18

Encontraron a Anshebbeth sobre el altar, dentro de lo que quedaba del Círculo de Oscuridad. El aire allí era caliente; cargado de polvo, olía a humo y a sangre fresca. El aya tenía el vestido manchado de sangre y estaba sentada sobre la piedra. A la pálida luz mágica que entre él y Tazey habían logrado conjurar, Lobo del Sol vio marcas de dedos sobre las mejillas blancas de la mujer, por debajo del cabello revuelto.

Cuando se detuvieron en el umbral interno del templo, el aya volvió los ojos hacia ellos, ojos inmensos, luminosos en la sombra. Lobo del Sol se dio cuenta de que Anshebbeth estaba loca.

—Entrad —dijo ella y sonrió como habían sonreído los demonios mientras Lobo del Sol mataba al ternero—. Entrad.

Nanciormis y los guardias retrocedieron, pero Lobo del Sol avanzó hacia el centro del templo sombrío; sus pasos dejaban huellas suaves en el silencio. Halcón de las Estrellas lo seguía de cerca, los pasos como los de un felino, cuidadosos, alerta. Un momento después, Tazey se soltó de las manos de su tío y se acercó también; sus pantalones y sus botas, como los sucios jirones de la camisa de Halcón, eran apenas manchas blancas en la penumbra. Lobo del Sol sentía los demonios por todas partes, olía sus deseos, su hambre, su expectación febril, alimentados pero aún no saciados. El polvo tenía el brillo azulado y blanco de la luz mágica, y flotaba ante ella como una niebla fantasmal; en algunos lugares parecía adquirir un resplandor rojo y, aunque no podía ver más allá, un azul que le recordó los ojos de Kaletha. Detrás del altar, el pozo irradiaba una luz podrida que permeaba la oscuridad y el polvo; la figura delgada y oscura de Anshebbeth se recortaba contra ella como una espina corroída.

—Kaletha está muerta, ¿verdad?

El rastro de sangre, manchando paredes y suelos, había recorrido unos cien metros a lo largo de los pasillos tortuosos y las habitaciones pintadas.

—Sí —dijo Lobo—. Sí.

Anshebbeth se movió convulsivamente, ambas manos sobre la cara. Cuando las bajó, la sangre casi coagulada le manchaba los párpados y uno de los lados de la fina nariz.

—Tuve que hacerlo —dijo en una voz medio ahogada—. Ella me tenía celos. Solamente quería… quería que la siguiera, que la sirviera. Dijo que tenía que ayudarle a llevar los libros de vuelta. Que no confiaba en ninguna otra persona. Y no le importó que hubiera peligro, que yo tuviera miedo de hacerlo. Pero ahora ya no tengo miedo.

Sonrió de nuevo, como una calavera.

—Ahora puedo hacer que otros me tengan miedo a mí.

—Si eso es lo que queréis… —dijo él. Estaba de pie, con los brazos en jarras, el vello dorado enredado y áspero sobre la piel, temblando bajo el peso del mal que inundaba la habitación. Le habían quitado las argollas de metal de las muñecas, pero seguía sintiendo la debilidad de su magia, no más fuerte que un gatito recién nacido. Y al mirar los ojos oscuros de la mujer loca, eso era lo que más notaba.

—Nanciormis tendrá que quererme ahora. —Anshebbeth dejó los pies colgando en el aire desde el altar y balanceándolos como una niña pequeña, mientras enredaba un mechón de cabello negro y lacio con el dedo índice y lo convertía en un rizo sucio y pegajoso—. Puedo darle lo que quiera. Lo salvé de los planes secretos de Galdron, de su odio. Ya no tiene por qué casarse con Tazey. Ahora se casará conmigo.

—Anshebbeth… —empezó a decir Tazey, y el aya se volvió hacia ella, la cara afilada llena de desprecio.

—¡Yo me casaré con él! —insistió, furiosa—. ¡Tú no lo quieres! Te salvé de casarte con Incarsyn después de todas las cosas crueles que dijo de ti. Nanciormis me lo contó. ¡Lo que pasa es que estás celosa de mí!

—No —dijo la muchacha con calma. La luz mágica se deslizó como una bruma sobre sus rizos espesos cuando meneó la cabeza—. No, Anshebbeth, no estoy celosa de ti.

—¡Pues deberías estarlo! —El aire pesado cambió con el susurro seco de los demonios. La luz brilló en el rabillo del ojo de Lobo del Sol y él volvió la cabeza con rapidez, pero allí no había nada. Al mismo tiempo, Nanciormis y sus guardias se apartaron presurosos de la puerta oscura, como si hubieran oído algo en la negrura del corredor a sus espaldas que los asustaba más que el templo hechizado que tenían delante.

Anshebbeth estiró las manos, delgadas y blancas como el hueso.

—Nanciormis —susurró, y la voz sibilante se repitió en el eco y en las sombras.

Lobo del Sol vio el borde blanco de terror alrededor del iris en los ojos oscuros del señor shirdar. El último Príncipe de la Antigua Casa de Benshar sabía lo que se contaba sobre la finalidad de aquel altar, y el destino posterior de los hombres que lo aceptaban.

La cara de Anshebbeth se oscureció.

—¿Qué pasa? —preguntó con suavidad—. No has de tenerme miedo. No voy a hacerte daño.

