9

Pasaron casi tres semanas en Kwest Mralwe, en una casa prestada cerca de los muros de la ciudad, en los límites del barrio universitario. Pertenecía a los Stratii y, suponía Lobo del Sol, estaba lo suficientemente cerca de la gran Casa de Stratus como para que los guardias llegaran sin tardanza en caso de problemas. Si, por ejemplo, el Rey o cualquier otro miembro del Consejo decidía hacer otro intento para conseguir un mago amaestrado. La casa misma había sido construida para una de las viejas familias nobles que habían gobernado aquellas tierras desde los tiempos del Imperio. En Kwest Mralwe, esos viejos clanes habían hecho matrimonios de conveniencia para entrar en las grandes casas de los mercaderes y banqueros, aunque había algunos que se mantenían aparte, vendiendo la lana de las tierras que todavía les quedaban, asistiendo formalmente enmascarados a las fiestas de la gente de su clase y murmurando amargamente contra las injusticias del mundo moderno. Modesta si se la medía con la vara de los mercaderes y terriblemente vieja, la casa tenía proporciones perfectas, era tranquila y estaba llena de una paz antigua. El jardín estaba muy descuidado, y Lobo del Sol pasó unas cuantas tardes arrancando los hierbajos, convenciendo a los arroyos artificiales para que volvieran a correr, y recomponiendo las piedras de la estructura.

Fue una época tranquila.

Halcón de las Estrellas se recuperó con rapidez, durmió mucho y comió bien, aunque poco, lo que desesperaba al segundo cocinero de Renaeka Strata, cedido para su asistencia junto con dos o tres sirvientes más. Durante la primera semana, poco más o menos, Halcón había tenido violentos dolores de cabeza, pero una vez Lobo del Sol la obligó a admitirlos, cedieron ante la poca magia que éste pudo volver a conjurar. El resto de su magia estaba concentrado en el trabajo con el clima.

Primero una vez por día, después dos y al final, tres y cuatro, y varias por la noche, había realizado los conjuros y los hechizos. Paralizado por un miedo oscuro, todavía no se atrevía a dejarse ir en el trance profundo, no se atrevía a buscar a los vientos en sus propios cuarteles salvajes; en lugar de ello se concentraba para retener la pesadez muerta y tibia del aire en el lugar en que estaba, sobre Kwest Mralwe y a lo largo de la larga línea costera del norte. Eso le robaba mucha más energía que guiar a los vientos, y a medida que la presión de las estaciones y el giro de la tierra crecían, el esfuerzo empezó a dejarle un constante dolor de cabeza que carcomía aún más sus fuerzas.

Además, por cada hechizo, cada rito, tenía que volver a dibujar toda la parafernalia de círculos de protección, sin dejar una sola grieta por la que pudiera entrar el mal. A medida que pasaban los días, se cansó del tedioso ritual de limpiar el largo comedor de suelo embaldosado y escribir las runas de rechazo y guarda, de luz y oscuridad en cada rincón, a través de todas las grietas y los umbrales y las ventanas, sabiendo que después tendría que borrarlas todas y empezar de nuevo. Era el trabajo de un sirviente, paciente y sin sentido y aburrido, y el guerrero que había en él se enfurecía con amargura, como se había enfurecido su cuerpo ante la decisión de no tomar a Opium cuando la tuvo entre sus brazos.

La cubierta gris de nubes, la presión densa y baja, se mantenía, pero él sentía que se le iba la fuerza día tras día en esa primera semana. Había noches en las que, trabajando solo en la quietud de plomo, la energía de las tormentas parecía aplastarlo; auroras en las que emergía a la luz, empapado de sudor y tembloroso, sabiendo que tendría que volver a su tarea en horas y deseando con un fervor desesperado matar a palos al primer sirviente que se le cruzara en el camino.

Eso era lo que significaba ser mago, supuso.

Comía poco porque el esfuerzo le revolvía el estómago. A pesar del cansancio, se obligaba a hacer ejercicio, practicando golpes con un poste que había instalado en el descuidado jardín, o arrojando un cuchillo o un hacha, con la mano derecha primero, después con la izquierda, contra la pared más lejana de la desierta galería. Meditaba en la desvencijada casa de verano mientras la quietud espesa del aire le acariciaba la piel, o acurrucado como un gato sobre la colcha de la cama, junto a Halcón de las Estrellas, presa de sueños inquietos.

Había abandonado a Ari en la muralla frente al mago de Vorsal. Lo había dejado solo. Lo menos que podía ofrecer como reparación era una protección contra las tormentas asesinas. Había veces en las que, con las rodillas doloridas por las irregulares baldosas del suelo, la espalda en un grito de tanto inclinarse a conjurar en tiza y plata y polvo de auligar las grandes líneas abarcadoras de energía, las estrellas de defensa y los anillos cerrados del vórtice del poder, tenía que obligarse a recordarlo a intervalos de cinco minutos o menos.

En la séptima noche dejó que empezaran las lluvias. Sentado en el alféizar de la ventana con Halcón de las Estrellas, los brazos de cada uno sobre la cintura del otro, sintió la ferocidad fría del aire golpeándole la cara en la oscuridad. El gran dormitorio en el que se hallaban quedaba en el frente de la casa, las ventanas mirando a la calle; por encima del brillo de las lámparas de aceite en las ventanas que poblaban la colina rocosa, contemplaron caer las aguas sobre los adoquines con un ruido fuerte de seda castaña, el aire vivo de lluvia oscura.

