—Por última vez, no vine a robar el grano, maldita sea.
El Comandante de las Tropas de la Ciudad que lo había arrestado lo golpeó, no demasiado fuerte, pero el anillo de oro con sello le partió el labio y la sangre resbaló hacia el mentón por la cara sucia.
—Si seguís manteniendo eso —dijo el Comandante con suavidad—, tal vez termine por creeros. Después de todos estos meses, os aseguro que conozco todas las caras de la ciudad, y la vuestra no me es familiar. Parecéis demasiado bien alimentado para haber vivido con media medida de grano por día durante las últimas ocho semanas. —Tenía la cara consumida por el hambre, los ojos oscuros, fríos y hundidos, pero Lobo lo reconoció, con dificultad, como el joven Duque de Vorsal.
Moggin intervino tímidamente, desde el umbral que llevaba del estudio iluminado por el fuego al resto de la casa:
—Creo que los hombres que trataron de pasar por mi pared hasta el granero hace dos noches eran de la ciudad, Su Gracia.
Detrás del mago, en la oscuridad del vestíbulo, Lobo vio las manchas blancas de los camisones de las hijas de Moggin, que se habían deslizado escaleras abajo para escuchar.
—Entonces, que la vergüenza caiga sobre ellos —ladró el Duque con amargura. Su mirada volvió a Lobo del Sol, cortante, rígida—. Y sobre vos, por robar a mujeres y niños la única comida que tienen con el único fin de obligarnos a renunciar a nuestra libertad lo antes posible. ¿Cómo entrasteis en la ciudad?
—Tengo una cuerda mágica —dijo Lobo del Sol con la voz espesa—. Bajé con ella desde el cielo.
Uno de los hombres que lo rodeaban —esqueletos furiosos en harapos— levantó la mano para pegarle, pero el Duque meneó la cabeza.
—Ya os devolveremos al cielo bien pronto —dijo, y Lobo vio los agujeros allí donde habían estado los dientes que la desnutrición había empezado a arrebatarle—. Pero nuestra cuerda no es mágica, os lo aseguro. ¿Quién…?
—Entonces, ¿por qué no le pedís una a él? —preguntó Lobo con toda intención, y sacudió la cabeza indicando a Moggin—. Seguramente la tiene.
Moggin se puso pálido cuando la mirada fría del Duque se desvió hacia él, los ojos entrecerrados con súbita sospecha.
—¿Qué insinuáis?
—Eso… es… es absurdo —tartamudeó el filósofo—. Este hombre no sabe de qué habla…
—¿Ah, no? —dijo Lobo, que se daba cuenta de que había acertado sobre los sentimientos locales hacia los vudús en la ciudad sitiada. Tal vez necesitaran magos, no había duda de que necesitaban cualquier cosa que pudiera ayudarlos, pero la Ley del Dios Triple era inflexible y aquéllas eran Sus tierras.
Moggin se mojó los labios desconcertado. Por la forma en que lo miraban el Duque y los hombres de la guardia, harapientos como espantapájaros, no era la primera vez que la idea pasaba por sus mentes.
—Drosis… Drosis me dejó sus libros y sus utensilios médicos, claro —dijo finalmente, la voz cada vez más firme—. Pero no era mago, no un mago de verdad, ya lo sabéis, y no podéis negar que salvó muchísimas vidas con sus… —Resultó evidente que había estado a punto de decir «poderes», y después se había echado atrás, sustituyéndolo por—:… sus conocimientos y habilidades. Pero nunca usó la magia.
—¿No? —insistió Lobo, retorciendo los brazos contra las sogas que lo sujetaban dolorosamente a las vainas de las espadas de los guardias. Cuando lo llevaban a rastras de vuelta al estudio, vio inmediatamente que alguien había corrido las alfombras para tapar los esquemas medio dibujados sobre el suelo, que los instrumentos y el libro negro ya no estaban, y que el gabinete había sido cerrado. Con eso le había bastado para saber la verdad. No necesitaba más—. Entonces, levantad las alfombras.
Los guardias se miraron, con la paranoia brillándoles en los ojos vacíos. Uno de ellos hizo el gesto de obedecer, y Moggin se interpuso con rapidez.
—Eso es ridículo —afirmó con su voz tranquila. Hombre manso y retraído en apariencia, tenía sin embargo un tipo de autoridad serena que detuvo a los guardias—. Responderé a cualquier acusación que este hombre quiera hacerme cuando esté seguro de que no está tratando de manteneros ocupados aquí mientras su cómplice escapa.
—Tiene razón —convino el Duque, y los guardias dudaron—. Attis, Rangin, tomad cuatro hombres y registrad el barrio entero. Supongo que no os importará que usemos vuestra bodega de vinos como cárcel hasta que podamos echar una buena mirada a los muros.
—En absoluto —repuso Moggin, inclinando la cabeza profundamente para que el joven Duque no pudiera ver el brillo de placer que había en sus ojos.
Lobo del Sol sí vio ese brillo. Con un juramento y un aullido se sacudió contra las sogas que lo ataban, y volvió a arrojarse contra la puerta, arrastrando consigo a tres de los guardias medio muertos de hambre, como un oso arrastra los perros del cazador. Cualquier cosa era mejor que el que lo dejaran atado en la oscuridad, esperando que las runas de plata brillaran a su alrededor y que sonara aquella risa de triunfo…
Casi había alcanzado la puerta cuando el resto de los guardias lo dominó. Apenas vislumbró una imagen del joven Duque de Vorsal, de pie con los brazos cruzados sobre la coraza dorada que ahora le quedaba demasiado grande, los ojos oscuros fijos en la cara cuidadosamente inexpresiva de Moggin, ojos llenos de curiosidad y de preguntas. Después las luces estallaron en su cerebro, seguidas por una oscuridad rugiente.
