Con furia tranquila, Anshebbeth dijo:
—No puedo decir que me sorprenda. Tarde o temprano alguien tenía que retorcerle el cuello a esa sucia vieja.
Contempló el fuego con sus ojos oscuros muy abiertos, ardientes como los leños al rojo vivo.
—No hables así. —Kaletha le lanzó de soslayo una furiosa mirada; Lobo del Sol vio sus manos temblorosas sobre la falda de tela negra hilada a mano.
El aya levantó la vista hacia ella, herida por la reprimenda.
—Tú… —empezó, pero Kaletha la cortó.
—El odio es una impureza del alma, tan sucia como la fornicación del cuerpo —afirmó con rapidez—. Esperaba haberte enseñado al menos eso.
Con los ojos oscuros llenos de lágrimas heridas, Anshebbeth asintió y la mano subió a su garganta tensa mientras murmuraba que no había querido decir aquello. Disgustada, Kaletha miró hacia otro lado. Egaldus, que conversaba en voz muy baja con Nanciormis, el Obispo y dos asustados guardias cerca de la puerta, levantó la cabeza al oír aquellas palabras agudas y destempladas; después de un momento de duda, el novicio se quedó donde estaba.
Sin hacer ruido, Lobo del Sol se acercó al gabinete de los vinos que había a un costado del estrado, iluminado por la tenue luz de la chimenea ante la que estaban las dos mujeres, y sirvió dos vasos.
—Ésa es vuestra solución para todo, ¿verdad? —le espetó Kaletha—. La bebida… como ese tonto patético de Osgard.
—Mi solución para todo es relajarse, mujer.
—Estoy relajada y no necesito vuestro vino, y Shebbeth tampoco. —Anshebbeth detuvo su mano a medio movimiento para alcanzar el vaso y la plegó, obediente, sobre la falda.
Nanciormis dejó al grupo junto a las puertas arqueadas del vestíbulo y caminó cruzando todo el Salón a grandes zancadas hasta el estrado, para poner una mano amable sobre el hombro de Anshebbeth. En el brillo danzante de los candelabros que se alzaban a ambos lados del hogar, las cejas negras y curvadas se destacaban con fuerza, como si, por debajo del bronce de la piel tostada, se hubiera puesto pálido ante lo que había oído.
—Tal vez Anshebbeth debería ir a sentarse con la princesa Taswind —sugirió con suavidad—. Necesito hablar con el capitán unos momentos. A solas. —A Lobo del Sol, en privado, le había hecho una serie de gestos bastante explícitos referentes al aya, pero parte de su encanto radicaba en saber exactamente qué decir en el momento adecuado.
La mirada ansiosa de Shebbeth fue de Nanciormis a Kaletha, pero la Bruja Blanca, que todavía estaba irracionalmente disgustada por el servilismo de su admiradora, desvió la vista para patentizar su enojo. El hecho de que se habría disgustado todavía más si Anshebbeth no la hubiera apoyado inmediatamente, como ocurriera en los jardines públicos cuando surgió el tema del amor físico, evidentemente no tenía importancia. Anshebbeth, con la cara teñida de la desdicha del que sabe que no puede hacer nada bien, levantó sus faldas oscuras y se apresuró por la escalera de caracol hacia el dormitorio de Tazey.
—Al menos, a una nos la hemos quitado de encima —murmuró Nanciormis, tomando una de las copas de manos de Lobo del Sol y llevándolo lejos del banco tallado donde seguía sentada Kaletha, sola ahora—. ¿Cómo está Tazey?
Lobo del Sol meneó la cabeza.
—Duerme bien —contestó en voz baja—. Vivirá, pero os lo digo desde ahora: no será la misma.
El Comandante dejó escapar el aliento en un suspiro.
—Dioses… —Usó la palabra shirdar—. Nunca, ni en cien años, habría pensado que Jeryn trataría de seguiros. Francamente, no creí que el muchacho tuviera tal coraje, pero sé que lo que le dije fue muy estúpido.
—¿Qué le dijisteis? —Lobo dio un paso y miró a Nanciormis con curiosidad, bajo la luz doble y dura del par de antorchas que brillaba desde la pared.
Los anillos de oro que sostenían las trenzas del comandante centellearon cuando Nanciormis meneó la cabeza.
