A la puesta del sol, el viento se había convertido ya en vendaval; Lobo del Sol se abrió trabajosamente camino gracias a la soga tendida a través del patio de los shirdar, las manos y la cara desgarrados por la arena y las piedras que volaban por el aire como insectos agresivos. La visibilidad era malísima incluso al amparo de los patios y las hileras de columnas del lado oeste del Fuerte, y la densa niebla de polvo gris y caliente, agregaba su parte a la negrura de la noche. El fulgor fantasmal de los relámpagos secos iluminaba la oscuridad, pero su luz no arrojaba claridad.
En el Fuerte, la mayor parte de la Casa todavía devoraba la cena o se demoraba ante los platos ya vacíos. En el momento en que entró en la cámara grande y sombría, Lobo del Sol sintió la tensión, el olor a miedo apenas enmascarado… la sensación de estar en una ciudad invadida por la peste, donde nadie sabía si el roce casual del vecino no terminaría con su vida. La luz de las antorchas, difusas tras el polvo del aire, caía sobre las caras de los guardias y los sirvientes, los caballeros y las damas de honor que, en tiempos normales, se hubieran retirado horas antes a sus habitaciones. A esto y a la tensión de la tormenta se agregaba la sequedad casi asfixiante del aire. Los hombres bebían más de lo común, y sus voces golpeaban en el silencio nervioso del resto del Salón.
A pesar de que el Salón estaba inusualmente lleno, el espacio vacío alrededor de la mesa de Kaletha era notorio. La Bruja Blanca estaba sentada, mirando hacia delante con los ojos turbios, y un plato intacto de huevos y verduras frente a ella. Anshebbeth, sentada a su lado, le hablaba con dulzura, tratando de sacarla de sí misma con una paciencia que Lobo no habría esperado de la vieja dama, siempre tan nerviosa. Con el sentido común de los mercenarios, Halcón de las Estrellas tomaba su cena impasible, pero Lobo del Sol no se dejó engañar por su aparente indiferencia: ella notaba las miradas ocultas y los murmullos que las rodeaban.
Kaletha parecía enferma, impresionada, temblorosa, descompuesta. Tal vez matara a su amante para proteger su orgullo y su poder, pero, reconoció Lobo del Sol a su pesar, no hay duda de que lo amaba. Recordó de pronto algunas de las palabras de Halcón, y se preguntó cómo se sentiría él… al acostarse, contra su buen juicio, con alguien no por amor, sino solamente para seguir teniendo poder sobre la persona… convertido, en el fondo, en una prostituta por tal poder. ¿Hubiera querido matar a la persona que le había hecho eso?
«¿Podría ella hacerlo?», le había preguntado Halcón de las Estrellas.
Ahora, Lobo sabía lo que antes había sido solamente una sospecha. Kaletha sí podía. Podía hacerlo. Y además, si era cierto que la magia de las Brujas corrompía a quienes la usaban, ningún escrúpulo se lo impediría.
Como había hecho Egaldus cuando el Obispo estaba sentado a la Mesa Alta, Lobo del Sol se envolvió en la sombra y la ilusión para cruzar el Salón. Y mientras lo hacía, se preguntó a medias si Kaletha habría matado a Galdron para proteger a Egaldus, y si realmente había sentido celos de Egaldus… o si en realidad no se podía usar lógica alguna cuando se trataba del amor.
Halcón de las Estrellas lo miró sorprendida cuando él se sentó a su lado. Como Kaletha y Anshebbeth estaban muy concentradas la una en la otra, le sirvió guiso con una cuchara de la fuente común y le puso algo de cerveza en el vaso. Él la bebió con ganas. En la Mesa Alta, Osgard no advirtió su presencia.
Pero eso no era de extrañar, pues el hombretón había estado bebiendo toda la tarde, como cualquiera podía ver, y no daba muestras de tener intención de parar. Su voz ruda, grave, resonaba por encima del murmullo asustado de conversaciones y susurros que lo rodeaba:
—… cobarde de mantequilla. Mintió sobre ti, Nanciormis. ¿Sabes lo que dijo? «¿Qué mierda le va a pasar a este país con un mentiroso cobarde como Rey?»
Nanciormis, elegante y cuidado en un jubón negro perlado con cuello de encaje, volvió la cabeza para mirar a su cuñado con disgusto velado y algo de desprecio. Junto al gigante empapado en alcohol que gesticulaba sin cesar se encontraba sentado Jeryn en un silencio angustioso, el cabello sin lavar y el cuello sin abrochar. Daba lástima mirarlo. Lobo recordó el desprecio de Illyra por los hijos de los esclavos, y se preguntó de pronto si Nanciormis, el último descendiente de la Antigua Casa de Benshar, no sentiría lo mismo. Tazey, a la derecha de su hermano, dejó sobre la mesa el pequeño abanico de decorativas plumas y apoyó una mano sobre el brazo del niño como para decirle que no estaba solo.