La voz de Halcón de las Estrellas apenas resultaba audible en la oscuridad.

—Tú me diste esta noche. Si no fuera por ti, no estaría aquí hoy. Gracias.

—Si no fuera por ti —le replicó Lobo en su áspero gruñido—, tampoco yo tendría la cabeza necesaria para estar aquí.

Ari debía de estar ya en alguna parte en las Colinas de Plata a esas alturas, pensó mirando la tormenta; metido hasta la cintura en alguno de los cientos de arroyos y lagunas salobres que marcaban aquella tierra quebrada. El recuerdo de la crueldad del frío norte volvió a él como el recuerdo de una voz o una cara: valles erosionados que alguna vez habían albergado las granjas del Imperio, ahora negros de pinos altos; colinas que ahora ya no tenían otra cosa que brezos; bordes de granito cubierto de líquenes, y basalto y lava podrida; y aquí y allá alguna granja en ruinas o los pozos derrumbados que revelaban el sitio en que se habían levantado las antiguas minas. Y detrás de todo, sobre la cresta de una colina gris y áspera que dominaba el paisaje en cien kilómetros a la redonda, la devastada fortaleza que una vez había gobernado el norte.

Se preguntaba si Ari podría con todo eso.

Probablemente sí. Si pudo mantener a esa banda de bastardos juntos durante un asedio tan largo cuando todos estaban tan asustados que ni se acordaban de sus nombres, esperando para ver sobre qué hijo de puta caería la maldición la vez siguiente, debe de tener la pasta necesaria para llevarlos a Wrynde con vida. Y a pesar de lo que se habían dicho la noche anterior al asalto, sonrió, porque amaba a aquel hombre, lo más cercano a un hijo que hubiera tenido en toda su vida.

Después de esos primeros días, él y Halcón se tomaron tiempo para explorar la ciudad: los barrios del poder sobre la montaña donde la lluvia murmuraba sobre los techos de tejas rosadas apenas visibles por encima de las altas paredes; el ruido del dinero en el Mercado de Lana y los talleres de teñido que había detrás; y calle tras calle tras calle de mercados bajo sábanas de tela aceitada, manzanas enteras dedicadas a los orfebres, o a los joyeros, o a los mercaderes de seda, a los manjares raros, y al vino. Lobo del Sol le compró a Halcón unos aros de piedra de luna que la dejaron muda de la emoción; lo que ella le compró a él, en un local discreto cuya clientela se nutría especialmente de cortesanas exquisitas, lo desconcertó y encantó aún más. Se pasaron un día vagando por el mercado de la ciudad, entre pilas de brillantes melones o frutas traídas por las caravanas desde el sur, comiendo bollos calientes recién salidos del horno del panadero, con la manteca sin color del invierno cayéndoles por entre los dedos. Otro día, cabalgaron hasta las antiguas tumbas que yacían en las colinas del noreste, tumbas que databan de los años en que Gwenth era todavía la capital de la mayor parte del mundo y no un pozo de serpientes religiosas sacudido por los cismas, donde los cortesanos de un emperador titular dedicaban su tiempo a expediciones para contemplar los brotes y capullos de los laberintos de los jardines imperiales, mientras comparaban poemas sobre la luna. Algunas de las antiguas tumbas habían sido saqueadas años atrás; los umbrales de gastada piedra arenisca abiertos como bocas tristes. Otras, abiertas también, mostraban las astillas brillantes de recientes incursiones.

—¿Pudo haber sido eso? —se preguntó Halcón, abriéndose paso entre lagos de burbujas grises hacia el dintel erosionado de una pequeña puerta sobre la colina—. Adivino que esto lo hizo alguno de los nuestros. Este golpe todavía no ha sido roído por el viento. —Tocó con los dedos enguantados la huella brillante sobre el dintel y echó una mirada a Lobo, que sostenía las riendas de los caballos rodeado de montones de túmulos, altares con techo de bronce, y estatuas de santos sin rostro—. Oí que algunos emperadores usaban vudús en las cortes, y les otorgaban tumbas importantes ante los mismos ojos de la Iglesia. Si Zane o Malaliento fueron lo suficientemente estúpidos para saquear una de esas tumbas, ¿no se habrán llevado algo al campamento, algo que estuviese marcado con una antigua maldición?

Lobo del Sol frunció el ceño, y se acercó a tocar la piedra y sentir las resonancias que pudiesen haber quedado encerradas allí; viejas penas, viejo orgullo, odios antiguos. Pero no sintió nada, aunque no podía saber si era debido a su falta de habilidad, al agotamiento que le había quedado en el cuerpo después de trabajar con el clima, o a que no había nada que sentir.

—Es una posibilidad —dijo, pensativo—. La mano de sombras que vi puede haber sido una antigua maldición, pero la voz, te aseguro que no. Y Moggin se quedó lo bastante preocupado por las sospechas del Duque como para dejarme escapar mientras guardaba sus libros.

Halcón de las Estrellas levantó las cejas oscuras.

—No parece haber funcionado —dijo sin pasión—, ¿verdad?