—Ya no me acuerdo bien, aunque sé que debería. Se había estado quejando durante la tarde… que si Lobo del Sol no le había hecho trepar cuerdas, que si Lobo del Sol no le había hecho practicar caídas, que si Lobo del Sol no le había hecho levantar pesas… y yo sabía perfectamente bien que eso último no era cierto. Al final, perdí los estribos y le solté que si prefería la forma en que vos le enseñabais, debería tener el coraje de defenderos frente a su padre. Eso es todo. Nunca quise decir que debía ir a buscaros. —Tragó un poco de vino con rapidez; le estaba volviendo el color a las mejillas—. Y ahora esto…
Lobo del Sol echó una mirada a lo largo del Salón. Los guardias permanecían reunidos, murmurando entorno a las oscuras arcadas que daban al vestíbulo.
—¿Qué ha ocurrido?
Nanciormis tomó otro trago y meneó la cabeza.
—Debió de haber pasado anoche, en algún momento —susurró—. Quien quiera que lo haya hecho tiene que haber sido tremendamente fuerte. Nexué estaba partida en pedazos. Literalmente. No sé qué emplearon… un hacha, o una cimitarra, tal vez… —Tragó saliva, sacudido todavía por el recuerdo.
Y estuvo en la guerra, pensó Lobo del Sol. Pero esto es diferente.
—Un hombre fuerte puede hacer mucho daño con una espada. —Sacudió su propia copa entre las manos, mirando el reflejo de las antorchas en el vino oscuro, sin beberlo. No había comido nada desde el alto al mediodía en el límite de la reg, y sabía que su capacidad para el vino no era la misma que en otros tiempos—. ¿Y fue anoche?
—O esta mañana temprano. La encontraron en uno de los viejos talleres del ala abandonada… junto a un reguero de sangre. La persiguieron hasta allí…
—¿Y qué estaba haciendo allí?
Nanciormis dejó escapar una irónica carcajada, que sonó como el ladrido de un perro.
—Hay una comuna para los sirvientes cerca de la muralla… aparentemente iba hacia allí, aunque no podemos estar seguros, claro está. Nexué era una metomentodo, una chismosa… sabía casi todo lo que pasaba en la Ciudadela. El ala abandonada se usó muchas veces para citas con prostitutas.
—¿Y no la encontraron hasta hoy por la noche? —Las cejas espesas de Lobo del Sol se unieron sobre su nariz, desplazando el parche del ojo muerto.
—¿Cuál es el pro…? —Nanciormis dudó. Incluso con Osgard roncando en su dormitorio, hablaba en voz baja—. Con todo el jaleo por lo de Taswind, nadie notó su ausencia hasta esta noche, cuando cambió el viento.
—¿Y los perros?
—¿Perros? —Nanciormis lo miró.
—La Fortaleza está llena de perros. No me digáis que no acudieron al cadáver.
El comandante frunció el ceño de repente. Captaba la anormalidad del asunto.
—No —contestó después de un momento—. Ni tampoco cuervos, ahora que lo decís, y siempre hay algunos merodeando los desperdicios de las cocinas. ¿Y por qué…?
—Me gustaría echarle un vistazo al lugar.
Nanciormis asintió. Lobo del Sol miró hacia atrás un instante. Halcón de las Estrellas estaba sentada en el banco junto a Kaletha, con un brazo alrededor de sus hombros delgados, inclinados, oscuros. Con el Obispo fuera de la estancia, Egaldus se había sentado frente a la Bruja Blanca, tomándole las manos y musitándole palabras de consuelo. Kaletha estaba sentada, rígida, meneando obstinadamente la cabeza una y otra vez.
Aunque Lobo del Sol no dijo nada, Halcón de las Estrellas levantó la vista hacia él y con una palmada amable, final, se alejó de Kaletha. Cuando se reunieron y empezaron a caminar hacia la puerta del Salón, Lobo del Sol hizo una pausa y se volvió a Nanciormis.
—¿Osgard lo sabe? —preguntó.
La boca de labios sensuales del Comandante se dobló en una mueca de desprecio.
—¿Ayudaría en algo que lo supiera?
