Halcón de las Estrellas, por su parte, no se sorprendió excesivamente ante la desaparición de Lobo del Sol. Estaba habituada a la costumbre de Lobo de salir corriendo en un ataque de rabia para permanecer solo durante horas, días o a veces una semana o más, y tenía sus propias conjeturas sobre el sitio al que se había marchado el Jefe. Desde el puesto de vigilancia sobre la torre más alta de la Ciudadela de Tandieras, donde estaba haciendo su guardia, Halcón divisaba la llanura, hasta el lugar en que los arbustos daban paso a una vasta planicie de grava negruzca, con piedras del tamaño de una pera, llamada la reg, por región sin árboles, sin agua, sin vida, tendida hacia delante para unirse a las ergas, los mares de dunas del sur. Aunque el sol apenas había clareado el lomo del monte Morian, el desierto ya había empezado a temblar con el calor. A través del aire danzante se divisaban, como el espinazo de un esqueleto medio enterrado, las Montañas Hechizadas, que guardaban en su seno la ciudad muerta de Benshar.
Esa mañana, Taswind de Benshar había venido a hacer compañía a Halcón de las Estrellas, y el viento seco jugueteaba con su cabello leonado y tironeaba del turbante de velos blancos que lucía Halcón, al igual que el resto de la guardia, para protegerse la cabeza del sol del desierto. En lugar de la ropa de montar que usaba siempre, Tazey se había puesto un vestido de lana rosada; Halcón de las Estrellas siguió la mirada perdida de la muchacha y comprendió la razón. Alrededor de la torre, la Ciudadela quedaba tendida como una colcha campesina hilada a mano, en grises negruzcos y castaños y una docena de tintes desvaídos y amarillos, tocados aquí y allá con el verde opaco de los cactos y los polvorientos pastos toro. La masa cuadrada del Fuerte quedaba casi directamente bajo sus pies: el Salón, el solar del Rey y detrás su dormitorio, el balcón corrido que conectaba las habitaciones del personal de la Casa del Rey, el Dormitorio de Mujeres y el de Hombres, y el rectángulo más brillante de los jardines de las cocinas.
Desde allí arriba, Halcón de las Estrellas podía distinguir la pequeña celda donde dormían ella y Lobo y el portoncito de adobe que llevaba desde el ala abandonada a los oscuros patios de granito bajo el balcón del personal. El ala abandonada parecía un esqueleto carcomido, un enmarañado caos de paredes de adobe de un metro y medio o dos de ancho, que volvían lentamente al barro del cual habían sido formadas, un laberinto de sombras sobre el que vagaban las palomas como hojas llevadas por el viento.
Halcón de las Estrellas, ni sentimental ni preocupada por demostrarse coraje a sí misma o cualquier otra persona, había dormido la noche anterior en un jergón del Dormitorio de Mujeres con las lavanderas, las criadas y las mujeres de la guardia, y había dormido bien.
Allí donde los establos se convertían en el ala abandonada había ahora una dureza de madera nueva y amarilla y tejas inmaculadas. Una hilera de talleres y salones había sido convertida en establo para los caballos blancos del señor shirdar, Incarsyn de Hasdrozaboth, y en habitaciones para sus sirvientes y guardias. En otros lugares se apreciaban las reparaciones que revelaban las habitaciones en las que se hospedaba él mismo. Un jirón de gallardete rojo, de la bienvenida del día anterior, flotaba en el viento como una cinta olvidada. Hacia allí se dirigían las miradas de Tazey.
—Aros nuevos —comentó Halcón de las Estrellas después de un momento, sin agregar que Tazey también se había arreglado el cabello para complementar las pequeñas piedras, lustrosas como lágrimas—. ¿Parte de la dote del novio?
La cara de la muchacha se ruborizó como una puesta de sol en el desierto.
—No —dijo ella, y miró a Halcón con ojos tímidos—. Me las mandó esta mañana porque quiso, no porque tuviera que hacerlo, no por el protocolo… quiero decir que no eran joyas de su Casa ni nada. Las compró en el mercado, para mí. Son perlas de arena.
Halcón de las Estrellas estudió las extrañas piedras que se encontraban muy rara vez en los lechos de los arroyos secos de las tierras desérticas.
—Y si me perdonas por ser tan directa —dijo—, no son baratas.
Tazey enrojeció aún más, porque se daba cuenta de que Halcón de las Estrellas comprendía el halago que el precio implicaba. El Señor de las Dunas había llegado el día anterior con su gente, y en las siguientes veinticuatro horas Halcón de las Estrellas había visto cómo Tazey sufría una transformación: dejó de ser una muchacha que no tenía conciencia de sí misma para convertirse en una joven dama conocedora de que no solamente la quieren sino que también la desean. Era un papel al que Tazey no estaba acostumbrada, pero por el momento la novedad del asunto le proporcionaba un placer insólito. Se podía decir cualquier cosa de Incarsyn de Hasdrozaboth, menos que no conociera la forma correcta de tratar a una novia que no había elegido su propio destino.
La muchacha meneó la cabeza, respiró hondo y la miró a los ojos.
—Escuchad, Dama Guerrera —dijo—. Necesito… necesito hablar con vos. Creo que necesito ayuda, pero no puedo hablar con mi padre. ¿Me prometéis…?
—No —dijo Halcón de las Estrellas con calma, y vio que la cara de la muchacha, tostada por el sol, se llenaba de tristeza. Se apartó del rostro un extremo del largo velo blanco—. Tu padre me paga por mi lealtad… no puedo prometer no revelarle algo que no sé si puede afectar a la seguridad de su reino. Pero prometo que haré por ti lo que pueda.
Tazey pareció aliviada y asintió, comprendiendo la diferencia. Halcón de las Estrellas tuvo tiempo para pensar. No está embarazada y no sabe nada de ningún plan de invasión de Incarsyn… Después la muchacha dijo:
—Es Jeryn. Se fue.
