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—Tal vez seáis una bruja, señora —dijo Lobo del Sol, metiendo sus grandes manos detrás de la hebilla del maltratado cinto de su espada—, pero también sois la mujer más estúpida que he visto en mi vida.

Todo hombre tiene algún don —suspiró Halcón de las Estrellas para sí—. ¿Por qué quiero viajar con un hombre cuyo don más importante es ser capaz de hablar en voz alta con el pie metido en la boca hasta la rodilla?

Durante un instante, en el jardín que ardía bajo el sol, de árboles de cítricos y suelo rojo, duro y arcilloso, se hizo un silencio absoluto. Bajo las sombras a rayas negras y duras de los árboles, la cara de la dama Kaletha, la Bruja Blanca de Benshar, estaba rígida de indignación, una furia que era en gran parte sorpresa ante el hecho de que un cualquiera, en particular un bárbaro ladrón vestido con un polvoriento jubón de piel de oveja y unas botas raídas, se atreviera a hablarle de ese modo. La cara palideció entre los rizos rojo oscuro de su cabello, y los saltones ojos azules se llenaron de fuego, pero por un momento se quedó literalmente sin habla. Una mujer del grupito de sus discípulos, todos ostentosamente vestidos de negro, abrió la boca en una mala interpretación de su silencio. Kaletha le hizo un gesto para que se callara.

—Cerdo bárbaro. —Tenía una voz que sonaba como una moneda de oro al caer sobre una piedra—. ¿Me insultáis por miedo a lo que soy… o por envidia de lo que tengo?

Detrás de ella, los discípulos murmuraron, asintiendo. Los jardines de Pardle Sho eran públicos y ocupaban lo que había sido el Palacio del Gobernador cuando la tierra de Benshar estaba bajo el dominio de los Señores de los Reinos Medios; al otro lado del gran cuadrado de arena, dos niños se perseguían el uno al otro a través de las sombras acebradas del claustro, las voces agudas como pájaros en el aire caliente.

Después de un momento, Lobo del Sol dijo:

—Miedo de lo que sois, señora.

Ella respiró con fuerza para enfatizar su réplica, pero él la cortó con una voz ronca:

—Y lo que sois es una idiota con poder… si es que no sois simplemente una mentirosa.

Luego se volvió y se alejó. La puntilla oscura de las sombras de las enredaderas rodó como una espuma extraña en una ola sobre el cuero leonado de su jubón, y la señora Kaletha se quedó con la opción bien incómoda de dejarlo marcharse con la última palabra o gritarle una respuesta en una forma muy poco digna.

Con los pulgares metidos en el cinto de la espada, Halcón de las Estrellas lo siguió por la calurosa y sombreada columnata, y ambos cruzaron los jardines hacia la calle.

—¿Sabes, Jefe? —le hizo notar ella más tarde, cuando entró con dos jarras de lata llenas de cerveza a la intensa penumbra de un rincón del salón de la Posada del Cuerno Largo—. A veces tu facilidad de palabra me deja sin aliento.

El único ojo de Lobo del Sol, de color ámbar como el de un tigre, bajo unas cejas curvadas y espesas, de un dorado rojizo, la miró con recelo mientras ella, sin ceremonias, pasaba la pierna por encima del respaldo de una silla que estaba junto a la suya y se sentaba. El parche de cuero que cubría la cuenca vacía del otro ojo de Lobo estaba usado y gastado como la piel tostada de su cara, pero la marca que dejan los años todavía no cruzaba la frente bajo el cordón de piel de ciervo.

Cuando le alcanzó la cerveza, la cara de Halcón de las Estrellas era inescrutable, como siempre. Rasgos que podrían haber sido delicados, si a la larga mandíbula y al mentón cuadrado que había traído al mundo no se les hubieran añadido, tras nueve años como miembro de una tropa mercenaria, una nariz rota y diez centímetros de cicatriz blanca que adornaba un pómulo alto y frágil. En cuanto a lo demás, era una mujer esbelta como un guepardo, vestida con masculinos pantalones de cuero, una camisa bordada y un jubón de piel de oveja. Llevaba el rubio y fino cabello muy corto, y como en el bigote y el pelo rojo-dorado de Lobo del Sol, se apreciaban en él las marcas del sol del desierto de K’Chin, cuyo extremo norte habían recorrido durante cuatro días.

Lobo del Sol gruñó. Sospechaba con toda razón que detrás de aquellos ojos grises y acuáticos se escondía un profundo y privado regocijo.

—Esa mujer es una tonta. —La voz era como el agudo chirrido de una bisagra sin aceitar, como si le hubieran arrancado toda la carne de las cuerdas vocales y no hubieran dejado más que los hilos desnudos.

Halcón de las Estrellas tomó un trago de cerveza. Era un líquido amargo, como siempre en los Reinos Medios, del color de la caoba y muy fuerte.

