11

—Los demonios estaban allá, lo sé. Los vi.

—¿Estáis diciendo que creéis que fueron ellos? —preguntó Incarsyn desde su lugar a la izquierda de Osgard.

Nanciormis se burló:

—No seáis necio, hombre.

Los ojos inyectados en sangre de Osgard se aguzaron.

—Si los visteis, no pueden haber sido demonios, capitán. Los demonios son…

—Invisibles —terminó Lobo del Sol, apoyando la espalda en la gran silla negra de roble, en el extremo de la chimenea de la Mesa Alta y estudiando a los tres hombres que estaban frente a él en el otro extremo de la larga tabla oscura—. Lo sé. —A través de la hilera de ventanas que daban al sur, el sol caía oblicuo en duras franjas horizontales de oro, pero a su alrededor la Fortaleza de Tandieras estaba insólitamente silenciosa. Ningún hombre o mujer de la guardia se atrevería a entrar en el ala abandonada a buscar los restos de Egaldus hasta que hubiera amanecido por completo, pero el rumor había corrido por todo el palacio como el fuego en un chaparral un día seco de verano. Lobo del Sol oía el murmullo, un ruido como de viento en los rincones de las salas de los criados. Sentía su silencio cuando pasaban él o Kaletha. Siguió diciendo—: No sé por qué, pero siempre pude verlos. Puedo. Tal vez porque nací mago…

—Kaletha no los ve —señaló Nanciormis con rapidez—. Y que yo sepa, tampoco… —Casi dijo la palabra Tazey, pero se detuvo al ver la mirada furiosa del Rey.

—Se dice entre mi gente —interrumpió Incarsyn—, que los que ven a los demonios están dominados por ellos.

—Tonterías —ladró el Rey.

—¿Así que hay gente que los ve entre los vuestros? —preguntó Lobo del Sol, pensativo, mirando al Señor de las Dunas con su único ojo.

El joven asintió, pero no parecía cómodo con el tema. Desde el día anterior, tenía el aspecto pálido e impresionado de alguien atrapado en una profunda y desacostumbrada meditación.

Había intervenido en ese consejo por invitación de Osgard, pero Lobo del Sol, que sentía las tensiones políticas entre los tres hombres, suponía que la invitación era falsa. Incarsyn se había sentado allí, mientras Lobo del Sol relataba su segunda investigación del ala abandonada y la forma en que había encontrado lo que quedaba del cuerpo de Egaldus, con su habitual y exótica prestancia, si bien algo desconcertado, luciendo su túnica bordada en oro y su capa blanca. Ni Nanciormis ni Osgard tuvieron mucho que preguntar; Lobo del Sol suponía que lo habían invitado solamente para recordarle que todavía era el futuro yerno del Rey, y que lo sería aunque sus dudas al respecto hubieran crecido en ese tiempo.

—De todos modos —dijo Nanciormis—, es una tontería pensar que fueron los demonios. Son incapaces de hacer daño a un hombre.

—No necesariamente —dijo Lobo—. Se sabe de demonios que muerden, o arrojan piedras…

—Pero nunca hacen ese tipo de escabechina.

Incarsyn plegó una mano blanca sobre la otra y pareció estudiar durante un momento el brillante círculo de fuego que arrojaba su anillo de rubíes. Después levantó la vista de nuevo.

—Entre mi gente, se decía que eso era lo que le pasaba al que se enemistaba con las Brujas de Benshar.

—¡Cuentos de vieja! —La voz de Osgard era dura como el restallar de un látigo sobre la llama tibia del calor de la mañana.

—¿Sí? —le preguntó Lobo del Sol con suavidad, y se volvió para mirar al joven Señor de las Dunas—. Contadme, Incarsyn, ¿todas las Brujas de Benshar eran malas? ¿No había ninguna entre ellas que usara el poder para otra cosa que el egoísmo y la lujuria?

El joven frunció el ceño y meneó la cabeza. Obviamente nunca se le había cruzado por la mente la idea de una bruja buena. Tal vez en el shirdano en que pensaba, ese tipo de concepto era imposible desde un punto de vista lingüístico. En la brillantez cristalina del sol de la mañana, después de una noche agitada y sin sueño, su juventud y su dureza contrastaban todavía más con las mejillas blancas y la doble papada de Nanciormis, y la similitud racial de ambos conjuntos de rasgos aguileños enmarcados en la oscuridad del cabello trenzado no hacía más que acentuar la diferencia.

—Ni una —respondió llanamente, y después sonrió un poco y su cara se iluminó—. Ya comprendéis… eran mujeres. Las mujeres anteponen sus propias consideraciones por naturaleza, las cosas que las afectan directamente a ellas, sean bienes materiales o satisfacciones emocionales. —Hablaba como alguien que perdona a un niño retrasado por orinarse encima, y Lobo del Sol suprimió un deseo inesperado de levantarse y golpearle la hermosa cabeza contra una pared.

Empezó a decir algo para refutar lo que oía, pero la pesada voz de Osgard los ahogó a ambos.

—¡Las Brujas de Benshar no tienen nada que ver con esto! —tronó—. ¡Lo que pasó es claro como el día! Egaldus anduvo jugando con herejías y magia, acompañado de esa perra de Kaletha, tratando de conjurar espíritus, y le pasó lo que se estaba buscando. Los dos tenían todas las razones del mundo para querer mal a Galdron, porque ese viejo hipócrita los amenazaba con el destierro…

—¿Y por eso conjuró un hechizo que se volvió contra él mismo? —quiso saber Lobo del Sol—. Demonios, decid algo razonable.