—¿Cuándo?
La muchacha sacudió la cabeza.
—Esta mañana… tal vez anoche. No lo sé. Sé que papá tuvo una discusión con el capitán Lobo del Sol.
Halcón de las Estrellas se encogió de hombros, impaciente.
—El Jefe se pelea con todos los que le pagan por sus servicios. No es nada. Ya volverá.
—Jeryn… —Tazey vaciló—. Jeryn me preguntó, la noche en que se fue, si el Jefe se había ido para siempre. Dijo que él no lo creía así, porque vos estabais aquí todavía. Y yo dije… dije que pensaba que tal vez se había ido a la antigua ciudad de Benshar.
Los ojos de Halcón de las Estrellas se afinaron.
—¿Por qué pensaste eso?
La mirada verde ajenjo la evitó.
—Es el tipo de lugar al que él iría… si estuviera interesado en la magia y no tuviera miedo de lo que cuentan. —Con la cara todavía vuelta hacia un costado, prosiguió—: Y después, esta mañana, fui a la habitación de Jeryn porque… porque ayer lo había visto muy preocupado. El tío Nanciormis le habló sobre sus lecciones de ayer… ¿Sabíais que el tío Nanciormis le está enseñando? Creo que le dijo que era un cobarde… —Volvió a mirar a Halcón, el rostro afligido, apenado frente a algo que no podía ni controlar ni arreglar—. Y no es un cobarde, en serio, no es un cobarde. Solamente… Bueno, el caso es que la cama estaba vacía. Y tengo miedo de que se haya ido a buscar al Capitán.
Halcón de las Estrellas meditó en silencio durante unos momentos; se preguntaba hasta qué punto la historia era cierta. La mirada de Tazey estaba baja… era mala para mentir, muy mala. Las manos, largas y delgadas como las de Nanciormis, y probablemente como las de su madre, aunque bronceadas por el sol, alisaban, nerviosas, los pliegues de su falda.
—¿Te das cuenta de que es mucho más probable que esté escondido en alguna parte porque es la hora de sus lecciones? Especialmente si su tío estuvo llamándolo cobarde.
La cara de Tazey enrojeció y meneó la cabeza enfáticamente.
—Ya… ya busqué en los lugares en los que se esconde siempre. No está… no está en la Fortaleza. Lo sé.
Halcón de las Estrellas no quiso preguntarle cómo lo sabía. Era evidente que la respuesta sería otra evasiva. Miró más allá de la reg, hacia el perfil desmoronado de las Montañas Hechizadas, escondidas tras la temblorosa cortina de calor; después, otra vez a la muchacha.
—No estoy libre hasta el desayuno. —Por el ángulo de las sombras que caían sobre la superficie de la Roca Binnig, la media cúpula gigante de granito que se alzaba sobre las laderas derrumbadas de la Columna del Dragón, en su parte más próxima a la Fortaleza de Tandieras, ya no faltaba mucho—. Después de todo, no creo que una hora más o menos cambie la situación de Jeryn. —Agregó—: Sabes que no podemos ir únicamente tú y yo.
La muchacha tragó saliva. Comprendía.
—Siempre salgo a cabalgar sola, sin Shebbeth.
—Eso no es lo que quería decir, y tú lo sabes —repuso Halcón, la voz dura—. ¿Podrías confiar en Incarsyn?
Hubo un largo silencio mientras Tazey luchaba entre lo que sabía que era cierto y lo que deseaba creer sobre el hombre con quien se esperaba que se casase. Después meneó la cabeza.
—Él no lo entendería. —Buscó una forma de decir que el Príncipe, que quería creer perfecto, en realidad tenía muy poco en común con ella—. No le parecería correcto que yo me fuera. Quiero decir, que montara a caballo… —La cara agobiada, agregó—: Entre su gente, las damas nobles viajan en literas.
Se interrumpió y desvió la mirada otra vez, luchando con la tensión en su garganta, una tensión que no parecía corresponderse con la forma ardiente en que la cortejaba el Príncipe. Lo peor de todo, supuso Halcón de las Estrellas, es que es cierto que Incarsyn nunca lo entendería.
Pero no había nada que pudiera decir; para evitar algo peor, volvió la conversación al asunto principal.
—Encontraremos a alguien de la guardia que sepa mantener la boca cerrada. Probablemente tú podrás escoger mejor que yo. Piénsalo hasta el desayuno.
—De acuerdo. —Agradecida a Halcón de las Estrellas por no remover aquella herida abierta, Tazey sonrió, recogió sus faldas en una mano y descendió con cuidado por la escalera hacia la habitación de la torre que quedaba más abajo. Unos minutos después, Halcón de las Estrellas la vio como un óvalo rosa y dorado, corriendo desde la puerta de la torre hacia el Salón.
Una hija buena y obediente, pensó con irónica piedad. Una hija que hacía todo lo posible para agradar a un prometido que no había tenido otro remedio que aceptar. ¿Qué otra cosa podía hacer? Ni siquiera podía escoger, como había hecho Halcón de las Estrellas mucho antes, el misticismo solitario del convento, antes que una vida como yegua de cría y compañera de lecho de un hombre. Esa alianza con un Señor del Desierto que no era lo suficientemente poderoso como para ser una amenaza era algo que tenía que hacerse. Ya se había pagado la dote. Si la muchacha hubiera podido urdir un argumento convincente que esgrimir ante su padre en contra de la unión, tal vez habría tenido una oportunidad. Pero ella no podía admitir, ni siquiera a sí misma, que la alegría de su propia libertad fuera una razón. ¿Decir que no a un hombre que tenía todo el aspecto del príncipe de los sueños, solamente porque sabía que si lo aceptaba no podría volver a montar a caballo?
