14

—Si nos decís quién os pagó y por qué —dijo Nanciormis con serenidad—, os ahorraréis mucho dolor.

—Mentira.

Los aros que sostenían las muñecas de Lobo del Sol en alto, a ambos lados de su cuerpo, tintinearon contra la piedra de la pared cuando trató de mover los hombros.

Lo único bueno que se podía decir de las celdas de prisioneros del sótano de Tandieras —apestando a excrementos viejos, infestadas de insectos, inundadas del humo que despedía un brasero en una esquina de la celda— era que no eran húmedas. El único ojo de Lobo brilló en aquella niebla pesada y difícil de respirar.

—Sabéis tan bien como yo que Illyra no va a ahorrarle ningún dolor al responsable de la muerte de ese hermano cabeza hueca que tanto necesitaba. Sin él no puede seguir reinando en las Dunas. Si confieso, lo único que voy a ganar es su odio, nunca su confianza.

El Señor del Desierto cruzó los fornidos brazos, y los labios gruesos se apretaron con fuerza.

—Tenéis más que sus sospechas, Capitán —dijo—. No vais a engañarme con vuestra seguridad. Lo sabemos.

—¿Sabéis? ¿Qué sabéis?

Detrás de Nanciormis, Osgard, sobrio por una vez, con el sudor empapándolo como a un cerdo en el calor cerrado de la celda, intervino:

—Esto empezó cuando vos llegasteis a Tandieras. Nexué no murió hasta que vos volvisteis de Benshar… por los Tres, no entiendo cómo no nos dimos cuenta antes de que vos…

—¡No soy yo, estúpidos! —se enfureció Lobo del Sol.

Cuando las cadenas que llevaba rechinaron con rabia, los guardias que se amontonaban en el umbral estrecho levantaron los arcos.

Lobo del Sol se dio cuenta de que, siendo él mago, creían que cualquiera de sus movimientos podía significar la muerte. Sentía ya los hechizos de Kaletha sobre las argollas de acero que lo sujetaban, como una venda sobre ciertas partes de su mente. Evidentemente alguien creía que era necesario tomar precauciones.

La cara de Osgard enrojeció ante aquel desafío, pero Nanciormis se limitó a levantar una mano enguantada en tela blanca.

—No hay necesidad de seguir adelante con esta charada, capitán —dijo el comandante con voz tranquila—. Yo os vi claramente la noche que tratasteis de asesinarme.

—¿QUÉ? —Incluso en aquel primer instante de sorpresa, Lobo del Sol recordó la forma en que Nanciormis había evadido ciertas preguntas la noche del ataque, la forma en que se había negado a mirarlo de frente; recordó que había querido hablar con Osgard en privado—. ¡Demonios, si yo estaba en el Salón cuando pasó! Me vieron más de diez personas…

—Nadie os vio salir —dijo Osgard, con la voz dura—. Pero una docena de personas os vio volver corriendo cuando empezó el griterío, como un titiritero que dirige todo detrás de escena. Parecíais saber dónde estaba el problema a pesar del ruido del viento.

—Y aunque no fuera así —interrumpió el Comandante—, estamos hablando de brujería. —Dio un paso hacia Lobo, y el brillo ámbar del brasero pintó puntitos de fuego en el fondo de sus ojos sombríos—. Cuando sentí el horror que se coagulaba en la oscuridad de mi habitación, cuando comprendí lo que estaba pasando, le arrojé la lámpara. Y por un instante, destacado contra el brillo, lo vi. Tenía vuestra cara, Capitán.

Lobo del Sol lo miró con los ojos muy abiertos, sorprendido y en silencio.

Cuando logró dominarse, las palabras le salieron en un susurro.

—No puede ser. —Pero los demonios de Benshar tenían ojos color ámbar. Y Tazey había dicho que las Brujas no siempre eran conscientes de lo que hacían.

Con frialdad, a pesar del horror y la sorpresa, Lobo pensó: Yo sí me habría dado cuenta. Meneó la cabeza lentamente.

—No —empezó a decir, y Nanciormis le dio un golpe en la boca.

—¿Negáis haber estado en Benshar anoche? —Los dedos enguantados lo tomaron del mentón y le echaron la cabeza hacia atrás; la luz de las antorchas iluminó las capas de sangre seca que marcaban la cara y el cuello de Lobo del Sol. Cerca de sus ojos, Lobo veía las venas hinchadas de aquella elegante nariz, olía el vino y la menta en el aliento del Comandante—. ¿Negáis haber tenido tratos con los demonios de Benshar?

Lobo tuvo que dominarse para vencer el deseo de darle una patada en los testículos que los colocara más o menos a la altura de su plexo solar.

—Estuve en Benshar, sí. Pero si me escucháis…

Nanciormis lo golpeó de nuevo, sin demasiado interés pero con tal fuerza que la cabeza de Lobo dio contra la pared de piedra. Después retrocedió un paso y habló:

—Dicen que las Brujas de Benshar tenían esas heridas, porque copulaban con los demonios de la ciudad. Espero por vuestro bien, capitán, que algún enemigo de Benshar os haya pagado para hacer lo que hicisteis, y que no seáis solamente un loco que actúa por lujuria o deseo de sangre. Porque si nos reveláis quién os contrató para destruir cualquier esperanza de alianza con los shirdar, tal vez podáis aspirar a la misericordia de que os cortemos el cuello cuando los torturadores terminen su tarea.

Nanciormis se volvió e hizo una seña a uno de los guardias.

Exasperado por la estupidez del hombre, a pesar de lo abatido que estaba, Lobo del Sol gruñó:

—No os molestéis en mostrarme los instrumentos de tortura. Los conozco. Los he visto muchas veces. No me impresionan.

¿Por qué?, pensaba mientras tanto con la mente a todo galope. ¿Cómo es posible? Pero la única respuesta que conseguía era la imagen de los ojos dorados de los demonios. No siempre eran conscientes, había dicho Tazey. De pronto, con horror, comprendió el terror secreto de la muchacha, y la comprensión era peor después de lo que había averiguado en su visita a las ruinas la noche anterior.

Nanciormis hizo una pausa y se volvió hacia él.

