Desde la ventana del templo, Lobo del Sol podía ver las luces que flotaban más abajo, en el cañón.
Las había visto la noche anterior, cuando observaba la negra violencia de los vientos asesinos. Más tarde, cuando los palacios de roca, esculpidos en la piedra arenisca de las paredes del cañón, quedaron fríos y sin color bajo la luna fantasmal, seguían allí. Guiñaban el ojo desde los umbrales vacíos, desde cuencas de amplias y cuadradas ventanas, y desde las sombras de las columnas color durazno de las fachadas talladas. El susurro de aquellas voces sin cuerpo se mezclaba con el gemido de los vientos del desierto.
Lobo del Sol sabía lo que eran.
En el norte, cuando era niño, había visto demonios y había sido el único capaz de verlos. Su padre, lo recordaba muy bien, le había pegado la única vez que él le había hablado de ello. Por contar mentiras, le había dicho. Lobo del Sol se preguntaba si en realidad no había sido por decir una verdad que el viejo se negaba a aceptar, sobre todo porque él deseaba un hijo guerrero, un soldado.
En todos aquellos años de rumores sobre demonios, Lobo nunca había oído decir que pudieran hacer demasiado daño a la gente. Sabía que sus voces agudas, sibilantes, salían de las profundidades de la tierra, llamando a los hombres a la muerte en los pantanos o desde los riscos iluminados por la luna. Pero huían de los hombres y las luces brillantes. Nadie sabía qué eran ni qué mal podía haber en esos espíritus fríos e incorpóreos.
Pero él sabía que estaba en peligro en esa ciudad, aunque ignoraba de qué tipo de peligro se trataba.
En el polvo de la piedra arenisca rosada del templo que había elegido como cuartel general había garabateado algunos hechizos no demasiado buenos contra los demonios, tal como le había enseñado Yirth de Mandrigyn, y había dibujado todas las Runas de la Luz en las jambas de la puerta y en el alféizar de la gran ventana superior.
Pero no se sentía seguro.
Allí abajo, en la oscuridad monocromática del cañón, danzaban tenues luces, que brillaban sin llegar a iluminar los lisos pilares, las torrecillas de filigrana o las retorcidas escaleras cortadas a intervalos sobre la erosionada superficie de las rocas de la pared del cañón.
La Ciudad de Benshar estaba construida donde el frente de las Montañas Hechizadas, de piedra arenisca color tostado ennegrecida por la pátina del sol ardiente, se curvaba hacia dentro para formar una planicie elevada sobre el nivel del desierto, protegida de la crueldad de los vientos. Allí manaban de las montañas escarpadas tres pequeños arroyos, para perderse a lo lejos en el desierto. En lo alto de la llanura elevada, la Ciudad de Benshar había cultivado en otro tiempo jardines de palmeras datileras y cipreses, hasta que los ejércitos invasores de los Reinos Medios aplastaron a la Antigua Casa de Benshar y tomaron sus tierras y sus minas.
El tiempo y la arena habían destruido casi por completo las pocas paredes que la guerra había dejado en pie. Pero al fondo de los tres cañones yacía todavía un laberinto retorcido de cauces secos, solitarios bloques cuadrados y altísimas agujas de piedra, caminos tan anchos como una calle o tan angostos que Lobo podía tocar ambos lados con las manos, únicamente iluminados por brillantes franjas de cielo que asomaban cien metros más arriba. Ése era el lugar en el que los nobles de Benshar habían tallado, como si fueran gemas, palacios y templos en los acantilados. A cubierto del sol, sus fantásticas fachadas de piedra no habían sido oscurecidas por el calor del desierto. Brillaban en colores melocotón y rosado y ámbar, bandas de suaves amarillos, miel, ceniza. Aquí, el tiempo se había detenido, un tiempo maldito dentro del hechizo de la roca.
Lobo del Sol siempre había amado las rocas, la fuerza y la personalidad de sus formas pétreas. En el camino hacia Benshar y en la misma Tandieras había lamentado no tener un jardín de rocas para sentarse a meditar y pasar el rato. Como lo único que le habían contado de Benshar era lo referente a su mala reputación, aquella belleza de cuento de hadas lo había dejado sorprendido y admirado.
Sin embargo, en cada una de las sombras, en cada nicho, en cada umbral, sentía la presencia de los demonios. La ciudad estaba infestada de ellos, pequeños y grandes; en los tres días que había empleado para explorar el lugar, se había sentido vigilado constantemente. A veces, le parecía que solamente tenía que apretar las manos contra la tierra para oír sus voces. Pero eso era algo que tenía miedo de hacer.
De día no los veía nunca, aunque de vez en cuando, en los palacios que tenían más de una estancia dentro de la roca, los oía susurrar y murmurar, como hojas secas flotando sobre suelos de piedra que ningún viento y ninguna planta habían tocado durante generaciones. Y dos noches atrás, entre las sombras del cañón central, los había visto. De soslayo, apenas un roce en el rabillo del ojo, amontonándose en las sombras frente a él cuando trató de marcharse. Él había vuelto sobre sus pasos para tomar un estrecho cauce que se unía al principal un poco más abajo: en aquel lugar, las montañas se separaban formando bloques enormes, solitarios, y algunos nobles emprendedores habían convertido aquellos bloques en auténticos palacios. Pero los demonios lo habían estado esperando. El sol había desaparecido ya de la franja brillante y azul que corría por encima de su cabeza, y sus rayos solamente alcanzaban el borde superior de las rocas. Lobo oía un parloteo suave, malvado, entre las sombras.