—Kaletha y Egaldus eran amantes —agregó Nanciormis con desprecio, pero sus ojos negros, que miraban de lleno a Lobo del Sol, parecían meditabundos—. Ella nunca habría tocado ni un pelo de esa preciosa cabeza dorada…

—Lo cual no es necesariamente cierto —observó Halcón de las Estrellas más tarde, mientras Lobo, sentado con las piernas cruzadas sobre el parapeto de la torre de guardia, a unos treinta metros sobre los patios de granito del Fuerte, pelaba una naranja—. Que uno ame a alguien no significa que no pueda tenerle miedo y odiarlo y estar resentido.

—La gente se acuesta con otros por todo tipo de razones. —En la quietud asfixiante del aire del desierto, el perfume de la naranja era de una dulzura impresionante—. Puedes acostarte con alguien que odias, si eso te da poder sobre ese alguien.

—Cierto, pero eso no era lo que yo quería decir. —Halcón de las Estrellas apartó la mirada del vacío broncíneo del desierto. Enmarcada en los velos blancos, su cara tenía un aspecto extraño, huesos, cicatrices, ojos grises y fríos; como un hombre, excepto por la suavidad de los labios—. El amor no es fácil de definir. Puedes sentirte ofendido por los que amas… lo suficiente como para querer matarlos, o por lo menos herirlos. Es muy común. Y el hecho de que tengan poder sobre ti no es la menor de las razones.

Lobo del Sol se quedó callado un momento, meditando al respecto y preguntándose si Halcón hablaba por experiencia personal. Le ofreció un pedacito de naranja y ella lo rechazó: nunca comía cuando estaba de guardia, recordó él, aunque tuviera que vigilar un paisaje muerto de desierto buscando movimientos que no llegaban nunca. Desde allá arriba se divisaban las Montañas Hechizadas, una hoja de cuchillo rota y manchada sobre el calor tembloroso de la reg. ¿Había sentido Halcón resentimiento hacia él, lo había odiado incluso, en los años en que había sido su segunda al mando en su ejército mercenario, años en que lo había amado en silencio y había visto cómo se acostaba con un desfile permanente de concubinas de dieciocho años? En aquellos días él casi nunca había pensado en ella como mujer. Tal vez ella tampoco.

Pero cuando levantó la vista, preocupado, encontró una sonrisa en sus ojos grises, así que, en lugar de eso, preguntó:

—¿Crees que Kaletha estaba lo bastante resentida contra Egaldus como para matarlo?

—Tú eres maestro. —Halcón hizo un gesto amplio hacia el horizonte desierto, después volvió a posar sus ojos en él—. ¿Entrenarías a un discípulo si pensaras que algún día podría vencerte? No únicamente que se convirtiese en un rival apreciable, sino que pudiese acabar contigo, aplastarte, o tal vez matarte.

Nuevamente, Lobo del Sol se quedó callado durante un tiempo. El sol, tibio sobre sus velos casi sueltos y el cuero que le cubría los hombros y las pantorrillas, había perdido ya la intensidad del verano, pero el aire estaba espeso y eléctrico, anunciando tormenta. Finalmente dijo:

—Nunca lo hice. No lo sé. —Dudó y agregó después, con sinceridad—: Me gustaría pensar que mi orgullo como maestro estaría por encima de mi vanidad como guerrero, pero… No lo sé.

Halcón de las Estrellas sonrió y siguió observando el horizonte; él contempló la línea suave de su perfil, delicado a pesar de los pómulos altos y el mentón demasiado fuerte.

—Y ahora tienes cuarenta años y eres mago —dijo ella—. Te apuesto a que no lo hubieras hecho cuando tenías veintiocho. ¿Me habrías entrenado a mí hasta el punto de que pudiera vencerte?

Las palabras salieron lentas y difíciles:

—Me gustaría que pudieses. —Pero en el momento en que respondió, se dio cuenta de que no era cierto.

Eres ambicioso, como Egaldus, había dicho Kaletha. Y Egaldus a su vez le había espetado a ella: ¿Piensas seguir guardándotelo todo para ti sola? Lobo había despreciado a Kaletha… no era agradable descubrir la misma tendencia en sí mismo.

—Pero estás bastante seguro de que no podría —dijo Halcón de las Estrellas, la voz dulce—. Entiendo a Kaletha, Lobo. Y a pesar de ser como es, me gusta. Creo que se equivoca al no compartir esos libros de poder, pero entiendo la razón por la que lo hace, la razón por la que mantiene a sus discípulos en un puño, tal vez la razón por la que dejó que Egaldus la sedujera. Es consciente de que nunca tuvo un maestro como corresponde, ahora sabe lo de la Gran Prueba y antes lo ignoraba. Diga lo que diga, sabe que tú la pasaste y ella no. Está luchando por conservar su poder, sobre ti, sobre los discípulos, sobre Egaldus.

—¿Crees que pudo haberlo matado para que no se acercara a los libros? —Después Lobo frunció el ceño, los dedos grandes detenidos en la mitad de un movimiento, pegajosos y manchados con las gotas del jugo de las naranjas como con sangre—. Pero yo también fui a buscar los libros. Demonios, hasta entré en el pozo. Y no me pasó nada.

—Tal vez no fuera una trampa impersonal —dijo Halcón de las Estrellas con voz serena—. Lo que destruyó a Egaldus, fuera lo que fuera… —Se volvió hacia Lobo, las cejas oscuras, regulares, fruncidas sobre la nariz—. ¿Se puede conjurar ese tipo de poder, dirigido a alguien específico? ¿O…?