—Tal vez no —dijo—. Sois un hombre fuerte, Capitán. Si os están pagando por esto, espero que sea una buena cantidad.

Hubo un movimiento extraño en la puerta. La celda había sido excavada en la piedra, alineada sobre la pared posterior de la Fortaleza, en los tiempos en que Tandieras era solamente el centro administrativo de los gobernantes de Pardle, y la habitación no era muy grande. Ya estaba bastante repleta con Osgard, Nanciormis, dos guardias con arcos, el brasero y Lobo.

Los guardias que entraron ahora, dos hombres y una mujer, empeoraron la situación. Los instrumentos que llevaba la mujer eran para lo que se llamaba irónicamente «tortura leve», unas pinzas, algunos clavos de hierro, que la mujer colocó sobre el brasero para calentarlos, tijeras afiladas como navajas, que siempre le revolvían el estómago a Lobo, la punta de aguja delgada para meter por debajo de las uñas y los marcos de cuerdas para mantener las manos abiertas mientras se dejaban caer bolas de algodón empapadas en aceite ardiendo sobre las palmas.

Los dos hombres que entraron a continuación arrastraban a Halcón de las Estrellas.

Todo el interior de Lobo del Sol se contrajo en una fría bola de espanto.

Absurdamente, se preguntó por qué no se había imaginado algo así.

Él había obtenido bastante información de otros de la misma forma. Tal vez porque de los cientos de concubinas que habían pasado por su lecho, nunca había habido una por la que él hubiera querido poner en peligro una campaña o a uno solo de sus hombres. Y si hubieran torturado de esa forma a alguno de sus amigos de la tropa, él lo habría lamentado, pero habría sabido que el otro lo comprendería.

Esto era diferente.

La cara de Halcón de las Estrellas estaba cubierta de polvo y marcada por gotas de sudor; tenía los ojos del color del hielo, blancos contra la oscuridad. Un moretón le ocupaba la mitad del rostro, y corría hacia atrás bajo el cabello pálido, pegado sobre las sienes por el sudor. Por los bordes llenos de costras parecía una herida infligida con la parte posterior de una espada; así era probablemente cómo la habían derribado.

La garganta, visible entre el cuello abierto de la camisa hecha jirones y ceñida con una cadena, también mostraba heridas. Sin duda había sido una pelea muy dura.

Nanciormis dijo con suavidad:

—¿Quién os pagó, Lobo del Sol? ¿El Consejo del Rey o Kwest Mralwe?

—Nadie —dijo él. Las palabras salieron con una voz extrañamente contenida y serena—. No tengo nada que ver con todo esto.

Pero sabía que no conseguiría nada. Lo sabía con desesperación. Se sentía paralizado, como si le hubieran clavado un cuchillo en un punto desprovisto de armadura; pensaba solamente en una cosa: Halcón de las Estrellas no debía sufrir por él.

Sintió la boca seca, los labios como si pertenecieran a otro.

—Si me escucharais…

—No estamos interesados en vuestras mentiras —le respondió la voz fría y sedosa de Nanciormis—. Sabemos lo que está pasando. Queremos una confesión.

La rabia relampagueó en la cabeza de Lobo ante la estúpida terquedad de aquel hombre, como había hecho ante la incompetencia criminal que casi había terminado con la vida de Jeryn, el egoísmo ciego con el que el Comandante satisfacía sus deseos con el aya de su sobrina sin pensar en las consecuencias que aquello podía tener para ella. Pero se dominó. Si él hacía algo, cualquier cosa, la que tendría que pagarlo sería Halcón.

Cauteloso, respondió:

—No tengo nada que confesar. A menos que haya sido sin mi conocimiento consciente…

—¡Mentira! —Osgard se adelantó con la cara púrpura. Sus grandes manos aferraron el cuello de la camisa de Lobo del Sol con intención de ahogarlo—. ¡Las Brujas sabían lo que hacían! ¡Ésa es la mentira que usaban para justificarse!

Por encima de los hombros macizos del Rey, Nanciormis observaba la escena en silencio. Pero por supuesto, pensó Lobo medio mareado, aquel hombre era lo bastante buen político para no interrumpir a un padre cuya hija podía ser acusada del crimen.

—Mi Señor —dijo adelantándose y poniendo una mano suave sobre el brazo del Rey—. Creo que podemos conseguir la verdad con toda facilidad.

Se volvió y caminó hacia Halcón de las Estrellas. Con el cuidado y la habilidad de un cirujano, le desgarró la camisa hasta la cintura. Bajo los moretones, la cara de Halcón de las Estrellas estaba tan indiferente y fría como la de una prostituta. Los dos guardias que le sostenían los brazos cambiaron la posición del cuerpo y apretaron con más fuerza; el tercero, que se acercó a ella por detrás, tomó la cadena y la apretó alrededor de su cuello.

Lobo del Sol se retorció en sus ataduras y las argollas de hierro le lastimaron las muñecas, aunque él no se dio cuenta.

—¡Ella no tiene nada que ver con esto, hijos de puta!

Nanciormis tomó uno de los clavos de metal que habían dejado sobre la parrilla del brasero, la punta roja como una pequeña fruta.

—Claro que no —afirmó y lo hizo girar un poco entre los dedos—. Una lástima, ¿verdad?

Cuando la punta encendida se acercó al seno de Halcón de las Estrellas, Lobo del Sol la vio relajarse, volver la cabeza a un costado y, sin cambiar de expresión, cerrar los ojos.

Se estaba hundiendo en la meditación, rápido, bien adentro, como un pulpo sumergiéndose hacia el mar, tratando de llegar más allá del alcance del dolor…

—¡No! —Los arcos se alzaron de nuevo cuando Lobo se revolvió contra las cadenas, pero él ni siquiera miró a los guardias. Lo único que veía era el brillo rojo y la piel blanca del seno de Halcón, y la forma en que el sudor le cubría la cara tranquila—. ¡NO! De acuerdo, fui yo. Fui yo. El que me pagó fue el Rey de Kwest Mralwe… quinientas piezas de oro. Por el amor de Dios, dejadla en paz.

Estaba temblando, el cuerpo cubierto de sudor, jadeando como si él y no Halcón estuviera frente al hierro candente.

