16

En cualquier otra circunstancia les habría llevado hasta después de mediodía llegar a Benshar desde la pequeña capilla de la Roca Binnig, pero se demoraron buscando ciertas hierbas y robando un ternero de un rancho solitario al pie de las colinas. Para cuando entraron en la ciudad en ruinas, las sombras ya habían empezado a alargarse; el sol, cegador pero extrañamente frío sobre las masas derrumbadas de la ciudad baja, dibujaba una línea brillante sobre las coloridas rocas de los cañones. Les llevó unas cuantas horas dar agua a los caballos, disponer un establo para éstos en la última cámara del templo que Lobo del Sol ya había utilizado la otra vez y protegerlos con una barricada. Esta vez, mientras trazaba los Círculos de Luz, Lobo del Sol pensó, interesado, en la similitud entre sus defensas medio aprendidas, medio adivinadas, y las que se describían en los Demonarios. Pasara lo que pasase, él y Halcón sabían que no debían perder los caballos.

Recordó con cierto pesar el pequeño escondite que guardaba el dinero de ambos, detrás de un ladrillo suelto en la pequeña celda polvorienta contigua a la habitación donde habían dormido y hablado y hecho el amor. Cuando todo terminara y los demonios hubiesen sido atados a las rocas de Benshar para toda la eternidad, tendrían que huir; una docena de piezas de plata no habrían venido mal, tal vez hasta supusieran la diferencia entre la captura y el escape en algún lugar a lo largo del camino.

Pero más que eso, sentía un dolor fuerte en el pecho cuando pensaba que podían pasar años antes de que volvieran a ver a Tazey y Jeryn, si es que eso ocurría. Ésa también era una sensación poco familiar, tan poco familiar como el dolor y el terror que había sentido por la seguridad de Halcón de las Estrellas, como si, al amarla a ella, cierta pared de su interior se hubiera agrietado irremediablemente y él hubiera adquirido, como un peso más, la capacidad de amar a otros también. Había llegado a ver a aquellos chicos como sus hijos; sus antepasados muertos eran los únicos que tal vez llevaran la cuenta del número de bastardos que debía de haber dejado por el mundo a lo largo de los años. Era extraño que los primeros niños de los que se había sentido responsable fueran de otro hombre.

Pero, cuando menos, salvaría a Tazey. Si no podía darle la felicidad, por lo menos le daría eso.

—No me gusta nada, Jefe —susurró Halcón de las Estrellas mientras miraba cómo Lobo trazaba los signos finales del Círculo de la Luz alrededor de ella, sobre el suelo suave y barrido del templo. La descolorida mancha de sol que yacía como alfombra arrugada junto a la puerta más cercana se estaba desvaneciendo. La penumbra parecía más espesa detrás de los temblorosos círculos de una docena de pequeñas hogueras cuyo humo, a pesar de las viejas corrientes de aire ocultas en la oscuridad del techo, quemaba y escocía los ojos. En breve sería de noche.

Lobo del Sol se sentó sobre las rodillas y usó el borde raído de su camisa para limpiarse los restos de carbón y ocre de los dedos lastimados.

—A mí ni siquiera me gusta que tú estés aquí —le replicó. Se secó el sudor de la cara con el dorso de la mano, dejando largas manchas de negro y óxido sobre las mejillas. El silencio vasto del templo oscuro amplió en ecos su voz rota—. Pero me gustaría todavía menos si estuvieras en un lugar donde yo no pudiera verte.

—Eso no fue lo que quise decir.

Mirando desde el exterior de las líneas del Círculo su rostro enjuto, fuerte, con las viejas cicatrices y los ojos color cristal de roca y el cabello lavado por el sol, cálido hasta casi parecer de miel gracias a la luz de la fogata encerrada con ella en el círculo hechizado, Lobo del Sol sabía demasiado bien a qué se refería Halcón.

Los dos habían repasado una docena de veces el rito del conjuro en el Demonario y en el Libro del Culto de Benshar. Cerca del umbral más iluminado, hacia el vestíbulo de la entrada, el ternero mugió, quejoso, como si supiera que había razones para temer la oscuridad que se cernía sobre ellos desde el exterior.

El cañón central, cuando lo recorrieron unas horas antes arrastrando el ternero entre los dos, los había dejado pasar en perfecto silencio. El crujido de sus pies sobre la grava, el sonido de los cascos del ternero resbalando y tratando de aferrarse al suelo y sus mugidos asustados habían retumbado en la horrible quietud, y el cabello de Lobo se había erizado en la nuca con la sensación de que lo estaban vigilando. De vez en cuando, con el rabillo del ojo, había advertido movimientos. Volvió la cabeza varias veces, sabiendo que no encontraría nada cuando lo hiciera. Y no había nada. A pesar de que los cañones hechizados y los ojos negros y no del todo vacíos de las casas cortadas en la piedra le resultaban familiares, el corazón le latía con fuerza entre las costillas, y el sudor le bajaba lentamente por la espalda al sentir los callados e inquietantes movimientos y el roce de unos ojos que no veía.