—Pero también es lo único que se parece remotamente a una maga desde que salimos de Mandrigyn —señaló después de un momento—. Y dado que no podemos volver a Mandrigyn…

Lobo del Sol apartó con un gesto el recuerdo de la orden que los había expulsado de la ciudad conocida como la Joya del Mar Megántico.

—El Mago-Rey Altiokis vivió y reinó durante ciento cincuenta años —gruñó él—. Acabó con todos los magos que pudieran tener una décima parte del poder necesario para desafiarlo. Si esta mujer, Kaletha, tuviera los poderes que afirma poseer, la habría destruido a ella también.

Halcón de las Estrellas se encogió de hombros.

—Tal vez escondió sus dotes hasta que él murió. Y él murió hace apenas nueve meses. Altiokis obtenía gran parte de su plata de las minas de Benshar… Te apuesto a que Pardle Sho y hasta el último de los pueblecitos de mineros de la cordillera estaban atestados de espías suyos. Tiene que haberse escondido en defensa propia, como Yirth de Mandrigyn.

Lobo del Sol se limpió la cerveza del bigote y no dijo nada.

Aunque el aire del salón estaba caliente, quieto y extrañamente denso, ni uno solo de la media docena de mineros y ociosos allí reunidos había hecho el menor gesto para abandonar las sombras color índigo del lugar hacia las franjas negras y rosadas de la galería de postes de madera de álamo. Era la época de las tormentas de arena, el momento en que el otoño se acercaba al invierno. Seguramente en el norte los marineros recogían sus naves a la espera de que la primavera abriera otra vez las rutas marinas mientras los granjeros reparaban la paja de los tejados. En el norte y el oeste, y hacia las frías estepas del este, la vida se detenía durante cuatro meses bajo el azote de aquellas tormentas oscuras. Aquí, en Benshar, al sur de los Reinos Medios, en la frontera del desierto, hasta el escaso ganado lo bastante resistente como para pastar en los bosquecillos de arbustos que pasaban por oasis era conducido a pastizales más cercanos a los pueblos del pie de las colinas, y los trabajadores de las minas de plata tendían cuerdas desde sus casas hasta los pozos de agua por si las tormentas de ardiente arena se desataban mientras estaban entre un punto y el otro: la oscuridad llegaba con tanta rapidez que podían perderse en un instante.

Con aire falsamente distraído Halcón de las Estrellas escudriñaba la estancia.

Como la mitad de los edificios de Pardle Sho, el Cuerno Largo estaba hecho de ladrillos de adobe y tenía unos cincuenta años. El bajo techo, de diez metros de largo y menos de tres de lado a lado, estaba sostenido por vigas de pino, cuya escasa longitud hacía que todos los edificios de adobe de la ciudad parecieran un gran pasillo. Las estructuras más viejas, construidas con piedra en los tiempos en que Pardle Sho era el centro administrativo de los Señores de Dalwirin, que regían sobre los Señores del Desierto, las tierras desoladas de más abajo, eran mucho más espaciosas y mejor ventiladas. Según Lobo del Sol, que sabía ese tipo de cosas, la menor de esas casas de piedra valía siete veces el precio de cualquier edificio de adobe de la ciudad. Y ahora, contemplando las ennegrecidas vigas sumidas en la sombra sobre su cabeza, Halcón de las Estrellas tenía que admitir que los compradores tenían razón. El adobe era barato y rápido. Los hombres y mujeres que habían llegado a través de las montañas, primero como esclavos, después como seres libres, a trabajar en las minas de plata, y que finalmente arrebataron las minas y toda la tierra de Benshar de las manos que las habían dominado anteriormente, a menudo carecían de medios para costearse algo mejor.

Una de las primeras guerras en la que Halcón de las Estrellas recordaba haber participado había sido una especie de escaramuza fronteriza entre Dalwirin, el más cercano de los Reinos Medios hacia el norte de las montañas, y Benshar. En aquel momento se había sorprendido ante el hecho de que, cuando ambos bandos solicitaron sus servicios, Lobo del Sol hubiera elegido el dinero de Benshar. Entonces ella tenía veintiún años, era una muchacha silenciosa que había salido del convento apenas un año antes para seguir al gran capitán mercenario hacia la guerra; unas cuantas semanas defendiendo los negros pasos de granito de la Columna del Dragón le habían mostrado la sabiduría de elegir la defensa y no el ataque en un terreno como aquél.

Mientras tomaba cerveza, recordó que no había tenido ni idea de qué hacer con el dinero que le había correspondido después de la campaña. Lobo del Sol, si no le fallaba la memoria, había empleado el suyo en comprar una muchacha negra de ojos plateados llamada Rosa Sombreada que podía ganar al backgammon a cualquier miembro de la tropa.

