7

En la calma muerta, expectante de la noche, Lobo del Sol hacía guardia y escuchaba la oscuridad.

El viento había estado quieto todo el día y toda la tarde. Lobo había echado una cabezada una hora después de la partida de Renaeka Strata, y había compartido las raciones de los guardias, pero con un oído siempre atento hacia el este. Cuando durmió, sus sueños habían sido una confusión inquieta de tormentas y nubes. Más tarde, contemplando la noche sentado a la sombra, negra como un charco de tinta, de una torre de asalto, había conjurado con cuidado a los vientos.

Todavía no podía hacerlo en contra de una inclinación natural del clima sin caer en el trance conmovido de la magia profunda, algo ante lo que sentía miedo, pero por lo menos logró arriar y dominar el débil empuje de las brisas terrestres hacia el este, para arrojarlas contra las masas frías que venían del mar. No podía hacer más, aunque le dolían las manos y le dolía el espíritu por el deseo refrenado de ir más allá, y una vez más maldijo su ignorancia, su ignorancia del clima, su ignorancia de la ciencia de la curación, que sentía cada día más necesaria para Halcón de las Estrellas; su ignorancia fatal de la magia de las enfermedades.

Sabía que rastrear al mago como un asesino y matarlo con sus propias manos no era el camino adecuado. Tenía que haber otras formas de salir del paso con finura ante un defecto de poder. Sus métodos para la curación eran ineficaces, se limitaba a atropellar con la fuerza cuando debería haber usado la habilidad. Como guerrero y como maestro de guerreros sabía que eso funcionaba solamente hasta que uno se las veía frente a alguien más fuerte.

La preocupación le clavaba los dientes como una rata que mordiese una pared. En sus treinta años de experiencia en masacres había visto docenas de heridas en la cabeza, y no le había gustado la palidez de Halcón de las Estrellas aquella mañana, ni las líneas de tensión alrededor de sus ojos claros. A pesar de que se había sentido feliz de verla levantada, había una parte de él que deseaba ordenarle que se acostara de nuevo. No debería haber salido de la cama, no debería haber estado allí, sentada a su lado…

Pero, por sus antepasados, ¡qué bueno había sido hablar con ella otra vez!

La brisa tibia que venía de tierra adentro le movió el cabello tostado y observó las huellas que dejaba en el follaje estremecido. Lejos, sobre la línea oscura de la costa, veía las luces de las tropas de la ciudad, acampadas sobre las ruinas del pequeño puerto de Vorsal. Para esa misma época del año siguiente, aquellas ruinas habrían desaparecido, reemplazadas por depósitos, puentes de cuerda y barracas de esclavos; los muelles hervirían de mástiles coronados por las banderas rojas y azules del Corazón Partido.

En el camino hacia el depósito de máquinas para encontrarse con Purcell, había pasado junto a las paredes en ruinas del viejo Palacio Real. A través de los entreabiertos portones, carentes de vigilancia, Lobo había visto patios sin barrer y un pórtico ahogado en enredaderas, sin vida excepto por una lavandera que lo atravesaba para cortar camino con una canasta de ropa bajo el brazo. El contraste con los mercados de la ciudad, con el caos viviente de dinero y ropas finas alrededor de cualquiera de las grandes casas mercantiles —los Stratii, los Cronesmae, los Balkii— resultaba evidente. Con razón el Rey quería un mago que le devolviera el poder sobre aquella tierra.

Unos pies atravesaron el pasto en el silencio sin viento, demasiado livianos y furtivos para ser los mesurados pasos de la patrulla de guardia. Lobo se puso de pie como un gato y se deslizó bajo el refugio de uno de los cobertores de las ruedas de la torre. No puede ser Moggin, aún no, pensó, siguiendo el crujido seco con los oídos. No le parecía creíble que la llegada del maestro mago pudiera detectarse con tanta facilidad. ¿Un espía entonces?

Entonces la brisa que fluía a lo largo de la falda de la colina levantó un extremo de una capa y le trajo, sobre los olores rancios de la leña y los cueros y el humo, un hilo de oscuro perfume. Ribeteando la capucha, como nieve empujada por el viento sobre una cresta, vio la cabellera despeinada. La leve fosforescencia del reflejo de las antorchas desde el interior del círculo de máquinas iluminó entre las sombras densas el hilo de una cadena de oro.

¿O una distracción?

Dijo en voz baja:

—¿Opium? —y ella giró, jadeando de sorpresa al verlo tan cerca.

Él salió de entre las sombras.

—Dijeron que estabais aquí. —El cabello negro se derramó hacia delante cuando ella echó la capucha atrás; Lobo volvió a recordarse que no debía tocarla—. ¿Os molesta si camino con vos durante un rato?

—Debemos de estar a unos veinte kilómetros del campamento —le señaló él mientras comenzaba a recorrer el perímetro exterior del depósito, el ojo sano sobre la tierra informe en la que las sombras pesadas de las torres y los arietes se desvanecían hacia las oscuridad—. No camines a mi derecha —agregó, y se preguntó, durante un segundo apenas, si podía confiar en aquella mujer hasta el punto de dejarla caminar a su lado ciego en la oscuridad. Supuso que lo que realmente debía hacer era enviarla de vuelta al campamento.

—No, si seguimos adelante —replicó la voz de Opium, ronca y un poco aguda por encima del crujido suave y continuo de las faldas sobre la hierba. La noche anterior, en compañía de Ari, Lobo la había visto luciendo su cara de acompañante como un vestido, una cara brillante y rápida y graciosa. Ahora, como la primera vez entre las ruinas de las máquinas de asalto en el campamento, tenía un tono más tranquilo, más bajo, con una especie de timidez pensativa por detrás de la charla suave—. Puedo volver así. Estuve en la ciudad esta noche. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el resplandor de cuento de hadas de las cúpulas y torres de Kwest Mralwe, derramándose sobre la silueta de su colina invisible para tender una alfombra de reflejos sobre el río tejido de luces que había más abajo—. Lo lamento… no estoy bien arreglada… apenas tuve un momento para peinarme…

Las gruesas trenzas que le cubrían las sienes olían a menta y otras hierbas; el kohl resaltaba los colores sutiles de sus ojos.

—Yo te veo muy bien —murmuró él.

—Es que no quería volver ahora mismo.

