17

—¿Desviar la tormenta? —La risa breve de Kaletha olía a amargura, como el sudor de los harapos de un mendigo—. Sería mejor que ataras de pies y manos a ese ladrón bárbaro y lo empujaras hacia ella. Eso le ahorraría al torturador de Illyra el trabajo de arrancarle la piel de los huesos.

La mano blanca, como una araña en la oscuridad contra la manga negra del rústico tejido, acarició la cubierta medio podrida del Demonario que sostenía como si fuera un bebé, contra los senos hermosos y llenos.

—A los dos —añadió con desprecio, mirando de costado a Halcón de las Estrellas, que permanecía sentada con las manos atadas y lo observaba todo en silencio. En los ojos de Halcón había calma, no disculpas. Fue Kaletha la que tuvo que desviar la vista. Desde donde estaba tumbado, Lobo del Sol vio que le temblaban los dedos de furia.

Suspiró y apoyó la cabeza de nuevo en el suelo de piedra áspera color ámbar. Se sentía mejor solamente porque estaba fuera del templo encantado, aunque la cámara oval hundida en las profundidades del laberinto del palacio no era mucho mejor. La mayoría de las puertas habían sido arrancadas de sus goznes por las tropas invasoras de Dalwirin hacía ya un siglo y medio; para escapar a la furia de la tormenta, cuya voz había empezado a levantarse en los cañones exteriores, había habido que meterse bien dentro. Como allí no había ni arena suelta ni basura, los guardias habían supuesto que aquella cámara interior era un lugar seguro.

Seguro en cuanto a la tormenta, corrigió interiormente Lobo, mirando la forma en que temblaban, nerviosas, las antorchas llevadas por las corrientes cruzadas de viento que bajaban de los pozos de ventilación. En cuanto a la tormenta.

Anshebbeth se mojó los labios y miró a Lobo.

—Está a salvo, ¿verdad?

Irritado, Lobo del Sol rodó a una posición más cómoda, boca arriba, con los hombros y los brazos atados a la espalda ardiéndole de dolor intenso. Había aprendido hacía ya mucho que cuando uno estaba atado, no existía ninguna posición realmente cómoda.

—Mierda, no, no puedo afirmarlo —gruñó—. Y ninguno de nosotros lo está en este agujero infestado de demonios.

—Callad —gruñó Kaletha. Todo el mundo estaba nervioso. El calor y la electricidad de la tormenta tensaba los nervios y tiraba de ellos, todos sentían que la cabeza les latía por dentro. Impaciente y despectiva, la Bruja Blanca siguió diciendo—: Aquí no hay demonios. Lo único peligroso es vuestra mente de asesino y vuestra magia robada, y a esos dos sí que los tengo bien sujetos.

Anshebbeth, sentada y medio encogida junto a la silenciosa Tazey, pareció muy poco convencida, pero Lobo del Sol podría haberle dicho que incluso sin los hechizos que le sostenían las cadenas de las muñecas, no tenía nada que temer de él. Se sentía vacío, como después de una larga hambruna o una enfermedad terrible, cual pasto quemado hasta las raíces. En cierto modo, eso lo preocupaba más que el hecho de que lo hubieran despojado de sus poderes. Los demonios habían aparecido a su conjuro, él había despertado su apetito, lo había azuzado pero no lo había satisfecho. Todavía estaban lejos en la oscuridad neblinosa y caliente de las habitaciones pintadas.

—Habéis atado mi magia, Kaletha, pero no mi mente. Los demonios de este lugar son reales.

—Si no os calláis —dijo ella, la voz baja y perfectamente firme—, haré que uno de los guardias os corte la lengua. ¿Me comprendéis?

Uno de los asustados guardias levantó la vista del fuego que habían encendido directamente bajo uno de los agujeros de ventilación, y después desvió la mirada con rapidez, como si no hubiera oído nada. Nanciormis podía ordenarles que obedecieran a Kaletha, pensó Lobo del Sol, pero era evidente que eso no les gustaba en absoluto.

Una ráfaga de viento dio una patada a las llamas, y las chispas formaron un remolino ascendente. Lobo del Sol tembló, recordando cómo habían revoloteado los demonios sobre el resplandor del pozo. Los guardias se acercaron unos a otros, nerviosos, jóvenes hombres y mujeres reclutados en los pueblos mineros de la cordillera, entrenados para luchar, tal vez, pero sólo contra cosas que podían ver. Bajo la luz movediza, las sombras del grupo se agitaban contra el círculo de pilares de piedra arenisca color miel y daban una vida sutil y furtiva a las figuras pintadas en el yeso.

