13

Bajo el brillo cruel del sol de la tarde, Benshar parecía un cementerio de elefantes, como si las casas se hubieran arrastrado de algún modo hasta la base de los ennegrecidos riscos para morir. El viento se burlaba entre las paredes de piedra derrumbadas, y ni siquiera lo interrumpía el zumbido de una víbora de cascabel; remolinos de polvo se perseguían unos a otros como lunáticos fantasmas. Las pocas partes de las casas que todavía podían preciarse de tener techo, miraban a los dos exploradores desde ventanas como cuencas oscuras en el centro de una calavera.

La yegua de Halcón de las Estrellas se asustó sin razón aparente y levantó la cabeza, con las orejas girando como hojas en un huracán; la mujer se inclinó hacia delante y acarició el cuello cubierto de sudor. Pero no hizo ningún ruido.

A pesar de la atención que prestaba, Lobo del Sol no oía nada, ningún eco desde ninguno de los tres cañones serpeantes ni desde las masas de rocas más abajo.

Pero sabía que estaban allí, esperando.

Habían estado esperándolo desde que se marchó.

El viento zumbó en sus oídos cuando hizo girar a su caballo hacia la boca abierta y ancha del cañón central. Halcón de las Estrellas lo siguió sin decir una palabra; el velo azul de sombra los cubrió apenas atravesaron el angosto portón de la boca del cañón. En el aire tembloroso y caliente, las rocas olían a demonio.

Ninguno de los dos habló. Habían cabalgado juntos demasiado tiempo y no necesitaban palabras; los dos sabían que, pasara lo que pasase, ella no debía perderlo de vista.

Un poco más allá de la boca del cañón, un estrecho sendero subía hasta lo alto del muro, a una especie de terraplén sobre los primeros pisos de las fachadas que se alzaban al fondo. Lobo del Sol había explorado esa parte en su primer viaje a la Ciudad abandonada. Sabía que en algunos puntos, a lo largo de la calle principal del cañón, había huesos apiñados, restos de gacelas, cabras montesas y ganado perdido que habían caído al cañón desde el acantilado. Al principio del sendero encontraron una pequeña pila de bosta de caballo. Un caballo alimentado con grano, pensó Lobo del Sol, desmenuzando las pequeñas bolitas con una rama, no un caballo salvaje que comiese plantas silvestres. Se acomodó los velos sobre la cara y guió a su montura sendero arriba. Más adelante encontraron huellas de cascos.

Lobo del Sol no sintió ni sorpresa ni triunfo por haber acertado. En cierto modo, era el único lugar al que podría ir Tazey aunque su propósito fuera destruirse. Aunque ni su madre, ni su abuela ni la abuela de su abuela hubieran conocido la ciudad que hechizaban los demonios, ella sabía que era su heredera.

—Podría estar arriba o abajo —dijo Halcón. A pesar de que habló en voz muy tenue, ésta rebotó con un eco horrendo en las paredes.

—Hay media docena de caminos desde el fondo del cañón hasta lo alto. —Lobo del Sol miró sobre el borde hacia la calle embaldosada, medio sepultada bajo gran cantidad de cantos rodados, serpeando sobre el curso olvidado del viejo arroyo—. Nos quedaremos arriba.

Halcón de las Estrellas asintió. No era conveniente separarse para buscar mejor. No en Benshar.

A pie y con los caballos nerviosos llevados de la brida, empezaron a subir el sendero.

Lobo del Sol sabía por sus exploraciones anteriores que el camino no era ni estrecho ni intrínsecamente peligroso. Por encima y a su alrededor se alzaban agujas y bóvedas de piedra rosada, talladas en bajorrelieve, finas como encaje; aquí y allá, se arqueaban escaleras que llevaban a umbrales y columnas bajo baldoquines de parras de piedra. Lobo y Halcón llevaron sus caballos hasta el borde del sendero y miraron a través del cañón hacia los pliegues sombríos de roca, las puertas sin vida, y abajo, hacia las adelfas muertas junto al cauce estéril y las blancas pilas de huesos.

—¿Por qué? —preguntó Halcón de las Estrellas en voz baja—. Los demonios no son criaturas de carne y hueso, ¿no es cierto? No pueden comer lo que matan, si es que lo matan.

Lobo del Sol meneó la cabeza. Echó una mirada atrás, a la cara impasible y serena enmarcada por los blancos velos, y supo que ella no podía estar sintiendo lo mismo que él. Tal vez notase que la observaban, pero no podía tener la terrible sensación de que ya la conocían. En el límite de su frecuencia auditiva, detectaba el susurro de los demonios, como el viento del cañón agitando la crin de su caballo, palabras demasiado bajas para poder comprenderlas. Tuvo miedo de escuchar más de cerca. Sintió que se le tensaba la mano sobre las riendas; bajo los velos, el sudor resbalaba por su rostro.

—No sé lo que son, Halcón —replicó—. Sé que hay demonios que muerden, así que pueden causar daño físico. Todo el mundo sabe que los demonios arrastran a los hombres a la muerte en los pantanos o en el desierto. Pero… nadie me dijo nunca la razón por la que lo hacen.

