8

Durante todo aquel día y el siguiente, Lobo del Sol se escondió en el ala abandonada. Cuando se acostó, en el amanecer que siguió al descubrimiento del cuerpo de Nexué, lo hizo con cierta inquietud y desconfianza, pero durmió sin sueños en uno de los dormitorios que todavía conservaba el techo. Se tomó el tiempo necesario para garabatear el Círculo de Luz y el Círculo de Oscuridad en el polvo a su alrededor, sin saber si aquello serviría de algo contra un peligro sobrenatural, y sin saber de qué peligro se trataba. No era más que una precaución, una posibilidad, como el no dejar huellas. Cuando se despertó con el sol del mediodía brillando a través de los agujeros del tejado, del cual, a lo largo de los años las tormentas habían volado algunas tejas, vio cómo una araña-camello del tamaño de su mano abierta caminaba con decisión a través de las curvas del suelo irregular y polvoriento. La araña se detuvo frente al círculo exterior, después lo evitó como si de charco de agua se tratase.

Durante el día, Lobo del Sol se quedaba puertas adentro y a cubierto. Demasiadas ventanas y aberturas de la Fortaleza daban al laberinto de aquellas paredes en decadencia. En su corazón, Lobo del Sol no creía en la amenaza de Osgard de hacerlo crucificar si volvía a asomar las narices por Tandieras… pero ése era el Osgard cuerdo.

Alguien había cortado a Nexué en pedazos, y Lobo del Sol no pensaba cometer el error de pensar que lo único que podía llegar a hacer el Rey cuando estaba furioso era gritar como un borracho cualquiera.

Cuando cayó la oscuridad, salió de los pocos edificios que aún conservaban su tejado y buscó huellas. Incluso en un clima desértico como aquél, las estructuras de adobe se derrumbaban con mucha rapidez una vez que desaparecía su cubierta; el laberinto del ala abandonada tenía muchas paredes que no llegaban al metro de altura, y algunas celdas, dormitorios comunes y cámaras cuyos techos acababan de caerse y que todavía conservaban el aspecto de una habitación. Montones de arena, grava y tejas rotas yacían por todas partes, cubiertas de huellas: las marcas en forma de escalera que dejan las serpientes de cascabel; las ligerísimas huellas de lagartijas; las marcas livianas de los pájaros, como las viejas runas de los shirdar que había visto talladas sobre las piedras areniscas color manteca de todo Benshar. Las paredes de adobe tenían un metro y medio de ancho o más, y era fácil que un asesino humano hubiera corrido a lo largo de las paredes sin dejar señales en la arena. Pero no encontró ningún rastro del peso de un hombre sobre las paredes que rodeaban el taller manchado de sangre.

Como los zorros que dormían en sus agujeros durante el día, Lobo del Sol se arrastraba por el laberinto de sombras bajo la luz de la luna. En los patios de la zona norte percibió un rastro de magia, el olor inquietante de un hechizo en la oscuridad. Como cuando exploraba el terreno existente al pie de los muros de una ciudad enemiga, se arrastró cerca del suelo, poniéndose por debajo de la línea de visión de un hombre que estuviese de pie, aunque sabía que el color índigo de las sombras de terciopelo no serviría para ocultarlo a los ojos de los que nacieron magos. Siguió la magia como quien sigue un rastro de perfume. Extrañamente no sintió el peligro, pero un momento después vio un escorpión con la cola bien alta, que giró con rapidez para apartarse de su camino y salió corriendo en otra dirección. Recordó otra vez el silencio de los pájaros la noche en que él había encontrado las palomas muertas.

Se deslizó hacia delante con cuidado y, al asomarse por encima del borde de una pared decapitada, oyó gemir a una mujer.

El hombre y la mujer que se encontraban en la celda contigua yacían enlazados; la luz de la luna que entraba por el tejado roto iluminaba las piernas de ambos amantes de los muslos hacia abajo como una lámina de seda. En el lugar en que tocaba las ropas sobre la que estaban acostados, Lobo del Sol vio el brillo de un bordado de oro sobre tela negra tejida a mano, la sobretúnica decorada con las runas sagradas de los Trinitarios. En las sombras, su visión de mago descubrió la curva del pecho y el brazo del joven, blanco como el cuerpo de la mujer a la que abrazaba. El cabello dorado del hombre se mezclaba con los despeinados rizos de un rojo tostado de la mujer.

No era asunto suyo, Lobo lo sabía y retrocedió en medio del silencio absoluto con la experiencia de cientos de noches de exploración en terreno enemigo. Pero se le ocurrió preguntarse si, después de tanto hablar de pureza, Kaletha habría visto a Nexué espiándola en aquellos corredores.

Para Halcón de las Estrellas era una época interesante. Siempre había disfrutado del deporte de observar a la gente, siempre había sentido una gran satisfacción al ver a sus amigos comportarse exactamente como ellos mismos, para mal o para bien. Siempre lo había hecho, y nunca le había dado mucha popularidad, pero seguía haciéndolo. Ni sus hermanos, ni las novias de sus hermanos, ni las monjas del Convento de San Cherybi donde había crecido, ni los otros mercenarios de la tropa de Lobo del Sol se habían sentido particularmente cómodos bajo la mirada de aquellos ojos grises y calmos que no juzgaban. Tal vez era porque, como forastera, le divertía observar lo que estaba pasando y al mismo tiempo se preocupaba sinceramente por lo que veía.

Tras dos días de guardia silenciosa y de asistencia a las clases de Kaletha en los jardines de Pardle Sho, a veces tenía la impresión de estar junto a una aguada vigilando a los animales que bajaban a beber.