Aunque allí no soplaban los vientos de la tormenta, el aire portaba una cortina de polvo fino que daba una cualidad fantasmal, muda, a la luz del fuego, y hacía que a Lobo del Sol le doliera la cabeza. En aquella niebla horrenda nada parecía ser lo que era. Alrededor de la habitación vigilaban, burlándose desde las paredes desvaídas, madre e hija, abuela y nuera, muchachas y viejas horrendas de ojos oscuros y sonrisas demasiado sabias. Él las sentía, como fantasmas, escuchando, mirando a la última Princesa de la Casa allí sentada, la cabeza baja, junto a su aya, sin atreverse a levantar los ojos. Kaletha también parecía sentir la presión de aquellas miradas irónicas, pero estaba sentada con la espalda recta, como una reina, como si las desafiara a que se presentaran ante ella.

Y a Lobo le preocupaba la idea de que aceptaran el reto.

En algún lugar, el viento sollozaba entre los corredores; Anshebbeth se volvió para mirar la puerta vacía desde la que parecía llegar el sonido, después se acercó todavía más a su maestra. Con manos flacas, temblorosas, tiró de la manga de la mujer pelirroja.

—Por favor —gimió—. ¿No puedes… no puedes hacer algo? Éste es un lugar terrible, Kaletha. Lo sé, lo siento. No deberíamos estar aquí. El capitán tiene razón, este palacio está hechizado.

Kaletha se sacudió el brazo de la otra y se frotó las sienes como si con eso pudiera extinguir el dolor agudo, interno y desgarrador de la tormenta.

—Tú eres la única que está hechizada —le espetó irritada. Sus ojos fueron hasta la puerta y volvieron con rapidez—. Hechizada por tus propios miedos. El capitán los maneja como un vulgar charlatán.

—No…

Los demonios no existen… —De repente la boca de Kaletha se puso tensa de rabia—. Hasta tú crees en sus mentiras ahora, como todos los demás.

Anshebbeth tartamudeó:

—No…

—¿Entonces por qué tienes miedo? —la interrumpió Kaletha—. Ese hombre usó mi magia, la robó, la retorció para hacer el mal con ella, por avaricia, por vicio. Su avaricia ha dado tan mala fama a la magia que ya no podemos erradicarla, y soy yo, yo y los que vengan detrás de mí, los que tendremos que sufrir por ello. Eso es todo lo que pasa. El poder siempre viene del mago, de la mente, no de una… una leyenda del desierto o de las supersticiones de los shirdar.

—¿Pero y si él tiene razón? —Los ojos de Anshebbeth, negros y líquidos, ojos de shirdar, pasaron de una puerta vacía a la otra. Temblaba tratando de acercarse más a Kaletha en busca de consuelo, y Kaletha se alejaba de ella a cada intento—. Había demonios en el templo donde lo encontramos. Los sentí, estoy segura. Y los sentí aquella noche… cuando Egaldus…

—¿Quieres dejar de gemir? —Kaletha giró en redondo, los ojos azules brillantes y furiosos a la luz del fuego—. ¡No te atrevas a hablarme de Egaldus! ¿Qué sabes tú de demonios o de cualquier otra cosa?

Las mejillas de Anshebbeth se poblaron de manchas rojas.

—Que Egaldus fuera un alumno más apto que yo no quiere decir que yo no haya aprendido nada… —empezó a decir con voz aguda.

—¡Apto! —La risa de Kaletha sonó como el ladrido de un perro, grosera y falsa—. ¡Ni siquiera sabes de qué estás hablando!

—¿Ah, no? —La nariz fina del aya tembló un segundo, los ojos negros se abrieron con un hervidero antiguo de rabia fermentada. La tormenta disparaba sus nervios como había hecho con los de Kaletha—. ¿Y quién tiene la culpa? Porque preferías enseñarle a él en lugar de a mí…

—Él prometía más… él tenía poder…

—¡Él te tuvo a ti! —Anshebbeth casi gritaba—. ¡Una y otra vez, a pesar de todas tus charlas sobre la pureza! Te oí decirle eso al Capitán… yo lo oí. ¡Le enseñabas porque era hombre, porque se acostaba contigo y fingía que te amaba! —Los ojos oscuros se llenaron de lágrimas—. ¡Yo soy la que te ama! ¡Yo te habría dado todo lo que él te dio!

