3

—¡Maldita mujer! —Osgard Antivar, Rey de Benshar y Señor nominal de todo el Desierto de K’Chin, se apoyó sobre el bajo diván de ébano y empujó, impaciente, la almohada de seda azul para sacarla de debajo de su rodilla izquierda—. Dice que no será responsable si la herida se abre de nuevo. A la mierda, yo me hago responsable… No me voy a quedar en cama todo el día como una señorita… —Sobre la bandeja de cobre tallado en plata que habían dejado sobre la delicada mesita, evidentemente shirdar, que acompañaba la cama, había una jarra de vino, pero solamente una copa.

El Rey rebuscó debajo de los almohadones del diván y sacó otra, que llenó hasta el borde.

—Sentaos, Capitán, y tomad algo. Vos podéis aunque a mí no me dejen. Maldita mujer. —Contra los rojos y azules vívidos de la bata suelta que llevaba sobre la camisa y los pantalones, la cara del rey todavía parecía gris por la pérdida de sangre, excepto en el lugar en que el leve rubor de la fiebre daba color a las mejillas—. Era más soportable cuando era bibliotecaria, demonios. En aquellos tiempos sabía cuál era su lugar.

Lobo del Sol se sentó donde le indicaban, en una silla de ébano tallado con bordes de oro, como el diván, muebles saqueados hacía cincuenta años del Palacio del Gobernador y recientemente vueltos a tapizar en lana roja local. El solar del Rey era una habitación grande, construida en un extremo del Salón, con ventanas en dos de las paredes. Los gruesos postigos contra las tormentas que no faltaban en ninguna habitación estaban abiertos ahora, y el sol de la mañana entraba por las ventanas y brillaba sobre las pulidas baldosas de mármol bicolor, como lo hubiera hecho sobre el mar. Como islas peludas, los blancos pellejos de las ovejas montañesas alternaban con pieles de oso y alfombras trabajadas en lo más profundo del desierto, mosaicos brillantes y primitivos en rojos y azules. Era una habitación confortable para un Rey que había trabajado en las minas cuando niño.

—Kaletha me dice que el torniquete que me pusisteis probablemente me salvó de ponerme peor de lo que estoy. Parece que os debo mi gratitud doblemente.

Lobo del Sol se encogió de hombros quitándole importancia al asunto.

—Ya que me había tomado el trabajo de salvaros la piel, habría sido una estupidez dejar que tanto esfuerzo se perdiera. —Se dejó ir en la silla, relajado pero atento. Bajo su actitud aparentemente abierta y amable, el Rey estaba nervioso; el vino, que Lobo del Sol jamás tocaba a esa hora de la mañana, y la bandeja con bollos, mantequilla, miel, jamón y dátiles que acababa de traer un sirviente silencioso, daban a entender que no se trataba únicamente de agradecimiento por haber impedido que unos asaltantes lo convirtieran en picadillo. El Rey quería algo.

—¡Ah, eso sí que me gusta! —Osgard rió—. Un hombre que hace lo que tiene que hacer sin darse aires… un guerrero, un hombre que sabe manejar las manos… —Echó una mirada hacia el sirviente que salía y volvió a llenar su copa de vino—. Dicen que fuisteis el mejor mercenario del Oeste… por lo menos erais el que más cobraba cuando luchamos contra la vieja Shilmarne y sus tropas. ¡Pero, por los Tres, realmente cumplíais vuestras promesas! ¿Qué hacéis así, vagando como un mendigo por los Reinos Medios, sin el dinero necesario para poner un techo sobre vuestra cabeza? ¿Perdisteis vuestras tropas?

—Las dejé.

—¿Por eso? —Señaló con la copa de vino el parche de cuero negro sobre el ojo.

Lobo meneó la cabeza con tranquilidad.

—Digamos que jugué contra los dioses y las apuestas eran muy altas.

—¿Y perdisteis?

Lobo se tocó el parche, la cuenca del ojo quemado por el fuego debajo.

—Gané.

Osgard lo miró un momento, pensativo, oyendo en su voz cascada el eco de todas sus razones, y sabiendo que lo escucharía todo. Se quedó en silencio durante un momento; las manos grandes, nudosas, jugaban con el borde de la copa. Sus ojos se desviaron una vez, después lo miraron de nuevo. Aquí viene, pensó Lobo. Osgard dijo:

—Quiero que enseñéis a mi hijo. Os pagaré, claro.

Lobo del Sol pensó en silencio unos instantes. Era la primera referencia que tenía sobre la existencia de un chico, porque únicamente la hija del Rey había acudido rauda al lado de su padre la noche anterior. Las noticias volaban en una comunidad cerrada como aquella fortaleza, por lo que no era posible que el chico no se hubiese enterado. Pero Lobo se limitó a preguntar:

—¿Cuántos años tiene?

—Nueve. —La voz del Rey se endureció—. Nanciormis empezó a adiestrarlo en la espada y la equitación. Pero es un debilucho. Prefiere esconderse a afrontar sus lecciones como un hombre. Su tío tiene sus propias obligaciones y no puede cuidarse como debiera. Es tiempo de que aprenda a ser hombre.