—Tendrás que irte al amanecer —dijo Halcón de las Estrellas, cuando ella y Lobo atravesaron juntos los pequeños patios que rodeaban el lado sur del Fuerte, hacia el portón de adobe que daba al ala abandonada—. Osgard me mandó decir que yo podía quedarme… Aparentemente necesitan guardias con desesperación, porque en el trabajo de las minas pagan el doble que el Rey, pero me dijo claramente que no mencionara la razón por la que no me mató la tormenta de arena.
—¿Y qué explicación alternativa te dio?
Ella se encogió de hombros. Incluso con la luna en cuarto menguante la luz alcanzaba a formar sombras sobre el portón. Al mirar hacia el Fuerte, Lobo vio el resplandor de las lámparas en las habitaciones de Tazey, convirtiendo el arco con las cortinas echadas en oro brillante y opaco, como el de un horno para hacer el pan. No recordaba a quién pertenecía cada una de aquellas habitaciones, excepto la que enviaba el reflejo rosado de las velas, que debía de ser la de Jeryn. Hizo una pausa en el portón, mirando el sendero que bajaba hacia el pequeño patio y un extraño estremecimiento le corrió por la columna al ver la puerta negra que daba a la celda que había compartido con Halcón.
Halcón de las Estrellas siguió hablando con voz indiferente, sin expresión, la voz con la que se habla de las cosas cotidianas:
—No creo que la tenga, ni siquiera para sí mismo.
—Será mejor que la consiga —gruñó Lobo—. Esa chica tiene que aprender.
Ella lo observó a la luz marfileña de la luna.
—¿Quién enseñó a Kaletha, me pregunto?
Él sonrió. Tal vez Halcón de las Estrellas no había nacido maga, pero entendía más sobre la forma en que funcionaba la magia que cualquier otra persona que conociera.
—A mí se me ocurrió la misma pregunta cuando estaba con Tazey. Estuve pensando que Kaletha proclamó su «destino» por todo Tandieras cuando nadie lo esperaba, pero… Tiene que haber habido alguien, aunque nunca revelara sus poderes por miedo a la venganza de Altiokis. No hay duda de que el que fuese está muerto ahora, porque no sabemos de ningún otro mago… pero podría haber habido otro discípulo. Si podemos descubrir quién era y seguirle la pista…
—No lo sé —dijo Halcón, dubitativa—. He asistido a las clases de Kaletha. Y cuando tú me enseñabas, en la escuela de guerreros de Wrynde, siempre empezabas: «Mi padre decía…» o «El capitán del cuerpo de guardias de la reina Izacha me mostró que…». Pero ella habla de todo como si ella lo hubiera inventado.
Lobo del Sol hizo una pausa, dándose cuenta de qué era lo que le había parecido extraño en las enseñanzas de Kaletha.
—En otras palabras, no quiere decir quién fue. —Inclinó los anchos hombros sobre el adobe roto del portón. La luz de la luna, allí donde tocaba su cabello, lo convertía en oro desvaído y viejo. Del otro lado del patio, una rata salió de la puerta de la celda que compartían, dio unos cuantos pasos, se detuvo para sentarse y husmear el aire frío y después desapareció en un remolino de arena hacia el arbusto de pasto de camello junto al viejo pozo de agua—. No quiere compartir su poder —siguió Lobo lentamente—. Quiere seguir siendo maestra, quiere que sus discípulos se aferren a ella… quiere el poder que le da todo eso. Si hubiera competencia por el puesto, ella no dejaría que nadie lo supiera. Pero en un lugar como éste no se puede esconder el tipo de relación que tiene que haber entre un maestro y sus discípulos. Lleva años aprender, Halcón… Si ella hubiera estado tan cerca de alguien durante tanto tiempo, alguien lo sabría.
—Shebbeth —dijo Halcón de las Estrellas con rapidez—. Hace por lo menos diez años que está aquí. Y con lo celosa que es de cualquier amigo o amiga de Kaletha, te apuesto a que ella lo sabría.
—Y probablemente lo diría —dijo Lobo—, aunque sólo fuera para dar mala fama al que sea. —Miró por sobre su hombro la calidez ámbar del arco en la parte superior de la escalera exterior—. Ahora está con Tazey y no creo que la deje. Vamos. —Se puso de pie con un empujón contra la pared y se movió hacia la luz de la luna fría del patio, la grava arenosa crujiéndole entre las botas—. Hay mucho que hacer y no nos queda mucha noche.