Echó una mirada al hombre que la acompañaba, los brazos cubiertos de cuero dorado extendidos ante sí sobre la mesa, y se lo imaginó tal como había sido entonces. Incluso en aquellos primeros tiempos había sido el mejor y sin duda el más rico mercenario a lo largo y a lo ancho de los viejos límites del derrumbado Imperio de Gwenth. Por aquel entonces conservaba ambos ojos, y tenía una voz como la grava al deslizarse en un pozo; la zona en que su cabello empezaba a ralear era aún tan pequeña que todavía podía negar su existencia. Su cara estaba un poco menos arrugada, los huesudos salientes de los costados de sus hombros de oso un poco menos marcados. Los silencios profundos que anidaban en el interior de su alma quedaban ocultos bajo la capa de sexo crudo y desafío físico que emplean algunos hombres para esconder sus puntos vulnerables a la mirada de otros.

Ahora estaba sentado con la espalda contra la esquina de la estancia, el ojo ciego, como siempre, del lado de la mujer. Ella era la única persona en el mundo a la que permitía sentarse de ese lado. Y aunque Halcón no veía otra cosa que el perfil y la nariz rota de aquel rostro familiar contra el brillo de la puerta abierta, sentía los pensamientos agitarse en el interior de Lobo, la tensión en sus hombros robustos.

—Tienes que aceptarlo, Jefe. Si esta mujer, Kaletha, no te enseña a usar tus poderes, ¿quién entonces?

Él ladeó un poco la cabeza, y ella llegó a ver el resplandor ámbar de su ojo. Después, Lobo se volvió otra vez.

—Ella no es la única maga del mundo.

—Pensé que acabábamos de descubrir que ya no había nadie que supiera magia.

—No me gusta.

—Cuando tenías la escuela en Wrynde, ¿la gente que venía a aprender necesitaba simpatizar contigo? —Y viendo que él no contestaba, Halcón agregó—: Si estás muriéndote de hambre, ¿hace falta que te guste el panadero al que vas a comprarle el pan?

Entonces él la miró con una profunda llamarada de disgusto en el ojo, porque ella había leído la verdad. Ella terminó la cerveza y dejó la jarra sobre la mesa; sus brazos, bajo las mangas enrolladas de la camisa bordada en azul y blanco, tenían los músculos de un hombre y estaban marcados con las viejas cicatrices de guerras pasadas. Al otro lado del salón, bajo el resplandor de las lámparas, un par de mujeres con el polvoriento atuendo de los mineros coqueteaban con un apuesto joven en camisa de seda castaña: las voces, una mezcla baja de sonidos, como un perfume a rosas y almizcle.

—Si quieres seguir adelante, sabes que yo iré contigo. Sabes que no entiendo de magia, ni de la necesidad del poder. Pero acabas de llamar idiota con poder a Kaletha por tener lo que tiene y no utilizarlo con sabiduría. ¿Y qué me dices de ti?

La rabia sacudió el ojo amarillo y entrecerrado de Lobo del Sol. Ella pensó en un león grande y polvoriento, agazapado en su cueva a punto de gruñir. Pero lo miró con calma, desafiándolo a negar lo que había oído de sus labios, y después de un momento, la mirada del hombre se desvió. Hubo un largo silencio.

Después, él suspiró y separó de sí la jarra a medio terminar.

—Si fuera una batalla, sabría qué hacer —dijo, la voz muy tranquila, en un tono que ella casi nunca le oía emplear y que nunca usaba con ninguna otra persona—. He sido un soldado toda mi vida, Halcón. Tengo instinto para la lucha, un instinto en el que confío porque fue forjado en miles de batallas, una detrás de la otra. Pero nací mago. Me guste o no, hay un mago dentro de mí, no sepultado y susurrante, como pasa con los que nacen para la magia cuando sienten por primera vez sus poderes, sino grande y salvaje como un dragón. Pasé por la Gran Prueba y entré en la cúspide de mi poder sin haber tenido un maestro. Ni siquiera tuve lo poco que la mayoría de los que nacieron para la magia consiguieron obtener de las abuelas locales secretamente, cuando Altiokis estaba vivo y mataba a todos los magos. Es como nacer y no ser un bebé sino un hombre… y no tener más inteligencia que la de un bebé pero querer lo que quiere un hombre.

Apretó la jarra entre sus grandes dedos, pensativo. Lejos de la luz de la lámpara, cerca del mostrador, las sombras se hacían más oscuras; el viento, que se colaba como un fantasma a través de la puerta, era más frío ahora que el calor atrapado y maloliente del interior, más frío y con el aroma del polvo y la tarde salvaje del desierto.