—¿Cuándo? ¿Mientras jugabas a la putita en la cama de Nanciormis?

Las lágrimas asomaron y corrieron por las mejillas hinchadas, enrojecidas. Halcón de las Estrellas, sentada junto a la pared sin llamar la atención, observaba la escena con la cabeza ligeramente ladeada, los ojos grises repentinamente encendidos de interés. Histérica, Anshebbeth gritó:

—Por lo menos él me quiere como soy… cosa que tú nunca… nunca…

—¡Ah, por favor, no gimotees! —Kaletha se giró y volvió a apretarse las manos contra las sienes. Anshebbeth retrocedió mientras se llevaba la mano nerviosa hasta el cuello, la cara transformada por la tensión y el dolor.

Tazey tendió una mano para consolarla.

—No lo dice en serio. Todo el mundo se pone nervioso en una tormenta. —Pero en aquel momento se oyeron pisadas en la habitación oscura. Con un sollozo, Anshebbeth se puso de pie y cayó desesperadamente en brazos de Nanciormis, que entraba a través de la cuenca muerta de la puerta que había junto a ella.

Durante un segundo, Lobo del Sol pensó que el Comandante la apartaría y seguiría caminando. La cara gruesa, como pastosa y tensa, se retorció de asco cuando los delgados brazos de Anshebbeth le rodearon los hombros. Los dos guardias que llevaba a sus espaldas entraron a la habitación oval con la mirada fija en otro lado para no ver a su Comandante abrazado a la mujer madura, histérica, que era su amante; eso también se apreciaba en el rostro de Nanciormis. Palmeó con indiferencia la espalda del aya mientras ella aplastaba los senos chatos y la nariz húmeda en el cuero suave y verde de su jubón, pero en el rostro del hombre Lobo no veía otra cosa que el deseo de terminar la escena cuanto antes y sacarse a Anshebbeth de encima tan pronto como la cortesía se lo permitiera. Lobo del Sol suponía que el esfuerzo del Comandante por hacer al menos ese gesto debería haber mejorado su opinión del individuo, pero lo cierto era que pensaba que Nanciormis habría mostrado mucha menos tolerancia si no hubiera tenido público observando.

Miró a Halcón de las Estrellas y vio que ella no estaba observando a Nanciormis sino a Tazey. La muchacha tenía los ojos fijos en su tío y su aya y había cinismo y asco en ellos.

—¡Así me gusta, corre con él! —se burló Kaletha con maldad. No había olvidado la revelación pública sobre Egaldus—. Nunca te darás cuenta, ¿verdad? La razón por la que nunca pude tocar tu mente con mi magia fue porque tu mente no estaba dispuesta, tenía otros asuntos más importantes entre manos. ¡Tú eres la mentirosa, no yo!

Anshebbeth sollozaba.

—¡No! ¡No!

Nanciormis, con la exasperación de un hombre nada sensible que se encuentra involucrado en una escena, apartó al aya a un costado y dio varias zancadas hacia la Bruja.

Con voz muy tenue, por debajo del estallido de furia del Comandante, Halcón de las Estrellas dijo:

—¿Tazey?

La muchacha volvió la cabeza. Bajo el velo de polvo, las lágrimas brillaban en la sombra.

—¿Qué te dijo Nanciormis? —preguntó Halcón—. ¿Qué te hizo odiarlo tanto como para pensar que habías sido tú la que conjuró a los demonios? ¿Algo sobre tu magia?

Incluso en medio de aquella penumbra extraña, la cara de Tazey se puso rosada primero, después pálida de vergüenza. En una voz rígida y tensa contestó:

—No. Trató… trató de besarme. —Se acercó más a ellos, la cara casi la de una vieja, consumida de miedo y vergüenza. Después de un momento, rectificó—: Me besó. Pensé que era… no sé, dulce que estuviera enamorado de Shebbeth. Ahora me doy cuenta de que era solamente… una excusa para estar cerca de mí. Yo… él… —Miró suplicante a Halcón de las Estrellas y a Lobo, la repulsión reflejada en su rostro—. ¡Es mi tío!

—Es tu tío —susurró Halcón de las Estrellas—. El hermano de tu madre. Si no cuentas a Jeryn, es el último Príncipe de la Antigua Casa de Benshar.

Algo en la forma en que hablaba, el tono medio distante, medio pensativo de la voz regular, suave, hizo que Lobo del Sol levantara de repente la vista hacia su amante. Los ojos de Halcón lo miraron como lo habían hecho en cientos de conversaciones al amanecer en el frente de batalla y ciudades sitiadas, la mirada de quien suma miles de pequeños detalles y llegaba por fin a la conclusión de que…

—¡Taswind!