Cuando retrocedió por segunda vez, comprendió que lo estaban guiando.
En la maraña de cosas que le había enseñado Yirth, no había información sobre los demonios, y él nunca había encontrado nada en su búsqueda de maestros. Sabía que surgían de las rocas y los pantanos, a veces del agua. Si estaban en aquella tierra, la magia de las Brujas de Benshar debía de haberlos mantenido a raya hasta que, con la destrucción de las Brujas, habían vuelto a surgir de la tierra como petróleo.
No tenían fuerza. Como eran incorpóreos, dudaba que pudieran lastimar físicamente a un hombre. Por lo menos gravemente. Y no se le ocurría ninguna razón por la que podrían querer hacerlo, puesto que no necesitaban comida. Sin embargo, había lugares en que los suelos del cañón estaban cubiertos de huesos de animales, ovejas de las montañas y gacelas, empujados a la muerte desde los bordes de piedra que quedaban más arriba, así como había hombres que morían en los pantanos arrastrados hacia el agua por los demonios del norte. Los huesos estaban enteros e intactos.
Plantado allí, en la penumbra cada vez más oscura y azul de la tarde, escuchando el seductor murmullo de los demonios que se amontonaban como luciérnagas en las sombras frente a él, se preguntó por qué lo harían.
Y después se alejó, buscando una salida. El cañón se ensanchó frente a él y se convirtió en un espacio alargado donde se alzaba una hilera de agujas de piedra erosionada, columnas estrechas tan altas como las paredes del cañón, las puntas brillando contra el cielo opalescente. Los cipreses retorcidos, recuerdo de pozos desaparecidos, se doblaban junto a las bases de las agujas, troncos grises, gastados y contorsionados como si trataran de tragarse sus propias ramas. Y al fondo del cañón se extendía la fachada del palacio más grande que él hubiera visto hasta el momento. Una escalinata ámbar unía los niveles de columnas color salmón y melocotón, y más allá había frágiles torrecillas y extrañas espirales brillando bajo la última luz de la tarde. Pero cuando Lobo del Sol se quedó de pie bajo la sombra negra de los cipreses, aún vivos, oyó unas voces que lo llamaban desde los arcos oscuros del vasto edificio, voces dulces como las de los niños que se alimentan de sangre humana.
Entonces tuvo miedo, sin razón, y huyó de nuevo cañón abajo, sordo al susurro de las sombras que atravesaba. Corrió a su propio cuartel en el templo del cañón oeste y garabateó otra vez la urdimbre fantasmal de las runas, invisible a cualquier ojo excepto al suyo, sobre las ventanas y las puertas que iba cruzando. No tenía forma de saber si las runas mantendrían realmente alejados a los demonios, si les impedirían pasar. Se pasó despierto toda la noche y todas las noches que siguieron.
Fuera seguían agitándose en la oscuridad. Cuerpos desvaídos, deformes, en caparazones fosforescentes, entraban y salían de las rocas, flotando en el aire como ondas de niebla vagabunda. Lobo del Sol sabía que lo que veía era la verdadera esencia de los demonios, del mismo modo que un espejo refleja siempre la verdadera esencia de un mago envuelto en la ilusión. Lo que lo asustaba era que no podía decidir si eran horribles o hermosos. Los oía susurrarse cosas unos a otros, con sus voces agudas, aflautadas, y sabía que, si se permitía hacerlo, comprendería lo que decían… o creería comprenderlo. Pero también tenía miedo de eso.
¿Por qué sentía que vendrían si él los llamaba?
¿Por qué esa extraña sensación oculta, negada, de que en realidad conocía sus nombres?
Habían intentado llevarlo otras dos veces al espacio abierto al final del cañón central donde crecían los cipreses oscuros a los pies de las agujas de piedra, habían tratado de llevarlo al lugar color melón que quedaba un poco más allá. Y Lobo había ido a verlo una vez, el día que siguió al primer intento, porque sentía curiosidad, porque quería saber qué querían de él. Había elegido el mediodía, cuando el sol ardiente caía directamente sobre la grava que cubría las calles talladas y los lechos de arroyos secos; la única hora en que se sentía seguro.
Había observado el vestíbulo sombrío desde la parte superior de los escalones: un espacio cuadrado, enorme, con paredes cubiertas de la arena fina y gris que se colaba entre las columnas de la fachada abierta y que, a veces, llegaba incluso hasta la altura de sus hombros. La habitación era mucho más profunda que ninguna otra que hubiera visto, pues el fondo quedaba oculto en la sombra, y, a diferencia de las otras, las paredes habían sido pintadas. Los borrosos dibujos de los frescos eran casi irreconocibles, pero había algo que lo perturbaba en la postura, en las actividades que parecían sugerir las líneas sombrías, rígidas de las pinturas que, por otra parte, eran lo único que quedaba después de ciento cincuenta años. A la derecha advirtió un pequeño rectángulo de sombra, una puerta poco visible hacia alguna cámara interna sin ventanas al exterior. Y desde aquella puerta oscura, suave pero perfectamente audible, había escuchado surgir la voz de Halcón de las Estrellas diciéndole:
—¿Jefe?
