un poco el aliento. Halcón de las Estrellas veía que bajo la tela impermeable iba vestido como siempre, como un caballero, con el negro sobrio y el castaño oscuro habituales, la puntilla blanca y almidonada de la gorguera como pétalos alrededor de su cara.

—En el pentámetro yámbico más exquisito —amplió un poco—. Mi paloma, sé por qué no quisisteis aceptar la mano de Ram, llena de oro y parecida a un martillo, y sospecho que sé por qué dejasteis el convento. —La cabeza de ella se volvió con violencia, y los ojos grises se afinaron—. Ah, sí, os he visto meditar y sé que no aprendisteis eso como mercenaria… ¿Pero por qué os transformasteis en una hermana, para empezar?

Ella se detuvo y se enfrentó a aquel examen negro, brillante con fría reserva.

—Nunca me niego a aceptar una oferta de ayuda —dijo—. Y ahora que os habéis ofrecido, no os enviaré de vuelta porque os necesito, pero eso no quiere decir que no esté dispuesta a llevaros amarrado a Acantilado Siniestro, si me preguntáis cosas que no son de vuestra incumbencia.

Chistó a la yegua y siguió adelante.

—Pero son de mi incumbencia, paloma mía —insistió el hombrecito, totalmente imperturbable—. Porque creo que somos más semejantes de lo que pensáis. Vos os convertisteis en hermana, supongo, por la misma razón por la que luego os convertisteis en guerrera, porque no queríais tolerar la forma lenta en que se quiebra el espíritu bajo el yugo de una casa y un hijo y los caprichos de un hombre, y cualquier vida os parecía mejor que ésa, porque necesitáis una vida de colores más brillantes, porque preferís la oscuridad iluminada por el rayo a una penumbra eterna. Hija mía —dijo con suavidad, mientras apresuraba el paso de su yegua baya para ponerla junto a la de ella en el estrecho sendero—, yo no podría convertirme en un guerrero como vos y me sería igualmente imposible quedarme a vivir como pensionista en la casa de mi querida hermana. He vivido con mi miedo demasiado tiempo —continuó, mientras se apretaba la capa sobre el cuerpo porque el viento venía helado otra vez—. No me había dado cuenta hasta ahora de la forma en que ese miedo me dominaba.