El día que siguió a la caída de Vorsal, antes de que el trabajo de manipular el clima acaparase todo su tiempo, Lobo del Sol había cabalgado hasta la ciudad destruida con un caballo de carga y alforjas vacías, para ver qué quedaba de la casa de Moggin y, sobre todo, de su biblioteca. La casa había ardido. En el jardín, vio los restos de la niña Dannah, el cuello cortado hasta el hueso y, sobre lo que había sido una terraza de ladrillos, el cuerpo desnudo y golpeado de la madre, un cadáver abierto, hirviendo de ratas. Los otros muertos de la casa —Moggin, suponía Lobo del Sol, y la hija mayor y los sirvientes— habían sido quemados hasta desaparecer. De aquel estudio de frescos anticuados, con las alfombras azules y rojas y las líneas borrosas de círculos medio terminados de poder impío, solamente quedaban cenizas.

¿Por qué?, se preguntó, abriéndose paso con cuidado por sobre las pilas todavía tibias de ladrillos ennegrecidos, hacia donde suponía que debía estar la puerta de la cocina. ¡Moggin era mago, demonios! Por la forma en que habían actuado los soldados de la guardia, era evidente que toda la ciudad lo creía. Incluso a pesar de la conocida antipatía de los Trinitarios, por estúpido e inútil que fuera el Rey, su oferta de protección era algo que ningún padre podía rechazar.

¿Qué podía haber asustado a Moggin hasta ese punto?

Con cautela, Lobo del Sol caminó por la escalera húmeda, con olor a suciedad, hacia lo que había sido la curva de los escalones del sótano, y allí se detuvo. En la oscuridad, un manto de agua sucia bullía de cosas empapadas e informes: restos de muebles rotos, manzanas podridas del fondo de algún barril del depósito, y el cuerpo hinchado de un sirviente con la nariz comida. El agua temblaba de ratas que la atravesaban a nado y Lobo del Sol retrocedió con rapidez, descompuesto por el olor. Evidentemente las cloacas se habían roto. El asco y la desilusión lo dominaron… y en ese momento, oyó que su caballo relinchaba de miedo en el patio. Hubo un ruido de carreras sobre su cabeza. Se volvió y vio cómo levantaban vuelo todos los cuervos y buitres que se habían congregado sobre los cadáveres.

Corrió escalones arriba y miró a su alrededor. Las ratas también olvidaban la comida y huían en una alfombra gris pardusca hacia las sombras de la casa en ruinas.

Entre las sombras apiladas a la puerta del destruido depósito de granos, algo se movía. Lobo no estaba seguro, pero le pareció ver un brillo frío de luz diurna sobre metal oscuro.

No esperó a ver más. Corrió hacia el jardín a toda velocidad, y trató de desatar las riendas de los caballos, mirando una y otra vez por sobre el hombro hacia la negra carcasa del edificio. Recordaba la velocidad mortífera a la que se movía el djerkas, y apresuró al caballo hasta ponerlo a un trote rápido por las tortuosas calles que cruzaban la ciudad maloliente, pisoteando cadáveres en los callejones estrechos, saltando sobre barricadas a medio quemar de muebles y vigas de casas tras las que se habían protegido los que luchaban en las calles, y sorteando saqueadores asustados y gente que buscaba a saber qué entre las ruinas.

Una vez llegó a campo abierto, se lanzó al galope. Miró atrás cada tanto en el camino a Kwest Mralwe, pero nunca vio nada.

Lo cual no le ayudó a dormir con más facilidad después de haber trabajado con el clima aquella noche.

—¿Vas a contarme cuál es el problema, Jefe, o vas a quedarte calvo de preocupación sin compartirlo conmigo?

—La preocupación no te deja calvo —le replicó Lobo del Sol a la defensiva, pasándose una mano inconsciente sobre la superficie cada vez mayor de pastizal abierto que tenía sobre la coronilla—, por otra parte, no es algo que yo pueda solucionar.

Halcón de las Estrellas se separó con el codo del sitio en que había estado apoyada, junto a la puerta del estudio, y caminó hasta el escritorio en el que Lobo estaba sentado, le puso los brazos sobre los hombros y se inclinó para besar el círculo de diez centímetros de piel rosada y desnuda. Él levantó el ojo hacia ella en una mirada llena de sospecha mientras ella apartaba los libros y se acomodaba sobre una esquina del escritorio.

—¿Qué es lo que no puedes solucionar?

—El djerkas. —Lobo suspiró, y se reclinó otra vez sobre la gran silla de roble manchado. Había permanecido allí desde la cena, leyendo los libros de las Brujas, como todas las noches desde que habían empezado las lluvias. La voz áspera sonaba preocupada—. Moggin. La maldición. No estoy seguro de estar fuera de peligro, aunque Moggin haya muerto.

—¿Por el djerkas? —Ella se inclinó sobre la pila de libros, las manos blancas y leves sobre la lana negra y suave de sus calzas de caballero. Una venda cubría la herida en forma de X y el cráneo que sanaba debajo; el cabello corto le estaba creciendo de nuevo, un brillo de pelusa pálida, fina como el terciopelo de seda a la luz de la lámpara de alabastro—. Suena como si estuviera vagando por la ciudad como un perro abandonado. Nadie le quitó el hueso de la boca, o lo que sea que motiva a esas cosas. Te siente y dice… «mmmm, me parece que de éste me acuerdo…». Obviamente hay algún tipo de taumaturgia que lo mantiene alrededor de Vorsal, y eso sí que va a ser divertido esta primavera, cuando los ingenieros de Renaeka Strata empiecen a construir los nuevos muelles.