A su alrededor, los demonios se agitaron en los rincones. Lobo del Sol volvió a girar la cabeza con rapidez, pero la luz esquelética, apenas parpadeante, ya no estaba. Saben cuál es tu lado ciego, pensó, y permanecen ahí

Vio que Tazey giraba como un cervatillo asustado y lo miraba con ojos inundados de terror. Nanciormis seguía sin moverse.

—Te amo —insistió Anshebbeth, la voz doliente—. Lo hice por ti. Todo. —Después el tono de su voz cambió, y hubo un sesgo de enojo en ella—. Fue por ti.

El brillo detrás de ella se convirtió en una especie de fulgor tembloroso y Lobo creyó ver puntos de colores que revoloteaban en el aire que rodeaba el pozo, como chispas sobre el fuego.

—¡Ven a mí!

Con la cara convertida en una máscara de mármol, Nanciormis dio un paso adelante. Se detuvo, tragó saliva y echó una mirada de terror y súplica a Lobo del Sol.

Nunca en toda su vida había previsto las consecuencias a largo plazo, ni para él ni para los demás, pensó Lobo, excepto si tales consecuencias servían a sus propósitos. Ahora era como un hombre que se baña en el océano y se aparta del risco submarino sin darse cuenta, y de repente se encuentra en aguas profundas y asustado ante las cosas que nadan más abajo, cosas que no conoce ni puede dominar. Susurró desesperado:

—Por favor…

—Me tienes miedo —dijo Anshebbeth con suavidad—. No has de tenerme miedo. —En el marco del cabello desordenado, la cara manchada de sangre se veía horrible, y la rabia que la dominaba, cada vez con mayor facilidad desde las últimas semanas, llameó súbitamente en sus ojos—. ¡Di que me amas!

Él trató desesperadamente de mantenerse firme y no perder el poco autocontrol que le quedaba. Gimió con una voz inaudible:

—Te… te amo, Anshebbeth.

La cara de ella se contorsionó de nuevo.

—¡Embustero! ¡Me mentiste! —Aterrorizado, Nanciormis se dejó caer de rodillas con las manos tendidas y suplicantes.

Sabía, pensó Lobo con la cabeza a punto de estallar y un dolor hiriente en el pecho a cada respiración, sabía lo que ella podía hacer con sus odios.

—¡Todos vosotros me mentisteis! —Anshebbeth giró en redondo, mirándolos a todos con ojos salvajes, enloquecidos—. ¡Ninguno de vosotros me quiere! Todos os amáis unos a otros. —Tazey había dado un paso inconsciente hacia el brazo protector de Lobo, al sentir el horror que se congregaba en los rincones del templo. Halcón de las Estrellas, como siempre, se había deslizado hacia la izquierda, para dispersar el blanco y dar más espacio a sus movimientos.

La voz de Anshebbeth se quebró de piedad por sí misma.

—¡Pero a mí nadie me quiere! Y nadie me querrá nunca.

Con las manos levantadas, Nanciormis tartamudeó:

—Claro que te queremos, Shebbeth. Todos te queremos.

—Es difícil querer al odio, Anshebbeth —dijo Lobo, la voz un leve remolino de arena en la oscuridad. Con la rabia, el brillo azul de la luz mágica encendida sobre su cabeza se había debilitado hasta convertirse en una perla plana, diminuta, como el sol en un día de niebla; veía a los demonios mezclados con el polvo fantasmal. Tenían los ojos oscuros de las damas shirdar, los labios de las mujeres de las paredes, chorreando sangre—. Sois una adicta al odio, como los demonios. El odio os calienta como a ellos.

—¡No es culpa mía! —aulló ella. Su largo dedo apuntó a Nanciormis y éste retrocedió, la cara rellena casi verde, como si estuviera a punto de vomitar de terror—. ¡Fue él! ¡Él me hizo esto! ¡Él me hizo así! ¡Y ahora nadie va a quererme!

Hundió otra vez el rostro entre las manos, los dedos blancos se movieron dentro del cabello mientras todo el cuerpo huesudo tiritaba, sacudido por los sollozos. Vencido por el terror, Nanciormis se volvió de rodillas y se arrastró, tropezando con su capa blanca, hacia el umbral oscuro que daba al laberinto del palacio. Pero cuando llegó a la puerta se detuvo, y la luz mágica, enfermiza, breve, mostró cómo le corría el sudor por la cara entre las dos trenzas. Los guardias se alejaron de la puerta, un pequeño grupo apretujado contra la pared, un racimo compacto, espalda contra espalda, las armas listas apuntando hacia fuera. El Comandante se enderezó con torpeza, se acercó a ellos en busca de protección y el brillo de la luz blanca y cadavérica hizo refulgir las puntas de las espadas, vueltas hacia él. La cólera de los demonios seguía adherida como una peste a la carne y las ropas del Comandante. Ninguno de los guardias estaba dispuesto a acogerlo en el grupo.

—¡Ayudadme, Lobo del Sol! —Nanciormis giró en redondo, la cara cubierta de lágrimas, hacia la figura negra en el altar, buscando desesperado un eco de su antigua autoridad—. ¡Anshebbeth! No quise hacerlo. Lo… lo lamento.

