La oscuridad había caído sobra la Fortaleza de Tandieras. Se escondía en los rincones del Salón para escapar de la luz amarilla de las antorchas, pero en el ala abandonada estaba viva y lo absorbía todo. La luz pálida de las estrellas ribeteaba con escarcha las tejas rotas del viejo patio de las tejedoras; pero no alcanzaba la negrura satinada del interior del edificio que allí se alzaba. Junto al brillo sulfuroso y tintineante de los siete cuencos de fuego que exigía el rito, Kaletha dirigía a los suyos en el conjuro de los muertos.
Su voz, clara y argentina, se alzó en una invocación de la Madre.
—Le pedimos ayuda a la Madre. Hicimos todo lo que pudimos… Nos purificamos con ayuno… Limpiamos esta habitación con fuego, hierbas y agua…
De pie entre Anshebbeth y el joven Pradhorn Dyer, Halcón de las Estrellas flexionó las manos doloridas. No había barrido suelos desde sus días de novicia en el convento.
—Nos rodeamos de los Círculos de la Oscuridad y la Luz…
Una llamarada de oro de uno de los cuencos hizo que las líneas profundamente grabadas de la estrella de cinco puntas parecieran doblarse y alargarse. La estrella yacía sobre el suelo de tierra como un pájaro muerto; el olor del suelo seco en el que la habían trazado se mezclaba con el de las paredes de adobe, el del almizcle y las hierbas aplastadas, el del incienso en llamas, y el del polvo y la electricidad del aire. Una ráfaga arañó las paredes del ala abandonada, que empezaba exactamente al otro lado del patio, y las llamas temblaron; Halcón de las Estrellas no pudo reprimir una mirada sobre su hombro, hacia la oscuridad que parecía esperar fuera.
Envuelta en humo e incienso, Kaletha se movió de punta a punta de la estrella, cuidando de no pisar las líneas. Tocó el agua de los platos y pasó las manos sobre los cuencos de fuego; las sombras de sus dedos acariciaron las caras de los que aguardaban de pie en la angosta zona entre el pentáculo interno y el círculo de Luz exterior.
—Dibujamos el Círculo de Luz alrededor de nosotros, para guardarnos de toda criatura de las tinieblas. Estamos de pie frente a ti, protegidos de los que quieran dañarnos…
Excepto de nosotros mismos, pensó Halcón de las Estrellas cuando las manos de los que tenía a cada lado se cerraron alrededor de las suyas. Excepto de nosotros mismos.
—No me gusta —le había dicho el Jefe cuando le había hablado esa noche en el Salón.
Ella no le había preguntado el motivo. Si él no hubiera tenido más prueba que su instinto animal para el peligro, ella sabía que se lo habría dicho. En lugar de ello, le pidió que especificara.
—¿Qué grado de peligro puede haber?
—No lo sé. No sé cuánto poder tiene Kaletha, ni qué tipo de magia aprendió en esos libros suyos. No sé cuánto poder puede conjurar de entre los que la siguen, sobre todo de los que tienen poder propio, Egaldus y Shelaina.
Eso había ocurrido hacía unas horas, cuando Halcón de las Estrellas bajó al Salón y descubrió a Lobo del Sol y a Jeryn devorando una cena tardía de queso frito y avena. Tenían el cabello y la cara brillantes, después de lo que parecía haber sido un rápido baño en el abrevadero más cercano, y las camisas y jubones estaban verdes de polvo viejo y telas de araña.
—Por lo que oí decir a Tazey y a Nanciormis, el poder de las Brujas de Benshar se usaba casi siempre para el mal. No se trataba de que algunas de ellas fueran malas y otras buenas: eran un grupo malvado, no importa lo buenas que fueran cuando empezaron a hacer magia.
Al ver que Halcón de las Estrellas vacilaba, Jeryn intervino:
—Es cierto. —Los candelabros que se habían usado para la cena, y que el par de errantes investigadores había vuelto a encender cuando llegaron de sus misteriosas pesquisas en la biblioteca, se reflejaron en los negros ojos del muchacho cuando levantó la vista para decir—: Por eso Tazey estaba tan asustada, y por eso está tan furioso papá. No es únicamente que Tazey no quiera convertirse en bruja y condenarse. No quiere convertirse en alguien que merezca la perdición. Y esas brujas se la merecían.
Las cosas de la cena habían sido retiradas hacía ya mucho, y los que permanecían en la parte interior del Salón, cosiendo o arreglando arneses o afilando armas, hablaban en voz muy baja. Un hilo de luz asomaba por debajo de la puerta del solar del Rey. Durante un tiempo lo había cruzado una y otra vez la sombra de Osgard, caminando de un lado a otro como si pensara que podía ganarle al dolor y a la pérdida con aquella carrera. Hacía algún tiempo que el movimiento había cesado. Ahora no quedaba más que el tintineo de alguna solitaria copa de vino sobre la pequeña mesa de bronce.
