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—¿Qué diablos es esto? —Lobo del Sol mantuvo el pedazo de papel desdoblado entre sus dedos romos, todavía algo manchados de sangre.

Halcón de las Estrellas, su segunda al mando, alta, huesuda, levantó la vista. Estaba limpiando la suciedad de la batalla de la empuñadura de su espada y ahora levantó las cejas oscuras, uniformes, intrigada. Fuera, la luz de las antorchas enrojecía la noche repleta de vientos. El campamento estaba agitado con los ruidos de la victoria; los mercenarios de Wrynde y las tropas de la ciudad de Kedwyr celebraban sin inhibiciones el triunfo final del sitio de Melplith.

—¿Qué te parece que es? —preguntó ella, en tono razonable.

—Parece una propuesta peligrosa.

Él le alcanzó el papel mientras la luz ámbar de la lámpara de aceite caía sobre su cuerpo, desnudo hasta la cintura, y brillaba sobre su cabello dorado, rizado y liviano. Halcón de las Estrellas había peleado bajo sus órdenes el tiempo suficiente para saber que si realmente hubiera pensado que era sólo una propuesta, la habría arrojado al fuego sin decir una sola palabra.

Lobo del Sol, comandante de los mercenarios, campamento de Kedwyr, bajo los muros de Melplith, de Sheera Galernas de Mandrigyn, saludos. Iré a vuestra tienda esta noche con un asunto de interés para vos. Por mi seguridad y la de mi causa, por favor, esperadme a solas y no habléis de esto con nadie. Sheera.

—Letra de mujer —comentó Halcón de las Estrellas, y pasó el pulgar, pensativa, sobre el borde dorado del papel, obviamente muy caro.

Lobo del Sol la miró con fijeza por debajo de sus cejas tupidas y extrañas.

—Si no fuera de Mandrigyn, diría que es la madama local que trata de fomentar el negocio.

Halcón de las Estrellas asintió, distraída.

Fuera de la tienda, el ruido se agudizó en un crescendo. Aullidos de borrachos confundidos con gritos de aliento y alaridos de «¡Matadlo! ¡Matad a ese bastardo!». Entre las tropas regulares de la ciudad de Kedwyr y las milicias de las provincias existía un odio poderoso, tal vez más fuerte que el sentimiento que cualquiera de los cuerpos de guerreros podía tener hacia los desafortunados ciudadanos soldados de la sitiada ciudad de Melplith. Lobo y sus mercenarios se habían cuidado muy bien de involucrarse en ese conflicto: Lobo porque su política era no entrometerse nunca en la política local, y sus hombres a causa de una orden de su capitán al respecto, una orden de esas que helaban la sangre. Los ruidos de asesinatos y borracheras no preocupaban al Lobo: no había un solo hombre en su tropa capaz de quedarse siquiera a mirar el disturbio.

—Mandrigyn —dijo Halcón de las Estrellas, pensativa—. Altiokis conquistó esta ciudad en la última primavera, ¿no es cierto?

Lobo del Sol asintió y se acomodó en una fantástica silla de campamento, realizada con cuernos de venados enlazados con oro, que formaba parte del botín que habían tomado de algún rey tribal en el lejano noreste. La mayor parte de los muebles y adornos de la tienda era robada. Las cortinas de pavo real que la dividían en dos habitaciones habían adornado una vez el dormitorio de un príncipe del desierto de K’Chin. Las tazas de oro y laca translúcida y verde como el jade habían pertenecido a un mercader de la Costa de la Ensenada. La graciosa mesa de ébano, con sus delicadas incrustaciones casi ocultas bajo la armadura sangrienta que le habían arrojado encima, decoró en su día la bodega de un noble de los Reinos del Medio, antes de que sus preciosas viñas emborracharan a los ejércitos invasores de sus enemigos y él mismo terminara en un lugar donde todas esas cosas no importan demasiado.

—La ciudad cedió fácilmente —hizo notar Lobo del Sol, tomando un trozo de tela y sentándose a limpiar sus armas—. Básicamente, fue la misma situación que tuvimos aquí en Melplith: facciones divididas en el Parlamento, un escándalo que involucró a la familia real, tienen una familia real allí, o la tenían al menos, la ciudad debilitada por luchas intestinas antes de que Altiokis marchara a través del Paso. Me dijeron que hubo gente allí que lo recibió como a un libertador.

Halcón de las Estrellas se encogió de hombros.

—No es más extraño que algunas de las cosas que creen los heréticos de la Trinidad —bromeó ella impasible y él sonrió.

Como la mayoría de los norteños, Halcón creía en la Antigua Fe y estaba en contra de la teología más sofisticada del Dios Triple.

—La ciudadela del Mago Rey ha estado allí, en la puerta trasera de Mandrigyn, desde hace ciento cincuenta años —continuó Lobo después de un momento—. El año pasado firmaron una especie de tratado con él. Ya entonces vi venir esto.