Tazey seguía en cama. Se limitaba a permanecer allí y mirar el techo, aunque de vez en cuando lloraba. A Halcón de las Estrellas le había costado poco dejar a su familia y entrar en el convento, pero todavía recordaba con terrible claridad la única noche larga que había pasado tratando de decidir si debía quedarse en paz entre las mujeres que había conocido desde siempre o seguir el sendero oscuro y violento de un hombre con el que había hablado solamente una vez, un hombre que había tocado un punto vital de los deseos y necesidades de su alma, deseos que, bien adentro y en su corazón, ella sabía que nunca volverían a apaciguarse. Su mayor miedo había sido transformarse en alguien que no desease ser, en alguien que ni siquiera hubiera querido conocer. Pero desde el momento en que supo que Lobo del Sol la admitiría entre su gente, había sentido que no había forma de volver atrás. O se iba con él, o sabría para siempre que no lo había hecho.

Ahora no sabía qué había detrás de la pared silenciosa que guardaba el futuro pero, fuera lo que fuese, su corazón sentía el dolor de la muchacha y su elección solitaria.

Ayudaría mucho, pensó con rabia impersonal, que la dejaran tranquila. Pero evidentemente no lo hacían. Vino el padre, sobrio, grave, el sudor oliendo al alcohol de la noche anterior en el calor denso de la mañana, y se dirigió a ella con dulzura, llamándola «mi niña». Tazey aceptó hacer lo que él le pedía, pero una vez a solas, lloró durante horas sin poder contenerse. También apareció el Obispo Galdron, y le habló en tonos melifluos y mesurados sobre los Nuevos Infiernos y las elecciones predestinadas. Halcón de las Estrellas, que se lo encontró en las escaleras cuando bajaba del balcón del Personal, le informó que si volvía a hablar con Tazey ella personalmente le cortaría la nariz con un cuchillo.

—Ese hombre es un hipócrita y un fanático —dijo Kaletha con desprecio, cruzando las manos bajo los rayos del sol que, filtrándose por la copa del árbol, le caían sobre la falda—. No puede creer que el uso de la magia signifique la condena del que lo ejerce para toda la eternidad, no sinceramente. Pero a pesar de eso, una amenaza violenta como la tuya, aunque no estés pensando en cumplirla, nos da mala imagen a todos.

Halcón de las Estrellas se encogió de hombros.

—Si yo fuera maga o quisiera serlo —repuso con voz tranquila—, posiblemente tendrías razón… suponiendo siempre que yo aceptara tu derecho a juzgarme por mi conducta.

Kaletha se sorprendió un poco, pero controló su primera reacción con rapidez e hizo lo posible por no demostrar sorpresa ante el hecho de que alguien de su grupo se negara a aceptar automáticamente sus opiniones. En sus momentos más humanos, pensó Halcón de las Estrellas, Kaletha tiene la gracia de darse cuenta de la soberbia que supondría el creer que nunca nadie puede llevarle la contraria. Alrededor de los discípulos se extendían los jardines públicos de Pardle Sho, somnolientos bajo el calor; los pocos cactos espinosos y piedras oscuras que daban gracia a aquel patio tan particular, le recordaron por alguna razón a Lobo.

Siguió hablando:

—Y sí que pensaba cumplirla. Tazey tiene que tomar su propia decisión en este tema. Tanto si decide volver la espalda a su padre y a un esposo potencial o echar a perder el resto de su vida fingiendo que la tormenta no existió, es asunto suyo. Y Galdron no tiene derecho a sacudirle el Infierno en las narices. Elija lo que elija, ya sufrirá bastante sin eso.

—Ese hombre es un patán… —empezó a decir Anshebbeth, levantando la vista de una meditación en la que con toda claridad no había estado concentrándose.

—No —le corrigió Kaletha—. Es muy refinado… y por eso es tan peligroso.

—Sus modales por lo menos lo hacen creíble —agregó Egaldus, pensativo. Estaba sentado en el banco de granito en sombras, junto a Kaletha; el banco apenas era lo bastante largo para alojar a dos personas con comodidad, pero Anshebbeth se había instalado en la punta bajo el pretexto de que necesitaba hablar con Kaletha, y se había puesto a meditar allí mismo en lugar de sentarse en otra parte. Eso la incluía automáticamente en cualquier conversación, y Halcón de las Estrellas, que la había visto encontrar razones para seguir a Kaletha desde donde habían estado sentados antes, supuso que no podrían quitársela de encima aunque cambiaran de asiento.

La cara del joven novicio se fijó en rasgos curiosamente adultos cuando continuó:

—Mi Señor el Obispo posee el don de tener siempre una respuesta plausible, siempre una posibilidad alternativa. Sabéis que vendrá a la Fortaleza esta noche con un plan para enviar a Tazey a un convento de monjas en las colinas de Farkash, en la costa. Desheredada, por supuesto. Pero también desterrada.

La cara de Kaletha se puso roja de furia.

—¡No puede hacer eso! ¡Y alejarla de toda posibilidad de que la enseñen no la hará menos maga!

—No —dijo Egaldus con sequedad. Se puso de pie; la luz del día iluminó espesas matas de cabello rubio formando un halo ligero brillante, alrededor de la cara—. Pero parece que ésa es la panacea de Galdron. —Los ojos azules miraron con gravedad los de la mujer que tenían enfrente y después el novicio suspiró—. Habla de hacer lo mismo conmigo.

Como si le hubieran cortado el cuello, el color de la Bruja Blanca desapareció de su rostro. Sin darse cuenta de lo que hacía, tendió su mano para tomar la de Egaldus.

El joven continuó.

—Supo lo de… —Miró a Halcón de las Estrellas mientras Anshebbeth los observaba con ojos devoradores y los demás discípulos, Pradborn Dyer, Luatha Welldig, Shelaina Clerk, meditaban o cantaban en voz muy baja en otros bancos del camino sombreado—. Que soy tu… discípulo —terminó—. Habla de enviarme a Dalwirin, o incluso a Kwest Mralwe.