El alarido llegó en el mismo instante en que su caballo rodado, aterrorizado, alzó la cabeza bruscamente. El cuero de la rienda tiró de sus manos, y él se cogió al bracillo del freno. Desde la parte superior del sendero el eco de unos cascos rompió el aire sombrío, cerrado. Ocupado en impedir que, llevado por el pánico, su caballo se lanzara a la carrera, Lobo no pudo volverse para ver lo que pasaba, así que la pequeña yegua baya se abalanzó sobre ambos antes de que él o Halcón de las Estrellas pudieran apartarse para dejarla pasar.

Lobo vio la yegua por el rabillo del ojo, bajando hacia ellos con el morro manchado lleno de espuma y los flancos cubiertos de sangre. Todo pasó en unos instantes… Lobo esquivó a duras penas el impacto cuando la yegua golpeó a su montura, los ojos blancos rodando en un terror enloquecido. La espuma le salpicó la cara, y quedó atrapado entre los dos cuerpos enzarzados en una desesperada lucha de cascos. Con las manos llenas de bridas y orejas y la boca asfixiada con crines polvorientas de yegua, durante un segundo Lobo apenas si pudo hacer otra cosa que aferrarse a la cabeza de su propio caballo. Halcón de las Estrellas, que podía resultar brutal cuando estaba en peligro, había girado en redondo y, haciendo palanca, sujeta a la brida de su yegua, arrojó al animal enloquecido contra la pared del cañón que quedaba a la derecha. Medio aplastado y sin alcanzar el suelo con los pies, Lobo la vio a través de un remolino de velos y polvo. La yegua estaba de su lado ciego, al igual que el borde del precipicio. Un segundo después oyó un crujido, rocas que caían, el alarido frenético de la yegua, y después un golpe, y luego otro en algún lugar allí abajo, en el fondo del cañón.

Después, nada.

Lobo aflojó las manos que aferraban la mandíbula de su potro, y la bestia levantó la cabeza en un relincho salvaje, pero no hizo ningún movimiento para huir o para defenderse. Se quedó allí, temblando, mientras él se acomodaba los velos para poder ver. Todavía estaba sobre el sendero, ni siquiera se había acercado al borde. Halcón de las Estrellas llegó corriendo hasta él, llevando de la brida a su yegua, que tropezaba sobre las piedras. Si la hubiera dejado ir para ayudar a Lobo, hubieran perdido su montura, como había ocurrido con la yegua. A pesar de que una parte de él se sentía ofendida por el hecho de que ella no había corrido en su ayuda, se dio cuenta con amargura de que Halcón de las Estrellas nunca perdía la conciencia de lo que era esencial en cada momento.

—¿Estás bien? —le preguntó ella.

Él se miró, cubierto de polvo y suciedad, sangre de yegua y sudor. Se pasó una mano por la cara.

—No me he sentido mejor desde que me atacaron dos o tres osos al mismo tiempo.

—Me alegro. —Halcón se acercó al borde del precipicio.

La yegua yacía muerta sobre las rocas del fondo. Algo parecido al calor había empezado a bailar sobre el cuerpo retorcido, pero incluso a aquella hora de la tarde las sombras del cañón eran profundas. La yegua yacía de espaldas, y un pequeño velo blanco flotaba en el viento debajo del animal.

A pesar de que Lobo sabía que era imposible que el cuerpo de Tazey hubiese quedado sepultado bajo el del caballo muerto, incluso aunque ella no hubiera atinado, como cualquier jinete hubiese hecho, a soltarse de la montura en una caída de quince metros hasta el fondo del cañón, sintió un profundo escalofrío. Echó una mirada a Halcón de las Estrellas.

Ella meneó la cabeza.

—La silla estaba vacía.

Él volvió a mirar la yegua. La sangre chorreaba por sus flancos, sucia de polvo y sudor, y ya tenía casi todo el cuerpo cubierto por una capa roja. El olor se elevó hasta ellos desde el polvo caliente y la dulzura seca e incongruente de la salvia. Después, Lobo levantó la cabeza y vio a Tazey, de pie, unos diez metros más allá.

Estaba justo en el lugar en el que el sendero rodeaba una gran roca color ámbar que sobresalía de la pared del cañón. Tenía las manos apretadas sobre la boca; el cabello color miel le colgaba enredado y sin velos sobre la desvaída camisa rosada y sobre los pantalones y botas de muchacho, polvorientos y raídos. Cuando él la vio, ella se volvió para salir corriendo.

—¡Tazey!

Ella se detuvo; la cara, un óvalo blanco y borroso en la sombra azul de las rocas. Le temblaba la voz:

—Por favor, marchaos.

Lobo del Sol se enderezó y pasó la rienda de su caballo a Halcón de las Estrellas.

—No seas estúpida.

—No puedo… —Ella tragó saliva. Entre el polvo y las sombras de agotamiento que los rodeaban, sus ojos jóvenes parecían casi transparentes—. No quiero haceros daño.

—Dudo que pudieras, Tazey. —Lobo del Sol caminó hacia ella, lentamente, para no asustarla, pero ella no huyó. El silencio triste de la ciudad presionaba la conciencia de Lobo, como los muertos que miran con los ojos abiertos desde sus tumbas. Con el silencio, Lobo sentía la punzada terrible y extraña de otro presentimiento que lo había acompañado desde el mediodía—. Viene otra tormenta. Esta noche, tú lo sabes…

—Sí —musitó ella—. Pensé… —Se le quebró la voz—. Empezó con la tormenta. Nunca debí haber tratado de detenerla.