—Puedes irte, ¿sabes? —dijo Lobo con tranquilidad después de un silencio—. Me refiero a irte de la tropa, si Zane te está molestando realmente.

—¿Y qué haría? ¿Bailar en tabernas donde tendría que dormir con los clientes y pagarle al dueño por el privilegio? Tengo dinero en Wrynde, todos los ahorros de Geldark, mi hombre, y un poco de los míos, de cuando bailé en la taberna de Bron en el invierno. Si los recupero, volveré al sur en primavera. —Con un gesto rápido y salvaje, echó hacia un lado la nube negra de cabello, que se había enganchado con el cuello de la capa, y con dedos hábiles se lo recompuso alrededor de la cara. Lobo del Sol se descubrió de pronto pensando en lo mucho que le gustaría verla bailar—. Una mujer sola necesita mucho dinero para mantenerse libre, ¿sabéis? Las he visto. Hasta las mujeres mejor pagadas de la ciudad tienen guardianes.

Se acercó a él mientras caminaban y Lobo se obligó a prevenirse contra un eventual ataque desde esa dirección, aunque no creía seriamente que ella pudiese ser la espía de Moggin, si es que había un espía en el campamento. Y eso, se dijo, era una suerte. Ya era bastante difícil vigilar, no sólo las tierras vacías que se extendían a los tres lados del depósito, sino también el propio depósito, con un solo ojo, sin tener que prestar atención además a la charla suave e intrascendente de la mujer que cubría posibles sonidos y relajaba su mente con el placer tibio de su presencia. Pero no deseaba pedirle que se fuera. Y podía arreglárselas, pensó.

En un punto del circuito, le dijo:

—Mira, Opium, si te digo que corras, CORRE, corre sin dejar de gritar hasta el centro del depósito de máquinas, donde están las hogueras, y trae a los guardias. Y aunque te parezca que necesito ayuda, no me ayudes: consigue ayuda, toda la que puedas y lo más rápido que puedas. ¿Entiendes?

—Pero si… si esa cosa que os atacó anoche… vuelve antes de que yo llegue con los guardias, para entonces, tal vez estéis muerto. —Ella alzó la vista, ansiosa, para mirarlo a los ojos, pero la cara de Lobo estaba vuelta hacia el otro lado, hacia la oscuridad. Estando de guardia, era fatal que cualquier cosa se interpusiera en el campo de visión.

—Y tú también.

—Yo le tiraría mi capa y…

Los ojos de ella estaban muy abiertos y llenos de ansiedad, y era joven y muy hermosa, y realmente se preocupaba por él, así que él se abstuvo de replicarle que no pensaba confiar las vidas de ambos a su habilidad para arrojar cinco kilos de terciopelo en el momento oportuno. En lugar de eso, afirmó con bastante sinceridad:

—Opium, si aparece esa cosa, no va a ser como piensas. No es lo que nadie piensa. La mejor oportunidad que podríamos tener es hacer lo que te estoy diciendo, ¿de acuerdo?

Ella asintió.

—De acuerdo. Lo que pasa es que me sentiría una traidora si saliera corriendo. No soy de las que corren cuando sus amigos están en peligro. —E inclinó la cabeza para volver a ajustarse las puntas enjoyadas del corsé.

—Si te lo pido, corre —repitió él con un gruñido—, y corre lo más rápido que puedas.

Caminaron entre las sombras, deslizándose con cautela cuando atravesaban espacios iluminados por la luz de las antorchas y hogueras, dentro del anillo del depósito; Lobo mostraba a Opium cómo hacerlo con rapidez y eficiencia sin despertar las sospechas de nadie que vigilara el campamento. A veces ella caminaba en silencio del lado ciego de Lobo; el almizcle del perfume, un rastro leve en la nariz; otras veces, hablaba con su voz suave, arrastrada: chismes de campamento, las cosas que habían pasado en el sitio, todos los detalles horrendos de los primeros esfuerzos de Ari por mirar y socavar los muros, y cómo en la última batalla los túneles se habían derrumbado, se había quemado la torre de asalto y el hombre que la había comprado el verano anterior en el burdel de Kedwyr había muerto.

—Fue bueno conmigo —dijo, estrechando la capa alrededor de su cuerpo para darse calor; el aliento, un aura luminosa cuando pasaron cerca de las luces del depósito—. Me vendieron al burdel cuando tenía catorce años y papá no pudo pagar sus deudas; Geldark saqueó la casa de un pobre ricachón cuando atacaron Melplith, y por eso pudo comprarme. Fue la primera vez… no sé. Yo no tenía elección, claro, pero fue mejor, ¿sabéis? Era su esclava, pero… —La mano buscó inconscientemente la cadena de oro fino que le rodeaba el cuello.

Lobo se detuvo a la sombra de la torre de asalto donde habían empezado el circuito y le puso las manos sobre el cuello bajo las sombras aterciopeladas de la capa.

—Ser esclavo no significa mucho. Solamente esto.

Puso ambas manos sobre la delicada cadena y trató de romperla. Era mucho más fuerte de lo que parecía, pero no pensaba dejarse vencer después de haber pronunciado tales palabras, así que tiró con todas sus fuerzas. El metal le cortó la piel. La sangre brotó de sus manos al quebrarse la cadena. Él maldijo en voz alta y empezó a secarse las manos sobre las sombras oscuras del cabello de la mujer. Ella le tomó las muñecas y se las llevó a los labios.

Un temblor atravesó el cuerpo de Lobo del Sol: arrancarse una flecha de guerra hubiera sido más fácil que pensar en rechazar aquel beso.

—No puedo —susurró, mientras cerraba los brazos alrededor de ella y le desenredaba el largo cabello. El perfume, la tibieza y la fuerza de su abrazo embotaban sus sentidos y confundían sus pensamientos; una locura oscura, una despreocupación intensa se alzó de pronto en su mente, con respecto a lo que estaba pasando en ese momento, a lo que podía pasar después…

Levantó la cabeza para pelear contra la fuerza inesperada de los brazos de Opium.

—Ya tengo una dama. —Su voz sonó espesa, la boca tan seca que casi no podía hablar. Le era difícil recordar que quisiese hacerlo.

—¿Y hace falta que se entere?