El desmayo no duró mucho. El frío húmedo de la bodega lo trajo de vuelta mientras los guardias trataban de atarle las muñecas a los polvorientos estantes que alguna vez habían contenido botellas con la cosecha de la casa. Murmuraban mientras subían las escaleras; él oyó el nombre de Drosis y un susurro asustado sobre brujerías. Después, las líneas luminosas que rodeaban la puerta del sótano se desvanecieron, y Lobo quedó otra vez en la oscuridad.
No tendría mucho tiempo, lo sabía. Lo más probable era que Moggin no estuviera preparado para tener prisioneros en el sótano y no hubiera puesto hechizos de guardia en el lugar. Lobo no sentía magia en el aire negro que lo rodeaba. Aunque le dolía la cabeza —se le estaba hinchando la cara en el sitio en que lo había golpeado la maldita azada— esta vez los hechizos para aflojar los nudos y estirar las fibras de las cuerdas le vinieron con facilidad. Por lo menos no hay hormigas, pensó, dejando que su mente se hundiera en los conjuros, sintiendo cómo el cosquilleo lento del poder le temblaba sobre la piel. Y no estás confundido por el veneno ni tratando de no pensar lo terrible que puede ser tu muerte. Lo único que necesitaba era tiempo.
Pero volvió a ver las rendijas amarillas de luz rodear la pesada puerta mucho antes de poder soltarse.
Malditos sean estos hechizos de sogas, moco y barro, pensó, furioso, mientras los conjuros se desvanecían a medida que la rabia y la frustración rompían su concentración. Se preparó para el encuentro con el enemigo mago. No voy a ser su esclavo. No voy a… Tenía el aliento rápido por el miedo.
Pero la luz se desvaneció alrededor de la puerta como si la lámpara que la producía hubiera ido a parar una habitación o dos más allá de la pequeña cámara en la que lo habían atado. El ruido de un cerrojo resonó en la oscuridad como el sonido de la caída del hacha de un verdugo, pero no venía de la puerta que tenía delante sino de otra. Entonces llegó un crujido y un roce furtivo; la lámpara volvió a brillar, después desapareció por el mismo camino por el que había llegado.
Está escondiendo los libros, pensó Lobo, antes de que vuelvan los guardias.
Así que el miedo de Moggin era real. El Duque no lo protegería si se enteraba. Una locura, sí, pero claro, el Dios Triple era muy fuerte en aquellos parajes, y tal vez hubiese otros factores, cualquier asunto de política local o algún rencor antiguo todavía vivo.
Sus antepasados lo estaban escuchando esa noche.
Había dos estantes completos de libros, más varios utensilios: una docena de viajes desde el vestíbulo al estudio, a través de quién sabe cuántas habitaciones y pasajes… Maldijo a los guardias por haberlo llevado hasta allí, olvidando que era él el que había tratado de huir. Por la mirada feliz de los ojos de Moggin, el mago seguramente sabía quién era él, pero el resultado inesperado de la acusación que había hecho frente al Duque le estaba proporcionando tiempo. ¿Cuánto tiempo?
Los pies de Moggin pasaron tres veces más frente a la puerta antes de que cayeran al suelo las sogas que le ataban las muñecas. Calculó que cada viaje debía de tomarle algo menos de cuatro minutos.
El cerrojo de la puerta era fácil. Contó los pasos de Moggin, que se alejaban por las escaleras, después se deslizó hacia el pasaje de techo bajo que unía las distintas habitaciones y depósitos del sótano y se detuvo, escuchando, extendiendo los sentidos a través de la casa totalmente oscura.
Ahogada por la tierra de las paredes y suelos, la voz de la niña Rianna llegó con suavidad hasta él desde algún lugar más arriba:
—Papá, ¿qué pasa? ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué estás cambiando de lugar los libros de Drosis…?
Haz que siga hablando, querida, pensó Lobo, y se agachó a través de la puerta medio abierta hacia la siguiente cámara cortada en la roca, otra habitación que olía a tierra. Ésta contenía las reservas de comida de la familia, unas pocas bolsas de harina y grano medio vacías, patéticamente pequeñas, en el fondo de los grandes estantes de madera. Uno de éstos estaba abierto por un lado, dando acceso a una especie de caja fuerte enterrada en el suelo. La piedra que la cerraba yacía a un lado del cuadrado agujero. Arrodillado, Lobo del Sol vio veinte libros o más acomodados cuidadosamente en el fondo, y con ellos, una pequeña canasta que contenía cajas, frascos, tiza y una o dos piezas de algo que reconoció como instrumentos médicos.
Utensilios médicos, había dicho Moggin. Drosis había sido curandero.
Atento al sonido de los pasos de Moggin, Lobo del Sol se estiró hacia el agujero.
Sólo pudo cargar con tres libros, metidos entre el jubón y el cuerpo, el cinturón ajustado con fuerza por encima; dos de medicina y lo que parecía una caja de notas. En el bolso del cinto —maldiciendo por no haber traído uno más grande—, metió un frasco medio lleno de lo que reconoció como polvo de auligar, y también la trefina de bronce más pequeña y más delicada que hubiera visto en su vida. Tendió al máximo sus sentidos de mago, y oyó a Moggin, que seguía disculpándose, razonando con sus dos hijas y su esposa y, por el sonido de la conversación, también con dos de los sirvientes.