Halcón de las Estrellas volvió a introducir su espada en la vaina y se secó los dedos con un trapo. El talento de Lobo del Sol para reunir información era sobrenatural pero era una habilidad que le servía de mucho. Tenía un don para recoger rumores, extraer una idea de las probabilidades políticas a partir del precio de las cosechas y las fluctuaciones de la moneda y la información más trivial y fragmentaria que llegara hasta el norte, a su plaza fuerte derruida en la vieja ciudad administrativa de Wrynde. Así, él y sus hombres habían estado en el lugar preciso, en la península Gwarl, cuando estalló la lucha entre los rivales comerciales, Kedwyr y Melplith. Kedwyr había contratado los servicios de Lobo y sus tropas a un precio astronómico.

No funcionaba siempre con tanta exactitud —en sus ocho años como mercenaria en las tropas de Lobo del Sol, Halcón de las Estrellas había visto uno o dos casos de errores espectaculares en cuanto a la elección del momento para llegar a un sitio determinado— pero, en general, el sistema había permitido que las tropas de Lobo vivieran mejor que la mayoría: peleaban en verano y pasaban la furia de las tormentas del invierno en la comodidad relativa de la ciudad medio derruida de Wrynde.

Como todas las tropas de mercenarios, la de Lobo del Sol cambiaba año a año en tamaño y composición, aunque su centro era un núcleo endurecido que había permanecido con él durante años. Por lo que sabía Halcón de las Estrellas, Lobo del Sol era el único capitán mercenario que regía una escuela regular de combate en invierno. La escuela tenía renombre en todo el oeste y el norte por sus excelentes luchadores. Todos los inviernos, cuando las lluvias hacían imposible la guerra, muchachos jóvenes y de vez en cuando muchachas se aventuraban en un viaje peligroso a través de los desiertos del norte, que alguna vez habían sido el corazón agrícola del viejo imperio de Gwenth, hacia la pequeña ciudad ruinosa de Wrynde, para pedir que les enseñaran allí el duro arte de la guerra.

Siempre había guerras en las que pelear. Desde que el imperio moribundo de Gwenth había terminado de dividirse a raíz del conflicto entre los Tres Dioses y el Dios Único, siempre había habido guerras; por la posesión de las pequeñas bandas de tierra fértil entre los inmensos espacios de tierras yermas, por el comercio con el este en sedas, ámbar y especias, por la religión o por nada. Halcón de las Estrellas, que sentía una atracción hacia esas cosas a causa de sus primeros estudios, le explicó una vez a Lobo el problema teológico subyacente al Cisma. Como bárbaro del norte, él adoraba los espíritus de sus antepasados y tomaba dinero alegremente de partidarios de cualquiera de las dos religiones. Entender la cuestión le pareció sólo divertido, tal como esperaba ella. Últimamente, las guerras habían sido por el ascenso del Mago Rey, Altiokis, que expandía su imperio desde la oscura ciudadela del Acantilado Siniestro, devorando a los barones que gobernaban el campo y a las ciudades como Mandrigyn.

—¿Vas a ver a esa mujer de Mandrigyn? —preguntó Halcón de las Estrellas.

—Probablemente.

El ruido de la pelea llegó a un clímax de aullidos, puntuado de tanto en tanto por el silbido de los látigos de la policía militar de Kedwyr. Era la cuarta pelea que habían oído desde que volvieron al campamento después del saqueo de la ciudad; la victoria era más embriagadora que cualquier alcohol que se hubiera destilado nunca.

Halcón de las Estrellas recogió su equipo —espada, daga, cota de malla— antes de volver a su propia tienda. Melplith se hallaba en un lugar elevado, sobre una bahía protegida, una de esas regiones áridas cuyas cosechas principales —cítricos y olivos— habían obligado a sus habitantes a comerciar para vivir. Ahora soplaban vientos helados desde las aguas agitadas de la bahía. La llama de la lámpara titiló en su vidrio de topacio, y la piel de Halcón de las Estrellas se estremeció bajo el algodón mojado de su camisa bordada y oscura.

—¿Crees que es un trabajo?

—Creo que me va a ofrecer uno.

—¿Lo aceptarás?

Lobo la miró brevemente. Bajo esa luz, sus ojos aparecían dorados y pálidos, como los vinos de los Reinos del Medio. Le faltaba poco para los cuarenta, y el cabello leonado le empezaba a ralear, pero no había rastros de gris ni allí ni en el bigote ralo que le caía desde la parte inferior de una nariz torcida y escabrosa como un manojo de malezas amarillo castaño de invierno. El poderío y la fuerza de su pecho y sus hombros lo hacían parecer más alto que su metro ochenta cuando estaba de pie; sentado y descansando, hacía que Halcón de las Estrellas pensara en un gran león polvoriento.

—¿Lucharías contra Altiokis? —preguntó Lobo del Sol.