—¡No lo sé! —Lobo del Sol hizo un gesto de frustración—. Incarsyn dijo que las Brujas de Benshar lo hacían, pero… —Levantó la vista y vio la cara de la mujer inclinada hacia delante, muy concentrada, como si tratara de captar un sonido que estuviese más allá de la frecuencia del oído humano—. ¿Qué pasa?

Ella meneó la cabeza.

—No… no puedo recordarlo. —Se inclinó sobre las almenas, la silueta alargada de un guepardo, enfundada en cuero verde oscuro y mangas blancas y largas contra la interminable polvareda de tierra desnuda—. Está en el borde de mi mente, algo sobre cómo se conjura el poder… No lo sé. —Hizo una mueca—. Me acordaré en plena noche, supongo, cuando no esté pensando en ello. —Esas palabras también parecieron pulsar un hilo perdido en su memoria, y se detuvo de nuevo. Después, sus ojos volvieron al desierto, y toda la concentración que tenía puesta en los sueños o recuerdos a medias se desvaneció en una súbita posición de alerta.

Lobo del Sol giró en su precario asiento sobre las almenas para seguir su mirada.

Sobre el horizonte duro del desierto flotaba una espiral gris de polvo, brillando en el aire de la mañana.

—No puede ser una tormenta. —Tazey se cubrió los ojos con la mano para protegerlos del sol y miró hacia el desierto. Todavía estaba vestida como le había ordenado su padre, con femeninas puntillas y el cabello rizado para agrado de su pretendiente; los colores rosados y lavandas parecían incongruentes alrededor de aquel rostro tenso y maltratado por las lágrimas.

—Claro que puede ser una tormenta —refunfuñó Kaletha, mirándola de costado—. Vengo presintiendo una desde esta mañana.

—Si es una tormenta, tiene una base condenadamente angosta —intervino Lobo del Sol mientras Halcón de las Estrellas y Nanciormis aparecían por las escaleras estrechas que llegaban del pequeño patio que quedaba bajo el balcón de la torre de entrada, los dos con catalejos de bronce en las manos—. Los vientos no llegarán hasta la noche.

La nariz de Kaletha tembló de desprecio y hastío ante aquella opinión contraria a sus palabras. Como Tazey, tenía pálida la zona que rodeaba su boca, aunque viendo sus ojos secos Lobo del Sol no podía saber si había llorado. Parecía agotada, como si la magia que había pesado en el aire la noche anterior hubiera salido de sus venas. Lobo del Sol recordó de pronto que Egaldus había muerto con el nombre de esa mujer en los labios.

Las Brujas de Benshar, pensó, dándose cuenta de que los tres que estaban allí, en la torre, contemplando el desierto y la columna de polvo cada vez más cercana, eran los únicos brujos que quedaban en Benshar.

Halcón de las Estrellas le alcanzó su catalejo, fabricado por el mejor de los artesanos de Pergemis; él lo desplegó con un chasquido mientras Nanciormis extendía el suyo y lo apoyaba en el ojo. En el halo de polvo y calor se distinguían claramente las siluetas de jinetes y dromedarios, las capas blancas de los shirdar y las cortinas pesadas y oscuras de una litera. Al oír pasos en la escalera, Lobo del Sol retiró el ojo de la lente a tiempo de ver a Osgard, Incarsyn y Anshebbeth que subían rápidamente las escaleras para llenar aún más la plataforma de la torre.

Anshebbeth corrió directamente hacia Kaletha.

—No deberías estar aquí —se preocupó—. Deberías estar descansando, después de una impresión tan grande…

Kaletha se la sacudió con impaciencia. Herida y rechazada, el aya se volvió hacia Tazey.

—Y tú, querida… estuviste despierta toda la noche, o casi…

—Por favor, Shebbeth…

Nanciormis tendió el catalejo a Incarsyn y dijo:

—¿Son quienes yo creo que son?

El joven miró a su vez, como una hermosa estatua, las mangas sueltas de la túnica de encaje aplastadas contra los músculos duros de los brazos por la cálida ráfaga de viento que hacía rodar también el nudo de rizos de la base de su cuello.

—Los Hasdrozidar —dijo finalmente—. Mi gente. —Apartó el catalejo del ojo, la boca tensa y curva en un gesto de aprensión.

Nanciormis dijo con una voz como la seda:

—Supongo que los guía vuestra hermana, la dama Illyra.

Incluso a aquella distancia, Lobo del Sol distinguía claramente, y ahora sin ayuda, la forma tambaleante de la gran litera en el centro del círculo de guardias y jinetes. Se desplazaban con rapidez. O ellos también sentían la proximidad de la tormenta que alcanzaría la Fortaleza unas horas después de la puesta de sol, o simplemente tenían la inquietud natural de los habitantes del desierto cuando salen a campo abierto en la estación de las brujas. Lobo vio el miedo enfermizo en el rostro de Tazey y las mejillas enrojecidas de rabia lenta pero segura en la ancha cara de Osgard.

La voz de Incarsyn era tensa pero firme.

—No temáis, mi princesa. Ella no es más que una mujer. No puede separarme de la mujer que elegí como esposa. —Hizo una reverencia con la gracia habitual y bajó las escaleras.

Osgard rumió entre dientes:

—Más vale que ni lo intente —y lo siguió con la chaqueta flotando en el viento caliente que había empezado a golpear las paredes de granito de la Fortaleza.

Tazey se quedó un rato mirando hacia el desierto, la expresión protegida contra tormentas peores que la que había partido con las manos. Los dedos, que descansaban sobre el parapeto, le temblaban sin cesar.