Los ojos de Halcón de las Estrellas se abrieron de golpe, impresionados. No había estado tan lejos en su trance como para no oírlo.

—No seas estúpido, Jefe, ni siquiera hemos estado cerca de Kwest Mralwe.

Mientras la cadena se cerraba con fuerza alrededor del cuello de Halcón, Lobo rugió:

—¡Mierda, entramos en contacto antes de marchar de Wrynde! Que se calle. Sacadla de aquí pronto. No sabe nada de todo esto, diablos.

Halcón de las Estrellas trataba desesperadamente por respirar contra el pedazo de metal asfixiante que le rodeaba la garganta. La agonía de pánico y terror que sintió Lobo al ver cómo los guardias la estrangulaban lentamente hasta casi hacerle perder el sentido no se parecía a nada que hubiera experimentado hasta el momento; no había creído tener que estar preparado para nada así en todos sus años de guerra. Se descubrió rugiendo con voz ronca, una y otra vez:

—¡Basta! ¡Basta!

Cuando finalmente la sacaron a rastras de la habitación, le temblaba todo el cuerpo. Le corría el sudor, y también las lágrimas, por la cara, y notaba que Nanciormis observaba su humillación con interés, asco y una cierta satisfacción sorda, como si aquello probara que en realidad Lobo del Sol no era mejor hombre que él.

En otro tiempo, Lobo del Sol hubiera sentido furia. Ahora estaba demasiado enfermo, impresionado y horrorizado para que le importara. Se daba cuenta de que lo habían roto como él había roto a otros, y de que lo habían hecho por el más simple de los medios. Una parte lejana y fría de su mente se interesó a medias por el hecho de que ni siquiera eso parecía importarle; el resto de su cabeza pensaba sin lógica que Halcón de las Estrellas no había emitido ni un sonido.

Los labios gruesos del Comandante se curvaron en una sonrisita.

—¿Así que los Señores de Kwest Mralwe os pagaron para matar al Obispo Galdron y a Egaldus y a Incarsyn?

—Sí. —Lobo jadeaba, sollozando, como si hubiera corrido kilómetros y kilómetros. Bueno, pensó como si estuviera muy lejos de sí mismo, he aquí al guerrero endurecido que podía aguantar cualquier cosa que quisieran infligirle sus enemigos.

—¿Por qué? —Osgard lo tomó de la camisa otra vez y acercó la cara a la suya. Ojos verdes como sanguinolentos huevos podridos lo miraron de frente—. ¿Y Norbas Milkom murió porque estaba con Galdron, no es cierto? ¿Porque sí? —El aliento del Rey olía como una letrina; Lobo luchó contra la náusea—. Un hombre que nunca había hecho daño a nadie… que era mi amigo, ¡el mejor amigo que haya tenido este país! —Las grandes manos se cerraron con más fuerza alrededor de la garganta indefensa, y el Rey golpeó a Lobo contra la pared—. Asqueroso traidor, asesino de mierda. Y yo os admití en mi Casa…

—¡Apartaos, idiota! —Nanciormis separó las manos del Rey del cuello de Lobo y lo empujó a un costado con impaciencia. Se volvió hacia su prisionero y habló con rapidez, como para terminar con el asunto cuanto antes—. ¿Lo hicisteis para que no se realizara la alianza entre Benshar y los shirdar?

—Sí. —Lobo del Sol tragó saliva, buscando lo que le quedaba de entendimiento—. No lo sé —corrigió después, dándose cuenta de que eso sonaba más creíble. Cualquier cosa, cualquier cosa para que me crean, pensó. Había visto la tortura, había visto torturar a mujeres. Cualquier cosa, pensó, para que Halcón no tenga que pasar por eso—. No me lo dijeron. Sabían que era mago, que podía controlar a los demonios…

Los ojos oscuros se aguzaron en su lecho de carne.

—Ah, luego así es como se hace —murmuró Nanciormis. Después, echando una mirada al Rey—. Y el Rey habría sido vuestra próxima víctima.

Lobo del Sol asintió. Se sentía seco y lejos de sí mismo, vacío del orgullo que una vez había tenido. Todo había pasado con tanta rapidez. Ahora comprendía la razón por la que hombres que habían soportado el dolor de la tortura sin chistar lloraban cuando todo había terminado.

—Asqueroso traidor. —El aliento del Rey siseó, espeso, en los oídos de Lobo—. Tomaste mi dinero, comiste de mi pan… te confié la vida de mi hijo. —Hablaba en voz baja; el enojo se le iba coagulando hasta una dureza mucho más profunda que su habitual furia pirotécnica—. Desgraciado hijo de brujas… no tienes más honor ni más orgullo que una prostituta hija de un camellero. —Se acercó un paso más y le escupió a la cara.

Mientras la saliva le resbalaba cálida por el mentón, Lobo del Sol sabía que en otro tiempo habría golpeado al hombre por eso, aunque le costara la vida.

Pero ya no le quedaba rabia, solamente mareo y miedo por Halcón. «Yo nunca habría lastimado a Jeryn», quería decir, pero no podía. Había visto cómo otros hombres, hombres que él había torturado, se aferraban a esperanzas abyectas y estúpidas, tomándose de la brizna de paja de un autoengaño que les decía que si lamían lo bastante las botas de sus torturadores nada malo les pasaría a los que amaban. También recordaba que él había despreciado a esos hombres, y recordaba lo que había hecho con sus seres amados por rabia y poder y pura perversidad, si los ruegos de la víctima habían sido demasiado apasionados. Veía lo mismo en los ojos de Nanciormis.

Pero eso no cambiaba nada. Se sentía lejos de sí mismo, como si el alma y el cuerpo se le hubieran volteado en menos tiempo del que tardaba en ponerse las botas.

—Vamos a arrojarle esta confesión en la cara a esos sapos de Kwest Mralwe…

Nanciormis meneó la cabeza.

—No nos serviría de nada. —Se secó la cara cuidadosamente con un pañuelo de algodón que había sacado de la manga. Incluso a través de la pestilencia de la paja que había bajo sus pies, y la del jubón rojizo, manchado y sudoroso del Rey, Lobo del Sol olía el vinagre aromático que impregnaba la fina tela—. Solamente lo negarían, negarían conocer las fuentes del poder de las Brujas. Pero ellos fueron los que acabaron con ese poder, así que bien podían saber cómo despertarlo de nuevo. —Echó una mirada a Lobo—. Y en cuanto a él… tenemos su confesión. No necesitamos más.