Tazey levantó la vista al oír la voz de Nanciormis. Su tío se acercó a ella con pasos amplios, la capa blanca al aire, los ojos duros y oscuros como el petróleo.

—Aléjate de ellos.

Ella no se movió. El gran señor shirdar vaciló un momento, y el aliento se detuvo en sus labios, después cambió de idea. Se acercó al sitio en que estaba sentada la Princesa, junto a Halcón de las Estrellas, y se puso en cuclillas a su lado. Ella trató de separar su codo de la mano enguantada, y entonces la seda y el cuero se apretaron con más fuerza alrededor de su brazo.

—No seas tonta —dijo Nanciormis con suavidad. Pero ahora que prestaba atención, Lobo del Sol percibía las caricias bajo la dureza de la voz. Vio por la rigidez y el enojo en la boca de la joven que ella también las advertía, y que le molestaba aquel contacto demasiado cercano—. Sí, fingieron ser tus amigos. Y hasta este punto todavía se puede admirar tu lealtad, aunque sea fruto de un error. ¿No te das cuenta? —Se inclinó más hacia ella, le puso las manos sobre los hombros fuertes, delgados, donde el abrazo de Lobo había dejado marcas de sangre. La voz se hizo todavía más suave, buscando, tratando de convencerla. La cara de Tazey era como de piedra—. La prueba es segura. La aparición que me atacó, ahora esto, ¿qué más se puede pedir? Lo vimos hacer el mismo tipo de sacrificio que hacían las Brujas hace ciento cincuenta años. Tienes que alejarte de ellos. Yo puedo protegerte…

Tazey se apartó con brusquedad.

—No te me acerques —musitó. Lobo del Sol la veía temblar—. No te me acerques, eso es lo único que quiero.

Nanciormis echó una mirada de costado a Lobo del Sol, después a Halcón de las Estrellas y finalmente de nuevo a Tazey. El brillo de sus ojos oscuros era un brillo feo. Pero se volvió para llamar a Anshebbeth, y en ese momento vio que el umbral donde ella había estado se encontraba vacío. Sus cejas se hundieron sobre la nariz de halcón y murmuró para sí, furioso:

—Maldita perra…

Halcón de las Estrellas dijo con suavidad:

—Estáis jugando a algo muy peligroso, Nanciormis. El próximo al que va a odiar sois vos.

El Comandante giró en redondo, como ante el inesperado gemido de una espada al ser desenvainada. Tras permanecer un segundo inmóvil, se puso de pie de un salto, agarró a Halcón de las Estrellas de la camisa harapienta, la mano levantada para golpearla contra el yeso de la pared. Y en ese segundo, como cuando había desviado la mirada, fija en los ojos del ternero sangrante, para ver al demonio que le sonreía sobre el hombro, Lobo del Sol comprendió.

Se arrojó contra la pared y se puso de pie, sin pensar en el dolor agudo que le desgarraba las piernas.

—Yo que vos no lo haría —dijo con una voz ronca como el rechinar del metal sobre una roca. Nanciormis se detuvo. Durante un momento se quedó de pie mientras sus guardias, que se habían reunido junto al fuego al detectar la conmoción, esperaban inmóviles, aterrorizados ante la idea de meterse con un mago aunque su Comandante estuviera en peligro. La luz del fuego brilló sobre el sudor que cubría la cara de Nanciormis.

Muy suavemente, Halcón de las Estrellas dijo:

—La clave no es la magia, ¿verdad? Creo que eso fue lo que entendí, lo que vi y después olvidé cuando Kaletha trató de conjurar a los muertos: que no tenía por qué haber magia. Y eso fue lo que me asustó, pues si no hacía falta que hubiera magia, entonces podía ser cualquiera. Con razón llaman a la época de las tormentas la estación de las brujas. Porque la clave no es la magia. Es el odio.

—No sé de qué habláis —Nanciormis no levantó la voz. Era evidente que no quería que lo oyeran ni Kaletha ni los guardias.

—¿Ah, no? —La mirada gris y fría de Halcón se posó en Lobo del Sol, como si estuvieran sentados en una taberna con toda la noche por delante para conversar—. Cuando la conociste, Jefe, dijiste que Kaletha era una estúpida. ¿Por qué?

Lobo del Sol habló con lentitud.