Después de lo cual no se había atrevido a entrar en el cañón central. Dormía en el calor del mediodía; exploraba la ciudad en las escasas horas de la mañana y de la tarde, en pos de una señal, un libro o un talismán que las Brujas de Benshar pudieran haber dejado, rastreando los vestigios de su poder en los laberintos de los acantilados rosados. Ese mismo día había oído el llanto de un bebé, desesperado y febril, y había seguido el sonido hasta la entrada del cañón central. Se había quedado allí mucho tiempo, escuchando aquel gemido de hambre, antes de volverse y alejarse.
Por la noche vigilaba, y los demonios lo vigilaban a él.
Dos noches antes, mientras la tormenta aullaba sobre su cabeza y los cañones se llenaban del resplandor fantasmal del polvo caliente que se agitaba entre vientos encontrados, los había visto congregarse por centenares y acercarse a la ventana donde él estaba, con el corazón palpitante, para observarlo con ojos vacíos y brillantes.
Ahora el cielo palidecía ya sobre el cañón. En una hora se sentiría lo bastante seguro para poder dormir. Se preparó para meditar, porque para eso había ido allí, entre otros motivos. Pero justo en el momento en que serenaba la mente, afilada y clara y pequeña como en un sueño, supo que Halcón de las Estrellas había entrado en la ciudad.
Como un eco, le pareció oír dentro de su mente el golpear de los cascos entre las paredes medio derruidas que se extendían más allá de los cañones. Como en otras ocasiones, la llamó mentalmente y la vio montada en su caballo, entre los mosaicos desvaídos del pavimento roto de la vieja plaza del mercado; el viento del amanecer soplaba sobre los velos blancos de su cabeza y la rubia crin del caballo. Después, la vio volver la cabeza con rapidez, como si oyera algo.
Rápido como el rayo, Lobo del Sol recorrió la curva de escalones tallados en piedra hacia la amplia habitación que quedaba más abajo. Más allá del umbral de los hechizos, el cañón estaba lleno de un silencio azul; la quietud del lugar resultaba antinatural, pues, a pesar de que quedaba agua en algunos tanques de piedra, los pájaros evitaban la ciudad. Los pies de Lobo del Sol crujían sobre los montones de arena y grava mientras se lanzaba calle abajo. En las horas en que los demonios deambulaban por el lugar, era demasiado peligroso coger el caballo.
Tal como había esperado, la sensatez de Halcón de las Estrellas la había aconsejado quedarse en terreno abierto. Montaba una jaca alazana de las cuadras del Palacio hacia la boca del más angosto de los tres cañones, y volvía la cabeza con cautela, tratando de captar todo sonido. La primera luz del amanecer del desierto le daba de pleno, reluciendo sobre las guarniciones de plata de su jubón y su justillo, el verde uniforme de la guardia, y sobre el acero de las empuñaduras de la espada y la daga. En el momento en que Lobo del Sol la divisó entre paredes derrumbadas y caídos pilares de pórfido rojo, ella estaba inclinada sobre la montura como si tratara de percibir el eco de un tenue grito en el cañón que tenía ante sí. Muy cerca, se oyó un crujido fuerte, como una piedra cayendo desde gran altura sobre otra piedra, y el caballo de Halcón levantó la cabeza, hizo rodar un ojo aterrorizado y trató de huir.
Halcón de las Estrellas estaba preparada para tal reacción, y Lobo supuso que no era la primera vez que le pasaba algo parecido desde que había entrado en las ruinas. Halcón retuvo al asustado animal en un círculo cerrado. Enmarcada en los velos blancos, su cara tostada seguía impasible, pero incluso a aquella distancia se veía tensa y alerta, como cuando patrullaba durante demasiado tiempo. Apenas tuvo el caballo bajo control, Lobo del Sol salió de entre las sombras de un arco en ruinas y la llamó:
—¡Halcón!
Ella alzó la vista, empezó a acercarse, después detuvo el caballo de nuevo. Sosteniéndolo con una mano a pesar de los nervios del animal, sacó algo del bolsillo de su jubón y la luz nueva del amanecer brilló sobre un espejo cuando ella lo enfocó hacia él. Y entonces, satisfecha, acicateó al caballo y trotó, a través de la arena y las agujas de la calle, hacia el lugar donde él se encontraba.
—¿Qué pasa? —Ella nunca habría venido a buscarlo sin razón, de eso estaba seguro.
—Es Tazey —dijo Halcón de las Estrellas con tranquilidad—. Creo que es mejor que vengas.
—Así que está en coma desde entonces. —Halcón de las Estrellas frenó a su caballo, conteniendo el deseo nada antinatural del animal de poner toda la superficie de la reg entre él y los acantilados pardos y negros de las Montañas Hechizadas—. Kaletha trató de verla anoche. Osgard no quiso ni oír hablar de tal cosa y lo único que pudo hacer Nanciormis fue impedirle que arrojara a Kaletha del palacio para siempre. —No hubo ningún cambio en su voz suave, un poco áspera, cuando agregó—: Creo que se está muriendo, Jefe.
Él la miró con atención. Los cortes de la arena y las rocas de la tormenta todavía brillaban, rojos y feos, sobre la cara pálida; los grises ojos estaban fijos frente a ella, hacia el bloque oscuro del Paso de Tandieras, apenas visible más allá de la muerta llanura de grava negra. Nueve años de lucha en las guerras de otros pueblos les habían enseñado a ambos que es difícil cabalgar o pelear si uno está llorando. Las lágrimas son para después.