—No es más que una mujer —citó Nanciormis con desprecio. Echó una mirada a Anshebbeth y ésta detuvo su movimiento de protección hacia Tazey. La voz del gran señor shirdar era suave, pero llegaba con claridad a todos los que permanecían en el parapeto bajo las altas sombras del Fuerte—. Ahora que ese joven decidió que quiere la alianza con las minas de plata de Benshar, no creo que haya muchas cosas que puedan hacerle cambiar de opinión. No te engañes, Tazey. Sabe que tu estima le ayudará en sus planes, eso es todo.

—Dejadla tranquila —dijo Halcón de las Estrellas en voz baja.

Nanciormis la miró, impaciente. Ella había permanecido muda, entre las sombras más profundas, las manos sobre el cinto de la espada… Era fácil olvidarse de que estaba allí.

—No quiero que mi sobrina crea algo que después pueda lamentar —dijo el Comandante con rudeza—. A Incarsyn ella le importa menos que sus caballos. Me lo dijo.

Tazey no lo miró, pero Lobo del Sol vio el brillo de las lágrimas en sus ojos quemados por el sol.

—No me engaña —dijo la princesa en una voz tenue pero firme—. Me obligaron, discutieron mi precio, me amenazaron con todo, incluso con el fuego de la maldición eterna, y me mimaron para conseguir lo que querían de mí… —Le tembló la voz, pero ella no permitió que se le quebrara—. Lo único que me ha ayudado a tolerarlo es que él es lo suficientemente considerado como para querer engañarme.

—En Pardle Sho —le replicó su tío con tranquila brutalidad—, hay una mujer que cría conejos para vender su carne. Todas las mañanas, cuando va a darles la comida, los levanta, los acaricia, y los llama por su nombre para que aprendan a contestarle, y de ese modo no tener que perseguirlos cuando llegue el momento de matarlos.

Tazey giró en redondo y se encaró a la alta figura que estaba a su lado. El sol brillaba en la lágrima que le corría por la mejilla, y en la opalescencia rosada de las perlas de arena que colgaban de sus orejas. Dijo en un susurro:

—Te odio. —Se volvió, recogió sus faldas absurdas, arrugadas, y corrió en pos de su padre por las estrechas escaleras.

El sol caía, la noche se acercaba; empezó a levantarse viento. El aire conversaba consigo mismo en risas despectivas, leves, sibilantes, que sonaban por todos los rincones de la Fortaleza, entrando y saliendo de las paredes derruidas del ala abandonada; olía a arena y electricidad, y quemaba la nariz con el polvo que arrastraba. Los ánimos se caldearon cuando el aire cada vez más seco oprimió las cabezas y los nervios de todo el mundo; la gente desvelaba sus pensamientos y actuaba sin reparar en las consecuencias; los pequeños odios y enojos corrían por el aire. En los patios de los pueblos de la cordillera, una tormenta se consideraba circunstancia atenuante en casos de asalto y asesinato.

La caravana de la lejana ciudad-oasis de Hasdrozaboth llegó a tiempo. Sus ciento y pico jinetes, delgados, endurecidos por el sol, cobijaron sus caballos y camellos en los establos que les habían sido preparados apresuradamente en los límites del ala abandonada y se unieron a la guardia, ya impresionante, de su señor. Desde su pequeña celda cerca de los establos, Lobo del Sol los oía hablar entre ellos en la cantarina lengua de los shirdar, y olía sus fuegos y la grasa especiada de sus comidas mientras desenrollaba su armadura de su envoltura.

—Si no estás en la cena, se dará cuenta —dijo Halcón de las Estrellas en voz baja. Cruzó los brazos y miró la luz sulfurosa del pequeño patio, más allá de los postigos entreabiertos. Un hombre vestido como un sirviente, el cabello negro y rizado de los shirdar, pasó por el sendero desde el portón, hacia los baños. Como la mayoría de los que vivían en Benshar, se había cortado las trenzas cuando se puso a trabajar para los nuevos dueños de la región. Halcón de las Estrellas lo vio mirar, nervioso, las paredes caídas y silenciosas, y apretar el paso.

—Es el único momento en que podemos estar seguros de dónde se encuentra. —En el calor de la larga tarde habían hecho el amor y después habían dormido, aunque Lobo del Sol había visto de nuevo, en sueños, los ojos fríos, sin cuerpo, de los demonios. Ahora, un poco inquieto, desenrolló la cota de malla que no había usado desde el sitio de Melplith, hacía ya un año, y revisó el cuero y las hebillas. Sentía el peso de la cota entre las manos como algo extraño después de tanto tiempo; el tintineo duro y musical de los anillos, familiar y al mismo tiempo desconocido a sus oídos. La cota tenía una mancha brillante allí donde habían remendado, sobre el pecho, un desgarrón considerable, pero él no hubiera podido recordar ni por todo el oro del mundo qué lo había producido ni en qué momento.

—Si puede matar a distancia —dijo Halcón de las Estrellas—, entonces eso podría no tener importancia. —A su espalda, una polvareda cruzó el patio; una ráfaga de viento gruñó contra las paredes. Desde los establos cercanos, Lobo del Sol oía cómo los caballos pateaban el suelo, nerviosos, en sus cuadras—. Siempre suponiendo que Kaletha sea la asesina.

Lobo del Sol asintió, sin sorprenderse. Esa idea también había pasado por su cabeza.

—Tú crees que puede ser otra persona. Alguien que no dice que es mago. Alguien que tal vez, en el pasado, tuvo acceso a los libros.

—Algo así. —Ella apoyó los hombros contra el marco de la ventana, y el rayo de luz trazó un ángulo y brilló, blanco, contra su cabello—. Una bruja tiene que ser muy estúpida para andar por ahí matando gente con su magia en una comunidad donde no hay muchas brujas, pero ambos hemos visto cosas todavía más estúpidas en nuestras vidas. ¿Recuerdas aquel boticario de Laedden, que envenenaba los pozos de sus vecinos? Era como… no sé, algún tipo de fuerza elemental, como una bestia, matando al azar. Es difícil pensar en alguien capaz de hacer ese tipo de carnicería deliberadamente.