Halcón de las Estrellas sacudió la cabeza. El inconveniente de creer en la Madre, o en el Dios Triple de la Trinidad, por ejemplo, era que uno debía creer también en que los hechos tenían algún tipo de significado universal. Lobo del Sol, por lo menos, estaba seguro en su convencimiento de que los espíritus de sus antepasados no eran más capaces de controlar los hechos azarosos de este mundo que él mismo… aunque como estaban muertos, podían verlos venir. Ella, por su parte, había dejado de tratar de distinguir el bien y el mal, y los dejaba moverse libremente en el Círculo Invisible. Pero de todos modos, le sangraba el corazón por aquella muchacha.
Vio al Príncipe Incarsyn una hora y media después, cuando fue a tomar un tardío desayuno en el Salón. Unos años más joven que ella, era un hombre deslumbrante, con la vitalidad llena de gracia de alguien que piensa con el cuerpo más que con el intelecto. La ropa del desierto realzaba la belleza felina de sus movimientos: pantalones sueltos y botas de media caña, una túnica de seda color índigo oscuro, muy pesada con sus bordados de oro, y por encima de todo, la capa blanca y flotante de los shirdar. Como todos los que vivían en el desierto, tenía la piel bronceada por la vida bajo el sol, y el cabello negro, rizado, sujeto con pinzas enjoyadas para despejar las sienes y después suelto por detrás casi hasta la cintura. El joven se detuvo en el momento en que ayudaba a Tazey a bajar del estrado para hacer una reverencia a Halcón, y Tazey la saludó con un gesto, la mano todavía en la de él, dividida entre la idea de separarse de él para hablar con Halcón y el impulso de prolongar aquellas atenciones desusadas.
No la ayudó mucho el hecho de que Incarsyn no parecía tener duda alguna de que Tazey permanecería junto a él.
Halcón de las Estrellas dijo:
—Dejadme tomar mi desayuno y os veré en unos minutos.
La muchacha asintió, agradecida por haberse librado de la incómoda elección. Incarsyn, que sintió la timidez de Tazey al conducirla hacia la puerta del Salón, llevó el peso de la conversación como todo un caballero. No había duda de que se atribuía la confusión de la muchacha. Su voz suave, bien modulada, se perdió entre el confuso vocerío que rebotaba en el alto techo del Salón, al tiempo que Halcón de las Estrellas se dirigía a la mesita de Kaletha.
—No me gusta —gruñó Norbas Milkom en la Mesa Alta junto al Rey. Se estiró hacia el plato de jamón que tenía delante y un estallido multicolor bailó en el diamante del tamaño del ojo de un conejo que llevaba sobre uno de sus negros dedos de trabajador—. Te lo dije antes y estoy aquí para decírtelo de nuevo: no me gusta, y a los mineros tampoco. ¡Eso de casarse con las tribus! ¿Por qué no puede casarse con los suyos, eh? Uno de mis chicos, o el de Quaal Ambergados. Los Tres Dioses saben que somos tan ricos como cualquiera de esos Señores del Desierto que se sientan a soñar sobre las arenas con su puñado de seguidores y de cabras… Dinero que ganamos honestamente, arrancándolo del suelo con nuestras propias manos, no arrebatándoselo a los viajeros.
Nanciormis, sentado al otro lado del Rey, no decía nada, pero sus ojos rodeados de bolsas brillaron ante aquel desprecio hacia los suyos. Halcón de las Estrellas vio a Anshebbeth —inclinada sobre Tazey y su prometido con aparente solicitud, pero lo bastante cerca de la Mesa Alta como para poder oírlo todo, como era su costumbre— volverse y mirar a Milkom con ardiente indignación.
¿Estaba furiosa por los shirdar, su propia gente, aunque trabajara en la Casa del Rey y hubiera dejado de llevar velos como hacían todas las mujeres del desierto? Halcón de las Estrellas no estaba segura. ¿O era por Nanciormis? A Halcón de las Estrellas no le había pasado inadvertido que, a pesar de que hubiera debido estar pendiente de su pupila, la mirada de Anshebbeth iba una y otra vez al ancho rostro del Comandante, a sus hombros cubiertos de terciopelo verde.
—Los reyes se casan con otros reyes, Norbas —dijo Osgard con paciencia—. Si ella no se casara con uno de los Señores del Desierto, tendría que ser el hijo de uno de los Señores de los Reinos Medios.
—¿Por qué? —preguntó Milkom, con la vieja cicatriz tribal de su cara retorciéndose en el ceño fruncido como una cuerda. Al otro lado de Nanciormis, el Obispo Galdron se inclinó hacia delante en medio de un brillo de bordados en hilo de oro y enjoyados ribetes de mangas.
—Confieso que tengo cierta aprensión por lo que respecta a la salud del alma de la princesa Taswind —dijo con su voz meliflua—. Los shirdar son paganos, recordadlo, y adoran a los djinns del desierto. Como mujer de una Casa Antigua, tendrá que ser iniciada en el culto de las mujeres de la familia. Allí hay influencias maléficas…
—Ese viejo barbudo ve influencias maléficas bajo el orinal de su habitación. —La voz habló casi en el oído de Halcón de las Estrellas. Ella se volvió asustada, hacia el lugar que había creído vacío a su izquierda. Mierda, ella lo había visto vacío hacía un segundo. Allí estaba sentado el novicio Egaldus, con una taza de café entre las bien cuidadas manos, sonriendo con un gesto de triunfo discreto ante la sorpresa de Halcón y de Kaletha.
—No está mal, ¿eh? —sonrió, con los ojos bailones del muchacho que todavía era.
La espalda de Kaletha pareció alargarse.
—No me parece un uso muy conveniente de tus poderes.
—Kaletha… —Él se estiró por encima de Halcón de las Estrellas y puso una mano sobre los dedos fríos y blancos de la Bruja. Kaletha hizo un movimiento brusco, como si fuera a retirar la mano, pero la dejó.