En el susurro que utilizan los exploradores en las misiones nocturnas, Halcón de las Estrellas murmuró:
—¿Qué encontraste?
Lobo meneó la cabeza.
—No fui. Tuve una cita con una dama.
—Espero que te haya mordido. ¿Quieres pan? —Halcón rompió una hogaza y le dio la mitad. Tenía un leve gusto a polvo. También había una capa de polvo sobre la cerveza que cubría el bigote de Lobo.
—Si me hubiera mordido, me habría quedado el resto de la noche cauterizando la herida. ¿Pasó algo que tenga que saber?
—Dos broncas entre guardias del Fuerte y algunos shirdar de Incarsyn. Una entre una lavandera y una mujer de la cocina, y rumores de una huelga en la Mina del Buitre en Pardle Sho.
—Podría ser la tormenta.
—No. Dicen que los mineros tienen miedo de bajar. Para no encontrarse con lo que está detrás de toda esa matanza, sea lo que sea. Sí, es una tontería, pero este asunto pronto traerá sangre, Jefe. —Se secó los dedos sobre un pedazo de pan y sacó una naranja del cuenco de cerámica amarilla que había en un rincón de la mesa. Del otro lado, la voz amable, reconfortante, de Anshebbeth seguía adelante con lo suyo. Contra las sombras, el perfil desfigurado de Kaletha estaba inmóvil, blanco como hueso tallado.
Lobo susurró:
—La cuestión es saber a quién hay que vigilar. —En voz baja, le contó a Halcón su entrevista con la dama Illyra—. Tal vez Incarsyn hable como si las mujeres no valieran nada para los shirdar, y tal vez sea cierto en lo que se refiere a las cosas que los hombres reclaman para ellos en exclusiva, como cabalgar y bailar y adorar al viento…, pero te aseguro que algunas de las mujeres shirdar tienen mucho poder.
—Tal vez —dijo Halcón de las Estrellas con voz tranquila—. Si te hubieran enseñado cómo lograrlo a pesar de todo, y si ese tipo de poder es lo que quieres…
Una ráfaga de viento hizo bailar y saltar las llamas de las antorchas, y los postigos macizos crujieron como estremecidos de espanto. Hubo una conmoción en la zona próxima a las puertas del Salón; Incarsyn estaba plantado en los arcos oscuros que daban al vestíbulo; una niebla de polvo gris lo envolvió cuando se alzó el velo. Sus guerreros ataviados de blanco eran como una silenciosa compañía de djinns de la arena.
—Mi Señor. —Osgard se puso de pie como pudo e hizo un gesto con la mano hacia el lugar vacío a la izquierda de Nanciormis—. Temíamos no veros. —La voz de bajo del Rey sonaba turbia con el efecto del vino.
Ágil como un puma, el señor shirdar se abrió paso entre los bancos. A regañadientes, Anshebbeth empezó a levantarse de su lugar junto a Kaletha para acercarse a Tazey, como exigía la etiqueta. Pero Incarsyn se detuvo al pie del estrado e inclinó la cabeza; las trenzas negras le cayeron hacia delante como sogas de terciopelo dorado.
—Mi Señor —dijo—. Lamento enormemente tener que daros esta nueva, pero mi estimada hermana me ha traído mensajes de gran urgencia. Apenas lo permita la tormenta, mis hombres y yo debemos prepararnos para regresar. Por favor, excusad esta ruptura imperdonable de los buenos modales y os aseguro que el recuerdo de vuestra hospitalidad quedará con nosotros para siempre, como el recuerdo de la luz de un campamento en medio de una noche de frío.
En el largo silencio que siguió, la cara roja del Rey se puso todavía más púrpura. No había nadie en la habitación que no comprendiese lo que había detrás de las palabras del joven Príncipe. La voz de Osgard, turbia de rabia etílica, una voz que no sabía de diplomacias, exigió:
—¿Y mi hija?
El movimiento del abanico de plumas de Tazey se detuvo en el aire, las cejas negras en una cara repentinamente pálida.
Sin cruzar una sola palabra, Lobo del Sol y Halcón de las Estrellas se pusieron de pie y se encaminaron hacia el estrado.
Incarsyn se inclinó una vez más, pero no buscó los ojos de Tazey. Su voz carecía de entusiasmo pero no había perdido la calma.
—Me temo que los mensajes que ha traído mi hermana hacen imposible mi enlace con vuestra hermosa hija, mi Señor.
Osgard saltó sobre sus pies.
—¿Queréis decir que la rechazáis? ¿Es eso? —aulló—. Mi hija, la Princesa de Benshar…
—Padre… —empezó a decir Tazey con voz lastimera, y Nanciormis, alarmado, se puso en pie.
Con la cara púrpura de rabia, Osgard arrojó la silla a un costado.