—A mí me parecía difícil aceptar la idea de que dos muchachos mataran a su propia madre para conseguir los ahorros de la familia y poder comprar una vía de escape en una ciudad sitiada —recordó Lobo—. Vivimos y aprendemos. Y bien cierto es que me ofrecieron el dinero para que los dejara atravesar las líneas de Melplith. —Tomó los pesados zamarros de cuero que había tomado de los arneses de un caballo y guardado debajo de la cama, los puso junto a la cota de malla, estudió la forma de unirlos y trató de pensar si la protección que le ofrecían valdría la pena comparada con la forma en que la cota limitaría sus movimientos. No había duda de que los zamarros lo protegerían de las serpientes si se movía con la suficiente rapidez, y también de que los guantes de cuero grueso que había comprado protegerían sus manos de los escorpiones. Si se encontraba con alguna otra cosa… tal vez podrían impedir que le desgarraran los tendones y lo derribaran de un solo golpe, pero después de eso, nada podría detener el remolino de violencia que había destruido a Egaldus y había esparcido pedazos del obispo Galdron y de Norbas Milkom sobre una gran extensión de arena, separando la piel de los huesos.

—¿Crees que podrás mantener a Kaletha ocupada durante unas dos horas?

Si lo atacaban, pensaba Lobo del Sol, sosteniendo las rígidas protecciones de cuero entre las manos, de todos modos no tendría adonde huir. De pronto, sintió el silencio de Halcón de las Estrellas y levantó la vista.

—Jefe —dijo ella con lentitud—. Preferiría no hacerlo.

En un tiempo, y él lo sabía, habría preguntado por qué con la voz rápida e indignada. Esta vez dejó que el silencio se espesara entre los dos; después de un momento, ella escogió sus palabras.

—Puedo vigilarla si quieres, y tratar de detenerla o avisarte si entra en el ala abandonada. Pero no quiero aprovecharme de su amistad, de la confianza que me tiene a pesar de lo que sabe de nuestra relación. Quiero mantener la amistad que tengo con ella separada de mi amor por ti.

La voz, como siempre, era serena, sin inflexión; una voz que no revelaba nada a nadie, ni siquiera a él. Pero tras tantos años de relación, y especialmente desde que se habían convertido en amantes, Lobo había aprendido a escuchar por debajo de su tono frío. La recordó en la torre, diciéndole: Pero estás casi seguro de que no lo haría, y se dio cuenta de que, sin pensarlo, le había pedido algo a lo que no tenía derecho.

En un primer instante, le dio rabia contra sí mismo y sintió disgusto contra ella por hacerle aquello… y también por poner los derechos de Kaletha por encima de los caprichos de él. Eso lo devolvió a la cordura.

—De acuerdo —asintió. Y después, aunque no había apreciado cambio alguno en los ojos grises que todavía seguían mirándolo serenamente, agregó con cierta falta de familiaridad, con algo de dureza incómoda—: Lo lamento. No debería habértelo pedido.

Ella disimuló su alivio y su sincera sorpresa y se limitó a responder:

—Haré lo que pueda.

Y una vez pasado, el incidente se convirtió en algo intrascendente.

Halcón de las Estrellas lo dejó allí y se fue en busca de Kaletha; la noche se avecinaba. El gruñido y el murmullo de los vientos se detuvo; el silencio era aún más terrible, caliente y espeso sobre la fortaleza clavada en la montaña y la ciudad polvorienta a sus pies. La noche estaba preñada de tormenta. Lobo del Sol, sentado sobre el umbral de madera rota de su celda, esperaba la oscuridad y observaba cómo los postigos se cerraban en todas las ventanas de Tandieras. El sol se puso en el horizonte y tiñó la Roca Binnig del color de la sangre, y brilló como hilos de fuego sobre las agujas de la Catedral de Pardle. Lobo sabía que estaban encendidas las lámparas del Salón y de la hilera de arcos sobre el balcón de la Casa, pero ni siquiera una línea de luz iluminaba el bloque oscuro del Fuerte. Parecía una fortaleza muerta, silenciosa como las rocas. Hasta los pájaros se habían callado y buscaban sus propios escondites. La quietud tenía una cualidad fantasmal, como la de la muerta Ciudad de Benshar.

Lobo del Sol trató de relajarse y centrar su mente, trató de mantenerla fija en los hechizos que sabía tendría que conjurar, pero su mente volvía una y otra vez a Halcón de las Estrellas. Le había sorprendido y asustado el que ella se negara a actuar por él contra una de sus amigas, y sabía que eso lo ofendía, como si ella no pudiera deberle lealtad a nadie más que a él. Era injusto con Halcón de las Estrellas, y eso también lo sabía.

Suspiró y meneó la cabeza. Sus antepasados se morirían de vergüenza. Se estaba volviendo blando, habría dicho su padre, cediendo allí donde debía mantenerse firme por su propia supervivencia. Lobo del Sol había sobrevivido cuarenta años aferrándose a las cosas. Su vida había sido un puño que no dejaba escapar nada. Era difícil abrirlo a otras cosas.

Como guerrero, había sabido lo que era. Aquí, en el paisaje calcinado de rocas negras y susurros de demonios, veía en qué podía convertirse; y como a Tazey, eso lo aterrorizaba.