—Hay momentos en que ese deseo me consume. En los nueve meses que han pasado desde que conozco el poder que tengo, ha sido como un fuego dentro de mí, un fuego que me quema por dentro. Ese rompecabezas de conocimientos que logré llevarme de Mandrigyn antes de que me expulsaran no tiene sentido para mí, y no sé si son correctos o si me llevarán a una muerte rápida y a los Infiernos Fríos. A veces querría, por todos los espíritus de mis antepasados, haber nacido como mi padre, simplemente una bestia con ciertas habilidades; y otras veces… —Meneó la cabeza, con un gesto que era lo más parecido a una resignación ante la impotencia que Halcón de las Estrellas le hubiera visto en todos los años que llevaban juntos.

En un impulso, ella se inclinó hacia él y le tomó la mano; los dedos de Lobo se cerraron tibios y rudos alrededor de aquella mano delgada, aceptando un consuelo que ninguno de los dos hubiera siquiera concebido un año antes. La voz ronca de Lobo era como el crujido de la arena arrastrada por el viento en la penumbra.

—Llevo una visión de mí mismo en mí, desde mucho antes de que supiera lo de mis poderes, una que tuve siendo niño, aunque entonces no podía hablar de ella. Pero ha vuelto desde que pasé la Gran Prueba. Es una visión en la que contemplo un gran fuego ardiente y quiero tocar el corazón de la llama con la mano desnuda; sé que me va a doler, pero sé que cuando toda la carne se queme, podré empuñar ese corazón como una espada.

Detrás del largo mostrador de pino lustrado por las mangas de los clientes, el dueño del Cuerno Largo encendía las velas. Unas planchas de metal abollado reflejaban una luz rancia. Fuera, las sombras de las estribaciones de la Columna del Dragón habían cubierto la ciudad, el ruedo del vestido de la noche. Mineros, lugareños y aquellos que cuidaban el rudo ganado de largos cuernos de la zona entraban ya en el pueblo, polvorientos y maldiciendo a la vuelta del trabajo. La mayoría era de piel clara, rubios o pelirrojos del norte, de donde los Reinos Medios obtenían sus esclavos, pero también había gente de cabello oscuro de los Reinos Medios mismos, y los de piel oscura de las orillas largas y doradas del Megántico sur. Entre ellos, llamativos en sus vestidos blancos y velos largos, estaban los aceitunados shirdar, el pueblo del desierto, que no reconocía al rey de Benshar sino a las Antiguas Casas de los viejos Señores del Desierto. Las voces luchaban en la penumbra tibia contra los olores a sudor, viejo ya sobre la ropa manchada del trabajo, a licor blanco o ámbar y a la dulzura lechosa de la miel. Un hombrecillo de hombros redondos, de unos sesenta años, con las huellas de alguna vieja batalla sobre las cicatrices ornamentales de su cara, el cuerpo duro como el ébano, tallado por el trabajo a pesar de la riqueza de su ropa, pidió bebida para todos y fue saludado con un fuerte aplauso.

Cuando el hijo y la hija del dueño empezaron a circular con una bandeja de jarras de cerveza y whisky, el hombrecillo levantó las manos. La llama de las velas brilló sobre los anillos. Halcón de las Estrellas, aunque nunca se había sentido demasiado tentada por el saqueo en sus años de mercenaria, tenía el ojo rápido del Soldado profesional: cada uno de los anillos debía de valer por lo menos cinco piezas de oro, una suma impresionante para llevar en las manos, sobre todo en la cordillera. En una voz que tenía por lo menos dos veces el tamaño de su pequeño cuerpo duro y trabajado, el hombre aulló:

—¡A la salud de la princesa Taswind! ¡Nosotros lucharemos por ella, pase lo que pase!

Aunque no tenía ni idea de quién era la princesa Taswind, Halcón de las Estrellas tomó una copa de cerámica llena de un licor color henna de la bandeja que le ofrecía el muchacho. Lobo del Sol meneó la cabeza cuando le ofrecieron otra cerveza. Después de la Gran Prueba, estuvo meses sin poder siquiera volver a probar el alcohol. Hubo un coro de vítores, y el grito áspero de una mujer flotó sobre los demás como en contrapunto. Junto al mostrador, uno de los guerreros shirdar, de rostro castaño, apartó los velos que tenía sobre la cabeza y cuando el ruido disminuyó un tanto, alzó su copa.

—¡Y a la salud de su señor y futuro esposo, Incarsyn de Hasdrozaboth, Señor de las Dunas! —Bajo los velos, el cabello negro, largo y grueso como el de una mujer, trenzado para defenderlo del polvo, enmarcaba una cara enjuta como la de un halcón, una cara bella, orgullosa y muy joven.

Los tres guerreros que lo acompañaban —todos jóvenes, ninguno mayor de veinte, pensó Halcón de las Estrellas— retiraron los velos de sus rostros y alzaron las copas. El grito desgarrador que lanzaron resonó sobre el repentino silencio de la habitación como el ruido discordante de una bandeja que cae al suelo.