No, pensó él, mientras su cabeza bajaba de nuevo en busca de los labios sedosos y húmedos, no hace falta. Y si se enteraba, lo entendería. No había tenido una mujer en semanas, y la suave urgencia del cuerpo de Opium contra el suyo despertaba una calidez devastadora en su piel. Se trataba simplemente de un hombre con un hambre desesperada que quiere comer porque necesita el alimento… Si alguna vez lo descubría, Halcón de las Estrellas lo entendería así…

Pero el hecho de entenderlo no atenuaría el efecto que algo así le causaría.

Con la misma seguridad con que sabía su nombre y conocía la carne y el hueso y la magia que había en su interior, sabía que perdería algo que nunca podría reemplazar, y que la pérdida mancharía los días del pasado y destruiría todas las largas y brillantes alegrías del futuro. Tomar a aquella mujer, como había hecho con tantas otras sin siquiera pensarlo en toda su vida, no significaría nada para él, literalmente nada, salvo el alivio momentáneo del deseo carnal, pero para Halcón de las Estrellas sería una traición.

Comprendería, por supuesto. Probablemente ni siquiera se sorprendería.

Eso era lo peor, que no se sorprendería si él la traicionaba.

Que no se sorprendería si cualquiera la traicionaba.

Con las manos temblorosas porque, mientras su mente reflexionaba, su cuerpo había pensado por sí mismo, empujó a Opium para alejarla de sí, primero con amabilidad, después, cuando ella se le aferró, con más fuerza.

Ella jadeó:

—No. Te deseo… —y el toque de sus manos era un tormento.

—No. —Lobo jadeaba; todos los átomos de su cuerpo ardiendo de deseo por ella, tratando de no pensar en las manos que mantenía sobre la cintura de la mujer para mantenerla apartada de sí.

La frente suave de Opium, cubierta con los velos del cabello que habían despeinado los dedos de Lobo, se arrugó cuando sus oídos captaron el tono de sinceridad desesperada que había en su voz áspera.

—No pienso hacerlo.

Ella deslizó sus brazos desde los hombros del hombre hasta la cintura, y la tibieza de aquella piel suave lo persiguió a través del cuero y el forro de la ropa. Los ojos de Opium eran lagunas de deseo; todo lo que Lobo era y había sido siempre le gritaba al unísono: Al infierno con Halcón de las Estrellas… esto sólo pasa una vez…

Pero mientras lo pensaba, sabía que lo que tenía con Halcón sólo llegaba una vez en la vida —y en la vida de muchos hombres, nunca— y que era frágil como el vidrio entre sus manos torpes. No puedo dejar que ocurra, se decía con la mente ciega, no puedo… Pero ya no encontraba las palabras necesarias, como no había sabido explicar a Purcell que no podía convertir su magia en una prostituta.

Lo único que podía hacer era empujarla, apartarla, y volverse, cruzar los brazos como para protegerse, temblando de pasión de arriba a abajo. Nunca había roto un encuentro parecido en toda su vida, así que no tenía idea de cómo hacerlo con algo de gracia.

—¿Tienes miedo de que ella se entere? —Bajo el rencor vicioso, la voz de Opium temblaba, pero a través del humo cegador de su propia necesidad, Lobo no se dio cuenta.

Los hombres se reirían hasta descomponerse si les contaban una historia como aquélla; de pronto se le ocurrió preguntarse hasta qué punto sería discreta aquella mujer. Y el esfuerzo de pensar en sus hombres, y en su propio conflicto entre la hombría y la magia y su amor por Halcón de las Estrellas, y en los sentimientos de Halcón de las Estrellas, lo mareaba y lo confundía. Sin saber cómo logró tartamudear:

—No le haré algo así. —Pero no estaba seguro de que Opium lo hubiera oído. La oyó respirar hondo como para decir algo, pero en ese momento llegó otro sonido, el suave roce de un pie sobre la hierba, cerca, demasiado cerca…

La cabeza de Lobo se levantó de un golpe. Opium dio un paso y se separó en el momento en que aparecía Purcell desde el otro lado de la torre de asalto con un cuerno lleno de vino en la mano. El pequeño Consejero se asustó y dejó caer la copa. El vino se le derramó por encima y le temblaron las manos.

—Eh… yo… bue… —Tragó saliva y sus ojos fueron hasta Opium. La boca fina y delicada se frunció en una mueca—. ¡Bueno, bueno…! —Incluso en la oscuridad, Lobo del Sol se daba perfecta cuenta de lo que creería ver Purcell bajo el reflejo de la luz de las antorchas: la camisa y el jubón de Lobo abiertos por unos dedos curiosos, el tierno desarreglo del cabello y el vestido de la muchacha. Un cuadrado blanco de pañuelo apareció en movimiento un segundo cuando Purcell trató inútilmente de secarse el vino de la bata—. De veras, Capitán, lo lamento tanto… —Se volvió para marcharse con rapidez, y Lobo lo alcanzó con dos pasos y le bloqueó el camino, macizo y oscuro contra la luz de las antorchas.

Pero qué podía decir sin hacer que la cosa pareciera todavía peor, se preguntó, avergonzado, enrojecido y furioso mientras extendía el brazo como una barrera contra la pared de madera de la torre. No se lo digáis a nadie sonaría totalmente ridículo. Otras frases le pasaron por la mente, viejos y gastados parlamentos teatrales. No es lo que parece… no pasó nada en realidad… Ella fue la que trató de violarme…

Se dio cuenta de que tenía las mejillas al rojo vivo.

Se decidió por el camino más sencillo:

—Si decís una sola palabra de esto a alguien, os rompo el cuello.

Encogido y quejoso como se mostraba delante de Renaeka Strata, Purcell se estiró todo lo que su estatura le permitía —la gorra negra le llegaba justo al hombro de Lobo del Sol— y replicó con dignidad:

—Lo que hagáis cuando no estáis en servicio, Capitán, no es asunto mío. Ni siquiera es asunto mío —agregó con frialdad— cuando lo hacéis dentro del horario de servicio, como ahora. Pero como Tesorero del Consejo me sentiré obligado a descontarlo de vuestra paga.

—Podéis meteros mi paga en… Ah, vamos, traed un guardia o alguien con un caballo y que se lleven a esa chica al campamento. —Se volvió para señalar a Opium, pero ella había desaparecido como una sombra en la noche.