—Dado que salvaste la vida de Halcón además de la tuya, celebro que lo hicieras. —Él se llegó hasta la joven. Cuando le puso la mano en el hombro, la muchacha empezó a temblar. Tazey era tan diferente ahora, estaba tan lejos de aquella niña hermosa que había bailado la danza de la guerra… El corazón de Lobo se llenó de dolor por ella—. ¿Por qué podrías querer lastimarme, Taswind?

Ella meneó la cabeza. Lo miró con angustia. Las lágrimas se deslizaban lentamente por el polvo que le cubría la cara.

—¡No lo sé! —Se pasó la mano por la mejilla para borrarlas y empujó hacia atrás algunos mechones de cabello para mirarlo—. No quiero, no… no conscientemente. Las Brujas de Benshar…

—¿Entonces viste los libros de Kaletha? —le preguntó Halcón de las Estrellas con una voz tranquila, como si le preguntara por el clima, mientras llegaba hasta ellos con los dos caballos de la brida.

Eso detuvo a Tazey. La intriga y la curiosidad reemplazaron a la desesperación en sus ojos perseguidos. Meneó la cabeza.

—No, yo… —Tragó saliva, y el miedo y el dolor volvieron a invadirla junto con un conocimiento que ninguna niña de dieciséis años debería tener que soportar—. Las Brujas de Benshar… el tío Nanciormis me habló de ellas. Él las conoce, como mamá, un poco. Dijo que en el culto, en el aquelarre de la familia… No siempre sabían que eran ellas, ¿sabéis? La gente que odiaban, la gente que las enojaba, la gente que se interponía en su camino, moría, pero ellas… ellas al principio ignoraban que eran ellas mismas las causantes. Ignoraban que tenían el poder. Solamente después, una vez que lo aceptaron e hicieron uso de él… Pero empezaba con sueños…

Respiró hondo, tratando de tranquilizarse, y volvió a limpiarse la cara, convirtiendo el sudor, las lágrimas y el polvo en manchas parduscas sobre las mejillas pálidas. Le temblaban los dedos; los unió y los apretó con fuerza unos contra otros para que no se movieran.

—Tuve miedo de que estuviera pasando eso cuando el obispo… El amigo de mi padre estaba con él por casualidad. Yo no tenía nada en contra de Egaldus, nada de nada, pero había tanto poder en el aire esa noche, tanta… tanta violencia. Vos también lo sentisteis, vos lo sabéis. Podría haber sido cualquiera. Soñé cosas horrendas…

Los ojos verdes lo miraban, muy abiertos.

—No quiero ser como las Brujas de Benshar. Nunca quise. Y después, tío Nanciormis…

—Si quieres saber mi opinión —intervino Halcón de las Estrellas con sequedad—, tu tío Nanciormis era el único que se merecía lo que casi le pasó.

—¡No digáis eso! —susurró Tazey, frenética—. No…

Lobo del Sol dijo con dulzura:

—Pensé que Nanciormis te gustaba.

La voz de ella luchó hasta convertirse en un hilo.

—Sí. —Apretó ambas manos sobre la boca—. Sí, me gustaba. No sé. Ahora…

Con firmeza y cuidado, Lobo del Sol le pasó el brazo sobre los hombros. En aquel punto del sendero no había casas y, de todos modos, no hubiera sido seguro entrar en ninguna, pero cerca del morro saliente de una roca erosionada, había un banco esculpido en un nicho bajo una guirnalda de violetas de piedra. Lobo se sentó allí, acunándola contra su pecho, hasta que la muchacha dejó de temblar.

Finalmente la joven logró decir:

—Tío Nanciormis… vino a verme después… después de lo de Incarsyn, anoche… —Levantó la cabeza y se sacó otra vez el cabello de la cara con un gesto brusco—. Dijo… dijo cosas. Él… él… —Las palabras se le atragantaban en la boca.

—¿Sobre lo que significa ser una bruja? —Ella meneó la cabeza con violencia, demasiado rápido, pensó Lobo del Sol.

—Pero después de eso… lo odié. Y esa misma noche… unas horas después… —Volvió a sacudir la cabeza; el cabello seco silbó junto a la cara sin afeitar de Lobo y las lágrimas volvieron a correr por las mejillas sucias—. Está creciendo en mí, Lobo del Sol, ¡y yo no quiero ser así! Tengo mucho miedo. Todo el mundo se enoja con la gente, todo el mundo odia a otros a veces. Yo también. Pero desde la tormenta, desde que soy maga… —Se aferró a él con desesperación, sollozando sobre los velos polvorientos que yacían sobre los grandes hombros del capitán. Él le acarició la espalda sacudida por el llanto, y la meció como hubiera hecho con un niño pequeño, hasta que los sollozos disminuyeron.

Por fin, le preguntó:

—Tazey, dime, ¿eras consciente de que tu odio iba dirigido a alguien? ¿O solamente crees que fuiste tú porque odiabas a algunas de las personas que murieron?

Ella levantó la cabeza de su hombro, los ojos enrojecidos.

—Tío Nanciormis… No hace falta saber. No hace falta hacerlo conscientemente. Ni siquiera se ve en los sueños, por lo menos no al principio, me dijo. Tengo que ser yo. Empezó a pasar desde lo de la tormenta.