Lobo del Sol afinó su único ojo sano para observar la sombra de su caballo sobre la grava y calcular el ángulo del sol.
—¿A qué hora te fuiste?
—A la medianoche. Osgard y Kaletha todavía estaban discutiendo.
—Estupendo. —Se colocó el extremo del velo sobre la boca para protegerse del polvo—. Te digo que el Rey se sentirá encantado de verme.
Las sombras habían cambiado de lugar y estaban empezando a alargarse de nuevo cuando subían por el sendero del portón de piedra oscuro de la Fortaleza del Paso de Tandieras.
—No veo señales de duelo —fue el lacónico comentario de Lobo del Sol. Halcón de las Estrellas asintió. Como guerreros, los dos estaban en guardia ante lo que pudiese pasar; una sangre fría que ambos compartían. Lobo del Sol no sentía ninguna obligación de expresar su genuina inquietud por la muchacha, a la que se había sentido muy unido durante los pocos días que pasara a su lado, y tampoco suponía que la calma enigmática de Halcón tuviera nada que ver con la indiferencia. Si Tazey moría, ya habría tiempo más que suficiente para el dolor.
Después de tres días de silencio en las Montañas Encantadas, a Lobo del Sol le parecía raro ver gente moviéndose a su alrededor, y oler a agua y a carne al fuego, y todavía más raro darse cuenta de que podía creer en la realidad de lo que veía. Mientras cabalgaban bajo la penumbra del portón, una sombra pequeña y expectante llamó la atención de Lobo. Se detuvo a su lado, dejando que Halcón de las Estrellas lo precediera por entre la confusión polvorienta de los patios de los establos. La sombra dio un paso adelante, delgada y miserable en su jubón oscuro y sus medias, el volante del cuello de su traje en su habitual estado lamentable. La carita puntiaguda lo miró suplicante en la penumbra.
—¿Cómo está tu hermana? —le preguntó Lobo con tranquilidad.
Por un momento tuvo la impresión de que Jeryn se iría corriendo. Después, el chico bajó la cabeza y murmuró:
—Tenéis que ayudarla. Lo que le pasa tiene que ver con la magia, ¿verdad?
—Sí. —Lobo del Sol desmontó y se quedó de pie, mirando al huidizo chiquillo—. Y haré todo lo que pueda, pero solamente si tú te metes en la cama ahora mismo. Halcón me ha contado que pillaste una insolación cuando saliste a buscarme.
Jeryn se puso colorado.
—Estoy mejor.
Lobo del Sol puso una mano bajo el mentón del muchacho y lo obligó a levantar la cabeza. Lo estudió con ojos críticos.
—Mentira, demonios —replicó con tranquilidad después de un momento, mientras estudiaba aquel rostro demasiado blanco bajo los cortos rizos negros—. Un hombre que no se repone de sus heridas no es solamente un tonto; es un peligro para su comandante, porque no se curará bien y con toda seguridad no estará disponible cuando más se lo necesite. —Pasó la mano con rudeza sobre el cabello del chico, como acariciando un perro—. Yo me ocuparé de tu hermana.
—Capitán… —Jeryn vaciló, después tragó saliva con fuerza—. Lo… lo lamento. Fue culpa mía pero… el tío Nanciormis me dijo que era un cobarde por no defenderos frente a mi padre. Dijo que si no me gustaba la forma en que él me enseñaba, por lo menos hubiera debido tratar de manteneros conmigo. Y yo… yo no soy un cobarde —insistió con la angustia de alguien que sabe que no le creen—. Lo que pasa es que… —Se detuvo, los labios apretados. Después, avergonzado por las lágrimas que le llenaban los ojos, se volvió para salir corriendo.
—Jeryn.
Aunque Lobo hablaba muy bajo, la voz áspera detuvo al muchacho, que se volvió, tratando desesperadamente de no llorar.
—Nunca necesité pruebas de que eras valiente —dijo Lobo. En el marco blanco de los velos, su cara se veía oscura, con la mandíbula irregular y el ojo único, amarillo como el de una pantera—. Y nunca encontré razón alguna para pensar que fueras un cobarde. Lo que pasa entre tu padre y yo es algo que no tiene nada que ver contigo. No tienes que preocuparte por eso.
—No, señor —susurró Jeryn—. Lo lamento, señor.
Se detuvo un instante y luego reanudó la retirada, cuando Lobo del Sol le preguntó:
—¿Tu padre está con Tazey?
El muchacho se volvió una vez más.
—Sí, señor —dijo. Después, con una voz totalmente indiferente, como la voz con que hubiera hablado del clima—: Está borracho, señor.
Lobo del Sol asintió.
—¿Borracho y furioso, o borracho a punto de desmayarse?
—Borracho y furioso, señor.
—Maravilloso. —Lobo suspiró—. Gracias, explorador. Ahora vuelve a la cama.
—Sí, capitán. —El chico se fue como una sombra.
—Hay que reconocer que el Rey tiene aguante —gruñó Lobo del Sol, desatándose los velos mientras él y Halcón de las Estrellas ascendían el empinado sendero de arena que llevaba de los establos a las torres negras y cuadradas del Fuerte—. Hay que ser resistente para estar veinticuatro horas borracho y furioso sin desmayarse ni dormirse.
