Lobo del Sol duró algo menos de doce horas como maestro de hombría del Heredero de Benshar… toda una hazaña, incluso para Lobo del Sol.
Hizo que untaran al abatido y flaco muchacho con grasa vegetal para proteger del sol su piel virginal y, pese a sus protestas permanentes, lo sacó de la Fortaleza a esa hora indecisa entre el amanecer y el día para que corriera sobre las hileras de arbustos y pasto de camello que se extendían por debajo del negro bloque de granito de Tandieras. Los períodos de penumbra azul entre el frío helado de la noche y el calor agobiante del día eran breves en el desierto, pero cuando avanzara el otoño se alargarían un poco. Tal como están las cosas, pensó Lobo del Sol con disgusto cuando Jeryn se detuvo para tomar aliento después de un cuarto de kilómetro, este tiempo es más que suficiente.
—Esto no es seguro, ¿sabéis? —dijo el muchacho jadeando y saltó de costado, sacudiendo la mano para espantar una abeja curiosa. Se secó el sudor que le resbalaba sobre la capa de grasa; desnudo excepto por un taparrabos de lino, con el polvo pegado a las piernas huesudas y el cabello enredado, daba pena verlo—. Si viniera una tormenta de arena, no podríamos volver a tiempo.
—Es cierto —aceptó Lobo. Y era verdad: hacía tres días, cuando viajaban a caballo desde la costa lejana, él y Halcón habían quedado atrapados en una cueva en los negros riscos de la Columna del Dragón. Él la había sentido llegar mucho antes que Halcón: la temperatura había subido de pronto y se había quedado sin aliento, con un latido insistente en la cabeza; su sensación prematura los había salvado porque les había permitido encontrar refugio a tiempo. Desde el momento en que la línea de nubes blancas se había hecho visible en el horizonte del desierto hasta la desaparición del mundo en la inmensa boca de un estremecedor remolino de arena y viento apenas habían pasado minutos. Cuando la cegadora oscuridad parda cesó, encontraron el desierto regado de cadáveres de perros de la pradera y lechuzas de los cactus, la piel literalmente despegada de los huesos por los cantos rodados y la arena que el aire arrastraba. En Tandieras se decía que aunque uno llevara los blancos velos protectores de los jinetes del desierto, la tormenta podía matarlo y secarlo hasta convertirlo en una momia con una ola de polvo ardiente en menos de media hora—. Pero yo sé leer el clima; siento las tormentas antes de que lleguen, antes de que se las vea. Sé que no hay ninguna en este momento.
El muchacho le echó una mirada de incredulidad desde unos ojos negros que parecían demasiado grandes para su cara afilada y blanca y volvió a retirarse tras su pared de silencio. Lobo del Sol ya había descubierto que aunque el muchacho protestaba mucho, no pedía ayuda jamás. Tal vez fuese porque había aprendido que hacerlo solamente empeoraba las relaciones con su padre.
Jeryn lo estaba intentando de nuevo.
—Nanciormis nunca me obligó a hacer esto.
—Y por eso te has quedado sin aire en menos de dos minutos de ejercicio. —Lobo del Sol se apartó el largo cabello de la cara… ni siquiera sudaba—. Vamos a hacer esto todas las mañanas a esta hora, y va a resultar muy odioso durante tres semanas, y no hay nada que yo pueda hacer al respecto. Adelante.
—¡Todavía estoy cansado! —se quejó el muchacho.
—Hijo, vas a estar cansado durante meses —dijo Lobo—. Vas a correr de vuelta a la fortaleza y vas a levantar pesas y vamos a trabajar un poco con un palo y todo eso antes del desayuno. Ahora bien, puedes hacerlo rápido y tener tiempo para poder dedicarle a otras cosas que te agraden, o despacio y perder toda la mañana… Eso es cosa tuya.
La boca llena y suave del muchacho se tensó para esconder el temblor del resentimiento en sus labios, y a continuación se dio la vuelta furioso. Empezó a correr hacia la Ciudadela a un paso rabioso, calculado, pensó Lobo del Sol, que lo seguía con un trote de león en plena caza, para agotarlo mucho antes de haber recorrido ni la tercera parte de la distancia.
