En la fortaleza de Tandieras habían terminado de cenar, las mesas de caballete del Gran Salón estaban guardadas, y las sillas y bancos habían sido retirados contra las paredes de la vasta estancia de granito que constituía el corazón del viejo castillo. Como en la Posada del Cuerno Largo, la luz provenía de candelabros de pared cuyos reflectores de metal pulido devolvían el brillo suave de las velas hacia la habitación, pero aquí, la altura del techo, aunque acentuaba la frialdad del salón, por lo menos aliviaba el efecto del humo. Además había una gran chimenea situada a un lado del alto estrado que se usaba para las fiestas, alrededor de la cual se habían dispuesto sillas talladas y dos candelabros colgantes, sin luz, macizos, amenazadoras ruedas de hierro entre las sombras de la parte superior.
Pero la primera impresión de Lobo del Sol cuando dio un paso para atravesar el triple arco que conducía del vestíbulo al Salón fue de color, alegría y movimiento. Como era la estación de las tormentas de arena y era de noche, las grandes persianas de madera que protegían la línea de altas ventanas de la pared sur de la habitación estaban cerradas. Sirvientes en camisa y pantalón pardo, gentiles criados con gorgueras blancas y trajes de telas de colores, y guardias en uniforme de cuero verde oscuro se agrupaban en los costados del Salón, haciendo sonar las palmas de vez en cuando al ritmo de la música de flautas, gaitas y el compás rápido y conmovedor de un tambor; en el centro del Salón, iluminado con lámparas y antorchas sostenidas por los que la rodeaban, una muchacha bailaba la danza de la guerra.
Era una de las viejas danzas de los Reinos Medios, que en esos días se bailaba solamente por el puro placer que producía la violencia de sus movimientos. A un costado se hallaban un joven y una muchacha en uniformes de la guardia, sudorosos y jadeantes: era evidente que acababan de terminar su turno. Las espadas brillaban cuando la sombra de la bailarina se proyectaba sobre sus cuerpos. Las armas de la danza eran de verdad. Pero a juzgar por su expresión la muchacha podría haber estado bailando alrededor de un círculo de espigas de trigo; los pies, enfundados en botas de montar livianas bajo una falda a cuadros, seguían el ritmo, una vez de este lado, una del otro, entre las puntas azules de las espadas vueltas hacia arriba. Parecía tener unos dieciséis años; el cabello color arena, entre rubio y oscuro, atrapaba la luz en sus rizos espesos; las antorchas no eran más brillantes que sus ojos.
Lobo del Sol sintió que Nanciormis caminaba junto a él cruzando el triple arco, con la boca abierta para comunicar las malas noticias. Lobo del Sol lo tomó del grueso brazo y le dijo con suavidad:
—No la asustéis.
El Comandante de la Guardia se dio cuenta de lo que había querido decir con esas palabras y se detuvo; después enrojeció.
—No, claro, no pensaba hacerlo. —Hizo una seña a uno de los pajes, que se acercó de inmediato, y le susurró unas rápidas instrucciones. La cara del joven se puso pálida a la luz de las antorchas—. ¡Ve! —ordenó Nanciormis, y el paje se fue atravesando la multitud hacia el reducido grupo de caballeros que aguardaban de pie, entre el hogar y la puerta que llevaba del estrado al solar del Rey—. ¡No podemos dejar a Su Majestad en el frío del patio!
En ese momento, la música llegó a su conclusión: con un último giro, la muchacha se quedó de pie, jadeando, radiante en el halo leonado de las luces. Una mujer se acercó a ella con rapidez desde la multitud del estrado, delgada y nerviosa, la cara blanca, estrecha, enmarcada con poco gusto por el cabello negro, apretado y tirado hacia atrás. Iba vestida de negro, ella también, y la dureza del color disparó algo en la memoria de Lobo del Sol. La había visto aquella misma tarde, en los jardines públicos: era una de las discípulas de Kaletha. Tocó el brazo de la muchacha y le dijo algo. Asustada, la bailarina volvió los ojos dilatados de espanto y verdes como el ajenjo hacia el umbral. Sin decir una palabra, caminó hacia ellos mientras la mujer de negro corría tras ella como una oveja flaca siguiendo a una gacela.
—Tío, ¿papá está bien? —le preguntó a Nanciormis apenas llegó lo bastante cerca como para que la oyeran—. Anshebbeth dice…
—Tu padre está bien, Tazey.
—Deberíais mandar a buscar a la dama Kaletha inmediatamente —jadeó la mujer de negro, apretando el paso, nerviosa, tras ellos—. Ella…
—Ya lo hemos hecho, Anshebbeth.