—Voy a tener que asistirlo toda la tarde. ¿Y si vengo después? —Los ojos azules y brillantes ardían de esperanza. Kaletha desvió el rostro, pero su mano se quedó donde estaba—. Tengo poder… tú lo despertaste en mí —insistió él con suavidad tratando de convencerla—. Tú eres la única que puede enseñarme. Por favor.
Ése sí que sabe pedir las cosas, pensó Halcón de las Estrellas, divertida. Con razón Lobo la molestó tanto.
Se oyó croar la voz de la vieja Nexué.
—¡Bueno, pero si es Su Pequeña Majestad! —y Halcón de las Estrellas levantó la vista y vio a Tazey, que acababa de volver al Salón—. ¿Probando un poco del chorizo de la noche de bodas?
Tazey, roja de la frente al mentón, apretó el paso en dirección a Halcón de las Estrellas, mientras la vieja y la pandilla de lavanderas, muertas de risa y haciendo gestos y comentarios obscenos tan antiguos como el hombre y la mujer, se empujaban para salir por la puerta de la cocina y volver a su trabajo. El Rey y los suyos se habían levantado; la Mesa Alta ahora estaba vacía, excepto por Nanciormis, sentado a solas, con sus largos dedos sobre la copa de vino de plata que tenía ante sí, las cejas oscuras, curvas, fruncidas en concentrada meditación. Anshebbeth, entretenida sobre el estrado por alguna ensoñación privada, saltó al oír la primera risa quebrada de la vieja y estampó el pie en el suelo, gritándole:
—¡Basta! ¿Cómo te atreves, vieja sucia?
Pero para entonces, Nexué ya se había marchado.
—Shebbeth, no —le rogó Tazey, aunque tenía las mejillas al rojo vivo—. No quiso decir nada malo.
Mientras Tazey y Halcón de las Estrellas trepaban por la escalera interna hacia las habitaciones para que la muchacha se pusiera las ropas de montar y los velos del desierto, agregó:
—Ella… y Kaletha, que está furiosa por dentro, deberían saber que Nexué siempre se pone peor si una le muestra que está molesta.
En los corrales las esperaban dos jóvenes guardias llamados Shem y Pothero, que seguramente habían sido amigos de infancia de Tazey. Cuando se acercaron, Shem, el más alto, un joven de raza negra, dijo:
—El poni de Jeryn, Walleye, no está.
Tazey hizo un gesto de miedo. Después se recuperó y asintió.
—Sí. Lo… lo sé —tartamudeó, pero no era cierto. Si así fuera, pensó Halcón de las Estrellas, ajustándose los velos, me lo habría contado, como evidencia. Sabía que su hermano se había ido, pero no me quiere decir cómo lo supo. Con la desagradable sensación de que había cosas que todavía no entendía, montó el caballo pardo claro que los muchachos habían ensillado y siguió a Tazey a través del portón de la Fortaleza, y luego por el foso, rodeando las rocas empinadas y hacia el desierto. Los jóvenes guardias iban en la retaguardia; los velos flotaban en el calor seco de la media mañana.
La calma del aire aumentaba la inquietud de Halcón de las Estrellas. Los cascos de los caballos eran breves salpicaduras sonoras, como agua arrojada sobre la tierra dura y polvorienta; la calidad eléctrica del aire le hacía cosquillas en las mejillas descubiertas. Era otoño, la estación de las tormentas asesinas; la estación de las Brujas, la llamaban en Benshar. Ella sabía que no se podía saber cuándo vendría una de esas tormentas. Estaban cabalgando sobre la palma abierta del destino.
—¿Por qué crees que Jeryn fue a buscar al Jefe a Benshar? —preguntó a la princesa mientras la elevada y oscura masa de Tandieras, la Fortaleza, el perfil acechante y erosionado de la Roca Binnig, se convertían en oscuridad a sus espaldas. Por delante, el suelo se extendía duro y pardo, salpicado aquí y allá de manojos de pasto duro como el alambre, y de vez en cuando un arbusto de pasto camello de hojas cerosas. A pesar de lo poco que faltaba para el invierno, el calor seguía siendo agobiante, y hacía danzar el aire, convirtiéndolo en agua, ocultando el quebrado horizonte de oscuras montañas de piedra arenisca—. Y no me contestes que no lo sabes —agregó Halcón de las Estrellas con calma mientras Tazey se mordía el labio.
Durante un rato, la muchacha se concentró en el paisaje desértico que tenían por delante, las manos enguantadas, firmes en las riendas. Después agachó un poco la cabeza, como si se avergonzara.
—Como dije —murmuró—, Benshar es el lugar al que iría un mago. Por las Brujas.
—¿Quién?
La voz de la muchacha apenas resultaba audible sobre el sonido suave de los cascos contra la tierra dura como piedra.
—Las Brujas de Benshar.
Halcón de las Estrellas espoleó a su caballo para alcanzar al grueso bayo de la muchacha y poder cabalgar junto a ella, rodilla con rodilla.
—Nunca oí hablar de ellas.
—A papá no le gusta que se hable de ellas. —Tazey miró a Halcón de las Estrellas con nerviosismo y después continuó—: Antes había un dicho… todavía se oye en la ciudad: «Bestial como las Brujas de Benshar». Y, a veces, «Bestial como las Hembras de Benshar», porque todas las mujeres de la Antigua Casa de Benshar eran brujas. El Obispo dice que las almas de esas mujeres están malditas. Sabían llamar a las tormentas de arena u obligarlas a marcharse; partían el viento con las manos y llamaban a la oscuridad en pleno día peinándose el cabello, o conjuraban a los muertos. Eran crueles y malvadas y gobernaban estas tierras desde los pies de las colinas de la Columna del Dragón, antes de que vinieran los Señores de los Reinos Medios y conquistaran las tierras y dominaran a los otros Señores del Desierto. Supongo que por eso mi padre se enojó tanto cuando descubrió que el maestro de Jeryn había nacido mago.