La dureza del cielo horrendo, inmóvil, se suavizó hasta convertirse en una seda color paloma. El olor de la tormenta estaba en las venas de Lobo, aguijoneándole la mente. Todavía no era noche cerrada, pero si quería tener tiempo para actuar, era mejor que se fuera en ese mismo momento. Estando todas las ventanas cerradas, tenía grandes posibilidades de que nadie lo viera. Cerró las ventanas de su propia celda con cuidado, y en la penumbra se quitó el jubón de cuero. El frío le golpeó las costillas a través del tejido de su camisa remendada.

Solamente cuando las pisadas que oía estuvieron bien cerca del umbral, se dio cuenta de que no eran las de Halcón de las Estrellas. Levantó la vista en el momento en que una sombra bloqueaba la escasa luz. Contra la oscuridad, vio a dos de los shirdar, las ropas blancas, las manos sobre la empuñadura de las espadas y un gesto silencioso indicando que se les acercara.

—Así que sois Lobo del Sol. —Las manos de la mujer velada se movieron sobre los brazos de la silla de campamento, fabricada en bronce. Eran manos fuertes, blancas como las de Incarsyn, punteadas de sombras en la penumbra de la cámara con los postigos echados—. El mercenario bárbaro.

—Mi señora. —Él inclinó la cabeza y sintió el escrutinio de aquellos inolvidables ojos oscuros—. Y vos sois la dama Illyra, señora del pueblo de las Dunas.

La boca de ella quedaba escondida tras los velos color índigo habituales en las mujeres del desierto profundo, pero las espesas pestañas de sus ojos oscuros bajaron. En las comisuras, Lobo del Sol vio el brevísimo pliegue de aprecio a lo que sabía no era un simple cumplido. Pero ella se limitó a decir:

—No es costumbre en nuestro pueblo que gobierne una mujer. El Señor de las Dunas es mi hermano.

Tenía la voz baja y dura, una voz con la autoridad de alguien que nunca ha pedido permiso a un hombre. Por los pliegues secos y correosos que le circundaban los ojos, Lobo del Sol supuso que tenía una edad cercana a la suya… unos cuarenta años. Según los rumores, había reinado en lugar de su hermano Incarsyn desde su adolescencia, cuando Incarsyn era solamente un bebé, y en esos tiempos había tomado el mando de los ejércitos de Hasdrozaboth sin quitarse jamás los velos del pudor. La tela, ligera y oscura, tembló con su aliento cuando ella prosiguió:

—Las mujeres reinaban en Benshar, y sólo penurias salieron de esa ciudad para los shirdar, penurias durante los años en que reinaron y penurias durante muchos años después. Hablo exclusivamente como embajadora de mi hermano, que tiene asuntos más pesados que tratar en este momento.

Lobo del Sol la observó por unos momentos: el cuerpo alto, esbelto, camuflado tras las túnicas y los velos de color negro e índigo, el bulto de la nariz detrás de la gasa del velo, y los ojos brillantes, fríos como los de una serpiente de cascabel, fijos en los de Lobo. Se preguntó si habría fealdad o hermosura más allá de las capas de gasa y se dio cuenta de que eso no tenía ninguna importancia, ni para ella ni para ninguna otra persona. El hombre dijo:

—¿Asuntos como cortejar a una mujer de Benshar?

—No va a casarse con ella.

—Dijo que lo haría, lo dijo después de saber lo que ella es.

Había desprecio en la voz profunda que le contestó.

—No sabe lo que es. Cree que la magia es lo que hacen las mujeres con hierbas y plumas para conseguir el amor de este hombre o el de más allá, o para volver estériles a las demás concubinas de sus maridos. Cree que es una diversión, como bailar, o como el zhendigo, el arte de las caricias, y que se practica por las mismas razones: para agradar a los hombres. —El movimiento de su cuerpo respiraba un perfume a almizcle que se mezclaba con el olor agudo del incienso que ardía en los braseros a su espalda, y con el calor del polvo que flotaba detrás de los postigos cerrados—. Eso es lo que piensan todos los hombres, cuando dicen por primera vez: «Tomaré para mí a una mujer que sepa magia». Porque ésa es toda la magia que se les permite a las mujeres del desierto. Yo lo sé muy bien —siguió con suavidad—. Ordené la ejecución de más de una bruja entre mi gente.

Tomó una campana de la mesa que estaba a su lado y la hizo sonar, un sonido leve pero penetrante en la penumbra. Lobo del Sol, relajado pero alerta, todavía inseguro acerca del motivo de la visita, movió una mano de modo casual y la apoyó sobre la empuñadura de su espada, justo en el momento en que entraba un esclavo, un joven apuesto con el mentón lampiño y la piel regordeta y suave de los eunucos. El esclavo se arrodilló y colocó un almohadón bordado de lana roja a los pies de Lobo del Sol. Mientras se acomodaba en él, sobre las rodillas, como hacían en el desierto, Lobo controló automáticamente todas las entradas de la habitación. La mayoría de ellas tenían echados los postigos para impedir las ráfagas de viento, que a pesar de ello agitaban las cortinas como velos oscuros de fantasmas que pasaran en silencio. Registró particularmente una que quedaba exactamente a su espalda.

—¿Por qué? —preguntó con curiosidad—. Vos sabéis lo que es ser mujer y luchar por el poder.

—Por esa misma razón —replicó ella—. Sé lo que hube de hacer para ganarme el poder que tengo. Nuestras costumbres no son las de los países del norte, Capitán. El desierto es duro. No perdona ni los errores bien intencionados. Nuestras costumbres han permanecido durante cien generaciones de hombres. Funcionan. Cuando se cruza el desierto, uno no se desvía nunca del camino directo entre un pozo de agua y otro, aunque la gente grite: «Hay agua en aquella otra duna.» —Una ráfaga de viento abombó la cortina que había junto a la mujer y agitó los velos de gasa que le cubrían rostro y cabello—. Cambiar las viejas costumbres es arriesgarse a perderlo todo. Eso fue lo que demostraron las Brujas de Benshar.