—¡Hijo de…! ¡Piojoso besador de caballos, adorador de djinns! Mi hija… —Se arrojó contra el joven, las manos tendidas hacia delante, dispuestas a matar. Nanciormis, tomado por sorpresa, saltó tras él y lo tomó por un brazo al tiempo que Incarsyn retrocedía, la mano en la empuñadura de la daga que llevaba en el cinto. Lobo del Sol y Halcón de las Estrellas tomaron al Rey por el otro brazo justo en el momento en que Nanciormis saltaba para evitar una patada dirigida a su muslo que hubiera podido romperle el hueso. Mientras retrocedía tambaleándose, Lobo del Sol se aferró con todas sus fuerzas al vociferante Osgard, pensando que era obvio que las peleas del Comandante habían tenido lugar siempre, espada en mano, en los campos de batalla. Él, en cambio, había pasado por más refriegas de taberna de las que podía contar, y se las había visto con suficientes borrachos como para formar un ejército más impresionante que el que podrían haber reunido muchas ciudades pequeñas. Con la ayuda de Halcón de las Estrellas arrastró al Rey, que luchaba y gritaba sin cesar, hacia la puerta del solar, que Jeryn, la única persona en la mesa que parecía no haber perdido del todo la cabeza, se apresuró a abrir para ellos.
Apenas estuvieron lejos de la vista de los demás, en el solar oscuro, Lobo del Sol soltó una mano y golpeó a Osgard en la mandíbula para dejarlo sin sentido. Le llevó tres intentos, y antes de depositar el cuerpo inerme del Rey sobre el diván, tanto él como Halcón de las Estrellas se hallaban cubiertos de golpes, vino derramado y arañazos.
—¡Madre! —jadeó Halcón de las Estrellas mientras Lobo del Sol flexionaba su mano lastimada—. Te he visto derribar un caballo por una apuesta, Jefe, pero…
—Era un caballo sobrio —gruñó Lobo. Se volvió con disgusto hacia la puerta, frotándose los nudillos. Cuando se asomaron al salón, el estrado estaba repleto de gente: sirvientes que hablaban con excitación y guardias que se miraban unos a otros, preguntándose si debían arrestar a Lobo del Sol por lesa majestad. Nanciormis estaba de pie junto a Incarsyn, que no se había movido de su lugar ante la Mesa Alta; su hermosa voz, demasiado tenue para permitirles captar las palabras exactas, hablaba con suavidad y rapidez; cada uno de los gestos estudiados y bellos hablaba de conciliación y de disculpas por el enojo muy real, aunque lamentable, de un padre ante lo que sentía como un deshonor para su hija, si bien en realidad se trataba de una cosa completamente distinta…
—¿Y su predecesor lo eligió Rey? —se preguntó Halcón de las Estrellas en voz baja, echando un vistazo a la forma húmeda que roncaba en la cámara detrás de ellos—. Es un milagro que no hayan estado en guerra constantemente durante años.
Lobo del Sol meneó la cabeza.
—A beber de esa forma se llega después de un tiempo, Halcón —dijo con suavidad—. Probablemente no hace más de un año que esté así. Te apuesto la paga de una semana a que ahora le cuesta menos que antes empezar una de sus rabietas, y él te dirá que tiene más motivos estos días… —Miró a su alrededor sin dejar de frotarse la mano dolorida, y vio a Jeryn a su lado, junto a la puerta del solar—. ¿Siempre eres tan rápido, Explorador, o es que ya has estado en peleas de taberna?
Jeryn emitió una risa entrecortada y desvió la vista para que Lobo del Sol no lo viera levantar una mano con la que se secó los ojos. Lobo dejó caer la suya sobre el delgado hombro cubierto de terciopelo en un gesto aparentemente casual. Al pie del estrado, Nanciormis parecía hacer ciertos progresos con Incarsyn. Lobo del Sol alcanzó a oír la palabra que usaban los shirdar para las tormentas. Entre las espaldas blancas de los shirdar y las verdes de los guardias de la Fortaleza, se podía ver a Incarsyn que asentía, sin ganas pero más tranquilo. En la extraña niebla de polvo que formaba la luz de la lámpara, Anshebbeth estaba de pie junto a Tazey, sosteniendo la mano de la muchacha, protectora y furiosa, casi llorando. Tazey, con el abanico temblándole en los dedos, parecía gris, como si estuviera a punto de vomitar.
Él volvió a oír la palabra shirdana para la tormenta y la frase la estación de las brujas. Miró al muchacho que tenía a su lado y le preguntó con suavidad:
—¿Cómo anda tu etimología, Explorador? —Jeryn levantó la vista, sorprendido—. ¿Puedes explicarme la diferencia entre un mago y un brujo?
—Claro —interrumpió Halcón de las Estrellas—. Maga es como te llaman cuando quieren contratar tus servicios, y bruja cuando están preparándose para echarte de la ciudad.