—Tal vez. —Los dedos de Lobo jugaron con el oro que cubría los cierres de un mueble antiguo—. Pero cuanto más pienso en todo esto, más difícil me resulta entender que el viejo Moggy se quedara tan tranquilo y dejara que los hombres del Rey mataran a su hija, en lugar de admitir que era mago. Tenía miedo de algo, tanto miedo que cuando le sugirieron que lo habían descubierto, ni siquiera quiso terminar con la última fase de su maldición y usar su magia contra el ejército que trataba de derribar los muros. Creo que había otro mago en Vorsal.

—¿El que trató de esclavizarte?

—Sí. A veces siento que me están vigilando…

—Te vigilan —señaló Halcón de las Estrellas con sensatez—. El cocinero manda informes regulares a Renaeka, y creo que la nueva, la que lava los platos, es un agente doble del Obispo.

Él rió brevemente.

—Espero que todos disfruten del informe sobre lo que hicimos ayer por la noche. Pero no, hay algo más. El Viejo Maestro Drosis pudo haber tenido más de un discípulo en Vorsal. Si el que trataba de esclavizarme no era Moggin, y en este momento no creo que lo fuera, no puedo culpar a ese pobre desgraciado por tener miedo. No estoy seguro de a qué llegaría yo con tal de escapar al poder negro de ese mago.

—¿Crees que nuestro Vudú Secundus también estaba detrás de la maldición?

—N… no —dijo Lobo lentamente—. Es muy simple: si la maldición hubiera sido trabajo de un segundo vudú, habría seguido funcionando, y el asalto nunca habría triunfado. No creo que el djerkas fuera de Moggin; si lo hubiera sido, habría salido en su rescate y en el de su familia ese último día…

—Si podía —interrumpió Halcón—. Tal vez estuviese encerrado, o quizá lo pusiese a dormir cuando tú lo desenmascaraste frente al Duque.

—Tal vez. —Lobo gruñó—. Pero hay que recordar que, según Purcell, Moggin no era el único de la ciudad sobre el que había sospechas de brujería. Estaba esa mujer, Skinshab, y tal vez otros. Evidentemente no querían que nadie entrara en Vorsal, pero no daban ni medio cobre por sus vecinos, y si piensas en la forma en que tratan a los magos por aquí, no los culpo. Los magos pueden sobrevivir a un saqueo si mantienen la cabeza baja, y si son inteligentes, pueden ser muy ricos después…

—Así que no fue el hecho de que tú lo denunciaras frente al Duque lo que obligó al viejo Moggy a abandonar el ataque final contra el ejército de Ari —reflexionó Halcón—. Fue el miedo a ese otro mago, quienquiera que sea.

Lobo del Sol asintió mientras se masticaba el borde del bigote.

—Eso creo, sí. Si la mano de sombras puede encontrarlo a uno, y atraparlo mientras se encuentra trabajando en trance profundo, eso explicaría la razón por la que también puede poner una maldición sobre la tropa y sentarse a esperar… Y casi tuvo éxito. ¿Sabes que los hombres de Krayth de Kilpithie se amotinaron la noche anterior al asalto? Mataron a Krayth…

—Demonios —dijo Halcón. Sólo eso. Ella también había conocido al cínico hombre del Este. Y le había gustado—. Así que ese segundo mago, la mujer, Skinshab o algún otro, anda todavía suelto por ahí, con el djerkas

Lobo del Sol asintió. Fuera la lluvia recorría con suavidad y firmeza las paredes de yeso de la casa, y caía con un ruido leve sobre los arroyos del jardín. En una súbita corriente de aire frío, las llamas de las lámparas se mecieron en sus cuencos y el temblor del fuego bailó como un relámpago sobre las hebillas de plata del jubón de Halcón de las Estrellas.

—¿Por qué crees que me pasé tanto tiempo poniendo todos los hechizos y círculos de guardia que conozco alrededor de mi cuerpo antes de manipular el clima? —preguntó con suavidad—. ¿Y por qué crees que me he quedado tan cerca de la ciudad durante estas dos semanas?

—¿Por lo de los libros? —preguntó ella, haciendo un gesto hacia la pila que tenía debajo del codo, y los textos restantes tendidos sobre la mesa, a su espalda.

Él susurró:

—Sí.

Tocó los demonarios que tenía junto a la mano, los ajados tomos que había robado del pozo de serpientes de la bruja Kaletha, libros robados a su vez por ella. Como el calor de carbones medio apagados, sentía los hechizos que había en ellos, una mezcla temblorosa de poder, belleza y maldad, cuyo olor le revolvía el estómago. Halcón de las Estrellas, sentada entre ellos, no parecía notarlo.

—Algunas de las cosas que hay en esos libros son malas, Halcón… medicina de la peor especie. —Usó la palabra de la lengua bárbara de su infancia, traducible por medicina, magia, espíritu, Dios y locura—. Y hay algunos hechizos… No los entiendo como debiera. No sé si se puede trabajar con ellos sin peligro. Sin peligro para mí, para mi espíritu, para mi mente. Y no hay nadie que me diga si soy sabio y prudente o más bien un cobarde. Conozco la diferencia entre esas dos reacciones en una batalla, en una lucha y en un asedio. Sé lo que puede hacerse sin riesgo, reconozco si algo es una estupidez. Aquí no.

—Y supongo —dijo ella, dos pasos por delante de él, como siempre— que el hechizo que encontraste para dar con ese mago es uno de ellos, ¿verdad?