Él se quedó un momento allí, sintiéndose absolutamente estúpido, con la rabia y el deseo frustrado comiéndole el alma mientras Purcell le hacía una fría reverencia y volvía hacia las luces del anillo interno, alrededor de las cuales se oían las voces de los esclavos discutiendo acaloradamente mientras tomaban su cena de pan de maíz y gachas. La copa que Purcell había dejado caer al suelo yacía iluminada por la franja de luz que se filtraba por la esquina de la torre de asalto, una copa de cuerno común de la vajilla del ingeniero. El olor a vino barato inundaba el aire.

¿Pero por qué…?, pensó Lobo, y después de meditarlo un momento caminó a grandes zancadas en pos de la menuda silueta que se escapaba.

Encontró a Purcell trepando a su litera, asistido por uno de su media docena de guardias personales, mientras otro, resplandeciente en la tabarda color narciso de la Casa de Cronesmae, sostenía la brazada de pieles que iba a colocarle en el regazo.

Lobo caminó atravesando el grupo. Se dio cuenta por el rabillo del ojo que dos de los hombres lo vigilaban con las manos listas sobre las espadas.

—¿Para qué vinisteis a verme? —le preguntó—. ¿Teníais alguna información que darme?

Los ojos grises y fríos de Purcell pasearon sobre Lobo, estudiando con lento disgusto cada uno de los lazos desatados de la camisa, la desnuda mata de vello del pecho y las manchas de grasa y polvos que adornaban sus ropas.

—No. Buenas noches… Capitán. —Se acomodó en la litera, levantó las pieles hasta el afilado mentón y cerró las cortinas bruscamente. Uno de los guardias montó en el primer caballo y lo llevó por el camino pisoteado que volvía a la ciudad.

—Y yo espero que se os derrumbe el baño cuando lo estéis usando —gruñó Lobo hacia la caravana que se alejaba.

Más tarde, de nuevo patrullando a solas en la oscuridad, pensó con amargura que ni el amor ni la magia parecían asuntos fáciles de manejar, a pesar de lo mucho que los deseaba. Estaba empezando a sentir la mortificante sospecha de que no era demasiado bueno en ninguno de los dos.

—Debería haber seguido en el negocio de romper cabezas —murmuró, metiéndose las manos detrás de la hebilla del cinto de la espada y vigilando la extraña quietud de las colinas oscuras bajo la negrura de las nubes—. Por lo menos en eso era bueno.

No se enteró hasta la tarde siguiente de que Halcón de las Estrellas se estaba muriendo.

Abandonó el depósito de máquinas después de la salida del sol y tomó el camino más corto, que atravesaba las colinas castañas hacia Vorsal y el campamento que la rodeaba. El aire estaba limpio, pero se sentía extraño y amenazante. Una neblina baja cubría los lechos de los arroyos, con sus diminutas burbujas de agua, pero por sobre las cimas de las colinas el viento traía olores de otros sitios, de mar y aire y cielo. Esperaba que los frentes de tormentas no se desataran ese día, aunque era bastante improbable. Moggin había tenido cuarenta y ocho horas para descansar y recuperar fuerzas. Estaría enterado de la movilización y adivinaría que el ataque sería pronto. Lobo del Sol tembló ante la idea de intentar manipular el clima otra vez y exponer el alma nuevamente a la fuerza de la mano de sombras. Los libros tal vez contuviesen alguna clave que pudiera servirle para aumentar las defensas, pero, cuando llegó al campamento, sintió los ojos cansados y la cabeza pesada, resultado de dos noches en vela. Ordenó a Pequeño Thurg, que fue el primero con quien se encontró entre las tiendas, que lo despertara apenas le pareciera que cambiaba el clima, y cayó sobre el jergón de Malaliento con toda la ropa puesta, rodó de costado y se durmió.

Soñó con Opium.

—¿Jefe? —La voz borrosa en el sueño—. ¿Jefe? —Pero reconoció el roce de algo frío y duro sobre el brazo.

Su reacción, despertando bruscamente, fue dura e instintiva: tomar la daga que tenía bajo la almohada y golpear con ella el aire. La daga no encontró nada, y cuando los ojos de Lobo se aclararon, vio que Malaliento, con mucha sabiduría, lo había tocado con la punta de la espada desde una distancia de un metro y medio.

Lobo golpeó la viga de pesado roble con rabia. Había dormido cuatro horas y se sentía mucho peor que cuando se había acostado.

—¡Mierda! ¿Qué quieres, ojos podridos del mismísimo infierno?

—Mensaje de Renaeka Strata. —La cara enjuta del líder de escuadrón estaba más seria de lo que nunca la hubiera visto Lobo, y contrastaba con su chaqueta de harapos y las sucias cintas de su cabello—. Es sobre Halcón de las Estrellas.

Había cabalgado como alma que lleva el diablo, estremecido por el miedo y la culpa. No puede morir, pensaba con desesperación. No ahora. No de esta forma.

Hasta la noche anterior no se había dado cuenta realmente de hasta qué punto la necesitaba, de lo que estaba dispuesto a hacer o a no hacer para mantener vivo por el resto de sus vidas lo que había entre los dos. La idea de vivir sin ella era más de lo que podía soportar. Con una falta de lógica muy masculina, maldijo a Opium y la llamó puta lasciva para aliviar levemente su sentimiento de culpa mientras el rítmico golpear de los músculos del caballo penetraba sus muslos y su espalda y el polvo blanco del camino se le pegaba a la nariz.

No Halcón de las Estrellas. Ella no.

Pero sus años como experto en muertes no le permitieron pensar en ninguna otra cosa cuando vio la cara hundida y gris contra la exquisita tela de las almohadas de Renaeka Strata y sintió el frío y débil pulso de su muñeca.

—Maldito —susurró a ciegas, dejándose caer de rodillas sobre las baldosas color miel del suelo—. Maldito, maldito, maldito…

—Mi médico personal la sangró anoche —dijo con voz leve la Dama Princesa, lo bastante cerca como para que Lobo pudiera sentir el roce del terciopelo negro de las enjoyadas faldas contra su espalda—. Quería hacerlo de nuevo esta mañana, pero le ordené que esperara hasta que pudiéramos encontraros.

—¿Y la trepanación? —preguntó él con suavidad—. Un agujero en el cráneo… A veces funciona.