Hizo una señal a los guardias. Ellos volvieron a levantar los arcos y Nanciormis puso la mano sobre el hombro del Rey para apartarlo del camino de las flechas.

Osgard se quedó donde estaba, entre las puntas de acero afilado y el pecho de Lobo del Sol.

—Después de que yo haya firmado la sentencia —dijo.

Nanciormis lo miró como si hubiera perdido la razón.

—¿Qué?

El Rey observó a su Comandante durante un momento, los ojos verdes entrecerrados.

—Después de que sea firmada la sentencia de muerte y publicada en la ciudad desde la salida del sol hasta el anochecer de mañana —dijo—. El hecho de que sea un hijo de puta y un brujo y un asesino no significa que pueda saltarme la ley y matarlo sin sentencia.

Vacío emocionalmente, Lobo del Sol observó con distante interés que aquélla era una de las pocas veces en que había visto que alguien tomara totalmente por sorpresa a Nanciormis.

Entre sus trenzas aterciopeladas, la cara del comandante se puso amarilla de rabia, la boca se le tensó con dureza en los extremos. Después, se recobró y tartamudeó:

—Tenemos la confesión. Es un traidor, te habría matado mientras dormías. Mató a Milkom como si fuera una oveja…

La voz de Osgard se convirtió en una hoja afilada.

—No me hables de Milkom —susurró—. Fue únicamente por casualidad por lo que mi tío Tyrill me nombró su sucesor y no a Norbas. Podría haber sido cualquiera de los dos, porque ambos creíamos en la ley. Un señor shirdar puede hacer que le corten el cuello a un hombre en la oscuridad con sólo decirlo, sin conocimiento de nadie, pero aquí no. Soy el Rey, pero soy Rey bajo ciertas leyes, algo a lo que tú y tu gente nunca estuvisteis dispuestos.

—Y mi gente —dijo Nanciormis, tranquilo y viperino— es fuerte precisamente por eso. Entre mi gente, estos asesinatos hubieran terminado mucho antes.

—Tu gente —le replicó Osgard con la voz igualmente agresiva y quieta— no pudo conservar estas tierras combatiendo contra otro pueblo unido bajo la ley, Nanciormis. Recuérdalo.

Luego se volvió y salió de la celda. Nanciormis se quedó allí, de pie, un instante, mirando cómo la sombra del otro pasaba ante las antorchas de la escalera; después, se volvió y estudió a Lobo del Sol con ojos pensativos.

No dijo nada durante un rato. Lobo del Sol lo miró de frente, a través del humo del brasero que inundaba la celda, consciente de que los dos guardias todavía estaban allí, las armas dispuestas. Estaba exhausto de cuerpo y alma: la cabalgata del día anterior y los horrores de la noche se le mezclaban con el dolor de los músculos de los hombros, la corriente de sangre que le bajaba por los brazos desde la carne desgarrada de las muñecas y el ardor del sudor sobre las heridas. Pensaba solamente en cómo Halcón de las Estrellas había luchado contra ellos, sola, desesperada, en silencio, y cómo en ese silencio la habían golpeado hasta que perdió el sentido. En el rincón extrañamente claro de su mente que permanecía apartado de cualquier preocupación personal, se daba cuenta de que aunque no le cabía duda de que Osgard promulgaría y firmaría la sentencia legal para matarlo con rapidez, lo más probable era que estuviera demasiado borracho como para preguntar si Lobo del Sol había sobrevivido a la noche para que lo ejecutaran a la tarde del día siguiente. Y a juzgar por sus ojos, el Comandante estaba pensando lo mismo. Lobo del Sol sabía que debería sentir miedo, pero no era así. Estaba de pie, la cabeza apoyada contra la pared de piedra a su espalda, mirando al Comandante sin expresión. A pesar del calor casi intolerable de la habitación, se sentía extrañamente frío.

Pero algo de la calma mortífera y sobria de la voz de Osgard parecía haberse sobrepuesto al desprecio que sentía el Comandante hacia su cuñado. Finalmente hizo un gesto a los dos guardias:

—Vigiladlo. Recordad que es mago. Estad alerta. Si se mueve o habla, matadlo inmediatamente, ¿comprendéis?

Los dos hombres asintieron. Nanciormis hizo una pausa durante un momento y estudió la figura de Lobo del Sol, encadenado y tendido entre las antorchas, la luz iluminando las marcas semicirculares de los dientes de los demonios, brillantes por el sudor que resbalaba sobre el pecho y las costillas. Después, su boca se endureció con algún pensamiento privado; se volvió y salió de la celda.

Halcón de las Estrellas necesitó mucho tiempo para reunir fuerzas y moverse. El dolor nuevo se le mezclaba con el de los moretones de las horas anteriores, los que había recibido en la refriega que se libró cuando la arrestaron, apenas los muchachos de la guardia avistaron el caballo de Lobo del Sol. Ahora que pensaba en ello, se preguntaba con confuso disgusto la razón por la que no había sospechado al ver que nadie la arrestaba en el momento en que había vuelto con Tazey. Evidentemente Osgard quería culpar a Lobo o a Kaletha, para salvar de toda sospecha a su hija. Se preguntó qué habría inclinado la balanza en contra de Lobo del Sol y a favor de Kaletha.

¿Alguna circunstancia de la muerte de Incarsyn? Tembló, recordando los gritos que habían sacudido el terrible silencio que cayó sobre el Fuerte entre la aurora y el final de la tormenta. ¿Alguna prueba de que Kaletha era inocente? ¿O simplemente el hecho de que Lobo del Sol era un extraño? Se maldijo por no haber pensado en un lugar menos obvio para la cita, por no conocer el ala abandonada lo suficiente para elegir un lugar mejor, y por no haber estado en guardia para el posterior arresto.

Suspiró y trató de rodar sobre el irregular suelo de piedra. Era como una calle adoquinada, con elevaciones y agujeros donde las cucarachas anidaban bajo paja arrugada. Los bordes aserrados de las piedras arañaron sus brazos desnudos, y ella se encogió y se quedó quieta otra vez.