Halcón de las Estrellas tenía el ceño fruncido. Había estado contemplando al bárbaro color de león con el parche en el ojo y los brazos llenos de cicatrices bajo la mata de cabello blanqueado por el sol, el bronce del jubón brillando suavemente a la luz de las velas, y ahora tenía la mirada sobre el frágil muchacho que se sentaba a su lado, los negros rizos revueltos y su habitual y torpe compostura olvidada por completo.
—¿Es posible? —había preguntado—. ¿La magia puede ser intrínsecamente mala?
—No debería serlo —había dicho Lobo—. En casos así no debería funcionar en absoluto. Pero funciona. Todavía no sabemos por qué funciona la magia, Halcón, como no sabemos qué es el relámpago ni qué es la vida, no sabemos por qué una mujer tiene la capacidad para sacar a un ser humano de su vientre, una persona que nunca existió antes… y que tal vez levante un imperio y cabalgue en el viento… ¿Por qué las mujeres?
—Son más inteligentes —replicó Halcón de las Estrellas prontamente, y con la cara seria.
Lobo sonrió en respuesta… Era una vieja broma entre los dos. Después se puso serio de nuevo y continuó:
—No tenemos por qué entender algo para que ese algo pueda matarnos; ni siquiera hace falta creer en ello, Halcón. Y después de pensar durante años que la magia no tenía nada que ver conmigo, no pienso empezar a creer que la entiendo. Yo no creo que la magia, ninguna magia, haya de corromper automáticamente a los que hacen uso de ella, ni que pueda hacerlo; pero por otra parte, hay ciertas evidencias no demasiado fiables de que eso fue lo que ocurrió en este caso. Y, de cualquier modo, me hicieron advertencias muy claras sobre la nigromancia. Tal vez aunque Kaletha no quiera hacer daño salga algo muy dañino de todo esto.
—Necesita siete personas —había dicho Halcón con lentitud, apoyando la bota sobre el banco junto a él, el codo sobre su propio muslo—. Soy la única en quien confía. Y en cierto sentido… no es que yo confíe en ella, pues es una irresponsable con su poder y con su influencia sobre otras personas, pero… en cierto modo, la entiendo.
En aquel momento, él había levantado la vista durante un instante olvidando la comida a medio devorar, sorprendido como si no hubiera esperado de ella que entablara amistad con alguien que lo rechazaba a él. No porque contrariara su voluntad o sus expectativas, simplemente porque él no había pensado en la posibilidad de algo así desde que se convirtieron en amantes.
Finalmente, le había preguntado:
—Maldita sea, Halcón, ¿no lo sientes?
—Siento que hay peligro, sí —había dicho ella—. Pero también pienso que uno de nosotros debería estar allí. Y si ella quiere extraer poder de alguno de nosotros, debería ser de mí, puesto que no tengo.
Él había asentido, aceptando su lógica. Pero la sensación de peligro le volvía ahora, como un cosquilleo nervioso; la certeza indefinible del guerrero de que la situación, por razones que no podía definir, apestaba a carne podrida. Ella había pasado las horas entre su conversación con Lobo del Sol y la medianoche meditando, y tal vez por eso la noche parecía viva a su alrededor, y la oscuridad llena de entidades a medio coagular esperando sólo a ser nombradas para aparecer.
Ella era la única en el Círculo que no había nacido maga ni deseaba serlo. Mientras unían las manos y Kaletha formaba el eslabón final en el brillante anillo de energía humana entre el Círculo y la estrella, observó las caras de los que estaban a su alrededor: Luatha, los gruesos rasgos tensos en una concentración que, de todos modos, no terminaba de borrar la mueca de aburrimiento de su boca; Shelaina, semejante a un espectro y hundida en sí misma, mirando a Kaletha con la cara transfigurada por el medio trance en el cual, guiada por Kaletha, lograba encender fuegos con madera fría; y Pradhorn, los ojos fuertemente cerrados y los labios en movimiento mientras susurraba uno de los hechizos de Kaletha para la autohipnosis. Junto a ella, Halcón de las Estrellas sentía la presencia de Anshebbeth, su delgado cuerpo tenso como el puño de una aficionada asustada al cerrarse alrededor de la empuñadura de un cuchillo; el rostro, una máscara blanca con los ojos cansados, dos círculos negros. A través de las palmas, que aferraban los huesos fríos de los largos dedos de Anshebbeth y las manos regordetas de Pradhorn, Halcón sentía el flujo del poder, una corriente cruzada de energía casi palpable, diferente de la profunda quietud del Círculo Invisible en el que solían meditar las monjas de San Cherybi. O tal vez, decía la parte práctica de su mente, era sencillamente que conocía las tensiones que dividían a la pequeña banda.