La poca luz que se filtraba hasta el templo desde el vestíbulo de la entrada estaba desapareciendo.

Él y Halcón, trabajando al unísono y con tanta rapidez como les permitían unos rituales con los que no estaban familiarizados, habían barrido y limpiado el templo con todo cuidado. Lobo del Sol recitaba los hechizos arcaicos que había aprendido en el Demonario mientras dibujaba las runas en los cuatro rincones el templo, primero con torpeza y lentitud, consultando el libro negro para asegurarse de que lo estaba haciendo correctamente, después con algo más de seguridad en la voz áspera y crujiente. Le llevaría mucho más formar y consagrar el Círculo mayor porque tendría que hacerlo sin ayuda, cuando el cansancio le pesara sobre los brazos duros y doloridos y la mente agotada; pero no pensaba dejar a Halcón en un lugar desprotegido cuando llegara la noche.

Con los brazos y la espalda ardiéndole de nuevo, la mente en lucha contra la extraña somnoliencia de una concentración mantenida durante demasiado tiempo y con demasiado esfuerzo, caminó y trazó el gran Círculo, el mayor, con el altar de piedra y el pozo dentro. Dibujó los signos en el suelo de piedra con meticulosidad absoluta, empleando pedazos de carbón, bastoncillos de ocre rojizo y líneas delgadas de arena blanca como azúcar refinada. Círculo dentro de Círculo, Oscuridad dentro de Luz, los puntos orientados según la brújula hacia los confines del universo, largas curvas que barrían el mundo para encerrar el poder en su interior. En lugar de marcar las runas en la parte externa de los puntos defensivos, las señaló por dentro, para aprisionar más que para repeler. Y deliberadamente, dos runas quedaron sin dibujar.

Hizo un gesto como si lo hubieran mordido y se levantó. Había dejado el jubón y los velos arrugados en un rincón, cerca del pequeño Círculo que encerraba a Halcón de las Estrellas, y el aire frío penetró por los agujeros de su camisa manchada de sangre y alcanzó el vello húmedo de la espalda. Ahora estaba oscuro, negro. Repitiendo las runas de los hechizos una y otra vez, dejó que su mente se pusiera en trance, hacia la concentración. No tenía idea del tiempo que había pasado.

Fuera, el cañón se hallaba sumergido en una fría oscuridad de obsidiana. De la docena de pequeños fuegos encendidos en el suelo del templo, todos se habían extinguido salvo el que ardía dentro del Círculo de Halcón. Bajo el latido leve de su luz anaranjada, vio el brillo en los ojos de la mujer, la mancha pálida de sus brazos cubiertos por las mangas, apretados contra las rodillas alzadas. Oía la respiración de Halcón, firme, serena en el silencio absoluto. Después el ternero volvió a mugir, la voz henchida de miedo desesperado.

Lobo del Sol se puso de pie como si lo hubiera despertado un sonido inesperado. Le dolían los músculos de la espalda como si llevara un estilete clavado en el medio. Sentía el hambre y la sed de su propio cuerpo, el olor de su piel sin lavar y el aroma pesado y oscuro del humo, el olor de la roca, el del polvo, el… ¿el del incienso? A través de la oscuridad era como si aspirara un perfume que tuviese dos siglos, como viejos aromas atrapados en el cabello de una mujer. Sentía en la piel los indicios de una tormenta de arena que se alzaba en alguna parte, lejos, en la oscuridad del desierto. A pesar del frío, de repente, el aire se volvió asfixiante, callado y expectante. En el terrible silencio, Lobo casi saltó de pánico al oír el susurro de una ráfaga de viento que se arrastraba sobre la piedra como el ruedo de un vestido de seda.

El pozo se tendía ante él, rebosante de sombras. Él le volvió la espalda y su propia sombra rozó los lados moteados del altar roto. ¿Por qué le había parecido, no más de un instante, al verlo por el rabillo del ojo, que el altar estaba entero otra vez? Alrededor del brillo frágil de la fogata de Halcón de las Estrellas, la oscuridad semejaba más espesa, más completa, apilada en los rincones de la vasta habitación como los vapores de una vieja podredumbre que nunca se limpiaría.

Los demonios yacían en la piedra, como tiburones bajo la superficie del mar, vigilantes.

El ternero mugió de nuevo, desesperado de miedo.

Lobo sentía asco y espanto ante lo que sabía que debía hacer.

