9

—¿Cuándo viste a Galdron por última vez?

Halcón de las Estrellas tiró de las riendas cuando su caballo trató de levantar la cabeza, nervioso por el denso olor a sangre.

—Unas tres horas después de la medianoche.

El sol, que a la hora del desayuno ya estaba bien por encima de la Columna del Dragón, ardía con fuerza; en el pequeño claro entre las grandes piedras donde ella y Lobo habían rescatado a Osgard de los shirdar ofendidos, el aire parecía vivo con el sordo zumbido de los insectos. A pesar de lo acostumbrada que estaba al aspecto de los campos de batalla un día después de la lucha, el lugar hizo que Halcón de las Estrellas sintiera revolverse su estómago.

—Milkom estaba con él. Tengo la impresión de que volvían a la ciudad.

De pie junto a ella, cerca de los caballos que aguardaban a un lado del camino, Lobo del Sol asintió.

—Seguramente. Me desperté unas dos horas antes del amanecer. Sentí algo raro. Pero lo único que oí fue que todos los coyotes de las colinas aullaban como enloquecidos. Aún no era de día cuando olí la sangre.

Desde la boca del cauce que se abría camino hacia las rocas se acercó tropezando un miembro del grupo de sacerdotes Trinitarios que había ido a recibir al cuerpo de guardias de la Fortaleza; era bastante viejo, con la cabeza desnuda a pesar del calor cada vez más opresivo, la ropa como un incongruente ramo de orquídeas, contra las rocas color plomo. Se apoyó en una piedra y vomitó como si hubiera tragado veneno. Incluso desde esa distancia, Halcón de las Estrellas veía el ribete escarlata que bordeaba su túnica.

Lobo del Sol se rascó el bigote y siguió hablando.

—Fui a la Catedral, en la ciudad, y traje a Egaldus y a un grupo de sacerdotes para que vinieran a vigilar el lugar, pero primero le eché una buena mirada. ¿Ves algo que te llame la atención?

Ella contempló el reducido espacio de suelo abierto a su alrededor. En algunos lugares los charcos de barro se habían secado y poco a poco se iban hundiendo en el polvo; ella advirtió automáticamente que el suelo era de polvo y cantos rodados, no de arena, y que estaba cubierto como una colcha lunar con las costuras de huellas que iban y volvían: las de los sacerdotes, las de los guardias, las de los curiosos, que ya habían empezado a reunirse a pesar de los poco efectivos esfuerzos de Nanciormis y un par de guardias para mantenerlos alejados.

—¿Algo raro, además de dos hombres y dos caballos desmembrados? —señaló ella, mirando hacia Lobo del Sol.

—Además de eso, sí —dijo él, cruzando los brazos.

Ella estudió el camino: la caída del terreno y las rocas que lo rodeaban; a Egaldus, el cabello rubio como un espeso halo en el sol caliente, conversando con el sacerdote de más edad en un tono de autoridad amable; y a Osgard, a cierta distancia, sentado sobre una piedra, la cara hundida entre las manos.

—Estoy tratando de imaginarme cómo lo hicieron, Jefe. Y no puedo. El área de la matanza es grande: empieza ahí, donde rodó uno de los caballos… —Señaló una mancha medio quemada de barro negro sobre la pendiente del camino. Las huellas zigzagueaban frenéticamente desde allí y pasaban a poca distancia de ellos, zapatos de punta hacia arriba, sin tacón. Ella había notado que Galdron usaba ese tipo de calzado, con las puntas recamadas de perlas sobresaliendo con coquetería por debajo del ribete escarlata de la túnica. Uno de los zapatos, con el pie todavía dentro, yacía a medio camino bajo una gran piedra, cerca de la boca del cauce, hirviendo de moscas. Hasta el momento los sacerdotes no lo habían advertido.

—El cuerpo de Milkom estaba sobre esas rocas, allí, pero la primera sangre fue derramada a escasos metros de aquí. —Y, por el rastro, la primera sangre había sido de una arteria. Halcón estaba sorprendida de que el hombrecillo hubiera podido correr hasta tan lejos—. Dos asesinos entrenados y con buenos caballos podrían haberlo hecho: tal vez. Pero…

La mirada de ella se posó sobre Lobo. La cara tostada del Jefe se veía oscura contra el marco blanco de sus velos; el único ojo, amarillo como el de un león, entrecerrado en el esfuerzo de pensar. Ella sabía la respuesta, pero de todos modos preguntó:

—No había huellas, ¿verdad?

—No —dijo él.