Él suspiró, resignado.

—Sí, maldita sea.

Tuvieron que esperar tres días para que desapareciera la luna, hecho que ponía a Lobo vagamente inquieto, porque muchos de los hechizos de luna que le había enseñado Yirth contenían advertencias de peligros ocultos. El rito era antiguo, venía de los demonarios y libros de hechizos más viejos de Benshar; las instrucciones desvaídas, anotadas con la mano cuidadosa característica de la corte de aquel matriarcado maldito, se prestaban a varias interpretaciones. Toda la magia de aquel volumen le producía una sensación distinta de la de los otros textos, distinta como el roce de la seda es distinto del de la lana, y pedía cosas extrañas, incluyendo paja pintada de ciertas formas, y calaveras de varios niños, si bien lo único que necesitaba para esto último eran dos horas de cabalgata y una buena búsqueda. En dieciocho días, las ratas y los cuervos habían hecho su trabajo. Cuando colocó los patéticos huesecillos en un lugar limpio y protegido sobre las baldosas del largo comedor de verano de la casa, Lobo del Sol sintió un oscuro deseo de pedir disculpas a los padres de aquellos restos por lo que había hecho.

Halcón de las estrellas se acomodó con la espada desnuda sobre la rodilla en el centro del pequeño Círculo de Protección del otro lado de la habitación; la lamparita que había junto a ella tejía sombras invertidas sobre los huesos marcados de su cara. Lobo del Sol, con el libro abierto en la mano, se arrodilló sobre el cuenco de adivinación vacío y se sumió con mucho cuidado en el estado de meditación oscuro y conmovedor en el que empieza la magia, buscando con la mente los signos de poder que sólo son visibles en la oscuridad de la luna velada.

Pero no vio nada en la oscuridad del cuenco, y no sintió que magia alguna lo tocara.

Les llevó cuatro veces lograr algún resultado.

—Maldición, es uno de esos hechizos que funciona a partir de suposiciones que no se molestan en explicarte… —rabiaba Lobo, borrando otra vez los signos laboriosamente escritos—. Uno de esos hechizos que no funcionan a menos que seas virgen, o, si eres un hombre…

—Bueno —dijo Halcón de las Estrellas con rapidez—. Voto contra hacer algo al respecto en este momento. ¿Por qué no eliminamos todo el hierro que haya en la habitación y lo intentamos de nuevo?

Maldiciendo su falta de entrenamiento, maldiciendo al Mago-Rey, ya muerto, por haber asesinado a todos los que hubieran podido enseñarle ese tipo de cosas, Lobo del Sol empezó el ritual de nuevo y no obtuvo resultados. Después, Halcón de las Estrellas salió de la habitación, aunque Lobo del Sol no se sentía tranquilo: había una oscura sensación de peligro en la noche, y quería tenerla donde pudiera verla, en primer lugar para protegerla y, en segundo lugar, para que ella pudiera protegerlo a él. Pero el resultado fue nulo otra vez.

Hasta que no limpió de nuevo la habitación, según el ritual, y estableció el círculo de cráneos sin trazar los bordes brillantes de las runas de guardia alrededor de la habitación, el cuenco vacío que tenía ante sí no empezó a llenarse de oscuridad, la oscuridad clara y extraña en la que su visión de mago veía con tanta facilidad como de día.

Con un grito, golpeó el cuenco para apartarlo de sí. El objeto cruzó toda la habitación y derribó uno de los cráneos, que se volcó haciendo rodar el resto de vela que ardía en su interior. Las restantes calaveras, con sus velas todavía encendidas, parecían mirar con ojos demoníacos. El cuenco de arcilla se estrelló contra la pared con un ruido que estremeció el aire; Lobo del Sol giró sobre sus rodillas cuando una sombra oscura se alzó sobre él; después, cuando se dio cuenta de que era Halcón de las Estrellas, con la espada desnuda en la mano, volvió a su posición.

—¿Qué pasa? —Ella volvió a poner la vela en su lugar sobre las baldosas. La danza de luz parecía dar ojos a las cuencas vacías del pequeño cráneo que yacía ladeado a cierta distancia, brillante como la hoja de una espada sobre el rojo fuerte de los añicos de arcilla. Más allá de los arcos estaba el jardín, invisible, y el gruñido firme y constante de la lluvia que llenaba la noche—. ¿Qué viste?

—Solamente la mano —susurró él, la respiración todavía agitada.

Había estado allí, en el cuenco, trazando runas de plata.

Esa noche soñó con el cuenco de arcilla vacío y lleno de oscuridad. Vio claramente las grietas de los sitios por los que se había partido en pedazos contra la pared, y la oscuridad que se escurría a través de ellos como humo, para arrastrarse sobre las baldosas del suelo del comedor vacío y alzarse alrededor de los siete cráneos de niños con las velas ardiendo en su interior. Vagamente, sabía que aquello no podía ser cierto. Había arrojado los pedazos del cuenco en el estercolero de la cocina, había puesto los siete cráneos en uno de los estantes y había dibujado los Círculos a su alrededor con el lado de la luz hacia dentro, por si acaso. Debería haberlo controlado de nuevo, pensó medio en sueños. Tendría que haberlo controlado.

Pero no estaba seguro de qué era lo que habría debido controlar.