Halcón de las Estrellas no lo había entendido; solamente había sentido repulsión cuando Jeryn les había leído la forma en que las Brujas de Benshar conjuraban a sus demonios. Muy pocas de ellas habían seguido utilizando animales una vez se dieron cuenta de que los demonios acudían con más rapidez y en mayor número si la víctima era un niño humano. Por lo visto, incluso en aquellos tiempos los huérfanos eran baratos en los barrios bajos de la ciudad. Algunas de las Brujas, decía el Libro del Culto, podían conjurar sin sacrificios; pero cuando Halcón de las Estrellas sugirió hacerlo de ese modo, Lobo se negó rotundamente. El libro no lo decía, pero él había comprendido que para lograrlo hubiera debido proyectar odio y el más sacrílego de los deseos, y un infierno sucio con la mente desnuda. Prefería matar un ternero, aunque tuviera que hacerlo de la horrible forma que exigía el libro.

Necesitó más coraje del que creía para caminar hasta el borde del pozo. No estaba seguro de lo que temía ver con sus ojos de mago en la negrura movediza de más abajo. Pero no había más que un poco de arena arrastrada por el viento, y el esqueleto de lo que debía de haber sido una paloma, blanco como un pequeño lazo que alguien hubiera dejado caer sobre la grava suelta del suelo.

Se preguntó la razón por la que el repentino pensamiento sobre qué profundidad podía tener la capa de grava sobre el lecho de piedra le repugnaba como un olor nauseabundo.

Se volvió, acarició el manojo de hierbas aromáticas que había dejado sobre el tocón desnudo del altar roto y prendió fuego dentro de un par de cuencos. Los colocó sobre las dos runas que faltaban en el Círculo interno. Pasó con cuidado entre ambos y rodeó el Círculo hasta donde estaba Halcón de las Estrellas junto a su pequeña hoguera.

Sin pasar la barrera protectora, le susurró:

—¿Estás bien?

Ella asintió. Se había quedado callada durante horas, mirándolo, los ojos grises inescrutables como siempre. Él había estado absolutamente absorto en su tarea y se preguntó qué habría visto ella en la oscuridad que se cerró a su alrededor. Sentía los nervios en tensión, la mente pidiéndole a gritos que tuviera cuidado de la vasta oscuridad, donde el leve roce de vestidos y cabello pareció detenerse por un segundo más allá de la luz del fuego.

—Veas lo que veas —le dijo él con calma—, pase lo que pase, no salgas del Círculo. Si lo rompes, no tendrás protección.

Ella asintió.

—Lo sé.

—No creo que puedan atacarte. —Al menos ahora se sentía seguro de eso—. Una vez que escriba las últimas dos runas y complete el gran Círculo, no podrán salir, espero. Y cuando los tenga atrapados, supongo que podré conjurar los hechizos de captura y atarlos para siempre a las rocas de Benshar.

Ella inclinó la cabeza. La luz del fuego, borrosa, acentuaba las sombras de sus ojos sin expresión y las líneas que partían de las comisuras de los párpados hacia el lado de la cara que no estaba hinchado, y dibujaba huellas profundas desde la nariz hasta los límites suaves de la boca serena.

—¿Cuánto te va a llevar?

Él maldijo en voz baja. Ella siempre lo veía todo: las marcas de la fatiga en su cara; el círculo oscuro del cansancio alrededor del único ojo y el aspecto lastimado del párpado; los labios tensos y la palidez extraña bajo la barba de tres días. Lobo estaba cerca del límite de su resistencia, y lo sabía, cerca del punto en que las tensiones acumuladas de la huida y la concentración empezarían a provocar errores. Y sabía que hasta la menor de las fisuras en las barreras mentales que había levantado podía ser fatal en un combate contra los demonios de Benshar.

—Hasta después del amanecer, maldita sea. ¿Qué demonios te importa?

—¿Y la tormenta de arena? ¿Crees que puede llegar antes de que termines?

Lobo dudó. Las tormentas de arena, como habían experimentado tanto él como Nanciormis, arrastraban a los demonios, pero ahora también sabía que cuando éstos conseguían superar los vientos asesinos, actuaban con más fuerza. Se alimentaban de violencia, incluso de la violencia del aire.

Como si leyera la respuesta en su silencio, Halcón dijo:

—¿Puedes hacerla alejarse? ¿O retrasarla un poco?

Él meneó la cabeza. Sentía el susurro en los huesos, un doloroso hormigueo sobre la piel, como si alguien le arrancara los nervios fibra a fibra; la tormenta estaba en camino, y era una tormenta fuerte. Con la ronca voz lo más serena posible, dijo:

—No tengo fuerzas para eso, Halcón. Tengo que concentrarme en lo que voy a hacer. Al amanecer… —Se encogió de hombros y abrió las manos—. Tal vez tengamos tiempo. No necesitamos más que una hora.

El viento oscuro lamió el fuego diminuto; Lobo del Sol giró en redondo en el mismo momento en que el ternero mugía de nuevo de terror y desesperación y espanto. La pobre criatura sacudía con fuerza la cuerda que la sostenía, pateando con los ojos brillantes y blancos bajo los leves reflejos de la hoguera. Lobo del Sol volvió a sentir la oscuridad profunda del templo, la forma en que las sombras parecían arrastrarse hacia él, curiosas; dedos interrogantes que trataban de alcanzar su cuerpo y su alma. Volvió a cambiar de posición, los hombros doloridos, el corazón al galope ya por la excitación de lo que estaba por venir.