Ella dudó, sin decir la respuesta verdadera. Había oído historias del Mago Rey desde que era una niña, historias extrañas, distorsionadas, de sus conquistas, sus pecados y su ambición. Se contaban cosas horribles de lo que había sucedido con aquellos que se le opusieron en los innumerables años de su existencia misteriosa.

La verdadera respuesta, la que no dijo en voz alta, era: Sí, si tú me lo pidieras. Lo que dijo fue:

—¿Y tú?

Él meneó la cabeza.

—Soy soldado —contestó con rapidez—. No soy un mago. No podría luchar contra un mago, y no llevaría a mi gente a una lucha como ésa. Había dos cosas que mi padre siempre me aconsejaba hacer si quería llegar a viejo: no enamorarme y no mezclarme con magia.

—Tres cosas —corrigió Halcón de las Estrellas, con una de sus raras sonrisas fugitivas—: no discutir con fanáticos.

—Esto va con la magia. O discutir con borrachos, no estoy seguro de cuál de las dos. No entiendo cómo puede haber un Dios o tres dioses o cinco o más, pero sé que tuve antepasados, payasos borrachos y lujuriosos, pero los tuve. Hola, manzanita dulce.

La cortina que dividía la tienda se abrió en dos y entró Gacela secándose la última humedad de las pesadas ondas de su cabello castaño como una piel de visón. El brillo verde claro de su túnica hacía que sus ojos fueran aun más verdes, casi esmeralda. Era la última concubina de Lobo del Sol: dieciocho años, increíblemente hermosa.

—Tu baño está listo —anunció, mientras se acercaba al respaldo de la silla de campamento para besar el lugar en que el cabello de Lobo del Sol raleaba ya sobre su cabeza.

Él tomó la mano que descansaba sobre su hombro y, con un gesto curiosamente tierno para un hombre de aspecto tan grande y rudo, apretó los labios contra la piel blanca de esa muñeca.

—Gracias —dijo—. Halcón, ¿me esperarás unos minutos? Esa falda me quiere ver solo: ¿te llevarías a Gacela a tu tienda por un rato?

Halcón de las Estrellas asintió. Había visto llegar y partir a toda una serie de muchachas como ésta, todas hermosas, de palabras suaves, suplicantes y algo indefensas. Esta noche, después del saqueo de una ciudad, el campamento no era lugar para una muchacha no acostumbrada a matar, aunque fuera la amante de un hombre como Lobo del Sol.

—Así que ahora recibes a mujeres a solas en tu carpa, ¿eh? —le reprendió Gacela, en broma.

Con un movimiento demasiado rápido para que ella pudiera defenderse o huir, Lobo del Sol saltó de la silla y la tomó entre sus brazos mientras se levantaba. Ella chilló, alegre. Gimió:

—¡Basta! ¡No! ¡Lo lamento! —mientras él la llevaba a través de la cortina hacia la otra habitación; los aullidos se hicieron cada vez más desesperados en un crescendo que terminó en una zambullida monumental, llena de vapor de agua.

Halcón de las Estrellas no pestañeó, se colgó el equipo de guerra del hombro y gritó:

—Volveré por ti en una hora, Gacela. —Y partió. Sólo cuando estuvo afuera, se permitió una pequeña sonrisa divertida.

Regresó en compañía de Ari, el joven segundo lugarteniente de Lobo del Sol, con aspecto más bien de oso negro adolescente. Dieron las buenas noches a Lobo, recogieron a Gacela, húmeda, dominada y un poco sonrojada y atravesaron el campamento. El viento se había alzado de nuevo, frío, desde el mar con la promesa de las tormentas mortales del invierno; oleadas del humo de los fuegos del campamento llegaron hasta sus ojos. Por encima de ellos brillaban los fuegos de la ciudad, alimentados por más y más brisas, y un fulgor de azufre remarcaba la silueta de las negras almenas de los muros. Un sabor salvaje, crudo y extraño cubría la noche todavía inundado de sangre y quebrado por el llanto de las mujeres que habían tomado prisioneras en el saqueo.

—¿Las cosas se tranquilizan? —preguntó Halcón.

Ari se encogió de hombros.

—Algo. Las unidades de la milicia ya están borrachas. Gradduck, ese general de latón que mandaba las tropas de la ciudad, se está quedando con la gloria por la toma de la ciudad.

Halcón de las Estrellas fingió estar pensando con mucha seriedad.

—Ah, sí —recordó después de mucho esfuerzo—, ese que el jefe decía que no podía ni sitiar un rebaño.

—No, no —protestó Ari—, no era un rebaño, era un baño…

Unas voces aullaron el nombre de Ari, llamándolo para que juzgara una competencia atlética que era tan indecente como ridícula, y él rió, hizo un gesto a las dos mujeres y se alejó en la oscuridad. Halcón de las Estrellas y Gacela siguieron caminando, con las luces de las antorchas castigadas por el viento manchándoles las caras con colores extraños; Halcón, de piernas largas y gracia felina en sus pantalones de hombre y su jubón; Gacela, tímida como su nombre en medio del bramido del campamento, caminando lo más cerca posible de Halcón de las Estrellas. Cuando dejaron atrás la parte más ruidosa que rodeaba el sitio donde se servía vino, la muchacha preguntó:

—¿Es verdad que le piden que vaya contra Altiokis?