Se despertó temblando, con una sensación de pánico en el pecho, perfectamente consciente de que el sueño era solamente un sueño, pero aterrorizado por la idea de que si se levantaba ahora y caminaba hasta el comedor, tal vez vería el cuenco, la oscuridad derramándose por las grietas para cubrir el suelo como una niebla rastrera, los cráneos diminutos sonriendo su acusación contra él con sus ojos brillantes de luz de vela.

Todavía estaba oscuro. Había oído las campanas de la catedral trinitaria que daban la medianoche justo antes de empezar el ritual por última vez; debía de ser una hora antes de la aurora. Se movió con cuidado para no despertar a Halcón de las Estrellas —que, de todos modos, dormía con un sueño muy profundo desde su enfermedad—, se deslizó entre las colchas y tomó una bata amplia, forrada de piel, del escritorio que había junto a la cama. La bata se agitó con suavidad alrededor de su cuerpo desnudo cuando él caminó descalzo y silencioso por el gastado suelo de roble del corredor, el ojo de mago abierto y atento a todo, en una ausencia de sombras extraña y violeta que atravesaba la oscuridad: los graciosos nichos de la pared con las estilizadas estatuas que a su gusto bárbaro parecían insípidas; la forma delicada de los arcos de las puertas, y el escaso mobiliario disperso por la casa. Fuera la lluvia se había detenido. La sensación de haber olvidado algo, de haber sabido qué era lo que hubiese debido controlar y haberlo pasado por alto, seguía aferrándose molesta a sus huesos. Por alguna razón, tenía la impresión de que el aire olía a paja… algo que venía desde el comedor, pensó, leve pero muy claro…

Estaba dos escalones por debajo de la amplia curva de la escalera cuando resbaló. Fue algo que podía haberle sucedido a cualquiera al bajar en la oscuridad, incluso a un mago con la vista nocturna y los reflejos más que despiertos de una vida de atleta. Y en realidad, lo único que lo salvó fueron los reflejos. Después, no supo cómo habían salido disparados sus pies por debajo de su cuerpo, como si lo hubieran tomado de un tobillo mientras alguien le empujaba el hombro hacia atrás con fuerza. El cuerpo de Lobo reaccionó al tiempo que caía, y se dobló en el aire para sujetarse a la pasarela. Se movió con tanta fuerza que su torso giró de costado y chocó con los escalones. El impacto fue tal que lo dejó sin aliento, pero logró aferrarse a la madera de haya de los postes. Fue la maldición que lanzó sin querer, junto con el ruido de la caída, lo que hizo a Halcón de las Estrellas acudir corriendo a la parte superior de la escalera.

—¡Quieta! —aulló él, al advertir el ruido casi inaudible de los pies desnudos por encima de su cabeza. Ella se detuvo, entrenada para obedecer su voz en la batalla a la primera palabra.

—¿Estás bien, Jefe?

La respuesta de él fue expresiva y larga mientras se ponía de pie trabajosamente, dolorido, y volvía a cubrirse con la bata. La vio en la oscuridad, desnuda y hermosa como la diosa de la muerte, la espada en una mano y un cuchillo en la otra, a unos centímetros del comienzo de las escaleras; los vendajes, como un tajo pálido en la oscuridad.

—Pues no, no estoy bien. —Renqueó hasta ella, apartándose el cabello tostado de la cara—. Me caí por las malditas escaleras.

Se miraron uno a otro en silencio durante un largo rato.

—¿Crees que podrás viajar con este tiempo?

Lobo del Sol miró de reojo a la mujer que esquivaba a su lado las multitudes del Mercado de Acero. Estaba más delgada, pero el corte estrecho del jubón negro y las calzas que usaba en esos días lo disimulaba bastante bien; tenía el cabello muy corto, en ese momento casi completamente escondido bajo un sombrero con una pluma orgullosa, pero con todo ello Halcón de las Estrellas parecía la misma de siempre, un arma asesina forjada sobre hueso pelado y alabastro.

Lobo sabía que todavía se cansaba con mucha facilidad, aunque ese día, mientras caminaban juntos por los puestos de los herreros y afiladores de tijeras y fabricantes de armas, algo de su tono rosado y oro había vuelto a sus pómulos.

—Bueno, me gustaría quedarme aquí y mimar mi reumatismo todo el invierno junto al fuego, pero… —Ella se encogió de hombros y levantó la vista sobre los arracimados edificios y las modestas casas de vecinos bajo la corriente gris del cielo. Por una vez no estaba lloviendo, mas, por el olor del viento, volvería a empezar al caer la noche—. Pero, dado que si te mataran no tendría a nadie que me hiciera el café como a mí me gusta, supongo que haré un esfuerzo. —Se separaron para sortear a una gorda que vendía amuletos de paja de trigo y Ojos de los Santos sobre una manta tendida en la mitad de la calle, las combinaciones de colores, brillantes de hilo y hueso y cuentas, como flores primitivas contra los pardos grises y amarillos de la calle y los edificios. Aunque oficialmente desaprobaba a los supervivientes de los días de las diosas brujas locales, la Iglesia sabía que no le convenía tratar de eliminarlos—. Pero no volvamos a Benshar —agregó ella, poniéndose una mano lánguida sobre la ceja—. El aire del desierto me hace mal.