Halcón musitó:

—Buena suerte, Jefe. Que los espíritus de tus antepasados te echen una mano.

—Los espíritus de mis antepasados me castigarían por haberme mezclado con los demonios —replicó él, y la broma que había intentado hacer sonó severa en el graznido de cuervo de su voz—. Por lo menos ellos eran inteligentes. —Deseaba profundamente alargar la mano y tocarla, como un hombre buscando la fortuna en un talismán de marfil oscuro y oro, pero incluso un gesto leve como ése hubiera roto el Círculo y le habría negado a ella las fuerzas protectoras que latían, leves, en el aire cargado de tensiones. La pequeña fogata que Halcón tenía a sus pies se estaba extinguiendo, y él ni siquiera podía desperdiciar el mínimo poder necesario para crear una luz mágica que iluminara la oscuridad. Se volvió y caminó hacia el ternero aterrorizado, mientras se preguntaba cuánto vería ella de lo que iba a pasar.

Iba a ser una noche horriblemente larga.

El ternero se revolvió para deshacerse de las manos que Lobo del Sol le había puesto sobre los cuernos, agitando las patas atadas, retorciéndose mientras su captor lo arrastraba hacia el Círculo. El eco de los murmullos fantasmales del viento en los pozos de ventilación parecía el canto de los espíritus en la noche. ¿Habrían cantado ellas, pensó Lobo del Sol, mientras dos o tres arrastraban a algún niño indefenso hacia el altar? ¿Habrían cantado para atraer a los demonios, y al mismo tiempo protegerse de ellos?

Recordó otra vez los ojos pintados de los frescos desvaídos y el cinismo oscuro de las miradas irónicas. Un casco le hirió la espinilla; la baba del morro del ternero le manchó las manos y le ardió sobre las huellas medio cicatrizadas de los mordiscos de demonios; el cuero áspero del animal rozaba su costado dolorido cada vez que el ternero se le echaba encima con todo su peso. En sus días de mercenario, Lobo había torturado hombres. Sabía que había sentido placer al hacerlo, por lo menos si eran hombres que le hubiesen causado daño o traicionado, a él o a cualquier miembro de su tropa. ¿Por qué le dolía el alma ante la idea de asesinar a aquel ternero, que de todos modos hubiera terminado muerto antes del final del invierno? ¿Por qué razón sus ojos, grandes y castaños, con el borde blanco de terror, le parecían tan humanos cuando lo miraban? Arrastró al animal entre los dos cuencos encendidos y el ternero volvió a mugir de miedo a las llamas…

Y entonces, por el rabillo del ojo, Lobo vio un movimiento.

Un brillo que nada iluminaba tembló en la oscuridad a sus espaldas.

Venían.

Para cuando tuvo el ternero medio tumbado sobre el altar de piedra, Lobo se sentía exhausto y le ardían todos los músculos del cuerpo agotado. La bestia se retorcía como un pez fuera del agua y los mugidos frenéticos, lastimeros, llamadas de auxilio a una madre ausente, convertían la vasta oscuridad de piedra en una cámara de sonido cuyos ecos atravesaban la mente de Lobo del Sol. Le ató las patas traseras y después las delanteras; le corría el sudor por las costillas y la espalda, y los harapos de la camisa rota se le pegaban al cuerpo y le quemaban las muñecas dentro de las vendas sucias. Trabajó en el frente del altar y no en la parte posterior, pues aunque lo espantaba tener la boca abierta y silenciosa del pozo a su espalda, lo prefería a la otra alternativa. Desde el sitio en que se hallaba, sin aliento, aspirando el cálido olor del ternero, del polvo y de las hierbas aromáticas que ardían en los dos fuegos junto a los escalones del altar, veía un pasillo negro como la boca de un lobo que parecía venir de mucho más allá de la pared trasera del templo, hundida en sus sombras protectoras, un corredor que penetraba en la negrura de la tierra, hacia dominios que nunca había conocido y que no quería conocer… hacia el tiempo, un corredor oscuro entre los dos resplandores de las llamas gemelas.

Y al fondo del corredor los vio, latiendo como las luces de un pantano después de una larga sequía. Oyó el susurro de las risas agudas. El fuego junto al altar parecía titilar en el reflejo de sus ojos.

Sentía la presión del mango del cuchillo. Con brutalidad deliberada, cortó los tendones de dos de las patas del ternero, una delantera y una trasera. La pobre bestia aulló de dolor y de espanto, y el olor de la sangre en el cuchillo se mezcló con el humo y llenó la oscuridad de la habitación. Algo frío rozó el hombro de Lobo del Sol. Girando en redondo, los músculos de guerrero tensos en un terror propio, Lobo casi aulló al ver, a pocos centímetros de su cara, el rostro esquelético de uno de ellos, con una cabeza enorme, del tamaño de la del ternero, ojos castaños brillantes y saltones sobre cuencas terroríficas, ojos completos, abiertos hasta el borde de pestañas blancas: los ojos del ternero. Y por debajo, una boca indecible sonreía.