—No lo hará —le aseguró Halcón de las Estrellas—. Así como no trabajaría para él. Ya le pidieron eso también; hace años. No quiere mezclarse con la magia, y no puedo decirte que lo culpe por eso. Altiokis es la peor noticia posible.

Gacela se estremeció en el viento lleno de humo y apretó la telaraña de seda de su chal contra los hombros.

—¿Eran todos así? Los magos… ¿Es por eso que murieron?

En el reflejo débil de la luz de las lámparas de las tiendas, sus ojos verdes parecían grandes y transparentes. Manojos húmedos de cabello se le habían pegado a las mejillas; ella los apartó, mientras miraba a Halcón de las Estrellas llena de preocupación. Como la mayor parte de los miembros de la tropa, tenía un poco de miedo de esta mujer dura y enigmática.

Halcón de las Estrellas se agachó para pasar por la puerta de la tienda y la mantuvo en alto para que Gacela pudiera entrar.

—No sé si es por eso que los magos murieron —dijo—. Pero sé que no eran todos malvados como Altiokis. De niña conocí una maga. Era… muy buena.

Gacela la miró con una sorpresa provocada en parte por la idea de que Halcón de las Estrellas hubiera sido niña una vez. En cierto modo, era casi inconcebible que hubiera sido nunca algo distinto de lo que era ahora: una mujer alta, como un leopardo de piernas largas, sin nada de color, como el marfil, cabello claro, ojos de un gris peltre, salvo en los sitios en los que el sol había oscurecido la piel fina, sin marcas, de su rostro y cuello hasta convertirla en oro quemado. Su voz leve, fría, era extrañamente suave para ser la de un guerrero, aunque se decía que tenía un repertorio de insultos que podía sacar chispas de una piel de buey curtida. Era más fácil creer que hubiera conocido a un mago que aceptar que hubiera sido una niña.

—Yo… pensé que habían desaparecido todos, mucho antes de que naciéramos.

—No —respondió Halcón. La luz de la lámpara relumbraba sobre las hebillas de cobre que aseguraban su jubón de piel de oveja mientras ella buscaba un odre de vino y dos tazas. La tienda era pequeña y, como Halcón de las Estrellas misma, cuidada y espartana. Ella ya había recogido su equipo más temprano. Lo único que quedaba sobre la mesa plegable de madera pulida eran las copas de vino de oro y madreperla, y un mazo de cartas grasientas. Se admitía en general que Halcón de las Estrellas era un tiburón jugando al póker. Con esa cara, pensó Gacela, ¿qué otra cosa podría ser?

—Yo también creía eso —continuó Halcón de las Estrellas, mientras Gacela se acomodaba al borde de la cama angosta—. No supe que la hermana Wellwa era maga durante…, durante años.

—¿Era una monja? —preguntó Gacela, atónita.

Halcón de las Estrellas sopesó la respuesta por un momento, como si eligiera las palabras con cuidado. Luego asintió.

—La aldea donde crecí estaba construida alrededor del convento de Santa Cherybi en el oeste. La hermana Wellwa era la monja más vieja, y yo la veía todos los días barriendo los senderos de fuera con una escoba de palos. Como te dije, no sabía que fuera una maga, entonces.

—¿Y cómo te diste cuenta? —preguntó Gacela—. ¿Te lo dijo ella?

—No. —Halcón de las Estrellas se dobló en su silla. Como todo lo demás en su tienda, era una silla simple, desnuda y fácil de recoger en un apuro—. El campo alrededor de la aldea era muy salvaje; no sé si conoces el oeste, pero es una tierra de rocas y bosque ralo que se eleva hacia los acantilados en la orilla del mar. Una tierra dura. Peligrosa también. Yo había ido al bosque a juntar frutillas o algo por el estilo, algo que no debía hacer. Probablemente estaba escapando de mis hermanos. Y… y ahí vi al nuuwa.

Gacela se estremeció. Había visto nuuwas, muertos, o a lo lejos. Probablemente, pensó Halcón de las Estrellas, también había visto a sus víctimas.

—Corrí —continuó Halcón, sin emoción—, era muy joven. Nunca había visto un nuuwa y pensé que, como no tenía ojos, no podría seguirme. Al principio debí de pensar que era un ciego. Pero me siguió, gruñendo y babeando, rompiendo la maleza por el bosque. Nunca miré hacia atrás, pero podía oírlo tras de mí, cada vez más cerca, cuando salí del bosque. Corrí por las rocas subiendo la loma hacia el convento y la hermana Wellwa estaba fuera, barriendo el sendero como siempre. Y ella, ella levantó la mano y fue como si el fuego saliera de sus manos, una bola de fuego rojo y azul que arrojó a la cabeza del nuuwa. Luego, me tomó en brazos y corrimos juntas hacia la puerta, la cerró y echó el cerrojo. Después encontramos los sitios en los que el nuuwa había tratado de morder la madera del marco.