—A mí el aire del desierto no me molesta tanto como las hormigas —hizo notar Lobo del Sol—. Podríamos ir al este, sobre las montañas, o arriba, hacia los Pantanos. Grishka de Rhu me debe algunos favores, y el Goshawk debe de estar todavía escondido en Mallincore; si no te molesta aguantar un poco de ajo y herejía durante cinco meses…

—Jefe —dijo ella en voz baja—, nos están siguiendo.

Lobo del Sol se detuvo en el puesto de un vendedor de cuchillos, y sostuvo una brillante daga de corsé como si la estuviera inspeccionando. Aprovechó para echar una mirada a su espalda por el espejo de la hoja.

—¿Quién? —La relativa bondad del clima de aquella mañana había atraído a los ciudadanos, virtualmente encerrados en sus casas durante las últimas dos semanas para protegerse de las tormentas. Ahora el Mercado de Acero bullía de sirvientes de librea, mendigos en harapos, estudiantes con sus batas grises, y caballeros burgueses con los habituales cuellos y puños blancos de encaje, todos distintos en cuanto a tamaño y extravagancia, como flores alrededor de cuellos estrangulados. Pero antes de que Halcón pudiera contestar, Lobo vio al espía, envuelto en negro como una sombra y escondido detrás de una máscara carnavalesca de cuero, asomándose con toda ineptitud detrás de los trabajados pilares de hierro de un urinario público. Los anillos baratos y el antiguo sello de ópalo se veían incluso sobre la superficie azarosa de la hoja del cuchillo, y Lobo maldijo entre dientes.

—Bien —musitó. Dio las gracias al vendedor de cuchillos y se abrió paso a codazos para salir del Mercado por una angosta callejuela que volvía hacia el río. Halcón de las Estrellas, arreglándose el sombrero con aire despreocupado y jugueteando con la empuñadura de la espada, lo seguía despacio. La calle, una de las cien que horadaban el barrio bajo de Kwest Mralwe como túneles de hormigas, corría entre la elevada pared del palacio de un mercader y el terreno de una antigua capilla que evidentemente había sido pensada para honrar a la Madre y que más tarde había sido tomada y reconstruida cuando los trinitarios dejaron de ser considerados herejes y empezaron a llamarse la Nueva Religión y a perseguir a herejes a su vez. Los moradores de las casas de vecinos utilizaban el diminuto espacio cuadrado que quedaba frente al pórtico derruido para tender la ropa y apacentar los cerdos, y Halcón de las Estrellas se apartó con rapidez y precisión para ocultarse tras un árbol cubierto de sábanas remendadas mientras Lobo seguía caminando.

El hombre cubierto por la capa negra dobló la curva de la calle y avanzó de puntillas apretado contra la pared, confiando en que Lobo no volviera la cabeza en un momento inoportuno. Lobo del Sol, como si no se diera cuenta de nada, dio la vuelta a una esquina y se aplastó contra la pared manchada de musgo. El Rey de Kwest Mralwe emergió a considerable velocidad un momento después y algo lo agarró, lo apoyó con fuerza contra el muro y lo desenmascaró antes de que tuviera tiempo de jadear una sola vez de impresión y miedo. Halcón de las Estrellas se materializó a un costado un segundo después para bloquearle la huida.

—¿Hay algo que queráis decirme?

—Yo… —jadeó el Rey, y después, cuando Lobo le soltó la pechera de la camisa arrugada, exigió—: ¡Quitadme vuestras manos de encima! —Como eso ya estaba hecho, enderezó las lamentables puntillas y miró a uno y otro con resentimiento en los ojos húmedos—. Era necesario veros lejos de los espías de Esa Mujer —declaró, sacándose la capucha negra de la cara—. Están en todas partes, incluso en la casa en que vi…

—Sí, el cocinero y la mujer que lava los platos. —Lobo del Sol cruzó los brazos gruesos y miró al Rey con furia.

El Rey se aclaró la garganta.

—Ah, así que lo sabéis —dijo, con mansedumbre. Después, otra vez en su tono dramático—: Entonces sabréis que vivís solamente porque ella lo tolera, que cuando quiera puede arrestaros y hacer que os lleven a la cárcel o asesinaros, como ha hecho con tantos otros.

Lobo miró de soslayo a Halcón de las Estrellas, pero la expresión de ambos permaneció impasible.

—Os he buscado para ofreceros otra vez mi protección, contra ella, contra sus sirvientes, contra la Iglesia, a la que lleva de la nariz. ¿No veis el mal que hay en Esa Mujer? ¡Ella es la que gobierna esta ciudad! Ahora que hemos conquistado Vorsal, tendrá más poder, y más todavía cuando conquistemos otras ciudades. Es cuestión de tiempo antes de que os dé una sola alternativa: o su servicio, o la muerte…

—Es decir, la alternativa que ofrecisteis a Moggin Aerbaldus —repuso Lobo con voz tranquila.

Los ojos débiles se desviaron bajo los del mago y la boquita mezquina se llenó de desprecio.

—Un mentiroso inútil —escupió, irritado—. Cobarde, quejoso, ¡yo le dije que iba a protegerlo! Ni siquiera quería encender un fuego, admitir que podía hacerlo… Como esa vieja sucia del Barrio de la Torre de Guardia…

—¿Skinshab? —preguntó Lobo, y la mirada débil del hombrecillo volvió hacia él a la velocidad del rayo.