—No es cierto —dijo Lobo del Sol con tranquilidad—. La mañana en que Halcón y yo llegamos a Tandieras, encontré unos pájaros muertos en el ala abandonada. Algo estaba creciendo ya entonces, antes de que tú usaras tus poderes. —Miró aquel rostro desesperado y con un pulgar sucio enjugó las lágrimas que quedaban bajo los ojos—. Entonces todavía era débil… no podía hacer daño a un ser humano. Más tarde, creo que Halcón de las Estrellas sintió algo, tal vez dirigido contra ella, tal vez contra mí… tal vez suelto en la oscuridad. Pero ahora ha crecido mucho. —Volvió a acariciar los rizos enmarañados de la muchacha—. Dime algo, Tazey. ¿Tu madre conocía el culto secreto de las Hembras de Benshar?

Ella se quedó allí, sentada, quieta, durante mucho rato, los ojos siempre fijos en las hebillas del jubón de Lobo. Pero las palabras sobre los pájaros muertos y lo que había sentido Halcón de las Estrellas junto al portón en la primera noche parecían surtir efecto. Cuando la princesa volvió a hablar, tenía la voz débil pero serena.

—No lo sé. Yo tenía siete años cuando murió mi madre. El tío me dijo que… que las muchachas de la familia no podían iniciarse en el culto hasta que les llegaba el primer período. Así que no sé nada al respecto.

—¿Y tu madre?

Hubo otro largo silencio y el viento resonó con suavidad por los cañones, y los caballos torcieron orejas nerviosas. Finalmente, Tazey agregó:

—Mi madre, padre siempre lo dice, mi madre era dulce y buena. Pero… —Levantó la vista para mirarla—. No sé si para los hombres es lo mismo. Pero nosotras… sé que nosotras… las mujeres, podremos ser dos o tres cosas, quiero decir realmente ser esas cosas, con sinceridad y a un mismo tiempo. Yo sé lo que soy por dentro, y no es… no es como trato de ser con la gente. Y las cosas que creo que sueño y quiero de noche no son las cosas que quiero de día.

Se quedó callada. Lobo del Sol la abrazó de nuevo y la sostuvo como a una niña pequeña, pero su mente ya estaba en otras cosas. El viento traía el susurro quemado del polvo, la tensión de la tormenta lejana, y el regusto negro y dulzón del olor de la sangre de la yegua, que todavía impregnaba sus ropas. Durante la Gran Prueba había visto las profundidades de su propia alma, y la visión de lo que acechaba allí dentro, aunque muy rápida, había sido suficiente para convencerlo de que no había acto alguno imposible de concebir.

Acurrucada entre sus brazos, Tazey susurró:

—Deberíamos irnos. Podemos volver a Tandieras antes de que llegue la tormenta, si nos vamos ahora mismo. Yo… no tengo caballo…

—Puedes ir con Halcón —dijo Lobo con suavidad—. No sé qué está pasando, pero sea lo que sea, la clave está aquí, en Benshar. —Levantó la vista hacia Halcón de las Estrellas, que aguardaba en silencio con el hombro contra el pilar de piedra arcillosa del nicho—. Esta matanza no va a terminar hasta que sepamos por qué empezó. Me quedaré aquí esta noche.

Los preparativos para el regreso por el desierto fueron rápidos. Halcón de las Estrellas y Tazey tendrían que ir más despacio ahora que tenían un único caballo para las dos, y la tormenta llegaría antes de medianoche, pensó Lobo del Sol.

Mientras Tazey llenaba los odres de cuero en los depósitos de roca cerca de la entrada del cañón, Halcón de las Estrellas caminó hasta donde estaba Lobo, sentado sobre el pilar roto y erosionado de una balaustrada, esculpida como una tsuroka directamente sobre la arcilla de la pared del risco. Él levantó la vista al oír sus botas sobre la grava.

—¿Qué pasa? —le preguntó Halcón con suavidad, y él meneó la cabeza, porque ni siquiera estaba seguro de si había oído algo en el murmullo del viento contra las rocas. El aire ya traía consigo la sensación de la noche, aunque sobre las altas paredes de los cañones, el cielo brillaba como acero pulido. Tal vez habían sido solamente los sonidos del viento, después de todo.

Ella se puso en cuclillas a su lado.

—Jefe —dijo con su voz tranquila—. Tengo un mal presentimiento sobre esta noche.

Él no la miró. Mantuvo su único ojo sobre el cañón, pero sintió el roce del hombro de Halcón contra su muslo.

—Creo que el corazón de la tormenta se dirige otra vez hacia el sur, sobre el desierto —dijo—. Y si no llegáis a tiempo a la Fortaleza, Tazey podrá manteneros a ambas a salvo.

—No es eso. ¿Recuerdas aquella vez en que nos atraparon, durante el sitio de Laedden, cuando estalló la peste en la ciudad? ¿Recuerdas a la gente en la plaza, cuando lincharon a aquel chico tonto que dibujaba con tiza en la calle, porque alguien dijo que era culpa suya?

Lobo del Sol asintió. Había dado orden a sus hombres de no intervenir en el tumulto cuando dos de ellos quisieron rescatar al muchacho: sabía que una acción como aquélla podía provocar la muerte de toda la compañía. Se habían quedado en una taberna. Y el agotar el contenido de las botellas de los estantes no le había ayudado demasiado.

Halcón de las Estrellas siguió con lo suyo.

—Sentí algo parecido ayer en el Salón. Si Nanciormis sabe lo de las Brujas, seguramente habrá más gente que esté al corriente.