Tenía que sacarlo, si es que no era ya demasiado tarde. Illyra había amenazado con la muerte más bárbara y lenta para el brujo cuya magia hubiese matado a su hermano. Pero en las largas horas de la noche, mientras esperaba con el corazón en la boca que los guardias vinieran por ella, Halcón había revisado palmo a palmo la habitación de piedra. No había nada que pudiera usar como arma o como herramienta.

Lobo del Sol había confesado. Tal vez ya estuviese muerto.

A ella le dolía el cuerpo; sentía el alma angustiada hasta la médula.

Sabía desde hacía ya mucho que estaba dispuesta a condenar su alma y a dejar que destruyeran su cuerpo por Lobo del Sol. Nunca se le había ocurrido que él fuera capaz de hacer lo mismo por ella. Luchando para sumergir la mente y el sentimiento en el silencio oscuro de la meditación, lo había oído gritar y eso la había dejado atónita. Sabía que él no habría confesado si hubieran puesto el hierro candente sobre su propio pecho.

Que lo hubiera hecho por ella la aterrorizaba. Estaba acostumbrada al dolor de las flechas, las espadas, y los instrumentos diseñados para cortar o desgarrar la carne humana. Las lágrimas que se deslizaban en silencio por su cara eran de dolor ante la humillación que él había sufrido, y porque ahora comprendía que, para él, ella era más importante que su orgullo.

Le había dicho que la amaba. Hasta ahora, ella no había comprendido que ese amor era de la misma calidad que el suyo.

Eso es debilidad, se dijo con furia. Debilidad y estupidez. Mientras te quedas aquí sollozando porque él te quiere, tal vez él esté muriendo. Tiene que haber algo que puedas hacer.

Pero las lágrimas resbalaban frías sobre la cara. Aunque estaba medio muerta de cansancio, sabía que no quedaba rincón por escudriñar.

En algún lugar detrás suyo, oyó un cric leve, hueco.

Sus músculos se tensaron.

En la larga espera se había familiarizado con todos los sonidos de aquellas celdas, los gruñidos extraños, vacíos, del viento en las paredes y las carreras de las ratas que cazaban a las enormes cucarachas parduscas de la prisión. Éste era distinto.

Lo volvió a oír, muy leve… el ruido inconfundible de la madera al arañar la piedra y el crujido suave de una puerta al abrirse.

—¿Dama Guerrera?

Un susurro sin voz, palabras de un explorador en territorio enemigo.

Ella movió los ojos hacia la mirilla de la puerta. El brillo leve del reflejo de una antorcha se filtraba a través del agujero, y no había sombras de los guardias. Ella rodó —los músculos tensos y candentes le clavaron cuchillos en el vientre y la espalda— y se sentó, tratando de ponerse la raída camisa sobre los hombros.

En la oscuridad de la pared posterior había aparecido un cuadradito de un negro aterciopelado, y a través de él, la blancura ovalada de unas caras.

Sin un sonido, Halcón de las Estrellas se arrastró hasta allí.

Tazey tenía puestos sus pantalones de montar y una camisa de hombre negra y bordada, toda manchada de barro y arcilla y algo que parecía hollín. El traje usual de Jeryn, siempre tan desaliñado y formal a un tiempo —las medias, los pantalones hasta la rodilla y el tieso jubón—, estaba tan sucio como el de su hermana.

Halcón de las Estrellas respiró hondo.

—Lo lamento, pero ya hicimos limpiar la chimenea… volved la semana próxima. —Los dos chicos se pusieron la mano sobre la boca para no reír de alivio.

Halcón se agachó y pasó por la abertura de la pared; la madera rechinó cuando Jeryn volvió a poner en su lugar la puerta secreta. Unas manos menudas buscaron las de Halcón en la oscuridad y la guiaron, medio encorvada, medio en cuclillas, rodeando algo que parecía un esquina. Después, con un siseo y una risita metálica, los chicos destaparon una lámpara de mano y Halcón vio que estaban en un angosto pasillo estrecho de techo muy bajo e inclinado. Cucarachas del tamaño del pulgar de Halcón de las Estrellas corrieron a protegerse de la luz.

Jeryn susurró:

—Esto corre por debajo de todas las celdas.

Halcón de las Estrellas asintió.

—Es un viejo truco, por si un prisionero resulta demasiado terco. Ponlo en una celda con un amigo y haz que un hombre escuche lo que dicen cuando creen que están solos. O si es un Trinitario, esconde a un hombre aquí mientras el sacerdote viene a escuchar su confesión. Parece que no lo han usado en años.

Ellos la miraban con los ojos muy abiertos. Halcón de las Estrellas sentía su cabello tieso de sangre y sudor, y los moretones hinchados, descoloridos, en la cara y el seno medio descubierto.

—Estoy bien —aclaró—. El Jefe…

Jeryn susurró:

—Lo oímos. Estábamos detrás de la pared.

Tazey agregó con suavidad:

—Mi padre va a firmar la sentencia de muerte, pero la ley dice que tiene que estar expuesta al público desde el amanecer hasta la noche, antes de hacer cumplir la orden… No… —Tragó saliva—. No le hicieron daño.

Por la ausencia de pánico en los chicos, Halcón de las Estrellas había adivinado a medias que a Lobo todavía le quedaban unas horas. Pero agotada y angustiada como estaba, el alivio brusco de la tensión hizo que se le enturbiaran los ojos y le doliera la garganta. Con un movimiento impulsivo, abrazó a la muchacha, cuidando de no romper la armadura de su calma perpetua. No había tiempo para esas cosas.