Kaletha le contestó con la voz temblorosa, como mareada:

—Pero si él es tu mentor. Me dijiste que te considera uno de los novicios elegidos, su probable sucesor.

Egaldus asintió.

—Y por eso no puede perdonarme. No me perdona que después de haberme favorecido, osara encontrar la chispa dentro de mí y pedirte que la convirtieras en llama. Por eso tengo que aprenderlo todo antes de irme. Porque voy a quedarme solo.

La expresión de Kaletha cambió completamente al oír esas palabras. Halcón de las Estrellas lo sintió, casi como un enfriamiento físico del aire. Su mano se apartó de la del joven, y el cuerpo de la Bruja Blanca se acomodó apenas una fracción de centímetro, alejándose del de Egaldus sobre el banco. Egaldus también lo sintió. Los ojos azules tenían un brillo extraño y calculador cuando la miraba, la cabeza un poco inclinada hacia un costado. Con mucha suavidad, le preguntó:

—¿O es que piensas seguir quedándote con todo?

Luego se volvió y se alejó por el sendero.

Estaba ya a unos cinco o seis pasos cuando Kaletha se puso de pie.

—Egaldus…

—Kaletha… —El sentido de la oportunidad de Anshebbeth cuando se volvió y apoyó la mano sobre el brazo de la mujer más joven fue demasiado preciso para ser accidental. Egaldus dobló el recodo final del sendero. El sol de bronce parecía encender su sobretúnica bordada en llamaradas de oro y azul contra la arena del camino. Como si hubiera olvidado lo que acababa de suceder, Anshebbeth dijo:

—A mí me dejarán hablar con Tazey: tal vez si me dices qué debo decirle, o si me das alguna instrucción…

Con una voz que era veneno líquido, Kaletha dijo:

—Lamento decir que no creo que estés cualificada.

La boca de la mujer se puso tensa, violenta. Un rayo de sol que caía sobre su cara iluminó el repentino pliegue de las arrugas que bordeaban sus ojos hambrientos.

—Tal vez si me enseñaras tanto como a Egaldus…

—Egaldus nació mago.

—Dijiste que podías hacerme maga también —chirrió la voz aguda de Anshebbeth—. Dijiste que…

Kaletha le contestó con crueldad, aplastándola como a un bicho:

—Eso fue cuando mis enseñanzas… mis esfuerzos por despertar los poderes que yacen escondidos en toda mente humana… eran tu primera prioridad, Anshebbeth. Eso fue cuando estabas dispuesta a dedicarte a la pureza del cuerpo y al ejercicio de la mente. Y no estoy segura de que actualmente siga siendo así.

Anshebbeth todavía tenía una mano sobre el brazo de la maestra. Kaletha torció la muñeca para liberarse del roce posesivo de aquellos dedos largos y blancos y salió caminando detrás de Egaldus con las amplias ropas negras agitándose tras ella bajo el brillo del sol del otoño.

—Eso no me pareció justo.

Kaletha desvió la cara, y fingió mirar con atención uno de los patios menores cerca de la parte más baja de los jardines. Era un lugar bien cuidado, con un par de naranjos llenos de frutos en su centro. En el aire espeso, el olor de los árboles se mezclaba con el de las rosas que crecían en pequeños cráteres de tierra gris pardusca, la dureza sempiterna del polvo y el aroma tibio y pegajoso del puesto de dulces de canela al otro lado del sendero.

—Si no me persiguiera tanto, tal vez no la rechazaría continuamente.

Halcón de las Estrellas había alcanzado a Kaletha cuando aquélla se alejaba de los jardines para volver a sus tareas en la guardia. Anshebbeth todavía la estaba buscando más arriba. Halcón no sabía si había encontrado a Egaldus o no, pero supuso que el resultado sería más o menos el mismo. Apoyó el hombro contra la madera áspera y carcomida del árbol y observó el perfil blanco bajo las ondas de rojo cabello.

—Si la rechazaras definitivamente —señaló—, ya se habría ido.

—Tú no conoces a Shebbeth. —Kaletha seguía mirando los jardines; la luz dura hacía resaltar las arrugas de la delicada piel que rodeaba sus ojos. Sobre el amasijo de glicinas y vetustas paredes, las sombras habían empezado a cruzar la superficie del Monte Marian y a ennegrecer la cara este de la Roca Binnig—. Ella me eligió como mentora y maestra. Me eligió para que le dijera qué hacer y qué ser, y eso ocurrió cuando yo tenía solamente diecisiete años. Y la Madre sabe que ella necesitaba a alguien así. Era una simple provinciana de medio pelo que venía de Smelting con la suficiente nobleza shirdar en la sangre como para que sus parientes la mandaran a terminar su educación en los Reinos Medios y la hicieran sentirse insatisfecha con todo lo que tenía a su alrededor. Neurótica, quejosa, posesiva…

—Pero tú la conoces desde hace mucho.

Kaletha hizo una pausa. Los hermosos hombros se tensaron bajo la tela negra cuando le dio la espalda a la mirada sin emoción de Halcón de las Estrellas. Después suspiró, como si leyera en la voz sin inflexión de Halcón la observación muda de que, si ella hubiera querido realmente que Anshebbeth no volviera a molestarla, había tenido tiempo suficiente de decírselo. Parte de la rigidez de sus músculos desapareció con el suspiro.

—Lo sé. —Levantó la vista hacia los ojos de Halcón, la guardia bajada como si ya no fuera la persona que se esforzaba en ser frente a sus discípulas, pero aún vacilante, como un guerrero que no confiara del todo en el grito de «amigo»—. Y fui injusta… Pero… no sé.