No podía decir que culpase al muchacho. Desde el día anterior, él también tenía frustraciones y resentimientos que masticar dentro del alma.
El método de entrenamiento de Kaletha era completamente distinto de los ejercicios de memorización breves y agotadores que había tenido que realizar con la bruja Yirth de Mandrigyn, y de las rutinas repetitivas y aburridas que se había inventado él mismo. Halcón de las Estrellas le había enseñado a meditar, y Lobo lo hacía al amanecer y al anochecer, pero las instrucciones de Kaletha para la meditación eran más complicadas e implicaban frecuentes intervenciones de la maestra.
—Debéis aprender a cambiar las armonías de la música de vuestra mente —decía, arrodillándose ante él a la sombra rayada de un rincón de los jardines públicos de la ciudad; y Lobo del Sol, para quien la meditación había sido siempre un asunto de silencio interior, trataba de ahogar el deseo de darle una bofetada y borrar aquella mirada de condescendencia.
Como ejercicio, parecía increíblemente trivial. Pero los otros discípulos de la Bruja Blanca no parecían pensar lo mismo. En los nichos de sombra que se formaban a lo largo de la hilera de columnas de la parte superior de los jardines públicos, meditaban con las caras sumidas en la concentración o en el éxtasis. Y ambas —sospechaba Lobo del Sol, irritado— a mayor gloria de su maestra. Halcón de las Estrellas meditaba sola y le había enseñado a hacer lo mismo. Las pocas veces que él la había visto hacerlo, le había parecido relajada, casi dormida. Pero claro, pensó con amargura contra sí mismo, hace falta más que la comunión con su alma para perturbar la calma marmórea de Halcón. Él la conocía desde hacía nueve años, y todavía trataba de adivinar qué podría lograrlo.
La veía, a través de la luz cegadora del sol de la tarde sobre el patio abierto, bajo los arcos índigos de sombra, hablando con el entrecano Norbas Milkom, dueño de la Mina del Buitre Dorado. La cara llena de cicatrices del negro se abrió en una carcajada; por los gestos, discutían la campaña de hacía ocho años en los pasos de las montañas.
Por la tarde, cuando el calor del día empezaba ya a quemarse a sí mismo y la gente se despertaba de la siesta, la mitad de la población de Pardle Sho iba a parar a los jardines. La hectárea de caminos sinuosos bajo viñas, jacarandaes, enredaderas fénix, o las plazas arenosas donde crecían viejos cipreses y naranjos, y a veces cactus nativos, cubría los últimos tramos de la montaña Morian, donde la tierra era demasiado irregular hasta para los constructores de Pardle. Antes de la Revuelta los jardines habían pertenecido a los que dirigían las minas trabajadas por esclavos, y las ruinas del palacio constituían su límite sur. Pero ahora eran el paseo preferido de la ciudad y la gente venía por las tardes para hablar, criar chismes, encontrarse con amigos, coquetear, hacer negocios personales o escuchar a los cantantes que se instalaban en los rincones sombreados ante gorras llenas de monedas. No era raro que maestros itinerantes se reunieran allí con sus discípulos; del otro lado de la hilera de columnas, Lobo del Sol había visto a un enérgico hombrecillo al que siempre se podía encontrar enseñando ingeniería a una audiencia de una o dos personas.
La voz de Kaletha llegó hasta él, medida, leve, como si cada palabra fuera algo precioso que el receptor tuviese que atesorar y agradecer a su suerte.
—La pureza del cuerpo es la mayor necesidad de la magia —recalcó por tercera o cuarta vez en el día. Se dirigía a Luatha Welldig, una mujer gorda de aspecto insatisfecho y unos cuarenta años más o menos, vestida como todos, excepto Lobo y Egaldus, el novicio de la Trinidad, de un negro severo y poco favorecedor, pero la mirada de la maestra iba una y otra vez hacia Lobo del Sol mientras hablaba—. Sin pureza del cuerpo, libre del alcohol, de la autoindulgencia, de las crudezas de la fornicación… —ahora lo miraba ya directamente, y acentuaba las palabras con tono despectivo—, la mente permanece prisionera en el laberinto de los sentidos. El cuerpo debe ser puro, si la mente quiere ser libre. Toda la magia viene de la mente, del intelecto, de la razón.