Durante un tiempo se quedaron callados. Del otro lado del terreno abierto, la voz de Osgard se alzó en un gritito histérico, dirigido a nadie en particular, o tal vez a todos:

—¡Voy a hacer crucificar a ese bastardo, sea quien sea! ¡Haré que le saquen la piel y lo dejaré para que se lo coman las hormigas! ¡Voy a atrapar a quienquiera que haya hecho esto… lo voy a atrapar! —Nanciormis llegó corriendo hasta el Rey, dejando que sus guardias se las entendieran con la multitud de mineros y pastores que espiaban con los cuellos estirados para ver mejor. Incarsyn, de pie cerca de Osgard, sostenía sin moverse la brida de su propio caballo, una de las famosas yeguas blancas del desierto. Parecía paralizado, impresionado, como el hombre que según la leyenda había hecho un negocio con los djinns para que le trajeran la cabeza de su peor enemigo y al abrir la caja encontró la suya.

Después de un segundo, Halcón de las Estrellas dijo:

—Cuando estaba preparándome para ir a cabalgar contigo, vino Shebbeth, llorando porque a Galdron nunca le había gustado Nanciormis. Tenía miedo de que la gente pensara que el Comandante había tenido algo que ver con todo esto. Dijo que Nanciormis estuvo con ella anoche…

—¿Y es eso cierto? —preguntó Lobo del Sol, más por curiosidad que por alguna otra razón.

—Ah, sí —asintió ella—. Yo estuve en el balcón por lo menos dos horas después de que viera a Galdron por última vez. Nanciormis salió de la habitación de Shebbeth a escondidas casi al amanecer.

Las oscuras cejas de Halcón se unieron un segundo cuando recordó los confines estrechos y más bien tétricos del Dormitorio de Mujeres, con las camas sin hacer, abandonadas por los sirvientes inferiores durante la presentación de Tazey en el desayuno, y los ejes grisáceos de luz que se filtraban a través de las ventanas que daban sobre el amplio cuadrado de los patios de las cocinas. Anshebbeth se había aferrado desesperadamente a sus manos, con la cara como una calavera, falta de sueño, los ojos desesperados, abiertos, para suplicarle que no le dijera nada a nadie. Sería su perdición si el Rey lo descubría. Halcón de las Estrellas, sabiendo que había patrones de comportamiento que un aya real tenía que cumplir, había comprendido la verdad de tal afirmación. Pero le contestó que testificaría ante cualquiera, si ello era necesario, que Nanciormis no había abandonado el Palacio esa noche…

Miró al Comandante. Estaba arrodillado en el suelo frente al Rey, con la gracia de un tigre; a pesar de su tamaño, todos los gestos que hacía refulgían de belleza y poder. Por ese hombre, la pobre Anshebbeth estaba arriesgando no solamente su reputación —y la reputación no era cosa menor en una comunidad tan pequeña y unida— sino también su posición, la reputación de Tazey, su amistad con la persona que más quería y sus propios sueños sin esperanza de compartir la magia de Kaletha; y por todo agradecimiento, Nanciormis yacía con ella con la misma despreocupación e indiferencia con que lo hacía con las lavanderas, y se burlaba de ella a sus espaldas.

Halcón de las Estrellas sabía que no era asunto suyo, pero era consciente de un fuerte deseo interior de ver al Comandante presa de alguna enfermedad de la piel que lo desfigurara durante unas cuantas semanas.

Siguió hablando en voz baja:

—Lo que pasa, demonios, es que maldita la gracia si el culpable fuera Nanciormis, u Osgard… o cualquier otro.

Lobo del Sol asintió. El viento giró y arrojó una bocanada de polvo sobre las oscuras manchas de sangre que brillaban entre las huellas. Egaldus y dos de los guardaespaldas de Incarsyn salieron de detrás de las rocas, llevando algo envuelto en una manta. Uno de los caballos relinchó y se espantó. Los buitres volaban en círculo, curiosos pero extrañamente altos.

Como el chirrido duro y desgarrador del metal, la voz de Lobo del Sol continuó:

—Yo tuve una sensación especial con la muerte de Nexué, y ahora estoy seguro. No sé qué mató a estos pobres infelices, Halcón, pero fuera lo que fuese, no era humano. Creo que ha llegado el momento de tener una pequeña conversación con Kaletha.

—¡No tenéis ningún derecho a interrogarme sobre mi poder! —Kaletha casi escupió las palabras, como un gato furioso. En las sombras cuadriculadas de la pequeña cámara que quedaba justo encima del Dormitorio de Mujeres, la cara de la Bruja Blanca era como una máscara clara que flotaba sobre los pesados pliegues oscuros del vestido.

—¡Al infierno con los derechos, mujer! Han matado a dos hombres y a una mujer, si no me equivoco. Vos sois maga…

—¿Y me acusáis sencillamente porque no encontráis huellas del asesino?

El ojo de Lobo del Sol aguzó.

—No estoy acusando a nadie. Pero vos tenéis libros de magia que podrían ayudarnos…

—¡Ya estamos! —Las palabras salieron como una trompeta de risa amarga—. Ya sabía yo que ahí queríais ir a parar. Utilizaríais cualquier excusa para poner vuestras manos sobre esos libros, ¿no es cierto? Sois ambicioso, como Egaldus, pero sin su disciplina y respeto.