—Porque ella afirmaba que podía enseñarle magia a cualquiera, que podía convertir a cualquier persona en mago. En ese momento la llamé estúpida porque pensé que no era capaz. Ahora creo que la llamé así porque sí lo es.

»La magia… —Vaciló, buscando las palabras que explicaran el corazón del fuego que ardía en su alma—. Tal vez la magia venga, como dice Kaletha, de la mente del hombre. Pero la mente es una oscuridad profunda. La magia surge de profundidades que los humanos normales no pueden penetrar, ni siquiera comprender. Es como si hubiera una tapa que cierra ese pozo en nuestras mentes. Pero en los que han nacido magos, esa tapa se descubre. Nosotros podemos controlar lo que fluye de allí abajo. Ese pozo es el lugar al que bajamos durante la Gran Prueba.

Nanciormis no dijo nada, pero en su cara gruesa los ojos oscuros cambiaron de dirección.

Kaletha se había acercado a ellos mientras Lobo hablaba. Los ojos azules tenían una intensidad que Lobo nunca había visto en ellos. En la penumbra, el cabello rojizo de la Bruja Blanca parecía trenzado de humo.

—Sí —dijo—. Esa tapa es lo que yo trato de abrir.

—Pero abrir la tapa no es suficiente. Eso no enseña a controlar lo que sale, ¿no es cierto? —dijo Halcón—. O lo que entra a alimentarse del poder que hay allí debajo. —En la oscuridad de las habitaciones que quedaban más allá de las puertas abiertas, el viento gruñía como un alma en pena, y detrás del viento se oía el crujido leve de algo que hizo que el cabello de la nuca de Lobo se erizara. Halcón de las Estrellas prosiguió—. No nací maga. Tengo mi tapa del alma en su sitio. Pero en las meditaciones oigo los sonidos que vienen del otro lado, y puedo adivinar lo que hay.

—Los demonios… —dijo Tazey con voz suave.

—No existen los… —empezó a decir Kaletha, pero otro gemido del viento la silenció y no terminó la frase. Bajo la oscuridad canela de sus trenzas retorcidas, la cara se le puso blanca cuando abrió la mente a la posibilidad de que tal vez hubiera cosas con las que no estaba calificada para entrometerse.

—Cuando formamos el Círculo para llamar al alma del Obispo Galdron —dijo Halcón, la espalda y las manos atadas contra el yeso de la pared—, sentí que el poder pasaba de mano en mano. Tú, Egaldus, y un poco Shelaina Clerk, podíais conjurar el poder que hay en el pozo de vuestras mentes. Yo no… no hasta que me hundí en un trance con el incienso y la plegaria y el canto. No hasta que me perdí en el sueño. Y ahora recuerdo que me di cuenta de que todas las muertes habían sucedido en la profundidad de la noche, como si la mente que conjuraba los demonios tuviera que estar dormida para poder liberarlos. Eso quería decir que tal vez el asesino no sabía quién lo estaba haciendo, que tal vez el asesino no había nacido mago. Las tormentas también hacen eso: cuando hay tormenta, todo el mundo se cuida menos de controlar la rabia. Después, cuando dijiste que nunca habías oído hablar de la Gran Prueba, Kaletha, supe que las Brujas no la pasaban. Es decir, manejaban el poder sin superar ese trance, y podían enseñarse unas a otras, fueran o no magas. Como tú. Después lo comprobé en los libros. En ninguna parte leí que las Brujas fueran magas de nacimiento, pero sí que muchos de los asesinatos se daban en lo más profundo de la noche.

—Igual que de día —ladró Nanciormis. Los ojos fueron de cara a cara y después se volvieron con rapidez hacia el grupito de guardias que todavía permanecían, atentos, alrededor del fuego. Parecía sentir las miradas llenas de curiosidad, y mantenía la voz baja, como habían hecho todos excepto en el momento de su único estallido de furia—. Cuando me atacaron a mí, nadie dormía en Tandieras.

—Claro está —intervino Lobo del Sol—. Necesitabais testigos para probar que no teníais nada que ver con los asesinatos.

La cara de Nanciormis enrojeció de furia.

—No tengo por qué oír esto…

—Yo sí quiero oírlo —dijo Tazey de pronto. En la maraña del cabello color león, despeinado y revuelto, la cara se veía pálida y firme.

—Ese hombre está loco… es un mago vagabundo que confesó que le habían pagado nuestros enemigos. No puedes…

La voz de la muchacha era fría como el hielo.