El resplandor bruñido del desierto volvió a la mente de Lobo, la dureza arenosa del viento golpeando las paredes de la torre de vigilancia, mientras él, Kaletha y Tazey permanecían allí observando la columna de polvo que avanzaba desde el sur. Los únicos brujos que quedan en Benshar, había pensado él: él, la mujer, la muchacha.

—Eso me da más razones para pedirte que vigiles a Tazey una vez estéis de regreso —contestó.

Halcón de las Estrellas asintió; ya había pensado en ello.

—Cuando vuelvas —dijo ella después de un momento—, no vengas a las torres. Entra por el ala abandonada; hay portones en la parte de atrás. Espérame en la celda que queda detrás de la que ocupábamos. Está lo suficientemente cerca como para poder reunir las cosas y el dinero que escondimos detrás del ladrillo y escapar.

Él volvió la cabeza y pensó en la mujer que estaba en cuclillas a su lado, toda ella pura acción, inclinada para mantener el equilibrio sobre los tobillos, las manos morenas una sobre la otra, tan largas como las de un hombre, pero más delgadas. La cara, como siempre, no tenía expresión, excepto por el movimiento de las ideas detrás de los ojos color peltre.

—¿Crees que las cosas pueden terminar así?

—No tengo razón para no creerlo —replicó ella—. Y no tiene sentido correr riesgos. —Se enderezó en un único movimiento lleno de gracia.

Ella lo habría seguido —y lo había hecho— hasta el Infierno Frío y de vuelta a la Tierra, pero él sabía hacía ya mucho que nunca la vería mostrar ansiedad alguna por su seguridad.

—¿Crees que si te quedas aquí de noche averiguarás lo que hay detrás de esto?

—Tal vez no. Pero te aseguro que algo averiguaré.

El crepúsculo llegó temprano a los cañones, filtrando una penumbra que se hacía más profunda en las masas de roca partida de las paredes, mientras el sol brillaba todavía en el polvo que levantaban Halcón de las Estrellas y Tazey a lo lejos. Al pie del cañón central, Lobo del Sol encontró un pequeño templo cuyo santuario interior se podía cercar con una barrera de arbustos espinosos y escombros. Se pasó una hora marcándolo con todos los hechizos que sabía, los Círculos de Luz y Oscuridad y todas las Runas de Guardia. No sabía si lo que hacía era correcto, pero trabajó con lentitud, con cuidado, concentrando todos sus poderes en la tarea. Se sintió muy cansado cuando terminó, como si hubiera realizado alguna tarea física, y se sintió inquieto cuando al levantar los ojos hacia la franja cada vez más tenue de luz por encima de su cabeza, vio que había perdido más tiempo del que creía. Dio de beber a su caballo en uno de los depósitos rotos del cañón del oeste, lo alimentó, después lo maneó y lo ató en el santuario, hizo una barricada en la puerta y escribió signo tras signo sobre ella: de ilusión, de guardia, de luz.

En la media oscuridad de los corredores silenciosos de roca, caminó por el cañón central hacia el último palacio.

Nada murmuraba ahora desde las cuencas vacías de las puertas y ventanas; nada más que silencio lo aguardaba en la oscuridad eterna bajo los cipreses retorcidos. En las sombras cada vez más negras, la fachada esculpida que se alzaba al final del cañón parecía del color de la sangre seca y vieja.

Lobo subió los escalones. Allí, solos en la antigua ciudad, los conquistadores que llegaron del otro lado de las montañas no se habían limitado a tirar puertas abajo para saquear los interiores. Esas escaleras habían sido guardadas por una doble hilera de estatuas al acecho, leones y leopardos, probablemente. Les habían destrozado deliberadamente las patas y las cabezas, y no con golpes aislados: habían sido literalmente pulverizadas, pues no había fragmentos sobre los escalones de arcilla. Una de las bestias conservaba parte de una garra. Lobo del Sol vio que la garra tenía la forma de una mano de mujer.

No tenía dudas del sitio que buscaba dentro del palacio. La pequeña puerta a la derecha de la gran entrada lo llamaba constantemente, como la boca de una tumba en una pesadilla, una tumba que en el sueño uno sabe que es la propia. Él había oído surgir de allí la voz de Halcón de las Estrellas aquella primera noche. Ahora solamente había silencio, el temblor leve de sus propios pasos y el murmullo distante del viento en los cañones.

Como mago, veía claramente en la oscuridad interior del corredor que comenzaba al otro lado de la puerta, pero a pesar de ello conjuró la luz mágica. Desde los frescos desvaídos de las paredes, lo miraron ojos de mujer, oscuros, sabios, divertidos. Se abrió una habitación ante él, y se detuvo sobre el umbral pintado. El olor horrendo del mal lo golpeó en la cara como un vaho sólido.

No debería estar aquí, pensó mientras su corazón se lanzaba hacia delante y empezaba a latirle con fuerza contra las costillas. Debería irme RÁPIDAMENTE y dibujar los Círculos a mi alrededor…

Pero eso era una tontería. Si lo hacía no averiguaría nada, ni sobre Tazey ni sobre la extraña sensación de que era a él a quien buscaban…

¿Para qué?

La habitación se extendía frente a él. Estaba vacía, completamente vacía como un granero desierto. Bajo la radiación azulada de la luz mágica, parecía decir:

—¿Ves? Aquí no hay nada que temer.