—¿Por la reputación que tienen los que nacen para la magia en Pardle Sho? —preguntó Halcón de las Estrellas, atónita.
Tazey se volvió para mirarla, los ojos verdes muy abiertos en el marco etéreo de los velos al viento.
—Por mi madre. Ella era la última princesa de la Antigua Casa de Benshar. Papá tiene miedo de que la gente diga que el mal está en nuestra sangre… siempre tuvo miedo de eso. Y no es cierto —agregó con pasión, como si la preocupara que Halcón de las Estrellas pudiera pensar algo así—. Jeryn no soporta a Kaletha y yo…
Halcón de las Estrellas levantó una mano para pedirle silencio y detuvo el caballo.
—Quedaos atrás —ordenó a los otros con voz firme, mientras bajaba de un salto de la montura y Tazey se detenía a su lado—. No dejéis huellas en el suelo.
—¿Qué pasa?
Habían llegado a la dura llanura de piedra de la reg, un paisaje que hacía que los arbustos desolados que quedaban más cerca del pie de las colinas parecieran un jardín de verdor. Allí no crecía nada, no vivía nada. Las semillas que dormían en el suelo del desierto, esperando la lluvia, habían muerto hacía ya mucho en medio de sus sueños; la eterna alfombra de cantos rodados yacía caliente, negra y completamente estéril bajo los pies. Halcón de las Estrellas sintió el ardor a través de las suelas de sus botas, a través de la piel de ciervo que cubría sus rodillas allí donde éstas tocaban el suelo, a través de las manos enguantadas. Las tormentas podían convertir la reg en una lluvia de rocas asesinas. Los jinetes se habían detenido ya dos veces para sacar pequeñas piedras metidas en los cascos de los caballos. Halcón de las Estrellas tomó una piedra y la levantó hacia el calor del sol de la tarde. En la parte superior había un leve rastro de sangre.
La olió, después se mojó el dedo y tocó la mancha seca de color pardo.
—Anoche, según parece. —La dejó caer.
—Mirad, ahí hay más. —Pothero saltó de la montura. La mancha era todavía más pequeña en esa otra piedra, apenas una peca.
—No son gotas. —Halcón de las Estrellas se agachó sobre la alfombra pedregosa y tétrica de la reg. En el temblor del calor se veían altas y erosionadas columnas de piedra ennegrecida por el sol, que se alzaban desde la superficie de cantos rodados, algunas solitarias, otras formando líneas quebradas. «Tsuroka», las llamaban los shirdar, guardias que apostaban los djinns del desierto para vigilar las tierras muertas—. ¿Sabe de caballos tu hermano, Tazey?
La muchacha meneó la cabeza.
—No mucho. Odiaba montar. Siempre se quemaba con el sol por la falta de hábito, y además le dolían las posaderas. Y papá y tío Nanciormis siempre lo obligaban a montar caballos demasiado fuertes para él. Para fomentar su coraje, decían.
Halcón de las Estrellas maldijo sin pasión.
Tazey siguió diciendo:
—Walleye era mi caballo. Es un animal viejo y gordo que Jeryn montaba cuando tenía cinco años. Pero siempre le gustó porque no le tenía miedo.
—¿Le tiene miedo a los caballos?
La muchacha dudó, pensándolo un poco.
—A los caballos en general, no —dijo después de un momento—. Pero a los caballos que le da mi tío, sí. Son bastante briosos. —Sonrió—. De hecho, el que estoy montando ahora es suyo.
—Tu padre… —empezó Halcón de las Estrellas, mirando al nervioso e intranquilo bayo. Después suspiró y no siguió con la observación—. Desplegaos —ordenó a los guardias—. Parece que nuestro pobre Walleye tiene una piedra en el casco. A ver si podéis encontrar más huellas.
Había más sangre en el camino. Dos kilómetros más allá, llegaron a una mancha gris de arena, arrastrada por la tormenta de la semana anterior. Ni siquiera los vientos eternos del desierto habían podido erradicar por completo las huellas que revelaban que Jeryn había seguido montando su poni. Halcón de las Estrellas volvió a maldecir con los viscerales juramentos que sólo pueden pronunciar los adoradores de la Madre.
—No sabe de caballos —musitó Tazey, afligida.
—Entonces no debería estar a cargo de una bestia indefensa —le replicó Halcón de las Estrellas—. Probablemente pensó que el animal marchaba a paso irregular por culpa de la grava.
Se enderezó para examinar el horizonte caliente del sur por enésima vez esa tarde. Pero la tierra estaba en silencio. La línea divisoria entre el negro y el azul era clara y recta como si la hubieran cortado con una regla y un cuchillo. Las sombras tendían hacia el este, cada vez más largas, oscuras como el kohl. Habían recorrido unos veinticinco kilómetros desde el Paso de Tandieras, con unos diez más por delante hacia la curva interior de la fachada este de las Montañas Hechizadas, donde se alzaba la ciudad de Benshar.
Shem dijo, inquieto:
—No encontraremos a Jeryn en esas ruinas antes de la noche.
Bajo los velos, los ojos oscuros de Pothero se movían sin cesar. Se cuentan cosas, había dicho Tazey. ¿Qué se podía contar de una ciudad que había muerto hacía ciento cincuenta años?
—Pero sabrá que lo buscamos —dijo Shem para levantar los ánimos. Se apartó los velos de la cara para tomar un trago de agua de uno de los odres de cuero. Le brillaron los dientes en una sonrisa nerviosa—. Diablos, seguramente nos estará esperando al borde de las ruinas, o ya vendrá de vuelta, esté el caballo lastimado o no. No creo que quiera permanecer en ese lugar cuando baje la noche…
—Si es que logró llegar. —Halcón de las Estrellas caminó unos pasos hacia delante y recogió algo del suelo, un hilo de gasa blanca, brillante como un estandarte contra la grava color plomo. Lo alzó—. Debe de haberse quitado el velo para atarlo alrededor de la pata del caballo. Eso es más que estúpido, seguramente no sabe que es peligroso dejar que el sol caiga sobre la cabeza. Espero que se haya dirigido a algún lugar donde pudiera refugiarse. —Levantó la vista hacia Tazey—. No es tonto, ya. Pero sí ignorante, demonios.