—Podría ir yo a buscarla… sé dónde está…
—Ya me he ocupado de eso. —La voz de Nanciormis quería tranquilizarla. Los dedos largos y blancos de Anshebbeth se unían y se separaban constantemente; sus ojos negros, grandes, pasaban de la cara de Nanciormis al cuerpo de Lobo del Sol (una mirada furtiva pero inconfundible), y de nuevo al Comandante con las mejillas levemente enrojecidas. Lobo del Sol se preguntó si el rubor era porque él adivinaba los pensamientos que había detrás de aquella mirada o simplemente por el hecho de que ella los sentía. Sin darse cuenta de nada, Nanciormis siguió hablando con tranquilidad—. Capitán Lobo del Sol, mi sobrina, la princesa Taswind, su aya, la dama Anshebbeth.
Los guardias trajeron al Rey inconsciente hasta el Salón. Los caballeros y las damas se apresuraron a abrir la puerta que daba a las habitaciones del Rey y a izar las lámparas; Tazey saltó tras ellos, levantando las faldas como impaciente por el peso. Lobo del Sol observó el borde de encaje de la enagua y la esbelta fortaleza del tobillo en la fina bota antes de que el golpe agudo de una rodilla huesuda en el muslo lo hiciera volverse. Pero Halcón de las Estrellas, materializada a su lado, estaba mirando en otra dirección, impasible e indiferente.
En el salón, una de las sirvientas de menor rango, una mujerona gruesa con los tobillos hinchados bajo una falda a cuadros y los ojos negros y brillantes tras un despeinado mechón de cabello gris, dijo con voz aguda y chillona:
—¿Tardó en salir por la ventana trasera, no, cuando el marido volvió a casa? ¡Es tan difícil correr con los pantalones por los tobillos!
Tazey ni siquiera cambió el ritmo de sus pasos, pero Anshebbeth se detuvo, rígida de rabia e indignación, dividida durante un momento entre dos impulsos contradictorios: el de quedarse para discutir con la vieja y el de seguir a su pupila. Después, como si comprendiera que no saldría bien parada de una batalla verbal, giró y se apresuró hacia la puerta angosta del solar detrás de Tazey.
—¿Visteis quiénes eran? —preguntó Nanciormis, mientras guiaba a Lobo del Sol y a Halcón de las Estrellas hacia las escaleras talladas por encima del estrado cercano al fuego. Una sirvienta se le acercó para tomar su pesada capa blanca y le devolvió la sonrisa con un pícaro guiño. Mientras se despojaban de las chaquetas de oveja llenas de tajos, Lobo del Sol observó que Nanciormis recibía miradas apreciativas de varias mujeres de la Casa. Aunque voluminoso, Nanciormis todavía era apuesto, pero además de eso Lobo del Sol supuso que era el tipo de hombre cuya vitalidad atrae a las mujeres, no importa lo gordo que esté. Aunque acababa de conocerlo, y a pesar de su descuido que casi había roto la delicada concentración que requería la danza de la guerra, Lobo del Sol lo encontraba agradable.
Hizo una nota mental para tomarlo en cuenta.
—Vuestra gente, me parece.
Nanciormis cambió el ritmo de los pasos. El cabello largo, trenzado desde las sienes y después abierto en una melena suelta de rizos negros, atrapó el lustre de las lámparas cuando movió la cabeza de un lado a otro.
—Los shirdar… La gente del desierto —siguió Lobo—. Hubo problemas en el Cuerno Largo: cuatro hombres propusieron un brindis por el futuro esposo de la princesa Taswind, y supongo que por estos lares la pareja es tan popular como los gusanos en la cerveza. Un hombre que se llama Norbas Milkom fue la causa del problema, aunque la razón por la que atacaron al Rey no…
El Comandante gruñó y el cansancio y la cautela abandonaron sus ojos.
—Debería habérmelo imaginado. No, esa boda no es popular. —Sonrió con tristeza y se sentó en una de las sillas que estaban junto al fuego, pesada madera de ébano de los bosques de Kimbu, en el sur, tapizada por artesanos locales en cuero rojo—. Sin duda alguna, atacaron al Rey porque fue lo suficientemente tonto como para volver solo, a diferencia del astuto Norbas. En el desierto se sabe bien que son amigos desde hace cuarenta años, si es que realmente fueron los mismos shirdar que visteis en el Cuerno Largo.
Se les acercó una sirvienta —la misma que se había llevado las chaquetas— portando una bandeja de bronce muy trabajada con copas de vino y dátiles en un bol de plata. Lobo del Sol se dio cuenta de que, como Nanciormis, y suponía que Anshebbeth, ella también era shirdar, aunque sin la dignidad reservada de ese pueblo. Seguramente a lo largo de las colinas, esa gente había vivido junto con los ex esclavos del norte durante generaciones, y se habían casado entre ellos. Cuando la mujer creyó que nadie la miraba, le lanzó un beso a Nanciormis; él lo recibió con una sonrisa reprimida y un baile de placer en los ojos oscuros y saltones.