—¡Por el Dios! —La Dama Princesa retrocedió, sorprendida, asustada, apabullada—. ¡Nunca he oído hablar de semejante cosa! Y mi médico tampoco, permitidme que os lo diga, y es el mejor de la ciudad. No supe que Purcell no os lo había comunicado hasta la hora tercera de esta mañana. Envié inmediatamente un mensajero al depósito de ingeniería, pero os habíais marchado…

Las palabras flotaron junto a él sin sentido, como el clamor distante del Mercado de Lanas que a esa hora murmuraba a través de las ventanas cerradas y cubiertas con cortinas. Lobo envió a uno de los mensajeros de la Dama Princesa de vuelta al campamento para buscar a Carnicera, médico de la tropa; después se hundió de nuevo en el trance de curación y buscó más y más abajo el espíritu de Halcón de las Estrellas, tratando desesperadamente de encontrar un medio para mantenerlo con vida hasta que el cuerpo sanara lo suficiente para recibirlo una vez más.

No pido más que eso, rezó, a la Madre, al Dios Triple, inteligente y frío, a la genealogía completa de sus antepasados peludos, barbudos, borrachos… Tiempo, tiempo es lo único que quiero.

Pero había tenido tiempo, le habría dicho su primer antepasado, con la sabiduría irónica de los que vieron cómo su propio tiempo luchaba, se alzaba y fornicaba hasta convertirse en nada. Había tenido un año.

¡Si nunca me enseñaron nada, malditos ojos podridos! ¡No puedo hacerlo! ¡No sé cómo!

Pero volvió a tranquilizar su mente como Yirth le había enseñado, y buscó en la oscuridad el espíritu de Halcón de las Estrellas, mientras sostenía la mano fría de su amante entre las suyas y la llamaba suavemente por el nombre. Cuando Yirth le había enseñado esos hechizos, le había revelado que el espíritu solía responder mejor al nombre que recibió en la infancia. Él se había olvidado hacía ya mucho del nombre que Halcón de las Estrellas usaba en el convento, si es que alguna vez lo había sabido; ella nunca le había dicho cómo la llamaban sus padres y hermanos en la pequeña aldea junto a los acantilados del oeste. Así que la llamó por el nombre que siempre había tenido para él, como alumna, como amiga, como hermana de armas, como amante, y al cabo de un tiempo ella contestó, como había dicho que haría, desde los Infiernos Congelados y aún más allá.

Pero cuando él salió del trance de curación, exhausto, frío y entumecido por haber permanecido arrodillado junto a la cama, supo que le quedaba muy poco tiempo. No sabía lo que tenía Halcón pero, fuera lo que fuera lo que le había hecho la viga al caer, habían llegado al final. Sintió como si hubiera apilado una diminuta montaña de blancos pétalos sueltos de flor de almendro en medio de una llanura vacía, sabiendo que pronto soplaría otra vez el viento.

Cuando volvió del trance, Carnicera estaba allí, una mujercita inteligente, redonda, con bíceps como los de un luchador y el cabello muy corto, entre gris y amarillo, enmarcando una de las caras más hermosas que Lobo hubiera visto en su vida. Le tomó el pulso a Halcón de las Estrellas, tocó despacio, con cuidado, la herida desgarrada en forma de luna en el sitio en que la había golpeado la viga y meneó la cabeza.

—La trepanación da resultado solamente cuando uno sabe dónde trepanar —le dijo a Lobo, cruzando los grandes brazos tatuados sobre unos senos macizos y enormes—. Ése es el truco. Demonios, tú me has ayudado lo suficiente como para saber que para la trepanación no se necesita más que suavidad en el tacto. Pero no siento nada malo en esa herida. Eso podría querer decir que la sangre está manando hacia el cerebro desde algún otro lugar, o que tal vez haya otra cosa que está mal. Las facultades de medicina de la Universidad de aquí son las peores del mundo, y no me sorprende puesto que las dirigen los trinitarios, pero nadie sabe mucho sobre heridas en la cabeza, Jefe, ni aquí ni en ninguna otra parte, ésa es la verdad.

Había pena en sus ojos brillantes. Lobo recordó que Carnicera había sido una de las amigas más cercanas de Halcón de las Estrellas en los días en que eran parte de la tropa, parte de un pequeño escuadrón de mujeres luchadoras que se sentía muy unido en un campamento mayoritariamente masculino. Pero Carnicera había visto morir a muchos de sus amigos, algunos de ellos de muertes terribles, y de alguna forma había ajustado su filosofía para poder vivir con tal carga.

Lobo del Sol se preguntó qué le había pasado a su propia filosofía que le había permitido seguir adelante después de las muertes de más amigos de los que quería recordar.

Pero ninguno como Halcón.

Fuera, el cielo gris perdía color. El reloj de agua de la terraza decía que era la décima hora del día. Lenta, deliberadamente, reunió fuerzas y firmeza, trató de dejar a un lado el miedo de lo que sería la vida sin aquella voz fría y aquella sonrisa traviesa e irónica, de dejar a un lado el remordimiento por el beso perfumado de Opium.

—¿Puedes quedarte con ella?

Carnicera dudó.

—¿Cuánto tiempo? El asalto empieza una hora antes del amanecer, así que tengo que ir al campamento a medianoche. —Y al ver el brillo duro en los ojos de Lobo, prosiguió con voz serena—: Puedo salvar esas vidas, Jefe. La de ella no. Y estamos hablando de centenares contra una.

Él suspiró e inclinó la cabeza, apoyando un brazo musculoso e hirsuto sobre el suave enredo de sábanas que cubrían a Halcón de las Estrellas.

—Lo sé —admitió, avergonzado de su reacción absolutamente egoísta—. Y probablemente quieras dormir hasta esa hora.

Ella se encogió de hombros mientras él se incorporaba y metió las manos en los bolsillos de sus pantalones de hombre.

—Demonios, he estado en batallas después de pasarme toda una noche bebiendo, eso no importa. Cabalgar de regreso a medianoche no me va a matar, a menos que esta maldición crea que si me caigo del caballo y me rompo el cuello en una zanja se pueden complicar las cosas en el asalto. Si tienes algo que hacer, esperaré hasta esa hora. Pero solamente hasta esa hora, ¿entiendes?