Se quedó callada; si algo del horror de ese recuerdo se movía en su corazón, no se reflejaba en su cara enigmática, de huesos finos. Fue Gacela la que tembló e hizo un pequeño ruido revulsivo con la garganta.

—Fue la única vez que le vi hacer magia —siguió Halcón de las Estrellas después de un instante—. Cuando le pregunté por eso más tarde, me dijo que lo único que había hecho era tomarme en brazos y correr hacia adentro.

Gacela estudió a la otra mujer por un momento a través del borde de su taza repleta. En el campamento, los rumores decían que Halcón había sido monja también y que luego decidió dejar el convento y seguir a Lobo. Aunque Gacela no lo había creído hasta entonces, algo en esa historia le hizo pensar que tal vez era cierto. Había elementos de ascetismo y misticismo en Halcón de las Estrellas; Gacela sabía que hacía meditación todos los días, y la tienda por cierto era tan desnuda como la celda de una monja. Aunque era una guerrera ruda y de sangre fría, Halcón nunca era brutal sin razón, pero en realidad pocas de las escasas mujeres en la tropa de Lobo lo eran.

Gacela tenía la pregunta en la punta de la lengua, pero Halcón de las Estrellas no era una mujer a la que uno hiciera preguntas sin permiso. Además, Gacela no podía pensar en ninguna razón por la que alguien pudiera dejar las comodidades de un convento para seguir el camino brutal de la guerra.

En lugar de decir algo al respecto, preguntó:

—¿Por qué mentía?

—Sólo la Madre lo sabe. Era una dama muy vieja en ese tiempo, murió un año o dos después, y no creo que ninguna otra persona del convento supiera lo que era.

Los dedos nerviosos de Gacela jugaron con la taza y los diamantes de sus anillos brillaron como lágrimas en la luz difusa, dorada. En algún lugar, bastante cerca, un coro de borrachos empezó a cantar.

En la ciudad de Kedwyr

hace cien años o más

vivía un muchacho llamado Sella…

—Me pregunté muchas veces —dijo Gacela con calma— la verdad sobre los magos. ¿Por qué Altiokis es el único que queda en el mundo? ¿Por qué no ha muerto, en todos estos años? ¿Qué les pasó a los demás?

Halcón de las Estrellas se encogió de hombros.

—Sólo la Madre lo sabe —repitió de nuevo. Como siempre, mantenía su rostro impasible: si la pregunta había cruzado su mente alguna vez, no lo demostró. En lugar de eso, golpeó el mazo de cartas frente a Gacela—. ¿Banca?

Gacela mezcló con habilidad, a pesar de sus uñas largas, pintadas a la moda. Era una de las primeras cosas que había aprendido cuando la vendieron a Lobo del Sol hacía dos años, apenas una virgen aterrorizada de dieciséis años, y había aprendido sobre todo en defensa propia, porque Lobo y Halcón de las Estrellas eran jugadores letales.

Halcón de las Estrellas la miró y pensó en lo fuera de lugar que se hallaba allí la niña. Gacela —que obviamente había tenido otro nombre antes de que la secuestraran en el camino desde la casa de su padre en los Reinos del Medio hacia una escuela de Kwest Mralwe— obviamente había sido educada en una atmósfera de gusto y elegancia. La ropa y las joyas que elegía lo decían claramente. Halcón de las Estrellas, a pesar de que la habían criado en un medio campestre y austero, había saqueado lo suficiente en el curso de ocho años para entender la diferencia entre la vulgaridad del nuevo rico y la calidad. Cada uno de los rasgos de Gacela hablaba de gusto exquisito y cuidadosa educación, y contrastaba tanto con la desnudez estoica de la vivienda de Halcón de las Estrellas como ésta con la opulencia un tanto bárbara de la tienda del jefe.

¿Qué había sido?, se preguntó Halcón. ¿Hija de un noble? ¿Hija de un mercader? Esas manos blancas, delicadas en medio de las joyas elegidas con cuidado, nunca habían tocado nada más áspero que la piel de un hombre, eso era evidente. Lo más hermoso que puede comprar el dinero, pensó Halcón de las Estrellas, con un regusto amargo en la boca a causa de la muchacha, quisiera ella que la compraran o no.

Gacela dejó las cartas sobre la mesa, sin repartirlas. En ese momento, su rostro se veía cansado.

—¿Qué va a pasar con él, Halcón? —preguntó con tono tranquilo.

Halcón de las Estrellas se encogió de hombros, y le entendió mal a propósito.

—No creo que el jefe sea lo suficientemente loco como para meterse en nada relacionado con la magia —empezó a decir.

Pero Gacela meneó la cabeza impaciente.