Después siguió hablando:
—Tal vez fueran simples bandidos, hay muchos en la cordillera. O tal vez actuaban con la misma lógica que emplearon los hombres de Benshar cuando mataron a Hasdrozidar de las Dunas o a Seifidar el Blanco, en venganza por las revueltas de esclavos de Regidar, sin preocuparse por averiguar la verdad. Los que vienen de más al norte de las montañas siempre desconfían de nuestra gente.
—Con razón —dijo una voz tranquila a sus espaldas.
Sentado con la espalda contra el rincón y con el lado ciego hacia Halcón de las Estrellas, Lobo del Sol había visto cómo se acercaba el enjuto anciano. En realidad, habría sido difícil no verlo. Lucía lo que Halcón de las Estrellas llamaba con irreverencia el «uniforme de andar por casa» de los obispos de la Trinidad, y la sobretúnica escarlata y la cota de oro reflejaban la luz de las antorchas sobre el encaje en oro y plata, como si el viejo estuviese rodeado de una red de telarañas de fuego. El cristal de roca y el granate refulgían desde los trabajados medallones con el dibujo de los símbolos sagrados; hasta las mangas de la túnica blanca que el hombre llevaba debajo estaban adornadas con perlas pequeñas. Bajo todo ese lujo, el anciano habría sido hermoso como una muchacha antes de que le creciera la barba; tenía unos labios llenos y rojos bajo los bigotes blancos, y los ojos, con las pestañas nevadas, eran del color azul claro del cielo de la mañana.
Siguió hablando en una voz suave, leve:
—Lo que hace a los hombres confiar unos en otros es la hermandad que surge de la fe en los mismos dioses, Nanciormis. Vos os habéis convertido a la fe verdadera del Triple Dios pero ¿se puede decir lo mismo de los shirdar de la guardia? No, no se puede. Ellos se aferran a sus viejas supersticiones, a sus cultos familiares y a sus djinns de los vientos. ¿Cómo puede un verdadero adorador creer en sus votos de lealtad?
—Estoy segura de que es imposible creer en ellos —observó Halcón de las Estrellas, que yacía agazapada a medias en la silla y lo miraba con ojos grises y tranquilos—. Pero el problema es académico, me parece, porque las Doctrinas de Calcedus dicen que los verdaderos adoradores no están obligados a mantener los juramentos que hagan a los seguidores de dioses falsos.
El viejo Obispo extendió las manos en un gesto de desprecio.
—Somos palomas en medio de las serpientes, Dama Guerrera —explicó—. Necesitamos de esos subterfugios para sobrevivir.
Ella estudió la obvia riqueza y el poder reflejados en aquella ropa espléndida y echó una mirada a Lobo del Sol.
—Todavía no he conocido a ningún adorador de la Trinidad que no tuviera una buena explicación para todo.
El Obispo inclinó su cabeza blanca.
—Eso es porque todas las verdades se nos revelan en la Sagrada Escritura.
Hubo un movimiento en las sombras junto al hogar. Lobo del Sol, en su recuento automático de todas las salidas posibles de la habitación, ya había advertido la estrecha puerta medio escondida detrás del granito ennegrecido de la parte superior de la chimenea. Kaletha atravesaba dicha puerta hacia la luz, seguida de otro de sus discípulos, el único que aquella tarde no había vestido de negro como ella. Dado que lo que llevaba era el hábito azul y oro de los novicios de la Trinidad, se quedó de una pieza cuando vio al Obispo. Dijo en voz tal vez demasiado alta:
—Como os digo, señora Kaletha, el Rey está en su alcoba, al otro lado del solar.
—Gracias, Egaldus. —Kaletha inclinó graciosamente la cabeza y se dirigió hacia el estrado con un movimiento regio de la negra túnica hilada a mano. Después de un segundo de duda, el joven, de cabello rubio y aspecto nervioso, se volvió con decisión claramente fingida y se alejó en otra dirección. La mirada de Lobo del Sol se deslizó hacia el Obispo, pero el viejo no parecía sospechar nada. Observaba la llegada de Kaletha con ojos de desaprobación.
—Es una lástima —dijo—, que la única persona que sabe curar en la fortaleza sea una bruja.
Kaletha se detuvo fuera del círculo de antorchas, mirándolos con una expresión que podría haber secado las flores de la primavera sin separarlas del tallo. Lobo del Sol, que sintió esa mirada helada sobre su rostro, recordó de pronto el polvo que cubría sus ropas y los moratones de la pelea que le marcaban la cara. Kaletha desvió la vista, como si diera a entender que era lógico que Lobo del Sol anduviera cerca del lugar en el que había habido una escaramuza. Al Obispo, le dijo:
—Esto ya lo hemos hablado más de mil veces, Galdron. Es muy poco probable que una condena más de vuestra parte pueda obligarme a ir contra lo que sé que es mi destino y mi deber.