Lobo se volvió con rapidez y abrió el vientre tembloroso de su víctima. La sangre caliente se deslizó entre sus manos. Sintió el cosquilleo de unas garras frías en la espalda, el roce leve, incorpóreo, de unos dientes contra la piel de la nuca; se obligó a no mirar, a no pensar, a no aterrorizarse. En el segundo anterior al momento en que lo asfixiaron los humos calientes de la sangre y el olor de las entrañas esparcidas por el suelo, recordó el día en que había quedado encerrado en un túnel medio derrumbado durante el sitio de Laedden, recordó los pozos de tortura de Elthien el Cruel y la llama flotante y diminuta que giraba en la oscuridad de los calabozos del Mago-Rey Altiokis, el dolor de esa llama entrando por su ojo izquierdo…

En aquel momento no se había dejado llevar por el pánico y por eso había sobrevivido.

El olor de la sangre le atravesaba el cerebro. La cabeza le latía al ritmo de los alaridos sin fin del ternero torturado. Sintió que cerraba la mente, apretada en un puño de cristal que no se atrevía a abrir. Las Hembras de Benshar hicieron esto, todas, pensó confusamente.

Pero ellas disfrutaban.

Vio a un demonio, como el esqueleto de vidrio de una serpiente, enroscado sobre su brazo extendido, y le pareció que era el brazo de otra persona; el demonio lamió la sangre de su brazo con una lengua humana. Los bordes del altar estaban infestados de demonios que salían de la piedra y descendían flotando por el aire, susurrando y riéndose entre dientes en frágil contrapunto a los gritos agónicos del ternero. Uno de ellos le sonrió con una boca como la de Tazey, pero con colmillos de perro. Otro tenía senos como los de Halcón de las Estrellas, incluyendo la pequeña cicatriz. El frío de los demonios crecía a su alrededor, dientes como pedazos de vidrio roto que mordían los vendajes de las muñecas. Pero peor que el frío era saber, sin entender por qué, que bastaba con abrir un punto de debilidad en la mente para sentir ese frío como calor.

Arrastró al ternero lejos del altar y los demonios giraron y caminaron sobre él, flotando sin peso, libres, en el aire, con los miembros colgando, como avispas monstruosas sobre una fruta podrida. Lobo cortó las ataduras del ternero y lo arrojó al pozo, desviando la vista de lo que distinguió a medias, un enjambre negro y monstruoso allá abajo. El ternero aulló de agonía y terror y chocó con un lado y otro del pozo, sangrando, muriendo, incapaz de escapar de las cosas que ya habían empezado a desgarrarlo. A través del enjambre brillante, que hervía en movimiento perpetuo, Lobo del Sol vio la piel polvorienta manchada de sangre, como la de la yegua de Tazey. En la oscuridad del pozo, los demonios refulgían como la luz de las estrellas sobre el cristal y el color acentuaba sus formas esqueléticas, salpicadas de sangre y los ojos fríos eran ojos oscuros de mujer.

Las Brujas de Benshar habían conjurado así a los demonios… y las víctimas no habían sido animales.

Lobo se inclinó para mojar sus dedos con la sangre que llegaba del altar al pozo y marcó con ella las últimas dos runas, arrodillado entre el primer círculo de dibujos y el límite exterior del Círculo de Luz. Después trazó las últimas marcas y la sangre del ternero se mezcló con la suya allí donde los demonios habían arrancado las vendas de sus muñecas.

El Círculo estaba terminado. Con eso, retendría a los demonios… por un tiempo.

Y por un tiempo, Lobo no pudo hacer otra cosa que quedarse en cuclillas fuera del Círculo, las manos cubiertas de sangre, apretadas sobre la boca, temblando tanto que no podía ponerse de pie, como un chiquillo exhausto tras horas de huida hacia la seguridad, lejos de los susurros de la negrura. Se sentía frío, vacío, descompuesto, agotado hasta la muerte. Sin embargo, sabía que tenía toda una noche de trabajo por delante si quería que los demonios quedaran atados a la roca para toda la eternidad… Y tenía que empezar sin dilación, antes de que la tormenta de arena que se acercaba —él la oía susurrar y morder sus nervios— prestara su fuerza eléctrica a sus enemigos.

Levantó la cabeza y vio el Círculo de Protección de Halcón de las Estrellas vacío.

El terror lo sacudió como un puño dirigido con fuerza a la boca del estómago. Miró fijamente durante un momento el leve resplandor de la hoguera humeante y la flor oscura de runas, dibujos y curvas sobre el piso de madera, el brillo interior de magia apagado por completo.

—¡Jefe!