A una señal de Kaletha, la voz de tenor de Egaldus se elevó para guiar las plegarias de los demás. Las palabras eran desconocidas para Halcón de las Estrellas, que las había oído por primera vez en un breve ensayo anterior: una vieja invocación cuya sonoridad hipnótica apagaba el ruido del viento. Los ojos de Kaletha estaban cerrados. Fuera, el viento susurraba rumores distantes de tormenta.
Somos hijos de la Tierra, pensó Halcón de las Estrellas mientras sentía que su mente empezaba a dejarse llevar por el murmullo monótono de las voces y por su propia participación en el arcaico ritual; sus pensamientos se escurrían, atraídos por el peso del incienso hacia el punto donde se detendrían por completo. Aunque los Trinitarios lo nieguen, nuestras mentes nacen de nuestros cuerpos, arcilla a la que da forma el fuego vivo; de ahí viene el poder de lo que somos, no de lo que hacemos.
A medida que su mente se fundía con la plegaria y la dulzura narcótica del humo, su yo guerrero se erizaba como un gato al anochecer con la sensación de poder que surgía en la oscuridad, más allá del Círculo de Luz que los protegía.
A la luz de las estrellas, el ala abandonada del Palacio tenía el aspecto destruido del esqueleto de una bestia, costillas y fémur y tibia allí donde habían estado las paredes, en medio de vértebras desparramadas al azar. La frágil blancura mostraba bordes más claros y esquinas y piedras, y la curva sedosa de las dunas en miniatura cuyas crestas ondeaban al viento, siempre insistente. La sombra cubría las puertas como un velo y llenaba las bocas de cientos de patios y pasillos como una negra cortina de tela de araña. El aire estaba lívido de electricidad y del olor sulforoso del poder.
Si encendiera un pedernal, pensó Lobo del Sol, de pie en el patio cubierto de arena suelta que quedaba al otro lado del portón, el éter mismo explotaría en llamaradas.
Metódicamente, empezó a rastrear las ruinas.
No llevaba luz alguna y tampoco conjuró el leve fuego de los magos porque no quería confundir los ojos con luces y sombras. Sabía que le sería difícil ver lo que buscaba. Seguramente Kaletha había ocultado los libros a los ojos de cualquier visitante casual, seguramente había cubierto con hechizos la entrada del sótano, si es que era un sótano, para que la mirada pasara sobre ella sin advertirla, como sucedía con tantas cosas en la vida cotidiana. Por su experiencia como explorador y como jefe de exploradores, Lobo del Sol sabía que muy poca gente era capaz de nombrar todos los objetos de una habitación o de decir si una puerta abría hacia dentro o hacia fuera; la mayoría ni siquiera había advertido la puerta. Él había aprendido lo fácil que era hacer hechizos para inducir a esa ceguera parcial.
Así que caminó cautelosamente a través de los patios vacíos, señalando con un pequeño trazo luminoso cada umbral que cruzaba, marcas efímeras, que se desvanecerían con la primera luz del sol. Contaba con los dedos los cuatro rincones de cada celda sin tejado que revisaba —viejos talleres con hileras desecadas de bancos tumbados, arrumbados contra las paredes por las tormentas, las esquinas hundidas en la arena y las tejas rotas, las vigas en las que se oían las voces de palomas dormidas, lo que una vez habían sido cocinas con las guaridas de los zorros alrededor de los pequeños hogares; y establos sin techo y los cajones de las vacas llenos de sombras y murmullos y el ruido furtivo de nerviosas ratas del desierto—. En los que quedaban más lejos las vigas se habían derrumbado dentro de las habitaciones; en cambio, cerca de la Fortaleza, se las habían llevado para otras construcciones porque escaseaban, falto el país de árboles. Las lluvias invernales de las colinas bajas, a pesar de ser poco frecuentes, estaban empezando a fundir las gruesas paredes, de un metro o un metro y medio de anchura en la base, y a convertirlas en líneas de barro sin forma.
Lobo del Sol se obligó a caminar hasta cada uno de los rincones y tocar los pedazos de madera y arena, amontonados, consciente de que las ilusiones podían hacerle creer que todos los rincones se parecían. Sabía que sólo con un control cuidadoso y singular de cada detalle podía hacer un buen trabajo en caso de exploración o ataque, y eso era aplicable a un acto de magia; sabía que solamente aquellos poseedores de cierta paciencia metódica podían lograrlo.