Nanciormis e Incarsyn se hicieron una reverencia. El Señor de las Dunas se alejó. Con el rostro serio y pálido, Tazey se levantó de su lugar, entregó su abanico a la sorprendida Anshebbeth y se deslizó a través de la multitud hacia los dos Señores del Desierto. A la luz anaranjada y dura de las antorchas parecía mayor, cansada, aturdida; cuando se detuvo frente a Incarsyn, Lobo del Sol vio por el temblor de su vestido casi infantil que las piernas apenas la sostenían.
Empezó a decir:
—Mi Señor Incarsyn…
El Señor de las Dunas se volvió sin mirarla a los ojos. Con los guardias siguiéndole los pasos, se alejó por la silenciosa habitación llena de humo, y salió por la puerta principal. El viento agitaba las capas blancas, arrancaba las llamas de las antorchas. Después los hombres desaparecieron. Solamente entonces se alzó de nuevo el ruido, un murmullo de voces como el sonido del mar.
Nanciormis caminó hasta su sobrina y le puso un brazo de consuelo sobre el hombro. Ella se alejó de él con un movimiento brusco, y el color que había invadido sus mejillas desapareció enseguida, los ojos color ajenjo llenos de lágrimas brillantes. Tras un momento de inmovilidad, ella también salió de la habitación.
—Ahora que conozco a la dama Illyra —afirmó Lobo en el resplandor pardusco del estrado en sombras—, creo que Tazey se salvó de una buena.
Halcón de las Estrellas se frotó el puente de la nariz, como si buscara aplastar el dolor seco que sentía dentro de la cabeza.
—Ella no importa. De todos modos, se salvó de una buena —replicó—. Nunca lo deseó.
A su lado, un ruidito agudo, apenas audible, y un jadeo de dolor les hicieron volver la cabeza. Anshebbeth, de pie junto a ellos, se miraba la palma sangrante, allí donde el apretón furioso de su mano había roto las delicadas varillas de marfil del abanico de Tazey. Con un sollozo ahogado de vergüenza, el aya huyó de la habitación dejando el abanico roto en el suelo, las plumas manchadas de sangre como un pájaro masacrado.
—Hay que admitir —dijo Lobo del Sol más tarde— que Incarsyn hizo todo con sumo tacto. Todo eso de los «mensajes de mi pueblo» era puro cuento, por supuesto, pero como excusa para irse, era muy buena. Si Osgard no hubiera estado borracho, si no hubiera hecho la estupidez de forzar las cosas, la gente se habría acostumbrado a la idea en seis o siete meses, hubieran comprendido que él no iba a volver y así él no habría tenido que ofender a Tazey diciéndolo en voz alta. —Levantó uno de sus naipes—. ¿No hay nada en este mazo por debajo del nueve?
—Deja de quejarte. Tú diste en esta mano.
—Esa desgraciada de Kaletha te enseñó a manejar las cartas.
—Sí. Y si te hubieras quedado con ella lo suficiente, tú también habrías aprendido. ¿Qué te parece esto?
—¡Maldita adoradora de la Madre!
—Por lo menos yo no adoro estacas y viejas botellas, como algunos bárbaros ex comandantes de mercenarios que podría nombrar pero no quiero porque están presentes. Quince dos, quince cuatro, y un par de seis, más todos estos que son del mismo palo…
—Ya los veo.
—… y dos para treinta y uno… —Halcón de las Estrellas recogió la baraja con habilidad, bajo la luz ocre y temblorosa de la chimenea.
Lobo del Sol volvió a murmurar:
—Maldita adoradora de la Madre.
Se estaba haciendo tarde, pero poca gente había dejado el Salón. La tormenta seguía aullando más allá de las paredes; el aire caliente flotaba denso de polvo y electricidad, cargado, por la falta de ventilación, del humo de las antorchas y de los olores de las cocinas y el sudor de la gente. Los sirvientes se habían llevado las mesas de caballetes, pero al menos la mitad de los que allí habían cenado seguía firme en su puesto. De vez en cuando las voces se alzaban, agudas y furiosas, mientras los crujidos del aire agitaban los ánimos y aflojaba las lenguas. Después, cuando repentinamente se daban cuenta de que nadie quería marcharse, caía el silencio y el viento gemía entre las vigas como los condenados.
Había un largo camino por oscuros corredores hasta las habitaciones donde yacerían solos, pensó Lobo del Sol, escuchando el viento y preguntándose si Nexué o Egaldus habrían podido ver a sus asesinos antes de morir. Hasta los sirvientes inferiores y los guardias, que dormían en una habitación que daba al Salón, seguían congregados alrededor de la neblinosa luz de las antorchas, decididos a seguir allí hasta que pasara la tormenta. A diferencia de lo habitual, las puertas de los Dormitorios de Mujeres y de Hombres estaban abiertas. Los sirvientes superiores —el jefe de cocineros, el maestro de baile, los músicos y los escribanos—, que tenían sus propias habitaciones, cabeceaban somnolientos sobre partidas de naipes y backgammon; el jefe de los escribas estaba enroscado, dormido sin vergüenza, en un rincón más sombrío.