El tono de dureza y desafío hizo que Lobo del Sol recordara a su propio padre. Osgard interpretó mal ese silencio y siguió adelante:

—Os aseguro que os pagaré muy bien, capitán. Él es el Heredero de Benshar… el primer Heredero en ciento cincuenta años desde que la vieja casa de Benshar gobernaba esta tierra. Es la base de mi linaje y, ¡por los Tres!, quiero que sea un Rey que sepa cómo manejar una espada y defender lo suyo… —Se tomó el vino de un trago y dejó la copa con fuerza sobre el bronce de la mesita; los ojos abiertos y verdes temblaron con la intensidad de los ojos de un hombre que siempre supo luchar por lo que quería y ganar—. Soy el quinto Rey de Benshar desde que nos rebelamos contra los gobernadores y nos liberamos de la esclavitud. Luché con mi tío Tyrill contra los bandidos del desierto y contra las tropas de la vieja Shilmarne y contra todo lo que se os ocurra nombrar. Cuando Tyrill murió me nombró heredero, como Casfell Ghru lo había nombrado a él y antes todavía el viejo Kelden el Negro. Ninguno de esos hombres tuvo un heredero, excepto el hijo de Kelden, pero murió en batalla. Todos eligieron al mejor hombre que conocían como sucesor. ¡Y, por los Tres, eso hizo que la tierra fuera fuerte!

»Pero ahora es distinto. Mi tío cayó muy joven y yo me casé… —Vaciló una décima de segundo y cuando habló de nuevo lo hizo en un tono más tranquilo—. Me casé con una dama de las Viejas Casas, la última Princesa de la Casa de Benshar.

Lobo del Sol inclinó la cabeza con curiosidad.

—¿Benshar? ¿La vieja ciudad del desierto?

—No. —Osgard lo cortó con firmeza y sus ojos verdes temblaron de rabia un instante. Después, como si se diera cuenta de que había hablado más de lo que quería, se explicó con incomodidad—: Quiero decir… nadie de su familia había estado cerca de esa ciudad durante generaciones. La ciudad está abandonada, muerta… los ejércitos de los Reinos Medios la destruyeron cuando conquistaron todo esto. Pero sí, su familia gobernaba este país, y gran parte del desierto, además. Su casa ya no tenía poder pero seguían siendo de las Viejas Casas. Ella era la mujer más buena de estas tierras, y me dio la hija más dulce que pueda desear un hombre. Voy a casarla con uno de los señores shirdar para sellar una alianza… Me dio un hijo también. —Osgard suspiró y volvió a llenar la copa; la luz del sol brilló con calor sobre la superficie púrpura del vino—. El muchacho es mi heredero. Quiero que sea el mejor de todos. Tiene que poder mantener lo que poseo cuando yo me vaya.

Lobo del Sol hundió un pedazo de pan en la miel y no dijo nada. Recordaba la escena de la taberna la noche anterior, el hombrecillo negro, Norbas Milkom, bebiendo a la salud de la dama Taswind, no a la de su prometido.

—¿Cómo se llama?

—Jeryn. —En una voz apenas demasiado alta después de una pausa que había sido apenas demasiado larga, Osgard continuó—: El muchacho no es un cobarde. Pero necesita disciplina. Lee demasiado, eso es todo. Ya se lo aclaré, pero necesita que le enseñe un buen soldado, un hombre que sepa pensar en una emergencia, un hombre como vos. Dicen que teníais una escuela para guerreros en Wrynde. ¿Es cierto?

—Valía la pena saber a quién iba a aceptar en mi tropa.

El Rey gruñó su aprobación.

—Y a mí me parece que vale la pena saber a quién va a tener este país como Rey. Vuestra mujer guerrea, ¿no es cierto?

—Era mi segunda al mando. Me ha sacado de lugares tan malos que no quiero ni pensar en ellos.

—¿Creéis que ella aceptaría un puesto en la guardia, si os quedáis a enseñar a mi hijo?

Lobo hizo una pausa mientras ponía manteca en el pan.

—Probablemente eso dependa de cuánto le paguéis.

Osgard rió.

—Así habla un mercenario —dijo con una sonrisa—. Un águila de plata por quincena, y no encontraréis moneda más pura en todos los Reinos Medios. ¿Para qué vamos a mezclar nuestra plata? La obtenemos de debajo de nuestros pies.

—Suena bien. —Lobo del Sol sabía que, como moneda, la de Benshar era una de las mejores. Había ciudades en la Península Gwarl donde el contenido de plata de la moneda variaba de semana a semana.

—Y lo mismo para vos; alojamiento en el Salón y una habitación aquí para ambos, y la seguridad de que estaréis ayudando a un hombre que toda su vida trabajó duro y combatió duro.