—Poco probable, es cierto —aceptó el hombrecillo con voz tranquila—, pero como Obispo de Benshar y, por lo tanto, responsable de la salvación de vuestra alma, que seguramente caerá en el infierno sulfuroso que se reserva a las brujas, todavía puedo seguir esperando.
La respuesta sonó tan pedante y perfecta que Lobo del Sol apenas pudo reprimir una carcajada. La mirada de Kaletha cayó sobre él como una corriente fría y después se desvió de nuevo. Si los deseos fueran caballos —pensó Lobo del Sol con ironía—, tendría huellas de cascos sobre toda la piel.
—Disculpadme, Comandante, capitán —dijo el Obispo mientras Kaletha se volvía y cruzaba el estrado hacia el umbral del solar del rey—. Creo que yo debería estar presente cuando ella atienda al Rey.
—¿Ella es la única matasanos que han encontrado, debo suponer? —comentó Lobo mientras el Obispo, como una muñequita resplandeciente, apretaba el paso tras la alta mujer de rojos cabellos a través de la puerta. En el vestíbulo situado frente a ellos las cosas se estaban normalizando. En medio de una algarabía de sirvientes y lavanderas, la mujer de cabello gris contaba una historia grotesca, entre sonrisas y risas impúdicas. El novicio de la Trinidad, observó Lobo del Sol, no tenía en realidad nada que hacer. Todavía estaba dando vueltas por allí con otros discípulos de Kaletha: un chico gordo de unos dieciséis años y una joven delgada, de mirada preocupada, vestidos de negro, como Kaletha y Anshebbeth.
—Al contrario —repuso Nanciormis, tomando el vino que le había dejado el sirviente y ofreciéndole a Lobo del Sol el bol de dátiles—, no hace mucho que Kaletha ocupa esa posición, en ausencia de algo mejor. Como ha decidido ser maga, considera la curación como parte de su muy evidente «destino». Pero siempre fue parte de la Casa del Rey.
—¿Ah, sí? —contestó Lobo, pensativo. Eso explicaría esa actitud permanentemente a la defensiva, se dijo. Según la voz popular, ningún profeta carecía de honor excepto en su propio pueblo natal. Y él, que se había decidido a anunciar a sus tropas mercenarias su nueva identidad de mago durante una breve visita a Wrynde aquella primavera, al menos lo había hecho después de marcharse y regresar. El Mago-Rey Altiokis no había permitido competencia alguna; seguramente Kaletha no habría podido siquiera insinuar que tenía poderes mientras él estuviese en el trono. Y después, seguramente habría tenido que anunciarlo en frío a gente que la había conocido de toda la vida. En su imaginación siempre desatada, Lobo se representó a sí mismo diciendo que era mago en la aldea donde lo habían criado, y se le encogió el alma de espanto.
Nanciormis se encogió de hombros sin darle importancia al asunto.
—Era dama de compañía de mi hermana, la esposa de Osgard, Ciannis. Cuando Ciannis murió, Osgard la retuvo en la Casa como bibliotecaria, porque parecía tener facilidad para eso. Solamente cuando se supo que el Mago-Rey Altiokis había muerto, se declaró nacida para la magia y empezó a enseñar a otros. —Se rió, una risa corta y despectiva—. No es que haya logrado mucho, por lo que yo he visto. Ella dice que puede enseñar magia, pero ¿quiénes son sus discípulos? Un montón de solteronas y vírgenes frustradas que no tienen nada mejor que hacer con sus vidas.
—¿Entonces vos creéis que realmente tenga poderes? —Seguramente ésa era la reacción de la mayor parte de la gente de la fortaleza.
Nanciormis hizo un gesto despectivo con la mano, una mano regordeta pero fuerte con antiguos anillos de oro usado.
—Bueno, tal vez pueda admitir que esa mujer posee magia, tal vez algunos de esos pobres tontos que la siguen también. Pero ¿para qué cultivarlo? ¿Qué puede comprar la magia que no compre el dinero? La vieja ciudad de Benshar, allá en el desierto, cayó hace más de ciento cincuenta años por culpa de las brujas que practicaban magia allí, pero, creedme, el sentimiento local contra ese tipo de cosas no ha cambiado.
Lobo del Sol inclinó la cabeza un poco, recordando la forma en que la chica de la posada había hecho la señal contra el mal al oírlo nombrar a Kaletha. Pero es una bruja, había dicho.
—¿Y por qué? —preguntó—. ¿Qué pasó en Benshar?
En ese momento se abrieron las puertas del solar y salió Tazey sin su aya. Parecía ansiosa y preocupada. Nanciormis miró el umbral oscuro tras ella y dijo con suavidad:
—Cuanto menos se diga de eso, mejor. ¿Tenéis habitaciones pagadas en el pueblo, capitán? Osgard querrá veros por la mañana, estoy seguro. Podemos ofreceros camas en el Dormitorio de Hombres… —Hizo un gesto hacia una gran puerta en arco que se abría en la mitad del Salón—. Y en el de Mujeres. —Esta vez el gesto marcó una entrada pequeña más allá de la chimenea—. O, si lo preferís, podemos daros una celda para compartir cerca de las habitaciones del establo, en el ala abandonada de la fortaleza. Son talleres viejos, cocinas, barracas, pero las habitaciones más cercanas todavía tienen techo y están bien protegidas contra las tormentas, si uno tiene que levantarse de noche.