Lobo del Sol levantó la vista con irritación por encima de su insatisfactoria mano de cincos, seises y reyes que ni siquiera eran del mismo palo, preguntándose si estaría pasando lo mismo en los salones contiguos al ala abandonada, que ocupaban Incarsyn y sus hombres. Lobo había estudiado a esos hombres mientras charlaba con Illyra en los aposentos de ésta, y sabía que eran guerreros endurecidos, hombres que no le tenían miedo a nadie, que no temían ni siquiera a la crueldad del desierto.
Pero esto era diferente, esta muerte contra la que no se podía pelear, de la que no se podía huir. Los demonios de Benshar volvieron a su mente, las formas lunares, fosforescentes, que habían brillado en el límite de su campo de visión en el silencio del ala abandonada, y la manera en que aquellas formas frías se habían reunido durante la tormenta, espesas como abejas en época de apareamiento, bajo las ventanas del templo de Benshar.
Se preguntó dónde estaría Kaletha, y exactamente en qué momento de la confusión se habría marchado del Salón.
Halcón de las Estrellas lo miraba con los ojos llenos de curiosidad sobre su mano de naipes, la línea del dolor un poco más marcada en su frente. Él dejó las cartas sobre la mesa en silencio.
—Voy a echar un vistazo. La tormenta se va —agregó cuando ella hizo un ademán de protesta—. El corazón está al sur, por lo menos.
—Ten cuidado. —Lo dijo como sin darle importancia, pero en sus ojos Lobo vio que no se refería a la tormenta.
Meneó la cabeza.
—Siento… no lo sé. No creo que haya peligro… no como anoche. De todos modos, aún no es medianoche, ni siquiera estamos cerca. Los otros ataques ocurrieron siempre entre la medianoche y el amanecer. No tardaré mucho.
—Recuerdo que la última vez que dijiste eso tuve que pasarme dos o tres meses buscándote —hizo notar Halcón de las Estrellas, mientras recogía las cartas y las barajaba con habilidad—. Pero haz lo que quieras. —Y se dispuso a hacer un solitario, mientras él, envuelto en sombras e ilusión, se deslizaba hacia el vestíbulo.
El viento casi le arrebató la puerta exterior de las manos cuando abrió una rendija para deslizarse por ella. Fuera, el bloque del Fuerte y los patios y pasillos ofrecían cierta protección; pero incluso así, la fuerza de las ráfagas lo hizo tambalearse. Como un hombre que se esforzara por cruzar una riada, se arrastró hasta la hilera de columnas y, rodeando con sus brazos la más cercana, mantuvo su cuerpo apretado contra ella. El viento cargado de arena le estiraba el largo cabello y le arañaba la cara con uñas de grava. El polvo caliente le asfixiaba la garganta y la electricidad del aire latía en su cabeza.
Sentía la luna más arriba, en lo alto, por encima de la turbulenta muralla de polvo y caos. Con el ojo casi cerrado contra la locura desatada de la tormenta, dejó que su alma se hundiera en el silencio de la meditación, escuchando… en pos del Círculo Invisible dentro del cual se vería libre para caminar por la ciudadela desgarrada por la tormenta.
Lentamente fue tomando conciencia de las varias direcciones del viento que corría como el agua alrededor de las torres, del peso de la piedra y las tejas sobre los dibujos heráldicos de las vigas del techo, de las sombras proyectadas por las lámparas que aquéllas cobijaban, y de los ojos abiertos de dos niños de sangre real que contemplaban, despiertos, la oscuridad furiosa. Sintió el brillo del rayo contra las agujas secas, brillantes, de la Catedral y lo sintió morir luego entre la Roca Binnig y el Monte Morian. Sintió la forma en que el huracán salvaje giraba arañando las paredes del ala abandonada. La arena castigaba las baldosas rotas del suelo, el polvo enterraba los olores de la sangre olvidada, las serpientes en sus agujeros soñaban con odios de ofidios y las palomas, en sus nidos, con miedos sin nombre, miedos en movimiento…
Agudo, por encima del viento, oyó un grito.
El sonido lo arrancó de la contemplación. Y entonces, su percepción del grito se perdió, tragado por la furia demente de los vientos. Su instinto de guerrero le dijo que debía volver corriendo al Salón en busca de ayuda… el mago que había en él lo forzó a volver al silencio de la meditación, y a tender la mente hacia el grito a través de los salones heridos por el viento.
Otro grito y otro, sobre él, a la derecha. El balcón de la Casa.
Giró en redondo y corrió hacia la puerta del Salón.
