—Mamá está llorando.
Lobo del Sol miró hacia la voz nueva, suave, que entraba en la soledad del jardín mojado por la lluvia. La hija de Sheera, Trella, sentada a su lado con la pala de albañil en la mano, dijo automáticamente:
—Claro que no.
El muchachito que había venido a traer las noticias atravesó cuidadosamente el suelo húmedo y revuelto hasta donde Lobo y la niñita charlaban, sentados sobre una gran roca; prestaba una inmensa atención para no embarrarse las chinelas negras ni los calcetines. Trella, que tenía seis años y había estado ayudando a Lobo del Sol en sus tareas como jardinero desde que llegó a la casa, no tenía tales consideraciones. Sus faldas negras de lana estaban manchadas casi hasta los muslos y por encima de la punta de la roca escapaban dos piernecitas como palillos en medias negras arrugadas.
El niño no dijo nada. Sólo los miró con los ojos castaños y hermosos de Sheera, muy abiertos.
—Mamá nunca llora ahora. Y Nani dice que no debes chuparte el dedo como un bebé —agregó Trella, como para empezar a discutir.
El niño se sacó el dedo de la boca, pero lo sostuvo con la otra mano, como si tuviera miedo de que se cayera o se secara si no lo protegía.
—Lloró cuando papá murió —dijo a la defensiva—. Y Nani dice que no debes sentarte en las rocas ni jugar con los esclavos.
—No estoy jugando con él, le estoy ayudando a trabajar —dijo Trella con dignidad—. ¿No es cierto?
—Claro que sí —replicó Lobo del Sol, serio pero con un brillo de diversión en sus ojos al mirar a los hijos de Sheera.
Muy pocas veces veía a Graal Galernas, de cuatro años; aunque el muchacho era Sheera en miniatura, también era suave, casi tímido y sentía mucho su dignidad como cabeza de la casa de Galernas. Trella probablemente se parecía al padre muerto; tenía cabello color arena, ojos avellana, una nariz arrogante y no temía a nada excepto a su hermosa madre. Lobo del Sol los había conocido una vez que se escaparon de su nodriza para jugar en el invernadero, lo cual evidentemente les estaba prohibido. Era una costumbre que Sheera nunca había mencionado y él se preguntaba si lo sabía. Graal se había aburrido de la jardinería con rapidez, pero Trella le había ayudado a construir una serie de casas para las plantas a lo largo de la pared sur del invernadero. En ese proyecto, ella le había ofrecido informaciones de varios tipos sobre Sheera.
Ahora, Graal dijo:
—Sí que lloró cuando papá murió.
Trella se encogió de hombros.
—Estaba llorando antes que eso. Lloró cuando llegaron los mensajeros a casa con noticias de la batalla y lloraba cuando volvió de casa de lady Yirth más tarde. Y la oí llorar en la cocina cuando calentaba vino para papá.
—Nunca hizo tal cosa —la contradijo su hermano, que todavía se sostenía el dedo—. Tenemos sirvientes que calientan el vino. —Temblaba, a pesar del terciopelo con puntillas plateadas de su pequeño jubón; aunque había dejado de llover hacía horas, el día estaba frío y el aire húmedo. En la opacidad desierta del jardín vacío, el niño parecía una joya abandonada sobre la basura.
—Bueno, lo hizo —replicó Trella—. Yo estaba jugando en la despensa y la oí. Y luego fue hasta su habitación y lloró y lloró y todavía estaba allí cuando papá tuvo los calambres en el estómago y murió, así que ahí tienes.
Las lágrimas llenaron los ojos blandos del muchacho y el dedo volvió a su boca. Murmuró confusamente:
—Nani dice que no debes jugar en la despensa.
—Eso fue hace meses y meses y meses, y si se lo dices a alguien, pondré un caracol en tu cama.
Para estar preparada, bajó de la roca y empezó a buscar el caracol prometido. Graal retrocedió rápidamente y huyó llorando hacia la casa.
Lobo del Sol, sentado con las rodillas levantadas sobre la piedra suavizada por el río, miró cómo se iba el niño. Luego, volvió a mirar a la niña, que todavía rebuscaba a propósito en la tierra movida del jardín de rocas que él había estado preparando.
—Él amaba a vuestro padre, ¿verdad?
Ella se enderezó, enrojeció y apuntó, con voz opaca:
—Es sólo un bebé. —Eso, evidentemente, arreglaba al padre y al hermano al mismo tiempo.