—Yo trabajaba para un hombre que era capaz de hacer todo eso —comentó Halcón de las Estrellas mientras subían por la escalera. Lobo del Sol cambió el paso como si ella le hubiera puesto la daga en la espalda.
—¡Eso era diferente!
—«Diferente» me parece una buena palabra para definirlo —aceptó ella con voz mansa.
Lobo del Sol gruñó:
—Ése es el inconveniente de enamorarse de un segundo al mando —y siguió caminando a zancadas hacia el balcón con la hilera de puertas en arco mientras Halcón de las Estrellas lo seguía sin sonreír—. Se pasan con uno demasiado tiempo y te conocen demasiado bien.
—Sí, Jefe.
Jeryn y Taswind ocupaban las dos últimas habitaciones del balcón que compartían con la casa del Rey. Un sol color bronce caía en diagonal a lo largo de la curva de granito oscuro de la cara sur del edificio, agitando las sombras de los dos compañeros como negras bufandas habitación tras habitación. Anshebbeth, sentada en una de las piezas, saltó con un grito nervioso, las manos extendidas, la cara pálida y marcada por la tensión y la falta de sueño. Cuando vio quiénes eran, se dejó caer de nuevo sobre la cama y siguió retorciéndose las manos.
Incluso desde el balcón, Lobo del Sol podía oír la voz furibunda de Osgard.
—¡No quiero, ya os lo dije! Esa vieja boca sucia de Nexué estuvo pregonándolo por toda la ciudad, y no hay hombre que no afirme que mi hija es bruja…
—Aunque no estoy de acuerdo con la connotación de la palabra «bruja» —dijo la voz cáustica de Kaletha—, no podéis negar que lo que pasó prueba que Taswind nació maga.
—¡Claro que puedo negarlo, carajo! —El Rey se volvió para mirar furioso por encima de Kaletha justo cuando Lobo del Sol empujaba la cortina estampada que daba a la cámara exterior de las habitaciones de Tazey—. ¡No es más bruja que su madre! Nunca hubo una muchacha más dulce, más obediente en toda la faz de la tierra, ¿me oís?
Kaletha se puso tensa y miró al rubicundo gigante, sudoroso y sin afeitar, que se alzaba frente a ella. Como siempre, la Bruja Blanca llevaba el cabello rojo y largo echado hacia atrás en trenzas y vueltas tan intrincadas como un trabajo de alfarería, y un inmaculado vestido, simple y negro, de tela hilada a mano; su mismo acicalamiento era un gesto de desprecio.
—Ella tiene derecho a que yo le enseñe los caminos del poder. Se lo debéis.
—¡Lo que le debo es protegerla de vos, demonios! No quiero ni oíros, y tened por seguro que os ataré y flagelaré personalmente si os acercáis a ella con vuestros hechizos de sueño y vuestros conjuros de clima y vuestros libros robados y sucios. Si siguen diciendo esas mentiras, ¿qué hombre querrá casarse con ella, sea Señor del Desierto o no?
Los saltones ojos azules de Kaletha brillaron todavía con más fuerza.
—No son mentiras, y no hay ninguna vergüenza en ser bruja.
—¡Asquerosa presumida! ¡Ella se moriría de vergüenza antes que ser lo que sois! Fuera de mi vista, antes de que…
—Si me dejarais entrar a mí, en lugar de llamar a ese Obispo inútil y quejica…
—¿Para que sea vuestra discípula? —rugió Osgard, perdiendo el poco control que le quedaba.
—Necesita una maestra, y soy la única…
—¡Lo que necesita es un esposo! ¡Voy a crucificar a todo hombre que diga que es una bruja… y a cualquier mujer también! Y voy a deciros algo con toda claridad: ¡Ella no será vuestra discípula! ¡Ahora, fuera!
La cortina interior se movió, su estampado en rojos y azules semejaba un jardín agitado por el viento allí donde recibía de pleno el resplandor del sol. El Obispo Galdron atravesó la cortina, las blancas manos cruzadas sobre el cinturón. Aunque ya no lucía la túnica ceremonial de brocado, todavía recordaba a una muñeca demasiado adornada, con la túnica y la estola y la chaqueta trabajadas en una galaxia de símbolos hieráticos bordados en gemas. El hombre se detuvo en el umbral de la puerta y los ojos azules y helados miraron a Lobo del Sol y a Halcón, para después posarse sobre Kaletha. Habló con voz severa:
—Sí, entrad. Ya habéis hecho bastante mal con vuestra presencia. Hubiera sido mejor que Taswind muriera, en lugar de haber condenado su alma con la brujería.
—¡No es bruja! —rugió Osgard, lívido.
—Es bruja. —Los labios rojos del viejo se doblaron en tensión dentro del sedoso marco de los bigotes—. Y como bruja, está condenada…
—¡Fuera de aquí los dos! —La cara de Osgard estaba escarlata, una masa surcada por lágrimas y venas rotas—. ¡Y vos habláis de brujería, hipócrita asqueroso, cuando vuestro propio acólito está con Kaletha desde hace meses!
Galdron se volvió, asustado y profundamente impresionado, y Kaletha no pudo reprimir una sonrisa de orgulloso y perverso triunfo ante la inesperada humillación. A continuación pasó ante Lobo del Sol con rapidez y salió por el balcón. Galdron, la cara roja de rabia, se apresuró a seguirla. La cortina se agitó al paso de ambos, después se acomodó otra vez sobre las persianas.