—Eso no es verdad —dijo Lobo del Sol, levantando la vista.
Los labios rosados de Kaletha perdieron sus curvas y se apretaron en un gesto de desaprobación.
—Naturalmente, vos preferiríais no creer en lo que digo.
Él meneó la cabeza. No pensaba permitir que ella lo enojara. Lentamente, casi tartamudeando, sin saber cómo explicarse, y extrañamente consciente de su voz rasposa como el croar de una rana, se explicó:
—El intelecto puede aprender a guiar a la magia, pero la magia no proviene de la razón. Es como el agua, que no proviene del caño que la transporta.
—Tonterías —dijo Kaletha con severidad—. La razón y la habilidad para controlar las bajas pasiones son facultades exclusivas de los humanos, y los humanos son las únicas criaturas que poseen magia.
—Pero eso tampoco es cierto.
Las cejas rojas y oscuras se elevaron de nuevo.
—¿Ah, no? ¿Me estáis diciendo que los camellos pueden variar la dirección de las tormentas de arena? ¿O que los gatos caseros pueden leer el oráculo en los huesos? ¿O es que creéis en esa gente diminuta que no vemos y que se esconde en los altillos y limpia las cocinas de las amas de casa que se lo merecen?
Lobo del Sol sintió que la rabia se agitaba en su interior, y con ella una profunda falta de ganas de discutir. Sintió en su corazón que ella estaba equivocada, pero él carecía de la experiencia técnica necesaria para probar lo contrario, y sobre todo carecía del deseo de revolver y desenredar el tono neblinoso de sus propios instintos.
En su silencio, Anshebbeth dijo con timidez:
—Kaletha, cuando hablas de pureza… seguramente hay distintos tipos de… de amor físico. —Hablaba como si casi no pudiera emitir las palabras con sus labios. Lobo del Sol la miró sorprendido, casi alarmado ante el hecho de que ella pudiera centrarse de aquel modo en la más trivial de las afirmaciones de su maestra, y encima para apoyarlo a él en la discusión. En el arlequín de sol y sombra que formaban las enredaderas, las mejillas blancas y enjutas aparecían teñidas con el rojo vivo de la vergüenza—. ¿Acaso el amor verdadero no puede… no puede ser liberador para el alma como lo es para el cuerpo?
Kaletha suspiró.
—Por favor, Anshebbeth. —Le dio la espalda.
El aya no dijo nada más, su fina mano subió otra vez para tocarse la garganta por dentro del cuello del vestido, como para aliviar alguna horrible tensión.
Lobo del Sol pensó en ella por un momento. Esa mujer había tenido muy poco que decirle, y había sido fiel al desprecio de Kaletha. Pero él recordaba la primera mirada: lujuria encubierta tapada inmediatamente por vergüenza ardiente; también la había visto seguir a Nanciormis con ojos hambrientos. Se preguntaba cuál sería el aspecto de su cara tensa, aguda, blanca, si se dejara llevar por la risa, y cómo resultaría entre los dedos aquella masa de negro cabello trenzado y apretado si se soltara bajo las caricias de una mano masculina. Pero la atención de la mujer había vuelto otra vez a Kaletha y se inclinaba para oír lo que la Bruja Blanca le estaba diciendo a Egaldus. Ningún hombre —advirtió Lobo— tiene oportunidad alguna de conseguir la atención completa de Anshebbeth si Kaletha está en la misma habitación… suponiendo que alguien la desee.
Hombre al fin y al cabo, la había considerado despreciable. Ahora que se daba cuenta de que ella habría dado toda su vida por la aprobación de la otra mujer, le parecía patética.