—Yo… —Tazey dudaba, mordiéndose el labio—. Puedo usar la magia para que los guardias no se le acerquen. No creo que sea difícil. —Hablaba con rapidez, como si admitiera algo que le dolía; pero una vez lo dijo, se relajó un poco. Parecía estar mucho mejor que el día anterior en Benshar; mejor incluso que durante el largo y silencioso viaje por el desierto… menos sumida en sus propios pensamientos, menos destrozada. Halcón de las Estrellas supuso que había usado la magia para salir de su propia habitación: como amiga de los dos prisioneros, no había duda de que le habrían puesto vigilancia, y de que lo había hecho con los mismos hechizos de sueño que había usado para sus dos guardianes dos noches antes. A veces se puede dejar de ser lo que se es, pensó Halcón. Pero nunca dejar de saber que uno lo fue. Tazey había elegido. Para ella no había vuelta atrás, si es que alguna vez la había habido. Siguió diciendo—: Podemos…

Halcón de las Estrellas sacudió la cabeza. Su mente trabajaba a toda velocidad, siempre hacia delante. Sus miedos inmediatos por Lobo habían disminuido. Podía volver a pensar como un soldado.

—No —la interrumpió—. ¿Qué hora es?

Los chicos se miraron mutuamente y Tazey dijo:

—Cerca de la tercera hora.

—De acuerdo. —Halcón de las Estrellas los atrajo hacia sí, con la voz bien baja, porque el túnel llevaba cualquier sonido muy lejos—. La gente todavía está despierta… todavía están alerta. No podemos tratar de entrar hasta dos o tres horas después de la medianoche, cuando la mayoría de la gente duerma y los guardias estén cansados y medio adormecidos… no únicamente los guardias que cuidan la celda de Lobo, sino también los que rodean la cárcel.

Los chicos asintieron —las cabezas juntas, en cuclillas en el estrecho espacio junto a ella— aceptando su sabiduría de guerrera. Ella vio que Jeryn archivaba la información en su cerebro para usarla en alguna otra oportunidad.

—El Jefe tenía razón. Estos asesinatos no van a detenerse hasta que sepamos por qué empezaron. Tenemos que saber lo que sabían las Brujas de Benshar. Necesitamos los libros de Kaletha. —Los miró en el brillo invertido de la lámpara a medio cubrir, dos chiquillos de sangre real, mugrientos, sentados con el mentón sobre las rodillas en un maloliente túnel espía de las mazmorras de su padre, los ojos oscuros y verdes, brillando tras los mechones de cabello polvoriento—. ¿Creéis que tendréis el valor suficiente, chicos? —les preguntó.

—¿Conoces todos los túneles y sótanos de Tandieras?

Jeryn la miró por sobre el hombro y le sonrió con timidez.

—Casi, casi. —Había un matiz de orgullo en su voz suave y temblorosa. Arrancada de su hosquedad habitual, la cara puntiaguda parecía más masculina y atractiva, menos infantil de lo habitual. Se sacudió el hollín que la había cubierto durante el camino a través de un viejo hipocausto y su mano dejó una huella blanca en medio de la suciedad general.

Jeryn había cruzado sin luz el sótano grande, que olía al moho de las cocinas, tanteando el camino en la oscuridad; en un momento dado había hecho brillar la lámpara semicubierta para guiar a Halcón de las Estrellas. Un largo entrenamiento en exploraciones nocturnas en campo enemigo había enseñado a la mujer a recordar el camino con una sola mirada. Atravesó el sótano lleno de sacos apilados de patatas y trigo, jarras de arcilla para aceite tan altas como Jeryn y ristras de cebollas y hierbas sin hacer un solo sonido que pudiera percibirse en la habitación superior, en la que se oían pasos. Oyó a Tazey, que avanzaba con suavidad, moviéndose en la oscuridad como podían hacerlo los que habían nacido magos.

Los deditos frágiles, fríos, del chico buscaron los suyos.

—Cuando tío Nanciormis me buscaba para practicar la espada o para cabalgar, yo solía esconderme donde fuera. Y no porque fuera un cobarde —agregó, con una repentina fisura de dolor en la voz—. Quiero decir… no es cobardía no querer hacer algo cuando uno sabe que es peligroso, ¿no es cierto? Me refiero a que no es que le tenga miedo a los caballos… es que… no puedo montar esos salvajes que le gustan a Tazey, sé que no puedo. Pero el tío… —Vaciló, avergonzado—. El tío le dijo a mi padre que yo era un cobarde por eso, y un tramposo por escaparme de las prácticas. Yo lo intenté, en serio, traté de trepar cuerdas y escalar paredes y todo eso, pero… no puedo, no puedo. Por eso… por eso fui a buscar al Jefe en el desierto, a Benshar. Porque es… es mejor maestro. Quiero decir, es aburrido, pero cuida de que uno no se lastime, ¿sabéis? Algo que pensé… —Se detuvo, le soltó la mano y seguramente (Halcón oyó los ruidos) se secó rápidamente la nariz con una manga que quedaría todavía más negra que antes.

Halcón de las Estrellas sintió la huesuda manita en la suya, recordó las delgadas piernas, las muñecas diminutas. No tenía la fuerza necesaria para salir ileso de los momentos más peligrosos del entrenamiento, y Nanciormis era obviamente el tipo de maestro que prefiere acusar a sus discípulos del fracaso, jamás a su propia ineptitud y descuido. Era más fácil, pensó ella, recordando sus propias humillaciones en la escuela de guerreros de Lobo del Sol, eludir las prácticas a dejar que se burlaran de uno.

—Lo intenté. —Después, como avergonzado por la forma en que se le quebraba la voz, se volvió hacia una pequeña puerta escondida detrás de una estantería repleta de polvorientos toneles de vino.

—Esperad un minuto.

Ella tomó la lámpara de sus manos y dirigió un haz muy breve hacia los estantes. Como había sospechado por sus recuerdos del convento, además de rojas ruedas de queso cubierto de cera y sacos de harina, guardaban bolsas vacías, cuidadosamente dobladas para las mil necesidades de una cocina. Halcón tomó una, abrió un barril de manzanas secas y metió una docena en la bolsa. Después tomó el cuchillo de manos de Tazey y cortó un pedazo grande de uno de los quesos. Tras introducirlo en la bolsa, que se ató al cinturón, volvió el queso contra la pared para que no se notara el corte hasta que alguien se preguntara la razón por la que todos los ratones y cucarachas de la Fortaleza convergían en aquel estante en particular.

—Cuando huyamos, este lugar va a ser como un partido de polo con un nido de avispas por pelota —susurró. Se sujetó dos bolsas más al cinturón y siguió a Jeryn hacia la puerta apenas entreabierta, detrás de los toneles de vino—. No pienso irme sin algo para comer.