Sin embargo, durante todo ese tiempo, sentía que había magia en el aire. Éste parecía arañarle la piel, como si todo su cuerpo fuera una herida abierta; los silencios cargados de magia le martilleaban los nervios en tensión, hasta que incluso el roce de su propio cabello sobre el cráneo, bajo la caricia del viento caliente e inquieto del desierto, lo hacía sobresaltarse. Sentía cómo reunían poder Kaletha y sus discípulos, el poder que venía de los huesos de la tierra, cómo lo llamaban en el aire circundante; sabía que su propia magia participaba de eso, que su magia obtenía fuerzas de la energía que caminaba libre e inquieta en la oscuridad. Él había visitado el taller de tintado en el que había sido encontrado el cuerpo de Nexué el día después de su muerte, había visto sus grandes cubas derribadas. Pero ahora, encontrándose de nuevo entre sus cuatro esquinas, mirando con cuidado las espantosas piedras manchadas de sus paredes caídas, sintió los ecos de la maldad y el horror que habían recorrido el lugar todavía acechantes bajo el suelo. Las cuerdas bajas de un arpa hablan cuando el viento pasa entre ellas; así vibraban los fantasmagóricos vestigios de magia, una sombra sin sombras en la noche. En otro lugar, lo sintió de nuevo, como un último y débil susurro. Al observar detenidamente las negras bandas de las vigas contra un cielo todavía más oscuro, se dio cuenta de que era la misma celda donde había encontrado las palomas masacradas.
Mano con mano, carne con carne. Halcón de las Estrellas sentía cómo el poder, a través de la oscuridad extraña de la meditación pasaba por la carne y la sangre de una médula a otra, la más interna, la más hundida en el más íntimo de los huesos. Nunca había participado antes de aquel tipo de poder, pero sentía cómo se agitaba la energía alrededor del círculo, más grande que el poder de Kaletha, o que la fuerza cada vez mayor de Egaldus. Le parecía que las llamas que ardían sobre las hierbas y el incienso se habían apagado, que la sombra se movía sobre los rostros de los siete, que los trazos dibujados en la tierra para definir el pentáculo y el Círculo brillaban levemente y que las caras mismas, que ella había conocido a fondo en los últimos diez días, habían cambiado, eran diferentes y, sin embargo, no del todo desconocidas, como si siempre hubiera sabido que en realidad, más allá de la piel, aquél era su aspecto verdadero.
Halcón recitaba, repitiendo una y otra vez las sílabas sin sentido del rito desconocido; y el sonido mismo aturdiendo su mente como el ritmo de las olas del mar; se daba cuenta de que todos habían empezado a mecerse al unísono. No tenía idea de cuánto tiempo llevaban recitando, y no le importaba; como cuando meditaba, sentía que el tiempo se había detenido, y no le hubiera sorprendido ni asustado caminar hasta el aire libre y descubrir que las estrellas no se habían movido en absoluto o que el sol ya asomaba por el horizonte. Pero en la meditación estaba al tanto de todo, como el silencio del agua profunda. Esta vez, en cambio, sólo era consciente de la plegaria, del batir permanente de su fuerza en la mente, y del poder casi sin control que se deslizaba de mano en mano. Era como un sueño, un sueño agitado. La mente estaba libre, pensó sin darse cuenta, y yacía como un escudo sobre el pozo negro que había debajo, el pozo del que surgía el poder.
Y justo antes de rendirse completamente a la letanía, comprendió la razón por la que todas las víctimas habían sido atacadas allí donde lo habían sido. Pero si es así…, pensó, y el miedo la golpeó con tanta rapidez como si hubiera dado un paso por encima del borde de un acantilado.
Como el susurro del viento, oyó la voz de Kaletha, aunque no supo si la oía en su interior o fuera de su cabeza.
—No rompas el Círculo… no apartes tu mente del poder…
Los demás confiaban en ella. Durante un instante de pánico, quiso soltarse de las manos que la rodeaban, huir hacia el ala abandonada y encontrar al Jefe, decirle, advertirle… Pero la disciplina de la meditación era muy poderosa. Dejó que sus pensamientos se deslizaran otra vez hacia el vacío de la plegaria y, como si hubiera abierto la mano, lo que había descubierto sobre las víctimas desapareció en el temblor seco del viento de la noche.
Lobo del Sol puso la mano sobre la duna de arena y basura, y ésta se disolvió ante sus ojos en una sombra insustancial. Casi en el mismo momento en que la tocó con los dedos, vio la reja que ocultaba el hechizo y retiró la mano aterrorizado, como si se hubiera quemado. Retrocedió un paso y la sequedad susurrante del viento del desierto enfrió el sudor que había asomado de pronto en su frente. El corazón le latía como el martillo de un herrero.
Pero no había nada de qué asustarse.
Su mente se lo decía mientras el aliento escapaba atropelladamente por sus labios. Ni siquiera instinto, pensó, ninguna clave, ningún signo, solamente miedo puro.
Las duras enseñanzas de su padre le habían hecho olvidar durante casi cuarenta años que había nacido mago, pero nunca habían erradicado del todo su curiosidad. El viejo le había dicho cientos de veces:
—Eres demasiado curioso para ser buen guerrero, muchacho —y, generalmente, después de eso le daba un buen golpe en la oreja.