Encontraron las huellas de Nexué con facilidad. Halcón de las Estrellas habría podido encontrarlas ella misma sin la habilidad de Lobo del Sol para ver en la oscuridad. Hasta los escasos y duros arbustos de pasto de camello arrojaban leves sombras contra la luz de la luna, ya en el oeste. El sendero hacia la comuna de los sirvientes corría apretado a la pared más allá del establo, pero, desde la tormenta, nadie había cruzado aquel patio. Una sola línea de marcas barrosas viraba bruscamente desde la tierra compacta del sendero, primero hacia el portón de adobe, después más allá de las celdas, hacia el ala abandonada.
—Seguramente vio a alguien entre las sombras de ese rincón del muro —supuso Lobo, estudiándolas—. O tal vez oyó algo…
—Eso me parece más probable. —Halcón de las Estrellas caminó con cautela por encima de la arena arrastrada por el viento de la tormenta—. No hay huellas bajo esa sombra.
Lobo del Sol gruñó para sí mismo. Veía el lugar en que Nexué había cambiado de dirección y echado a correr, no de vuelta hacia el portón de adobe, sino a través del patio hacia el laberinto de paredes de adobe derruidas y la luz a franjas negras y blancas del ala abandonada. Lobo del Sol se movió en círculo, los ojos bien atentos al suelo, para no pisar posibles pistas. Pero ni siquiera su visión de mago lo ayudó a descubrir huella alguna. No había ninguna marca, ninguna señal, ninguna razón que pudiera haber impulsado a la vieja a cambiar de dirección.
¿Tal vez alguien en el sendero…? En las veinticuatro horas que habían mediado entre el incidente y el descubrimiento, cientos de sirvientes habían tomado ese camino a los baños. Y sin embargo…
La arena arrastrada por el viento de la tormenta cubría el patio, vertida en pequeñas dunas a través de la puerta de la celda abandonada. Las huellas de Nexué sugerían una lucha desesperada: su huida debía de haber sido lenta, entorpecida por la arena y las piedras del tamaño de peras amontonadas en gruesas pilas a su espalda. Si alguien la había perseguido, las pisadas eran solamente trazos borrosos que se confundían con los de la mujer.
Y sin embargo, algo inquietaba a Lobo. Rodeando el ala abandonada, silenciosa como la muerte, siguió el rastro hasta su conclusión obvia y triste: las primeras gotas de sangre, en el lugar en que alguna arma había hecho contacto con la carne, después la marca de la mano, allí donde Nexué había tropezado y caído, y después huido desesperadamente a través de los patios vacíos, ruinosos. La sangre se había secado durante el día, pero el viejo taller de tintado en el que finalmente había sucumbido todavía olía. Al contemplar las manchas oscuras, que yacían como sombras donde no debería haberlas, Lobo del Sol sintió una especie de gratitud por el hecho de que aquel momento fuese el más frío de la noche y no hubiera insectos.
Nexué era una vieja sucia de mente y de boca, pensó, pero aun así… Por la cantidad de sangre, debió de correr durante mucho rato.
Se habían llevado lo que quedaba del cuerpo. El suelo era un confuso amasijo de pisadas, de los guardias, Nanciormis y el Obispo. Lobo del Sol los maldijo a todos, sin pasión.
—Ni una sola huella del maldito asesino —murmuró mientras, con Halcón de las Estrellas, desandaba el camino a través de los patios vacíos y los pasillos cuyos techos habían desaparecido en décadas de tormentas de otoño y cuyas vigas rotas tendían hacia el suelo entre los montones de arena, dificultándoles el paso. En algún lugar de esa quietud se oyó el ulular de un búho; hubo un movimiento rápido sobre la arena, una sombra que pasó silenciosa sobre sus cabezas, y un leve aullido de dolor. Las botas de Lobo del Sol resbalaron sobre la arena suelta entre dos paredes, después tocaron suelo seguro en la grava que había debajo.
—Si hubieran tenido el sentido común de caminar por la parte superior de las paredes, habrían podido acercarse sin dejar ni una huella. Hay una docena de pozos secos donde pudieron haber arrojado el arma y la ropa ensangrentada… —Hizo una pausa con el ceño fruncido; el único ojo, brillante como ámbar transparente entre las sombras acebradas—. No me gusta esto, Halcón.