Como había sospechado, el ala abandonada del Palacio estaba tan desierta como las ruinas de Benshar. Aunque ya supieran que ella había escapado, no era probable que registraran la zona antes del amanecer. Moviéndose como un fantasma por entre esqueletos de paredes en ruinas y celdas cubiertas de arena, era fácil comprenderlos. Desde algún lugar de las habitaciones desiertas, olía el vaho leve, nauseabundo de la sangre vieja, como el hedor de un campo de batalla tres días después del combate, y recordaba el horror que habían encontrado ella y Lobo, recordaba los restos de Egaldus, y la sangre de Incarsyn, esparcida no sólo sobre las paredes de la habitación que había sido suya, empapando las sábanas donde todavía yacía la parte mayor de su cuerpo, sino formando un reguero que se deslizaba hacia abajo desde el techo. La habitación estaba en un extremo del ala abandonada, cerca de donde habían muerto Nexué y Egaldus.

Jeryn le susurró al oído:

—El tío Nanciormis… dijo que vio la cara del Jefe. ¿Podría…? ¿No pensáis…?

Halcón de las Estrellas sabía a qué se refería el muchacho, pero deliberadamente respondió como si hubiera entendido mal:

—¿Que podría haber tomado los rasgos del Jefe? —Jeryn, aunque eso no era lo que había querido decir, asintió agradecido por esa hipótesis más esperanzada—. No lo sé. Por eso tenemos que averiguar lo de las Brujas. —Se detuvo, mientras el frío de la noche le mordía el cuerpo por entre los jirones de la camisa desgarrada, irritándole los moretones de la cara y los brazos y resintiéndole los músculos. Cada vez que volvía la cabeza, la cadena hacía una presión fría sobre su cuello—. El Jefe dijo que estaba en un rincón de una gran cocina de adobe, con el techo medio caído y dos hornos en una esquina, uno frente a otro.

Jeryn asintió.

—Sé dónde es.

Tazey miró por sobre su hombro, preocupada. El viento de la noche se había callado y el silencio pendía sobre el ala abandonada como la oscuridad en los ojos antes de que empiecen los sueños.

—No creéis… no creéis que estemos en peligro.

Impasible, Halcón de las Estrellas respondió:

—Dos de tres que estamos a salvo.

—¿Dos de tres?

—Contigo o Lobo detrás de todo esto, no tenemos nada que temer.

Tazey se dio cuenta de que se estaba burlando de ella y sonrió, temblorosa:

—Ah, gracias.

Excepto por las leves y escasas ráfagas de viento que jugaban al escondite bajo la luz de la luna, que caía a franjas por entre las vigas de los tejados derruidos, la oscura cocina estaba en silencio. A pesar de ello, Halcón de las Estrellas esperó un largo rato en el umbral antes de entrar. Recordaba que Egaldus había muerto cuando caminaba de noche por el ala abandonada, y probablemente no iba buscando hierbas. Pero no sintió nada extraño. Levantó la mano para que los chicos la siguieran.

Cuando con la ayuda de Tazey levantó la reja del pozo, las serpientes se agitaban sobre la arena, en la oscuridad, como el susurro de las hojas muertas en el viento. Halcón descubrió la lámpara y la bajó al pozo negro. Algo se retorcía en la oscuridad. Como si hubieran esparcido cuentas desde una bolsa escondida, los ojos de los reptiles brillaron y observaron a las mujeres sin parpadear.

Halcón de las Estrellas respiró hondo. Lobo del Sol le había referido lo que había allí abajo, pero como con los hechizos de miedo que protegían la reja, saberlo no bastaba.

—¿Crees que puedes hacerlo?

Tazey se mojó los labios con la lengua y vaciló un largo rato, mirando a la oscuridad. Después movió la cabeza.

—No sé cómo. Es… sé lo que dicen Lobo del Sol y Kaletha sobre la ilusión, pero… no puedo hacerles creer que un palo es otra cosa y que tu cuerpo es un palo. No sé sentir lo que ellas sienten. Lo lamento, Dama Guerrera.

Miró a Halcón de las Estrellas con miedo y vergüenza, como si esperara que ella la insultase por su fracaso…; Halcón se preguntó por un momento si su padre era el que la había preparado para pensar así. Puso una mano amable sobre su hombro leve y cuadrado.

—Te aseguro que yo no lamento que lo admitas —dijo con franqueza—. Y sobre todo que no estés dispuesta a intentarlo de todos modos. —Se puso en cuclillas, apretó las rodillas y contempló las formas inquietas allí abajo. El zumbido seco de las serpientes de cascabel resonaba contra el techo bajo, aumentando en un crescendo aterrador. Contra su voluntad, Halcón de las Estrellas sintió que se le encogía el estómago—. Y aunque pudieras engañar a las serpientes —dijo—, quedan los escorpiones.

—¿No se puede hacer que las serpientes maten a los escorpiones? —Jeryn se inclinó sobre el hombro de su hermana para mirar hacia el pozo, fascinado—. ¿Hacer que tengan hambre o algo así?

Tazey consideró la posibilidad, mientras Halcón de las Estrellas se tragaba una sonrisa ante la factibilidad de la sugerencia.

—No lo creo —respondió la muchacha, dubitativa—. No sé cómo hacer que piensen o sientan nada. No sé cómo… no sé cómo piensan o sienten.

—Así que eso elimina también la idea de obligarlos a dormir. —Halcón de las Estrellas apoyó el mentón sobre las rodillas y pensó en el asunto a la luz de lo que le había dicho Lobo sobre la magia—. Si es que los escorpiones duermen. Sé que las serpientes duermen, pero los…

—Hey —interrumpió Jeryn bruscamente—. Tazey… tú detuviste una tormenta de viento, o la hiciste soplar en otra dirección. ¿Puedes hacer otras cosas parecidas? Con el aire, quiero decir…

Ella frunció el ceño, extrañada.

—No… no lo sé.

Halcón de las Estrellas ladeó la cabeza.

—¿En qué pensabas, Explorador?