—¡Perra idiota! Decía que no era bruja tampoco, aunque todos los vecinos aseguraban que sí. Había embrujado a sus hijos en el asedio, y por eso murieron. ¡Hasta lo admitió! Así me lo contaron, después de que ella se encerrara en su covacha…

—¿Y la matasteis —preguntó Lobo con suavidad—, la matasteis también a ella?

—Se lo merecía —estalló el Rey—. Incendiamos la casa, le dimos una pequeña muestra del Infierno al que habrá ido a parar por negarse a salir… Pensé que eso la sacaría de allí —agregó, y se encogió de hombros mientras la maldad se marchaba de sus ojos dejándolos otra vez blandos y un poco sorprendidos—. O que usaría su magia para apagar el fuego. Así que ya veis —dijo de nuevo, tendiendo una mano floja para tocar la manga de cuero púrpura de Lobo—, vosotros sois los únicos. Y creedme, es sólo cuestión de tiempo que esa vieja vinagre de Renaeka la Bastarda ponga sus ojos en vosotros.

—Interesante —comentó Lobo, cuando volvían colina arriba hacia la casita habitada por la fiel tropa de sirvientes-espías.

—Lo de anoche pudo ser un accidente, eso lo sabes.

—¿Te molestaría hacer una pequeña apuesta al respecto?

Ella no dijo nada, y caminaron en silencio por un tiempo; las primeras gotas de lluvia mancharon el cuero del jubón de Lobo y cayeron como joyas sobre la pluma blanca del sombrero de Halcón.

Después de un momento, Lobo del Sol prosiguió:

—Tenemos doce piezas de plata y unas seis de cobre, y cambio; tal vez podamos sacarle otras quince o veinte a Renaeka si le garantizamos que nos vamos de sus tierras.

—¿Quieres arriesgarte a intentarlo?

—No en realidad.

—Siempre queda esa sirena de bronce del vestíbulo de la entrada —señaló Halcón con sentido práctico—, y el reloj mecánico del estudio. Podríamos sacar unas doce piezas por cada uno. ¿Te parece que bastaría para mantenernos en el invierno? —Como la mayoría de los mercenarios, Halcón de las Estrellas no tenía ni idea de los gastos de una casa.

—No —dijo Lobo—. Pero ya encontraremos algo.

La voz de ella sonó severa, como en una conversación sobre el tiempo.

—No puedo esperar ni un minuto para saber el qué.

Pero no tuvieron que tomar la decisión.

La lluvia se hizo más densa a medida que la noche se acercaba; golpeaba con fuerza sobre las ventanas del estudio en el que se hallaba sentado Lobo del Sol, con candelabros a ambos lados, leyendo despacio y con cuidado el Demonario Menor. Los últimos capítulos hablaban de casi-demonios, golems, constructos y elementales, incluyendo aquellos que contenían espíritus, humanos o demoníacos, atrapados o introducidos en su interior como fuerza motivadora. Era una magia fea, y Lobo del Sol levantó la vista más de diez veces para echar una mirada a las cortinas de tela desvaída de la ventana, con el fin de cerciorarse de que estaban bien cerradas. Encontró referencias al djerkas y a otras cosas todavía más perturbadoras, a las que el texto se refería siempre indirectamente, en términos informes, cosas que le hicieron maldecir la mano descuidada que había arrojado una antorcha sobre la biblioteca de Moggin. A pesar de la bata forrada de piel que tenía puesta sobre la ropa, sentía frío; a medida que la noche se hacía más y más oscura, prestaba atención a cada sonido de la casa tranquila, por ejemplo al crujido permanente y regular de las planchas del suelo a sus espaldas. Cuando alguien llamó a la puerta principal unos momentos después de que las campanas de la Catedral señalaron la quinta hora de la noche, casi saltó fuera de sus botas.

Inclinó la cabeza para escuchar y oyó la voz de un sirviente, y después, apagada por la distancia y el cansancio, otra voz que le revolvió el estómago con una premonición de naufragio y desgracia inminente.

—… Claro que sé qué hora es, tuve que pasar por las puertas de la ciudad, demonios. Ahora déjame entrar a ver al Jefe y deja de discutir antes de que te queme con casa y todo.

Lobo del Sol ya estaba de pie y avanzaba con rapidez por el vestíbulo de baldosas hacia las dos figuras enmarcadas en el doble anillo de luces que pendía de los candeleros a ambos lados de la puerta, entre las sombras densas del vestíbulo. Notó con el rabillo del ojo el hilo de luz y la sombra de gato sobre las escaleras que revelaban la presencia de Halcón de las Estrellas, pero toda su atención estaba puesta en la forma tensa y dura del mayordomo, y medio escondida tras ella, la silueta harapienta cuyo chaquetón gastado, raídos colgajos de las mangas y trenzas empapadas formaban charcos de agua sobre el suelo de baldosas.

—¡Malaliento!

—¡Jefe! —El jefe de escuadrón pasó junto al escandalizado mayordomo y caminó hacia él con el placer brillándole en los ojos de ardilla, en una cara casi irreconocible por la suciedad, la barba de una semana y las secuelas de las desgracias sufridas últimamente.

—¿Qué demonios…? —dijo la voz de Halcón de las Estrellas desde las escaleras.

—Jefe, lamento hacerte esto —dijo Malaliento—. Es una cosa muy fea pedírtelo después de todo lo que pasó, pero ahora sí que estamos metidos hasta el cuello. Te necesitamos. Te necesitamos ahora mismo. La maldición sigue con nosotros.