Ahora veía las marcas en el hierro. El delicado friso de signos, invisible a los ojos humanos, era de Kaletha; sólo ella podía haberlo escrito. En el horror viviente que susurraba cada una de las sombras de la noche, todavía tenía miedo de ellas y de aquel lugar, una cocina desierta en medio del ala abandonada; pero ahora era consciente de que no solamente la reja sino también los restos del suelo de baldosas y las paredes de adobe medio derruidas, habían sido encontrados con hechizos de miedo. El poder que caminaba en la noche los agitaba en el aire y los hacía resonar en su mente como las horribles imágenes de las pesadillas.
Se limpió el sudor de las palmas y sacó una tabla de escribir encerada y una pluma del bolsillo de su jubón. No eran más que los hechizos de la noche, se dijo, obligando a su mano a permanecer firme mientras copiaba los signos lo mejor que podía, para estudiarlos después. No había peligro.
¿O sí?
Cerró la tablilla y se la metió otra vez en el bolsillo. El hecho de que su miedo estuviera inducido por un hechizo no significaba que no hubiera razones para sentirlo.
Seguramente Kaletha advertiría cualquier marca de hechizo cerca de su escondite; pero no era probable que supiera mucho de los signos que hacen los hombres de los bosques. Lobo del Sol señaló el rincón con tres ladrillos para volver a encontrarlo en caso de que un nuevo hechizo confundiera su recuerdo de dónde estaba, y una vez hecho esto salió al patio.
El miedo disminuyó apenas pasó bajo el ruinoso dintel. Fuera el viento era más fuerte. No el viento duro y desgarrador que anunciaba las tormentas, sino un susurro de voces cambiantes que jugaban al escondite entre las viejas piedras, como las de los demonios de los cañones de Benshar. En un rincón cerca de un pozo seco, encontró un par de polvorientos y jóvenes álamos que habían nacido del viejo árbol del patio contiguo en algún año de lluvias. Estaban medio muertos y no le resultó difícil arrancar uno de raíz. Con la nuca erizada como la de un perro en la tensión extraña y creciente de la noche, sacó el cuchillo del cinto y se puso a trabajar el brote para convertirlo en un palo largo, mientras escuchaba los ruidos con mucha atención, sin saber qué buscaba en ellos.
Se preguntó si Kaletha sería capaz de conjurar la voz de los muertos.
Más que ningún otro hechizo artificial de la bruja, colocado allí para mantenerlo a salvo de intrusos, esa idea lo aterrorizaba.
Con cuidado, penetró de nuevo en la oscuridad de las ruinas.
El palo tenía unos dos metros y medio de largo y era quebradizo como sólo puede serlo la madera de álamo. Lobo del Sol introdujo un extremo a través del metal de la reja a modo de palanca. El metal arañó la piedra; como el roce de la seda sobre el polvo, oyó que algo se movía en la completa oscuridad de allí abajo.
El hierro era pesado, pero estaba limpio de tierra, y casi sin óxido. Lobo sacó la reja de su lecho medio hundido en la arena y, asiéndola con cautela, la depositó en el suelo. Después miró el agujero que había debajo y sintió que se le erizaba el vello de la nuca.
El pozo estaba lleno de víboras.
La mayoría eran serpientes de cascabel del desierto. Cuando el cuerpo de Lobo se recortó en la noche sobre ellas, emitieron un zumbido seco y levantaron las chatas cabezas hacia el cielo. En la oscuridad, Lobo del Sol veía entre ellas los áspides color cuero y, como enormes babosas de cabeza ancha, las grandes cobras del desierto, tan largas como su brazo y por lo menos la mitad de gruesas. Mientras miraba, vio que una asomaba por un agujero de la pared del pozo. Cayó con un ruido sordo y repugnante y se unió a sus hermanas en el fondo. El suelo arenoso del sótano parecía brillar con ojos oscuros y vigilantes.
Seguramente Kaletha las atrajo con sus hechizos desde todo el ala abandonada, pensó Lobo, cuando aparecí yo en escena.
Sintió una súbita onda de simpatía hacia la actitud local para con las Brujas de Benshar.
Bueno, mierda, pensó. Yo también puedo seguir su juego.
Se deslizó sobre el borde del pozo con el palo en la mano. El zumbido horrendo de las serpientes de cascabel se elevó de nuevo; en la oscuridad distinguía los sinuosos movimientos y el parpadeo de las lenguas bífidas negras, interrogantes.
Extendió la mente hacia delante y sintió el temblor de aquellas furias extrañas, estúpidas, una rabia miope y un deseo de golpear y morder el calor y el olor de la sangre. Sin apartar la vista de las serpientes, acarició el palo de álamo con las manos grandes, marcadas por la espada, como si la magia que estaba poniendo en él fuera una loción. Transfirió su olor al palo, el calor de su sangre y la sombra de su enorme silueta recortada contra la noche. La oscuridad parecía cargada de poder a su alrededor, y el poder intensificaba en su mente el sentido del olfato de los instintos de los reptiles, que resonaban perturbadores en sus pensamientos. Sentía los hechizos que los dominaban, que los habían atraído al lugar, y que los obligaban a atacar a cualquier ser humano. Trabajó sobre esos hechizos y los desvió hacia el palo mientras absorbía en su cuerpo el olor de las viejas piedras y la ilusión de ser frío y estático.