Lobo del Sol se quedó allí, de pie, frente al Rey.
—Vos… —La voz de Osgard estaba turbia y se arrastraba—. Vos… Todo es culpa vuestra. Mi hijo corrió a buscaros…
—Vuestro hijo escapó porque tenía demasiado miedo de vos para hablar en mi favor, y vuestra hija lo siguió porque tenía demasiado miedo para pediros ayuda. —Lobo del Sol cruzó los brazos, el cuerpo entero relajado en la espera anterior a la batalla, un estado de alerta engañoso, que podía dispararse con el roce de un cabello—. Ahora, ¿me dejaréis salvarle la vida, o vais a dejarla morir para probar que tenéis razón?
La cara de Osgard se puso blanca de rabia muda; Lobo del Sol se preguntó con ojo clínico si le iba a dar un ataque allí mismo. Después, con un rugido como el de un horno al explotar, bramó:
—¡Os crucificaré por eso! ¡Guardias! —Envuelto en una nube de olor a vino, el Rey saltó a la garganta de Lobo.
En las décimas de segundo que mediaron entre la carga del Rey y su reacción, Lobo del Sol pensó que su padre había tenido razón cuando le decía que en el nombre de todos sus antepasados nunca se mezclara con asuntos de magia ni discutiera con borrachos. Eludió el ataque con un paso al costado. Bloqueó las manos extendidas del hombretón con un golpe del antebrazo, y usó la otra mano para asestar un golpe exacto y directo a la prominente mandíbula del Rey.
Osgard cayó como un árbol derribado.
Lobo del Sol dio un paso para alejarse del Rey inconsciente, justo en el momento en que Nanciormis y media docena de guardias irrumpían por la puerta que daba a la escalera interior del salón. Por un momento Lobo y Nanciormis se contemplaron por encima del cuerpo derribado, mientras los guardias se agrupaban a su espalda, con las manos sobre el cinto de la espada, dispuestos a lo que fuera. El Comandante se volvió hacia los guardias y ordenó con gravedad:
—Su Majestad está fatigado. Llevadlo a su habitación.
Se apartó para dejarlos pasar, y el grupo se retiró escaleras abajo. Nanciormis observó impasible cómo los guardias doblaban la esquina en dirección al Salón. Solamente entonces, el Comandante echó una mirada a Lobo del Sol.
—Veo que no era acertada mi opinión sobre la utilidad de la magia —dijo con tranquilidad—. Haced lo que podáis por ella. Haré que os dejen solo.
—Yo llamaría a eso magnanimidad —comentó Halcón de las Estrellas con suavidad, mientras el Comandante traspasaba el amplio arco hacia el balcón para dirigirse, supuestamente, a su habitación en el otro extremo—. Si no fuera porque esperó hasta estar bien seguro de que nadie estaba cerca para oírlo.
—Tal vez. —Lobo del Sol miró pensativo cómo la cortina volvía a su lugar contra el brillo duro del arco—. Es un político, Halcón, y como político se ocupa de la forma en que son las cosas, no de cómo se supone que deberían ser. Se puede decir lo que se quiera de él, pero tiene la suficiente pasta de señor shirdar como para saber que la magia no tiene nada que ver con el horror infernal con el que siempre está amenazando ese Obispo.
Se volvió hacia la puerta interna de la habitación de Tazey y Halcón de las Estrellas dijo con calma:
—Shebbeth debería entrar contigo.
Lobo del Sol se detuvo, un poco sorprendido, pero sabía que ella tenía razón. A pesar de ser guerrera, Halcón tenía la sensibilidad aguda de una mujer para los usos de la sociedad.
—Si crees que puede ser de utilidad, ve a buscarla —dijo él—. Aunque supongo que Osgard la echó, lo cual no es de extrañar.
Halcón de las Estrellas se detuvo, y recordando la cara llorosa del aya y la forma histérica en que se retorcía las manos, se asomó al balcón y no insistió.
Las ventanas del pequeño dormitorio de Tazey daban al norte, hacia el desierto chaparral y las montañas escarpadas del fondo. A esa hora del día, la luz del sol inundaba la habitación y, con las ventanas cerradas de acuerdo con el buen sentido médico, resultaba insoportablemente calurosa y opresiva. El aire era pesado, saturado de los olores de las hierbas quemadas, enfermizo comparado con la brisa seca del desierto que había estado respirando Lobo del Sol. Tazey yacía tendida sobre una cama estrecha. De no ser por el movimiento de sus senos jóvenes bajo la sábana, podría haber parecido muerta. Su piel tostada parecía una mala capa de pintura sobre la blancura de cera de la carne que había debajo; desde los bordes de los ojos cerrados corrían los secos surcos de las lágrimas derramadas en sueños.
Lobo del Sol se arrodilló a su lado, vacilante, y le tomó la mano. Estaba fría. Le tomó el pulso, que encontró tras una larga búsqueda, y le pareció lento como el de un arroyo ahogado por el hielo del invierno. Una vida en los campos de batalla le había proporcionado cierta destreza para curaciones rápidas y sencillas; después Yirth de Mandrigyn le había mostrado hechizos para mantener el espíritu en el cuerpo hasta que el cuerpo tuviera tiempo de responder a los medicamentos. Pero esta vez no era cuestión de medicinas. Los síntomas parecían, en todo caso, de congelación y agotamiento.