Después, el silencio fue tan absoluto que Halcón de las Estrellas podía oír el leve ruido de los frenos de los caballos atados fuera. El joven shirdar miró a su alrededor, la cara roja de furia y vergüenza. Unos metros más allá, cerca del mostrador, el hombrecillo duro y oscuro se inclinó sobre el metal con los ojos castaños rebosantes de desafío y desprecio.

Furioso, el joven apuró su copa y la arrojó contra la pared que tenía a su espalda, detrás de la barra. El dueño se agachó para esquivarla. La copa, mucho mejor cocida que el barro de los ladrillos de adobe, ni siquiera se partió. En completo silencio, los cuatro jóvenes shirdar salieron de la habitación a grandes zancadas; los vestidos blancos rozaron las jambas de las puertas abiertas mientras ellos se desvanecían en la penumbra.

—Uno de estos días vas a encontrarte un shiv en las costillas, Norbas —suspiró una voz, profunda y medio borracha, desde la mesa contigua. El hombrecillo negro dio un paso hacia atrás y giró en un gesto de profunda sorpresa. Después, al ver al hombretón sentado que le había dirigido la palabra, el rostro lleno de cicatrices se quebró en una sonrisa blanca y radiante.

—¿Qué mierda estás haciendo aquí, Osgard? —Se acercó empujando a los que se interponían, seguido por dos o tres más que llevaban como él la vestimenta propia de las gentes pudientes de la ciudad: finos jubones, cuellos duros de lino de fuertes colores, considerados de buen gusto en el norte de las montañas, pantalones y botas en lugar de las sofisticadas calzas. El hombre de la mesa de al lado estaba vestido de la misma forma, pero con un cierto desaliño que, junto con la voz gangosa, revelaba que había estado bebiendo desde el mediodía.

—¿Qué hay de malo en tomarme un traguito de vez en cuando? —Como Lobo del Sol, ese Osgard era grande, rozando el metro ochenta de Lobo, más rubio que él y con algunas canas. Como los otros, bajo la riqueza de la ropa, su cuerpo era el de un hombre que ha trabajado y luchado. En la cara ancha, sin afeitar, los ojos verdes brillaron, llenos de disgusto—. Tal vez sabía que te iba a encontrar aquí. Ese matrimonio ya está acordado, Norbas, como otros que hicimos antes. Así que te digo: deja ese tema en paz.

Norbas hizo un gesto de desprecio y llenó de ese líquido blanco y asesino que en ese lugar llamaban Sudor de Pantera una copa de cerámica cocida. Tenía el brazo casi tieso por la tensión.

—Nunca confié en esos salvajes escurridizos, y no pienso hacerlo —dijo con toda franqueza—. Pagué los tragos para brindar por la felicidad de Tazey, no por la de ese bárbaro con el que tiene que casarse.

—Tienes derecho a pensar lo que quieras, pero si sigues hablando así en todas las tabernas, te va a ir mal —replicó Osgard con un poco de amargura—. Es por el bien de nuestra tierra; eso ya te lo dije… —Y como con el rugido de una ola marina, el ruido de las otras conversaciones apagó las palabras que siguieron.

—Es una elección inteligente desde cierto punto de vista —gruñó Lobo del Sol, a medias para sí mismo, a medias para Halcón de las Estrellas—. Te aseguro que yo la habría tomado si gobernara Benshar. —Miró a Osgard un momento, entrecerrando el ojo para defenderlo de las confusas luces de las velas—. La mayoría de los señores shirdar están en decadencia. Ninguno de ellos tuvo nunca más que un puñado de gente desparramados en miles de kilómetros de arena, de todos modos. Con una ciudad defendida por una muralla de barro, una hilera de oasis y un par de centenares de cabras y camellos, Harzaboth no resulta terriblemente poderosa, pero es muy, muy vieja, como todas las Casas de los Señores del Desierto. Y siempre conviene tenerlos de aliados si Dalwirin o Kwest Mralwe invaden Benshar de nuevo desde el norte.

Halcón de las Estrellas asintió, aceptando la información sin preguntar la forma en que Lobo del Sol había podido conseguirla. Allá en los días en que Lobo había sido capitán de mercenarios y ella su segunda en el mando, parte del éxito de la tropa provenía del conocimiento exacto de la política y la economía de todos los reinos, y sobre todo, de los que con mayor probabilidad podrían contratar a su tropa para alguna batalla. La costumbre seguía allí: Lobo del Sol pasaba chismes como una vieja y se detenía a conversar con todos los mercaderes de lengua larga que encontraba en los caminos. Esta vez su interés era conocer rumores sobre magos que pudieran enseñarle a utilizar los poderes que se habían despertado en él, pero mientras buscaba eso en particular, se las arreglaba para recoger otras informaciones. Curiosa, Halcón de las Estrellas le preguntó:

—Si nunca tuvieron más que unos cuantos centenares de guerreros, ¿por qué dices que están en decadencia? ¿Qué tenían cuando estaban bien?