Luego no se lo había contado. Ellos tampoco lo sabían. El hombre debía de haber estado llevando una doble vida durante años. Bueno, visto que el sentimiento local contra los vudús era tan grande que a tales alturas del sitio estaban dispuestos a matar a un mago antes que pedirle su ayuda, era comprensible su actitud, pensó Lobo del Sol mientras se deslizaba sin sonido escaleras arriba para salir del sótano. Durante años, Altiokis había matado a todos los magos que pudo encontrar. O tal vez simplemente conocieran lo bastante bien a Moggin como para ver más allá de su amabilidad de estudioso y de los respetables y ortodoxos tratados de filosofía de que se rodeaba.
¿Cuántos magos más, se preguntó, deslizándose a través de la puerta de la cocina hacia el jardín oscuro, estaban haciendo lo mismo y lo habían hecho durante años? ¿Cuántos habían hecho del disimulo un medio de vida, habían ido a la Iglesia, y habían fingido humildad, camaleones deliberados a diferencia de los que, como él mismo, se habían negado a admitir el posible significado de la enloquecida intensidad de las visiones…?
Si había uno, probablemente habría más. Si podía encontrar a uno…
¿Otro como Moggin? Tembló al salir a través del estrecho portón y entrar otra vez en el callejón. ¿Otro que tratara de aprisionar su alma entre las runas de plata para algún propósito oculto?
Envolvió las sombras a su alrededor con más fuerza, las botas sin sonido sobre las calles empedradas que llevaban a las murallas de la ciudad.
Llegó a la Casa de los Stratus después de la medianoche. La casa, como la ciudad que la rodeaba, brillaba de lámparas y antorchas. Cabalgando con rapidez por las calles estrechas del Barrio de la Universidad, Lobo no había sido tan inocente como para creer que el aceite que ardía detrás de todos los cuadrados luminosos de las ventanas, las luces que se filtraban desde las tabernas donde los estudiantes de batas grises discutían de metafísica a gritos, y las medialunas de fuego que corrían entre las manos de cientos de pajes de uniforme azul tuviesen relación alguna con el asalto a Vorsal al día siguiente. Era el final de la noche; los nobles de las antiguas familias terratenientes que tenían fiestas a las que asistir, se reclinaban enmascarados detrás de las cortinas de sus literas, mientras los esclavos los levantaban para llevarlos arriba y abajo por las calles inclinadas; las esposas e hijos y los hermanos de las grandes casas mercantiles todavía estaban fuera, rodeados por batallones de guardias de librea e iban, ellos también, de reuniones de naipes a bailes a charlas de chismes deliciosos sobre nobles cuyas puertas no podían atravesar. Los vendedores ambulantes gritaban sus ventas a mitad de precio para terminar de vaciar sus barriles de tortas o de arenques; rameras en rojo y oro con fantásticos adornos púrpura en la cabeza caminaban despacio por las calles, también enmascaradas o sonriendo detrás de sofisticados abanicos de plumas, a veces precedidas por sus propios esclavos portando lámparas y cosméticos; jóvenes empleados de rizos teñidos sobre los hombros se paseaban con risueñas dependientas, espiando a todos los demás.
Lobo, que guiaba su caballo por entre la multitud, no estaba seguro de sentir rabia contra ellos. Tal vez eso tuviese que ver con el miedo que sentía de volver y encontrar a Halcón de las Estrellas muerta, y del eco del vacío de lo que le restaba de vida ante él, un miedo que había cabalgado a su lado, con un ruido de cascos casi audible, desde que había salido de Vorsal. Tal vez fuese su propia desesperación frustrada, la sensación que lo inundaba al darse cuenta de que encontrar a un maestro mago que le enseñara de buen grado y no tratara de utilizarlo, esclavizarlo o quizá destruirlo, no era tan fácil como su ingenuidad había supuesto. Lo cierto era que toda aquella alegría ruidosa y burguesa a su alrededor lo irritaba por contraste.
Pero sobre todo, pensó, era porque para aquella gente no existía la guerra. El hombre que había muerto de frío por salir en la noche a hacer una cola y esperar su taza de grano, el hombre cuyos vecinos lo habían empujado, muerto, a la zanja, con tal de no perder su lugar en la fila; la puta de diez años a la que él había visto vender su cuerpo violado y tembloroso a la entrada de la taberna por el precio del azúcar de los sueños que pudiera hacerle olvidar quién era y lo que le esperaba; las viejas que revolvían con paciencia la basura de las calles buscando comida; todos ellos no eran nada para esta gente. Hacían el dinero suficiente para poder pagar a otros para que hicieran el trabajo por ellos. Votaban a los nobles dueños de la tierra sobre la que vivían para los puestos oficiales de la ciudad; los nobles obedecían a las casas mercantiles que les habían permitido mantener el viejo estilo de vida durante las últimas dos generaciones; las casas mercantiles necesitaban tierras, o un monopolio de lana, o un buen puerto de aguas profundas; y por eso había guerra.
Renaeka Strata era lo suficientemente astuta para no dejar que la guerra incomodara a los que la apoyaban.
Excepto, por supuesto, a la gente como Halcón de las Estrellas, que simplemente había estado en un mal lugar en un mal momento.