—¡Tú me obligaste a hacerlo! —aulló ella—. Yo quería ser maga para que Kaletha me amara, para que la gente me tratara como a una igual… ¡Pero tú me hiciste odiarlos a todos! Tú me contabas una y otra vez chismes sobre que éste decía aquello y éste lo otro… Y después yo soñaba con ellos, soñaba con sus muertes, y cuando al día siguiente me decían lo que había pasado, me alegraba…

Nanciormis se cubrió la cara, le cedieron las rodillas y cayó, como si todo el cuerpo se le estuviera pudriendo de terror. Anshebbeth se puso de pie, la cara en movimiento; los vientos agitaron el resplandor que la rodeaba azotando la oscuridad del vestido y el cabello. Las devotas, al principio no siempre conocían su poder, recordó Lobo del Sol, pero siempre llegaba un momento en que debían enfrentarse a él ¿Qué ritual usaban entonces, qué retorcimiento final del alma, qué horrible autojustificación, para atemperar y sellar y endurecer a la muchacha que entraba al culto? ¿Se habrían resistido y gritado, como gritaba Anshebbeth ahora?

Las lágrimas le corrían por la cara, lágrimas de furia, de desdicha profunda, que atravesaban la sangre y el polvo y el sudor. Con voz aguda, una voz que ya casi no era humana, sollozó:

—Los siento aquí, los oigo susurrarme. Era como en mis sueños, pero yo no estaba dormida… Kaletha…, Kaletha…

Se volvió hacia Nanciormis como una comadreja rabiosa, y él hundió la cara entre las manos y aulló de espanto.

—¡Tú me convertiste en esto! ¡Tú me hiciste odiar!

El aire parecía quemar la piel de Lobo del Sol. Un viento que no venía de ninguna parte se le clavó como un cuchillo en el cabello y los harapos de la camisa, y jugó con la capa y las largas trenzas de Nanciormis, que yacía, servil, sobre la piedra. Tazey jadeó y su mano se hundió en el brazo desnudo de Lobo del Sol. Formas brillantes empezaron a surgir del pozo, flotando a lo largo del suelo de piedra, alrededor del altar y sobre los pies de Anshebbeth. Se elevaron en el aire, como avispas gigantes con los ojos de Anshebbeth. Nanciormis se puso de pie y empezó a retroceder, agitando los brazos a ciegas a su alrededor, y gritó cuando algo le abrió el brazo hasta el hueso.

—¡No! —chilló—. ¡Lobo del Sol! ¡Anshebbeth! ¡Perdón! ¡Por favor, lo que sea, ayudadme, perdón!

El odio no se detiene, pensó Lobo del Sol, extrañamente tranquilo. Cuando termine con él, acabará con todos nosotros.

Se soltó con rapidez de las manos de Tazey y caminó sin armas hasta el altar donde Anshebbeth seguía sentada. Sintió que la luz diminuta que brillaba sobre su cabeza se apagaba de pronto. Solamente quedaba el tenue resplandor del poder de Tazey sobre aquellos lomos esqueléticos y azules, y sobre el halo de colmillos hambrientos que rodeaba la silueta oscura de la Bruja.

Nanciormis gritó de nuevo. Corría desesperado mientras los demonios lo azuzaban en círculos por la habitación, como habían hecho con el ternero en el pozo. A través de la ropa desgarrada por las uñas de los demonios, se le veía la piel, opalescente, blanca, hinchada, mientras el comandante brincaba, de forma casi cómica, al tiempo que trataba de huir. La sangre brillaba sobre los pantalones y las botas. Sollozaba. Lágrimas de terror le bajaban por las mejillas.

Lobo del Sol tomó a Anshebbeth de los brazos y la miró a la cara, y ella se asustó, pues estaba tan concentrada en su odio que no lo había visto llegar. Tenía la cara que ya casi no era humana, surcada por las lágrimas y el polvo y la sangre; lo miró sin verlo desde un marco de cabello sucio.

—Nadie os obliga a odiar, Anshebbeth. Lo único que pueden hacer es pediros que lo hagáis. Y siempre podéis decir que no.

—¡No es así! —Ella jadeaba, aferrándose la garganta como si la estuvieran estrangulando—. Yo lo amo y él me hizo esto, me convirtió en esto…

La oscuridad se cerraba sobre ellos, un torbellino de poder y terror girando en aquellos desdichados ojos negros. Lobo del Sol la sacudió, con violencia, con furia, tratando de romper el centro rígido del odio; la cabeza de ella se bamboleó sobre los hombros, la boca abierta en un chillido sin sonido. En la oscuridad, él se dio cuenta de que los demonios estaban a su alrededor y sintió el mordisco leve de unos colmillos sobre la nuca.

—¿Lo amáis? —preguntó—. ¿O amáis más a vuestro odio?

—¡No! —sollozó ella. Después algo se le quebró por dentro y jadeó—: ¡No quiero!

Apretado contra la piedra de la pared, Nanciormis aullaba, rogando mientras luchaba contra el aire lleno de sangre.

—¡Decidlo! —exigió Lobo.

Anshebbeth lo miró como una niña histérica, incapaz de hablar, incapaz de respirar. Él la sacudió de nuevo, y la cabeza de Anshebbeth se echó hacia atrás, y dejó ver el cuello, un tallo blanco y nudoso en medio de las nubes negras del cabello. Un sollozo la desgarró de arriba abajo, como si el cuerpo fuera a partírsele en dos. Él vio cómo la locura retrocedía en sus ojos y la reemplazaba el entendimiento, entendimiento y horror ante lo que sabía se había convertido.