Lobo del Sol reconoció el brillo inquisitivo en los ojos del Comandante y se dio cuenta de que hacía la oferta tanto por hospitalidad como por curiosidad.
—Tomaremos la habitación cerca de los establos —dijo. Y vio que el hombrón asentía para sí mismo, como si ahora estuviera tranquilo en cuanto al tipo de relación entre los dos huéspedes y la forma en que debía tratarlos.
El Obispo Galdron salió por la puerta del solar con la mirada llena de desaprobación y fastidio. Detrás de él llegó Kaletha; la luz dorada de la lámpara hacía más profundas las líneas de cansancio y disgusto en el rostro de rasgos finos, denunciando su edad, que Lobo suponía un año más o menos de treinta. Anshebbeth la seguía, caminando con rapidez pegada a sus talones como si su primera preocupación fuera el bienestar de Kaletha, y no el de Tazey. Pero Tazey, de pie cerca de la silla de su tío Nanciormis, no dijo nada. Evidentemente entendía la condición de discípula de su aya. Desde el otro lado de la habitación, los otros dos discípulos se aproximaron casi corriendo a su maestra. Solamente el novicio mantuvo la distancia.
El grupito se alejó hacia las puertas ignorando ostensiblemente a Lobo del Sol.
Éste suspiró. Hubiera querido posponer lo que había venido a hacer hasta que no hubiera público presente, pero su sentido de la oportunidad le advertía que si lo hacía, solamente lograría empeorar la situación. Algunas cosas había que hacerlas apenas se presentaba la oportunidad. Se levantó y dijo:
—Dama Kaletha.
El paso de la mujer cambió de ritmo; estaba tratando, intuyó él, de obligarlo a gritar su nombre y a seguirla. Si es así, pensó él con rabia, y tuvo una visión momentánea de su mano sacudiéndola hasta que sus dientes perlados castañetearan… Después decidió olvidar la idea. No sabía lo que tenía Kaletha, pero fuera lo que fuese, era lo que él necesitaba desesperadamente. Tendría que pedirlo de la forma en que ella quisiera. Mujer obstinada, cabeza dura…
Kaletha dio otro paso, después pareció cambiar de idea y se detuvo. Se volvió con el mentón en alto; los ojos azules como la flor del lino lo miraron como si él fuera un mendigo.
Lobo había corrido hacia torres de asalto enemigas bajo el fuego y le había parecido más agradable.
—Señora. —Habló con voz áspera, cruda, en un tono que no era ni furtivo ni demasiado alto—. Lo lamento. No tenía derecho a decir lo que dije hoy y os pido perdón por haber hablado de esa forma. —Obligó a su único ojo a encarar los de la mujer, totalmente consciente de las miradas de los discípulos y de los que todavía seguían en la habitación: sirvientes, lavanderas, guardias, Taswind y Nanciormis. Sintió lo que había sentido durante los Ritos de Iniciación en su aldea, en el norte, hacía mucho tiempo, desnudo frente a los ojos de la tribu y obligado a aguantar cualquier humillación que el chamán quisiera imponerle. Pero en aquel caso, pensó con amargura, por lo menos los que lo miraban aprobaban lo que él estaba tratando de hacer al dejarse humillar. Aquélla había sido la última vez en que había pedido algo, comprendió de pronto.
La dulzura helada de la voz de Kaletha fue la misma que él recordaba haber oído en los jardines:
—¿Lo decís porque realmente lo lamentáis o porque sabéis que no voy a compartir mi sabiduría con vos a menos que os disculpéis? —preguntó.
Lobo del Sol respiró hondo. Por lo menos le había contestado, le había hablado como si estuviese dispuesta a escuchar su respuesta.
—Ambas cosas —dijo.
Eso le impedía a ella acusarlo de falsedad, y la dejó sin palabras durante un momento. Después los ojos azules se entrecerraron de nuevo.
—Por lo menos sois sincero —repuso, como si lamentara haber descubierto esa cualidad en él—. Eso es lo primero que tenéis que aprender de las artes mágicas, capitán. La sinceridad es casi tan importante para el estudio de la magia como la pureza del cuerpo y del alma. Debéis ser sincero, totalmente sincero, siempre, y debéis aprender a aceptar la sinceridad de otros.
—No estuvisteis muy contenta ante mi sinceridad de esta tarde.
Ella no se inmutó.
—Ésos no eran vuestros verdaderos sentimientos. Si examináis vuestro corazón, creo que os daréis cuenta de que lo que sentíais era envidia de lo que poseo.