Ella asintió. Entendía lo que quería decir. A su alrededor, el ala abandonada estaba silenciosa como la muerte.
—¿Podrías haberlo hecho tú? —le preguntó él.
—¿Físicamente? —Ella negó con la cabeza—. Bueno, tal vez con una de esas enormes espadas a dos manos, como la que usaba Eo, la Herrera. Ésas, aunque te toquen con el canto sin filo, de todos modos te rompen la espalda. Pero en estos corredores no hay lugar para usar algo así, y te aseguro que es imposible emplearla sin correr. No. —Ella cruzó los brazos mirando a su alrededor el laberinto de adobe medio derruido y arena—. Entiendo que alguien quisiera matarla para hacerla callar sobre algo… La Madre sabe que era una cotilla y una chismosa, aireando los trapos sucios de la gente, pero… La encontraron hecha pedazos. Literalmente, Lobo. Alguien la persiguió a través de esos patios y paredes durante casi setenta metros. No se trata de un simple asesinato… y solamente puedo pensar en una persona lo suficientemente grande y fuerte como para cortarla de ese modo, alguien que pudiera querer silenciarla.
Lobo del Sol asintió. Frente a ellos, el bulto del Fuerte estaba completamente oscuro, ahora que las últimas conmociones de la magia y la muerte se habían diluido en un reposo agotado. La luz brillaba todavía en la habitación de Tazey, en un extremo del bloque de granito almenado; otro rectángulo de oro oscuro mostraba el lugar en que ardía una lámpara en el solar del Rey.
Lobo dijo lentamente:
—No podemos saber si él era el único, Halcón. Pudo haber habido otros, por otras razones o tal vez por la misma. Pero sí, me gustaría saber dónde estaba Osgard anoche a esta misma hora.
Cuando Lobo del Sol subió la curva escalera que ascendía por la cara sur del Fuerte, las habitaciones a lo largo del balcón estaban en silencio. Más abajo, a su alrededor, la oscuridad de terciopelo se había convertido en ceniza; hacia el este, se alzaba la forma color lava del Monte Morian, contra las primeras luces de la aurora. Como una vela que brillara sobre el extremo de una aguja, la punta de la catedral que había debajo relucía como el oro. Las minúsculas luces que se distinguían al pie de las montañas señalaban el sitio en que hombres y mujeres cambiaban de turno en las minas. Desde el balcón, Lobo sentía los movimientos furtivos del final de la noche: los zorros y coyotes en el kilómetro deshabitado entre la Fortaleza y la ciudad volvían al trote a sus guaridas en las rocas, lamiéndose el último vestigio de sangre de los bigotes; los trigueros y los reyezuelos se despertaban para silbar sus territorios en la oscuridad.
En la habitación de Tazey todavía brillaban las velas. Lobo del Sol, escondido entre las sombras y las cortinas, pronunció en voz muy baja el nombre de Anshebbeth: recordaba bien cómo viajaba el sonido contra la extensa cara sur del Fuerte. Nadie respondió. Entró sin ruido en la cámara interna y vio que Tazey se agitaba inquieta en sueños; no había rastro del aya. Maldijo a la mujer por haber dejado sola a la muchacha y avanzó hasta la cama para poner su mano sobre los finos dedos de la princesa. Estaban calientes. La cara se veía enrojecida e hinchada, como si tuviera fiebre; cuando él se inclinó sobre ella, la joven volvió la cabeza, susurrando con desesperación:
—¡No! ¡No quiero!
Con un toque sorprendentemente liviano para sus anchas manos, él le apartó el cabello enmarañado de la cara.
—No tienes por qué hacerlo, Tazey —le susurró, aun sabiendo que ella estaba profundamente dormida.
Ella se estremeció con un pequeño sollozo y después se tranquilizó; él se quedó de rodillas junto a la cama donde había pasado tantas horas esa tarde, hasta que le pareció que el sueño de la muchacha era más sereno. Sentía que era increíble que todo aquello hubiera pasado en la misma noche.