Como arrancado de su boca con un cuchillo, su alarido sacudió el aire.

—¡No quiero! ¡Dejadlo! ¡No quiero esto!

Nanciormis chilló de nuevo, acurrucado contra la pared con el círculo brillante a su alrededor. Entre las manos de Lobo del Sol, el cuerpo frágil de Anshebbeth parecía tan esquelético como el de los demonios.

—¡No puedo! ¡No puedo parar! Quiero, pero no puedo… —Se retorció y se alejó de Lobo, hundiendo la cara entre las manos flacas.

Y entonces gritó de nuevo; no el aullido tenso, apretado, de la vez anterior, sino un grito fuerte, doliente, cada vez más poderoso, como si el torrente de sonido liberado desgarrase la carne a medida que salía. Como avispas asustadas, los demonios se alzaron del cuerpo de Nanciormis, brillando, horribles, en el aire oscuro. Lobo del Sol se arrojó a un costado cuando los vio descender sobre el altar en un enjambre enloquecido, girando como las aspas de un molino. Sabía que ya era tarde. Anshebbeth no levantó la cabeza, pero siguió gritando, meciéndose como una niña lastimada, como si estuviera dejando ir el último resto de cordura en el aire de la tormenta. Lobo vio en un relámpago la imagen de Halcón corriendo hacia él mientras él se volvía, sin armas, sin magia, para enfrentarse con la tormenta de muerte.

El grito de Anshebbeth aumentó de volumen, retorciéndose en la oscuridad al tiempo que los demonios caían sobre ella. En un terrible destello de comprensión, Lobo del Sol se dio cuenta de que en realidad ella no había perdido la cordura, sino que acababa de recuperarla. Sabía lo que había hecho.

A ciegas, golpeando con las manos los colmillos brillantes que le desgarraban la piel, corrió perseguida por los demonios hacia el pozo. Halcón de las Estrellas llegó junto a Lobo del Sol justo en el momento en que el aya caía con el brillo de las formas fantasmales tras ella. Sus chillidos, uno tras otro, rasgaron el aire enrarecido.

Le llevó veinte minutos morir. Cuando todo terminó, el silencio se cernió sobre el templo oscuro como ocurriera ciento cincuenta años atrás.

—¿Estás despierto, Jefe?

Lobo del Sol quiso darse la vuelta, pero se detuvo con un gemido de dolor. Recordaba vagamente a Halcón de las Estrellas poniéndole una venda improvisada sobre las costillas rotas mientras él se deslizaba hacia el sueño bajo la luz enfermiza y amarilla que había aclarado el cielo después de la tormenta, pero la escena le resultaba más confusa que los sueños posteriores. Se sentía helado, exhausto y calado hasta los huesos, los miembros doloridos y el polvo pegado a las pestañas, el bigote y la barba de tres días.

Sintió que alguien se inclinaba sobre él, leve y rápido, y que unos labios tocaban los suyos. Abrió los ojos y vio a Halcón de las Estrellas arrodillada ante él.

—Bueno, eso de los cuentos de hadas funciona, después de todo —dijo ella.

Tenía puesto el jubón de cuero verde de la guardia de Tandieras sobre una camisa negra que hacía que su piel tostada y rubia brillara como el marfil. Se había bañado y aparecía limpia, tranquila, y a excepción del negro moretón sobre la cara, perfectamente ilesa. Entrecerrando el ojo para ver más allá de ella sobre la pared rota de la casa en ruinas en la que había dormido, Lobo del Sol distinguió el frente de riscos de Benshar, marrones, oscuros bajo la luz pulida del atardecer, guardando en su interior sus tesoros de colores rosa y melocotón. Como una música extraña y lejana, oyó los murmullos de los guardias de Nanciormis y el relincho tranquilo de los caballos.

La tormenta había cesado pasado el mediodía. A pesar de un cansancio tan grande que casi le impedía mantenerse en pie, Lobo del Sol había insistido en alejarse del lugar y buscar refugio entre las paredes derrumbadas y las ruinas de la Ciudad Baja antes de dormir. Le había llevado dos horas terminar, con la ayuda de Tazey, los hechizos que encadenaría a los demonios para siempre a las piedras de Benshar; horas agotadoras, tensas, mientras se mantenía alerta, con la pequeña parcela de su mente que podía sustraer a la concentración, al despertar de los demonios en el pozo donde yacía el cuerpo destrozado de Anshebbeth.

Los demonios no se despertaron. Como borrachos saciados, se dejaron llevar por la somnolencia que siguió a la carnicería. Él habría preferido no exponer a Tazey al conocimiento total de lo que eran los demonios y de los terribles poderes necesarios para sujetarlos a las piedras, pero no tuvo elección. Se había sentido demasiado cansado, seco, vacío, para volver a intentarlo a solas. Más tarde, la muchacha se había mantenido muy callada mientras caminaban por el cañón arenoso en la calma que siguió a la tormenta, pero él supuso que estaba menos impresionada por la maldad de los demonios de lo que hubiera estado veinticuatro horas antes.

Con los demonios atados a la piedra que les había dado la luz, hubiera sido posible dormir en paz incluso dentro del templo, pero Lobo del Sol no había querido arriesgarse a posibles pesadillas.