Ari lo esperaba en el brillo suave de las luces del patio. Ya llevaba puesta la armadura de batalla, una armadura de cuero cubierto de acero, las junturas de los codos y los hombros erizados de salvajes púas cuyas puntas refulgían allí donde se había desprendido la pintura negra que impedía el óxido, y el hacha que fue su primera arma atada ya a la espalda. El cabello negro le colgaba sobre los hombros y el emblema dorado del Dios Triple, una medalla de la infancia, ardía en el hueco de su garganta con el movimiento de la respiración. Bajo los delicados arcos de mármol de aquel patio se veía extraño, salvaje, y los pajes que tomaron las riendas del caballo de Lobo le abrieron paso con rapidez cuando se le acercó a grandes zancadas, tendiendo las manos.
—¡No me digas que le diste una paliza en un callejón! —sonrió con alegría forzada, señalando con la cabeza los golpes y cortes que marcaban la cara de Lobo del Sol como una fruta demasiado madura. Lobo del Sol apoyó la alforja que contenía los tres libros robados, los frascos, los polvos y la trefina en el suelo, y no contestó. La sonrisa de Ari se desvaneció, los ojos castaños llenos de dureza—. ¿Lo reventaste?
—No.
Lobo ya había empezado a caminar hacia la columnata que llevaba dibujando una curva hacia las habitaciones de Halcón de las Estrellas; la mano de Ari bajo el guante cubierto de metal fue como una banda de hierro, y tuvo que detenerse. Los ojos de ambos se encontraron.
Ari dijo con la voz tranquila:
—Las máquinas de asalto van ya camino de Vorsal; por eso estoy aquí. Zane volvió al campamento para reunir a los hombres y formarlos. En tres horas estaremos bajo la muralla, con ese mago encima. —Por el tono de voz, era evidente que había adivinado lo que iba a decir Lobo.
Ninguno de los dos apartó la mirada; pasó largo rato antes de que Lobo dijera:
—Lo lamento.
—Van a matarlos, Jefe. «Lo lamento» no cambia las cosas.
Ari, pensó Lobo. Malaliento, Chupatintas, Zane, Gata de Fuego, todos sus amigos… Aquel joven de furiosos ojos castaño claro, desesperados, mirándolo, ojos abiertos, agresivos… La mano oscura que se tendía en la oscuridad de la tormenta, la risa salvaje de triunfo sacudiendo los cielos… Recordó el horror profundo de los dibujos en el suelo de baldosas del estudio en Vorsal, la fuerza que había sentido en la noche del manejo del clima mientras los hechizos se cerraban a su alrededor.
Iban a masacrarlos.
Suspiró profundo, el cuerpo, los músculos, sacudidos por el dolor, como si estuviera atrapado en un retorcido cable de barco, una de esas sogas que pueden partir a un hombre en dos.
—Ellos son voluntarios. Halcón no.
—¡Mierda de caballo, Jefe! —La voz de Ari, siempre tan baja y ronca, se elevó de pronto para convertirse en el látigo cortante de las órdenes de un comandante—. Ella es una, y estamos hablando de mil hombres. Mil, y tal vez perdamos quinientos o seiscientos en una carga contra un maldito vudú como una banda de niños que trata de salvar a su mamá de un grupo de bandidos… ¡No tienes derecho a poner la vida de tu mujer sobre la nuestra, y Halcón sería la primera en decírtelo!
—¡Así sería si yo todavía fuera vuestro maldito capitán, pero no lo soy, demonios! —rugió Lobo—. ¡Tú eres el capitán ahora!
—¡Entonces es una gran cosa que no lo seas! ¡Eres un asqueroso cobarde! Sí, te quedas donde no hay peligro, donde no vas a tener que enfrentarte con él… donde no vas a tener que probar si esos podridos poderes que afirmas poseer pueden hacer algo en una batalla…
Ciego de furia, Lobo del Sol levantó la mano para golpear; Ari la tomó con las suyas, la cara dura como una máscara de acero, a escasos centímetros de la de Lobo.
Tenía la voz baja de nuevo, baja y dura como el metal.
—No tienes derecho a dejarnos en la estacada, Jefe. Todos te están aguardando.
Lobo bajó el brazo.
—No.
—Ella esperará. La batalla no. Las heridas en la cabeza…
—Las heridas en la cabeza cambian de estado con rapidez —dijo Lobo con suavidad—. Sí, tal vez esté inconsciente durante días, y tal vez se vaya. No sé cuánto me llevará ni cuánto tendré que permanecer con ella para asegurarme de que esté bien. No pienso perderla, Ari.
—El ataque terminará a mediodía, maldición. Con un vudú defendiendo la ciudad…
—A mediodía si derribamos la muralla con rapidez. Pero ¿y si nos hacen retroceder? ¿Si hay lucha en las calles? Puede durar horas. Dios sabe cuánto, con un mago dando vueltas por ahí.
—Y tú le tienes miedo, ¿verdad? —Ari le escupió las palabras, y él no contestó—. Sabes que es mejor que tú, ¿es eso?
Apartó el brazo de junto al de Lobo, la cara amarga en el rojo oscuro y apagado de la luz de las antorchas. Lobo del Sol pensó en las máquinas de asalto que en ese mismo momento se deslizaban amenazantes, atravesando la oscuridad quieta y antinatural, hacia los muros de Vorsal, recordó su pesadilla personal sobre la caída del puente de la torre de asalto bajo sus pies, recordó los miles de cosas que podían salir mal en un asalto, y supo que sus hombres, los que él había entrenado y llevado a la batalla, los hombres de los que había sido capitán, amigo y dios, marchaban ahora hacia todo aquello y mucho más. Ari tenía razón. Si con miedo o sin él —y tenía miedo—, un año antes, cuando todavía era capitán, jamás habría antepuesto la vida de una sola persona, fuera quien fuera —y menos aún la vida de ninguna de aquellas muchachas de perfume suave que habían compartido su cama a lo largo de los años—, al deber de acompañar a sus hombres en la más fácil, la más común, la más segura de las batallas, mucho menos en una contra el espectro oscuro de la magia del mal. Ni siquiera por Halcón de las Estrellas.