—Bueno —dijo Halcón con sensatez—. Admito que cuando alguien anda todo el día con un cartel que dice: «Por favor, no me pegues», colgado en la espalda, la tentación de pegarle puede ser casi irresistible.

La Bruja Blanca empezó a endurecerse de nuevo con la negación indignada de cualquier sentimiento de tal calaña en sí misma, después vio el brillo de comprensión en los ojos serenos de aquel rostro tostado por el sol.

Halcón siguió hablando.

—Y el momento que eligió para decirlo no fue el mejor. —Se acercó y se sentó al otro lado del banco, mirando a Kaletha a través de la sombra caliente—. Pero eso tampoco me parece razón para ser cruel.

Kaletha suspiró de nuevo y asintió. Con un gesto extrañamente humano, después de su serenidad rígida, autocontenida, apretó los dedos contra los párpados, oscuros por la falta de sueño. Su rostro pareció repentinamente más viejo en su tesón por no admitir, incluso ante sí misma, que se sentía celosa y frustrada por la actitud del Rey, y que no podía controlar a los que la rodeaban.

—Tal vez sea lo mejor —contestó con hastío—. Que Egaldus se vaya, es decir, si es que se va. Tal vez lo dijo para… —Hizo una pausa, después cambió de idea y siguió hablando de otra cosa, el tono tranquilo como las aguas de un lago congelado—. Está… demasiado ansioso. Demasiado ansioso, como tu amigo, aunque claro está que él está mucho más avanzado que el capitán Lobo del Sol, y yo creo que posee más potencial porque tiene la mente más disciplinada. Pero de todos modos, es como si estuviera tratando de verter agua en un cántaro que no es lo suficientemente profundo. No me entiende cuando trato de explicarle que, si lo hace, parte del agua irá a parar al suelo.

«¿Piensas seguir quedándote con todo?», le había preguntado Egaldus. Halcón de las Estrellas se reclinó contra el árbol y recordó las palabras de Lobo del Sol sobre Kaletha y su poder. Contemplando aquella cara pálida, contenida, Halcón se preguntó de repente hasta qué punto el interés de Kaletha por enseñar a Tazey surgía del miedo de que una muchacha más joven que ella la sobrepasara en el control del poder. Un par de muchachas pasaron caminando junto a ellos, con un minero del brazo cada una, engalanadas con brillantes ropas de algodón y cuentas de vidrio, flores y hojas, trenzadas en el largo cabello.

Durante un momento, los labios de Kaletha se endurecieron en un gesto de reprobación y desprecio. Después, siguió hablando, todavía parapetada tras su pared de calma pedagógica, como si Egaldus fuera realmente el punto que estaban discutiendo.

—Lleva años preparar la mente, disciplinar el cuerpo. Yo lo sé. Estudié en silencio, en la oscuridad, durante años… —Se detuvo de nuevo y miró a Halcón de las Estrellas con rapidez, como si recordara de pronto lo cerca que estaba esa mujer de Lobo del Sol. Después, con amargura, se volvió por encima del banco y contempló el jardín seco, manteniendo sus secretos bien guardados entre las manos apretadas—. La magia viene de la mente, toda la magia —dijo después de un momento—. ¿Cómo puede haber poder donde hay suciedad y falta de disciplina? El poder exige estudio y pureza… —Se detuvo al pronunciar esa palabra.

—Sin mencionar —señaló Halcón de las Estrellas con suavidad— la Gran Prueba.

La sorpresa sacó a Kaletha de su molde de rigidez. Había genuina curiosidad en su voz cuando preguntó:

—¿El qué?

—¿Y nunca había oído hablar de ella?

Halcón de las Estrellas meneó la cabeza. Había bajado al ala abandonada apenas oscureció por completo. Era una noche inquieta, extraña, poblada de movimientos, de susurros secos y eléctricos en el viento. Lejos, en el desierto, Lobo del Sol sentía una tormenta, pero ésta iba hacia otro lado, y los pies de las colinas únicamente sufrirían los coletazos exteriores del remolino. La luna pendía sobre la negra joroba del Monte Morian como una moneda bien pulida.

La noche anterior, Halcón de las Estrellas no había ido a ver a Lobo, sabiendo que posiblemente la vigilaban. Antes de que se hubieran convertido en amantes, Lobo del Sol se había preguntado de vez en cuando por la calma contenida de su segunda al mando, siempre tranquila, la voz suave, capaz de la crueldad lógica de un animal. Se había entrenado con ella y habían peleado espada con espada demasiadas veces para no sospechar que ardía fuego bajo aquel hielo gris. Lo que lo había sorprendido era la vulnerabilidad de Halcón. Era bueno, mejor que cualquier cosa que hubiera conocido, no tener que esconder las necesidades y miedos de su propia alma detrás de un infranqueable muro de fortaleza cuando estaba con ella.

Se unieron en un silencio feroz en la celda que había sido de ambos, lo suficientemente cerca del Fuerte como para oír la música que llegaba desde el Salón.

Después, se quedaron quietos en la oscuridad, agotados, dándose calor mutuamente bajo las escasas mantas que Halcón de las Estrellas había traído junto con comida la noche anterior. Les bastaba tocar la piel del otro para sentir placer.

Cuando hablaron de nuevo había pasado casi la mitad de la noche.

—Me preguntó qué era —dijo Halcón de las Estrellas desde el hueco del hombro de Lobo, donde descansaba—. Se lo expliqué. Tengo la sensación de que pensaba hacerlo en secreto, para que nadie supiera que no lo había hecho antes. Pero cambió de idea cuando le conté cómo se hacía.