El chico lo tiene preocupado, pensó Lobo del Sol, reclinándose en la silla de ébano y oro y pensando en el hombretón que tenía delante y que tiraba con tanta impaciencia de su colcha y sus mantas. Lobo era médico de batalla y se daba perfecta cuenta de que aquella manera de consumir alcohol aumentaría la fiebre de Osgard para el anochecer, pero había aprendido hacía ya mucho que no se debía tratar de separar a un hombre medio borracho de su copa de vino. Si Kaletha tenía el temple para hacerlo, había que admirar su coraje, si no su juicio.

El Rey hacía que Lobo del Sol recordara a su padre. Se parecía en más de un sentido, aunque este hombre era rubio y no moreno, un oso desaliñado, siempre con el rugido en la boca, cómodo en los intercambios jocosos de la amistad casual y sin ganas de remover el barro en el fondo de su alma ni en la de ninguna otra persona. Un hombre capaz de luchar todo el día, beber toda la tarde y fornicar toda la noche, o por lo menos, un hombre que moriría tratando de fingir que era capaz de hacer todo eso.

Un hombre, pensó Lobo del Sol, como el que él había intentado ser a lo largo de todos esos años.

—Hablaré con Halcón —dijo— y veré a vuestro hijo. Después decidiré.

—¿Y vos, Halcón de las Estrellas? —Kaletha dejó la taza de café de loza y miró a Halcón de las Estrellas bajo la luz del sol, que entraba por las largas ventanas del Salón que daban al sur—. ¿Vos también queréis uniros a nosotros para aprender los caminos del poder?

La servidumbre iba y venía desde las puertas de servicio hasta las mesas de caballete, instaladas en la gran estancia de paredes de negro granito. Había muy pocos sirvientes, así como pocos guardias; el personal inferior que comía en la parte más baja del Salón se levantaba a por su propio pan y mantequilla para el desayuno. A Halcón de las Estrellas aquello le sorprendía un tanto. Sabía estimar hasta la última pieza de plata lo que valía un lugar en dinero y pillaje, y la fortaleza de Tandieras era rica, de eso no cabía duda. El gobierno que poseía la cadena más importante de minas de plata en el oeste del mundo no podía dejar de serlo.

Después de los incidentes de la noche anterior, se daba cuenta perfectamente de que la mayoría de los sirvientes inferiores que portaban uvas, café, el plato de gachas al estilo kéfir a la pequeña mesa a la que Kaletha la había invitado, eran shirdar.

Si Kaletha esperaba que ella se sorprendiera, debía de sentirse desilusionada. Dejando de lado el antagonismo entre ella y Lobo, lo que pensaba Halcón de las Estrellas de aquella mujer era que evidentemente prefería la compañía de otras mujeres a la de los hombres, aunque no necesariamente en la cama. A su manera, a Kaletha le hubiera gustado mucho humillar a Lobo del Sol robándole la lealtad de su amante.

Pero, a pesar de todo, lo pensó un poco antes de contestar:

—No nací maga.

—Eso no importa. —Kaletha se inclinó hacia delante, sus azules ojos atentos. Era una mujer hermosa cuya belleza, pensó Halcón de las Estrellas, había hecho que los hombres no la tomaran en serio: usaba su severidad como una armadura. Pero mientras hablaba, bajó el escudo y mostró por un segundo a la mujer que había debajo—. Vuestro capitán no me cree, pero es cierto. Yo conozco los secretos del poder. Puedo invocar el poder, sacarlo de las profundidades del alma, incluso de la de aquellos que no nacieron para la magia. Es mi destino.

—Así es —interrumpió Anshebbeth, acercándose a ellas casi a la carrera desde el otro lado del Salón. Había entrado hacía unos minutos acompañando a la princesa Taswind; su austero vestido negro contrastaba con la ropa informal de la muchacha: pantalones de hombre, botas de montar y una camisa de un rosa un tanto desvaído. Ambas habían estado conversando tranquilamente, pero incluso en la distancia Halcón de las Estrellas había advertido cómo la mirada de Anshebbeth paseaba por las mesas buscando a Kaletha, que se había sentado un poco más allá, separada de los otros miembros de la Casa. El aya no había perdido un momento en venir a interrumpir la conversación, tomando su plato de la Mesa Alta en la que Tazey se había quedado sola y corriendo hacia Kaletha.

—Pradborn Dyer no nació mago, eso es seguro. Es uno de nosotros, un joven de la ciudad, pero Kaletha le enseñó. Liberó las fuerzas ocultas de su mente y ahora él tiene visiones y sueños que se han hecho realidad. A veces ve cosas en la oscuridad y consigue encontrar objetos que se han extraviado. Y yo misma, aunque no nací para la magia, estuve estudiando con Kaletha, aspirando su sabiduría, aprendiendo los secretos de su arte. Ya hace casi un año. Ella me ayudó, me ayudó muchísimo… —Dirigió una rápida mirada a Kaletha como buscando su aprobación.

Si Kaletha se sentía tan molesta como Halcón de las Estrellas por la interrupción, no lo demostró. Se creció un poquito ante la alabanza y sonrió con tolerancia, retrocediendo otra vez hacia el refugio de su fachada de directora de escuela.