—Entiendo —dijo Lobo con suavidad—. Y sí, sí tengo algo que hacer.

Miró a Halcón de las Estrellas, y vio con horrible claridad la piel color lavanda alrededor de los ojos, el gris en la nariz y los labios. La maldición, pensó. Como cuando no se leva el pan o no salen las cartas en el póquer, como las flechas que no dan en el blanco o las ratas que se comen las cuerdas de las catapultas; una desgracia en una cadena de desgracias que hará que me quede aquí con ella toda la noche, toda la mañana, en lugar de ayudar a los otros a sobrevivir el asalto… o que hará que muera en la mañana. Sí, con djerkas o sin djerkas, con runas plateadas o sin ellas, tendría que matar a Moggin Aerbaldus esa noche.

La casa de Moggin Aerbaldus estaba en el sector patricio de Vorsal, cerca del fastuoso y grandilocuente palacio de granito de un príncipe mercader, que en esos días, gracias al estilo de la construcción, semejante a una fortaleza, hacía las veces de depósito de grano de la ciudad. La suciedad no era tan grande allí como en las barriadas de la parte más baja de la colina de Vorsal, donde mujeres esqueléticas rebuscaban con paciencia infinita en la basura que en la noche apilaban en las calles, en pos de algo comestible que las ratas hubieran pasado por alto, pero el hedor a podredumbre era el mismo. La ciudad se había quedado hacía ya mucho sin combustible para quemar los cadáveres de los muertos, y sin espacio para enterrarlos. Los arrojaban por encima de las paredes, y el aire era una miasma infernal. Las cosas parecían moverse como a través de una niebla palpable. En el camino colina arriba, Lobo había visto todos los lugares comunes de un sitio: las tabernas mal iluminadas en las que la risa histérica se unía a las voces altisonantes que gritaban contra los ricos que habían empezado aquella guerra, y las risitas extrañas de los adictos al azúcar de los sueños, porque era más fácil conseguir droga que comida y en aquellos días cualquiera podía emborracharse por muy poco; los niños escuálidos vendiéndose a sí mismos o a sus hermanitos a los soldados de la guardia por la carne de las ratas; y las ratas mismas, sin miedo, gordas, como siempre que una ciudad se comía a sus perros y sus gatos, demasiado rápidas y fuertes para poder atraparlas, observando a los que pasaban con la mirada atenta del negociante.

La ciudad había estado sitiada durante seis meses. Incluso si llegaban las lluvias antes de que las murallas cedieran, Lobo supuso que la mayoría de aquellas personas no sobrevivirían el invierno.

Aunque era apenas la tercera hora de la noche, la hilera de gente que esperaba frente al depósito de grano la ración del día siguiente se tendía hasta perderse de vista por la calle empedrada. Hombres y mujeres, y aquí y allá un adolescente, un muchacho —cabezas de familia ahora, Lobo del Sol lo sabía por los pocos sitios en los que había tenido la desgracia de estar del lado de dentro— que llevaban tazas de cuerno o de metal en la mano. Envuelto en hechizos de invisibilidad, se deslizó como un fantasma por el otro lado de la calle. Si lo veían, creerían que era una rata o alguien a quien conocían, pero no era muy probable que lo vieran. Además de que nadie había traído una lámpara —el aceite era para comer ahora, no para iluminar— sabía que los seres humanos hambrientos no ven con claridad en la noche. El frío era duro. Vio que uno de los hombres sentados contra la pared de piedra granulada se volvía para hablar con otro, estrechando sus varias chaquetas contra los hombros; el aliento, una corriente de vapor blanco. El hombre al que hablaba no replicó, y cuando su vecino lo tocó, cayó hacia delante, paralizado. Los que estaban cerca empujaron el cuerpo un poco hacia un lado con los pies, y no cedieron su lugar en la fila ni por un instante.

Lobo del Sol rodeó la manzana y encontró el callejón que pasaba por la parte posterior del almacén de grano y la casa de los Aerbaldi. Incluso en aquellas calles perdidas se sentía razonablemente a salvo del djerkas: conocía la paranoia histérica que alimentaban los sitios. Dentro del territorio de Moggin, probablemente sería otra cosa. Sobre el portoncito trasero donde se descargaba la basura nocturna, buscó en vano las marcas de protección y advertencia que su sentido común le decía debían estar allí. No encontró nada. Pero, pensó con amargura, como le habían dicho Renaeka Strata, Ari, Purcell y Halcón de las Estrellas —y, según parecía, todos los que estaban interesados en la mitad oriental de los Reinos Medios—, eso no significaba que no estuvieran. Volvió a maldecir su ignorancia.

No había forma de saberlo, pero no había que dejar nada al azar. Buscó un rincón en el que una pared de dos metros y medio de piedra arenisca se encontraba con el lado de granito del depósito de grano y arrojó el gancho que había traído para escalar las murallas de la ciudad a una de las ventanas del segundo piso del depósito. Trepando por la cuerda logró asomarse por encima del muro del jardín de Moggin sin tocarlo, un ardid agotador que lo hizo sudar y maldecir la duración del asedio. Naturalmente habían derribado ya todos los árboles del jardín de Moggin, los frutales al final, una vez arrancado el último fruto. Era un jardín pequeño y estaba casi desnudo, los brotes arrancados, las enredaderas deshojadas, yaciendo sobre la terraza que corría a lo largo del bloque de piedra pálida de la casa lista para convertirse en combustible. En medio del suelo desnudo, poblado de senderos entrecruzados, la fuente estaba seca; las tropas de Kwest Mralwe habían arruinado los acueductos que surtían la ciudad. Aunque los arroyos de las colinas sobre las que Vorsal estaba construida daban agua suficiente para la población entera incluso en aquella época del año, ésta no podía ser malgastada para placer del oído o de la vista.

Cerca del lugar por donde había trepado Lobo, un círculo desnudo en el suelo revelaba que un mirador de madera había sido arrancado para ser usado como combustible, y al acercarse a la casa vio que hasta los depósitos de herramientas y ollas habían sido desmantelados y el contenido apilado con una meticulosidad patética a lo largo del borde de la terraza. La luz anaranjada y muda que delineaba los arcos redondos de las ventanas temblaba sobre las hojas de las palas y los picos, los dientes de las azadas y los hermanos menores de esas grandes herramientas, y Lobo sintió un viejo dolor al darse cuenta de que probablemente, como él, Moggin era jardinero.