Ya que realmente sabían tanto, Lobo se preguntó si también sabrían algo sobre su madre y el príncipe Tarrin.
Él no le habría dicho a una niña que su padre era colaboracionista y su madre, una puta, no más de lo que habría azotado a un cachorrito por algo que no había hecho, y por la misma razón, en realidad. Consideraba que los niños eran animalitos, y ni Graal ni Trella parecían ofenderse por ese tratamiento. Pero su propia infancia le había enseñado a Lobo que había muy poco que los hombres y las mujeres no fueran capaces de hacer a sus hijos.
Se preguntó qué le habría dado Yirth a Sheera para poner en el vino caliente de su esposo.
El viento movió las ramas desnudas de los bordes del agujero en el que estaban trabajando; gotitas plateadas de lluvia se desprendieron sobre los dos. Lobo del Sol no les prestó atención —había estado mojado y frío una gran parte de su vida y no le parecía importante— y Trella, que lo venía imitando concienzudamente durante semanas, las ignoró también. El olor de la tierra se mezcló con el silencio húmedo, mohoso, mientras él arreglaba y volvía a arreglar los huesos suaves y desnudos de las rocas, buscando la armonía indefinible de las formas, y pasó mucho tiempo antes de que Trella rompiera el silencio.
—No está llorando —declaró. Después de un momento, agregó—: Y de todos modos, es sólo porque ese hombre vino aquí a verla.
«Ese hombre» —y Lobo del Sol lo sabía— era Derroug Dru, el gobernador designado por Altiokis en Mandrigyn.
Y tal como decía Trella, después de un rato vio la pequeña figura aseada del gobernador, que emergía del invernáculo y caminaba por el sendero con un sirviente que sostenía una sombrilla labrada en oro sobre su cabeza. El parecido familiar con Drypettis era grande; los dos eran pequeños, pero Drypettis era delgada y el gobernador Derroug Dru era un animal pequeño, retorcido, flacucho. La forma altanera de esa cabeza y esos hombros descendía con rapidez hacia piernas débiles y esmirriadas. Una pierna no era más que un hueso retorcido encerrado en calcetines de seda cuyo relleno discreto acentuaba la deformidad, en lugar de disimularla; caminaba con un bastón, y Lobo del Sol había observado cómo todos sus acompañantes aminoraban el paso para acompasarlo al suyo, no por cortesía, sino por miedo. Su cabello castaño ya raleado se apoyaba sospechosamente brillante sobre las sienes, y sus ojos, disipados y castaños, cuidadosamente pintados para esconder las peores marcas de los excesos. En esta ocasión sólo le acompañaba un sirviente, pero Lobo sabía que generalmente viajaba con toda una corte de parásitos y varios guardaespaldas. No era un hombre popular en Mandrigyn.
Ojos Ámbar le había contado que antes de que Altiokis tomara la ciudad, ella y sus amigas solían jugarse el acostarse con Derroug. La que perdía, tenía que aceptarlo. Desde que era gobernador, sus vicios se habían hecho más públicos.
Lobo del Sol agachó la cabeza mientras arreglaba la tierra húmeda alrededor de las piedras. Oyó el ruido del bastón y los pasos algo arrastrados que se detenían sobre el sendero de lajas; sintió los ojos del hombre y supo que el gobernador le odiaba por su altura y su cuerpo. Luego Derroug continuó su camino. Estaba por debajo de la dignidad del gobernador de Mandrigyn prestar atención a un esclavo.
Cerca de su hombro, Trella murmuró:
—¡Le odio!
Él miró a la niña y luego a la figura elegante que ascendía los escalones de la galería, un estallido de piel blanca y sedas lilas contra los grises moteados y los rojos manchados de musgo de la parte posterior de la casa y el blanco sorpresivo del mármol del suelo y la pilastra. Sheera nunca hablaba del gobernador, pero él había venido a verla varias veces desde que Lobo estaba allí, y nunca cuando Drypettis se hallaba presente. Lobo del Sol suponía que la mujercita interfería entre el hermano y la amiga, lo cual, aparte de la posición anterior de Drypettis en la conspiración, tal vez explicaba el porqué del cariño de Sheera.
Empezaba a llover de nuevo. La nodriza de los niños llegó corriendo por el sendero para reñir a Trella por salir sin su criada, por no usar velos, por ensuciarse las manos y por mantener conversación con un hombre vulgar y primitivo.