Alentada, Anshebbeth continuó:

—¿Sabéis? Me parece que yo intuía ya hace años, muchos años antes de la muerte del Mago-Rey, lo que era Kaletha en realidad, aunque ella nunca se lo había confiado a nadie. Pero su poder siempre brilló a su alrededor…

—Shebbeth… —dijo Kaletha, un poco avergonzada.

—Es verdad —insistió el aya con pasión—. Hasta Tazey, la princesa Taswind, lo sentía cuando era una niña. —Miró a Halcón de las Estrellas—. Siempre fuimos amigas, Kaletha y yo. Puede decirse que fue ella la que me hizo como soy ahora, la que me abrió mundos que yo nunca había soñado. Otros también lo sienten —agregó, y los ojos oscuros se llenaron súbitamente de veneno—. Como esa sucia de Nexué, la lavandera, con su boca asquerosa y su mente inmunda. —Levantó un cuchillito de cuerno para untar mantequilla en un bollo y los largos dedos temblaron de furia.

—Fornicadoras impuras —respondió Kaletha con severidad—. Ven todo a través de la suciedad de su propia impureza. —Echó una mirada nerviosa a Halcón de las Estrellas. Durante un instante, Halcón vio otra vez el lado humano de la mujer, que le interesaba mucho más que la maga y maestra—. No debéis pensar que…

Halcón de las Estrellas se encogió de hombros.

—No es asunto mío.

Kaletha vaciló, insegura sobre cómo tomar la respuesta. Anshebbeth, que se había ruborizado ligeramente al oír la palabra impureza, miraba hacia otro lado. Pero de hecho, Halcón de las Estrellas conocía otras relaciones como la que unía a Kaletha y Anshebbeth. Las había visto entre las monjas del convento donde había crecido, y después, más tarde, entre las mujeres guerreras de la tropa de Lobo del Sol; sabía que, a pesar de aquellos comentarios indecentes sobre Nexué y sus amigos, las dos mujeres no tenían por qué ser amantes. Aquella relación era más que nada una dominación de la personalidad, basada en el deseo de Kaletha de tener una esclava tanto como en la necesidad de serlo de Anshebbeth.

Por el fondo del Salón acababa de entrar Nanciormis, con el sencillo uniforme verde oscuro de los guardias de la fortaleza. Coqueteaba con dos sirvientas que al punto encontraron razones para llevárselo a un lado de la habitación. Anshebbeth hizo un esfuerzo para mirar a Halcón de las Estrellas, los labios tensos, rodeados de un sinfín de pequeñas arrugas, y una mancha de color sobre las enjutas mejillas.

—Para seguir el camino de Kaletha hace falta coraje, porque es el camino de la pureza, el camino de la mente. Pero viéndoos, estoy segura de que vos lo tenéis.

—No necesariamente. —Halcón de las Estrellas se sirvió crema en el café y removió con su cucharilla los remolinos de luz y oscuridad.

Sorprendida, Anshebbeth abrió la boca y la cerró de nuevo. La vanidosa autocomplacencia que había brotado en Kaletha en presencia de su discípula se desvaneció y las cejas color canela se unieron en un ceño fruncido.

—Habéis sido guerrera durante mucho tiempo —dijo después de un momento—. Eso me dice que no carecéis de valor físico ni de coraje, al contrario de lo que la gente espera de una mujer. ¿Tenéis el coraje de ir contra lo que él espera de su mujer?

La atención de Halcón de las Estrellas se fijó en su taza.

—Eso dependería de lo que estuviera en juego.

—¿Libertad para hacer lo que quisierais? —la presionó Kaletha—. ¿Para ser primera y no segunda?

—Eso no es justo. —Halcón de las Estrellas levantó la vista—. La verdad es que soy mejor como segunda, soy mejor teniente que capitán.

—¿Lo creéis en vuestro corazón —preguntó Kaletha—, o es solamente lo que a él le conviene que creáis?

—¿Me lo estáis preguntando porque realmente os preocupáis por mí —replicó Halcón de las Estrellas—, o para marcaros un tanto a vuestro favor logrando que yo lo abandone?

Frente a aquel ataque inesperado, Anshebbeth casi dejó caer la cuchara. Pero Kaletha levantó una mano para silenciar las indignadas palabras que su discípula estaba a punto de pronunciar; cuando sus ojos se encontraron con los de Halcón de las Estrellas, estaban llenos de arrepentimiento, en la primera admisión de un error que Halcón hubiera visto en ella.

Por lo menos, pensó Halcón de las Estrellas, no pretende no haber entendido mis palabras.

Después de una larga pausa, Kaletha le contestó:

—De acuerdo. Las dos nos hemos hecho preguntas injustas. Y creo que estamos en parte seguras de saber las respuestas, tanto de las propias preguntas como de las de la otra…, pero sólo en parte. —Bajó la vista y la fijó durante un momento en el platito de pan y kéfir que tenía frente a ella, después volvió a mirar a Halcón de las Estrellas, una chispa de calor genuino en sus ojos. Extendió la mano—. ¿Entonces vendréis? Yo me alegraría si lo hicierais, os lo aseguro.