Lobo del Sol contuvo su rabia con esfuerzo, pero la voz áspera pareció de pronto casi aguda.

—Me importa un carajo si vuestra forma de seguir manteniendo el control sobre vuestros discípulos es negarles el conocimiento…

—¡El control no tiene nada que ver con esto! ¡Yo comparto mis conocimientos!

Él hizo caso omiso de la provocación; siguió adelante, inexorable.

—… pero en este momento necesitamos saber qué mató a esos hombres, qué pudo haberlos matado. Vos sois la maga de estas tierras. Yo sé que hay demonios en Benshar. Podría haber otras criaturas en el desierto, criaturas de las que no sabemos nada…

Kaletha hizo un gesto burlón.

—¿Quién os contó ese viejo cuento? ¿Ese chismoso de Nanciormis?

—¡Los he visto, diablos!

—Más mentiras —replicó ella, la voz fría—. Nadie ha visto eso que llaman demonios… y a pesar de todas las supersticiones que hay sobre ellos, jamás hicieron daño a nadie. Son cuentos para hacer que los niños se porten bien, y una buena excusa de los hombres para castigar a las mujeres que se meten donde no las llaman. Pero la magia es producto de la mente humana, purificada por el autosacrificio y la razón…

—Si es solamente producto de la mente humana —dijo Lobo—, entonces tiene que ser más sucia que una letrina.

—No uséis ese lenguaje conmigo.

—¿Es que no lo entendéis? —Lobo del Sol dio un paso hacia ella y la mujer retrocedió frente a él con el odio y el resentimiento marcados en cada línea rígida de su cuerpo. A través de la ventana abierta que daba sobre los jardines de las cocinas, se oía el arrullo de las palomas y la charla suave de las mujeres que caminaban por los polvorientos plantíos de hierbas aromáticas. El humo de los hornos, que ya calentaban la cena de la noche, se alejaba como un olor ácido de batallas lejanas siguiendo el cambio del viento—. La magia nace en nosotros porque somos hijos de la tierra. Nosotros no la producimos. Su presencia no nos hace mejores, ni peores, ni más santos. La magia puede ser tan pura y verdadera como un hombre que dé la vida por gente a la que no conoce (que los antepasados ayuden al pobre payaso) o tan sucia y malvada como las cosas que se dicen los amantes unos a otros cuando se cansan del amor.

—¡Eso es otra mentira! —Las trenzas rojo oscuro giraron golpeando sus mejillas siguiendo el movimiento brusco de su cabeza.

—¿Cómo podéis saberlo? —le preguntó él—. ¿Qué creéis que es la Gran Prueba? ¿Para qué pensáis que sirve? Rompe la cáscara que hacemos crecer sobre nuestras almas porque no toleramos lo que vemos en el fondo. Nos hace ver y comprender.

—Tal vez eso sea verdad en vuestra magia, que la Madre os ayude —dijo Kaletha con la voz temblorosa—, pero no en la mía. No os hagáis el sabio conmigo, no os crezcáis porque penséis que algún rito bárbaro de iniciación pueda daros todo lo que deseáis. Ya veis que ese rito no fue suficiente. No tenéis ni sabiduría ni pureza, cada palabra que decís me reafirma en la convicción de que ni siquiera debería permitiros tocar los libros de poder que tengo bajo mi custodia.

—¿Quién los puso bajo vuestra custodia?

—¡El destino! —le espetó Kaletha, la voz como un látigo. Se alejó de él caminando en diagonal a través de la pequeña habitación, escasamente amueblada con la cama virginal en un nicho y el atril de lectura junto a la ventana abierta. Al llegar a este último, en la franja oblicua de luz amarilla, se dio la vuelta apasionadamente—. Son míos. —El brillo de la intensidad de sus sentimientos se sentía casi físicamente desde donde él estaba—. La magia por poco muere en los cien años de tiranía y represión de Altiokis. Está sucia y manchada de supersticiones por haber sido manoseada por hombres como vos, que no ven en ella más que un instrumento para calmar sus apetitos y deseos.

Con mucha calma, Lobo respondió:

—Sois rápida para decir qué clase de hombre soy y lo que quiero.

—Mi poder me ha hecho rápida. —El desprecio se reflejaba en su voz—. Y es mi destino enseñar magia, volver a enseñarla entre los puros, los que pueden defenderla.

—¿Como Egaldus?

El aliento de Kaletha se detuvo, le temblaron las aletas de la nariz y cerró los labios como si los sellara. Durante un momento no se oyó otra cosa que el siseo de su aliento en la habitación. Hasta el paso de la gente en el jardín se había detenido.