Mientras forcejeaba para abrirla, oyó el grito como lo oiría un hombre, un grito aterrorizado por encima del aullido de la tormenta que se alejaba, sin dirección, desde ninguna parte, espantoso en su incertidumbre. Elevándose como un eco a sus espaldas, creyó oír otro aullido de horror y desesperación; pero con el viento martilleándole los oídos mientras trataba de abrir la puerta, no estaba muy seguro. Para cuando cruzó el vestíbulo, Halcón de las Estrellas, con la espada en la mano y una docena de sirvientes asustados detrás de ella, iba camino de las escaleras interiores.
El pequeño pasillo que corría detrás de las habitaciones de la planta alta de la Casa era un vórtice de vientos. Él arrojó una bola de luz azul ante sí y su resplandor le mostró las puertas, todas firmemente atrancadas. Oyó cómo más gente subía tras él por las angostas escaleras; Osgard, en ropa de noche que olía a vino rancio y a vómito; dos guardias, las caras grises de miedo; el jefe de cocineros con un cuchillo de carnicero; e Incarsyn, desnudo bajo un camisón de seda, con la espada en la mano. Se abrió una puerta junto a él y Anshebbeth salió corriendo, vestida de arriba abajo, los ojos negros abiertos de horror, aferrándose la tela negra de su falda. Jadeó:
—Sobre el balcón… ¡Oí…!
Lobo del Sol se inclinó contra el viento y atravesó la habitación hacia los postigos abiertos, la oscuridad y la tormenta.
Desde el balcón corrido, la violencia de la tormenta era terrible. Si no hubiera sido por las grietas de la pared, Lobo habría desaparecido arrastrado por las alas del viento; pero se agachó bajo la ráfaga que recorría la pared sur, se dejó caer de rodillas y se aferró a la piedra. Después de un momento, reunió fuerzas y controló el sentido del viento lo suficiente para poder mantenerse de pie. El aire polvoriento le devolvía la mayor parte de la luz mágica, pero Lobo logró distinguir qué par de postigos había sido forzado desde dentro. Las grandes cortinas flameaban como una vela rasgada en la corriente. Tambaleándose hasta el parapeto, Lobo miró hacia abajo.
Logró distinguir la forma oscura e irregular de un cuerpo apretada contra la base de la pared. Las basuras arrastradas por la tormenta, amontonadas en las paredes del patio, se agitaban sobre la pila oscura de ropa ensangrentada y movían las trenzas negras, medio deshechas, del cabello enjoyado.
—¿Lo viste con claridad? —Osgard le pasó una copa de vino a Nanciormis.
El Comandante dudó un momento, y los ojos oscuros viajaron de la cara de Osgard a la de Lobo del Sol. Después meneó la cabeza y jadeó cuando Kaletha empezó a lavarle la herida abierta del brazo con un líquido hiriente a base de vino y caléndulas.
—Pero no me quedé para observarlo de cerca.
Lobo del Sol cruzó los brazos y se reclinó contra el borde embaldosado de la chimenea del solar. Los últimos susurros agotados de la tormenta morían ya en la noche. En el silencio, se oían los sollozos de Anshebbeth con intensidad irritante. Cuando trasladaron el cuerpo inconsciente de Nanciormis hasta el solar, ella había caído en un griterío histérico. Kaletha, que apareció de la nada, con el cabello púrpura colgándole en desorden hasta la espalda, le había pegado en la cara y la había maldecido, por celos o impaciencia, o simplemente por el efecto del calor de la tormenta sobre sus nervios ya destrozados. Ignorada y herida, el aya sollozaba en voz baja en un rincón, a solas.
Mientras Kaletha comprobaba que Nanciormis seguía con vida —había caído primero sobre el tejado de una pequeña columnata, y de allí al suelo, al abrigo de una pared— Lobo del Sol y Halcón de las Estrellas habían subido por las escaleras interiores hasta el estrecho corredor que llevaba a la habitación de Nanciormis. No se sorprendieron al no encontrar nada. Había una silla tumbada y la mesa de bronce había sido arrojada a un costado con evidente violencia. Un libro abierto en el suelo. Lobo del Sol lo recogió: era un tratado sobre el arte de la cetrería. Contra la pared de piedra, una quemadura y un anillo color ámbar señalaba el sitio en que había caído una lámpara arrojada por el aire. La llama había muerto casi inmediatamente, asfixiada por la violencia del viento. Había polvo y basura por doquier, vertidos desde los postigos abiertos. Lobo del Sol había cerrado y atrancado la puerta tras de sí, y solamente la presencia de Halcón de las Estrellas a su lado le había impedido girar la cabeza para mirar una y otra vez por sobre su hombro hacia la oscuridad, hasta que se hallaron nuevamente bajo la luz de las antorchas del solar.