Cuando la respiración de Tazey volvió a tomar un ritmo suave, Lobo se puso de pie y se deslizó con suavidad hacia el balcón. Como aya de Tazey, Anshebbeth probablemente disponía de una habitación bastante cercana, aunque sospechaba que la mujer debía de estar con Kaletha. Shebbeth quería mucho a su pupila, la quería con un sentimiento genuino, pero él la había visto abandonar a Tazey muchas veces para correr junto a la Bruja, cuando debería haber estado haciéndole de carabina. Y tal vez la misma Kaletha se lo pidió —pensó Lobo— después de cómo la había tratado en el Salón.
Pero se equivocaba.
Las cortinas estaban corridas en el siguiente arco, pero una banda de luz rosada lucía como el borde de una enagua sobre las baldosas. Lobo escuchó durante un momento. No oyó nada, y entonces, despacio, separó la cortina.
Anshebbeth se levantó del diván.
—Mi amor, ¿qué…? —empezó a decir, al ver la oscura silueta contra la noche; después, cuando él se mostró a la luz, la cara adormilada del aya se puso escarlata, a continuación pálida. Se ajustó con rapidez el vestido sobre los senos; le temblaban los dedos y se le enredaban con los mechones desatados de cabello negro mientras se abrochaba el cuello hasta la garganta. Los zapatos yacían por separado a ambos lados del diván; el aire estaba tibio y olía a sexo.
Toda su mente ocupada por una única pregunta sorprendida, gigantesca, Lobo del Sol se limitó a decir:
—Deberíais estar con Tazey. No me parece bien que se quede sola.
—No… claro que no… —tartamudeó ella con una voz casi inaudible, luchando con los botones, los grandes ojos oscuros muy bajos—. Sí… sí… entré a… a acostarme. Estaba tan cansada… las noticias sobre lo de Nexué…
Él lo observó todo, desde los almohadones arrugados del diván hasta los pies estrechos y blancos, que sobresalían, de alguna forma obscenos, por debajo de las faldas desarregladas. Halcón de las Estrellas, pensó, se sentiría bastante interesada, lo mismo que él. En un súbito momento de comprensión, entendió la razón por la que Shebbeth había hablado en favor del placer carnal y había sentido que el desprecio de Kaletha hacia él y Halcón iba también contra ella.
—Esto no es asunto mío —dijo con calma—. Pero tengo que irme antes del amanecer y hay algo que quiero preguntaros.
Ella le volvió la espalda, la cara enjuta llena de sospecha mientras se peinaba el pesado cabello con los dedos; los ojos negros revisaban el suelo de baldosas en busca de horquillas. Las había por todos lados, como si la mano cariñosa de un hombre las hubiera dejado caer por ahí sin orden alguno. Lobo del Sol recogió dos y caminó hasta ella para dárselas. Nunca le había parecido bonita, aunque ahora la belleza física significaba menos para él que en otros tiempos; más que su fealdad, lo que le repelía era su sumisión obsesiva. Las chanzas crueles que hacía Nanciormis sobre ella no eran enteramente injustificadas. Anshebbeth tomó las horquillas que él le tendía sin rozarle los dedos; sus ojos no buscaron los del hombre.
—¿Qué? —preguntó.
Él no se sentó en el diván porque sabía que, si lo hacía, ella se levantaría a su vez.
—Es por el bien de Tazey —dijo con amabilidad, y ella se tranquilizó un poco y lo miró a la cara—. Va a necesitar ayuda, os lo aseguro.
Anshebbeth retuvo el aliento y lo dejó ir en un suspiro tenso. Estaba dura como una soga mojada, como si estuviera sosteniendo en su interior las riendas de un caballo desbocado. Lobo del Sol buscó una silla y se sentó frente a ella; la vio relajarse un poquito más, ahora que el tamaño físico del hombre no se alzaba amenazador sobre ella. Con una voz aguda, casi histérica, dijo el aya:
—Kaletha tiene muchas ganas de ayudar. Pero ese… ese padre patético que tiene no la deja. —Citó las palabras de Kaletha—. Prefiere que su hija muera antes que admitir que nació con el poder.
—Lo sé —contestó Lobo—. De eso quiero hablar. El padre de Tazey y Kaletha no se llevan bien… creo que ésa es una de las razones para no aceptar su ayuda o la de ninguno de sus discípulos.