Él siguió hablando:

—Aclaro que no me importa si os acostáis con él en el ala abandonada. Maldita sea, no me importaría que lo hicierais en el Salón a la hora del desayuno. Pero no tratéis de decirme quién soy. No me despreciéis por amar a Halcón o a Halcón por amarme a mí.

Ella contestó, muy rígida:

—No es lo mismo. Vuestro amor por ella está fundado en la carne y os rebaja a ambos. Pero mi amor por Egaldus nació primero de nuestra pureza, de su admiración y respeto. Solamente después… floreció. Aunque no espero que vos o ningún otro comprenda que es diferente de los amores de otra gente.

—Así que vuestro amor es como los demonios —dijo Lobo del Sol con suavidad—, los demonios que yo veo y vos no. Necesito consultar esos libros, Kaletha.

—No. —La voz de la Bruja Blanca era lisa como arcilla cocida.

Él fue hasta la ventana, para detenerse cerca de la mujer, en el rectángulo de luz.

—¿No lo entendéis? —insistió, la voz tranquila ahora, sin rabia. Miró a los hermosos ojos azules, duros de desconfianza bajo las pestañas canela—. Si el asesino es un… un ser… un fantasma o un diablo… —El labio de ella se curvó despectivo—. Tal vez esos libros lo mencionen, cómo rastrearlo, cómo pelear contra él…

—Eso es algo que sólo alguien como vos puede creer —replicó ella—. Los libros contienen las supersticiones comunes, las interpretaciones que hacen los ignorantes de las verdaderas fuentes de la magia.

—De acuerdo —dijo él—. Si el asesino es alguien que emplea la magia, por lo menos podríamos seguirle el rastro, a él o a ella, si es mujer. ¿Dónde conseguisteis los libros, Kaletha? ¿Quién los escribió? ¿Qué otro mago os dio vuestro conocimiento? Podéis usar vuestro poder para encontrar al culpable.

—¿Creéis que no he pensado en ello? —Ella giró, alejándose de él, con el desprecio grabado en su voz. Empezó a caminar de un lado a otro de la habitación, un águila inquieta y roja enjaulada en una angosta pieza—. ¿Pensáis que solamente porque no soy soldado como vuestra preciosa amante no tengo cerebro? Sí, voy a usar mi poder para encontrar al culpable… mi poder, vuestro poder, el de Egaldus, los poderes latentes escondidos muy adentro en las almas de Luatha y Pradbornm, Shebbeth y Shelaina. Vos, con toda vuestra sabiduría —la palabra rodó con sorna por sus labios—, ¿no habéis comprendido cuál es el mejor medio para encontrar al culpable? Voy a preguntárselo el Obispo Galdron.

Lobo del Sol la miró con sobresalto, impresionado y frío como si ella hubiera desenvainado una daga de hielo y se la hubiera metido en el corazón. Durante un momento, no pudo pensar en nada. En el silencio, oyó el sonido leve de las botas de Halcón de las Estrellas en el camino de baldosas que había fuera, y su voz haciendo una pregunta a Anshebbeth. Después, le llegó la respuesta del aya.

Finalmente murmuró:

—Galdron está muerto.

La nariz de Kaletha se ensanchó un poco ante lo obvio de la afirmación. Pero se limitó a responder:

—Él y Milkom murieron ayer noche, hace unas horas, antes del amanecer. Todavía no ha pasado un ciclo solar completo. Cuando llamemos a su espíritu, contestará.

—Eso es nigromancia. —El horror que sentía Lobo iba más allá de sus recuerdos de infancia, los recuerdos del chamán de la aldea haciendo sus conjuros malolientes con los fétidos restos de las manos y las orejas, más allá del pensamiento consciente.

Kaletha repuso con calma.

—Así lo han llamado, sí.

—Me decís que yo soy un mal mago —dijo Lobo, aterrado ante la posibilidad de que Kaletha considerara siquiera una cosa como aquélla—, y después me decís con absoluta sangre fría que vais a conjurar a los espíritus de los muertos…

—Al espíritu del Obispo de Pardle —le corrigió ella—. No es lo mismo. Y voy a conjurarlo porque, a pesar de su hipocresía con respecto a la magia, era puro de mente y de cuerpo. No tenemos nada que temer del contacto con los espíritus de los puros.

La voz de Lobo del Sol sonó más áspera que nunca.

—Los muertos son los muertos.

Los labios de ella se torcieron como los de un aya ante la insistencia de un niño tonto.

—Hubiera debido esperar algo así de un bárbaro. Miedo supersticioso de los muertos, como esos «demonios» que decís haber visto…

—¿Podéis dejar de llamarme bárbaro? —Lobo del Sol respiró hondo—. Sí, soy un bárbaro y sí, tengo miedo de los muertos y sí, tengo miedo de los demonios y por muy buenas razones. Son cosas con las que no se puede jugar.