Murmuró:

—¿Qué pasa? —Por la luz que lo rodeaba, sabía que había dormido unas cuatro o cinco horas.

—Jinetes —dijo ella—. A un par de horas, en el desierto. Creo que son refuerzos.

—Bien. —Lobo se sentó. Halcón de las Estrellas, como de costumbre, no lo ayudó; él no sabía si debía sentirse ofendido o agradecido ante el halago: era obvio que ella lo creía capaz de una energía sobrehumana. El dolor del vendaje endurecido era casi tan insoportable como el crujido de las costillas que había debajo—. Así podrán llevarse de vuelta a Nanciormis.

Ella meneó la cabeza.

—Se fue —dijo—. Tú ya habías empezado con el ritual cuando sus guardias lo sacaron del templo. Estaba cortado en pedazos y sangraba como un cerdo. Durante un rato se limitó a quedarse llorando en un rincón…

—No sigas —dijo Lobo, hastiado—. Pensaron que ese pobre desgraciado era inofensivo en su estado.

Halcón de las Estrellas se encogió de hombros.

—Y después de lo que pasó en el templo, no estaban dispuestos a buscarlo por los cañones. Yo los haría azotar, pero no es asunto mío.

Lobo del Sol suspiró y se sentó en silencio, con la espalda apoyada en la pared medio derrumbada. Un viento seco azotó su pecho desnudo con olor a polvo y caballos.

Se preguntó por qué, a pesar de todo —el recuerdo de su humillación a manos del Comandante, la paliza que le habían dado a Halcón de las Estrellas, el dolor en las muñecas y el costado— su única rabia contra ese hombre surgía de lo que le había hecho a Anshebbeth y de lo que había tratado de hacerle a Jeryn, no tanto por haber intentado que se matara, sino por querer implantar en su mente la idea de que era un cobarde y por haber vuelto a Osgard contra su hijo.

Todavía le costaba odiar a Nanciormis. Después de presenciar la muerte de Anshebbeth, le resultaba difícil odiar a cualquiera.

Lo pensó un poco y se dio cuenta de que siempre le había resultado difícil, y en eso él era un poco como el Comandante.

—Simplemente seguía un juego, ¿sabes? —dijo después de un rato—. Egoísmo y deseo de poder, sin odio. No habría podido conjurar a los demonios aunque hubiera querido, y tal vez lo sabía. No había nada personal en sus sentimientos. No odiaba a nadie, ni a Tazey ni a Anshebbeth ni a Incarsyn, ninguno de ellos era real para él. Solamente él mismo y sus deseos.

—Eso fue lo que me engañó. —Halcón se acomodó sobre los talones; una franja de sol que entraba por el techo roto convirtió su cabello en platino, pero dejó la cara serena, cubierta de cicatrices, en la sombra—. Tú viste a Nanciormis como hombre pero yo lo vi como ve una mujer. Era un hombre que utilizaba a las mujeres. Y a los hombres también: sus amores, sus odios, sus miedos… y su magia. En cierto modo, su maldad era más profunda que el odio de Anshebbeth o la vanidad y la irresponsabilidad de Kaletha con lo que había descubierto en los libros olvidados durante siglos en la biblioteca. Y por supuesto que la pobre Ciannis, la cual sabía menos del culto que Nanciormis. De lo contrario, tal vez habría podido advertir a Kaletha, eso si es que alguna vez se enteró de que Kaletha había encontrado los libros. Pero a Nanciormis… a Nanciormis no le importaba. Simplemente no le importaba.

Lobo del Sol asintió.

—Lo peor de todo —dijo con voz tranquila—, es que mi maldad era la misma. Es la maldad del mercenario. Como matar ese pobre ternero: haces lo que tienes que hacer, como un animal caza para comer. No podría contar la gente que he matado en mi vida y no por un reino ni por amor ni por orgullo, ni por nada del mundo. Mataba solamente porque un político me pagaba para tomar la ciudad en la que esa gente estaba viviendo.

La comisura de la boca de Halcón se torció muy levemente, con menos ironía que tristeza.

—Sí, lo sé. —Los ojos de ambos se encontraron. Lobo vio en sus ojos que ella sabía que él había obrado mal, y que en todo momento había sido consciente de esa maldad y a pesar de todo lo había seguido a la batalla como su segunda al mando. Y ahora se daba cuenta de que eso era lo que Nanciormis había hecho con Anshebbeth. Y así lo había entendido Halcón.

Pasó un tiempo antes de que pudiera decir nada.

—Perdóname, Halcón —musitó cuando encontró las palabras. Y vio en los ojos de la mujer que ésta sabía por qué se lo estaba pidiendo.

Halcón se limitó a menear la cabeza.

—Historia pasada —dijo, y hablaba con el alma—. Como Anshebbeth, yo también pude elegir. A diferencia de ella, no me odio por la elección que hice. —Él recordó que ella siempre había seguido siendo amiga de Kaletha.

—¿Eso fue lo que pasó?

—Ah, sí. Ella supo en qué se había convertido… y la persona a quien más odió en ese momento fue a sí misma. Supongo que eso les pasaba a todas las de Benshar cuando comprendían lo que les estaba pasando. —Halcón enderezó su cuerpo delgado y fuerte como un látigo y se puso de pie, mirando con su acostumbrada indiferencia tranquila la forma en que la seguía Lobo del Sol, casi retorciéndose de dolor—. Solamente las malvadas sobrevivían.