—Como Princesa Real de Benshar, claro que puedo. —Se volvió hacia Lobo del Sol—. Adelante.

Hubo un momento de silencio mortal. Nanciormis miró a su sobrina con los ojos oscuros llenos de odio, odio y considerable sorpresa.

—Debe de haberos dolido más que un diente roto, ¿no es cierto? —dijo Lobo, la voz ronca muy baja ahora—. Saber que habíais nacido en la Casa que había gobernado Benshar y verla ahora en manos de un borracho tartamudo cuyos antepasados habían sido esclavos y hombres de otras tierras… Saber que pasaría a manos de un muchacho estudioso que casi no podía levantar una espada, aunque conociera el lenguaje y las costumbres de los shirdar como ningún otro rey en tres generaciones. Osgard nunca confió en vos lo suficiente, no como para daros poder verdadero, eso lo dejaba para su amigo Milkom. Y si a mí me hubieran asaltado un puñado de shirdar al volver a casa, yo también habría tenido cuidado. Aquella emboscada en el camino la noche en que conocimos a Osgard, me pareció auténtica, pero como Príncipe de la Antigua Casa, vos podríais haberla preparado con los shirdar. Y como Príncipe de la Antigua Casa, sabríais mucho de demonios. Y sabríais que no había forma de que pudieran llegar hasta vos al investigar el suceso.

—Claro que no había forma —se burló Nanciormis con desprecio; pero la mano, todavía sobre la camisa de Halcón de las Estrellas, se cerró con fuerza, nerviosa; un estremecimiento de tendones y huesos bajo el cuero bordado del guante—. Porque no tuve nada que ver. Es un buen intento, brujo bárbaro —y Lobo oyó la inflexión shirdar de la palabra, la idea de alguien que copula con demonios para comprar el poder—. Pero no tendréis más éxito intentando desacreditarme que cuando tratasteis de matarme. Y por otra parte, yo no tenía razones para odiar a la mitad de la gente que murió.

—No —convino Halcón de las Estrellas con serenidad—, pero os asegurasteis bien de que aquellos a los que sí odiabais estuvieran en la mira del odio de Anshebbeth.

En el silencio terrible que siguió a esas palabras, Lobo del Sol oyó los vientos de la tormenta aullar como almas atrapadas para siempre en los laberintos encantados del palacio. Dentro, ráfaga y contra-ráfaga se escurrían por los pasillos, agitando sucias cortinas de polvo en el aire de las oscuras habitaciones donde los frescos pintados contemplaban la noche eterna con los ojos muy abiertos. Lobo volvió a sentirlos, un movimiento agudo y leve de sonido, el temblor esquelético de una luz al fondo de un corredor que nadie más parecía ver. El sudor le bajó por los brazos hacia las argollas que le rodeaban las muñecas y los vendajes mordidos y sucios.

Halcón de las Estrellas siguió hablando.

—Siempre pensamos que parecían dos asesinos, ¿no es cierto, Jefe? Sin contar, claro está, el ataque que Nanciormis fingió contra sí mismo, que incluso entonces pareció un intento por quitarle de en medio. Pero en realidad sólo era un hombre y un arma. Un arma que a veces salía a matar sola.

Los labios de Kaletha se movieron, pero ningún sonido salió por ellos. Lobo del Sol la oyó susurrar:

—Anshebbeth…

Los ojos grises de Halcón de las Estrellas se posaron sobre su cara pálida y algo se suavizó en su voz.

—Nunca fue maga, ¿verdad? Y nunca pudiste despertar la magia en ella a nivel consciente. Eso quiere decir que ella no se daba cuenta de lo que estaba pasando. Pero fuiste tú la que rompió la tapa que cubría el pozo de su alma… y fue a ella a quien hablaron los demonios. Ella llevaba un remolino de lujuria y odio en su interior, un remolino que se negaba a mirarse a sí mismo…

—No. —La palabra salió ahogada y seca, pero los ojos de Kaletha nadaban ahora en un mar de dolor y horror absolutos. Como si quisiera convencerse a sí misma, tartamudeó—: Los demonios no existen. Solamente la mente, los poderes del mago… Mi destino era enseñar, ayudar a otros a darse cuenta… Dios, ¿qué he hecho?

—Nada —Nanciormis arrojó a Halcón de las Estrellas lejos de sí y se volvió, furioso, para enfrentarse con la Bruja—. No hiciste nada. Ni esta perra ni su amante demoníaco pueden probar nada. Están mintiendo para salvarse.