—Solamente si vuestra magia es impura —respondió Kaletha con voz tranquila—. Hacéis bien en tener miedo, Lobo del Sol: demuestra que sois prudente. Pero os aseguro que se ha hecho antes, y sin problemas, os aseguro que se ha hecho hasta por rutina. Hombres como vos no pueden comprenderlo. Se asustaron y odiaron por eso. Mataron a las que tenían el poder de hacerlo. Pero los que entendían lo que hacían no sufrieron daño alguno. Ya lo veréis esta noche cuando hagamos el conjuro.

—Yo no pienso ver nada, señora. —Lobo del Sol dio un paso hacia atrás, lleno de un miedo y un asco que no le había provocado nunca toda una vida de derramamiento de sangre.

—¡No seáis estúpido! —rugió Kaletha. Rojos destellos titilaron en sus cejas cuando las unió en un gesto de enojo—. Necesito todo el poder que pueda reunir. Tenemos que ser siete.

—Buscad a vuestro séptimo en otra parte. Y si no lo encontráis, mejor todavía.

—¿Ahora quién está obstruyendo el descubrimiento del asesino?

—No lo sé. —Lobo del Sol retrocedió hacia la puerta. Tenía miedo y no le importaba que ella pensara que tenía miedo de ella—. Pero si conseguís suficiente poder para llamar a los espíritus de los muertos, tal vez lo que encontréis no sea el asesino.

Más tarde, cuando subió a la biblioteca, Lobo del Sol se preguntó qué le producía aquel horror inenarrable cuando pensaba en conjurar a los muertos. Yirth de Mandrigyn le había aconsejado que nunca lo intentara… lo cual había sido innecesario, ya que entre los hechizos y encantamientos que le había mostrado no había ninguna forma de hacerlo. Lobo veía todavía su rostro duro, enjuto, con los ojos fríos color jade y la marca de nacimiento que lo deformaba como un hilo de suciedad sobre la boca y el mentón. Con la voz baja y suave como una flauta de palosanto, había dicho: En cuanto a conjurar a los muertos, dicen que la bondad de la intención de los que conjuran no tiene importancia, que de un acto así no puede surgir más que mal.

Por detrás de ese recuerdo, nadaban las imágenes de su infancia: el chamán de su aldea en el norte amargo, Muchas Voces, yaciendo junto al Círculo de Huesos para conjurar los espíritus de los antepasados. E incluso entonces se le había erizado el vello de la nuca por miedo a ver el brillo de unas pupilas refulgiendo otra vez en las cuencas de aquellas calaveras manchadas de humo.

Claro que no había sucedido nada de eso. Muchas Voces era un charlatán desde todo punto de vista, pero era lo mejor que tenía la aldea por aquel entonces. El hombrecillo había mostrado síntomas de que llegaría a vivir hasta una edad avanzada… así que tal vez seguiría allí.

Por lo menos, pensó Lobo del Sol mientras entraba a la primera de las tranquilas y sombreadas habitaciones del solar, con los postigos totalmente cerrados, e hileras de libros oscuros durmiendo en la penumbra, Muchas Voces no hizo daño a nadie. Había hecho conjuros contra las tormentas que inundaban la aldea regularmente, maldecido a las vacas que siguieron comiéndose los brotes de las praderas, que se extendían como profundos embalses de verde en las frías colinas, había guardado celosamente los secretos de su ignorancia, y nunca había prometido hacer algo de crítica importancia. Kaletha…

Lobo del Sol frunció el ceño en la penumbra de la habitación. Kaletha…

Esos libros salieron de alguna parte, pensó. Si los magos tenían tan mala reputación en Benshar, no sería sorprendente que, dejando de lado a Altiokis, algún mago anterior hubiera callado su poder, fuera un hombre o una mujer. Incluso ahora, los demás discípulos de ese mago podían estar en otros países.

¿Para ayudar?, se preguntó. ¿O es uno de ellos el que buscamos, mientras nos envía su magia desde lejos? O… ¿o qué?

Recordó los demonios de Benshar, el brillo blanco azulado de la luz esquelética, y la sensación de terror, de peligro. ¿Peligro de qué? Nadie había oído decir que los demonios pudieran hacerle daño a un hombre, y Milkom y el Obispo habían quedado literalmente despedazados.