—¡Hablarle a un hombre a solas…, la gente te tomará por una pequeña ramera! —dijo entre dientes y Trella inclinó la cabeza.
Lobo del Sol se limpió las manos sobre los pantalones remendados y dijo con sequedad:
—Me acusaron de muchas cosas en otros tiempos, mujer, pero es la primera vez que a alguien se le ocurre siquiera que pueda querer corromper a una niña de seis años. —No le gustaba la nodriza.
Ella levantó su nariz bien formada en un ángulo un poco mayor que lo usual y replicó:
—Es el principio. Una niña debe aprender desde que nace lo que está más allá de las líneas de la corrección. Me sorprende ver lo que ocurre en la ciudad en estos días: las mujeres que salen a cara descubierta y se sientan sobre los mostradores de los negocios en público como prostitutas en sus ventanas…, y además conversan con prostitutas…, por Dios, ¡no debería sorprenderme tanto! ¡Esa buscona que estuvo aquí antes llevaba la cara pintada! Lo que hubiera dicho mi señor…
Retrocedió por el sendero, manteniendo a la niña cerca de su falda, a pesar de la resistencia, y murmurando para sí misma sobre la caída en el vicio que veía en la ciudad.
Lobo del Sol meneó la cabeza y recogió las herramientas. La lluvia era de ese tipo volátil, fina, llena de ráfagas, que anuncia siempre una tormenta más poderosa para la llegada de la noche; caía por su largo cabello sobre los hombros y atravesaba con rapidez el tejido primitivo de su camisa. Y sin embargo, se quedó de pie por un rato, estudiando las rocas que había colocado, la grande de granito suave enterrada con un poco de inclinación para que se viera la larga fisura del costado y formara una especie de cueva, protegida por otras cuatro piedras más pequeñas. Las líneas de las piedras eran correctas, formaban una especie de música contra la rigidez de la tierra castaño oscura, pero pensó que le hubiera gustado tener la opinión de Halcón de las Estrellas.
En cierto sentido le preocupaba la forma en que ese pensamiento volvía una y otra vez a su mente.
Siempre había sabido que ella era un buen segundo al mando. No se trataba sólo de su habilidad para enfrentarse y vencer a hombres mucho más grandes sino también de la frialdad inhumana que demostraba ante las tropas, lo cual hacía que ellos la respetaran y le temieran, y así debía ser. Como líder, él se daba cuenta de lo que valía su prudencia extrema y su lucidez para definir y resolver los problemas. Como hombre, además de como jefe, se había dado cuenta del valor que suponía su compañía.
Sólo ahora comprendía cuánto valía por ella misma. En la campaña, a veces pasaba días y semanas sin verla, pero sabía que estaba siempre allí. Ahora, se despertaba a veces durante la noche y se daba cuenta de que si algo andaba mal —y no tenía dudas de que eso pasaría tarde o temprano— ya no volvería a verla. Le ocurría pensar que moriría en Mandrigyn, pero nunca antes había pensado en la muerte en tales términos.
Era un pensamiento peligroso y lo suprimió de su mente mientras entraba en las sombras vastas y castañas del invernadero. A eso se refería su padre, pensó, cuando hablaba de ablandarse, una especie de borroneo, de indefinición en el lado duro del corazón de un guerrero. Y ¿por qué, maldición? Halcón de las Estrellas ni siquiera era bonita.
No lo que la mayoría de los tontos llamaría bonita, claro.
La lluvia golpeaba sobre la parte del techo que no estaba cubierta por el altillo. La gran habitación devolvía un eco suave con su rugido lejano. En la oscuridad que ahora le era familiar, los pocos árboles que no habían sido transportados a las casas recién construidas se agrupaban como rondas dormidas en un rincón, escondiendo los postes para las prácticas. La mesa todavía estaba al final de la habitación, cerca de la puerta que llevaba a las estrechas escaleras. Sobre un caño derrumbado, con la cabeza entre las manos, mirando sin ver las planchas grises de la pared, estaba Sheera; la lana pesada de su vestido carmesí caía como un río de sangre alrededor de sus pies.
Su hijo tenía razón. Había llorado, eso era claro.
Cuando levantó la vista al paso de Lobo del Sol, sus ojos estaban hundidos y marcados de rojo, pero él vio cómo ella introducía a la fuerza algo duro en ellos y una calma especial en su rostro.
—¿Cuándo pueden estar preparadas las mujeres para atacar las minas?