Ahora era diferente, más de lo que él mismo hubiese creído. Más de lo que podía afrontar. Ya no era capitán. Y no iba a perder a Halcón de las Estrellas, ni por Opium, ni por la maldición, ni por su propia estupidez, ni por lo que otros consideraran que era su deber.
—Jefe —dijo Ari con suavidad—. Estoy suplicándote. No nos dejes solos.
Él susurró:
—No puedo.
Las palabras «Lo lamento» estuvieron a punto de volver a salir de sus labios, pero no las dijo. Confuso, excitado, furioso y con más dolor del que hubiera creído posible, vio cómo Ari daba media vuelta y se marchaba.
Oía el ruido de la batalla, con la sordina lenta y húmeda de la oscuridad de plomo al otro lado de las persianas. Era consciente de la aurora y el tumulto a lo lejos, como del cielo tendido sobre agua bajo cuya superficie estaba agazapado. Pero no podía romper el trance de curación para oler el aire y ver si la lluvia ya estaba llegando, ni disminuir la presión de su concentración desesperada para pensar en sus amigos apilados sobre los puentes de la torre frente al mago en los muros de Vorsal. La parte de él que había sido soldado durante treinta años identificó el sonido de la batalla, el silencio que guardaban, a la escucha, los sirvientes de Renaeka Strata. Después, su mente se deslizó de nuevo, repitiendo el nombre de Halcón de las Estrellas, lentamente, hilo por hilo, hechizo por hechizo, tejiendo el espíritu de la mujer en su carne hasta que la carne pudiera sostenerlo por sí misma.
Vertió toda la magia que podía controlar, toda la fuerza de su propia carne, a través del canal de los hechizos del viejo Drosis, curando, limpiando, infundiendo valor y vida. Una vez que la magia le había mostrado dónde hacer el agujero, la trepanación había sido muy fácil. Los hechizos que había encontrado en los libros de Drosis eran más brillantes, más seguros, más flexibles que los de Yirth, aunque el entrenamiento de Yirth había sido necesario para darles sentido. Incluso con su inexperiencia, Lobo reconocía la exactitud afinada de los conjuros, el mayor conocimiento de la forma en que funciona el cuerpo humano y de sus necesidades. Sentía la vida pasar, como un plasma luminoso, de sus palmas a la piel fría que estaba tocando, para alentar la llama desvaída que ardía en su interior.
Cuando salió del trance era de día.
Los sirvientes se habían llevado la vasija llena de sangre, los restos de vendajes, los harapos, el agua, el lino para limpiar las heridas, y las hierbas y cremas. Alrededor de la cama los pies de todos ellos habían arruinado los círculos de tiza del poder y la protección, y los habían convertido en colas de caballo nubosas sobre el suelo de baldosas. Las lámparas que habían ardido a su alrededor durante la operación y la vigilia posterior se habían apagado ya. Las puertas que daban hacia el arco de la terraza estaban entreabiertas, contra todo consejo médico, para dejar entrar el aire de la mañana, pero las cortinas de seda color bronce colgaban rectas y quietas.
Fuera, el aire estaba quieto. No había olor a lluvia, aunque el cielo estaba gris y pesado, como siempre en las últimas semanas. El ruido de la batalla parecía extrañamente claro.
Sobre la pared de la terraza había un reloj de sol de bronce, mudo, sin sombras. Más abajo, bajo su refugio de piedra ornamental, la figura de critón dorada de un reloj de agua señalaba la segunda hora de la mañana. Lobo del Sol tembló. Moggin hubiera podido conjurar la lluvia. El hecho de que no estuviera lloviendo sólo podía significar una cosa: que no había confiado a las tormentas la ruptura del sitio. En lugar de eso estaba haciendo lo que Lobo hubiera hecho en su lugar. Preparaba una trampa. Estaba reteniendo las lluvias él mismo, así que la trampa tenía que ser grande, poderosa, y seguramente implicaba un incendio.
Cerró los ojos, descompuesto de desesperación y odio contra sí mismo. Durante unos pocos minutos pensó en conseguir un caballo y cabalgar, confiando en llegar a Vorsal a tiempo…
¿A tiempo para qué? Sabía que la gran eficiencia de la magia curatoria de Drosis le había secado el poder y la fuerza física. Y aun encontrándose en la plenitud de su forma no habría tenido la habilidad suficiente para rechazar la voluntad de la mano de sombras. Mientras viviera Moggin, la maldición mantenía toda su fuerza, y él no podía saber si afectaría o no a Halcón de las Estrellas. De todos modos, cabalgando a gran velocidad, tenía por lo menos dos horas hasta Vorsal. Demasiado tarde para salvarlos.
Exhausto, descompuesto, con náuseas, se puso de pie y casi se desplomó, tomándose de los brazos de la negra silla de madera contigua a la cama. Se dejó caer en ella, bajando la cabeza palpitante entre las manos con el cuerpo entero gritando de dolor.
Muy bien, se dijo irónicamente, he descubierto una forma mucho más eficaz de acabar con mis fuerzas. Justo lo que había estado buscando…
Pero Halcón de las Estrellas estaba con vida.
Con el ruido de la batalla llegaban los olores del día húmedo y los de la ciudad. Olores a comunas, tinas de teñido, herrerías, a especias, a caballos, el aroma espeso de la lluvia a punto de caer, y el miasma síquico de la política oculta y mezquina, el fanatismo religioso y los asesinatos por dinero.