—No es sólo esto —insistió—. Si sigue como hasta ahora, algún día cometerá un error. Es el mejor, dicen, pero también tiene cuarenta años. ¿Va a seguir llevando tropas a la batalla y pasando el invierno en Wrynde hasta que un día llegue un segundo tarde para parar el hacha de un enemigo? Si no es Altiokis, ¿cuánto tiempo pasará hasta que sea alguna otra cosa?

Halcón de las Estrellas desvió la vista de esos ojos, tan luminosos de pronto. Luego dijo, a regañadientes:

—Ah, seguramente conquistará alguna ciudad, hará una fortuna y morirá hecho un ricachón a los noventa. No vale la pena que te preocupes por el bienestar del viejo bastardo.

Gacela rió temblorosa ante la imagen que le presentaba Halcón de las Estrellas y después hablaron de otras cosas. Pero en realidad, mientras la muchacha daba las cartas, Halcón de las Estrellas deseó que no hubiera tocado tan de cerca sus propios temores ocultos.

Lobo del Sol sintió, más que oyó, el paso suave de la mujer fuera de su tienda; estaba mirando la entrada cuando la tela se movió. La mujer entró con el olor salvaje del mar que traía la noche.

Con las lámparas tras su ancha espalda de guerrero y la luz en su cabello ralo, color de polvo, alrededor de su rostro, Lobo del Sol era realmente lo que decía su nombre: un lobo del sol, ese cazador grande, mortífero y leonado de las estepas del este. La mujer se quitó la gorra de la cabeza.

—¿Sheera Galernas?

—¿Capitán Lobo del Sol?

Él le hizo un gesto para que se sentara en la otra silla. Era más joven de lo que había imaginado, no más de veinticinco años. El cabello negro se le enrulaba, espeso, alrededor de una cara que se estrechaba desde las mejillas anchas y delicadas hasta un mentón afilado. Los labios, llenos hasta las comisuras, eran sensuales y oscuros como la borra del vino. Los ojos hundidos parecían también del color del vino, los párpados manchados de violeta por noches sin dormir. Era alta para ser mujer y, por lo que Lobo del Sol podía ver bajo los pliegues anchos de la capa, tenía buen cuerpo.

Por un momento, ninguno de los dos habló; luego, ella dijo:

—No sois lo que esperaba.

—No puedo pedir disculpas por eso.

Él se había puesto una camisa y pantalones de montar y un jubón de terciopelo castaño. El vello de sus brazos brilló contra la luz cuando dobló los brazos fuertes, macizos.

Ella se movió en la silla, preocupada, mirándolo. Lobo del Sol se descubrió preguntándose qué tal sería llevarla a la cama y si el experimento valdría el problema que causaría intentarlo.

—Tengo una propuesta para vos —dijo ella, finalmente, buscando sus ojos con una especie de enojo, desafiándole a mirarla a la cara en lugar de examinar su cuerpo.

—La mayor parte de las damas que vienen a mi tienda tiene una propuesta.

La piel de ella se hizo profunda y roja como la terracota junto a las mejillas, y los orificios de la nariz le temblaron un poco, como un caballo que huele la batalla. Pero solamente dijo:

—¿Qué diríais de diez mil monedas de oro por traer a vuestros hombres y hacer un trabajo para mí en Mandrigyn?

Él se encogió de hombros.

—Diría que no.

Ella se enderezó, realmente sorprendida.

—¿Por diez mil monedas de oro? —La suma era enorme, cinco mil hubieran comprado a toda la tropa para una campaña de verano y todos lo habrían creído generoso. Él se preguntó de dónde habría sacado ella esa cantidad, si es que en realidad pensaba pagarle. El tamaño de lo prometido le hacía dudarlo.

—No iría contra Altiokis ni por cincuenta mil —contestó con calma—. Y no confiaría en una propuesta de palabra de una falda que representa a una ciudad conquistada. Ni por cien mil monedas, con magia o sin ella.

Tal como quería, esa frase la sacó de la calma. El color del rostro de la dama se acentuó, porque era una mujer a la que pocos hombres habían dicho que no en su vida. Un sesgo de furia se coló en su voz.

—¿Tenéis miedo?

—Madame —dijo Lobo del Sol—, si es cuestión de que me saquen las entrañas a través de los ojos, tengo miedo. No hay dinero en el mundo que pueda tentarme a discutir con Altiokis.

—¿O es que preferiríais hacer negocios con un hombre?

Le escupió las palabras con desprecio, pero él las pensó con cuidado; después de un momento, contestó:

—En realidad, sí. —La mano de Lobo del Sol se anticipó a las palabras de ella—. Sé en qué posición están las mujeres en Mandrigyn y que nunca pusieron una en un puesto público y que nunca habrían mandado a una en una misión como ésta. Y si sois de Mandrigyn, lo sabéis.

Ella se rindió. Su aliento salía y entraba de su pecho con rabia, pero no negó nada.