Pero la desnudez absoluta del jardín le aseguraba al menos que el djerkas no podía aparecer sin que él lo advirtiera. Tampoco él podía esconderse, evidentemente, así que se deslizó despacio a lo largo de la pared, evitando el campo de visión de las ventanas iluminadas, controlando sus armas mientras se movía: cuchillo, espada, y la pequeña y mortífera hacha de batalla que podía acabar con un hombre a una distancia de diez metros.

La casa era pequeña, al menos comparada con los palacios de la ciudad, pero vieja y elegante, una casa de la antigua nobleza de la ciudad, más que de los mercaderes en poco tiempo enriquecidos gracias a sus negocios en telas o especias. Las ventanas tenían vidrios y estaban enrejadas, las cortinas del interior corridas solamente hasta la mitad. Lobo inclinó un poco la cabeza para ver mejor y observó la cálida habitación iluminada por el fuego.

Su primera impresión fue de acogedora decadencia: un techo pintado al fresco, pasado de moda, paredes llenas de libros, y estantes y vitrinas repletos de pequeñas estatuas, huevos pintados, relojes mecánicos adornados e instrumentos astrológicos de plata y bronce. La chimenea era amplia, los frescos un poco desvaídos y manchados con hollín; junto a ella, en una silla de roble grande tallada a la manera del siglo anterior, estaba sentado un hombre que debía de ser Moggin Aerbaldus.

Era alto —fácilmente el metro ochenta de Lobo del Sol—, de hombros caídos, y probablemente había sido delgado ya antes del asedio, con los ojos entre verdes y grises y toques de gris en el cabello negro y liso. Con la mano blanca y larga de un estudioso, plegaba un libro grande con cubierta de cuero, un tanto torpemente porque tenía a una niña rubia de unos seis o siete años en su falda. Sobre la alfombra roja y azul, cerca del fuego, estaba sentada una muchacha de dieciséis, también rubia, junto a una mujer de cara dulce, que tal vez había sido regordeta en mejores días. Probablemente disponían de depósitos de comida propios, pensó Lobo. Tenían mucho mejor aspecto que la gente que hacía cola en la calle. Con las otras familias ricas de la ciudad debía de ocurrir lo mismo.

La voz de la niña llegó hasta él, confusa, a través del vidrio grueso.

—¿Pero por qué Trastwind no se casó con la Dama Jormelay, papá? Ella lo amaba… y él ni siquiera conocía a la vieja princesa.

—Bueno, Jormelay era bruja —señaló Moggin con sensatez—. ¿Te gustaría casarte con alguien que pudiera transformarte en sapo por dejar pelos en el baño o por no volver a llenar las jarras de agua que vaciaste? —Y la niña rió, evidentemente candidata a ser sapo ella también—. Y recuerda que Dannah, la Princesa, también amaba a Trastwind.

—¿Tú puedes hacer eso, papá? —preguntó la niña, bajándose de las rodillas del padre. Su madre y su hermana, sentadas cerca del hogar, eran rubias, pero el cabello de la pequeña era de color oro blanco, atado hacia atrás con una cinta de seda de rayas rosadas con los bucles sobre los hombros, demasiado delgados bajo la túnica de lino blanco—. ¿Enamorarte de alguien así, zas, la primera vez que la ves? ¿Te enamoraste de mamá así de repente, cuando la viste por primera vez?

Los ojos verdosos de Moggin se elevaron un poco para mirar los castaños de la mujer junto al hogar, y, de pie sobre la terraza, Lobo del Sol se dio cuenta de que todas las Jormelay del mundo no habrían tenido la menor oportunidad contra lo que había entre ellos. Moggin contestó con voz baja:

—Por supuesto.

La madre aspiró para empezar a hablar, dejó salir el aire, después dijo con rapidez:

—Es hora de que las princesas buenas de este castillo se vayan a dormir.

La muchacha mayor se quedó en la habitación mientras la madre y la pequeña salían con un leño encendido en la mano, porque no había velas ni aceite para lámparas. Moggin se puso de pie lentamente y fue a poner el libro en el atestado gabinete de palisandro de la pared que tenía enfrente.

—Y algunos filósofos dicen que las obras de ficción son frívolas… —suspiró. La luz del fuego arrojó su sombra contra las cubiertas doradas de los libros, y formó caras demoníacas sobre las tallas del gran escritorio que había entre los estantes, cubierto de papeles y plumas y el castillo de vidrio, alto y brillante, de un reloj de arena—. A veces creo que la habilidad para sobrevivir en el recuerdo de la alegría, o para transmitirla, es la cualidad que separa con más claridad al ser humano de la bestia.

Con los brazos cruzados, la muchacha dijo con tranquilidad:

—Se despierta de noche, llorando, ¿sabes?

Moggin se detuvo en la mitad de un gesto, con el libro todavía en la mano; después suspiró, lo puso en su estante y se volvió. En el ojo color mar hervía la impotencia de esas palabras que se dicen a sabiendas de que no sirven para nada.

—Lo lamento —dijo la muchacha con rapidez—. Es que… Es tan difícil decirle que no tenga miedo cuando yo misma tengo tanto… —En pocos pasos rápidos cruzó el espacio brumoso de la habitación hacia él, y le arrojó los brazos al cuello delgado. Con los suyos apretados contra ella en respuesta, la lana desvaída y negra de la manga de la túnica como una franja de sombra contra el blanco del camisón de la muchacha, y el cabello de ella, del color del pasto quemado por el sol, sobre ambos.

Durante un momento, el padre la meció suavemente, apretándola contra sí; la voz era un murmullo, solamente audible para Lobo mediante sus sentidos de mago.

—No te preocupes, Rianna —susurró—. Se irán antes de que vengan las lluvias. Tienen que irse…

Ella parecía asustada. Y debería estarlo, pensó Lobo mientras calculaba con amargura cuánto darían por ella en los burdeles de la Calle de las Linternas Amarillas.

—Si rompen el muro…

—No lo harán…

Papá

No lo harán. —La tomó de los hombros leves, la separó un poco de sí, los ojos verdes hundidos en los castaños, deseando que ella le creyera—. Te prometo que todo irá bien, te lo prometo. —Y la estrechó de nuevo, con fuerza, desesperado.