Lobo del Sol tembló. El veneno alucinatorio que podía hacer que florecieran los poderes de un mago mataba invariablemente a los que no habían nacido para la magia, y tal vez, pensó ahora, también a los más débiles entre los magos de nacimiento. El viejo que le había confiado eso a Halcón de las Estrellas, había hablado de prepararse para la Prueba. Y Lobo mismo había sobrevivido gracias a que tenía la fuerza física de un mercenario entrenado. El aullido agónico de la Prueba era lo que le había arruinado la voz para siempre. El recuerdo de ese dolor lo seguiría hasta la tumba. Sabía en las profundidades de su alma que si no le hubieran dado el veneno por otras razones, si hubiera sabido que había de tomarlo para lograr los poderes completos de un mago, nunca habría tenido el coraje de hacerlo.

Y eso porque él, como Tazey, nunca había querido ser mago.

—Tazey tendrá que pasarla.

El cabello de Halcón de las Estrellas, corto, rubio y suave como el de un bebé, se frotó contra el pecho de Lobo.

—Lo sé.

—Va a necesitar mucha enseñanza antes.

Ella asintió de nuevo.

—Ya sabes que el Obispo y Norbas Milkom vinieron a hablar con Osgard para convencerlo de que la mandara a un convento —dijo—. El Obispo porque teme por su alma, y Norbas Milkom porque creo que lo ve como una buena forma de impedir el matrimonio de la princesa con un señor shirdar y, tal vez más tarde, como quien no quiere la cosa, sugerirle que se case con uno de sus propios hijos.

—No lo harán. —La mano de Lobo del Sol acarició la piel del hombro de la mujer de un modo automático, pero sintiendo el placer de la sensación, seda rota por el delicado contrapunto de la vieja cicatriz de una cuchillada—. A Osgard le duele admitir que Tazey nació para la magia, que no es la perfecta princesita que siempre quiso. Galdron tendrá suerte si sale del palacio sin que lo azoten por mencionar el tema.

Pero evidentemente el Obispo se retiró sin azotes, porque tres horas después llegaba en silencio al pie de la escalera que conducía a la iluminada habitación de Tazey. La noche era cada vez más fría, la calidad eléctrica del aire se desvanecía a medida que la tormenta lejana moría sobre el desierto. La música había cesado en el Salón, pero la luz seguía ardiendo en el solar del Rey, y de vez en cuando, un sirviente de pasos leves entraba y salía por el arco que daba a la habitación de la princesa. Las cortinas eran anaranjadas y escarlatas, artesanías del desierto; con las luces de la habitación iluminándolas por detrás, temblaban como un arcoiris de fuego. Un reflejo de ese brumoso y lejano resplandor caía sobre la capa bordada del Obispo cuando se recogió la túnica, como las faldas de una mujer, miró subrepticiamente a su alrededor y empezó a subir las escaleras.

—Es un poco tarde para una visita, Galdron —dijo una voz, suave, tranquila, desde las sombras de la escalera.

El viejo se detuvo al borde de un ataque de apoplejía. A medio camino de las escaleras, una figura huesuda se desprendió de las sombras. La luz de la luna cayó sobre unos mechones de cabello corto color marfil, e iluminó una hoja de acero en un jubón verde de cuero como el que llevaban los guardias.

El Obispo tartamudeó:

—He oído que la Princesa duerme mal de noche, y pensé que si todavía estaba despierta, tal vez podría hablar con ella. —Pero igual que Halcón, mantenía la voz baja. Una palabra en voz alta en cualquier lugar entre la escalera y el portón que llevaba del patio al ala abandonada podía despertar a todos los que dormían en el Palacio.

—Probablemente no se referían a las tres de la mañana.

—Estuve hablando con el Rey —replicó el Obispo con dignidad—. Pensé…

—Pensasteis que podríais convencer a Tazey que desee lo que vos deseáis para ella… ¿Proporcionarle unas cuantas pesadillas escogidas para que medite antes de ver a su padre a la hora del desayuno?

—Si la conciencia culpable de bruja le produce pesadillas, fueran cuales fuesen —dijo Galdron sentenciosamente—, estarán bien empleadas si la salvan de la pesadilla eterna del Infierno haciendo que se arrepienta.

—¿Arrepentirse de qué? ¿De haber nacido así? ¿De haber salvado a cuatro personas de la muerte? Tenéis una hermosa voz, Galdron, probablemente podáis convencer a la gente de cualquier cosa. —La oscura figura empezó a bajar las escaleras hacia él, y hubo un brillo súbito de acero tocado por la luna de plata al aparecer una fina daga en una de las manos de Halcón—. Creo que resultará mucho menos persuasiva con esa nariz desgarrada hasta los huesos.

Galdron retrocedió por las escaleras con tanta rapidez que casi tropezó sobre el liviano satén de su túnica bordada. Tartamudeó:

—Voy a llamar a…

—¿A quién? —preguntó una voz rica y profunda desde las sombras del patio. El Obispo volvió la cabeza con irritación por encima del hombro. En las sombras brillaban unos ojos blancos en un rostro oscuro sobre la pálida mancha de un volante fruncido—. ¿A los guardias, y contarles que intentabais entrar en la habitación de Tazey cuando su padre os lo había prohibido? Os dije que era una idea estúpida. Volvamos a la ciudad.

Galdron vaciló por un momento. A la luz de la luna, Halcón de las Estrellas vio su cara contraída de frustración.

Después, el Obispo levantó la cabeza, la blanca barba como hilos de armiño sobre la piel oscura del cuello de su capa.

—No creáis que me doy por vencido —dijo, con la voz todavía baja—. El alma de esa niña está en peligro. Se lo dije al padre, aunque… —Dudó y echó una mirada a Norbas Milkom, que se había materializado junto a él en las sombras. Se corrigió— aunque su padre no me cree. Hay demasiadas brujas y demasiadas brujerías en este Palacio. Hay que sacar a esa muchacha de aquí pronto o todos sufriremos por su causa.