La muchacha asintió, angustiada y avergonzada.
—¿A esas rocas? —Shem señaló hacia el norte, donde una meseta de gastadas rocas grises rompía la arena como un barco escorado sobre mares salvajes.
Halcón de las Estrellas las observó, pensativa, y después volvió a mirar al sudeste, donde, a unos seis kilómetros, se alzaban tres tsuroka, columnas color ceniza, medio derrumbadas, teñidas de pardo por la luz de la tarde.
—Pienso que primero debe de haber tratado de regresar, seguro de que podría llegar a Tandieras. Y para cuando se dio cuenta de que eso no era posible, seguramente estaba más cerca de esas tsuroka. Vosotros, muchachos, id al norte, nosotras iremos al sur. Enviad una señal de humo si lo halláis.
Fue Halcón de las Estrellas la que lo encontró cuando su caballo relinchó al acercarse a un montón de piedras derruidas que rodeaban la tsuroka y le respondió otro relincho leve. Jeryn estaba acurrucado bajo la larga sombra púrpura de una piedra voladiza. La cara desnuda estaba roja, quemada y ajada a pesar de la capa de la grasa de Lobo del Sol; huellas de lágrimas surcaban el polvo y la suciedad como canales de agua en la superficie del desierto. Estaba dormido, pero se despertó llorando cuando Tazey gritó su nombre y trepó por las rocas hasta él; hermano y hermana se aferraron el uno a la otra con desesperación y Halcón de las Estrellas vio que el muchacho estaba deshidratado y febril a causa del sol. Seguía sollozando.
—¡No se lo digas a papá! ¡Prométeme que no vas a decírselo!
—Claro que no —susurró Tazey para tranquilizarlo, mientras las manos desesperadas, calientes, se aferraban a las mangas de su camisa y a los velos—. Todos juramos guardar el secreto, sabes que…
—No pude —sollozaba Jeryn—. Pero no soy un cobarde… El tío dijo que era un cobarde por no ir a buscarlo, dado que no me gustaba la forma en que tío Nanciormis me enseñaba. Pero no soy un cobarde, no, no. ¿Walleye se curará?
Halcón de las Estrellas, que conocía bien las prioridades de la vida, ya había examinado la pata y el casco sangrante del pobre caballo. Tomó la cabeza de la bestia entre las manos y le metió la mayor parte del agua que le quedaba por la garganta, sabiendo que, aunque Jeryn se hubiera preocupado de llevar agua para sí, seguramente habría olvidado que los caballos también beben.
—No lo sé —dijo con rudeza, enojada todavía por el sufrimiento del caballo—. Se necesitará al mejor herrero para arreglar este casco.
—Hice lo que pude —sollozó el chico desesperado, aferrado todavía a los brazos de su hermana—. No, no quiero que muera… Es culpa mía…
Halcón de las Estrellas abrió la boca para lanzar algunas palabras bien escogidas sobre la ignorancia, que en tiempos pasados había dejado espinas en la piel de endurecidos mercenarios, pero después la volvió a cerrar. Aunque había mucho que decir, por lo menos Jeryn, habiendo metido a su pobre caballo en aquel brete, no lo había abandonado, y considerando el miedo evidente del chico, eso hablaba mucho en su favor. Así que se limitó a decir:
—Si podemos llevarlo de vuelta a Tandieras, no creo que le pase nada grave.
Echó una mirada a la llanura caliente y negra de la reg, y después a los dos chicos, mientras el muchacho sollozaba con el rostro apretado contra los hombros de Tazey.
—Y creo que vuestro tío merece que lo azoten y vuestro padre también. Esto no fue valiente… fue criminalmente estúpido.
—El tío no pensó… —empezó a decirle Tazey, más asustada ante el tono absolutamente mesurado de la mercenaria que ante los estallidos furiosos de su padre.
—Vuestro tío —replicó Halcón de las Estrellas con una voz incisiva y serena— nunca piensa nada de lo que dice y hace. La mayoría de la gente que hace daño es así. El Comandante Nanciormis es como un miope: solamente ve con claridad lo que quiere. El resto no le interesa. —Se arrastró más allá de la sombra del acantilado en sombras, la roca ardía bajo las suelas de las botas, y volvió hasta los caballos para coger un manojo de ramas rotas de acacia y mesquita que llevaba atadas a la parte posterior de la montura. Las había recogido en la linde de la reg, sabiendo que, si se tenía que enviar una señal, no encontraría nada para hacer un fuego. Suerte de soldado, pensó, agachada sobre un puñado de pedazos de corteza, pedernal crujiente y acero. El sol ya no tiene la fuerza necesaria para encenderlo con un cristal.
Cuando logró que la chispa se convirtiera en una espiral de humo, se volvió para mirar atrás. Tazey se había quitado los velos, y después de hundirlos en el odre de cuero, envolvía con ellos la cara hinchada de su hermano.
—Sabéis que a estas horas vuestro padre os estará buscando.
La muchacha asintió compungida. Jeryn, aferrado a su cintura, rompió a llorar con gestos aterrorizados, casi en el delirio. Halcón de las Estrellas dirigió la vista hacia el sur otra vez, inquieta por el cansancio de los caballos, el recuerdo del aspecto de la luna de la noche anterior y el estado de las reservas de agua. La línea del horizonte estaba limpia, sin el borrón de la línea de polvo, pero se le puso la carne de gallina al mirarla. Del otro lado de la reg, hacia el norte, el sol dejó ver una columna de polvo cuando Shem y Pothero cabalgaron hacia ellos.