Con los sentidos hiperagudos de los magos, Lobo tendió la mente hacia el sur, y hasta ese esfuerzo le dolió como una gasa apretada contra una herida abierta. Desde los recuerdos de muchos años atrás, casi podía ver las traqueteantes máquinas entre una espesa nube de polvo amarillo, el relampagueo de las armas, las flechas de fuego que cortaban pálidas estelas en la mañana sin luz. Los olores a sangre, sudor, excrementos, cuero viejo, suciedad y humo; y el hedor caliente del aceite hirviendo, el plomo derretido, y la arena recalentada al derramarse desde las paredes, junto con el siseo de la carne chamuscada. Lobo se sentía débil, enfermo, como si lo viera todo desde lejos y fuera incapaz de ayudar. Y la mano oscura del mago de Vorsal se tendería hacia ellos por encima de todo… ¿Qué más podía hacer?, se preguntó, desesperado. ¡No tuve tiempo! Si hubiera vuelto a matarlo, él o los guardias del Duque me habrían matado. Y ellos morirían de todos modos, yo moriría, ella moriría…
¿O la verdad era que había tenido miedo?
Pero sus antepasados, si es que tenían alguna respuesta, mantuvieron su silencio.
Bastardos, hijos de puta, siempre borrachos, pensó él.
Después, a lo lejos, oyó que el ruido de la pelea cambiaba. Un rugido triunfal flotó en el aire quieto. Abrió los ojos y se tambaleó hacia el arco, empujó las cortinas y se reclinó sobre el pilar de mármol frío para mirar al sur sobre los árboles del jardín hacia donde se elevaba el humo blanco, bajo el vientre opaco de las nubes.
Fuego, pensó, estremecido de horror y de pena y de rabia frustrada. La trampa de Moggin. Y otra parte de él maldijo a aquel hombre, sabiendo que la trampa tenía que estar allí, sabiendo que no podía haber escapatoria.
Las hojas del acanto talladas en el mármol le cortaron la piel de la frente cuando se inclinó contra el capitel del pilar, sofocado de desesperación e impotencia. ¿Qué otra cosa podía haber hecho?
Como en respuesta, le llegó otro sonido en el aire, agudo, estremecido, un alarido distante.
Instantáneamente supo lo que era.
Eran gritos de mujeres y niños.
Las fuerzas que sitiaban Vorsal habían triunfado, no los defensores. El mago no había obtenido su victoria, después de todo. Los fuegos cuyo humo veía se habían desatado dentro de los muros de la ciudad. La estaban saqueando.
—No puedes culparlos, Jefe. —Malaliento apoyó las dos alforjas desgastadas cerca del pie de la cama y sacudió las largas trenzas hacia atrás—. Ha sido un sitio asqueroso y largo. —Se encogió de hombros despachando el tema, como si las botas y los pantalones harapientos que había confiscado del pobre pastor unos días antes no estuvieran manchados hasta los muslos de sangre.
Porque estaban en una ciudad que les debía dinero, Malaliento no se había quitado la armadura. La había limpiado con una zambullida rápida en un bebedero de caballos y un revolcón en un montón de paja, y todavía tenía briznas prendidas a los fragmentos de cadenas y placas tratando de soltarse de los bordes a través del cuero ennegrecido. Por encima llevaba una chaqueta apelmazada de un amarillo espantoso —un amarillo que solamente podía venir de las tinas de teñido de la misma Kwest Mralwe—, y a través de la manga desgarrada y la confusión multicolor de la raída camisa de Malaliento se veía un vendaje en el brazo. Las cintas del cabello estaban limpias, recién puestas. Una de ellas, de seda rosada y blanca, a rayas, resultó familiar para Lobo del Sol, y sintió que se le revolvía el estómago al verla en aquel cabello negro.
Pero conocía a sus hombres, sabía lo que era romper los muros de una ciudad después de un asqueroso y largo sitio al que nadie había esperado sobrevivir. Dijo:
—Lo sé —y las palabras fueron como bilis en su boca.
—Y no los matamos a todos —quiso contentarlo Malaliento—. La mayoría de las mujeres y los niños no valían la pena, hubiéramos gastado más alimentándolos para fortalecerlos de lo que podíamos conseguir por ellos si los vendíamos como esclavos. Y los hombres lo mismo. Y no teníamos órdenes específicas…
—Lo sé —repitió Lobo, recordando las niñas escuálidas que esperaban a la puerta de las tabernas, las viejas revolviendo la basura con dedos artríticos. Él y Malaliento habían estado en sitios en los que habían recibido órdenes de matar a todos, y lo habían hecho sin pensarlo dos veces. Recordarlo no ayudaba. Después preguntó, preparándose para lo peor:
—¿Y el mago?
—¿El mago? Nada —Malaliento, se encogió de hombros, abriendo las enormes manos en un gesto de pena—. Ni el pelo, ni la piel, ni la punta de su rosado trasero. Creo que debe de haber estado en los muros esperándonos, y que lo atrapó una flecha en el primer ataque. Maldición —agregó, al ver la repentina mirada de incredulidad en los ojos de Lobo—. A veces pasa, ya lo sabes.