Sin mucha esperanza de encontrar nada, empezó a caminar por entre armarios sin puertas de roble ennegrecido, mirando los libros que había en su interior. Por la línea de los muebles supuso que la habitación había sido la biblioteca y el archivo originales de la Fortaleza. La cámara que quedaba más allá, con las ventanas amplias que daban al sur, sobre el desierto, había sido la sala de los calígrafos, saltaba a la vista. En aquella época, los libros debían de haber sido en su mayoría libros de contabilidad, de pagos e informes de capataces, apilados en horizontal en armarios cerrados con llave. Lobo del Sol vio los agujeros en los armarios allí donde esas puertas habían sido quitadas, y las marcas que señalaban que la altura de los estantes había sido variada para poner los libros de pie según la nueva moda; vio los sitios en los que se habían agregado estantes para acomodar las nuevas adquisiciones a lo largo de los años, aquí y allá en la sala de los calígrafos primero, y después en la pequeña habitación de la izquierda. En ese lugar había libros nuevos y viejos: tomos enormes de tapas amarillentas, que olían a polvo y lanolina, sus hojas crujientes salpicadas de mayúsculas iluminadas, y densos volúmenes impresos en las nuevas prensas como las que tenían las universidades de Kwest Mralwe y la Península de Gwarl.

Tomó uno de los libros viejos del estante y abrió las cubiertas gastadas y sucias. Era un tratado sobre las interrelaciones divinas entre los Tres Dioses, un tratado larguísimo en el dialecto extraño e intrincado de los reinos de las estepas del este, más allá de las Montañas Tchard. Un poco más adelante encontró un romance en el viejo estilo florido del Megántico. Lobo del Sol sabía leer casi todas las variaciones del viejo lenguaje de Gwenth, aunque solamente escribía en la torpe grafía del norte y en las runas de la lengua de su infancia. Volvió a poner el romance en su lugar, después de echar un vistazo crítico a las páginas:

Tan horrible era el rostro de la criatura

que Witnessa se desvaneció y Grovand lo sostuvo

entre sus brazos y, a pesar del peligro del monstruo que saltaba sobre ellos, se perdió en la belleza

de sus hermosos rizos que yacían como un río de oro tejido

sobre su pecho de enamorado, y se perdió en los labios de ella,

pálidos como conchas marinas en la luz brillante de su rostro…

Yo habría omitido todas esas tonterías, eso de los rizos de oro tejido y demás, pensó Lobo del Sol con amarga ironía, y siguió adelante.

Trató de imaginarse a Halcón de las Estrellas desmayándose en sus brazos al ver a un monstruo saltar sobre ambos, cualquiera que fuese el rostro de la criatura. No. Ella probablemente habría tomado una escoba y habría partido al monstruo en dos antes de que Lobo del Sol atinara siquiera a sacar la espada.

Tomó un pequeño volumen de cubiertas negras de la mesa y lo encontró escrito en una lengua desconocida para él: hasta las letras eran diferentes de las del alfabeto de Gwenth.

—Eso está en shirdano.

Lobo del Sol se volvió con rapidez y vio a Jeryn apoyado en el umbral de la pequeña habitación de la izquierda. Trató de recordar la última vez que había visto al muchacho, una mirada apenas, el chico sentado a la Mesa Alta, esa mañana a la hora del desayuno, cuando había ido a notificar la muerte de Milkom y del Obispo.

—Los shirdar nunca formaron parte del Imperio, así que nunca escribieron como el resto de los pueblos. La gente habla de ellos como si fueran bárbaros, pero no lo son, ¿sabéis?

El muchacho aguardaba vacilante en el umbral, con un libro gordo bajo su delgado brazo, como si no estuviera seguro de ser bienvenido.

Lobo del Sol cerró el libro que estaba hojeando.

—Sí, lo sé —dijo. Miró los oscuros estantes de silencioso conocimiento a su alrededor—. Son de todos los rincones del mundo, ¿no es cierto?

Jeryn asintió, los ojos oscuros abiertos en la cara afilada, puntiaguda, sobre el volante de encaje blanco.

—No sabía que supieses leer, Jefe.

—Bueno, la gente también me llama bárbaro.

El muchacho sonrió, un poco avergonzado, y bajó la cabeza.

Lobo del Sol se reclinó contra una esquina de los armarios y agitó el volumen con sus manos grandes, lastimadas.

—¿Conoces bien los libros de este lugar?

Jeryn se encogió de hombros.

—Bastante bien. —Ahora estaba cómodo de nuevo. Se acercó y tomó un taburete alto de un escritorio para subir y poner en su lugar el enorme libro que llevaba. Evidentemente pertenecía a aquel estante—. Puedo leer casi todos los que hay aquí, aunque algunos son muy difíciles… la letra es muy pequeña y hablan de cosas que no entiendo. Pero éste es uno de los buenos —agregó, mostrándole el volumen antes de deslizarlo de nuevo a su lugar—. Es sobre rocas y joyas y cómo fundir el oro. ¿Sabíais que, en lugar de romper la roca de plata con martillos, se podría construir una máquina para ello, y hacerla funcionar con una noria y una mula?

—Y pensar que quieren desperdiciar tu cerebro convirtiéndote en un estúpido guerrero. —Lobo suspiró—. ¿Hay algún otro lugar en la Fortaleza donde alguien pudiera esconder libros?

El muchacho pensó durante un instante, después meneó la cabeza.