Del otro lado del patio, un brillo dorado captó su atención. El Obispo Galdron se había unido a Norbas Milkom, los dos hombres hablaban con gravedad, el patriarca de barba blanca con la reluciente sobretúnica dorada, y el dueño de la mina, cubierto de cicatrices, con el brillo de los diamantes de sus dedos. Halcón de las Estrellas ya no estaba con ellos. Un momento después la vio paseando con Nanciormis por la hilera de columnas. El Obispo y el minero miraron al gran Comandante de la Guardia con desaprobación. Si Nanciormis se dio cuenta de las miradas no lo demostró; se movía como un rey, sereno y elegante en su bien cortado jubón de terciopelo rojo, la capa del desierto flotando, el cabello negro anudado en la parte posterior de su cabeza contra el calor de la tarde.
Durante la conversación de la noche anterior, Lobo del Sol había observado que, aunque Nanciormis, como la mayoría de los hombres del desierto, tendía a tratar a las mujeres con una combinación de cortesía y superioridad, como si estuviera protegiéndolas, reconocía a las mujeres de la guardia como colegas en las artes de la guerra, y solamente coqueteaba con ellas cuando éstas le daban un cierto y tácito permiso. No estaba cortejando a Halcón, eso era evidente para Lobo del Sol. Halcón de las Estrellas nunca había entendido el arte de la seducción. Cuando Lobo del Sol bromeaba con ella o la alababa, ella lo miraba sin entender, y a Lobo del Sol le parecía muy divertida su expresión. Por detrás de su fachada de leona, todavía era una muchacha increíblemente inocente en ciertos aspectos.
Y sin embargo…
Recordó la noche anterior, el miedo agudo en la voz de Halcón de las Estrellas cuando lo llamó desde detrás del portón de adobe iluminado por la luna. No se había tratado de una mujer atemorizada reclamando apoyo de un hombre. Había sido el miedo de una guerrera, un miedo ante algo profundamente real. Y no había ni señales ni huellas en el patio ni en la celda que compartían.
Halcón de las Estrellas no había encontrado ninguna explicación, pero de repente, en aquel momento, temblando, Lobo del Sol recordó las palomas muertas.
Una sombra cayó sobre él. Levantó la vista y allí estaba Nanciormis.
—Veo que os habéis unido a los futuros Invocadores de Tormentas. —El hombrón apoyó un hombro robusto contra el poste cubierto por las amplias y retorcidas ramas de las enredaderas y miró a Lobo del Sol con cordialidad—. Una capacidad útil para un guerrero, ahora que no hay un Mago-Rey que os pueda cazar y mataros por ello. Pero podríais emplear vuestro tiempo en cosas aún más útiles.
—Si estuviera buscando la forma de aumentar mis habilidades para la guerra… —replicó Lobo—, no lo dudo. Pero para eso ya tengo otra magia rápida y sucia, os lo aseguro.
—¿Ah, sí? —Los ojos oscuros color café se afinaron, pensativos—. Sé que los sirvientes dicen que la tenéis. Yo creí que lo decíais para impresionar a la dama Kaletha de alguna forma… cosa que no es nada fácil, tengo que admitir. Pero si no es por eso, ¿qué buscáis aquí?
Lobo del Sol se quedó en silencio durante un largo rato, contemplando la cara carnosa, de hermosos rasgos, altos pómulos y nariz aguileña flanqueada por venas rotas. Los ojos oscuros, entre sombras de arrugas y bolsas, eran al mismo tiempo sabios y cínicos, pero no había desprecio en ellos.
Después de unos momentos, dijo:
—No lo sé. Si lo supiera, sería más fácil. Cualquier hombre puede aprender a luchar en calles y tabernas, pero no puede ganar en un combate largo contra un guerrero entrenado y disciplinado; y no puede usar ese conocimiento para nada más.