—Así que eso quiere decir que esto es privado —siguió él—. Diez mil monedas de oro es una cantidad impresionante de metal para un solo dueño, especialmente en una ciudad que acaba de ser tomada y donde probablemente todo lo que no fue saqueado está prometido como indemnización. Y como sé que las mujeres son vengativas y astutas…

—Maldito… —explotó ella.

Él levantó la mano para pedir silencio de nuevo.

—Tienen razones para pelear a escondidas como lo hacen, y las entiendo, pero el hecho es que no confío en una mujer desesperada. Una mujer es capaz de cualquier cosa.

—Tenéis razón —dijo ella en voz baja, calma, mortífera, los ojos brillando con una intensidad fantasmal—. Haríamos cualquier cosa. Pero no creo que entendáis lo que es amar una ciudad, estar orgullosa de ella, ser capaz de exponer la vida de uno para defenderla si es necesario, y no poder participar en su gobierno, ni siquiera poder hablar de política porque lo prohíben las normas de buenos modales. ¡Por los dioses!, ¡si ni siquiera nos dejan caminar por las calles sin un velo! Ver cómo la ciudad se divide en facciones y luego la conquistan, con todos los hombres que realmente pelearon prisioneros y encadenados, mientras los malvados, los venales y los ambiciosos se sientan en las sillas del poder…

»¿Sabéis por qué no vino un hombre a veros hoy?

»Durante décadas, siglos, Altiokis quiso poseer Mandrigyn. Tomó las tierras de los viejos barones de la montaña y los clanes del sudeste; se sienta como un sapo buey sobre las rutas comerciales terrestres hacia el este. Pero está limitado a la tierra y Mandrigyn es la llave del Megántico. Le dimos ventajas comerciales, hicimos la vista gorda al contrabando en la frontera, firmamos tratados. Ya sabéis que eso no basta. Nunca.

»Sus agentes promovieron los problemas y las facciones en la ciudad, arrojaron dudas sobre la legitimidad de nuestro príncipe, Tarrin de la Casa de Ella, dividieron el Parlamento y cuando quedamos exhaustos de tanto pelear unos con otros, él y sus ejércitos bajaron por Paso de Hierro. Tarrin llevó a una fuerza de hombres de Mandrigyn a la batalla, en la profundidad de las montañas Tchard. Al día siguiente, Altiokis y los suyos entraron en Mandrigyn.

Los ojos de Sheera se pusieron en foco de pronto, con un hondo brillo ambarino en sus profundidades castañas.

—Sé que Tarrin todavía está vivo.

—¿Cómo lo sabéis?

—Tarrin es mi amante.

—He tenido más mujeres que pares de botas en mi vida —dijo Lobo del Sol, cansado—, y ni siquiera para salvar mi vida podría deciros dónde está una de ellas ahora.

—Claro, vos sabéis más de todo eso —se burló ella—. Los hombres están esclavizados en las minas que quedan debajo de las montañas Tchard; Altiokis tiene miles de minas; nadie conoce su profundidad, ni cuántos ejércitos de esclavos trabajan en ellas. Las… chicas… de la ciudad van allá arriba de tanto en tanto para… hacer negocios… con los guardias. Una de ellas vio a Tarrin allí. —La expresión de su rostro cambió, dominada, de pronto, por una ansiedad tierna y la furia ardiente de la venganza—. Está vivo.

—Pasaremos por alto el problema de cómo lo conoció esa chica —dijo Lobo del Sol. Tuvo la satisfacción de ver cómo la expresión tierna de Sheera se convertía en furia—. Voy a preguntaros algo: ¿Queréis que yo y mis hombres rescatemos a Tarrin de las minas de Altiokis?

Casi temblando de rabia, Sheera se dominó y repuso:

—Sí. No a Tarrin solamente, a él y a todos los hombres de Mandrigyn.

—Para que puedan bajar de las montañas, retomar la ciudad y vivir felices para siempre…

—Sí. —Ella estaba inclinada hacia adelante, los ojos ardientes, la capa caída debajo de la cual asomaba el púrpura profundo de su vestido adornado con ópalos como con gotas de rocío—. No vino ningún hombre porque no hay hombres que puedan venir. Los únicos que quedan en Mandrigyn son viejos inválidos, niños pequeños, y esclavos…, y los sucios cobardes y aduladores que venderían a sus propios hijos como alimento de los perros de Altiokis, si el precio fuera un poco de poder. Reunimos el dinero entre nosotras, nosotras, las damas de Mandrigyn. Le pagaremos cualquier cosa, lo que quiera. Es la única esperanza que queda para nuestra ciudad.

La voz de Sheera se elevó, con la fuerza de la música marcial, y Lobo del Sol se reclinó en su silla y la estudió con cuidado. Notó la riqueza del vestido que usaba y la suavidad de esas manos ociosas. Si habían tomado la ciudad sin saquearla…, lo cual era una ventaja para Altiokis si quería seguir usándola como puerto… Lobo del Sol conocía bien a los burgueses débiles que pagaban para que otros pelearan por ellos, pero nunca había pensado mucho sobre la fuerza o las motivaciones de sus esposas. Tal vez podrían conseguir el dinero, pensó. Aros de oro, fondos para la casa, dinero extraído de maridos demasiado cobardes o demasiado prudentes como para ir a la guerra. Posible, sí, pero no probable.