Lobo del Sol ahogó con esfuerzo las primeras palabras que le vinieron a los labios. Puede enseñarme, recordó con amargura. Es la única que puede enseñarme, no he encontrado a ningún otro. El resto no me interesa. Pero no pudo dejar de decir, con un tono que evitaba cuidadosamente la ironía:
—Supongo que de eso sabéis más que yo, señora.
Vio con el rabillo del ojo que la impasible Halcón de las Estrellas hacía un gesto con la lengua, levantaba las cejas y miraba hacia otro lado. Pero Kaletha asintió con gravedad, aceptando las palabras, sin tener en cuenta el doble sentido, como un tributo a su claridad de pensamiento.
—La sabiduría llega cuando uno ha logrado adquirir cierto nivel de comprensión. —Detrás de ella sus discípulos asintieron, como un coro bien entrenado—. Debéis aprender a aceptar la disciplina, el autocontrol. Tal vez sean éstas cosas que no conocéis en absoluto…
—He sido un guerrero toda mi vida —dijo Lobo del Sol, disgustado—. Y como bien sabéis, eso exige disciplina.
—No es lo mismo —le contestó ella con serenidad. Y él se mordió para no contestar: ¿Y vos cómo demonios vais a saberlo?
Ella siguió en tono paternal:
—Estudié mucho y durante largo tiempo para conseguir mi poder, capitán. Mi destino es enseñar. Con meditación, con hechizos, puedo llegar a las partes más profundas de la mente. La mente es todo. Si el cuerpo es puro, la magia surge del intelecto purificado. Puedo despertar poderes en cualquiera, hasta en aquellos que no han nacido magos, si realmente lo desean, si lo desean con pureza y sinceridad. —Echó otra mirada fría al cuerpo grande y musculoso de Lobo, como si lo observase a través de sus ropas polvorientas y lo que viese no le pareciera bien. Su mirada pasó junto al capitán y se fijó en Halcón de las Estrellas. Las líneas de desaprobación se ahondaron un poco más en las comisuras de los labios—. Eso es algo que tendréis que aceptar, si queréis dominar vuestros poderes.
La rabia llenó de calor a Lobo del Sol tal como ella había querido que sucediera, de eso no había duda; las palabras se amontonaron en sus labios, palabras sobre solteronas frustradas que convertían en virtud el hecho de que ningún hombre quisiera tumbarlas por una apuesta. Pero hizo un esfuerzo físico y cerró los músculos alrededor de esas palabras como se cierra un puño. Si quiero comprar pan, pensó, no debo insultar al panadero…, y, en todo caso, lo que ella pensara sobre la magia no era asunto suyo.
Pero necesitaría mucha suerte, pensó con amargura contemplando aquella cara pálida de finos huesos a la luz de las antorchas, para no terminar estrangulando a esa mujer con su propio cabello rojo.
En ese largo silencio, ella lo estudió de arriba abajo, juzgándolo. Había esperado otra reacción, eso era evidente. Después de un momento, continuó:
—Si pensáis que tenéis la fortaleza y el deseo necesarios para seguir ese camino, venid a verme, en las clases de los jardines públicos, mañana por la tarde.
Inclinó la cabeza con una gracia que hizo que Lobo del Sol tuviera ganas de darle una bofetada y se dispuso a alejarse. Del otro lado del Salón, se oyó a la vieja lavandera gritar:
—¡Apuesto a que estás encantada de tenerlo contigo! Después de tantas mujeres y tantos muchachos…
La cara de Kaletha enrojeció de furia y se volvió. Alrededor de la sucia criada, las otras lavanderas y sirvientes reían a carcajadas. Como anteriormente en el jardín, Kaletha se quedó sin habla por un momento. En un relámpago de comprensión, Lobo del Sol se dio cuenta de que, careciendo de sentido del humor, era incapaz de pasar por alto aquel tipo de infamia, y ni siquiera comprenderla. Y seguramente, pensó, había tenido que tolerar ese tipo de cosas constantemente desde el momento en que había anunciado al mundo que era maga.
Todo esto se le pasó por la cabeza en un instante. Mientras Kaletha aspiraba como para farfullar una respuesta, él la interrumpió para decir por encima de su voz:
—Siempre chilla más fuerte la puerca que está en celo.
La vieja y sus amigos rieron todavía más.
—Ven a la lavandería y compruébalo, viejo oso…
Él se encogió de hombros con un gesto ampuloso.
—No tengo toda la noche para aguardar en una cola.
La lavandera rió tanto que él habría podido contarle los dientes si hubiera tenido alguno. Lobo se volvió hacia Kaletha y dijo con tranquilidad:
—Allí estaré, señora, después de que haya visto al Rey.
Mientras él y Halcón de las Estrellas salían de la habitación, sintió la mirada curiosa de Kaletha sobre su espalda.