La puerta del estrado que daba a las habitaciones del Rey se abrió de par en par y apareció Lobo del Sol seguido inmediatamente por el propio Osgard. La cara del Rey estaba moteada en alcohólico rojo y blanco lechoso y cojeaba ostensiblemente, pero rechazó con brusquedad la mano que le tendió Lobo para sostenerlo. Las cejas de Kaletha se unieron de nuevo; se levantó con presteza y el vestido negro ondeó tras ella mientras caminaba hacia el monarca.

—Mi Señor…

Él hizo un gesto para rechazarla.

—¡No necesito vuestra ayuda, demonios, y tampoco vuestro consejo! —rugió—. ¡No soy un debilucho! ¡Mierda, cuando peleábamos contra los ejércitos de Shilmarne en los pasos, combatí durante seis horas con la rótula partida en mil pedazos!

Con la voz delgada, aguda, Kaletha contestó:

—Entonces teníais treinta años, mi Señor, no cincuenta, y no habíais bebido…

—¿Qué tiene que ver la edad, mujer? —aulló Osgard—. ¿O lo que bebo o cuánto? ¿Dónde está mi hijo?

Ella respondió con voz helada:

—Vuestro hijo, mi Señor, no es responsabilidad mía.

—Bueno, se supone que sois maga, demonios, deberíais saberlo. Nanciormis… —Osgard giró a tiempo para ver cómo el Comandante ponía un pie sobre el estrado—. Se supone que hoy tenéis que practicar la espada.

Nanciormis se encogió de hombros.

—Imaginé que tendría otros deberes que cumplir, porque no vino.

En pos de una nueva presa, Osgard posó los ojos sobre su hija Tazey, que estaba terminando su pan con leche y cerveza con la rapidez y el cuidado del que quiere pasar desapercibido.

—¿Dónde está tu hermano? —le preguntó, y Tazey, que acababa de meterse en la boca un pedazo de pan, levantó la vista, asustada—. Escondiéndose de nuevo, supongo… en esa mierda de biblioteca, seguramente. Manda a ésa… —Miró alrededor otra vez y posó la mirada en Anshebbeth, sentada a la mesa de Kaletha. Anshebbeth se encogió visiblemente y acercó una de sus delgadas manos a la garganta mientras él rugía—: ¿Por qué diablos no estáis con mi hija, como debéis, mujer? ¡No os tengo en mi Casa para que estéis de cháchara con vuestras amigas!

Tazey se puso de pie con rapidez.

—Voy a buscar a Jeryn, padre.

—Tú te sientas ahora mismo, muchacha. Shebbeth es tu aya y su deber es estar a tu lado, no irse a charlar por ahí. ¡Ahora ve a buscarlo, mujer!

Por unos instantes Anshebbeth se quedó sentada, rígida, los labios apretados en una línea de rabia y humillación; después se levantó con rapidez y desapareció por una estrecha puerta hacia la escalera de una de las torres. No estaba lo bastante lejos como para no oír a Osgard agregar, dirigiéndose a Lobo del Sol:

—Esas viejas vírgenes cotillas son capaces de provocarle un ataque a cualquiera.

Halcón de las Estrellas untó otro pedazo de pan con manteca mientras Kaletha volvía hacia ella los azules ojos tranquilos y despectivos.

—Ese hombre es un patán —dijo la Bruja de Benshar—, y está haciendo que su hijo también lo sea. Había esperado que, además de las armas, Nanciormis pudiera enseñarle elegancia y lo puliera un tanto, pero veo que el Rey ya se ha ocupado de que eso no ocurra. —Se sentó con un crujido de las pesadas faldas negras, esta vez en el mismo banco que Halcón de las Estrellas. Agregó—: Espero que me perdonéis por hablar con sinceridad, pero no creo que nuestro futuro Rey pueda aprender mucho de ese bárbaro. Tal vez a romper algunas cabezas…

Halcón de las Estrellas se encogió de hombros.

—Vuestra opinión del Jefe me resulta indiferente.

—Es evidente que un hombre como ése quiere que le enseñen el camino del poder solamente para que el poder lo ayude a matar a otros. El resto no le interesa. Un hombre así no puede entender nada de pureza, nada de los poderes de la mente, y tales poderes son la única fuente de la magia.

Halcón de las Estrellas hundió el pan en el café y mordió un pedacito mojado, mucho más divertida que indignada.

—Y yo estoy segura de que vos perdonaréis mi sinceridad si os digo que me parece que lo visteis por primera vez hace apenas unas horas. Me parece un tiempo demasiado corto para conocerlo en profundidad.