Dirigió una plegaria breve a aquellos de sus antepasados que pudieran estar escuchándolo y arrojó el palo al fondo del pozo.
El palo rebotó. Apenas cayó, las serpientes saltaron sobre él y mordieron una y otra vez la madera hechizada. No había ni un segundo que perder y menos para pensar, pero mientras se dejaba caer sujetándose con las manos y aterrizaba en el suelo del pozo, por la mente de Lobo se cruzó la idea de que era totalmente posible que hubiera realizado bien la primera parte de sus hechizos y en cambio hubiera equivocado la segunda.
No, pensó. Su cuerpo sin sangre y con el olor de la piedra y el polvo era frío para las lenguas de las serpientes. Él era una cosa muerta, el que estaba vivo era el palo, el palo era el ser que había que matar.
Siguieron atacándolo.
El sótano estaba limpio. Era cuadrado, de unos tres metros y medio de lado y bajo de techo, con olor a tierra y piedra y el hedor de las serpientes. El aire estaba seco y quieto. No había polvo en los rincones: las paredes de más arriba protegían la entrada de los vientos. Había una escalera corta contra una pared, colocada de modo que se la pudiera bajar desde arriba. En la oscuridad, Lobo del Sol distinguió una mesa, un atril de lectura y un taburete de patas altas. Más allá, un nicho había sido excavado en la pared más lejana, protegido tras una viga baja. En su interior vio dos cofres de cuero y metal; ninguno de los dos era demasiado grande: una mujer hubiera podido llevarlos sin ayuda. No había lámparas. Para los ojos de los que no eran magos, incluso de día, el lugar aparecería invadido por la penumbra y la sombra, y por la noche sería más negro que la laguna Estigia.
Pero incluso en aquella oscuridad, Lobo del Sol pudo ver el nervioso movimiento a lo largo de los cierres de los baúles.
Echó una mirada a los horrendos reptiles apiñados sobre el palo. Sus instintos le decían que aquello no podía durar demasiado; era agotador concentrar la mente en la ilusión que mantenía a las víboras ocupadas en su ataque contra el palo y bloqueaba su conciencia a la presencia del calor de sus venas. Entonces comprendió la razón por la que la meditación era tan importante, al liberar y reforzar la concentración. Sabía que podía mantener dos ilusiones al mismo tiempo, pero nunca tres.
Los cierres de los cofres hervían de escorpiones.
Lenta por el asco que sentía, su mano fue hasta el bolsillo del jubón para buscar los guantes. Pero justo en aquel momento, reclamó su atención un movimiento en la viga que estaba sobre su cabeza y en la tierra y las piedras que había encima. Tenía que agacharse y pasar por debajo para alcanzar los baúles. Y mientras miraba, cayó un escorpión desde la viga al nicho… uno de esos grandes, castaños, brillantes, tan largo como la mano de un hombre, uno de esos capaces de desgarrar el mejor cuero con las pinzas. Sintió el sudor frío en su frente cuando se pasó la mano sobre la nuca y comprendió que no podía hacerlo. Las cajas estaban cerradas con llave. Con tiempo, podría forzar una cerradura, pero no levantar un baúl de ese tamaño, lleno de libros, sin arrastrarse por debajo de la viga.
Kaletha lo había vencido.
La rabia y el resentimiento se le subieron a la cabeza, pero su parte sensata, el estratega que con el tiempo había crecido en él, le dijo que no fuera estúpido. Había estado en situaciones en las que hubiera preferido morir antes que pensar que lo había vencido una mujer, pero la estupidez de los actos a que lo había llevado ese tipo de rabia nunca había valido la pena. Ella tenía poder. Aunque él sentía que sus propios poderes aumentaban con el aire embrujado de la noche, algo le dijo que no forzara su suerte.
Su oído hiperatento captó el movimiento y el siseo a sus espaldas. Se volvió y vio que las serpientes acababan de darse cuenta de que lo que mordían era madera muerta. Casi todas seguían insistiendo, pero una cobra del desierto tan grande como su pierna se arrastraba hacia él como un enorme gusano color tierra.