—Vamos —dijo Halcón de las Estrellas con suavidad—. Ya le hemos pedido demasiado a la suerte. Nos queda un largo camino de regreso.
La tormenta apareció en el sur cuando estaban a diez kilómetros de las rocas. Halcón de las Estrellas sintió la inquietud creciente de los caballos, el calor y la sensación opresora y palpitante en la cabeza, y volvió los ojos, una y otra vez, hacia el pedazo de cielo que daba al sur. Y esta vez la vio, un brillo mortífero como el oro al ser vertido en una fundición, oscuridad y relámpagos más abajo. Girándose, se encaró al viento y oyó el grito de Shem y el ruido de unos cascos que se alejaban mientras ella ordenaba:
—¡A las rocas!
A través de una niebla de polvo y velos agitados, vio a Shem caído en el suelo. La nube que había frente a ellos se hinchó a una velocidad increíble, el calor de horno de la tormenta los rodeó y la parda oscuridad comenzó a descender sobre el grupo.
Los caballos estaban frenéticos, hasta el herido Walleye trataba de escapar y correr más que la tormenta, aunque no había posibilidad alguna de vencerla. Pothero trató de izar a Shem, pero su caballo pío los derribó a ambos y se alejó galopando hacia el norte, en medio de un remolino de arena y piedras.
El aire estaba cargado de polvo caliente, asfixiaba. La grava que arrastraba hirió la cara de Halcón de las Estrellas cuando ésta obligó a su caballo a detenerse. La electricidad se apretó como una visera alrededor de su cráneo, y en la aullante niebla de la oscuridad creciente, vio el relámpago seco que saltaba de la tierra al cielo. Giró en la montura tratando de gritar a Tazey:
—¡Podemos matar a los caballos y parapetarnos tras ellos! —Sabía que era el último recurso y que era inútil. El rugido del viento se llevó sus palabras. Vio en medio de la niebla que el caballo de Tazey retrocedía y se alzaba sobre dos patas con los dos chicos encima. Algo negro y grande, que a Halcón de las Estrellas le pareció el tronco de una acacia del desierto profundo, llegó girando desde la penumbra como un fantasma malévolo y golpeó al caballo de costado. Cayeron, Tazey arrastró a su hermano y lo apartó del animal. Aterrorizado, el caballo del Halcón levantó la cabeza, y las riendas se escaparon de las manos de la mercenaria. Después ese caballo también desapareció.
La oscuridad los cubrió, un ala negra de muerte. Un cactus sin raíces llegó volando desde la negrura y la golpeó, las espinas desgarraron el cuero tachonado de acero de su jubón como si fuera seda. Pero aún peor resultaban el calor y el polvo, rodeándolos como un sudario que secaría la humedad de sus cuerpos y los dejaría convertidos en momias. Shem y Pothero tropezaron con ella, envueltos en sus velos, como cadáveres, ciegos de polvo. Jeryn la tomó desde la oscuridad, sollozando algo acerca de Tazey…
Con la cabeza palpitándole hasta la locura, el cuerpo dolorido por la falta de humedad, Halcón de las Estrellas trató de ver a través de la ardiente niebla negra de polvo sofocante. La luz de un relámpago seco le mostró el perfil borroso de la muchacha, que caminaba hacia la tormenta, el cabello sin velo flotando a su espalda mientras levantaba las manos.
Durante un instante, Halcón de las Estrellas pensó que era para protegerse los ojos del polvo. Pero un segundo estallido de luz fantasmal dibujó las manos de Tazey tendidas hacia el viento, juntas y apretadas como en una cuña. Y, como una cuña, los vientos se partieron alrededor de aquellos dedos.
En un súbito destello de comprensión, Halcón de las Estrellas pensó: Así que de ese modo supo dónde estaba su hermano.
La fuerza de la tormenta retrocedía frente a las manos de Tazey como las aguas que se quiebran sobre una roca, dejando una estela de quietud, dentro de cuyos límites únicamente tenues remolinos y ligeras ráfagas de viento rozaban la cara de Halcón de las Estrellas, pero a ambos lados ésta podía ver el polvo como una cortina espesa y percibir el aullido agudo de la arena al volar sobre la grava. Los jóvenes guardias miraban con los ojos muy abiertos, paralizados por la sorpresa, por el horror, ante la figura leve recortada en la penumbra de aire pesado y asfixiante; pero cuando uno de ellos abrió la boca para gritar algo obvio, Halcón de las Estrellas, llevando a Jeryn todavía prendido de su cintura, se le acercó y le ordenó con voz tranquila:
—No hables.
El joven la miró con los ojos muy abiertos; sangre de las heridas de la grava le caía por las mejillas, arrastrando polvo y suciedad, manchando los velos.
—Pero…
—Si rompes su concentración todos moriremos.
Halcón de las Estrellas había tratado con magos anteriormente, aquellos jóvenes no. Miraron con ojos horrorizados a la muchacha con la que habían crecido como si ella se hubiera transformado en un monstruo espantoso. La cara de Tazey, como la de todos, estaba desgarrada y herida, cubierta de polvo. En la oscuridad fantasmal, Halcón de las Estrellas casi no podía distinguir sus facciones, los ojos cerrados, los labios que se movían de vez en cuando, las ramas enredadas en el cabello gris por el polvo, las manos extendidas cubiertas de sangre. Parecía sumida en algún trance horrendo, con toda su mente, alma y vida concentradas en el esfuerzo de doblegar los vientos como ella misma había dicho que hacían las brujas. El caballo Walleye, tambaleándose como si estuviera borracho, había alcanzado la cuña de quietud detrás de Tazey, y allí se había derrumbado. Los jóvenes guardias la miraban y parecían dudar entre hacer lo mismo o afrontar la tormenta.