Nanciormis frunció el ceño. Era evidente que no lo entendía. Lobo del Sol ya lo había supuesto, vista la forma torpe en que había entrenado a Jeryn. Pensaba que en su juventud Nanciormis —y no podía tener más de treinta y cinco años ahora, aunque su gordura lo hacía parecer mayor— debía de haber sido un guerrero notable. Pero su propio talento, unido a su encanto natural, lo había salvado de la disciplina. Nunca había tenido que aprender nada que no supiera desde el principio, así que vivía en la superficie de las cosas, un hombre apto pero sin imaginación. Como nunca lo habían vencido, trabajaba sobre la suposición inconsciente de que nadie lo lograría nunca. Un profesional lo destruiría con facilidad.
Hubo una ligera agitación entre los discípulos de Kaletha cuando ésta caminó al encuentro de Halcón de las Estrellas. Por detrás, Lobo del Sol vio la cara de Egaldus desaparecer entre las sombras. Con cierta sorpresa, se dio cuenta de que el novicio estaba utilizando un hechizo para cubrirse, una especie de invisibilidad para evitar que su amo, el Obispo, lo divisara desde el otro lado del jardín. Era una de las primeras nociones de magia que había aprendido a usar Lobo del Sol, y el joven lo hacía con una habilidad notable. Lobo conseguía mantenerlo a la vista pero sólo a base de mucha concentración; las sombras de las ramas retorcidas de la vid caían como una cortina sobre el cabello brillante y el bordado azul y blanco de sus ropas. Anshebbeth también se había quedado muy callada, notó Lobo, mirándose las delgadas manos.
Nanciormis le hizo un gesto para que lo siguiera, y Lobo se levantó para ir tras él por el sombreado pasillo de baldosas rotas y desiguales. El Comandante echó una mirada a Halcón de las Estrellas, inclinada contra una retorcida enredadera de glicina, la cabeza ligeramente ladeada mientras hablaba con Kaletha, después a Milkom y al Obispo de nuevo.
—Os aconsejo que prestéis atención a la gente que os ve venir aquí —susurró—. Las brujas tienen mala reputación en Benshar, como os dije anoche. No sé qué pensáis obtener de Kaletha, pero tal vez no valga lo que tendréis que pagar a cambio.
Esa mañana, a través de la tierra moteada, Lobo del Sol había visto la línea oscura y quebrada de las Montañas Hechizadas, guardianas del secreto de la antigua ciudad de Benshar. Pero Kaletha se había enojado cuando él le preguntó al respecto, y había cambiado de tema. Y ahora Lobo notaba que, si bien ahora que había empezado a bajar el calor los jardines estaban llenos de mineros que habían terminado su turno, pastores y jóvenes de la ciudad, ningún paseante subía hasta los senderos donde solían reunirse los discípulos de la Bruja Blanca. Lobo del Sol tenía suficiente experiencia sobre la naturaleza humana como para saber que no era por tolerancia. Si el miedo no los mantuviera alejados, pensó, estarían jaleando e interrumpiendo como palurdos en una feria.
¿Miedo de Kaletha?, se preguntó. ¿O… de qué?
—Veo que os las habéis arreglado para que mi sobrino no eludiera la práctica de la espada esta mañana —continuó Nanciormis, mientras los ojos se le iban detrás de una muchacha rubia que caminaba lentamente por la hilera de columnas del otro lado del patio, hasta que se la tragaron las sombras—. ¿Qué pensáis de él?
Lo que pensaba Lobo del Sol era que le habían enseñado muy mal. Pero se limitó a responder:
—No puedo opinar el primer día. Siempre tratan de impresionar al maestro mostrando lo mucho que ya saben. —Eso podía aplicárselo a sí mismo, pensó de repente un momento después, tanto como a Jeryn.
Nanciormis rió.
—Si lo hacéis igual de bien mañana, tendréis suerte. El chico tiene cierta rapidez, pero es haragán y, según creo, cobarde. Traté de obligarlo a tener coraje, o por lo menos ponerlo en situaciones en las que se viera forzado a dominar sus miedos, pero es inteligente y se esconde. Es capaz de desaparecer durante horas cuando tiene que hacer algo que no le apetece. Traté de obligarle a hacer algo más masculino que montar ese poni sin sangre que ha tenido desde que era un niño… Tazey monta cualquier caballo sin problemas, pero él no quiere. Y en cuanto a aventurarse unos metros por el desierto…
—¿Le enseñaron a sobrevivir en el desierto?