—¿Con o sin mago para ayudarles? —replicó él.
El cansancio del rostro de Sheera se transformó en rabia, como una explosión de polvo destructivo y abrió la boca para ladrarle algo.
—Un mago verdadero digo, no esa mezcladora de venenos local.
Los labios rojos se cerraron y las líneas duras que él había observado tantas veces se tallaron en su rostro, desde la nariz extendida hasta los extremos tensos de la boca.
—¿Cuándo?
—Un mes, seis semanas.
—Demasiado tiempo.
Él se encogió de hombros.
—Vos sois el comandante, comandante.
Se volvió para irse y ella se puso de pie de un salto y lo tomó del brazo, dándole la vuelta para que la mirara de nuevo.
—¿Qué tiene de malo atacar ahora?
—Nada —dijo él—. Mientras no os importe que todas vuestras amigas, las que os han sido fieles, a vos y a vuestra causa patriótica y ridícula, fieles hasta casi matarse y poner en peligro a sus familias para aprender a ser soldados, mueran porque vos las lleváis a la batalla a medio preparar.
La mano de ella lo soltó como si la piel de Lobo del Sol se hubiera convertido en escamas de serpiente. Pero él vio en su enojo un miedo latente, la desesperación de una mujer que lucha contra el destino y las circunstancias con reservas cada vez más escasas de fuerza.
—¿No entendéis? —preguntó, la voz temblando de preocupación y rabia—. Cada día que esperamos, él se hace más fuerte; y cada día que pasa aumentan las posibilidades de que lastimen a Tarrin o lo condenen a muerte en las minas. Ya sospechan que está organizando algo allá abajo; lo han azotado y golpeado y después lo arrojaron de nuevo a su lugar en la cadena para que hiciera toda su cuota de trabajo con los miembros casi dislocados. Pero sin él, la resistencia de los hombres se derrumbaría; él es su esperanza y el brillo de su coraje; lo único que se interpone entre sus mentes y la desesperación muda e indiferente de la esclavitud.
»Yo lo sé —murmuró—. Él nació para ser jefe, es un rey nato; y posee la magia de un rey, la magia que hace que los corazones de los que le siguen le obedezcan sin preguntas. Yo lo amo desde que nos conocimos: desde que nos miramos por primera vez, supimos que seríamos amantes.
—¿Y eso no os impide jugar con la forma en que os corteja Derroug Dru? —preguntó Lobo del Sol, irónico.
—¿Cortejarme? —Ella le escupió la palabra con desprecio—. ¡Por favor! ¿Es eso lo que creéis que quiere? ¿Matrimonio o incluso un amor honorable? No lo conocéis. Porque fui la esposa del que más lo apoyó, el hombre más importante y más rico de su facción en la ciudad, se mantuvo lejos. Pero siempre me seguía con los ojos. Ahora viene como un perro cuando la perra está en celo…
Lobo del Sol recostó sus hombros anchos contra uno de los pilares primitivos de cedro que sostenían el techo.
—Entonces supongo que os apresurasteis demasiado al envenenar a vuestro marido, ¿no es verdad?
Los ojos de ella brillaron como los de un animal en la penumbra del vasto vestíbulo.
—¿Apresurarme? —le ladró—. ¿Apresurarme cuando ese cerdo fingió pasarse a la facción de Tarrin, durante las discusiones antes del ataque de Altiokis, cuando alentó a cada uno de los hombres leales a Tarrin, a cada uno de los hombres leales a la ciudad, a unirse al ejército de Tarrin y eso sabiendo lo que les esperaba en Paso de Hierro? No había nada que no se mereciera por lo que hizo ese día.
Sheera caminaba de un lado a otro de la habitación; el brillo leve de las ventanas ondeaba como la luz sobre la piel de un animal; la cara, blanca contra el color sangriento de su vestido y el negro de su cabello.
—Lo que hizo ese día fue cortar mi vida, cortar la vida de cada una de las personas de esta ciudad. Nos dejó sin raíces, nos robó a los que amábamos y puso en peligro constante nuestras vidas. ¿Qué se merecía si no la muerte?
—No sé —dijo Lobo del Sol, en voz baja—. Considerando que eso fue lo que vos me hicisteis a mí, sin pensarlo dos veces, no puedo responder con justicia a esa pregunta. —La dejó y subió la escalera encerrada, oscura, hacia su altillo mientras la lluvia golpeaba como el trueno a su alrededor y sobre su cabeza.