—Sí —dijo Lobo—. Pero a los magos no muy a menudo, demonios. —Por la Abuela de Dios, pensó, confundido. El Duque no habrá encerrado a Moggin por lo que yo dije, ¿o sí? Parecía inconcebible que Moggin no se hubiera escapado, que no hubiera encontrado la manera de salir bien parado del asunto. A pesar de la tranquilidad académica del hombre, evidentemente sabía mantener la sangre bien fría en las emergencias…
—Lo único que sé es que el ataque funcionó perfectamente; entramos como grano a través del cuello de un ganso. Así que pienso que, fuera quien fuera, debe de haber comprado la granja al primer disparo. No era ese desgraciado de Moggin, eso es seguro.
—¿Por qué «seguro»? —Lobo miró con rapidez las sombras de la cama, en la que todavía dormía Halcón de las Estrellas, la cara blanca como la sábana limpia que habían traído los sirvientes. Tomó la mano ilesa de su amigo y lo llevó por la puerta hacia la terraza. El sol se había puesto, pero el jardín a sus pies era un cuento de hadas de antorchas y fuegos, sombras danzantes en los árboles desnudos. Desde las ventanas del comedor, al final de la terraza, miles de lámparas arrojaban sombras movedizas sobre la grava, y el ruido asordinado de las violas y los oboes subía desde la misma dirección, mezclado con el jaleo de alborotadores de las calles, las celebraciones de los borrachos y la risa aguda de una ramera. Esa noche había vino libre en todos los bares y tabernas de la ciudad.
Malaliento volvió a encogerse de hombros.
—Fue bastante horrible —empezó a decir—. Supongo que el Rey se acordaba de lo que se había hablado en el Consejo y seguía queriendo un mago amaestrado para él solo. No había habido mucha pelea en ese extremo de la ciudad, pero había mucho botín. Un grupo de los nuestros pasábamos junto a la casa del viejo Moggin cuando apareció ese Etcétera Real, acompañado de sus propios muchachos. Algunos de los tipos habían acabado con la mujer y la chica mayor cuando aparecimos, pero el pobre Moggin y la niña se habían refugiado en el sótano. Maldición, supusimos que podían quedarse allí si querían, ninguno de los dos serviría de mucho como esclavo y de todos modos pensábamos incendiar la casa cuando termináramos, pero el Rey y sus valientes entraron al patio.
Malaliento se quedó callado por un rato, la boca ancha abierta con disgusto.
—Demonios, no sé por qué fue peor así. De todos modos los hubiéramos reventado. Tal vez porque lo hicieron a sangre fría. Uno saquea una ciudad, y puede matar a cualquiera que se le ponga en el camino, es como en una batalla… Pero el Rey atrapó a ese Moggin; parecía un infeliz de muy poca monta, realmente, y Dios sabe que si hubiera tenido magia propia la habría usado para impedir que esos brutos estrangularan a su esposa cuando terminaron con ella; bueno, el Rey lo atrapa, lo lleva al patio y le dice: «Quiero que hagáis magia para mí». Bueno, primero le pregunta: «¿Sois Moggin Aerbaldus?», y así fue cómo supimos que aquél era el desgraciado que creías que era el vudú.
»Y entonces Moggin dice: “Debe de haber algún error, no soy mago”. Y era firme al respecto, seguro, aunque estaba muy impresionado, bastante fuera de sí. Sostenía a la niña aferrada contra sí como si fuera su última esperanza de comer algo en el mundo. Así que él y el Rey hacen ese jueguecito de sí-sois, no-no-soy durante un rato y finalmente el Rey declara: “Yo os protegeré de la Iglesia si trabajáis para mí, y juntos dominaremos los Reinos Medios”, y todo eso. Y Moggin dice: “Juro que no soy mago”. Y el Rey dice: “Eso lo veremos”.
»Y hace que sus hombres se lleven a la niña hasta el otro lado del patio: necesitaron a dos para arrancarla de los brazos de Moggin. Después saca uno de los libros del estudio, arranca unas páginas para usarlas como combustible, los pone en una pila y dice: “Si no encendéis eso, le cortaré el cuello a la niña”. Suponiendo, creo yo, que si podía hacer que Moggin admitiera que era mago, ya habría dado el primer paso. Fue muy feo. La niña gritaba “Papá, papá”, y Moggin luchaba contra los guardias que lo sostenían, y entonces le ruega al Rey que la deje ir, se pone de rodillas, grita, suplica, todo eso, asegura que no puede hacerlo, jura que no es mago…
Malaliento se encogió de hombros.
—Así que le cortaron el cuello a la niña. Allí fue cuando yo me marché. Y mientras tanto, el condenado de Zane había estado recorriendo la casa mientras todos los demás estábamos en el patio, esperando a ver si ese hombre encendía el fuego para salvar la vida de la hija, y se llevó todo el botín él solo. Así que supongo que nos equivocamos. Pero, de todos modos, fue bastante feo.
Desde la oscuridad de la cercana columnata, una voz llamó a Malaliento. Él echó una mirada en esa dirección, donde una confusión de músicos y acróbatas se preparaban para entrar en el comedor entre un remolino de sirvientes. Después se volvió y miró a Lobo con ojos negros, pequeños, brillantes.
—Ari me pidió que te preguntara, Jefe… ¿Podrías hacer algo con el clima seis días más? ¿Lo suficiente para que cruzáramos las tierras malas alrededor del Khivas y el Gore? Ahora vamos a movernos con rapidez.
Impresionado, descompuesto por el relato sobre el asesinato de la niña, Lobo del Sol obligó a su mente a dejar de pensar en el enigma desesperado de la razón por la que Moggin había permitido algo así, de qué era lo que temía hasta ese punto. Había estado dibujando los esquemas del poder sobre el suelo del estudio, demonios…
—Sí —suspiró, aunque le dolía la médula de los huesos con sólo pensar en desviar las tormentas que sentía acercarse desde el Mar Interior—. ¿No podía pedírmelo él mismo?