—¿Cómo podemos enseñarle si él no saca las narices de esa biblioteca? —preguntó Nanciormis, divertido—. De todos modos, tiene tanto miedo de ir allí que no es probable que necesite saber nada al respecto. Si podéis hacer algo para fortalecer sus nervios y su valor, todos os estaremos muy agradecidos… sobre todo su padre. Su padre nunca ha sabido qué hacer con él.
—¿A pesar de que es el primer heredero que tiene Benshar desde que la Casa Antigua cayó para siempre?
Los ojos oscuros se deslizaron a un lado y luego volvieron a mirarlo.
—Osgard siempre fue ambivalente con respecto a Jeryn. Es el heredero, como vos decís, y Osgard siente orgullo por el reino, el suficiente como para querer que el chico tome el relevo. Pero Ciannis murió cuando daba a luz. Me dicen que fue un mal embarazo y que estuvo a punto de perderlo dos veces. Osgard se dio cuenta entonces, y se da cuenta ahora, de que en cierto modo tuvo que cambiar a la mujer que amaba por un chico que fue un conejito enfermo desde niño, y que se volvió estudioso y se encerró entre libros apenas aprendió a leer. Aprender de los libros está muy bien para un gobernante, pero hay otras cosas, como hay otras cosas además de la guerra… y lo digo porque los reyes ciudadanos, los reyes de la guerra que vinieron antes de Osgard, no sabían nada sobre estilo, belleza o respeto a las viejas costumbres. Pero Jeryn es furtivo, y escurridizo, y además es un cobarde.
—Supongo que si mi padre se emborrachara como una cuba y me odiara por haber matado a mi madre, yo también sería furtivo y escurridizo.
Nanciormis lo miró con severidad.
—Osgard nunca se emborrachaba de esa forma antes de la muerte de Ciannis.
—No —dijo Lobo—. Supongo que no.
Habían llegado al final de la hilera de columnas; el discurrir de la tarde había modificado las sombras del enrejado que se alzaba sobre sus cabezas, y las franjas de luz color puma se extendían sobre las baldosas gastadas del sendero. Del otro lado del patio, Lobo del Sol alcanzaba a oír el sonido lejano de una mandolina mal tocada, y una voz nasal que entonaba fragmentos de una canción popular. En una hora tendría que localizar a Jeryn de nuevo para otra lección antes de la cena, y tenía la sensación de que esta vez no sería tan fácil como por la mañana. La curiosidad por el nuevo maestro había desaparecido.
Echó una mirada hacia Kaletha. Ausentado el Obispo de Pardle, Egaldus estaba junto a ella, escuchando lo que decía con todo el corazón en sus ojos azules. Kaletha le preguntó algo. Él hizo un gesto con la gracia de alguien entrenado en la teatralidad de la liturgia de la Trinidad y extrajo una bola de luz verdosa del aire. La bola brillaba tenuemente entre sus dedos en medio de las sombras. Kaletha le puso una mano en el hombro y asintió con aprobación. Anshebbeth miró hacia otro lado con los finos labios apretados.
—¿Y su hermana? —preguntó Lobo del Sol—. Le haría bien tener un compañero para la práctica de la lucha y la equitación. Creo que ella es una chica sensata, y le lleva los años suficientes como para que Jeryn no se sienta mal si ella le gana. Y tiene aspecto de ser buena, además. La vi hacer la danza de la guerra. Se mueve como una guerrera.
Nanciormis sonrió.
—Así es como debería moverse. Cuando era una niña no había un solo varón en la ciudad al que no pudiera vencer en una lucha o en el juego de pelota. Es capaz de montar cualquier cosa de cuatro patas y baila como un pájaro al viento. Pero lamento decir que eso no funcionaría.