—Dominaban las rutas del comercio sureño a través del desierto hasta las minas de oro de Kimbu —contestó él con rapidez—. Los Señores de Benshar, no el rey de ahora, sino la Antigua Casa de los viejos Señores de Benshar, dominaban todo el desierto cuando el Imperio de Gwenth todavía existía en el norte y Kimbu comerciaba con él.

—Tonta de mí —se disculpó Halcón de las Estrellas con ironía, y Lobo del Sol le sonrió, una sonrisa medio avergonzada ante su brusco despliegue de erudición, y apretó los dedos que todavía mantenía entre los suyos.

Pidieron la cena. Mientras cenaban, Lobo del Sol se dedicó a observar atentamente a la multitud cada vez más numerosa de la taberna, y sobre todo a los grupos que rodeaban la mesa cercana donde Osgard y Norbas mantenían algo así como una corte formada por los que parecían ser los mineros más ricos; luego volvió a sumirse en sus pensamientos. Por la expresión de su cara, Halcón de las Estrellas supuso que no debían de ser demasiado alegres, pero había aprendido hacía ya mucho a mantenerse en silencio. Fuera había oscurecido por completo; Osgard y sus amigos se marcharon cantando; empezaron a aparecer los Hijos de la Alegría locales, jóvenes y muchachas. Sedas de Pergemis, en rosa y violeta, brillaban suavemente a la luz ocre de la lámpara, y los ojos pintados reían y bromeaban. Cuando la muchacha de la taberna vino a limpiar la mesa, Lobo del Sol le hizo una seña para que se quedara.

—¿Dónde puedo encontrar la casa de la señora Kaletha, la maga?

La muchacha se apresuró a trazar en el aire la señal contra el mal.

—Seguramente estará en la fortaleza de Tandieras —murmuró—. Pero si necesitáis alguien que os cure o algo así, será mejor que vayáis a ver a Yallow Sincress, en la calle del Cuero. Él…

—¿Tandieras? —preguntó Lobo del Sol, sorprendido al oír el nombre de la fortaleza del rey.

La muchacha asintió. Los ojos oscuros no lo miraron. Debía de tener unos catorce años, torpe y simplona, con los rasgos aguileños de los shirdar en el marco de las trenzas largas y negras.

—Sí. Forma parte de la Casa del Rey. —Recogió los platos de loza azul y amarilla y se dispuso a alejarse. Lobo del Sol buscó en su bolsa y dejó caer un cuarto de plata dentro del plato vacío que había contenido el pan. Los ojos oscuros se elevaron para mirarlo, sorprendidos y brillantes.

—¿Y dónde está la fortaleza? —Lobo del Sol se levantó, ajustándose el cinto de su espada en la cadera.

—¿No pensaréis ir esta misma noche? —Había un miedo repentino y sorprendido en las cejas expresivas de la muchacha—. ¡Ella es una bruja! —Empleó la palabra shirdar y su voz reflejaba el odio.

—Qué curioso —hizo notar Halcón de las Estrellas más tarde, mientras caminaban por la calle principal, bajando la ladera empinada de la colina sobre la que se alzaba la ciudad—. La mayoría de las personas que encontramos en el camino pensaban que los magos eran algo que había muerto hacía tiempo, si es que existieron alguna vez. Pero esa chica tenía miedo.

Ahora que había terminado de ponerse el sol, el aire caliente del desierto diurno se había convertido en un frío seco y doloroso. El polvo colgaba en el aire: el olor de ese polvo era una constante con la que habían vivido durante días. Ese olor borraba las luces de las posadas y las casas que pasaban, parpadeando en ámbar y oro en la oscuridad ultramarina. Halcón y Lobo habían agregado chaquetas de cuero de oveja a los jubones, y sin embargo sentían los dientes de la noche del desierto. Los caballos se habían quedado en la posada: había sido un viaje muy largo y ya habían abusado bastante de los animales.

Sobre ellos, la luz de la luna lanzaba sus rayos sobre las torrecillas doradas de la Catedral del Dios Triple, dedos triunfales que se elevaban desde el pico más alto de la ciudad. Todavía más arriba acechaban los picos desiguales de la Columna del Dragón, cúpulas y panes de azúcar de granito macizo, con aquí y allí zonas de basalto negro imposibles de escalar; dientes secos tratando de morder las estrellas.