—No puedo decir que no entienda a las que elegían morir —dijo él.

Pasaron por un agujero en la pared que tal vez hubiese sido una puerta en otro tiempo, y rodearon una duna de arena hacia el lugar en que se hallaba uno de los viejos estanques de lluvia, escondido en el nicho de una roca, protegido del eterno viento.

—¿Habrías hecho lo mismo? ¿Si te hubieras dado cuenta de que eras tú?

Lobo del Sol levantó la vista hacia los riscos oscuros, erosionados, de las Montañas Hechizadas, que guardaban su laberinto de arcoiris, su laberinto maldito.

—Quiero pensar que habría sido capaz de hacerlo.

Había agua en tres de los viejos estanques; Lobo del Sol se bañó en el menos profundo; Halcón de las Estrellas se le unió y después se acostó a su lado sobre la manta tendida que él había traído sobre los hombros como una capa.

—Con razón las mujeres soldado tienen que ser versátiles y creativas —comentó la mujer cuando Lobo se encogió por el dolor en las costillas.

Después de un rato, se vistieron los dos con la ropa que habíales traído Tazey para ayudarlos a escapar. El paquete que les había dado la muchacha contenía también algo de comida, las armas de ambos y las cotas de malla, pero no la bolsa del dinero.

—Tranquilo —dijo Halcón de las Estrellas, metiéndose en las botas varias dagas de aspecto aterrador con el aire de alguien que vuelve a ponerse un vestido muy querido—. Con los demonios acabados para siempre tendrán que darnos algún tipo de recompensa… aunque fuesen los honorarios de un exorcista.

—¿Apostamos? —gruñó Lobo.

Abandonaron Benshar cuando la oscuridad caía sobre el desierto, y una hora y media después se encontraron con el grupo que venía de Tandieras, un círculo de antorchas sobre la desolación pedregosa de la reg sacudida por el viento.

Cuando se acercaron, Lobo del Sol vio el cabello rubio grisáceo de Osgard a la luz de las antorchas y, junto a su caballo grande, la figura regordeta de Walleye y su pequeño jinete. Tazey grito:

—¡Papá! —y espoleando a su montura, se adelantó al galope como un antílope enloquecido para arrojarse a los brazos de su padre.

—Parece que debo estaros agradecido por no encontrar escorpiones en mi cama una de estas noches. —A la luz del fuego del campamento, que oscilaba en el viento, Osgard parecía sobrio y mejor de lo que Lobo lo había visto desde su llegada a Tandieras. Los velos que cruzaban su rubicundo y tosco rostro estaban echados hacia atrás y le caían sobre la capa color arena. Con la camisa rústica y las botas usadas, habría podido ser un obrero más, como había sido antes de que su tío guerrero lo hubiera convertido en Rey—. Sabía que era peligroso, pero… —Dudó, después miró el corazón ámbar del fuego con la boca de labios gruesos en una mueca de vergüenza—. Supongo que fui como el dueño de un perro entrenado para matar. Me descuidé.

Lobo del Sol asintió.

—Eso creo. —En otra parte del campamento, uno de los guardias contaba un chiste, pero las risas eran suaves. Allí, sobre la negrura de asfalto de la reg, era menos fácil creer que los demonios y los djinns del desierto fueran sólo leyendas populares, a pesar de lo que afirmaran los sacerdotes del Dios Triple—. Y él se descuidó también, en lo suyo.

—Siempre fue descuidado —dijo Osgard—. Era un buen guerrero, pero irresponsable, nunca creyó que algo pudiera alcanzarlo. No estoy seguro de que no hubiera preferido la muerte a ser humillado en público y abandonado como un perro apaleado. Se quería mucho, además de apreciar mucho sus placeres. Pero yo no le habría dejado poner una mano sobre Tazey, eso nunca… —Hizo una pausa, y su inicio de bravuconería se apaciguó. Lejos, junto a la otra hoguera, Tazey y Jeryn conversaban en voz baja y tranquila con Halcón de las Estrellas. Los brazos de los dos chicos rodeaban la cintura de Halcón. Más allá del hombro de Osgard, Lobo veía los ojos negros de Jeryn brillando de excitación infantil mientras escuchaba el relato de Tazey sobre lo ocurrido en el templo.

El Rey suspiró.

—Pero Dios sabe que hace un tiempo, yo hubiera jurado que nunca dejaría llegar las cosas tan lejos. Esas asquerosas brujas y su sucia magia… —Se detuvo otra vez, y apartó la vista de Lobo con el sonrojo de un hombre que hubiera hablado con desprecio de la arena en la tienda de un shirdar.

Lobo del Sol meneó la cabeza.

—La magia no tuvo nada que ver con esto —dijo—. Nanciormis era el tipo de hombre que habría utilizado cualquier arma. Habría atentado contra vuestra vida y la de Jeryn, antes de saber que la mente de Anshebbeth había sido alcanzada por los demonios. El poder de ella era el arma más fácil de tomar, y la tenía a su alcance. Eso fue todo. Si ella hubiera sido maga y no simplemente la víctima de su propia vanidad y la de Kaletha, habría comprendido lo que le pasaba, y habría podido controlarlo. Yo lo sentí… creo que Tazey también. Cuando se tiene poder, hay que encararlo, tocarlo y aprender a usarlo, o se pudre dentro de uno como una herida gangrenada. —Se quedó callado, contemplando al Rey desde su lado del fuego, y Osgard, que entendía los pensamientos de Lobo, desvió la vista otra vez.