—¿No? ¿El chico no la quiere? —preguntó Lobo del Sol.
—La adora… o por lo menos la adoraba hasta hace un año más o menos. Ahora la tolera, como hacen los muchachos con las hermanas mayores. —Una bandada de golondrinas sobrevoló el patio central y se posó para beber sobre el borde de piedra de la fuente casi seca. También bajaban las abejas a hundirse en el agua, proveniente de los arroyos que surgían entre las piedras de la Columna del Dragón. Lobo del Sol supuso que las fuentes tenían agua todo el año.
Nanciormis siguió hablando:
—No, no es cuestión de Jeryn. Pero como sabéis, Tazey va a casarse con Incarsyn de Hasdrozaboth. Él viene mañana para las últimas negociaciones. Y a pesar de que en mi pueblo se da cada tanto alguna que otra dama guerrera, no se aceptaría que el señor se casara con una, o que Osgard… digamos, le… ofreciera una como esposa. Y os aseguro que Incarsyn tampoco querría ese tipo de mujer, y menos todavía su hermana, que es la verdadera gobernante de las Dunas. El matrimonio es una alianza política para unir a estos… —Hizo una pausa, conteniendo algún epíteto que había estado a punto de aplicar a los hijos de los esclavos importados del norte para trabajar en las minas de plata, los hombres y mujeres que habían tomado las mejores tierras de la falda de las colinas de manos de los Señores del Desierto y los habían empujado hacia las tierras infértiles del K’Chin. Terminó la frase—… estos nuevos reinos con las Casas Antiguas, y la de Incarsyn es muy vieja. Pero, como en el caso del enlace entre Osgard y mi hermana, también podría haber romance. Incarsyn es joven y casero, pero es un shirdar y no está preparado para tomar a una mujer demasiado aficionada a la espada.
Lobo del Sol paseó la mirada a lo largo de la hilera de columnas. Como hojas de oro opaco, la luz del sol caía en el suelo entre los pilares, que parecían ardientes, cegadores, en los lugares que la luz alcanzaba de pleno. El contraste con las sombras retorcidas del lugar protegido por enredaderas donde se hallaban sentados Kaletha y su pequeño grupo de discípulos era deslumbrante. Las ropas oscuras de aquella gente se fundían con las sombras; los rostros, apenas unas manchas blancas, como si fueran recortes de papel. Kaletha estaba hablándoles a todos, la voz un murmullo suave, hipnótico, susurrando ocultos secretos de magia y poder. Junto a ellos, inclinada sobre el pilar, estaba Halcón de las Estrellas, de pie, escuchando; el brillo desgarrador de la luz del sol caía sobre sus hombros cuadrados y su corto cabello como pétalos esparcidos por el viento.
Lobo del Sol sonrió un poco para sí mismo y dijo, simplemente:
—Él se lo pierde.
—Capitán.
Lobo del Sol, cuyo único ojo era lo suficientemente agudo para distinguir, en el bronce pulido de un escudo colgado en la pared, el reflejo del hombre que aguardaba en el umbral en sombras, contestó:
—¿Mi señor? —Y antes de volverse—: Sigue con eso, muchacho —agregó al ver que Jeryn bajaba el brazo automáticamente—. El enemigo no va a darte tiempo para que descanses el brazo, así que yo tampoco lo haré.
La boca roja se tensó con rabia, pero el muchacho volvió al poste de prácticas de madera de palo santo. Los golpes que daba apenas si partían la madera. Abajo, atrás, adelante, abajo, atrás, adelante, cada golpe con un jadeo laborioso era un acto separado: no aprovechaba la inercia de uno a otro. Lobo del Sol se volvió hacia el Rey.
—Me gustaría hablaros un instante.
—Me pagáis por mi tiempo —le contestó Lobo, caminando hacia el amplio arco de la puerta. El ruidito leve, desigual, del acero sobre la madera dura, tap… tap, resonaba suavemente contra las bóvedas de piedra de la habitación redonda, con la hilera alta de ventanas, una percusión muda detrás de las palabras.