Y se volvió, desvaneciéndose en la noche. Riendo entre dientes, Halcón de las Estrellas deslizó el cuchillo de vuelta en su bota y subió las escaleras.

A la mañana siguiente, dijeron que Tazey ya estaba lo bastante restablecida para bajar a desayunar al Salón.

Sentada en su lugar de siempre, a la mesa de Kaletha, Halcón de las Estrellas observó a la muchacha con preocupación mientras su padre y su tío la conducían hasta la mesa.

A pesar del cabello rubio ceniza, artificialmente rizado, los hombros anchos, rectos, envueltos en una profusión de volantes de seda de color melón, parecía pálida, desdichada, completamente distinta de aquella niña alegre y hermosa que había bailado con tanta pasión la danza de la guerra. Años de amistad con las diferentes concubinas de Lobo del Sol le habían dado a Halcón de las Estrellas habilidad para descubrir los cosméticos aunque estuvieran muy bien disimulados, y para ver por debajo de los polvos y las tinturas los estragos de la falta de sueño y la duda.

El Rey, vestido en una tela damasquinada pardo rojiza que acentuaba las venas rotas de su nariz y sus mejillas, sostenía la mano de su hija con orgullo posesivo; los verdes ojos inyectados en sangre y cansancio pasaban de una cara a otra con rapidez, revisando la multitud inusual que se había congregado para el desayuno, como si los desafiara a decir algo.

Nadie lo hizo.

Silenciaron los chismes de Nexué. Dejando de lado las razones y el método, creo que la lección fue efectiva, pensó Halcón de las Estrellas. Hay una buena posibilidad de que el asunto se ahogue bajo este silencio.

Y entonces, ¿qué? El maravilloso y algo cabeza-hueca del Príncipe Incarsyn se casaría con Tazey y se la llevaría en esplendor hacia su pequeña ciudad parecida a una joya en medio de los mares de dunas del sur. Ella comería dátiles, viajaría en palanquines, tendría hijos y trataría de olvidar lo que había sentido al partir los vientos con las manos.

Justo en el momento en que el Rey llevaba a su hija hasta su sitio en la Mesa Alta, llegó Anshebbeth corriendo hacia la mesa que ocupaban Kaletha y Halcón de las Estrellas. El aya, en su traje de terciopelo negro cerrado hasta el cuello, tenía el aspecto de haber pasado una noche tan inquieta y agitada por malos sueños como la de Tazey; sus delgadas manos se retorcían mirando al Rey una y otra vez. Aunque su lugar estaba con su pupila en lo que era evidentemente una presentación oficial, se inclinó nerviosa sobre la silla contigua a la de Kaletha.

—Vinieron anoche —dijo, muy nerviosa—. El Obispo y Norbas Milkom…

—Halcón de las Estrellas me lo estaba contando —replicó Kaletha, con un ligero desprecio en la voz, como para dejarle claro que estaba excluida de una conversación que ya había comenzado.

El aya echó una mirada furtiva a la Mesa Alta, donde Osgard, irritado, ordenaba a Jeryn que se sentara derecho.

El chico, apenas salido de su insolación, parecía una lagartija en época de muda, exhausto, agotado y con la piel toda pelada, las manos blancas con las uñas mordidas jugando distraídas sobre la comida. La voz del aya bajó hasta convertirse en un susurro:

—¿Piensas que va a… a proclamar una orden de destierro contra ti?

—¿Contra quién? —preguntó Halcón de las Estrellas, sorprendida.

Los labios de Kaletha se tensaron con una irritación apenas contenida. Anshebbeth se lo explicó a Halcón de las Estrellas con rapidez:

—Nos dijeron, a Kaletha y a mí, que la verdadera razón por la que vinieron anoche el Obispo Galdron y Norbas Milkom fue para pedir que… que alejaran a Kaletha de aquí. Y todo por su poder, todo porque su talento sería una tentación para la Princesa… todo por envidia, y por celos, porque Egaldus es mago también… La odian, Galdron y Milkom…

—¡Basta, Shebbeth! —dijo Kaletha, incómoda.

—Es verdad —insistió el aya con pasión, tratando con excesiva desesperación de reconquistar el terreno que había perdido el día anterior—. Tú sabes que te odian.

Kaletha se sirvió un puñado de judías y replicó sin levantar la vista:

—Me gustaría que dejaras de creer a pies juntillas cada rumor que te susurra tu amante en el oído.

Cuando oyó el tono despectivo e insolente de la voz de Kaletha al pronunciar la palabra «amante», la cara pálida de Anshebbeth se puso del color del papel y la mano subió a tocarse el cuello con dedos rígidos y nerviosos.

Kaletha se volvió para mirarla con frialdad.

—¿No creerás que no sé que estás jugando a ser la puta de Nanciormis? El hombre es más chismoso que una vieja y se pasa el día espiando y vigilando. Es peor que Nexué. Con razón me resulta imposible desarrollar el más ínfimo poder en ti, con razón no puedo lograr lo mismo que con Egaldus. Solamente piensas en ti misma.

Halcón de las Estrellas no se sorprendió cuando Anshebbeth inclinó la cabeza.

Las lágrimas estaban a punto de brotar cuando musitó:

—Yo… tienes razón, Kaletha. He… he pensado mucho en mí misma… no pienso lo suficiente en tu bienestar, o en el de otros. Me doy cuenta de que si no tengo poder todavía, es sólo culpa mía…

Kaletha abrió la boca para decir algo más, pero Halcón de las Estrellas, sabedora de que nada alienta tanto la crueldad como la sumisión, la interrumpió.