Lobo del Sol asintió, pensativo, cuando giraron siguiendo la ladera de la colina. Más adelante, a un kilómetro y medio de la ciudad, las luces de la fortaleza de Tandieras titilaban contra la forma rocosa de las estribaciones montañosas sobre las que estaba construida. Como un foso, la oscuridad yacía frente a ella allí donde el camino bajaba desde la ladera de la Colina Pardle: un largo espacio de arena y piedras y hondonadas. Desde las sombras densas, las ramas más altas de una acacia reseca se elevaban hacia la luz de la luna como juncos torcidos sobre un arroyo inundado. El resto era negrura completa. Los nervios de Halcón de las Estrellas se pusieron tensos, alerta. Era un tramo del camino perfecto para cualquier banda de ladrones.

—Tal vez tenga razón —dijo Lobo del Sol después de un momento—. Pero yo le tendría miedo a Kaletha por otras cosas. Es arrogante. Es joven, Halcón, más joven que tú. Ningún mago tan joven puede tener el poder que ella afirma poseer, pero si fuese así, creo que yo lo sentiría. —Las sombras de las piedras se inclinaban amenazadoras alrededor de ambos. Los dedos de Halcón de las Estrellas tocaron la dureza reconfortante de la espada. La mitad de su mente dejó de escuchar el gemido ronco de la voz de Lobo y atendió en cambio el suave susurro de los sonidos de las sombras—. Esa Kaletha debería estar estudiando en lugar de decir que puede enseñar los secretos del universo a un montón de discípulos fatuos.

—Si te enseña algo —señaló Halcón de las Estrellas—, es que tiene…

La mano de Lobo del Sol le tocó el hombro, pidiendo silencio un instante antes de que ella oyera, leve y ahogado, el grito de un hombre, y oliera la onda de polvo revuelto y sangre en el viento de la noche. Después llegó el gemido agudo de una espada y una voz espesa de alcohol aulló:

—¡Que se te pudran los ojos, cerdo comebasura!

Lobo ya estaba escalando las rocas en la oscuridad.

Sin que él le dijera ni una sola palabra, Halcón de las Estrellas entendió el plan y se movió hacia delante en una carrera silenciosa. Fue hacia la curva del camino, apenas visible un poco más allá. Del otro lado de las rocas, oyó el ruido del acero sobre el acero y la voz de un hombre que gritaba:

—¡Socorro! ¡ASESINOS!

La escaramuza al lado del camino se adivinaba más por el ruido que por la vista, en aquella oscuridad completa. Halcón de las Estrellas sintió más que vio la abertura ancha entre las piedras de la derecha, y el movimiento violento en algún lugar de la negrura estigia. Oyó los sonidos de la lucha.

Una mancha blanca en el suelo resultó ser la cara y las manos de un muerto en medio de un charco de sangre. Ella saltó por encima del cuerpo sin hacer ruido. Más allá había otro hombre acorralado contra el frente de una enorme piedra, la cara pálida, las manos pálidas, la blanca V de una camisa visible a través de un jubón desabrochado. Formas no muy definidas saltaban ante él. La luz de las estrellas resplandecía sobre el acero. Halcón de las Estrellas atravesó a uno de los asaltantes vestidos de negro antes de que el hombre pudiera darse cuenta de lo que pasaba. El hombre dejó escapar un grito de agonía y los otros asaltantes se volvieron hacia ella al unísono.

Entonces, desde las rocas, se oyó el aullido de un guerrero y Lobo del Sol aterrizó en medio de la lucha. Halcón de las Estrellas apenas captó su imagen de soslayo cuando el Jefe se arrojó en la oscuridad. Encontró por instinto el hombro de otra forma oscura cerca de ella, atrapó la tela espesa de la capa y le pasó la espada por las costillas justo cuando el otro se volvía para defenderse de la nueva amenaza. Mientras ella sacaba la espada en medio de un chorro de sangre que le salpicó las manos, vio la ropa blanca bajo la capa y cómo la mancha de sangre empezaba a invadirla. Shirdar, pensó, mientras se volvía y se agachaba para evitar el golpe de un tulwar curvo dirigido a sus senos y el ataque del acero corto que le pasó a pocos centímetros de la cara. La víctima de la emboscada había entrado en la refriega y combatía como un borracho, dando alaridos de furia. Desde el camino que habían dejado atrás, se oyó el golpear de cascos y un resplandor de antorchas iluminó la oscuridad; la luz mostró a Halcón de las Estrellas el brillo de una espada y entonces apuntó a ciegas al lugar donde debía de estar el cuerpo que la sostenía. La hoja no encontró nada en el aire. El hombre ya no estaba; pudo oír el ruido de las botas sobre la grava y los pasos alejándose a la carrera.