La cara simiesca y morena del jefe de escuadrón se puso tensa y los ojos oscuros se desviaron.
—No quiere verte, Jefe.
La rabia agitó el cuerpo de Lobo como un torrente de calor y desapareció enseguida, dejando tras sí un cansancio aguado y triste en los huesos. Levantó la vista hacia Malaliento y encontró una preocupación profunda en unos ojos donde no había explosión, ningún comienzo de la habitual ristra de insultos, ninguna amenaza a gritos. Pero Lobo del Sol había elegido. Halcón de las Estrellas estaba viva y no había mucho que decir.
—Maldición asquerosa. —Fue toda su respuesta.
—Ey… —El silencio pareció inquietar a Malaliento, quien le palmeó el hombro con una ternura curiosa, como si se diera cuenta de que su Jefe estaba realmente lejos esta vez—. No va a morirse por eso —dijo con alegría—. Yo tal vez me sentiría de otra forma si el brujo, quien quiera que fuese, hubiera estado en esa muralla arrojándonos elefantes con aliento de fuego, pero tal como han ido las cosas, me alegro de que te hayas quedado aquí a cuidar de Halcón. —Sus ojos, brillantes y un poco inhumanos, se entibiaron un tanto—. Es una dama muy buena, Jefe. Me alegro de que siga por aquí un tiempo.
—Gracias. —Se reclinó contra el arco que tenía a la espalda, la cabeza baja y el cabello largo y escaso sobre la cara llena de cicatrices; se sentía seco y amargado, y muy solo. Parte de sí odiaba a Malaliento, con sus botas llenas de sangre y la cinta rosada de la niña muerta atada en el cabello negro y lacio. Lo odiaba como se odiaba a sí mismo por lo que había sido. Sabía que Malaliento no podía ser de otro modo, y que era lo que Lobo del Sol había hecho de él. Habían visto combates juntos, habían puesto sus vidas sobre el altar de hierro para que los dioses de la guerra las tomaran cuando quisieran, y él sabía que lo que había hecho en la guerra había sido hecho como en una vida distinta, manchada de terror y del fervor de la batalla, la única forma de sobrevivir.
Halcón de las Estrellas tenía razón, pensó con cansancio. No debería haber permitido que nada lo arrastrara de vuelta a la vida guerrera. Había ido por sus amigos, por su tropa, y por el capitán que era como un hijo para él. Y ellos le habían vuelto la espalda apenas eligió… ¿qué? ¿La vida de una sola mujer antes que las suyas? ¿O la vida antes que la muerte?
—Sí —repuso despacio—. Dile que haré lo del clima por él. Le daré una semana, si puedo…
—Gracias. Ten cuidado con tu lado ciego, Jefe. —Malaliento le apretó la mano un segundo, después se fue caminando alegremente por el corredor oscuro de la noche; la cinta rosada al final de la trenza, una mancha que saltaba en la penumbra.
Lobo del Sol se volvió, tan agotado que no podía ni hablar, hacia la oscuridad de la habitación de Halcón de las Estrellas. El lugar olía a sangre seca, a vendas, a hierbas y humo, el olor de la habitación de un enfermo, un olor que odiaba. Quería marcharse, buscar una taberna, emborracharse hasta la locura, conseguirse una flor de mujer para la cama, y olvidar que era mago, olvidar que tenía responsabilidades, olvidar lo que era y lo que sabía. La tropa estaría festejándolo esta noche, como él había hecho tantas veces con ellos, bajo la luz de las antorchas y el humo de las murallas vencidas de la ciudad. El recuerdo era vívido, sangriento y dorado; obscenidades gruesas y representaciones violentas, borrosas tras la pantalla entre rosada y oro del bienestar de la borrachera, la excitación enloquecida de estar vivo cuando otros estaban muertos, el calor del alcohol en las venas y la alegría de estar con amigos que lo comprendían, que lo admiraban, que habían sobrevivido al infierno y el fuego con él, sus compañeros de crimen Ari, Zane, Malaliento, Chupatintas y Halcón…
Si se volvía y escuchaba, si tendía sus sentidos de mago hacia la noche, probablemente oiría el ruido del campamento por encima del clamor carnavalesco de la ciudad.
Se dejó caer en la silla tallada, entre las sombras de las cortinas de la cama. Vio los concursos de bebida, las peleas por la comida, las prácticas de lucha, las noches en que habían traído al campamento y violado a todas las chicas bonitas de entre los capturados en el saqueo, los juegos en los que humillaban a los padres cautivos de la ciudad haciendo que buscaran monedas en la basura o el barro de los suelos de las tiendas, y los vio como eran en realidad: las diversiones crueles y abusivas de los victoriosos, histéricas de alegría y alivio porque no estaban muertos, no estaban lisiados, y podían hacerles todo eso a los que habían luchado en su contra.
Y, sin embargo, echaba de menos la violencia alegre del festejo, y añoraba la cercanía de otros, como un perro de manada añora el olor, el calor y hasta las pulgas de los suyos.
Lo habían dejado y estaba solo. Nunca había sido tan consciente de lo que le había supuesto la elección de la magia, la decisión que había tomado de seguir el sendero de su destino. Ya no era lo que había sido. Y no podía volver a serlo.
Dedos fríos tocaron los suyos, después se cerraron alrededor, firmes a pesar de su debilidad. Solitario, herido, los apretó en respuesta y desvió la vista hacia abajo, a la penumbra, para encontrarse con los ojos grises y somnolientos de Halcón de las Estrellas.