Murmuró:

—Lo… lo sé. —Con cierta renuencia, volvió a mirar a Lobo—. Pero no se puede decir que yo tenga la culpa, ¿verdad? Yo sólo quería una hija de la que pudiera enorgullecerme…

—Por Dios, hombre —dijo Lobo del Sol con furia—, tenéis una hija que es una de las mejores magas naturales que yo haya conocido personalmente o de oídas, y un hijo dotado para la política y la diplomacia, capaz de tratar con los shirdar y con los Reinos Medios como nadie, ¿y lo único que se os ocurre es quejaros porque no son una yegua de cría sin cerebro y un buey de mal genio como vos y como yo? Creo que hay sólo dos cosas en mi vida que no daría con gusto por esos hijos vuestros. ¿No podéis estar orgulloso de ellos por lo que son, en lugar de querer estarlo por lo que vos queréis que sean?

Osgard miraba el fuego, frotándose las manazas callosas por la espada, como Lobo recordaba haber visto hacer a su padre. Después volvió a levantar la vista y sonrió, un poco avergonzado por tener que admitirlo:

—Jeryn es un pillo muy inteligente, ¿verdad?

—Los hombres como Jeryn —contestó Lobo del Sol— son los que pagan a hombres como yo. Dejadlos ser lo que son, Osgard. Tal como están las cosas, ya les va a costar mucho nadar contra la corriente. Y van a tener que hacerlo.

El Rey suspiró y se frotó el mentón áspero.

—Lo sé —dijo. Después de una larga pausa, preguntó—: ¿Adónde debería mandar a Tazey?

Ella había estado dispuesta a renunciar a todo por complacerlo, recordó Lobo del Sol. Pensó en el brillo de la luz roja de las antorchas sobre el cabello de Tazey cuando bailaba la danza de la guerra, y en el orgullo que había brillado con tanta fuerza en la voz de Osgard al hablar de ella: La hija más dulce que un hombre pueda querer. Ella y Jeryn estaban sentados, arrebujados en las chaquetas a cuadros y los velos, junto a otro fuego, con los ojos brillantes, charlando con Halcón de las Estrellas, reunidos por última vez.

—Podríais mandarla con Yirth de Mandrigyn —dijo Lobo por fin—. Es la única maga que conozco que esté calificada para enseñar. —Y al ver la cara del padre, oscurecida ante la idea de lo lejos que quedaba Mandrigyn, agregó—: Pero si Tazey quiere, podría quedarme yo un tiempo y enseñarle lo que sé. No es el tipo de enseñanza que podría recibir de Yirth, pero por lo menos le enseñará qué buscar más tarde. Y eso le daría algo de tiempo para seguir viviendo aquí.

—No —suspiró Osgard—. Tazey no puede quedarse. Y vos tampoco. —Un tronco medio quemado se quebró en el fuego; el Rey tomó una rama del montoncito de leña que habían recogido en el borde de la reg y volvió a reunir los carbones encendidos. La llama iluminó líneas profundas en su cara sin afeitar, líneas de disgusto y de vergüenza—. No conocéis el carácter de los habitantes de Pardle, Capitán. Son un grupo muy supersticioso, y los magos siempre tuvieron muy mala reputación en Benshar. No me importaba que os lincharan a vuestro regreso, pero cuando supe que los hombres de Illyra estaban buscándoos, decidí venir y asegurarme de que Tazey volviera sana y salva. En estas cazas de brujas, los mineros y los Trinitarios son una cosa, pero Illyra…

Lobo del Sol sintió que la cara se le enrojecía de rabia.

—Yo no tuve nada que ver con esas muertes, maldita sea.

El Rey levantó la mano en el aire.

—Eso no tiene ninguna importancia —dijo—. Y creo que vos lo sabéis.

Los ojos de buitre cruel de la Señora de las Dunas volvieron a la mente de Lobo del Sol, y la tensión en el Salón principal la noche en que Nanciormis había fingido el ataque. Y no había mucho que apostar: era seguro que Nanciormis había hecho correr de la Fortaleza a la Ciudad la historia de la confesión de Lobo. Sintió la rabia como un corazón de metal ardiente en su pecho, pero sabía que Osgard tenía razón.

—Creo que debéis partir esta noche.

Osgard les proporcionó agua y comida de la tropa y Jeryn y Tazey les ayudaron a cargarla sobre los caballos.

—Podemos entretener un poco a Illyra —dijo el Rey cuando Lobo del Sol terminó de revisar las cuerdas que sostenían el magro hatillo con sus posesiones al arzón de montura—. Pero será mejor que vayáis directos hacia el norte y crucéis la Columna apenas podáis.

—Es fácil de decir —gruñó Lobo del Sol cuando el gran monarca se alejó para dar alguna otra instrucción al grupito de guardias vestidos de oscuro—. ¿Sabes que todo el dinero que tenemos sigue detrás de ese ladrillo en el ala abandonada?

Halcón de las Estrellas lo miró, divertida, bajo el brillo leve de la luz redonda y mágica que temblaba sobre las cabezas de ambos.

—¿Quieres volver a buscarlo y arriesgarte a un encuentro con Illyra?