—Tenéis toda la razón del mundo. Os pago por vuestro tiempo, demonios —dijo Osgard. Se cuadró, los hombros anchos en el jubón tenso de bronce mate, la gruesa cadena de oro sobre los hombros, captando pequeños destellos de luz en sus eslabones en forma de ese. Como siempre, tenía el cuello desabrochado y desordenado bajo el mentón; como siempre, olía levemente a vino—. Y os aseguro que no os pago para que después digan que a mi hijo le enseñan los brujos.
Lobo del Sol puso los dedos sobre el ancho cinturón de cuero de su ropa de combate. Gotas saladas de sudor colgaban del extremo de su cabello fino, oscuro por la humedad, y le caían por entre la mata dorada del vello de la espalda. La voz áspera habló con suavidad.
—¿Quién lo dice?
—¿Lo negáis?
—No. Pero siento curiosidad por saber quién lo dice.
—Mantengo a esa perra pelirroja en la Casa por respeto a mi esposa muerta y porque, puestos a tener otra vez una bruja en Benshar, prefiero que esté donde pueda verla en lugar de planeando no sé qué con los señores de los Reinos Medios. Pero le he ordenado que permanezca lejos de los niños. No voy a permitir que se comenten cosas sobre las brujas. Dios sabe que ya tuvimos bastantes comentarios al respecto, con ese gato en celo de Egaldus yendo de aquí al palacio del Obispo. Galdron está furioso por ello. ¡No pienso permitirlo, os digo!
Tenía la cara escarlata sobre el dibujo de las venas quemadas por el sol; la voz, en las bóvedas de piedra de la habitación, sonaba como un trueno. El ruido de la espada sobre el palo se había detenido.
—Nadie me dijo nunca qué hacer y qué no —replicó Lobo del Sol, con su único ojo entrecerrado—, y apuesto a que a vos tampoco. Podéis obligar a vuestro hijo a ser lo que queráis que sea, pero lo que yo soy y con quién elijo pasar mi tiempo es algo que no os incumbe.
—¡No estoy obligando a nadie! —rugió Osgard—. ¡No os hagáis el sofista conmigo! ¡Ya tengo bastante con Kaletha y ese maldito Obispo! ¡Mi hijo es asunto mío y mi casa es asunto mío, y no quiero que digan que hay brujos enseñándole al Heredero de Benshar!
Furioso, Lobo del Sol replicó:
—¡Le estoy enseñando a manejar la espada, maldita sea, no adivinación ni nada parecido…! ¡Y no podría enseñarle adivinación aunque quisiera, diablos!
—Será mejor que no oiga que os veis con esa maldita mujer otra vez…
—Si no queréis oírlo, entonces será mejor que dejéis de intercambiar chismes con vuestras lavanderas.
Lobo del Sol no se equivocaba en su acusación, porque la cara del Rey se puso más roja, si es que tal cosa era posible, y Lobo se preparó para dar un paso adelante y defenderse. Pero el Rey jadeó una o dos veces, la cara aturdida, marcada por el alcohol, contraída por la furia.
—Fuera de aquí.
Dominando su propia rabia, Lobo del Sol se volvió en silencio y se alejó. Junto al hecho de que era una pelea estúpida, sabía que la obediencia tranquila sería más turbadora para Osgard que una respuesta rabiosa, y tenía razón. Cuando pasando por su lado, salió al calor del corredor de piedra, Osgard aulló:
—¡FUERA DE AQUÍ!
El grito rebotó en las entrañas del techo como acero golpeado. Un momento después, Lobo del Sol oyó el ruido del metal y supo que el Rey debía de haber arrancado la espada de manos de su hijo para después arrojarla contra la pared. Pero no volvió la vista para confirmarlo.
En la segunda habitación de adobe del extremo del ala abandonada, dejó una nota: Me fui a la colina. Después fue a buscar su caballo pinto a las cuadras del palacio, lo ensilló y abandonó Tandieras cuando el Sol tocaba el extremo quebrado de la Columna del Dragón como un fénix que se acuesta a descansar.