—Tengo ojos —le respondió Kaletha con amargura. En su mirada, que se apartó con rapidez, Halcón de las Estrellas leyó el desprecio hacia Lobo del Sol por tener una amante, y hacia ella por serlo. Curiosa, apoyó su codo huesudo entre los platos sucios del desayuno y esperó. En el estrado, Osgard jadeaba con fuerza; Lobo del Sol, con los fornidos brazos cubiertos de tela dorada cruzados sobre el pecho y una expresión de irritación reprimida. Después de un momento, la espalda tensa de Kaletha se relajó. Se volvió hacia Halcón—. Lo lamento —dijo, y las palabras se le atragantaban en la boca—. Os he juzgado y no debería haberlo hecho. Entre gente como vosotros, fornicar es algo de todos los días, ¿verdad?

—¡Ah, gracias! —sonrió Halcón de las Estrellas, más divertida que ofendida ante esa suposición de absoluta promiscuidad; de hecho, pensó para sí misma, no había ninguna razón por la que Kaletha pudiera adivinar que Lobo del Sol no había perdido el ojo en alguna taberna por causa de una disputa sobre los favores de una mujer, en lugar de en un duelo con el más grande de los magos del mundo.

—Ya era hora —gruñó Osgard desde el estrado, cuando vio a Anshebbeth que llegaba a la carrera por la estrecha puerta—. Capitán Lobo del Sol, mi hijo Jeryn. Ponte recto, maldito chico.

Si Tazey, sentada en un silencio atemorizado a la Mesa Alta detrás de ellos, era claramente hija de su padre —la altura del Rey, su gracia atlética, su cabello color arena, sus ojos verde ajenjo—, Jeryn era hijo de una mujer shirdar, y eso resultaba tan evidente en un caso como en el otro. Tenía los rasgos finos, aguileños, aunque los rizos negros, sin lavar, eran cortos, y la piel color oliva era pálida como la piel de alguien que vive puertas adentro. A tanta distancia Halcón de las Estrellas no podía apreciar el color de los ojos, pues éstos estaban fijos en el suelo, apagados, y se movían de un lado a otro, guardando secretos y resentimientos bajo los párpados hinchados. Iba vestido con la ropa formal de la corte, calzas cortas y medias, las cuales se le embolsaban en las flacas rodillas; llevaba la ropa sin orgullo y parecía desaliñado y mal alimentado, un huérfano con los harapos de un príncipe.

—¿Qué pensáis, capitán? —El tono de voz de Osgard se había vuelto provocativo—. ¿Podréis hacer algo con este chico?

Jeryn no dijo nada, solamente se quedó ahí, con una expresión que reflejaba claramente el tipo de trato que esperaba de su padre. Y en realidad, pensó Halcón de las Estrellas con frialdad impersonal, la pregunta no era justa. Todavía había bastante gente en el Salón y la negativa de Lobo del Sol sería interpretada como una admisión de que no podía convertir a aquel chico en un guerrero, ya fuera por su culpa o por la del propio Jeryn. Con aquella escena Osgard había querido obligar a Lobo del Sol a aceptar. Era indudablemente un desafío a su capacidad como maestro. Aunque Halcón sabía que ese tipo de maniobras no funcionaban con Lobo, en lo que a su orgullo concernía, asimismo sabía que el plan de preguntárselo en público daría resultado porque Lobo nunca rechazaría abiertamente al muchacho.

Después de un momento, Lobo del Sol contestó:

—Tengo que hablarlo con mi compañera.

Era una forma de salir del paso, pero Osgard no estaba dispuesto a dejarse vencer.

—Bueno, demonios —dijo afablemente—, entonces no hay problema, ¿verdad? —Se volvió y tendió la mano a Halcón de las Estrellas—. Vos no tendréis inconveniente en aceptar un puesto en la guardia, ¿verdad, Dama Guerrera? Un águila de plata por quincena, cama y comida. Pardle Sho tal vez no tenga los lujos que conocisteis en el norte, al otro lado de las montañas, pero hay dinero, mucho dinero, y lugares donde gastarlo si no sois demasiado refinada en vuestros gustos. Tal vez ese trabajo no pague tanto como las minas, pero en él hay más honor y menos sudor. No creo que podáis rechazar algo así.

El ojo de Lobo del Sol tenía el brillo contenido del hombre acorralado que ni siquiera puede pelear, pues si lo hiciera quedaría como un patán frente a sí mismo. Halcón de las Estrellas, sabiendo que a Lobo no le importaba parecer un patán y viendo que estaba a punto de reaccionar, se levantó, puso las manos en el cinto de su espada y dijo con tranquilidad, como si la cosa no tuviera importancia:

—No puedo decir que no hasta que no lo haya probado una semana.

Era algo que Lobo le había enseñado: cuando uno tiene dudas, hay que ganar tiempo.

En una semana, pensaba ella, podía pasar cualquier cosa.

Y tenía razón.