—Él se está comportando de un modo irracional —replicó ella, hablando con rapidez, todavía sin mirarlo. Metió una horquilla dentro de su cabello, pero la otra se le cayó a causa de los nervios. Brilló sobre la falda de marta con el fulgor cobrizo de la lámpara—. Es un viejo borracho obstinado que no quiere aceptar que Kaletha tiene poder, no quiere ver su talento, su destino…
Lobo del Sol levantó la mano.
—Eso ya lo sé. Pero ni vos, ni yo, ni Kaletha podemos evitar lo que es.
—Por lo menos podría admitir que se equivocó.
—No lo hará.
—Debería hacerlo —repitió ella tercamente, y Lobo del Sol sintió una oleada de simpatía por las bromas crueles de Nanciormis.
—Bueno, tal vez lo haga, pero tal vez no con la suficiente rapidez como para ayudar a Tazey. —Anshebbeth abrió la boca para replicarle, y él siguió adelante, resuelto—. Lo único que podemos hacer es aceptar la situación tal como es. Osgard no cree en Kaletha, no da crédito a su poder. Creo que en parte es porque la conoce de toda la vida. Pero otro mago tal vez tuviese posibilidades.
—Kaletha es la que tiene derecho a ser su maestra. —Las manos blancas y delgadas se unieron en la falda mientras continuaba—. Es su destino.
—Tal vez —dijo Lobo del Sol. Se preguntaba la razón por la que Anshebbeth defendía de tal modo a alguien que la trataba como a un perro molesto—. Pero si se produce una bronca con Osgard por esto, la que va a sufrir es Tazey.
La boca de Anshebbeth se tensó, como si fuera a protestar de nuevo por los derechos de Kaletha, pero no lo hizo. Miró hacia abajo, hacia sus propias manos, flacas, largas, que daban vueltas a la horquilla caída sobre la falda, y no dijo nada.
—¿Quién fue el maestro de Kaletha?
Ella alzó los ojos y contestó inmediatamente, con orgullo en la voz:
—No tuvo maestro.
Lobo del Sol frunció el ceño.
—¿Qué queréis decir con que no tuvo maestro? No se puede… inventar hechizos. Alguien tiene que enseñarlos.
El aya meneó la cabeza; la expresión de su rostro era la de una muchacha relamida que se siente más porque es amiga de la chica más bonita de la escuela.
—Kaletha no necesitó maestro. Y no lo tuvo… Desde la destrucción de Benshar hay un prejuicio irracional muy arraigado contra los magos, en estas tierras. Su destino le proporcionó libros de magia, perdidos durante siglos, pero ella ya tenía el poder desde antes. Yo lo sabía desde que ella era una niña, desde que llegué aquí para ser el aya de Taswind. El poder brillaba en ella, como la llama del aceite en una lámpara de alabastro. —La cara de Anshebbeth cambió al recordar a la muchachita imperiosa de cabellos rojos, y la suavidad y la emoción inundaron su voz—. Tenía diecisiete años, hermosa, orgullosa y pura. Incluso entonces. Como si ya supiera que el destino vendría a buscarla. Y hubo muchos hombres que… que… habrían deshonrado su pureza si hubieran podido. Pero ella era fuerte, y desdeñaba tales bajezas… —Le falló la voz, y el color subió otra vez a sus mejillas pálidas. Siguió adelante con rapidez—. Desde el principio, aunque yo era mayor, fue ella la que me enseñó todo, ella fue mi maestra, no al revés. Ella…
—¿Qué libros? —Lobo del Sol ya la había oído hablar de Kaletha, y no estaba interesado. Recordó las palabras de Osgard: Vuestros libros robados y sucios…— ¿Dónde los consiguió?
—No quiere revelarlo. —La mano de Anshebbeth jugueteó nerviosa sobre su cuello, pero parecía aliviada de hablar de cualquier cosa que no fuera la idea que sobre la pureza tenía Kaletha—. Nunca los vi. Pero sé que si no hubiera tenido los libros, habría cultivado el poder que había en ella de alguna otra forma. Y es mucho más difícil así —agregó, nerviosa—, es más difícil adquirir el talento sin maestro, leyendo a solas. Todo lo que tiene, lo consiguió sola… con meditación, disciplina y… y con su mente. Ella es de la raza de gente que no puede dejar de ser grande. Yo… —La voz se apagó. Nerviosa, Anshebbeth acarició los desordenados almohadones de su diván; el cabello largo, negro, suelto, todo arrugado por las trenzas, ocultó su cara enrojecida—. Yo nunca seré grande. Mi honor es… y siempre fue, ayudarla. Ella lo sabe. Nos entendemos.