Lobo del Sol farfulló un deseo impío referente a los compañeros de cama de Illyra y apretó la cincha gris. Después agregó:

—Nunca debería haberte ascendido a un rango mayor que el de capitana de escuadrón.

—Siempre dijiste que un guerrero debe ser versátil.

—No hablaba de barrer suelos y alimentar a los cerdos de aquí a Farkash.

—¿Jefe? —El brillo tembloroso de la luz mágica bailó en la noche; la grava negra de la reg crujió bajo los pies de Tazey y Jeryn, que volvían de las pilas de equipaje, con dos bolsas entre las manos. Lobo notó que los guardias miraban de reojo la luz suave que rodeaba a la muchacha y se apartaban dejando un amplio espacio a su alrededor—. Éstos son todos los Demonarios y los libros de magia que no están en shirdano.

Lobo del Sol levantó la bolsa como probando el peso, después la abrió y sacó los tres tomos más grandes. Se los devolvió a Tazey. Ella lo miró, extrañada, y él explicó:

—Son demasiado pesados para manejarlos en una emergencia. No quiero que se destruyan por accidente solamente porque me empeñé en llevarlos conmigo. Llévatelos a Mandrigyn con los demás. Tú y Yirth podéis tratar de traducir los que están en shirdano.

Ella asintió y apretó los libros contra su pecho. La boca le tembló un poco, y desvió la vista; él vio cómo brillaba la luz mágica en sus ojos.

Despacio, abrió la mano y la apoyó sobre el hombro de la muchacha.

—Yirth te gustará —dijo con suavidad—. Es una dama muy buena. —Después, sonriendo, agregó—: Y saluda a Sheera de Mandrigyn por mí.

—Hazlo si quieres, pero será mejor que estés preparada para que te escupa en la cara —intervino Halcón de las Estrellas con irreverencia.

Jeryn, que había estado haciendo algo en la montura de Lobo del Sol, volvió al doble círculo de luz mágica y Lobo vio en sus ojos el dolor de la partida.

Tazey le preguntó, con dudas:

—¿Nos veremos de nuevo?

—No si seguimos consiguiendo que nos echen de todos los reinos que visitamos.

Lobo del Sol ignoró a su segunda al mando.

—Algún día, sí. —Los abrazó a los dos, la hija y el hijo que nunca tendría, y sintió que los bracitos de Jeryn lo apretaban con fuerza y que las lágrimas de Tazey le mojaban el mentón sin afeitar. Ni los capitanes de mercenarios ni los magos vagabundos podían permitirse criar hijos. Era la primera vez que sentía pena por lo que era o por lo que había sido.

Era la primera vez que comprendía las cosas a las que había renunciado.

Cuando se alejaron a caballo, vieron el brillo tibio de la luz mágica de Tazey durante mucho tiempo sobre la reg.

—Va a ser duro para ella —dijo Halcón de las Estrellas después de un rato—. Duro para los dos. Pero ella nunca quiso ser maga, lo que quería era ser tal como su padre deseaba, una chica bonita que bailara bien, pudiese montar cualquier cosa de cuatro patas y un día se casara con algún buen mozo y viviera feliz para siempre. Hubo un tiempo en que todavía podía apartar la vista de lo que era y mentirse al respecto. Y lo dejó por nosotros.

—No. —Lobo del Sol echó una mirada por sobre el hombro a aquella luciérnaga, aquella luz de pantano sobre el desierto negro, chato, pedregoso—. Uno no se puede mentir a sí mismo sobre eso, nunca.

La luz de la luna empolvó el descubierto cabello de marfil cuando ella movió la cabeza.

—Pero a ti te gustaría, ¿eh?

Él pensó de nuevo en Tazey y en Jeryn, en los años en que los dos decidirían lo que serían finalmente, años en los que él no tendría un lugar junto a ellos.

—A veces.

Su caballo dio un pequeño trompicón sobre la grava dura y él maldijo por el tirón en las costillas, cuando algo atado a la montura le tocó la rodilla. Curioso, pues sabía que él no había colgado nada en ese lugar, se estiró hacia abajo y sacó una bolsita de cuero que hizo un ruido suave cuando la abrió, y dejó caer su contenido sobre la palma de su mano.

—Bueno, diablos…

Halcón de las Estrellas acercó la yegua baya para mirar sobre el hombro de Lobo el puñado de monedas de plata que brillaba suavemente a la luz de la luna.

—Tiene que haber sido Jeryn —dijo ella.

Lobo del Sol rió con alivio y triunfo y alegría.

—Nueve años y ya sabe que no se despide a las tropas sin la paga…

—¿Ah sí? —Las cejas de Halcón se levantaron sobre su frente—. ¿Y por cuánto tiempo crees que las tropas de su padre van a cubrir nuestra huida de los hombres de Illyra cuando se den cuenta de que él estuvo metiendo mano en cuanta bolsa encontró en el campamento?

Lobo del Sol tembló de pies a cabeza y metió el dinero en el bolsillo de su jubón de cuero de oveja.

—Ese chico sí que va a ser rápido cuando suba al trono de Benshar —dijo—. Vamos.

—Y será mejor que pienses en algo —musitó Halcón de las Estrellas mientras apresuraban a los caballos hacia el norte, hacia la quebrada línea distante de las montañas bajo la luna color arena—. El próximo maestro que encuentres tal vez sea peor.