Halcón de las Estrellas no estaba segura de qué la había despertado. Un sueño, pensó, un sueño sobre tres mujeres a la luz de las velas en una habitación, las sombras agitándose sobre las paredes pintadas, dando a las grotescas imágenes una vida propia y terrible. En el sueño, ella no alcanzaba a oír las palabras, pero las tres estaban sentadas muy cerca una de otra alrededor de las velas, peinándose y cuchicheando. La habitación no tenía ventanas, pero, de alguna forma, Halcón de las Estrellas sabía que era bien entrada la noche. La escena era corriente, pero había algo en ella, en la forma en que temblaban las sombras sobre los frescos cuyos motivos no podía distinguir con claridad, en la forma en que brillaba la luz de las velas sobre aquellos ojos oscuros y líquidos, que la asustaba. Tenía la sensación de ser una niña y estar escuchando una conversación entre adultos, una conversación de odio sonriente, un presentimiento de algo horrible y malvado cuya forma y naturaleza no podía comprender. Aunque la luz temblorosa llegaba a todos los rincones del pequeño dormitorio, con su cama de dosel y sus refinados muebles estilo shirdar, aunque a la temblorosa luz no se apreciaba otra cosa que el grupo de las tres mujeres, de largos y negros cabellos y vestidos de gasa blanca, ella sabía que no estaban solas.

Se despertó sudando; había algo con ella en la habitación.

Fuera había luna llena. Por el ángulo de las franjas de luz sedosa que entraban por la ventana, supo que era tarde. Justo sobre la cama caía una banda de luz, palpable como un pañuelo de gasa; a Halcón le pareció que, de haber osado moverse, podría tender la mano y tomarla. Junto a ella, la cama estaba vacía. Lobo del Sol debía de estar todavía con Nanciormis y el Rey, tomando cerveza y contándoles mentiras de guerra. A ella le importaba menos conocer a aquellos dos que estar bien despejada para sus obligaciones matutinas y se había ido a dormir.

No se movió, pero desde donde estaba acostada observó la habitación bajo el resplandor de la luz de la luna del desierto que todo lo inundaba.

Estaba vacía.

Allí había algo.

Los ojos de Halcón de las Estrellas escudriñaron todos los rincones en sombras, todos los matices de aquel brillo fantasmal, desde el dibujo de las grietas del suelo, en esquema misterioso de runas incomprensibles, hasta el duro destello sobre las hebillas de su jubón y su chaqueta, que yacían sobre la única silla de la habitación. Sintió el frío de la noche como un roce congelado en la cara, el olor de las montañas secas invadió su nariz con una claridad demasiado vívida como para que todo aquello fuera un sueño.

Se preguntó si la cosa la estaría vigilando, y qué movimiento podría hacer para alejarla.

Años de guerra le habían proporcionado instinto para el peligro. No tenía dudas de que lo que había en aquella habitación, fuera lo que fuera, era profundamente malvado.

Se quedó quieta en el lado interior del amplio lecho, bajo una piel de oso negro y dos colchas contra la noche helada de las colinas bajas del desierto. En el miedo que sentía no había nada del terror infantil que se limita a cubrirse la cabeza con las mantas, convencido de que el mal no violará ese santuario: el miedo de Halcón de las Estrellas era un miedo adulto. Para llegar a la puerta, habría tenido que deslizarse a través del ancho de la cama; para llegar a la ventana, tenía que estirarse hacia el pie del lecho. La sensación del mal se reforzó todavía más, se localizó; debería haber habido una sombra allí mismo, agazapada exactamente detrás de la cama, donde la luz de la luna brillaba con más fuerza, pero no había nada.

Fuera, en los establos, los perros empezaron a ladrar.

Halcón de las Estrellas sintió una sacudida y vio que las mantas se movían.

Después, clara y lejana, oyó la rica risa de Nanciormis y la voz de Lobo del Sol, como metal que arañara una superficie en la noche fría y silenciosa. Nada se movió, nada cambió en la terrible presencia muerta de luz de luna vacía, pero ella sintió las garras duras de una cucaracha en el granito del umbral. A través de la puerta abierta, vio un remolino de polvo en el patio, aunque ningún viento agitaba el arbusto que había más allá.

Se deslizó fuera de la cama, y tomando la primera manta se la puso sobre el cuerpo. Automáticamente, desenvainó la espada, aun sabiendo que de poco serviría. El patio estaba bañado en luz de luna, brillando como plata líquida, y cada canto rodado tenía su sombra, cada piedra del pequeño pozo, cada hoja de pasto de camello y cada juncia que se alzaba a su alrededor. No se movía ni un insecto, pero los perros aullaron de nuevo, desesperados, aterrorizados; procedente de los establos, oyó el ruido de un casco asustado golpeando la paja. Se obligó a quedarse quieta, escondida en las sombras de la puerta. Al fondo del patio un portón de adobe dibujaba una mancha pálida en las sombras que rodeaban el Fuerte, y, cruzando el bloque de granito, una hilera de ventanas cerradas señalaba el Salón como una fila de ojos ciegos. Más arriba un balcón recorría todo el edificio, ribeteado por las puertas en arco que a él daban bajo el brillo plateado de la luna. En la zona en sombras que quedaba entre el Salón y el portón de adobe, la voz de Lobo del Sol resonaba contra las piedras, despidiéndose de Nanciormis. Aunque Halcón veía claramente que no había nada en el portón iluminado por la luz de la luna, el terror seguía dominándola. Dio un paso hacia el esplendor frágil y blanco de la luz lunar y gritó con desesperación:

—¡Jefe, cuidado! —Su voz rebotó contra la elevada pared del Fuerte silencioso.