—No lo sé. En las habitaciones, supongo. ¿Cuántos libros?

Lobo del Sol miró el estante que tenía a su lado. El más pequeño de los volúmenes habría podido esconderse bajo su brazo, los más grandes eran más largos que todo su antebrazo. Había dado un rápido vistazo a la habitación de Kaletha, una celda casi tan desnuda como la de una monja.

—No lo sé.

—Supongo que podemos averiguarlo. —Jeryn bajó del taburete y tiró de los calcetines altos y negros que se le habían enroscado alrededor de los tobillos. Lobo del Sol pensó que ésa era la hora en que el chico debería haber estado practicando la espada, pero no lo dijo. Ya no era su maestro, así que no era asunto suyo. Además, por lo que había visto de las enseñanzas de Nanciormis, suponía que el muchacho estaba mucho mejor como estaba. Como no tenía talento para tratar con niños, Lobo trataba a Jeryn como si fuese un adulto… en este caso un adulto que conocía las bibliotecas de la Fortaleza.

—Aquí tienen un registro de los libros. —El muchacho lo llevó hasta la pequeña cámara de la que él había salido: sombría, cerrada, con olor a papel, tinta y al polvo de las tormentas acumulado sobre el granito grueso de la ventana y alrededor de las juntas de los postigos—. Lo anotan todo. Tienen que hacerlo —agregó, sacando un libro del estante y mirando a Lobo del Sol—; si no se anota todo, no se puede saber si algo desaparece.

Lobo del Sol sonrió.

—Deberías tratar de controlar una tropa de mercenarios en pleno invierno si quieres ejercitarte en anotar cosas para que no desaparezcan. —Dejó en una esquina de la mesa el libro que llevaba mientras Jeryn abría el suyo, y después se inclinó a mirar por sobre el hombro del muchacho—. Buscamos libros de magia… libros de poder. No sé de dónde vinieron, ni cuántos eran, ni cuándo llegaron, pero debe de haber sido hace un par de años por lo menos, tal vez más. Existen, de eso estoy seguro, y creo que Kaletha les puso las manos encima y se los llevó a alguna parte.

—¿Al ala abandonada? —sugirió Jeryn al punto, mientras ponía un delicado dedo sobre las largas columnas de letras amontonadas para no perder el lugar.

—Yo habría pensado lo mismo —repuso Lobo, después de un momento—, pero la mayoría de esos edificios no tienen protección. Los que tienen techo se están derrumbando con rapidez. Y la gente entra allí a veces, buscando pollos perdidos o un lugar tranquilo para fornicar… —«Demonios», pensó un segundo más tarde, cuando los ojos oscuros de Jeryn lo miraron y después se desviaron, de repente otra vez los ojos de un chiquillo asustado al oír hablar así a una persona mayor—. No creo que se arriesgara.

—Allí hay sótanos —dijo Jeryn después de un momento—. Algunos están tallados en la roca misma. Antes guardaban el grano y otras cosas durante la estación de las tormentas, cuando esto era la Fortaleza y estaban permanentemente sitiados. En su mayoría están muy sucios —agregó con fastidio, y siguió leyendo las apretadas columnas de letra manuscrita que tenía delante.

—¿El Libro Negro de Benshar? —Lobo del Sol entrecerró el ojo para descifrar la desconocida grafía—. Suena prometedor.

—Lo llaman así pero porque tiene la cubierta negra —le informó Jeryn—. Es un libro grande, con los árboles genealógicos de la Antigua Casa de Benshar, uno de los libros que trajo mamá como parte de la dote. Aquí dice: «Escrito en Shirdano.»

—Bueno, entonces no nos va a servir de mucho.

—Yo leo el shirdano —dijo Jeryn—. Kaletha me enseñó, antes de que se volviera bruja y se pusiera a enseñar magia. Después me ayudaron algunos de los escribas. Ese libro de ahí… —Señaló el pequeño volumen con cubierta negra que Lobo del Sol había dejado sobre la mesa, ruinoso y viejísimo, con las páginas casi deshechas, las letras oblicuas, flotantes, la tinta casi borrada—. Empieza… —Lo abrió, estudió la primera página por un momento y después explicó—: Los shirdar hacen los libros al revés. Éste dice Tratado sobre el uso del cactus y… y… —Buscó la palabra y después dijo—: Ésta no la conozco. Cactus y algo, y después dice en cuanto a la Curación.

—Probablemente aloe —adivinó Lobo del Sol, mirando al muchacho con admiración—. ¿Tu padre tiene conocimiento de que sabes leer esto?

Jeryn se quedó callado ante la mera mención de su padre. Después de un largo momento, contestó:

—No lo creo. Se lo comenté una vez y me… me respondió que no debía perder el tiempo.