—Contadme algo sobre las Brujas de Benshar —dijo Lobo del Sol.

—Los rumores que me trajeron a detener el casamiento de mi hermano —continuó ella— afirman que vos también sois brujo. ¿Es eso cierto? —La palabra que empleó, por su inflexión dialectal, diferente a la del habla más informal de Benshar, hizo que Lobo del Sol recordara algo.

Asintió despacio, reacio a emplear tal palabra, tal inflexión, para definirse a sí mismo.

—Sí.

—Bien. —Las líneas alrededor de sus ojos se plegaron de nuevo, aunque él tenía la sensación de que, por debajo del velo, la sonrisa en los labios no debía de ser muy agradable—. Muy bien. Escuchadme, Capitán Bárbaro. Mi hermano está ansioso por llevar a cabo esta alianza con la hija del Rey de Benshar porque somos un pueblo pequeño entre los Señores del Desierto. Nunca fuimos grandes entre las tribus, y algunos de nuestros vecinos son muy poderosos. Y sobre todo, como todas las tribus, nos sentimos amenazados por los grandes señores del norte, los Reinos Medios del otro lado de las montañas. Me dijeron que el Mago-Rey que tuvo al mundo bajo su puño está muerto, y he vivido lo suficiente en el desierto como para saber que cuando muere el gran león, los chacales se pelean para comerse sus restos. Mi pueblo necesita fuerza en estos días.

Lobo del Sol recordó las mezquinas guerras que habían sacudido lo que quedaba del imperio del Mago-Rey a lo largo de la primavera y el verano.

—Cierto.

Las manos, largas y fuertes, las uñas como garras, se aferraron a los brazos de la silla. Lobo se descubrió preguntándose si aquella mujer se habría casado alguna vez, como deben hacer todas las mujeres entre los shirdar, y si era así, cómo le habría ido a su pobre marido.

—Sin embargo, yo digo que mi hermano no se casará con una bruja, aunque sea la hija, y vaya a ser la hermana, del Rey de Benshar, y ese Rey, su hermano, sea un muchachito enfermizo sin fuerza alguna. Si dejo que el casamiento se realice y que ella siga viviendo, su fuerza se hará más grande, y no habrá aprendido a hablar en voz baja y a temer a los hombres, como hacen nuestras mujeres. Con el tiempo me desafiará, y los que no me quieren se reunirán a su alrededor. Estuviera yo equivocada o no, habrá diferencias entre nuestra gente y por esas diferencias tal vez mueran muchos. Si ella se casa y muere poco después, eso sería peor, porque su padre, su hermano o su tío, que también pone los ojos en el poder de Benshar, lo tomarían como motivo para luchar contra nosotros, y entonces también morirían muchos.

—Y si ella se casa y no muere a pesar de vuestros esfuerzos —agregó Lobo del Sol—, la situación empeoraría todavía más.

La sonrisa lenta apareció de nuevo temblando en las comisuras de aquellos ojos grandes y se deslizó como mermelada envenenada hasta la noble voz.

—Veo que nos entendemos.

—Yo os entiendo, mujer —dijo Lobo—. Lo que todavía no entiendo es qué queréis de mí.

—¿No? —Las cejas oscuras, niveladas, se alzaron en un extremo, desapareciendo bajo la franja de seda oscura—. Sin esa muchacha, mi pueblo necesita algún poder, un arma contra los que nos amenazan. En realidad, si ella, como bruja, se casa con uno de esos hijos de esclavos que pretenden ser parte de la nobleza, lo necesitaremos todavía más. Y no me molestaría tener un mago entre nosotros, sobre todo uno que tiene renombre en las artes de la guerra.

La boca de Lobo del Sol se torció un poco bajo su bigote mal cortado.

—Siempre que sea un hombre y no una mujer.

Ella asintió.

—Exacto. Vos no seríais un peligro para mí, Capitán. Dicen, incluso en el desierto más profundo, que sois un hombre leal a los que os pagan y no una prostituta que toma la paga de cualquiera sin mirar quién se la da. Sois un guerrero y un mago, no un gobernante… porque si lo fuerais, habríais encontrado a quien gobernar en todos estos años.

Lobo del Sol guardó silencio durante un rato. Sentía la tormenta muy cerca, como el filo de un cuchillo contra la piel. Oyó voces de hombres que se llamaban unos a otros allá fuera, a lo lejos, y los bufidos y patadas nerviosas de los preciados caballos blancos de Hasdrozaboth, contra el fondo del aullido cada vez más fuerte del viento. Después de unos momentos dijo:

—No sé lo que soy, señora. Cuando me alquilaba a otros para luchar por ellos, sabía lo que vendía. Ahora ya no lo sé. No puedo decir: «haré esto» o «haré aquello», porque la magia… —Hizo una pausa, sabiendo que dijera lo que dijera de la magia, ella no lo comprendería, ya que ni él mismo lo entendía. Sacudió la cabeza—. Contadme algo sobre las Brujas de Benshar. ¿Qué hay en las ruinas de la Ciudad de Benshar? ¿Qué se pasea por esos cañones?

Illyra se incorporó y dio una vuelta hasta situarse detrás de la silla; después puso sus grandes manos sobre el círculo pequeño y plano del respaldo. A su espalda, las cortinas bordadas en rojo y azul, habían empezado a inflarse sobre las ventanas, formando ondas leves en continuo movimiento como si tras ellas, invisibles, se deslizaran cosas horrorosas. Lobo del Sol sentía la electricidad del aire crepitar sobre el vello de sus brazos y golpearle las sienes. Illyra lo miró durante unos instantes con ojos oscuros, sabios, crueles.