Lobo del Sol no tenía ni idea de por dónde empezar. Había curado a guerreros con los medios de un guerrero, pero esto era diferente. En los últimos nueve meses había hecho algunas curaciones con los pocos hechizos que le había enseñado Yirth, y siempre se había quedado atónito cuando le daban resultado. Contempló la cara tostada de la muchacha contra la almohada, el cabello dorado por el sol desparramado sobre las sábanas y las manchas azules de agotamiento que sombreaban los párpados en tensión. Por primera vez, olvidó su sangre fría de guerrero y sintió dolor por ella, dolor y una piedad terrible por lo que le había sucedido.
La recordó en la danza de la guerra, la fuerza leve, ascendente de sus movimientos, la felicidad en sus ojos por ser lo que era. En los pocos días de estancia en Tandieras, Lobo se había sentido cerca de la muchacha, con el afecto viril de un hombre maduro por una joven, esa extraña combinación de paternalismo y cierta sensualidad impersonal. Pero ahora se daba cuenta de que ella era una maga como él, tal vez más fuerte que él. Y debía de estar tan aterrorizada ante sus propios poderes como él ante los suyos. «La hija más dulce que pueda desear un hombre», había dicho Osgard. Con razón le aterrorizaba haber descubierto en sí misma, contra su voluntad, la semilla de aquello que un padre menos quería que fuera. Y por ese motivo trataba de ahogar sus poderes, y su propia alma estaba devorando su cuerpo de culpa y pena y vergüenza.
Le soltó la mano y se levantó para abrir los postigos. Dejó entrar el olor seco del desierto —la reconfortante mezcla de olores a establos, salvia y cielo—. Le llegaron voces flotando en el aire: la voz breve y desafiante de Kaletha desde los patios de más abajo; la del Obispo, llena de rabia quejumbrosa. Más cerca, oyó los sollozos de Anshebbeth, ahogados, tal vez contra la cama o contra el hombro de un hombre. Extrajo un pedazo de tiza de su bolsillo y dibujó alrededor de la cama, sobre el suelo de baldosas rojas, uno de los Círculos Mágicos, una medida de precaución contra males que Yirth había sido incapaz de definir con claridad. Después de pensar un momento, trazó también las runas de la magia, la vida, la fuerza, los viajes hechos y completados a salvo —marcas que atraerían hacia sí las constelaciones de influencias y le ayudarían a concentrar la mente—. Lo hizo por costumbre, como una rutina. Nunca había usado aquellas cosas antes, y no tenía idea de cómo hacerlo. Lo hizo siguiendo movimientos aprendidos, como hubiera hecho en un ejercicio para manejar un arma no demasiado familiar. No iba a dejar de lado lo que le habían enseñado solamente porque todavía no significara nada para él.
Volvió hasta la cama y tomó la mano de Tazey.
Se preguntó si sería su imaginación, pero le pareció que estaba más fría que antes. Respiró hondo tres veces y abandonó la mente a la meditación. Con torpeza, con dudas, dejó de lado las preocupaciones y los resentimientos, los pensamientos aleatorios a los que se aferra la mente para disfrazar su miedo a la quietud. Reunió la luz a su alrededor y, como si se hundiera en aguas muy profundas, buscó el Círculo Invisible, donde sabía que encontraría a Tazey huyendo de sí misma.
Ella se despertó llorando. Durante mucho rato se quedó acostada, dándole la espalda, sollozando como si le hubieran arrancado todo lo que había dentro de su cuerpo y de su alma. Y en realidad, pensó Lobo del Sol, casi demasiado cansado para sentir pena por ella, eso es lo que le pasó. Por su parte, él no sentía nada, fuera de un cansancio desproporcionado al tiempo que había estado meditando. Después, de pronto, la hizo rodar suavemente hacia el costado y le frotó la espalda, como había visto que hacían las mujeres del mercado para calmar los dolores de los bebés.
Solamente después de un rato notó que la habitación estaba fresca. El aire del otro lado de las anchas ventanas había estado inundado de luz y calor al comienzo de la meditación, y ahora reinaba la oscuridad. Escuchó, tratando de calcular la hora por los sonidos del edificio, pero era difícil, porque la enfermedad de Tazey había tendido un manto de silencio sobre la Ciudadela. Alguien, probablemente Halcón de las Estrellas, había encendido las dos lámparas de alabastro que descansaban sobre la cómoda de ébano labrado, y lagos de luz moteada navegaban por el techo más arriba.
Lobo se sentía débil y un poco extraño, como si hubiera nadado durante horas. Tenía las piernas, dobladas bajo su cuerpo, totalmente entumecidas, y sintió su hormigueo cuando cambió de posición. Durante un largo rato se limitó a quedarse donde estaba, para que Tazey supiera que no estaba sola. La había descubierto en el país desolado que bordea las tierras de la muerte, vagando y llorando en la oscuridad; él sabía, y ella también, que no había querido volver con él.
Después de un largo rato, ella volvió la cabeza sobre la almohada y susurró:
—¿Mi padre está muy enojado?
Ahora era maga como él, y él no podía mentirle. Además, en las tierras sombrías del alma siempre hay un lazo entre los que buscan y los que son encontrados. Dijo:
—Sí. Pero no puedes dejar que eso te domine.