Lobo del Sol iba a decir Un hombre que se pasa doce horas al día bañándose en brandy tiene todo el derecho a hablar sobre perder el tiempo, pero cerró la boca. El muchacho ya tenía bastantes problemas sin que le recordaran lo que para él era una vergüenza tan grande como su pasión por los libros parecía serlo para su padre. En lugar de eso, simplemente señaló:

—Bueno, yo te aseguro que no es una pérdida de tiempo… no para un Rey que va a tener que vérselas con los shirdar toda su vida. ¿Esto formaba parte de la dote de tu madre?

—Eso creo —dijo Jeryn, dando vueltas al librito entre las manos—. Trajo muchos libros, y algunos eran muy viejos.

Lobo del Sol recorrió de un vistazo la lista que tenía ante sí.

—Éste no está anotado, al menos entre las cosas de tu madre.

—Qué extraño —contestó Jeryn—. Yo creía que todos los libros en shirdano eran de mi madre. De hecho estoy seguro, porque no dice en ningún otro lugar que haya libros en ese idioma.

—Así que sí hay libros que no fueron anotados. —Lobo del Sol sopesó el libro sobre hierbas con la mano mientras recordaba algo que le había confiado Halcón de las Estrellas, algo que ésta había oído de labios de Tazey, y una idea se fue formando en su mente—. ¿Dónde están los demás libros en shirdano?

Jeryn se apresuró a volver a la sala contigua, y se dirigió a uno de los armarios que todavía conservaba sus puertas. Dijo mientras las abría:

—Los tienen todos juntos porque nadie sabe leerlos, excepto un par de escribientes.

Algunos eran nuevos, otros viejos y sucios, las cubiertas de cuero ennegrecidas de humo y polvo y la marca grasienta de los dedos convertida en arcilla hacía ya mucho. Lobo del Sol los contó; eran veinticinco.

—Y solamente había diecisiete en la lista de la dote de tu madre. —Se volvió hacia el muchacho, el único ojo brillando en la luz turbia del sol de fines de la tarde, que pasaba a través de los postigos entreabiertos. Levantó la mano, tomó uno de los más viejos y lo puso de pie sobre el borde del estante para que el chico lo viera.

El Libro del Cirujano —leyó Jeryn con dificultad en los símbolos llenos de volutas casi borradas por el tiempo—. Hey, mirad, un esqueleto —agregó sorprendido abriendo unas hojas.

—Y no muy bueno, por cierto —agregó Lobo del Sol, contemplándolo por encima del hombro del muchacho—. Este codo se dobla para el otro lado… mira. Tampoco recuerdo haberlo visto en la lista.

Jeryn meneó la cabeza, con curiosidad y sorpresa.

—¿Hay un inventario de las cosas que estaban aquí cuando tomaron la Fortaleza durante la rebelión?

—Debería haber uno —dijo Jeryn lentamente—. Quiero decir, si yo fuera un capitán rebelde y tomara una fortaleza enemiga, me gustaría tener una lista de las cosas que encuentro para saber cómo usarlas contra el enemigo.

Para cuando la localizaron, el sol había desaparecido hacía ya mucho tras las montañas; las tres habitaciones, silenciosas, con olor a polvo, estaban oscuras como boca de lobo y ambos exploradores se habían ensuciado de pies a cabeza con la mugre revuelta de los tiempos. Lobo del Sol era consciente, de una forma casi objetiva, de que estaba cansado y tenía hambre. En el furor que había seguido a las muertes de Milkom y el Obispo, Osgard no había tenido tiempo de ordenar que echaran a Lobo de la Fortaleza, pero de todos modos, el desterrado se había saltado el desayuno y no creía que la bienvenida aguantara hasta la cena… siempre que quedara algo para cuando él y Jeryn llegaran al Salón. Pero todo el cansancio desapareció bajo una excitación intelectual desacostumbrada para él cuando los dos se sentaron con las piernas cruzadas sobre el suelo sembrado de libros, rodeados por un charco blanco azulado de luz mágica que iluminaba las páginas quebradizas de un viejo legajo apoyado sobre las rodillas de Lobo del Sol.

—Aquí está. —La mano del Jefe dibujó sombras de color cobalto sobre la página medio desvaída cuando la señaló—. Treinta volúmenes de cuentas, seis cueros para hacer cubiertas y cuarenta para arreglos, tinta seca… frascos de tinta… veintiséis Libros de las Brujas de Benshar… Sí. Estaba seguro de esto desde que Kaletha habló de conjurar a los muertos.

—Veintiséis —dijo Jeryn, la manita liviana apoyada sobre el hombro de Lobo del Sol, mientras miraba por encima del brazo musculoso la página—. Y si mi madre trajo diecisiete —agregó—, y ahora hay veinticinco…

—Quiere decir que en algún lugar de la Fortaleza hay dieciocho libros —dijo Lobo del Sol, con la voz baja y el ojo único contemplando la oscuridad, pensativo— escritos por las Brujas de Benshar.