—Creo que será mejor que vuelvas a la Mesa Alta, Anshebbeth, o te aseguro que Osgard empezará a considerar lo de desterrar a Kaletha.

El aya se sobresaltó, y echó una mirada de soslayo a la cara irritada de Osgard. Tragó saliva, se secó los ojos a toda prisa, se recogió las amplias faldas y corrió a tomar su lugar en el extremo de la Mesa Alta, mientras saludaba cortésmente a todos los allí sentados, en el mismo momento en que un revuelo general anunciaba la entrada de Incarsyn de Hasdrozaboth, Señor de las Dunas.

Parece el mismo muchacho fabuloso de los señores shirdar, pensó Halcón de las Estrellas, con toda la parafernalia de los señores shirdar. Tenía toda la belleza y la gracia de Nanciormis, y esas cualidades no quedaban borradas bajo las marcas de sensualidad e indulgencia que hacía mucho erosionaban el aspecto del Comandante. Con la capa blanca, los pantalones sueltos y las finas botas trabajadas en oro, la chaqueta amplia y los amuletos escarlatas y azules, parecía un gato cazador, joven y lleno de gracia; en cambio, el Comandante, aunque tenía los rasgos aguileños y las trenzas espesas de negro cabello típicas de los shirdar, se asemejaba más a un gato casero y malcriado que ha decidido hace mucho que cazar ratones es una tarea muy por debajo de su nivel.

Osgard se puso de pie, llevando a Tazey de la mano.

La cara de la muchacha tenía la misma mirada fija y desesperada del momento en que dio el primer paso para enfrentarse con la oscuridad de la tormenta, pensó Halcón de las Estrellas.

Con una gracia un poco ensayada, Incarsyn se inclinó y sonrió:

—Me causa un gran placer veros bien de nuevo, Princesa.

Tazey suspiró hondo, soltó la mano de su padre y se adelantó. Levantó la vista y se quitó las brillantes perlas de arena de sus orejas. Su voz sonó leve y firme, como una pequeña daga, al caer en el profundo silencio del Salón.

—Gracias. —Vaciló unos instantes, miró otra vez al Rey con desesperación, y después continuó—. Habéis sido demasiado bueno conmigo como para que os pague con moneda falsa. Lo que habéis oído decir es cierto. Yo nací maga. —Y le puso las perlas de arena en la mano.

En aquel horrendo instante de silencio, la mirada interesada de Halcón de las Estrellas recorrió todos los rostros de la Mesa Alta: la de Osgard, roja de sangre mientras su mano se levantaba involuntariamente, como si fuera a pegar a Tazey en público; los ojos negros de Jeryn, que al presenciar el coraje de su hermana se encendían de vida con la primera expresión de alegría desatada que Halcón de las Estrellas hubiera visto en ellos. Nanciormis sonreía. ¿Por qué? Junto a ella, Halcón notó que Kaletha sonreía también, con triunfo, al ver los proyectos del Rey arruinados, y pensando con anticipación que llegaría a ser, después de todo, la maestra de Tazey.

Durante aquellos momentos de sorpresa absoluta, Incarsyn parecía casi paralizado, como si Tazey hubiera confesado que vendía sus favores en el bazar de Pardle.

El silencio pareció durar varios minutos, aunque Halcón de las Estrellas calculó que en realidad fueron doce o trece segundos. Después Osgard reunió el aliento necesario para jadear:

—Tú…

Incarsyn levantó un dedo para pedir silencio. Se inclinó hacia delante y tomó la mano de Tazey, la volvió con amabilidad y colocó en ella las perlas de arena.

—Muy pobre es el enamorado que abandona a su prometida porque ella se corta el cabello o se cambia el color de las trenzas, o decide que quiere aprender a tocar las flautas de la guerra —dijo con suavidad, y la voz líquida llegó a todos los rincones del Salón—. Lo que me habéis dicho no me parece más grave. Si vos me queréis, dama Taswind… —Gracioso como una pantera, se dejó caer sobre una rodilla, cerró los dedos de la joven alrededor de las perlas y apretó un beso contra los delicados nudillos—. Yo seré vuestro señor.

El aplauso resonó como un trueno en el tejado, gritos de aprobación y brindis con el vino ligero del desayuno.

Osgard, detenido a medio camino hacia Tazey para sacudirla hasta que le castañetearan los dientes, retrocedió con la cara ancha encendida en una sonrisa de sorpresa agradecida ante tal magnanimidad.

Pero Tazey parecía paralizada y meneaba la cabeza, confusa, mientras una lágrima le surcaba la mejilla.

—Creo que eso fue hermoso —dijo Anshebbeth con un suspiro cuando se acercó para unirse a la mesa de Kaletha unos pocos minutos después.

—¿Realmente? —Nanciormis se había acercado en silencio tras ella, con una jarra de vino medio vacía en la mano, cumpliendo la orden del Rey de que se bebiera a la salud de los novios. Los ojos saltones brillaban con un cinismo que no podía ocultar por completo la furia que había debajo.

Anshebbeth no supo qué decir, confundida porque ignoraba qué había dicho mal, todavía más confundida por la presencia de Nanciormis. Como si no supiera si quedarse junto a él o junto a Kaletha, pensó Halcón de las Estrellas.