Y sin embargo, el olor estaba allí, tan agudo y terrible para Lobo como el olor de la sangre.

Con el aliento rápido y leve, y el instinto de treinta años de guerra agarrotándole las entrañas, avanzó lentamente hacia el centro.

En el otro extremo había una puerta excavada en una pared, una puerta cerrada, ruinosa, vieja como el mundo. En medio de la cámara vacía había habido una vez un altar de piedra del que sólo quedaba la base, como un tocón de árbol. Como a las estatuas de fuera, lo habían destrozado violentamente. Lobo del Sol se obligó a dar un paso hacia él y vio que hasta los triunfadores que habían hecho aquello se habían sentido demasiado asustados y no habían permanecido lo suficiente en la habitación para terminar bien su tarea. Todavía se veían fragmentos del friso. Sintió un escalofrío y desvió la vista.

La dama Illyra no había dicho nada sobre las costumbres de los cultos internos de las Casas shirdar, pero él sabía que aquella habitación había sido el templo central. Lo que hacían, fuera lo que fuera, se hacía allí, en ese lugar.

Frente al altar había una fosa de unos dos metros de profundidad, cavada en el lecho de roca, aunque la grava y la suciedad de décadas había cubierto el fondo.

Aquí, pensó Lobo del Sol, odiando el lugar, pero sintiéndose atraído hacia el borde contra su voluntad. Aquí.

Se arrodilló y se aseguró de la resistencia del borde. Después respiró con fuerza y se dejó caer al pozo.

Como si el pozo hubiera estado lleno de agua invisible, sintió la presencia de los demonios. Los sentía bajo sus pies a través de las suelas de las botas, los sentía deslizarse como peces fosforescentes dentro de las paredes de rocas que lo rodeaban. Cuando se arrodilló para apoyar las manos sobre la grava del piso, sintió que su alma se encogía como si estuviera tocando hierro al rojo vivo.

A través de las manos sentía el murmullo de sus mentes, ruidos sin sentido, como el murmullo gutural del viento sobre la tierra. Su entendimiento huía de ellos, retrocediendo como un amante que huye de un éxtasis demasiado intenso. Después inclinó la cabeza, y su cabello largo, cada vez más ralo con los años, le cayó alrededor de la cara. Se obligó a relajarse, a oír.

Tal como había pensado, ellos conocían su nombre.

No fue más que un roce; cerró su mente de un portazo y se puso en pie con rapidez, sacudiéndose como si se hubiera quemado. Miró hacia abajo y vio un brillo sucio que fluía como agua a través de la grava que pisaban sus botas. De un salto, se aferró del borde del pozo y salió. Por alguna razón la luz mágica había desaparecido, pero ahora parecía que cada una de las fisuras de la pared del templo y cada una de las sombras del altar roto brillaran con algo que no era luz. Lobo los sentía claramente en el pozo, sentía cómo surgían de la tierra y lo miraban con una sabiduría fría y hueca en los ojos muy abiertos.

Retrocedió unos pasos hasta el altar; quería correr, pero en un rincón sereno de su mente sintió que era demasiado tarde. Ningún Círculo que pudiera trazar tendría la fuerza suficiente.

Como esqueletos de cristal, los demonios volaban por el aire, sobre el pozo rectangular. Una risa hinchada temblaba en el límite de su conciencia. Le parecía oír la voz despectiva de Kaletha, el rudo aullido de su padre y el borracho farfullar de Osgard. Y había más voces entremezcladas: la risita de Altiokis, el Mago-Rey, y la carcajada cáustica de Sheera de Mandrigyn. Como un líquido negro que burbujeara hasta la superficie desde la oscuridad de sus sueños, sintió los viejos odios, viejas riñas y resentimientos del pasado, creciendo en él al ritmo de aquel sonido.

Los demonios brillaron con más fuerza. El anillo se cerró a su alrededor.

Otras cosas pasaron por su mente, como un líquido pestilente filtrándose por las paredes de sus pensamientos… lujurias oscuras y recuerdos de mujeres violadas en la furia y el triunfo del saqueo de una ciudad, después de una batalla. Lo recordaba todo, cosas que sabía que había hecho, cosas crueles, estúpidas, brutales, cosas que se hacían porque en la lucha se había estado muy cerca de la muerte y la mente había deseado poder, como el cuerpo moribundo de un hombre desea el agua de la vida. Pero ahora veía esas cosas y no sentía horror ante lo que le había hecho a otros, sino un placer animal frente al olor de la sangre.

Alzó la mirada y vio los ojos de los demonios a su alrededor. Eran amarillos, como el ojo que le quedaba.

Habían estado fríos, pero ahora, a medida que se congregaban, cada vez más cerca, los miembros, encogidos como las patas de las arañas, brillaban con un reflejo de calor. Ya no eran totalmente transparentes, y el frágil ectoplasma mostraba colores pálidos, sangrantes, como acuarela sobre vidrio. Tenían las bocas abiertas, y vio sus dientes fantasmales, rojos como si hubieran estado desgarrando carne viva.

Como un sonido que saliera de miles de agujeros de bronce pulido, los oyó murmurar: Tómalo. Es tuyo.