—¿De qué otro modo explicáis la muerte de Nexué? —preguntó Halcón de las Estrellas, recuperando el equilibrio con toda facilidad—. Y vos reconocisteis los signos antes, ¿no es cierto, Nanciormis? Los signos que buscaban las Brujas cuando una de sus adeptas empezaba a sufrir esos sueños oscuros de poder y odio. ¿Ella os los contó? ¿Fue cuando fuisteis a su habitación por primera vez y la despertasteis de aquel primer sueño de odio contra mí y Lobo? Ella era el arma ideal. La alimentasteis con mentiras y chismes, jugasteis con su amor por Tazey y sus miedos por la seguridad de Kaletha, sabiendo que Milkom volvería al pueblo con Galdron, Milkom, que nunca hubiera tolerado vuestra oferta por la mano de Tazey. ¿Y la pedisteis, verdad, apenas Incarsyn dejó de interponerse en vuestro camino?

Nanciormis no dijo nada, pero los ojos ardientes y verdes de Tazey hablaban con más claridad que las palabras.

—En ese momento, Incarsyn estaba a salvo —siguió Halcón de las Estrellas—. Pero vos ya habíais plantado las semillas del odio en Anshebbeth con los chismes sobre lo que había dicho sobre las brujas y la forma en que había tratado a Tazey. Fuese verdad o no, a mí ese pobre desgraciado siempre me pareció inofensivo y tuvo la decencia de ser amable con ella, el odio ya no podía borrarse. Y además, el chico todavía deseaba demasiado la Corona de Benshar y tal vez habría desafiado a su hermana por ella.

—¿Corona? —Las cejas oscuras de Tazey se alzaron en un gesto de miedo y sorpresa—. Pero yo no soy la heredera. Jeryn… —Se detuvo. En el silencio, Lobo del Sol lo oyó otra vez: susurros, un roce como el de un vestido de mujer al pasar sobre las piedras. Paseó la vista por la habitación oval, preguntándose si realmente había visto moverse a una sombra a través del parpadeo inquieto de las llamas.

La cara de Tazey se oscureció de furia, una furia donde ya no quedaba ni un rastro del miedo que alguna vez había sentido hacia Nanciormis. Dijo con una calma mortal:

—Cerdo asqueroso. Con razón Jeryn tenía miedo de las lecciones de espada. Con razón estaba siempre escondido. Con razón fue capaz hasta de arriesgar la vida para tener otro maestro.

El Comandante le puso una mano firme sobre el brazo y ella se retorció para soltarse como si los dedos estuvieran manchados de estiércol.

—Estás dejándote llevar por las mentiras de ese hombre.

—¿Eso crees? —dijo Tazey con dureza—. Sé que mi hermano no es un cobarde. Él también lo sabía, hasta que tú empezaste a decirle que lo era, a él y a mi padre. Y hasta que llegó Lobo del Sol, habría hecho cualquier cosa para probar que no lo era, incluso montar los caballos que le dabas, caballos que eran demasiado fuertes para él, incluso salir al desierto. Tú le dijiste que fuera, ¿no es cierto?

—Como último Príncipe de la Antigua Casa —dijo Halcón de las Estrellas—, vuestro casamiento con ella os habría convertido en el heredero lógico después del inevitable accidente. Pero estoy segura de que lo sabéis, no necesitáis que yo lo diga.

—Lo que sé —dijo Nanciormis— es que vos y este hombre, por propia confesión, fuisteis enviados como agentes por Kwest Mralwe para provocar la confusión y el desacuerdo en Benshar, y que ahora habéis tenido éxito más allá de lo que esperaba el Consejo del Rey, os lo aseguro. Habéis impedido una alianza entre los señores shirdar y el Señor de Benshar; me habéis desacreditado, a mí, el único hombre capaz de reinar en lugar de ese borracho patético que está en el trono.

Furiosa, Tazey levantó la mano para pegarle. Con la rapidez de un guerrero, él le sostuvo la muñeca antes de que la palma alcanzara su rostro. Su mano se cerró como el acero sobre la piel suave, tostada de la Princesa, y siguió hablando con suavidad:

—Habéis arruinado toda oportunidad de llegar a la única unión lógica que hubiera salvado el reino. —Volvió la cabeza para mirar a Lobo del Sol—. Os habéis ganado bien la paga, Capitán. Y en cuanto a esa puta de Anshebbeth…

Miró a su alrededor. Los guardias, que habían estado sumidos en una conversación secreta alrededor de su fuego, levantaron la vista como si todos hubieran oído lo mismo. Las caras, hombres y mujeres, con barba y sin ella, se veían enjutas y perturbadas a la luz temblorosa; los ojos inquietos iban de una puerta negra y abierta a otra puerta. Ni Kaletha ni Anshebbeth estaban ya en la habitación.