Sí, seguro que ella te entiende a ti, pensó Lobo del Sol, con cínica compasión. Pobre perra engañada. Pero sólo dijo:
—¿Dónde están esos libros?
Pero Anshebbeth meneó la cabeza y no quiso o no supo decir más.
Halcón de las Estrellas lo aguardaba al pie de las escaleras. Él trató de pensar en la última vez que ella debía de haber dormido, antes de partir para Benshar en su busca, y eso después de la tormenta de arena y de todo lo que había pasado desde entonces.
Pero, como siempre, ella parecía preparada para todo. Y si él le hubiera sugerido una batalla inmediata y sangrienta, ella se habría limitado a preguntar en qué dirección estaba el enemigo.
Lobo del Sol suspiró. Se sentía completamente agotado, y el cansancio le había venido de repente, como las mareas crecientes de un mar distante. Recuerdos de luz y de oscuridad se unían en su mente en una danza compleja: luces azuladas que temblaban entre sombras alargadas sobre las que no derramaban brillo alguno; la voz espesa, turbia de Osgard en su furia; y una sola línea de huellas tambaleantes, desesperadas, a través de la arena amontonada en un patio vacío, iluminado por la luna, que ahora estaba sobre la Roca Binnig, una perla barroca en un cielo de seda gris.
—Será mejor que te vayas. —Halcón de las Estrellas apoyó el codo contra el granito pulido de la balaustrada; su silueta recordaba la de una leona, la misma fuerza natural y serena. Vio que ella se había lavado y cambiado de ropa durante la noche; siempre estaba limpia como un gato cuando no estaba metida hasta los codos en la sangre de otra gente—. Dicen que se puede vivir muy bien como minero… pagan dos veces lo que le pagan a la guardia.
Lobo del Sol contempló la hilera de arcos oscuros sobre el balcón… el lugar en el que Halcón de las Estrellas había visto deslizarse a un hombre en otra habitación y había oído el grito asustado de una mujer, la noche en que él y Nanciormis habían estado paseando después del trago que habían compartido con el Rey. Recordó también la voz de Halcón de las Estrellas aquella noche, llamándolo desde el resplandor helado de la luna del patio, advirtiéndole sobre un peligro cuya existencia ella no podía probar.
Después, echó una mirada a la silueta color paloma del portón. Nexué había pasado por allí, camino de lo que posteriormente resultaría ser su muerte.
Él se preguntó si los pájaros del ala abandonada habían estado en silencio aquella mañana también, como cuando él había encontrado las palomas asesinadas.
—No creo que deba irme, Halcón —dijo con tranquilidad.
Ella repuso en tono sensato.
—El Rey se va a poner de muy mal humor cuando te vea en el Salón a la hora del desayuno.
Él no siguió con la broma.
—Roba algo para mí. Estaré uno o dos patios más allá, en el ala abandonada.
Pero sintió un escalofrío mientras lo decía. Recordó otra vez el adobe manchado de sangre, el polvo gris sin una sola huella.
Al otro lado del portón veía el amasijo de paredes y vigas y patios llenos de arena y baldosas rotas… el cadáver sin enterrar de una fortaleza. La mujer que estaba a su lado se irguió y metió las manos en el cinto de la espada, un gesto que había tomado de él tras años de estar a su lado.
Las primeras luces de la aurora brillaban como rocío de frío acero sobre los broches de su jubón. Lo miró, sus ojos del color gris plata del cielo invernal, ojos que no expresaban sorpresa. Pero claro, Halcón jamás se sorprendía.
—Sea cual fuere la razón por la que mataron a Nexué, esa carnicería no fue obra de un hombre cuerdo. Y tal vez no fue obra de un hombre. En todo esto, Halcón, hay olor a maldad. No sé quién, pero alguien va a necesitar mucha protección, esto te lo juro.