Las víboras atacan ante un movimiento brusco. Lobo del Sol se alejó cautelosamente de los baúles, mirando hacia todos lados y maldiciendo la ceguera de su ojo izquierdo. Tal vez fuese el calor de su rabia contra Kaletha lo que había resquebrajado el muro de ilusión que lo cubría, tal vez las presiones acumuladas por el esfuerzo que había empleado en mantener los hechizos, o el poder desatado que llenaba la noche como una llamarada de alucinaciones… No lo sabía. Pero ya otras serpientes levantaban la cabeza hacia él, las lenguas negras y bífidas en las bocas abiertas. Lobo deslizó la escalera con la punta de la bota y un solo escorpión —del tipo pequeño, entre gris y blanco, con una picadura no peor que la de una abeja— corrió en busca de seguridad hacia un rincón. Él apartó el pie rápidamente cuando la cobra atacó el talón de su bota, y colocó la escalera en posición. Si se dejaba llevar por el pánico, los encantamientos desaparecerían por completo. Antes de que la víbora pudiera atacar de nuevo, trepó hacia la salida, hacia el viento y las sombras de la superficie.
Cuando llegó al borde, le temblaban tanto las manos que a duras penas pudo bajar la escalera por el agujero y poner la reja en su lugar.
—¿Y eso cuándo ocurrió? —le preguntó Halcón de las Estrellas, la voz tranquila en la penumbra de la pequeña celda detrás de los establos.
Lobo del Sol meneó la cabeza. Yacían juntos sobre el lecho improvisado con ramas de pinos y mantas desvaídas y viejas, cuerpo contra cuerpo, helados, pero ninguno de los dos se movió para hacer el amor. Los besos que se habían dado eran de consuelo frente a miedos e ideas que ninguno de los dos podía definir por completo y se habían abrazado no como amantes sino como hermanos asustados de la oscuridad.
—No lo sé. Volví por lo menos una hora antes que tú. —Lobo movió la cabeza para mirar el fino rostro bronceado en el pequeño marco de cabello color marfil, con los pectorales del hombre por almohada—. ¿Por qué?
Los ojos grises de Halcón parecían transparentes bajo el brillo leve de la luz mágica que giraba alrededor de una de las columnas de la cama.
—Porque… no estoy segura, pero creo que fue entonces cuando se abrió una figura en el poder del Círculo. Es como… no puedo explicarte cómo es el Círculo. Como un esfuerzo conjunto de guerra, tal vez, o… o el momento del clímax en el amor. No lo sé. Pero no puede haber ruptura, no puede haber grietas. El poder tiene que alimentarse de sí mismo.
Lobo del Sol asintió. Lo entendía.
—Lo que no puede conseguir uno solo por falta de fuerza, se puede lograr si se combinan varias mentes… pero únicamente si se unen realmente. Si una deja de tirar de la cuerda, todas se caen.
—Y cayeron —dijo Halcón de las Estrellas—. Fue como si se rompiera un arnés, o como cuando se deja de querer a alguien. Kaletha trató de recuperarse, pero… no lo logramos, no del todo.
Movió el peso un poco hacia él, músculo duro, huesos duros, las líneas de las cicatrices rasgando la seda de la piel.
Él preguntó.
—¿Apareció Galdron?
Halcón de las Estrellas negó con la cabeza y se movió otra vez, más cerca todavía, bajo las mantas color arena. En la luz mágica, él veía las huellas cada vez más profundas de los años alrededor de sus ojos; a través del brazo que la rodeaba, sentía la tensión de los músculos de Halcón.
—¿Qué pasó?
—No lo sé. —Ella meneó la cabeza de nuevo, y Lobo del Sol, sintiendo no sólo el miedo de la mujer sino el propio, la apretó más contra sí—. Se rompió la concentración, o ésta nunca llegó a su cima. Nada. Pero yo lo sentí… —Halcón miró a su alrededor, a la oscuridad que rodeaba la luz mágica y azul y la noche de terciopelo más allá de la ventana, negra como el carbón y quieta, en ese momento anterior a la aurora en que el viento se detiene, como si el mundo retuviera el aliento—. Y todavía lo siento.
—Lo sé —dijo Lobo con suavidad—. Yo también. Y me pregunto por qué. El poder estaba allí, Halcón… y todavía está aquí, colgando sobre el ala abandonada como miasmas. Algo… —Ella frunció el ceño de pronto, como si una de las palabras de Lobo tirara de su mente—. ¿Qué?
—No lo sé. Algo que dijiste… Algo que pensé mientras hacíamos el conjuro… era importante, pero no recuerdo ni qué era ni por qué demonios lo era. Solamente…
Algo más allá de las ventanas llamó la atención de Lobo por el rabillo del ojo. La cabeza giró cómo un látigo y Halcón, que sintió la tensión brusca de sus músculos, se quedó muy callada cuando se extinguió el brillo azul de la luz mágica y yacieron juntos, ciegos en la oscuridad.
Algo se movía en el ala abandonada.
Él se deslizó sin hacer ruido fuera de la cama y se dirigió desnudo a la ventana, pegándose a la densidad aterciopelada de la pared en sombras. El aire le congelaba la piel. Como un fantasma, Halcón de las Estrellas se le unió, la manta al hombro y la espada en la mano.