—¿Entonces habéis estado allí?

—Sí.

—¿Y qué visteis?

—Demonios —contestó Lobo del Sol. Descansaba relajado con las rodillas plegadas sobre el almohadón de seda roja; desde su posición alzó la mirada hacia la mujer velada que tenía enfrente—. Demonios que salen de la tierra.

—¿Eso es todo? —preguntó ella, y él asintió.

La mujer suspiró y dio unos pasos ante él, después se volvió.

—En el desierto —dijo—, todos los hombres adoran y temen a los djinns de las arenas y el cielo, los espíritus que viven en las rocas. Pero las mujeres de las Antiguas Casas tenían sus propios cultos, cada Casa uno distinto. Cada culto guarda sus secretos. Y así ocurría con las Hembras de Benshar. —Las manos descansaron como las garras de un buitre sobre el respaldo de la silla, pálidas contra las velas oscuras del mueble—. Era un culto envenenado, dicen. Pasaban su secreto de generación en generación. Elegían con quién debían casarse sus hijos y hermanos, para después hacer entrar a sus esposas en el culto, y tomaban a los hombres que querían para copular con ellos, como hacen los hombres con las concubinas. Se dice que llamaban a los demonios y los hacían salir de la tierra y copulaban también con ellos. Practicaban la nigromancia y llamaban a los espíritus de los muertos. Cualquiera que se opusiera a ellas, moría hecho pedazos, como dicen que murieron el Obispo, y Milkom, el amigo del Rey, que odiaba a los shirdar, y el sacerdote amante de la Bruja Blanca, y la vieja lavandera que la despreciaba. También dicen que cualquier mujer que traicionara el culto moría de la misma forma. No hay duda de que los hombres que ellas odiaban morían así.

—¿Y esa magia corrompía a cualquiera que la tocara? —preguntó Lobo.

Illyra lo estudió con cuidado, las cejas pesadas sobre los ojos, como una máscara, como si se preguntara qué había detrás de aquel interés. Una ráfaga de viento se enredó en su enorme velo y lo sacudió con tal fuerza que el extremo casi golpeó la cara de Lobo del Sol, arrodillado en su almohadón frente a la silla, y las llamas del brasero se retorcieron como serpientes tratando de escapar de los carbones perfumados con incienso. Cuando se calmaron, la habitación parecía más oscura que antes.

—Eso dicen. —La voz de Illyra era dura y amarga—. Cualquier muchacha que se negara a aceptar los ritos del poder, perecía… pero también se dice que la habilidad de las Brujas de Benshar para elegir y guiar a sus iniciadas era tal que muy pocas se negaban.

»Así gobernaron Benshar y la mayor parte del desierto que la rodea, gobernaron por el miedo. Y por eso fue por lo que, cuando los Señores de los Reinos Medios penetraron por los pasos para destruir Benshar y mataron a esas mujeres con el fuego y la espada y la magia que tenían, ninguno de los Señores del Desierto las ayudó. Habían sufrido demasiado por su arrogancia, por su avaricia, y por la destrucción sin sentido que provocaron.

Empezó a caminar de un lado a otro de nuevo, como su hermano, moviéndose con una gracia animal, felina.

—Tontos. Dejaron que el enemigo sirviera el vino que ellos tenían que beber. Los señores del norte no eran tan estúpidos, y retuvieron los pasos de Benshar, desde los cuales era muy fácil conquistar el desierto también. —La rabia que había en su voz era tan dura como si las mujeres que habían causado su ruina lo hubieran hecho en persona y todavía siguieran vivas, no muertas y convertidas en cenizas hacía ya generaciones—. Y así fue como las Brujas de Benshar nos trajeron el mal a todos. Y aunque la destrucción también alcanzó a los señores del norte, las cosas nunca volvieron a ser como antes. Su poder cayó en manos de los hijos de los esclavos, la escoria de las minas, los que nada sabían de esta tierra, los que no la aman, no, a ellos la tierra no les importa…; ellos nos arrebataron a nosotros, los shirdar, lo que era nuestro por derecho, para gobernarlo y disfrutarlo. Lo único que quieren es la plata, son como un hombre que compra un caballo pensando en comérselo y no en la gracia de sus patas, la suavidad de su morro, o la velocidad de su sombra sobre el suelo. Son cerdos, con las narices chatas de tanto apretarlas contra pilas de oro… —Le dio la espalda, los ojos sombríos, oscuros de rabia antigua—. Y pagan, eligen los ejércitos que quieren para destruir lo que es bueno y hermoso y convertirlo en dinero, solamente en dinero, porque el dinero es lo único que entienden. No hay un solo señor shirdar que no sienta esto en su corazón, porque ellos destruyeron no solamente nuestro poder, sino también el orden natural de las cosas.

Como si se diera cuenta de pronto de lo lejos que la había arrastrado su furia, se detuvo en su caminar de fiera enjaulada y lo miró de nuevo, una vez más fría y reservada.

—Así que os digo esto —terminó con voz tranquila—. Mi hermano nunca se casará con la semilla de ese doble mal: el retoño de las brujas y los esclavos. Ni por todos los aliados del desierto, ni por toda la plata que puedan arrancar del suelo.

Los ojos de la mujer se aguzaron y volvieron a posarse en él.

—Y vos, Lobo del Sol —dijo—, si no me servís a mí, ¿a quién pensáis servir?

Él meneó la cabeza y contestó:

—Señora, no lo sé.