La cara de Halcón de las Estrellas se puso pálida bajo los moretones.

—Ha ido a buscarla. —Se dobló y pasó junto a Nanciormis como un gato por una puerta entreabierta, y corrió hacia el rectángulo de oscuridad absoluta—. ¡Kaletha!

Furioso, Nanciormis la agarró por el brazo y la arrojó de nuevo contra la pared. Sintiendo la proximidad de los demonios como ácido derramado sobre sus nervios, Lobo del Sol se lanzó contra él, y le dio un rodillazo en la ingle a pesar de que Nanciormis se dobló para esquivarlo. El Comandante cayó al suelo con la cara blanca de dolor, y Lobo del Sol se lanzó corriendo hacia el pozo de negrura.

Galvanizados en una reacción tardía, los guardias saltaron sobre él como una jauría y él cayó sobre el suelo de piedra, retorciéndose y pateando para defenderse. Una bota le golpeó las costillas, y sintió que una se rompía y se le clavaba como un cuchillo en el costado. Él se movió a tiempo para recibir otra patada brutal en el lado exterior del muslo y oyó el chirriar del acero desenvainado y la voz de Nanciormis, cargada de dolor y de rabia, que aullaba:

—¡Matadlo!

Lobo del Sol volvió la cabeza todo lo que pudo para ver cómo Halcón de las Estrellas se echaba al suelo para deshacerse del abrazo del único hombre que la sujetaba, le cogía la rodilla con las manos atadas y se levantaba de nuevo, arrojándolo hacia atrás. Su patada en redondo rompió la muñeca de la mujer cuya espada iba dirigida al cuello de Lobo. El arma voló por los aires acompañada de un aullido de dolor mientras otros guardias arrastraban hacia atrás a Halcón. De repente se oyó la voz de Tazey por encima de la confusión:

—¡Dejadlos! ¡Yo lo ordeno!

—¡No la escuchéis! —gritó el Comandante. Lobo del Sol lo veía: estaba tratando de ponerse de pie y luchaba con toda sus fuerzas para no doblarse de dolor—. Está bajo un encantamiento.

—Se suponía que los hechizos de Kaletha volvían a Lobo inofensivo —replicó Halcón de las Estrellas, y Nanciormis la golpeó en la cara con brutalidad feroz. La sangre saltó de los labios de Halcón pero ella mantuvo la cabeza alta para mirarlo a los ojos.

—¡Matadlos a los dos!

—¡No!

Nanciormis atrapó a Tazey cuando ella trataba de lanzarse hacia delante y la retuvo en un abrazo de acero. Los guardias dudaron, las armas en la mano, con los filos brillando bajo la luz del fuego, que temblaba bajo el viento. Lobo del Sol trató de moverse, jadeando. Las costillas le ardían como atravesadas por cuchillos cada vez que respiraba. Uno de los muchos guardias que tenía encima le retorció el brazo y le hundió el mentón contra la piedra dura. En su agonía, se dio cuenta de que los demonios estaban susurrando su nombre.

Se oyó la voz de Nanciormis:

—Ahora.

Lobo del Sol sintió que una rodilla le apretaba la espalda y que una mano le aferraba el cabello empapado en sudor con la dureza del verdugo. Y después oyó, como fuego en su mente, ahuyentando incluso a la muerte inminente, el aliento y el susurro de los demonios, el estallido de horror y de poder. Una mujer que gritaba… y durante un instante creyó que se oía a sí mismo.

El peso que apretaba su cuerpo contra el suelo aflojó un poco la presión, después cedió completamente, congelado. El cuchillo cayó al suelo junto a su cara y rebotó contra la piedra sin que nadie lo notara.

Los gritos seguían en el aire; resonaban por el laberinto de pasillos hechizados, pero en la habitación iluminada por el fuego nadie se movía. Por encima del alarido, Lobo creyó percibir otras cosas; el chirriar agudísimo de los demonios, el susurro suave de una risa terrible, como un eco desde el final del corredor sin luz. No estaba seguro, pero creyó oír otra voz, y en algún lugar distante, otro grito.

Después Tazey dijo en voz baja:

—Dejadlos. Los quiero libres. Vamos a necesitar toda la magia que podamos reunir.