El poder surgía como el calor palpitante de la lujuria de su propia carne… poder para destruir y desgarrar, poder para dominar los vientos. Se vio a sí mismo aplastando la cara de Osgard solamente por el placer de verlo retorcerse; sintió el fuerte deseo de tomar para sí lo que guardaban los libros de Kaletha, no porque lo deseara realmente, sino porque ella lo quería; el deseo de atraparla y castigarla como la ramera barata que era; el deseo de conquistar una ciudad entera por su propio placer y hacer que sus gordos burgueses se arrastraran por el suelo y le ofrecieran oro, mujeres, más poder… poder por el poder mismo, un poder que le calentara la sangre como el brandy, el poder de los que han nacido para la magia. Logró susurrar:

—¡No!

Aquellos dedos frágiles lo tocaron. El apetito de poder le sacudió el vientre y el lugar ardiente entre las piernas y la mente, y los demonios aullaron y le devolvieron el eco de ese apetito aumentado en miles de veces. Estaban famélicos, desesperados, y su hambre quemaba la piel de Lobo como fuego sobre madera seca.

Aliméntanos, susurraron, y nosotros te alimentaremos.

Él gritó de nuevo:

—¡NO!

Y esta vez su voz ronca, estridente como el grito quebrado de un buitre, rebotó contra el techo de piedra y corrió por los oscuros corredores pintados. Él se volvió desde el altar destruido y huyó a ciegas por la puerta interior, tropezando en el negro corredor que se abría más allá, mientras los demonios lo perseguían en una niebla brillante, como perros hambrientos olfateando el olor del miedo.

Los sentía por todas partes en la oscuridad circundante. Aun huyendo de ellos, con el corazón palpitante de terror, Lobo del Sol mantenía la calma fría de la batalla que más de una vez le había salvado la vida. Sabía que tenía que girar a la izquierda y avanzar hacia el gran vestíbulo de la entrada; y mientras corría por las cámaras silenciosas y los corredores decorados con escenas hieráticas, extrañas —mujeres con cabezas de animales que despedazaban conejos y cervatillos con las manos— se dio cuenta otra vez de que lo estaban azuzando.

Oía voces que le silbaban en la oscuridad, voces que se confundían con otras que él conocía: la de Halcón de las Estrellas, la de Tazey, la de Jeryn. Otras susurraban y reían desde los frescos de las paredes; las de las Reinas y Princesas de la Antigua Casa de Benshar, que se burlaban de él, con los senos blancos al aire y el cabello al viento, desde la inmortalidad pintada de los muros. Había otras cosas en la oscuridad —el mal que llenaba los rincones e inundaba los pasillos como un pantano de sangre—, pero él cerró su mente y se lanzó hacia delante, sabiendo que no debía dejar que lo arrinconaran. Aunque le costara la vida, debía evitar el roce de sus finos dedos delgados, descarnados, y la dulce tentación de poder de aquellos demonios.

Jadeando, se lanzó hacia la oscuridad abierta; la luz de las estrellas brillaba entre los pilares. Sintió la noche del desierto, normalmente helada, casi tibia sobre la piel, y el polvo le golpeó la cara.

La tormenta, pensó desesperado, mientras se lanzaba a la negrura exterior. Como moscas en torno a una granada podrida, la oscuridad esparció demonios a su alrededor.

Se elevaron del suelo ante él y se materializaron en las paredes. Les brillaban los colores cuando bebían de sus miedos y se dejaban calentar por ellos. Unos dientes le desgarraron las manos y la cara. A la luz de las estrellas, en el momento en que se lanzaba hacia fuera, vio el brillo negro de la sangre derramada.

Les había negado el derecho a alimentarse de su poder. Para ellos, no valía más que la yegua que habían arrastrado hasta el acantilado para cebarse de su miedo y su dolor.

Eran capaces de matar; ahora lo sabía. El enigma de Benshar apareció en su mente con claridad horrible: entendió lo que habían hecho las mujeres en su culto y la forma en que ese poder había vuelto a despertarse. Se lanzó por los escalones, corriendo como nunca en su vida, con el calor de la tormenta de la noche quemándole los pulmones, sabiendo que no había escape.

Pero corrió, a trompicones, sobre el camino roto, bajo la sombra fantasmal de las agujas de piedra y los cipreses negros, mientras oía el leve sonido de sus risas a su espalda y forzaba cada uno de los nervios del cuerpo para ganar un minuto, un segundo…

Recordó a Nanciormis, derrumbado al pie de la pared, y a Incarsyn que decía: «El último descendiente de la Antigua Casa de Benshar tiene que saberlo…»

Su mente se tendió hacia delante y encontró la tormenta.

El remolino llegó como una estampida de caballos salvajes; dócil al poder de los que nacieron magos. Él sintió la dirección oeste del aire, y supo que tenía que llegar a terreno abierto. Aquí, en los cañones, la tormenta sería apenas un viento fuerte. El brillo de los demonios centelleó en el rabillo de su ojo y algo le desgarró el brazo como un peine de púas; sentía que le ardían los músculos de los muslos y las rodillas, se llenó el pecho hasta reventar con la sal caliente del aire y el suelo se convirtió en una alfombra de agujeros y piedras sueltas bajo sus pies.

El peso negro de la tormenta le taladró la mente. Pensó en las piedras que ésta arrastraba, piedras que podían desgarrarlo, pensó en la asfixia del polvo y la basura; pensó en lo que le pasaría si no alcanzaba el refugio de las ruinas bajo la boca de los cañones. Pero Nanciormis había tenido razón; Tazey había tenido razón; y curiosamente, el viejo Galdron, que siempre acariciaba su barba de seda con gesto de autosatisfacción, también había tenido razón. Era mejor morir que hacer lo que habían hecho las Brujas de Benshar.