—No sé lo que me hizo levantar la vista —decía Nanciormis con voz calma—. No podía dormir, eso sí. En general, las tormentas no me molestan. Pero había algo… una sensación de maldad en esa habitación…
Miró rápidamente a Lobo del Sol y después a Kaletha, que guardaba sus potes y pomadas en silencio. Tenía el ceño fruncido.
—¿Qué pasa? —preguntó Lobo, y Nanciormis desvió la vista.
—Nada —mintió. No había perdido su sangre fría, a pesar de haber visto la muerte de tan cerca. Muy pálido, parecía haberse lastimado en su caída desde el parapeto; pero en el marco de las trenzas medio deshechas y el polvoriento cuello de la camisa abierto, su cara regordeta había recuperado sus rasgos sardónicos.
Incarsyn, de pie junto a Osgard, el cabello sin trenzar, largo hasta la cintura como el de una mujer, la disputa olvidada ya en medio de la nueva crisis, preguntó en voz muy baja:
—¿Esa cosa habló?
El Comandante alzó los ojos hacia él, los ojos negros entre sorprendidos y extrañados, como si buscara las palabras exactas para describir un recuerdo de terror y caos.
—Bue… bueno, no… no lo sé exactamente. Creo… —Se pasó una mano por la boca—. Cuando se acercó a mí, me di cuenta… supe que estaba en peligro, pero era como una pesadilla. Pero cuando se movió le arrojé la lámpara…
Vaciló, miró otra vez a Lobo del Sol, después desvió la vista. Habiendo observado la lentitud de Nanciormis para reaccionar frente al ataque borracho de Osgard contra Incarsyn, Lobo del Sol encontraba un poco sorprendente que el Comandante hubiera podido escapar, y registró mentalmente que fuera lo que fuera lo que le había atacado —hechizo, demonio, djinn—, evidentemente le había avisado con antelación suficiente para permitirle la huida, si es que había escape posible.
Anshebbeth, que se mecía hacia atrás y hacia delante, se cubrió los ojos con las manos y susurró:
—Ay, ay, Madre Querida…
—¡Cállate de una vez, Anshebbeth! —aulló la voz de Kaletha. Lobo del Sol observó interesado que, si bien Nanciormis se había recuperado enseguida, las manos de Kaletha temblaban fuera de control. Dejó caer las tijeras y las recogió de nuevo con los ojos bajos.
—¿Cómo supiste lo que debías hacer? —Osgard se sirvió otro vaso de vino pero no era más que un gesto automático; tenía la cara pálida por la impresión y parecía sobrio, frío, enfermo.
—El último descendiente de la Antigua Casa de Benshar —dijo Incarsyn con suavidad— tiene que saberlo.
Kaletha miró a Nanciormis, muy atenta de pronto, pero éste meneó la cabeza.
—No… no lo sé exactamente. —Una vez más se alzó la camisa blanca sobre el vendaje. Por debajo de las tiras blancas se distinguía el músculo, como una roca hundida en barro blando—. Pero sí, los rumores que oí decían que… que la gente se escapaba de las Brujas corriendo hacia las tormentas. Muchas veces morían, claro está; creo que fue una suerte increíble haber caído sobre la pared.
Lobo del Sol frunció el ceño, dando vueltas al asunto en la mente. Supuso que la explicación de Nanciormis no era del todo fiable, pero no veía ninguna razón por la que el Comandante quisiera mentir sobre su huida. Era el último descendiente de la Antigua Casa, como decía Incarsyn. Lobo se preguntó qué ocultaba.
Osgard se secó el sudor del rostro rubicundo.
—Dormirás aquí el resto de la noche —dijo—. No… no parece que ataque cuando la gente está reunida…
—Atacó a Galdron y Milkom cuando estaban juntos —señaló Lobo, apoyando un brazo sobre la chimenea embaldosada—. Aunque tal vez sólo quería matar a uno. Anteriormente siempre había actuado entre la medianoche y el amanecer, pero ahora parece que ataca más temprano. Y no tenemos garantías de que no vuelva a intentarlo por segunda vez. Todavía falta mucho para el día.
Anshebbeth gimió y se cubrió la cara con unos dedos largos como los de un esqueleto. Kaletha empezó a decir:
—Por favor, As… —pero Halcón de las Estrellas, con una mirada que hubiera podido congelar un lago entero, fue a poner sus manos sobre los hombros del aya, en un gesto de consuelo.
—No aguanto esto —susurró Anshebbeth con la voz rota—. No lo aguanto…
—Vamos, Anshebbeth —empezó a decir Nanciormis, mirando a su alrededor con ojos incómodos e inquietos ante la perspectiva de un nuevo estallido de histeria. Y con razón, pensó Lobo del Sol con amargura. Un hombre puede acostarse con una mujer en secreto y no querer admitirlo abiertamente en público, sobre todo si es una mujer con tan mala fama como Anshebbeth. Por su parte, a pesar de lo mucho que necesitaba consuelo, el aya parecía saber que no debía buscarlo públicamente en brazos del Comandante—. Será mejor que vuelvas a tu habitación y duermas un rato.