El ala abandonada de la fortaleza de Tandieras quedaba al otro lado de los establos, un armazón gris y destartalado en los colores monocromáticos y desvaídos del amanecer. Desde donde estaba acostado, sobre el amplio lecho tejido con ramas de álamo, Lobo del Sol divisaba a través de los postigos entreabiertos un ruinoso laberinto de paredes de adobe derrumbadas, techos caídos y tejas de pizarra desparramadas: en otro tiempo, barracas para las tropas de Dalwirin, alojamiento para la población de la ciudad en caso de sitio y dormitorios para los cientos de esclavos mineros. Ahora todo aquello estaba desierto, y cubría varias hectáreas de tierra. Entre las muchas cosas que su padre había considerado poco propias de la hombría de un guerrero estaba la posesión de un sentido estético, y Lobo del Sol pocas veces admitía ante nadie que encontraba hermosas las formas desnudas de las rocas y las paredes o las dunas esculpidas por el viento.
Extendió sus sentidos, como había aprendido a hacer gracias a la técnica de meditación que le había enseñado Halcón de las Estrellas, y sintió que la vida todavía se movía en las ruinas. En alguna parte las ratas del desierto trepaban sobre los ladrillos caídos; en alguna parte yacían las serpientes soñando con viejos hornos y esperando que el sol les calentara la sangre. Sintió los pasos rápidos, furtivos, de un jerbo en busca de su agujero. Aunque la luz ya permitía distinguir los ladrillos derribados, las paredes color duna tras los montones de arena arrastrada por el viento, y las espinas negras y amenazadoras del pasto de camello y la enredadera toro alzándose contra ellas, todavía no cantaba ningún pájaro.
En el viaje a lo largo del borde del desierto, Lobo del Sol se había familiarizado con todos ellos, los cantores y trigueros de la arena, el murmullo tímido de las palomas de las rocas. Los pozos de agua del ala abandonada debían de haberlos atraído a centenares.
Frunció el ceño.
Halcón de las Estrellas dormía todavía contra su hombro, el mortífero cuerpo de guepardo suelto y relajado, y la cara enjuta llena de paz; el cabello corto y rubio, casi blanco, rizado y aplastado como el de un chico. A Lobo le gustaba considerar su relación con aquella mujer, a la que conocía desde hacía tantos años, de igual a igual, entre guerreros de fuerza y capacidad similares. Pero en momentos como ése, era consciente de que sentía una ternura desesperada hacia ella, un deseo de protegerla y cuidarla, que estaba en franca contradicción con sus personalidades diurnas o con las lujurias salvajes de las noches profundas. Sonrió un poco ante la idea. Halcón de las Estrellas debía de ser la mujer menos dispuesta a dejarse proteger que hubiera encontrado en su vida.
Me estoy haciendo viejo, pensó con tristeza. No había miedo en ello, aunque un año antes un pensamiento así lo habría aterrorizado. Ahora solamente sentía cierto regocijo ante sí mismo. Viejo y blando.
Como las ruinas, Halcón de las Estrellas era una belleza de rocas y huesos y cicatrices. Lobo del Sol ladeó un poco la cabeza y besó la delicada curva de la cuenca de uno de los ojos de la mujer dormida.
Seguía sin haber cantos de pájaros.
Lobo había dormido mal, sacudido por sueños indefinidos. Su rabia contra Kaletha lo había mordido con fuerza; se daba cuenta de que la rabia era también contra el destino, contra sus antepasados y contra el hecho de haber tenido que ir con la gorra en la mano a suplicar a una mujer y tragarse sus insultos de sacerdotisa santurrona porque sólo ella podía darle lo que necesitaba. En Wrynde se había dicho que, como el loco dios de los bardos, había cambiado su ojo por la sabiduría… Él hubiera querido que esa leyenda fuera verdad.
Sin embargo, sabía que Halcón de las Estrellas tenía razón, como casi siempre. Lo que más lo enfurecía de Kaletha —su suposición arrogante de que ella no necesitaba maestros y de que estaba cualificada para juzgar sus propios progresos y los de los demás— era precisamente lo que él estaba haciendo al negarse a aceptar el tutelaje de la mujer.
Junto a él, Halcón de las Estrellas se agitó en su sueño, y el brazo delgado y blanco se estrechó alrededor de las costillas de Lobo como si aquel roce la tranquilizara. Él le acarició el hombro, rozó su piel sedosa con los dedos y contempló los reflejos rosados que comenzaban a calentar los bordes superiores de las paredes medio derruidas. Una ráfaga de viento le trajo el olor cálido de los establos y el aroma del pan que se cocía en las cocinas del palacio.
Después, el viento cambió y entonces olió la sangre.