—Bueno, las serpientes no pueden permanecer despiertas de noche… ni los escorpiones… porque hace demasiado frío. ¿Puedes lograr que haga más frío?

—Sí —dijo Tazey, y después se detuvo, desconcertada.

—¿Estás segura? —le preguntó Halcón de las Estrellas.

La muchacha no lo parecía, pero no porque no supiera la respuesta, sino porque se sorprendía de su propia seguridad.

—Sí. Es… es como el viento.

No es una respuesta que tenga sentido para alguien que no nació mago, pensó Halcón de las Estrellas, pero ya había estado cerca de Lobo y de Kaletha lo suficiente para saber que los magos se hablaban unos a otros en una especie de lengua abreviada, con claves mínimas sobre hechos y cosas inexplicables para los que no los han sentido.

Tazey se acercó más al borde y apoyó el mentón sobre las manos plegadas. Jeryn dio paso hacia atrás, consciente por instinto de que debía quedarse absolutamente en silencio. La muchacha cerró los ojos.

Halcón de las Estrellas sabía que no podía afirmar que era capaz de sentir, como Lobo, el momento en que había magia en el aire. Lo único que veía era a una jovencita con unos pantalones viejos y desvaídos y una camisa negra demasiado grande para ella, la cabeza inclinada y el cabello color azafrán cayéndole sobre la cara, hundida en un trance autoinducido de concentración. Pero vio cómo se alzaba lentamente una niebla leve y fría sobre las sombras negras del pozo, algo semejante a la neblina del suelo en una mañana de invierno, y sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Jeryn dio un paso atrás, con la cara iluminada en una breve expresión que no era exactamente miedo, ni tampoco pena, mientras observaba a la extraña hechizada que una vez había sido su hermana.

Los instintos de Halcón de las Estrellas le aconsejaban que arrojara algo al pozo para asegurarse de que el frío causaba algún efecto sobre las cosas horrendas que se movían en el fondo. Pero por sus antiguos días de meditación, sabía con qué facilidad se podía romper la desesperada concentración de la muchacha. También sabía que no había forma de saber con certeza cuánto duraría el hechizo. Le tendió la lámpara a Jeryn y se metió el cuchillo de Tazey en el cinto. Con una plegaria mental a la Madre y a cualquiera de sus antepasados míticos y de los de Lobo del Sol, que pudiera estar escuchándola, se deslizó hacia la oscuridad aferrándose al borde con las manos.

Se balanceó allí por un momento, tratando de percibir algún ruido de escamas rozando el suelo de arena. Nada llegó a sus oídos, sólo el silencio. Y cuando se dejara caer, se preguntó, ¿eso no rompería la concentración de Tazey?

Como decían los mercenarios, sólo había una forma de averiguarlo.

Aterrizó bien, con las rodillas dobladas, como sobre un resorte silencioso. La luz osciló sobre su cabeza mientras Jeryn descendía llevando la lámpara en la mano. El resplandor paseó sobre los lomos escamosos, negros, castaños, decorados con dibujos parduscos o brillantes como el aceite y las perlas. Una enorme cobra sacó la lengua para su estupor. Eso fue todo.

El frío era increíble en el pozo; cortaba como una aguja de hielo a través de los jirones de la camisa de Halcón de las Estrellas, congelándola hasta los huesos. Le dolían los senos y se alegró del poco calor que le brindaba el metal caliente de la lámpara tan cerca de sus dedos. Incluso en la sequedad del desierto, su aliento era una nube blanca de vapor en el aire oscuro. De puntillas para no pisar a ninguna de las serpientes, cruzó la habitación y tuvo el cuidado de colocar la luz lejos del nicho para que el calor de la llama no despertara a los escorpiones dormidos. Para cuando llegó a los baúles, temblaba de un modo incontrolable.

Los escorpiones cubrían los cofres y la viga que había por encima como placas de metal cosidas sobre un vestido. Halcón de las Estrellas se detuvo un instante, frotándose las manos desnudas, asqueada por lo que tenía que hacer. O lo hago o volvemos por donde hemos venido y pensamos en otra cosa, se dijo. Después de las cucarachas que había en la celda y los chinches de muchas fondas donde has pernoctado, no es momento de ponerse quisquillosa. Con los dedos rígidos, tendió la mano, tomó un cuerpo de eslabones castaños apoyado sobre el cierre del baúl y lo tiró a un costado. El bicho aterrizó en un rincón con un plop audible. Ninguno de los otros escorpiones se movió.

Halcón de las Estrellas supuso que había hecho cosas peores en sus ocho años de soldado; recordó la ocasión en que había recuperado el cofre de oro que un habitante de una ciudad saqueada había dejado caer en la letrina detrás de la alcaldía. Pero temblando en la oscuridad hechizada y fría, esperando siempre el aliento cálido que le dijera que la concentración de Tazey se había roto y que ella ya había muerto, no pudo rememorar muchas.

Había trece libros en un baúl, cinco en el otro. Dos eran tan grandes e incómodos que solamente podía llevarlos de uno en uno, caminando con cautela sobre la repugnante alfombra, para alcanzárselos a Jeryn. Tenía las manos torpes por el frío, le costaba cerrarlas sobre los pesados volúmenes que le pasaba al muchacho en grupos de dos o de tres, rezando para que no hubiera escorpiones escondidos entre las cubiertas, escorpiones que pudieran revivir en el aire cálido de más arriba. No era probable… los baúles parecían seguros y habían protegido los libros de la humedad, la arena y los típicos bichos de los lugares deshabitados. Cuando terminó, cerró los baúles de nuevo, sacó una cascabel de dos metros que se había enredado en la base de la escalera y salió del pozo con la lastimada carne temblando por algo que era mucho más que frío.

Jeryn la miraba, los ojos muy abiertos de respeto. Ella sacudió con suavidad a Tazey para hacerla salir del trance y el muchacho murmuró:

—Sois mucho más valiente que tío Nanciormis… más valiente que mi padre.

—Es sólo porque tengo ocho años de experiencia en saqueos —dijo Halcón de las Estrellas—. Ahora, por el amor de la Madre, revísame la espalda por si acaso llevo encima alguna de esas cosas y salgamos de aquí lo antes posible. Nos queda mucho que hacer esta noche.