Lobo giró en redondo. Ella estaba de pie junto a la oscuridad de la puerta del templo, con la cara y la garganta y un hombro y un brazo blancos y desnudos contra las sombras horribles. Y Tazey estaba con ella.

De alguna forma, Lobo del Sol logró ponerse de pie. Las dos mujeres empezaron a caminar hacia él y él hizo un gesto violento para detenerlas. Con la visión periférica de su único ojo, distinguió el enjambre nuboso de luz cadavérica que se tejía y destejía sobre el pozo, como un enjambre de abejas alrededor de una colmena en llamas. Las mujeres no debían acercarse.

Él se tambaleó hasta ellas a través de la piedra arcillosa del suelo. Reflejado en los dos pares de ojos, vio su propio aspecto, se vio como lo veían ellas: cubierto de sangre y rasguños, con la suciedad de la cara y la línea negra del parche del ojo destacando contra la palidez del resto de la piel. Halcón de las Estrellas le puso la mano sobre el cuello y él retrocedió como si ella lo hubiera lastimado; por primera vez se dio cuenta de que los demonios lo habían mordido, mordiscos no muy profundos, como los del amor. Recordó lo que había leído sobre las Brujas de Benshar, y la idea le revolvió el estómago.

—Entonces, vinieron.

Halcón, por supuesto, no había visto nada. Incluso ahora no veía más que oscuridad cuando miraba hacia el altar y el pozo; no había nada en los ojos grises que indicara que distinguía las luces malvadas que flotaban sobre el brillo del pozo. Venció un deseo histérico de reírse.

—Sí, vinieron.

Pero por el horror de la cara de Tazey, que miraba hacia el pozo con los ojos muy abiertos, supo que la Princesa de Benshar sí los veía, y se preguntó por un momento si las formas de los demonios serían iguales para ella.

La muchacha apartó la mirada del horror y lo miró a la cara.

—Tenéis que huir —dijo ella con calma—. Nanciormis y sus hombres vienen hacia aquí. Kaletha está con ellos. Vieron a Jeryn cuando volvió y rastrearon las huellas. Yo busqué el caballo más rápido y acudí al galope en cuanto pude. Si podéis alejaros aunque sólo sea un poco antes de que llegue la tormenta, vuestras huellas se perderán en el viento.

—¿Y tú? —El brazo de Halcón de las Estrellas se tensó alrededor de los hombros leves, rectos, de la muchacha.

—Yo… yo esperaré aquí.

—Ni hablar de ello, demonios —gruñó Lobo—. Ese Círculo no puede retener a los demonios para siempre…

—Podría dibujar uno a mi alrededor —ofreció ella, claramente asustada pero sin querer admitirlo, para que él no se viera obligado a ayudarla—. Y entonces no correré peligro.

Lobo del Sol le puso la mano sobre los hombros; la sangre de sus dedos dejó puntos rojos y pegajosos sobre la desvaída camisa rosada.

—Estarás en peligro mientras vivas si no atamos esos demonios a las rocas que los dejaron salir —dijo, la voz calma—. Y lo mismo digo de toda la gente de Tandieras, de todos en Pardle. No sé quién los ha estado conjurando, pero quienquiera que fuese… —Dudó y desvió la vista de la mirada verde ajenjo—. Y el peligro no es para ellos solamente. Si Halcón y yo nos vamos, y hay otra muerte, tal vez te culpen a ti. Lo lamento, Tazey. Sé lo que les hicieron a las Brujas…

Ella hizo un gesto de espanto: evidentemente Nanciormis también le había dicho eso. Pero se limitó a contestar:

—Es lo que iban a haceros a vos.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

Ella meneó la cabeza.

—No lo sé. Vine lo más rápido que pude. Vi el polvo que levantaban detrás de mí, y las antorchas cuando anocheció, pero los perdí de vista cuando entré en las ruinas. Una hora, dos tal vez. Y están forzando la marcha —agregó—. Por la tormenta.

Ésta se acercaba. Él la sentía girar, aún lejos, en el desierto, columnas de polvo como montañas, rabia negra que llevaba la noche en su seno y borraba la aurora. La lucha de Lobo por mantener la mente cerrada a las lascivas tentaciones de los demonios lo había dejado temblando de fatiga; apenas le quedaba poder para los últimos hechizos. Dentro del Círculo encantado, oía el furioso ataque de los demonios por encima de los alaridos cada vez más débiles del ternero.

—No puedo desviarla —dijo con suavidad—. De todos modos, tal vez la necesitemos… —vaciló. Les haría falta para escapar de Nanciormis y sus hombres, y tal vez de los demonios, si llegaba antes de que él pudiera terminar los hechizos…

Había demasiadas variables en juego, y todas presionaban sobre su mente dolorida como el peso de un túnel al derrumbarse. Ahora sentía la rabia de los demonios, cómo empezaban a arañar el círculo de runas que los retenía. Lejos, en la vasta caverna a sus espaldas, la luz de la hoguera de Halcón de las Estrellas se apagaba lentamente, y él sabía que no tenía fuerzas que malgastar, que no podía conjurar una luz mágica ni volver a encender las cenizas. La voz ronca se mantuvo baja para no temblar cuando dijo:

—Cuida el fuego, Halcón. Haré lo que pueda para terminar y nos iremos de aquí, pero no me deis prisas. —Si los demonios se liberaban, Halcón y Tazey también estarían en peligro.