Con horror, pero sabiendo que si Lobo estaba en peligro, ella debía estar a su lado, empuñó la espada y corrió hacia el patio… y súbitamente se detuvo.

En el portón de adobe no había nada.

Antes tampoco había habido nada, por supuesto… pero ahora la cosa ya se había ido.

Lentamente, sin confiar en su instinto, Halcón de las Estrellas se movió de nuevo, la espada desnuda en una mano, la otra sujetando con fuerza la manta que la envolvía. El corazón le latía en el pecho, el aire frío en la nariz contra la tibieza del aliento, el polvo helado bajo los pies.

Estaba junto al portón. No había nada, ni allí ni en ningún otro lugar de la noche.

El roce suave y el crujido entre las sombras la hicieron volverse con rapidez, a tiempo de ver cómo Lobo del Sol saltaba la pared de escasa altura que bordeaba el ala abandonada, a cierta distancia de la puerta. Él vaciló por un momento, y ella le hizo un gesto para que se acercara. El brazo de Halcón, allí donde asomaba por entre la manta, mostraba la piel de gallina, y ella estaba temblando, y no sólo de frío.

Él tenía la espada en la mano; la luz de la luna mordía como hielo la punta y el filo desnudos en el aire.

—¿Qué?

Ella dudó, sin saber qué decir.

—No… no sé. No vi nada pero…

¿Pero qué?

Él estudió la cara blanca, aguda a la luz de la luna, el cabello rubio como el de un bebé, aplastado y revuelto por la almohada, los grises ojos alertas y vigilantes como los de un guerrero, pero inquietos, interrogantes.

—¿Huellas?

Ella meneó la cabeza. Sabía que debería haberse sentido tonta, como alguien que se despierta aullando por una pesadilla sobre hurones o conejos, pero no era así. El peligro había sido real, de eso estaba segura. Y el Jefe, que la Madre bendijera su cabello que empezaba a ralear, la creía. Habían peleado hombro con hombro durante mucho tiempo, y él sabía que, aunque sus observaciones pudieran ser inexplicables, no eran desacertadas. Lobo paseó la mirada por el patio desierto, como si oliera el aire en busca del hedor del mal, con el único ojo amarillo brillando casi sin color a la luz de la luna madura. Ella sintió que la invadía la sensación que habitualmente seguía al miedo; era consciente de su deseo de que él la abrazara, de que el borde nudoso y rudo del puño de la espada y el cinturón de cuero del hombre se apretaran contra su piel a través de la manta. Se ordenó olvidar aquellas tonterías. En una emergencia ese tipo de actividades podían dejar a cualquiera indefenso, con un brazo menos. Su instinto le decía que el peligro había pasado, pero su mente y las costumbres de una vida guerreando se negaban a confiar en él.

—Vamos —dijo él con suavidad—. Sea lo que fuese, parece que ya se ha ido.

Empezó a moverse hacia ella, después se detuvo y volvió hacia el camino de piedra, y lo recorrieron juntos, a una espada de distancia, como exploradores yendo de patrulla. Halcón de las Estrellas se sorprendió por la forma en que las piedras del patio le cortaban los pies lastimados. Antes ni siquiera las había notado. Ella y el Jefe franquearon la mancha oscura de la puerta de la celda y entraron, dispuestos a lo que fuera, aunque los dos estaban prácticamente seguros de que dentro no había nada. Y no lo había.

Mientras Lobo del Sol revisaba la habitación, Halcón de las Estrellas se volvió para mirar por encima del hombro hacia el portón de adobe. Allí estaba, inocente, bajo el brillo de la luz de la luna, sin sombras que alcanzaran sus dinteles de pino comidos por la arena, sin movimientos extraños en las enredaderas que lo rodeaban. Algo blanco que se movía en el balcón del Fuerte le hizo alzar la mirada, y allí vio una figura, con la gloria cristalina de la luz de la luna brillándole en las hebillas de oro que sujetaban unas largas trenzas negras. Se deslizaba de ventana en ventana, como si buscara una habitación… y ella recordó que aquel hombre y el Jefe habían estado bebiendo, y recordó también las reveladoras marcas de venas rotas que podían apreciarse a corta distancia en la elegante nariz del Comandante de la Guardia.

Aunque parecía resultarle difícil encontrar la habitación, se movía con su gracia habitual, llena de firmeza. Corrió la cortina de uno de los arcos oscuros y Halcón de las Estrellas creyó oír el grito suave y asustado de una mujer. Pero después no hubo más gritos; el Comandante dio un paso hacia la oscuridad y la oscuridad lo acogió en su seno.