Lobo no supo si Halcón de las Estrellas la había olido también y reaccionaba con los reflejos rápidos de un guerrero, o si simplemente sentía la tensión en los músculos del hombre que tenía a su lado, pero un momento después los grises ojos de ella lo miraban parpadeando. Había estado sumida en un sueño profundo hasta un segundo antes, pero no se movió ni habló, guardó silencio, por instinto, para protegerse de cualquier amenaza.
—¿Lo hueles? —le preguntó él en voz baja, pero el viento había cambiado de nuevo. Solamente quedaba el perfume a madera quemada y pan cocido que venía de las cocinas. Así que no es el olor de un pollo desollado para la cena de esta noche, pensó Lobo.
Ella movió negativamente la cabeza. El estado de indefensión infantil se había disuelto en lo que realmente era —fantasías de Lobo del Sol y solamente eso—, y la mujer que había estado durmiendo tan confiadamente contra su hombro tenía ya un cuchillo en la mano, lista para lo que fuera. Halcón de las Estrellas, reflexionó Lobo con una sonrisa, podía estar completamente desnuda y sacar de algún lado un arma escondida en menos de medio segundo. Él no conocía a ninguna otra persona que pudiera hacerlo.
—Probablemente no es nada —dijo él—. Anoche oí chacales y perros abandonados en el ala abandonada… —Frunció el ceño de nuevo y cerró el ojo y relajó la mente como solía hacer cuando salía de exploración, escuchando como escucha una lagartija. El ala abandonada estaba en silencio. Ni un arrullo de las muchas palomas que allí debían de anidar, ni un grito agudo de vencejo, a pesar de ser la hora en que los pájaros cantaban para marcar su territorio. Aunque el olor de la sangre volvió a rozarle la nariz, no percibía ni la pata afelpada del chacal, ni el alarido quejoso de una rata cazadora. En los establos un caballo relinchó suavemente sobre su comida matinal; una muchacha empezó a cantar.
Lobo se deslizó del lecho sin hacer ruido, buscó las botas y los pantalones de cuero de ciervo que había traído de Wrynde, la camisa y el jubón, y el cinto con la espada y las dagas. Cuando Halcón de las Estrellas hizo ademán de seguirlo, él meneó la cabeza y dijo de nuevo:
—No creo que sea nada importante. Enseguida vuelvo.
El frío le golpeó cara y cuello con furia cuando salió de la pequeña habitación, una celda en una hilera de celdas bajas que podrían haber sido talleres, habitaciones de huéspedes o prisiones improvisadas a lo largo de un angosto patio cubierto de arena que daba a los establos. Una tormenta de la semana anterior había amontonado la arena contra las paredes del este; las caras de adobe de los edificios mostraban marcas en los sitios en que cantos rodados y piedras habían acribillado los blandos ladrillos. Una rata pasó corriendo junto a la jamba de la puerta de una de las celdas, buscando la oscuridad interior.
Lobo del Sol se adentró con cautela en el ala abandonada. Encontró el lugar con rapidez, caminando a través de la masa silenciosa de habitaciones vacías y vigas caídas, bodegas improvisadas y viejos pozos de agua envueltos en verde y espesa vegetación. Se esperaba algo semejante dado el olor pero, aun así, lo que vio le provocó una repulsión que él mismo no se explicaba.
La puerta del pequeño taller de adobe había desaparecido años ha, arrancada por las tormentas de arena, esas asesinas del desierto; la mayor parte de las tejas de pizarra del techo habían volado lejos, aunque las vigas todavía cruzaban el cielo abierto, cada vez más cálido. Las paredes estaban marcadas con años de bostas de palomas, allí donde no se hallaban cubiertas de manchas de sangre.
Habían clavado plumas blancas y grises en las paredes y en los charcos del suelo, todavía húmedos y resbaladizos. Desde el umbral donde se había detenido, Lobo del Sol vio rosadas garras y cabezas arrancadas de pájaros, arrojadas a los rincones, medio invisibles ya bajo crecientes ejércitos de hormigas.
Hizo un movimiento para entrar en la habitación, pero retrocedió. Allí había algo horrible, repulsivo, algo sucio y profundamente malvado, un olor psíquico que le hizo retroceder de miedo, aunque sabía que la cosa que hubiese hecho aquello, fuera lo que fuera, ya no estaba. Lobo del Sol había saqueado ciudades desde el Mar Megántico al Océano del Oeste, y cuando había sido necesario para lograr su objetivo había cortado a hombres y mujeres vivos. No entendía la razón por la que ese pequeño cubo de luz crepuscular rodeado de paredes de adobe y de cielo cruzado por vigas, en silencio excepto por el zumbido cada vez más fuerte de las moscas, le provocaba ganas de vomitar.
Solamente había tres o cuatro palomas muertas, menos de las que él se habría comido para cenar. Después de todo no era asunto suyo quién las hubiese matado y por qué, se recordó.
Pero era un buen rastreador: no pudo dejar de notar, incluso con el examen más superficial, que no había huellas de pasos en el suelo, ni hacia dentro ni hacia fuera.