Ella murmuró:

—No te preocupes.

Apretó el brazo alrededor de los hombros de Tazey y la llevó con ella hacia el brillo agonizante de las llamas. Lobo del Sol se quedó allí quieto por un momento, reuniendo fuerzas en los músculos entumecidos y la mente estremecida, como había hecho miles de veces en los campos de batalla, cuando arrastraba a sus hombres al combate o a su propio cuerpo lastimado y exhausto para escapar de un peligro… Ahora todos esos peligros pasados parecían triviales, comparados con lo que le esperaba.

Olía la aurora que se acercaba, lo olía aunque aún faltaban horas. Si hubiera aunque fuera un poco de luz diurna entre el límite de la noche en retirada y la llegada de la tormenta, eso ayudaría, pero sentía que no iba a ser así. Pasara lo que pasase, el tiempo sería escaso.

La conciencia de la tormenta creció en su interior cuando arrastró el pequeño paquete de utensilios que había reunido y el raído Demonario, con la cubierta de cuero casi destruida. La electricidad del aire le aguijoneaba los huesos mientras dibujaba nuevos signos en el suelo y repetía las palabras, marcando las runas y las grandes curvas de las líneas de poder, extrayendo las últimas fuerzas y vestigios de magia de la médula de sus huesos para conjurar y fijar el poder del ritual en el aire.

Como la otra vez en el pozo de las serpientes, maldijo su falta de interés por la meditación que con tanta insistencia había tratado de enseñarle a Halcón de las Estrellas, maldijo su arrogancia y su seguridad, que lo habían llevado a negarse a creer enteramente lo poco que Kaletha había estado dispuesta a enseñarle. Y sintió que, junto con la concentración, el poder se le escapaba de las manos cuando maldecía. Volvió a poner su mente donde debía, la centró en el trabajo, en el dibujo de las runas, que brillaban suavemente en el aire, y en los olores dulces y resinosos de las hierbas aromáticas en cuya búsqueda se había demorado el día anterior. Se relajó en el ritual, deseó ver la realidad de las runas de luz que tomaban forma entre sus torpes, nudosas manos de guerrero, cubiertas de cicatrices y sangre como las de un carnicero. Se obligó a que cada gesto fuera tranquilo y lento y preciso, hundió la mente y los pensamientos en la tenue música de las palabras, primero poco familiares, después más fáciles de pronunciar apenas su lengua se familiarizó con el extraño ritmo. Obligó a su mente a no dejarse arrastrar a la contemplación maravillada del brillante ritual en sí mismo. Y tal vez eso fue lo más difícil de todo.

Repitió los nombres de los demonios tal como los habían conocido las mujeres del culto, conjurándolos uno por uno, atándolos, fijándolos a la piedra arenisca color miel que tenía bajo los pies, con el ceremonial del vino perfumado y la sangre, ordenándoles no salir nunca más del lugar, no volver a flotar en el aire, no buscar nunca el aliento de los deseos en la tibieza oscura de los seres humanos. Sintió que la rabia y el enojo de los demonios se agitaban en el pozo mientras él caminaba a lo largo del perímetro del Círculo y repetía los nombres uno a uno. Y sintió cómo su propio cansancio le presionaba las sienes mientras él dragaba y raspaba todo el poder de su corazón, como un hombre desesperadamente hambriento que rasca en el borde de una olla vacía la espuma del agua en la que hirvió el arroz que ya se ha comido.

No podía permitirse vacilar. No podía dejar que se quebrara lo poco que le quedaba de concentración. Los demonios giraban como un enjambre detrás de las brillantes barreras del Círculo de Oscuridad, los brazos ribeteados de color y los cuerpos fríos, quitinosos, ardiendo con una fosforescencia humeante, susurrando en voces agudas que se colaban como el viento a través de las grietas de su alma. Ahora hacía calor en el templo, el aire se hacía opresivo y denso por la tormenta que se acercaba. Un viento pegajoso le rozó la mejilla cuando pasó entre el Círculo y la puerta del templo, la electricidad caliente del polvo… después, penetrante, el olor de los caballos.