Al ver el horror en sus caras, Halcón de las Estrellas agregó con amargura:
—Y mejor será que mantengáis la boca cerrada sobre todo esto. —Se volvió y llevó a Jeryn otra vez junto a su hermana. Después de larga vacilación, los dos guardias la siguieron.
Era casi de madrugada cuando volvieron a Tandieras, pero casi toda la Fortaleza estaba congregada a la luz de las antorchas junto al portón. Los exploradores de la partida de búsqueda habían encontrado la pequeña hoguera una vez pasada la tormenta, y habían vuelto con rumores y solicitando agua y atención médica. Halcón de las Estrellas, con el cuerpo lastimado por la deshidratación y el cansancio, vio desde lejos la alfombra de antorchas contra la masa negra como el carbón de la Fortaleza, y maldijo en voz baja.
Detuvo el caballo que le habían proporcionado los exploradores junto a la litera improvisada de Tazey. Jeryn, dormido por el agotamiento, se agitó ligeramente entre los brazos de su hermana y sollozó:
—Prometí no decirlo… prometí… No se lo digas a papá…
Halcón de las Estrellas apretó un poco más el cuerpo escuálido del muchacho y pensó con rabia serena que, sin ninguna duda, algún estúpido cobista se lo había contado todo a su padre.
Los hombres de la partida no habían hablado. Ninguno. Tazey misma, aunque sólo parecía deslumbrada y mareada después de la tormenta, había mantenido la boca cerrada, y ahora, bajo la luz de las antorchas, parecía haber caído en alguna especie de sueño vago. Lobo del Sol, arrastrado por la frustración y la rabia ante su propia impotencia para aprovechar la fuente de su poder, se había esforzado por llamar al relámpago en una tormenta, cuando junto con Halcón atravesaba las tierras del norte. Tal vez había creído que, como las habilidades físicas en las que era maestro, se podía aumentar el poder a base de ejercitarlo violenta y frecuentemente. Tal vez fuese cierto, si el poseedor de tal don sabía lo que se hacía. Lobo se había quedado en un estado de trance y de depresión negra y sin esperanza durante días, como si alma y cuerpo y poder se hubieran secado.
El descanso la curará, pensó Halcón de las Estrellas. Eso si le permiten descansar.
La gente del portón estaba muy callada, al igual que se habían quedado los que habían venido en su rescate poco antes, cuando Shem y Pothero les susurraron lo que habían visto.
En la luz fría del amanecer, el brillo amarillo de las antorchas alteraba las caras de la multitud —asustadas, horrorizadas, confundidas—. Halcón de las Estrellas vio al Obispo Galdron con los labios apretados en un gesto de furia helada, como si Tazey hubiera elegido nacer maga en lugar de tratar de esconder desesperadamente sus poderes. Junto a aquella figurita refulgente, Egaldus mostraba su rostro enjuto sin expresión, pero sus ojos irradiaban triunfo y alegría contenidos, alegría que en la cara de Kaletha se transformaba en satisfacción abierta mientras trataba de abrirse paso entre la multitud que llenaba el amplio patio frente a los escalones del Fuerte. Halcón de las Estrellas, sabiendo que Kaletha ya se veía como Instructora Real de Magia, sintió una punzada de rabia y cansancio. Anshebbeth, abotonada hasta el cuello, como siempre a pesar de la hora inusitada, tenía una expresión tensa, en la que su preocupación genuina por las heridas de Tazey se mezclaba con cruda envidia, como si lo que la muchacha poseía le hubiese sido arrebatado a ella.
Entre las antorchas que flameaban a ambos lados de las puertas del Salón, estaban Osgard, Nanciormis y el joven y siempre hermoso Incarsyn, sus rostros expresando un asombro difícil de definir. Incarsyn, en particular, parecía debatirse por seleccionar la emoción más adecuada entre una reducida variedad de sentimientos naturales.
Halcón de las Estrellas desmontó. Ninguno de los guardias parecía muy dispuesto a acercarse a la litera, así que fue ella la que ayudó a Tazey a ponerse de pie. Polvorienta, lastimada, el cabello rubio colgando como una escoba reseca alrededor de la cara quemada, la muchacha se tambaleó sobre sus pies y Jeryn, tropezando, se apresuró a sostenerla del otro lado. Como en sueños se dirigieron, penetrando en el resplandor del polvo iluminado por las antorchas, hacia los escalones donde esperaba un Osgard rubicundo y lloroso, el desaliñado jubón cubierto de manchas de alcohol. El silencio era absoluto, pero Halcón de las Estrellas lo sentía a su alrededor más pesado que el aullido de la tormenta.
Entonces, en aquel silencio, se oyó la voz cascada de Nexué, como una tela al desgarrarse:
—¡Bruja! ¡Es una bruja!
Tazey levantó la cabeza, los ojos verdes transparentes de horror.
—No —susurró, rogando para que no fuera cierto. Después su voz gimió, quebrándose—: ¡No!
Kaletha trataba de abrirse paso hacia ella, pero Nexué se adelantó, con un dedo flaco tendido hacia delante. Tazey no podía hacer otra cosa que mirarla, pálida de la impresión, con un reborde blanco rodeando sus pupilas a la luz de las antorchas. Había triunfo y un placer retorcido en la cara de la vieja, como si la ruina y la maldición que habían caído sobre la princesa fuese una especie de victoria personal.
—¡Bruja! ¡Bru…!
Con serena rabia, Halcón de las Estrellas se volvió y golpeó a la vieja en la boca con el puño cerrado. La vieja cayó al suelo despatarrada. Pero era demasiado tarde. Tazey volvió a gemir:
—No… —Se cubrió la cara con las manos y lentamente se desplomó en el suelo. Osgard, Nanciormis e Incarsyn vacilaron antes de adelantarse. Fue Halcón de las Estrellas la que tomó a la muchacha desmayada entre sus brazos.