Y ése era el único momento en que tendría oportunidad de escapar.

Los demonios lo esperaban en la boca del cañón. Él lanzó el antiguo grito de batalla de su tribu cuando atravesó el angosto pasaje a la carrera. Sintió los dientes de los demonios sobre el cuello y la mandíbula, sintió que las garras le alcanzaban el brazo y rasgaban manga y carne. El calor de su sangre los atraía, y la impresión del momento era como la de caer desnudo al agua congelada. Se le doblaron las rodillas, pero se obligó a no caer, como se había obligado en treinta y un años de batallas y carnicerías. Lo único que podía hacer era seguir corriendo, corriendo hacia los vientos preñados de arena…

El dolor le atravesó una pierna y cayó. La grava le desgarró la piel al tiempo que se protegía la cara con los brazos. Como navajas, unos dientes se le hundieron en el hombro y le alcanzaron la espalda; las garras le arañaron la mano que tenía sobre la nuca. Después el viento caliente le sacudió el cabello y las ropas y la rabia de la tormenta lo descubrió… y lo asfixió, lo sacudió, lo golpeó.

Sintió que los demonios se soltaban de su espalda, como garrapatas arrancadas de la piel de un perro. Casi sollozando de alivio, se arrastró de costado, después se puso de pie. Las piernas le temblaban tanto que casi no podía controlarlas. Los escombros empujados por el viento lo alcanzaron, añadiéndosele a la sangre que ya le cubría cara y brazos. Tuvo que apelar a todas sus fuerzas para sacudirse parte del polvo ardiente de encima.

Como un animal herido y ciego, empezó a arrastrarse hacia el refugio de las paredes derrumbadas de Benshar.

Lo despertaron el sol y las heridas, cada vez más rígidas. Rodó de costado, dolorido. La arena y los escombros crujieron entre sus piernas, que yacían parcialmente fuera del refugio de un horno de ladrillos medio derruido al que había llegado arrastrándose en la tormenta. Se miró las manos; sangre y polvo cubrían las huellas semicirculares de los dientes de los demonios. Le dolía todo el cuerpo. Había permanecido consciente el tiempo necesario para sacudirse la mayor parte de la capa de polvo que lo cubría, pero se sentía sediento, febril y extraño.

Se arrastró fuera del refugio, parpadeando bajo la luz del día. Cuando se puso de pie, una cascada de arena, cantos rodados y ramitas secas se derramó sobre el suelo procedente de los jirones de la camisa, el jubón, los pantalones y las botas. El cabello, los pelos de la barba, los bigotes y las cejas estaban tiesos de basura y sangre seca; sintió arena en la cuenca vacía del ojo izquierdo, por debajo del parche de cuero. Lobo del Sol tosió y escupió el polvo de la garganta.

Junto a él, pero en otra dirección, yacían los huesos de la ciudad, blanqueándose lentamente, medio ocultos bajo las dunas de arena que había traído el viento; y más allá, la reg y los centinelas fantasmales de las tsuroka brillaban y temblaban ya bajo el calor de la mañana. Lobo se volvió. Un par de chimeneas y los restos de una esquina sobresalían como las costillas de un animal por encima de la duna. Alrededor de su refugio, la arena quedaba interrumpida por un foso, la marca de los hechizos que le habían salvado la vida. Todo lo demás estaba enterrado bajo el polvo color ceniza. A la luz del nuevo día, la cara del risco negro y medio derrumbado de las Montañas Hechizadas tenía un aspecto pensativo, expectante, tan incongruente y horrible como un ceño fruncido y meditabundo en el rostro de un cadáver medio podrido.

Los había vencido, había sido más que ellos y ahora sabía su secreto. Pero los demonios de Benshar no estaban acabados.

Tuvo que reunir mucho coraje para subir por el cañón hasta el lugar en que había dejado su caballo. Se sorprendió al encontrar al animal entero, allí donde lo había dejado, detrás de las barricadas del templo color miel. En las profundidades agotadas de su inconsciente, había sentido que la tormenta llegaba y que los demonios partían en pos de otra presa. Los ecos de su triunfo cuando la encontraron, el terror y la sangre de la nueva víctima, le atenazaba la garganta, unido al regusto del polvo. Había pensado que tendría que volver caminando a Tandieras. Pero aparte de estar cubierto de sudor seco tras una larga noche de terror y sed abrasadora, el animal se hallaba donde él lo había dejado. Despacio, a trompicones, lo llevó hasta los depósitos de roca, donde bebieron juntos y Lobo se lavó las heridas de los brazos y la cara. Después ensilló, se envolvió en los velos y enfiló su caballo hacia Tandieras.

Llegó a la Fortaleza poco antes del anochecer, y esperó hasta la noche para entrar por los portones derruidos del ala abandonada.

Pero no era Halcón de las Estrellas la que lo esperaba en la penumbra de las celdas abandonadas. Era Nanciormis, acompañado de Kaletha y una docena de guardias y guerreros shirdar, para arrestarlo por el asesinato, por medios sobrenaturales, de Incarsyn de Hasdrozaboth y los que habían muerto anteriormente.