Al verla partir a través de un arco hacia la oscuridad del resto de la casa, Lobo del Sol se preguntó si aquellas hermosas niñas, la esposa de rostro sereno, sabían lo que era Moggin y lo que había hecho.

Porque no era solamente que estuviera protegiendo a su esposa e hijas de la violación y el asesinato a manos de mercenarios en el saqueo de la ciudad. Al contemplar aquella cara delgada y ascética, bajo el tenue latido del fuego cada vez más exiguo, Lobo recordó el brillo tanto más caliente de la posada al derrumbarse sobre Halcón de las Estrellas y los niños que ella trataba de salvar; recordó la filigrana temblorosa de la luz de la lámpara iluminando la cara agonizante de Halcón de las Estrellas en casa de la Dama Princesa, y recordó también la mano llena de oscuridad que invocaba la fría red de runas, y la risa salvaje y triunfante cuando el alma de Lobo empezaba a desprenderse de la carne que aullaba. Un pichoncito de brujo para ser mi esclavo…

La mano de Lobo tocó el hacha diminuta que le colgaba del cinturón.

Moggin apartó la mirada de la puerta y cruzó la habitación hacia un gabinete cerrado al otro lado del atiborrado escritorio. Lobo del Sol se movió un poco para seguirlo con la mirada y lo vio abrir los cerrojos. No eran los cerrojos simples de un mueble en el que cualquier mercader o noble guardaría los objetos valiosos y el dinero. Eran tres y mantenían el gabinete cerrado con cadenas de plata. Las puertas de elaboradas tallas se abrieron para revelar dos estantes de libros, junto con otras cosas: la calavera de un niño, ocho velas de cera negra en candelabros de plata, manojos de hierbas y cabellos humanos, las patas y orejas de varios animalitos y una variedad de cajas y frascos pequeños.

Durante un largo rato permaneció quieto; un hombre alto y flaco con la túnica raída y negra de los estudiosos. Después, con una especie de suspiro, sacó tiza, hierbas, utensilios y un libro negro que abrió sobre el escritorio. Luego, se volvió para enrollar las alfombras del estudio.

Muy despacio, Lobo se deslizó desde la ventana a la puerta que llevaba de la terraza a la casa misma. Estaba cerrada por dentro, con cerrojo. Sabía que no debía emplear la magia estando tan cerca de un mago poderoso como Moggin —porque ahora estaba seguro de que era un mago poderoso— pero Malaliento le había enseñado otras formas de forzar cerrojos simples con un mínimo de ruido. Se quedó un momento en silencio, en el umbral de la puerta entreabierta, más allá de la cual veía la oscuridad del vestíbulo y el brillo rojizo de la puerta del estudio, y escuchó el chirrido tranquilizador de la tiza sobre el suelo de baldosas rojas.

Con el hacha en la mano, atravesó como un fantasma el umbral.

Desde la oscuridad del vestíbulo observó cómo Moggin, de rodillas, trazaba los Círculos de Poder sobre el suelo del estudio. Manchas de tiza y un encaje de viejas huellas mostraban el sitio en que había habido otros círculos, pero Lobo apenas los veía. El dibujo iba tomando forma bajo aquellas manos blancas y largas, y él lo reconoció. Lo había visto en uno de los demonarios más viejos de Benshar, un antiguo hechizo, extraño y rodeado de advertencias, escrito en la ilegible lengua shirdana. Era el hechizo para invocar la magia de la tierra, el poder profundo que yacía en la oscuridad de los huesos del mundo, la curva misma de las líneas y el sostén de las runas anómalas, distintas de cualquier brujería de la que él hubiera oído hablar.

El fuego moría en el hogar, pero Moggin había encendido las ocho velas y las había puesto a arder sobre la forma asimétrica. El susurro de su cántico se elevaba en alguna lengua desconocida que no era ni shirdano ni el habla común de Gwenth. Lobo veía el sudor de la concentración en la cara pálida del hombre, la sombra de la vela curvada y frágil sobre las pestañas de los ojos cerrados. Echó una mirada rápida al gabinete, abierto todavía, y pensó, Ahí tiene que tener libros de curación… y avanzó con el hacha en la mano.

Tendría que ser rápido, mientras Moggin ponía toda su concentración en el hechizo, hundido en la conjura de aquel poder sin riendas…

Esto es demasiado fácil…

—¡PAPÁ!

Lobo del Sol se echó a un lado y hacia el vestíbulo que tenía detrás, y apenas llegó a ver un reflejo de la niña Dannah, de pie, horrorizada, en la otra puerta de la habitación, las manos alzadas de terror hasta su boca. Moggin se volvió, los ojos verdes abiertos por la impresión, pero Lobo ya había desaparecido por la puerta posterior de la casa. Un paso lo llevó al borde de la terraza…

La azada que pisó se levantó de golpe y lo golpeó con una fuerza increíble en la sien. Cayó de rodillas entre las macetas, los rastrillos y los arbustos de espinos que esperaban su turno para ser arrojados al fuego. La luz de las antorchas brilló sobre la pared del jardín; una voz gritó:

—¡Allí está, muchachos!

Y media docena de arqueros aparecieron sobre la parte superior con los arcos preparados. Lobo del Sol se volvió, tropezando, y trató de correr entre las sombras enloquecidas hacia la pared opuesta, saltó, se aferró del borde y se encontró mirando a la calle en la que se encontraba la hilera de gente que esperaba el turno de la ración.

Solamente que ahora la cola ya no permanecía pasiva contra la pared. Se habían agrupado bajo su cuerpo en una multitud hirviente, y más y más se les unían a la carrera, mientras él se alzaba sobre la pared del jardín. Estaban de pie con armas caseras fabricadas con cuchillos y hojas de carniceros y garrotes en las manos, y el linchamiento frío en los ojos.

—¡ALTO! —gritó una voz desde el jardín oscuro del otro lado. Y después, mientras Lobo se quedaba quieto, sintiendo los ojos de los arqueros fijos en su figura recortada contra la luz de las antorchas y el negro del cielo, la voz prosiguió en tono de burla—: O saltad si queréis, y veréis lo que le pasa a la gente que trata de robar grano en esta ciudad.

Lobo del Sol dijo solamente:

—Mierda.