—Diez mil monedas de oro es el rescate de un rey —empezó.

—¡Es el rescate de la libertad de una ciudad! —La respuesta fue una mordedura.

Halcón de las Estrellas tenía razón, pensó él. Hay otros fanáticos además de los religiosos.

—Pero no puede pagar las vidas de los hombres —replicó con calma—. Yo no los llevaría a una guerra contra Altiokis y ellos no irían. Ya estamos en otoño. Las tormentas van a empezar en cuestión de días. Es una larga marcha hasta Mandrigyn por tierra a través de las montañas.

—Tengo un barco —empezó ella.

—No vais a meterme en el mar en este momento del año. Tengo mejores cosas que hacer con mi cuerpo que usarlo como comida de cangrejos. Nos quedaremos unos días por aquí y para entonces las tormentas habrán comenzado. No voy a pelear una guerra en invierno. No contra Altiokis, no en las montañas Tchard.

—Hay una mujer a bordo de mi barco que puede dominar el clima —insistió Sheera—. El cielo estará claro hasta que estemos a salvo en el puerto.

—¿Una maga? —Lobo del Sol gruñó—. No me hagáis reír. No hay más magos, excepto Altiokis mismo, y yo no iría con vos si tuvierais uno. No pienso mezclarme en una guerra de magos. Y además —continuó, la voz cada vez más dura—, en cualquier caso no estoy interesado. No pienso tomar diez mil monedas de oro para comprar ataúdes para mis hombres, y en eso terminaría todo si fuéramos contra Altiokis, en invierno o en verano, en la montaña o en la llanura. Vuestra amiga tal vez haya visto vivo a Tarrin, señora, pero yo le apuesto diez mil monedas de oro contra un pedazo de cobre a que su cerebro y su alma ya no eran suyos. Y cobre es lo que valdría mi vida si fuera lo suficientemente tonto como para aceptar vuestro dinero.

Ella ya estaba de pie, la cara manchada de furia.

—¿Qué queréis? —preguntó en voz baja—. Cualquier cosa. Yo…, o cualquier otra mujer de la ciudad o todas nosotras. ¿Azúcar de sueños? Podemos conseguiros una tonelada, si queréis. ¿Esclavos? La ciudad está repleta de ellos. ¿Diamantes? ¿Veinte mil monedas de o…?

—No podríais reunir veinte mil monedas de oro, mujer. No sé cómo reunisteis diez mil —contestó Lobo del Sol—. Y no toco el azúcar de los sueños. ¿Vos? Preferiría llevarme a la cama una víbora venenosa.

Esto le tocó muy adentro, porque los hombres le habían suplicado desde que tenía doce años. Pero la rabia que sentía era algo más, condensada como el centro de una llama y era eso lo que había hecho decir a Lobo del Sol algo que sonaba como un insulto aun siendo la verdad más literal. Sheera era una mujer peligrosa, apasionada, inteligente y sin ningún escrúpulo; una mujer que podía esperar meses y años por la venganza. Lobo del Sol no se levantó de la silla, pero midió la distancia que había entre ellos y calculó lo rápido que podía moverse ella si decidía atacarlo.

Luego, una onda de noche humeante y salvaje suspiró en la tienda, y Sheera giró en redondo mientras Halcón de las Estrellas se detenía en la entrada. Por un momento, las dos mujeres se quedaron de pie mirándose una a otra; una en su vestido oscuro adornado con ópalos sombríos, con su belleza salvaje y peligrosa; la otra, dorada de sol y común como el pan, el jubón de hombre que le acentuaba los hombros anchos y las caderas angostas, la cara angulosa con el cabello cortado y breve. Las mangas recogidas de Halcón de las Estrellas mostraban brazos musculosos como los de un hombre, cruzados por las cicatrices rosadas de la guerra.

Se miraron y se estudiaron en silencio. Luego, Sheera pasó junto a Halcón de las Estrellas, atravesó la tela que hacía de puerta y se desvaneció en la noche con olor a sangre.

Halcón la miró en silencio un momento, luego se volvió hacia su jefe, todavía sentado en su silla de campamento con las manos plegadas frente a él y sus ojos amarillos de zorro, pensativos. Lobo del Sol suspiró y la tensión pareció escaparse de sus músculos, como hacía durante las campañas. La cortina se movió de nuevo y entró Gacela, el cabello negro enmarañado, cayendo en una tela de araña suave sobre su espalda delicada.

Lobo del Sol se puso de pie y meneó la cabeza como para responder a la pregunta silenciosa de su lugarteniente.

—Que los espíritus de sus antepasados ayuden al pobre bastardo que se enrede con ella —dijo, en voz baja.