—¡No! —gimió Shebbeth—. Quiero quedarme aquí.
—Tal vez sea mejor —interrumpió Halcón de las Estrellas con tacto— que te quedes con Tazey. —Echó una mirada al Rey—. Probablemente deberíamos traer aquí a Jeryn por esta noche. Yo haré guardia.
Anshebbeth miró a Kaletha con desesperación, buscando consuelo, pero Kaletha también estaba mirando hacia otro lado, reuniendo sus cosas para partir. Lobo del Sol la siguió hacia el Salón y oyó que Nanciormis se dirigía al Rey:
—Será mejor que hablemos, Osgard…
El viento seguía gimiendo en la estrecha escalera cuando Lobo del Sol subió por ella. El ruido casi enmascaró el remolino de un camisón de seda al rozar la curva que tenía sobre su cabeza y la húmeda pisada de un pie que, desnudo sobre la piedra fría, desapareció en la oscuridad. Cuando Lobo llegó a la habitación de Tazey, las llamas de las lámparas todavía temblaban con el aire que había removido un cuerpo al pasar, pero la muchacha estaba en su cama, rígida, fingiendo que dormía, las manos apretadas sobre la cara.
Lobo del Sol deambuló por la oscuridad del ala abandonada hasta el amanecer. No sintió el mal, no le pareció que hubiera peligro, pero todos sus instintos de guerrero le avisaban de que algo no andaba bien. Buscó huellas del paso de Kaletha sobre la arena acumulada entre las ruinosas paredes, pero no encontró ninguna. Eso no significaba nada: los últimos coletazos de la tormenta podían haberlo borrado todo. Kaletha había mostrado una expresión horrorizada, perturbada hasta la médula. ¿Porque Nanciormis había visto algo en lo que ella prefería no creer? ¿Porque cada vez se hacía más claro que los conjuros de las Brujas de Benshar, con los que ella coqueteaba sin pensarlo dos veces, podían contener cosas que quedaban más allá de su sabiduría y su control… podían convertirla en un agente del mal en contra de sus propios deseos? ¿O solamente porque alguien había sobrevivido al ataque de la cosa?
¿Y por qué Nanciormis? Como último descendiente de la Antigua Casa de Benshar, tal vez sabía algo…
¿O tal vez no hubiese un porqué? Lobo del Sol se daba cuenta de que, como mago, él también sabía demasiado.
Pero a él no lo habían atacado.
Y una parte fría, tranquila de su mente le replicó: Y sin embargo…
Las estrellas frías giraron contra el lago negro del cielo. La noche caminó hacia la mañana. Con sus luces brillando contra la oscuridad, el Fuerte se alzaba sobre Lobo; detrás, negra y silenciosa, la silueta de la Roca Binnig. De pie sobre una plataforma de paredes de adobe derruidas, Lobo extendió los brazos y se hundió otra vez en la meditación, recorriendo la noche, husmeándola. Pero no había nada, excepto el aliento de las serpientes y los sueños de las palomas.
Cuando volvió al Fuerte, bajo el fresco resplandor de la aurora, encontró a Halcón de las Estrellas, Anshebbeth y Jeryn profundamente dormidos. La cama de Tazey estaba vacía.
Una nota enrollada descansaba sobre la almohada.
Iba dirigida a «Padre», pero él rompió la cinta rosada que la mantenía atada. Junto a él, Halcón de las Estrellas dormía contra el costado de la cama, los ojos sellados en un sueño profundo… ella, entrenada para hacer guardia durante noches enteras en las vigilias del convento, ella, que nunca se había dormido en servicio, nunca en toda su vida.
La nota decía:
Padre:
Hice que Halcón de las Estrellas y Shebbeth se durmieran. Por favor, no te enojes con ellas.
Incarsyn tenía razón al rechazarme. Lobo del Sol y Halcón de las Estrellas tienen razón. Soy bruja y heredera de las Brujas de Benshar. Todo es obra mía… Nexué, y Galdron, y Norbas Milkom, y Egaldus, y el tío Nanciormis. Lo sé ahora y te juro que no volverá a suceder. Por favor, por favor, perdóname. Y por favor, no me busques. No acuses a nadie, nadie tiene la culpa, hago esto por propia voluntad. No quiero ser como las Brujas de Benshar, y sé que eso es lo que va a sucederme si me quedo aquí.
Te quiero, papá; por favor, no olvides que te quiero. Nunca deseé esto. Nunca deseé ser otra cosa que tu hija, nunca deseé otra cosa que quererte. Por favor, dile a Jeryn que me fui y que lo quiero muchísimo. Te quiero y por eso lo lamento.
Adiós,
Tazey