Nota de la autora

La palabra «bruja» es un término cargado emocional y connotativamente. Según el lugar y la época, significó distintas cosas para distintos grupos de gente, y por esa razón lo he utilizado tanto en esta obra.

Los sentidos particulares de la palabra tal como es empleada dentro de esta historia —específicamente las connotaciones de las palabras «mago» y «bruja» en el lenguaje shirdano— provienen de la idea que se tenía de las brujas y la brujería en el siglo XVI y XVII y solamente de esas ideas. El uso de esos términos tiene el mismo significado que ciertas palabras connotativas para describir a personas de ascendencia africana desde el punto de vista de un blanco sureño de la década de 1920. No representa mi opinión personal ni ninguna definición generalizada de las brujas (y yo no he utilizado tanto esa palabra en otros libros). Tal como la uso aquí no tiene nada que ver con las implicaciones de las palabras «brujas» o «brujería» en tiempos medievales, en el siglo XIX, en cuentos de hadas más convencionales o en la actualidad.

Lo que en Europa se llamó «brujería» fue originariamente la adoración de viejas deidades naturales, combinada con la medicina de hierbas practicada por los fieles de esa fe, tal como las veía el ojo distorsionante de una iglesia medieval intolerante y paranoica. La actual religión llamada Wiccan, cuyas devotas se llaman a sí mismas «brujas», es un regreso a aquella vieja fe, cuyos principios eran el uso responsable de la magia blanca y el amor a la naturaleza de la que proviene ese poder.

A esas brujas de buen corazón, a su sincero amor a Dios, les pido disculpas. Espero haber dejado bien claro que en los términos de la historia que cuento, la palabra «bruja» es solamente una palabra, como «amor», o «dios», o «cristiano»; que lo que causa el bien o el mal es lo que la gente hace con esa palabra, o lo que hace por lo que piensa de esa palabra.