Ninguno de los dos dijo una sola palabra. Alrededor de ambos el poder se podía palpar en la noche, la misma tensión horrible que aumentó, en lugar de disminuir, cuando los que formaban el Círculo se fueron cada uno a su cama.
Lobo del Sol no podía asegurarlo, pero le pareció ver el titilar azulado de la luz de un demonio entre el laberinto de esqueletos de paredes.
En silencio, se volvió y buscó sus botas, su equipo de guerra, la espada. Mientras se los ponía, Halcón de las Estrellas localizó sus propias cosas como había encontrado el arma, buscándolas a tientas en la oscuridad. Para cuando estuvo lista, Lobo del Sol ya se encontraba en la puerta y miraba a través del patio hacia el ala abandonada. Ahora estaba seguro. Allí había demonios.
Esto es cosa mía, se dijo. Pero sintió que su corazón se agitaba con el mismo miedo que había sentido en los cañones tallados de Benshar, un miedo completamente distinto del miedo humano a la muerte o al dolor, un miedo más profundo. ¿Miedo de qué?, se preguntó la parte más serena, más fría de su mente. Esto no es asunto mío.
Pero de algún modo, sabía que sí lo era.
Su mano se tensó alrededor de la vieja empuñadura engrasada de su arma. Halcón, como una sombra armada, lo siguió cuando atravesó en silencio el patio iluminado por las estrellas.
En el laberinto de los viejos talleres, la presencia de los demonios era más fuerte. Él los sentía, sentía la maldad en su piel, y oía sus voces agudas, aflautadas, llamándose unos a otros entre las piedras. ¿Por qué aquí?, se preguntó. ¿Por qué esta noche? ¿Seguían el olor del poder que flotaba en el lugar? ¿Tal vez era el mismo que vagaba por las ruinas de Benshar? ¿Qué querían de él cuando se asomaban desde las ventanas de su templo esculpido en la roca, esperándolo, en las noches sin luna del fondo de los cañones? ¿Lo que los atraía ahora, como el olor de las cosas que mueren atrae a los buitres, era el poder redivivo de las viejas Brujas?
Él oía sus voces, a veces como pequeños gritos o como un tenue arrullo, como un niño que canta una y otra vez para sí mismo el único verso que recuerda de una canción. Por un momento, pensó que era un niño realmente, un niño perdido en algún lugar del laberinto; después sacudió la cabeza y rechazó la idea. Como sus voces, esa idea no era más que la carnada de una trampa.
¿Qué tipo de trampa?, se preguntó. ¿Una trampa para quién y por qué? Excepto en el caso de los demonios que muerden, y ésos son muy poco frecuentes, no pueden hacer daño a un ser humano… ¿o sí? Como en las ruinas de Benshar, sintió el frío del miedo, miedo no por su cuerpo, sino miedo de algo que no entendía. Se preguntó de pronto por las Brujas de Benshar, y por lo que les había pasado a las que se negaron a usar el poder para el mal… Se preguntó si alguna vez las mujeres de Benshar habrían tenido elección.
Leve y confusa entre las pareces, oyó una voz que llamaba:
—¡Kaletha! ¡Kaletha!
Egaldus, pensó, ¿o la voz de un demonio que sonaba como la del novicio? ¿Acaso Kaletha habría corrido a controlar sus posesiones apenas se liberó de sus discípulos? ¿Tal vez por eso se había quebrado la concentración del Círculo? ¿Porque ella había sentido de alguna forma los hechizos de Lobo contra sus serpientes?
—¡Kaletha! —aulló, y los ecos se rieron de él: kalethakalethakaletha…— ¡Si me oís, quedaos donde estáis y gritad! —tad, tadtad…
—¡Kaletha! —llegó el sonido de la otra voz, como un eco desesperado.
Lobo del Sol caminó hacia delante a grandes zancadas, el ojo alerta, clavado en el suelo frente a sí, en la parte superior de las paredes y los pocos edificios que todavía quedaban en pie. Cruzaron lo que había sido un establo, después corrieron bajo una hilera de columnas sin techo, donde la arena se amontonaba hasta las rodillas a lo largo de la pared del fondo. Por la cuenca vacía de una ventana, Lobo del Sol vio el titilar de algo brillante y movedizo, una luz como la cola de un insecto sin cuerpo, pero con ojos, ojos llenos de hambre, ojos inhumanos… después la cosa desapareció. Lobo se dio cuenta de que todavía tenía la espada lista en la mano, y de que Halcón de las Estrellas también llevaba la suya, aunque arma alguna podía servir de nada. El mismo aire parecía lleno de maldad, presto a tomar forma con sólo pronunciar una palabra…
¿Por qué Lobo sentía que en el fondo de su mente, él conocía esa palabra?
—¡Kaletha! —rugió—. ¡Kaletha!
Más lejana pero aún reconocible, la voz de Egaldus llamó también:
—¡Kaletha! ¡Kal…!
Y después, la palabra se convirtió en un grito.