—Bueno, quiero decir… después de todas esas murmuraciones… aunque por supuesto no hay nada malo en ello… Pero Incarsyn…

—Incarsyn —dijo Nanciormis con amargura— habría dicho lo mismo si ella fuera una leprosa con joroba, siempre que siguiera siendo la hija del Rey de Benshar. Lo sé bien. —Miró a Kaletha con ojos sombríos, y hasta las formas reservadas y frías de la maga se relajaron un poco bajo la mirada cálida y castaña—. Me lo encontré anoche, tarde. Venía de los burdeles de la ciudad. «¿Me importa acaso que sea una perra bruja? —dijo—. Vine al sur para casarme con ella, cualquiera que fuese su aspecto. Si hierve sapos y arañas con víboras para divertirse, ¿a mí qué? Podría ser peor… podría tocar las flautas de la guerra…»

Anshebbeth se puso pálida, chasqueada y atónita. La nariz de Kaletha tembló de rabia, pero no había sorpresa en su rostro cuando echó una mirada amarga hacia la Mesa Alta, donde Tazey, rígida, con desesperada compostura, escuchaba la brillante retahíla de lisonjas del Príncipe, que la salvaban del esfuerzo de tener que tartamudear una respuesta.

—Así que se la llevará después de todo —dijo con amargura—. Y su padre no tendrá que seguir pensando en la «desgracia» de su hija.

—Para eso vino.

Con una violencia suave y amarga, Kaletha susurró:

—Hombres —y volvió la cabeza con brusquedad, para volver con furia helada a su desayuno.

Después de un momento de duda, Anshebbeth levantó sus largas faldas y se sentó junto a ella para ofrecerle el consuelo de su presencia, pero volvió a echar una mirada por sobre el hombro hacia Nanciormis, como si le pidiera permiso. Nanciormis no dijo nada, pero sus ojos oscuros brillaron de complicidad por un momento; después de lo cual Anshebbeth sonrió, contenta, aunque todavía inquieta.

—¿Entonces ha sido una farsa desde el principio? —preguntó Halcón de las Estrellas en voz baja, mirando serenamente al Comandante.

—Claro que no. —Nanciormis se encogió de hombros mientras empezaba a beber de la jarra que tenía en la mano. Después sonrió y la dejó sobre la mesa—. Ella es una chica muy hermosa, después de todo. Pero es mi sobrina… y su felicidad me importa. —Volvió a mirar hacia la Mesa Alta, con un enojo muy real en cada una de las líneas de sus hombros robustos bajo la capa blanca. Era un político, como había dicho Lobo del Sol, a pesar de su puesto aparentemente menor de comandante de la guardia; Halcón de las Estrellas sabía que estaba entrenado en el disimulo, y que muy pocas veces mostraba sus verdaderos sentimientos. Pero su rabia era genuina esta vez. Y tiene razones para sentirse así, pensó Halcón de las Estrellas. Ella tampoco había visto antes ese lado de Incarsyn; de hecho, nunca lo había visto ser otra cosa que un caballero shirdar: alguien no demasiado imaginativo, pero que hacía todo lo que podía dentro de sus limitaciones para ser amable.

Nanciormis siguió hablando con amargura.

—Tazey le importa menos que sus caballos… se lo oí decir una o dos veces. Que no confiaría sus caballos a ninguna mujer… —La espalda de Kaletha se tensó al oír sus palabras y se volvió desde su plato, todavía casi sin tocar, para mirarlo de nuevo—. Desprecia a los que nacieron magos, no quiero repetiros ciertas cosas que dijo de vos, Kaletha, y de vuestros seguidores. Pero es sensato y no lo admitirá ante una muchacha que puede darle la llave de las minas de Benshar, y tal vez salvarlo de las garras de esa hermana suya. Pero evidentemente yo tampoco puedo decírselo a Tazey.

—Y dado que ella no tuvo nada que ver con la decisión de esta boda —señaló Halcón de las Estrellas con suavidad—, ¿de qué serviría?

Al final de la Mesa Alta hubo un brusco movimiento en rojo y negro y Halcón vio que Jeryn se enderezaba, mirando hacia las puertas con los ojos iluminados en su delgado rostro por segunda vez esa mañana.

En ese mismo instante, ella supo que Lobo del Sol la estaba buscando; se volvió y lo vio plantado junto a los arcos que daban al sombrío vestíbulo, escrutando la multitud.

Como si ella lo hubiera llamado a través del gran salón iluminado por el sol, Lobo volvió la cabeza y la miró.

Tal vez porque habían estado juntos la noche anterior, ella sintió durante un instante brevísimo la unión extraña de su amor por él filtrarse en su mente diurna… una preocupación apasionada que era tanto física como maternal, una necesidad de que él fuera feliz, una necesidad tan profunda que la avergonzaba…

Y después, entre un parpadeo y otro, el soldado que había en ella se dio cuenta de que se suponía que él no debía estar allí.

Pero él caminaba ya hacia el estrado, y Osgard estaba tan contento por su alianza con el shirdar que levantó la copa a modo de bienvenida y dijo:

—¡Hey, capitán! —antes de recordar la razón por la que lo había echado de su corte.

Una mirada de sospecha truculenta ensombreció su rostro y se puso de pie. Halcón de las Estrellas había empezado a moverse hacia Lobo, leyendo en su silencio, en la forma en que se sostenía, que algo andaba muy mal. Bajo la capa de barba incipiente y polvorienta, Lobo tenía la cara consumida, como ella recordaba haberlo visto a veces cuando contemplaba las cosas que él y los suyos habían hecho en el saqueo de una ciudad, a la luz fría del día siguiente.

El parche del ojo estaba manchado de humedad, el cabello desvaído, húmedo y pesado, como si hubiera metido la cabeza en un bebedero de caballos para aclararse la mente. Halcón de las Estrellas pensó: Si trata de detener el enlace ahora, vamos a tener que luchar para salir de aquí. Tocó la empuñadura de la espada y eligió la mejor ruta hacia la ventana más cercana.

Osgard debió de haber pensado lo mismo, porque dijo con rudeza:

—Pensé que os había dicho que no os acercarais, diablos.

—Lo hicisteis —repuso Lobo—. Sólo vine para deciros que el Obispo Galdron y Norbas Milkom han muerto.