A su lado, el hombre al que habían rescatado gritaba:

—¡Aquí! ¡A mí! —con considerable optimismo sobre para qué bando eran los refuerzos, pensó Halcón de las Estrellas. Un estallido azul de luz mágica brilló en la oscuridad, y ese fulgor fantasmal convirtió los rasgos escarpados de Lobo del Sol y su espada sanguinolenta en la imagen de un dios bárbaro y guerrero dentro de una mente drogada. Evidentemente había decidido que la oscuridad ya no le servía de nada. Bajo la luz leve del fuego de Santelmo, Halcón de las Estrellas vio a los últimos atacantes que huían hacia la sombra de las rocas, dejando a los muertos tendidos sobre el polvo leve del suelo. Hombres y mujeres en algún tipo de uniforme verde oscuro adornado con acero ahumado apresuraban a sus caballos por el camino, saltando de las monturas para seguir a los que huían, hasta que el capitán alzó la mano y les ordenó regresar.

—¡Es inútil! ¡No os arriesguéis por esto! —Detuvo el caballo frente a Halcón de las Estrellas y el hombre que estaba a su lado, hombre al que ella acababa de reconocer como Osgard, el de la taberna. El jinete bajó de la montura con gracia sorprendente para su tamaño.

—¿Estáis herido, mi señor?

—¡Por los Tres, eso sí que fue una pelea! —Osgard pasó un brazo aprobador por encima de los hombros de Lobo del Sol, que se acercó a ellos con el pesado cuero de su chaleco marcado con el corte de una espada, pero aparentemente sin heridas—. ¡Nunca viste algo igual, Nanciormis! ¡Este bastardo los puso a correr como ratas en cuestión de segundos! ¡Como ratas! —De pie a su lado, Halcón de las Estrellas olía el alcohol en su aliento, por debajo del olor de la sangre que lo inundaba todo.

Tan alto como Osgard y Lobo del Sol, el jinete Nanciormis tenía la piel aceitunada y los rasgos aguileños de los shirdar. La belleza de halcón que alguna vez había tenido estaba borrada casi por completo debajo de una considerable capa de grasa.

—Mi señor… —Los demás jinetes se reunían ahora a su alrededor y las antorchas que portaban arrojaban reflejos dorados sobre los broches que le sostenían hacia atrás el cabello negro, largo hasta la cintura—. Ya os advertí antes sobre el peligro de vagar por la ciudad así, sin protección y sin pompa…

—¡A la mierda con la pompa! —gruñó Osgard, inclinándose para limpiar la espada en la túnica negra de uno de los bandidos caídos y colocándosela en la vaina, a un costado. Ya no tenía la voz gangosa. No había nada como pelear por la vida para inducir a una sobriedad instantánea, pensó Halcón de las Estrellas—. No fue la pompa la que me coronó rey de Benshar.

La mirada de Halcón de las Estrellas interceptó la de Lobo del Sol con rapidez. Vio que él no se había sorprendido.

—Fueron hombres como Norbas Milkom y Quaal Ambergados, mineros y luchadores, hombres que conocen la tierra. Hombres como… —Osgard se volvió y miró a Lobo del Sol con ojos atentos—. Os conozco —dijo.

Lobo del Sol asintió.

—Seguramente sí, Majestad.

—No solamente de la taberna… —Los ojos verdes se entrecerraron—. Sois Lobo del Sol. El mercenario de Wrynde. Os pagamos… ¿para…?

—La penúltima guerra contra Dalwirin —le ayudó Lobo del Sol—. La vieja Shilmarne guiaba las fuerzas por los pasos…

—¡Por los Tres, sí! —El rey palmeó a Lobo del Sol en la espalda con entusiasmo, después se tambaleó. Tenía una herida en el muslo y la sangre le bajaba con fuerza por los pantalones. Lobo del Sol y Halcón de las Estrellas lo sostuvieron. Nanciormis saltó hacia delante para ayudar pero llegó un poco tarde.

Osgard hizo un movimiento impaciente para apartarlos de sí.

—Estoy bien…

—No lo estáis, qué diablos —aseguró Lobo del Sol. Sacó de un bolsillo interior el gran pañuelo de seda que había aprendido a llevar siempre a mano y lo ató sobre la pierna de Osgard por encima de la herida. Lo retorció con fuerza usando el puño de una de las dagas escondidas en su bota. Bajo el brillo amarillo de las antorchas, la cara del rey parecía de cera ahora que el calor de la batalla lo había abandonado—. ¿Hay algún matasanos en la fortaleza?

Nanciormis asintió.

—¿Podéis montar, mi…?

—¡Claro que puedo montar! —farfulló Osgard, furioso—. Un rasguño insignificante como éste no significa que vaya a hacerme pedazos como un cobarde llorón y… —Las cejas color arena se destacaron de pronto sobre la piel casi gris y después, como una vela que el viento apagara, se desmayó.

—Mejor —gruñó Lobo del Sol mientras lo tendían cuidadosamente sobre la arena—. Si tenemos suerte permanecerá inconsciente, y así no se pasará hablando de su maldita hombría todo el camino hasta la fortaleza.

Los guardias parecieron horrorizados, pero en los ojos del Comandante Nanciormis, a Lobo del Sol le pareció ver el brillo de una sonrisa comprensiva.