Halcón de las Estrellas estaba en la puerta. Era una entrada pequeña, estrecha y alejada del centro; ella la defendería bien…

Se obligó a volver a concentrarse en el trabajo. Ni siquiera podía permitirse calcular el tiempo que le llevaría el ritual, no podía dejar que esas ideas rompieran el silencio que había logrado mantener como una frágil armadura alrededor de su corazón. Los demonios; la tormenta; Tazey sentada cerca del quebrado Círculo de protección, alimentando con ramitas la pequeña fogata, la mirada de ajenjo oscura de horror fija en el remolino caliente de los demonios y la conciencia firme en el frío desgarrador de sus mentes, que trataban de abrir un camino hasta la mente de Lobo. La llamada lejana de las voces alcanzó su conciencia, el rechinar de las armas, la lucha cerca de la puerta y el olor de la sangre nueva. Oyó el chirrido de la risa de los demonios y un débil gruñido —por sus antepasados, nunca hubiera creído que el ternero pudiera vivir tanto tiempo en el pozo—. Con los brazos doloridos, trazó los signos en el aire otra vez, mientras la mente entumecida seguía repitiendo las fórmulas, al tiempo que agradecía a los espíritus de sus antepasados el hecho de que la magia obtuviera la mayor parte de su fuerza del poder cada vez mayor del rito mismo, y no de sus propias reservas casi vacías.

Hubo otro grito en la puerta y un silbar y entrechocar de espadas. Apartó su mente de esos ruidos y la llevó de nuevo a lo suyo, aunque sus reflejos de guerrero se rebelaban. Eran demasiados para ella, incluso en aquel portal estrecho. Los demonios flotaban como jirones de fuego sobre el borde del pozo, un holocausto brillante que se estrellaba contra el techo, aullando con voces que él sabía no debía oír, y tendiéndole los finos brazos. Él levantó las manos de nuevo, los músculos de su espalda se tensaron sobre la columna en llamas.

Después, en la oscuridad profunda de la parte posterior del templo donde estaba la segunda puerta, vio el brillo de un arco, un arco que no apuntaba hacia él. Sin volver la cabeza, supo dónde estaba Halcón de las Estrellas, espada en mano, la silueta visible contra el rectángulo negro de la angosta entrada, y un hombre muerto y otro herido a sus pies.

Aulló:

—¡AL SUELO! —un segundo antes de que se disparara el arco de acero, un ruido terrible que rebotó en las paredes del templo. Lobo giró, y sintió cómo se estremecía la frágil creación de magia y luz que flotaba a su alrededor cual un cristal que hubiese recibido una patada. El acero golpeó sobre la piedra; se oyeron pasos sobre el suelo de templo: corrían hacia él desde la puerta interior. Se volvió para enfrentarse a los dos hombres que se le venían encima, y tuvo que retroceder. El cuchillo del sacrificio estaba en sus manos cuando dio un salto desesperado para eludir la espada de uno de los atacantes. En el último segundo, giró y saltó hacia un lado para esquivar la espada del segundo hombre…

Y la sintió cuando el siguiente salto lo llevó hacia atrás, sobre el Círculo de Oscuridad.

Aulló:

—¡NO! —y golpeó el suelo de roca y durante un instante los demonios giraron como avispas a su alrededor, un centelleo de garras extendidas. Entonces los dos hombres, vestidos con el uniforme de la guardia de Tandieras, se arrojaron sobre él. Él trató de levantarse. El cuchillo se le cayó de la mano cubierta de sangre y golpeó la piedra del altar; el peso de unos brazos y cuerpos humanos lo inmovilizó boca abajo contra la roca. Un filo de metal le tocó la piel bajo la mandíbula.

Durante un momento no hubo nada, salvo el olor de la sangre sobre la piedra donde él había apoyado la cara, y el batir leve y cortante de sus venas contra la presión de la hoja afilada. Después se oyó la voz de Nanciormis:

—¿Hay algo en el pozo?

La suave vibración de unas botas sobre la piedra que había bajo su mejilla. Sin sonido.

Después:

—Un ternero muerto, señor. Diría que destrozado. Estaba haciendo un sacrificio.

—¿Algo más?

—No.

Más pasos.

Más cerca ahora, Nanciormis dijo:

—Bien. Entonces teníamos razón. Él es el brujo.

Lobo del Sol levantó la cabeza de la piedra y la navaja apoyada contra su garganta se retiró un poco. El Comandante estaba de pie junto al pozo; los labios gruesos se afinaron en una expresión de asco y horror, pero cada línea de su espalda gruesa y musculosa, reflejaban satisfacción, casi una sonrisa.

Y tiene todos los motivos, pensó Lobo con amargura. Nanciormis acababa de probar su acusación y ningún hombre inteligente podía ya tener la menor sombra de duda. A través de la oscuridad, vio a Tazey, temblando y llorando entre los brazos no del todo seguros de la fiel Anshebbeth y a Halcón de las Estrellas, de pie en medio de un grupo de guardias en el que se distinguía también la negra vestimenta de Kaletha.

En el silencio de la oscuridad del templo no había ningún movimiento. En el suelo, sus propias huellas y las de Nanciormis y los guardias cruzaban las líneas de Círculo. El olor de la sangre y el humo colgaban en el aire como si la habitación fuera un campo de batalla, pero los demonios se habían marchado.