Ella respiró hondo y retuvo la respiración durante unos segundos.
—Yo no quería —dijo finalmente con una voz muy leve. Levantó la cara de la almohada, una cara fea, hinchada, con las marcas de la violenta tormenta de arena y surcos de lágrimas. Sus ojos verde ajenjo estaban circundados de manchas lavanda, los ojos de la mujer que sería algún día—. Traté…
—Jeryn fue lo bastante listo como para preguntarte dónde estaba yo.
Ella asintió, con pena.
—Cuando era niña, y él era un bebé, encontraba cosas con facilidad. Una vez lo hallé cuando él se perdió en la vieja ala de la Fortaleza, y para ello lo único que tuve que hacer fue cerrar los ojos y pensar en él. Así supe que estabais en Benshar y que él se había ido. Pero después… traté de no hacerlo más. —Hizo un ruido casi como el de un sollozo y se frotó la nariz enrojecida—. ¿Eso quiere decir que estoy condenada?
—Quiere decir que Galdron afirmará que lo estás.
Ella se quedó callada durante un tiempo, digiriendo la distinción; después, dijo:
—Yo no quería. No quiero ser bruja. Las brujas…
Se detuvo y lo miró.
—Nadie te pide que decidas ahora —dijo Lobo del Sol—. Pero yo, por lo menos, quiero agradecerte con todo mi corazón que hayas salvado la vida de Halcón. También salvaste a Jeryn, y a tus amigos Pothero y Shem.
—Pero ahora me tienen miedo —murmuró ella, y otra lágrima se deslizó por su tersa mejilla.
—Probablemente —aceptó él—, pero no creo que Jeryn sienta lo mismo, y sé que Halcón no lo siente. Así que no son todos.
La voz de ella sonaba distante, nostálgica, como si supiera ya que hablaba de otra persona.
—No quiero cambiar. Quiero decir… tal vez no me guste la persona en que voy a convertirme.
Con un gesto lleno de ternura, Lobo del Sol le apartó de la cara los sucios mechones de cabello polvoriento.
—Entonces no cambies esta noche —contestó—. No puedes cambiar a las tres de la mañana, nadie puede… —El sollozo de la joven se convirtió en una leve risa—. Duerme ahora.
—¿Podríais…? —Ella tragó saliva, avergonzada—. ¿Os parece que podríais… quedaros conmigo un ratito? Soñé… Cuando estaba dormida, antes de que me encontrarais, soñé… cosas horribles. Las Brujas…
—Me quedaré aquí —le aseguró él con dulzura, agotado tras el largo día de cabalgata y la guardia de la última noche. Había tenido que aguantar mucho más en las largas noches de guardia en los campos enemigos. Levantó la mano de Tazey, ahora grande y fuerte y tibia entre las suyas, mientras la respiración suave de la muchacha se relajaba en pos del sueño. Algo ausente, estudió los círculos de tiza alrededor de la cama —el Círculo de Luz, había dicho Yirth, y el Círculo de Oscuridad, aunque no sabía por qué se les llamaba así—. Meneó la cabeza. Kaletha tenía razón, pensó. Habría que enseñarle. Y sabía que ni él ni, según sospechaba, Kaletha, estaban preparados para hacerlo.
Otra idea cruzó su mente, y frunció el ceño, preguntándose por qué no se le había ocurrido antes… no sólo para Tazey, sino también para él mismo.
Tazey murmuró algo, se agitó en sueños, y después se quedó quieta de nuevo. Aunque todavía dormía, él no veía sueños que tensaran los descoloridos párpados. En silencio, como si estuviera de guardia, se puso de pie con esfuerzo y cruzó la cortina de la puerta.
—¿Halcón? —dijo con suavidad en la penumbra que había más allá.
Nadie le contestó.
Penetró en la habitación contigua, iluminada con velas. Un resplandor mudo jugueteaba sobre el armario de madera tallada, las sillas de roble con los asientos de cuero rojo, y la pequeña chimenea redonda. Sobre el escritorio pulido, un par de velas en candelabros de plata creaban un tenue círculo de luz. Las pesadas cortinas estaban corridas sobre el arco que daba al balcón; se agitaron con una corriente de aire seco y el brillo de las llamas reflejadas bailó a lo largo de sus bordes dorados. Allí no había nadie.
Lobo del Sol caminó hasta el otro umbral, el que daba a la escalera interna que llevaba al Salón. Vio el reflejo de luces y sombras que llegaba desde el piso inferior, sombras que jugaban en los arcos de piedra del techo. Un clamor ahogado de voces llegó hasta él, voces que se elevaban y caían, agitadas pero ininteligibles. Si Galdron está causando más problemas…, pensó Lobo con amargura, o Nexué… Si Kaletha sigue hablando de sus malditos derechos…
Una sombra se deslizó con rapidez a través del resplandor rojizo que venía de abajo y un momento después oyó un paso suave como el de un gato, un paso que solamente podía ser de Halcón de las Estrellas.
—¿Qué pasa? —preguntó Lobo del Sol cuando ella apareció en el umbral.
Con la cara inexpresiva, ella le contestó:
—Nexué, la lavandera.
El único ojo amarillo de Lobo del Sol se iluminó con un brillo peligroso.
—¿En qué mierda está metida esa perra ahora?
—Casi nada —dijo Halcón de las Estrellas con calma—. Está muerta.